EXIGENCIAS DE LA EVANGELIZACIÓN
MARCEL MASSARD
Estas pocas páginas quisieran, simplemente, dar una idea de
los equívocos que implica el tema de la "fe implícita" (o del
«cristianismo implícito»), abundantemente utilizado en la literatura
pastoral y teológica de estos últimos años. Equívocos tanto más
importantes cuanto más el cristiano o el sacerdote se ven
directamente afrontados a las exigencias de la evangelización.
Ciertamente, este tema desea ser portador de un dato teológico
fundamental al que debemos prestar atención especial: busca
traducir la relación que existe entre todo hombre y Jesucristo, la
acción de su Espíritu en toda vida humana. Pero creo que
podemos dar razón de este dato de nuestra fe sin caer en los
equívocos de un vocabulario que, por una parte, choca a los
no-creyentes que creen ver en él una falta de respeto con
respecto a su propia conciencia, al mismo tiempo que desvía el
acto evangelizador de su verdadera profundidad y de sus
exigencias más urgentes.
LA EXPERIENCIA DEL TESTIMONIO EVAR/QUE-ES:
Partamos de datos simples. Evangelizar es decir a otro nuestra
fe en Jesucristo, de manera a la vez global y existencial, pero que
no llena aún todas las exigencias ni todas las etapas de un
itinerario de catequesis. Por tanto, es ante todo expresar la fe
como sentido de la propia vida, y no como una teoría o un
sistema: afirmarla como el sentido que damos a nuestra libertad
de hombres.
Por su mismo ser, la evangelización nos hace entrar en el juego
de la comunicación humana. Si queremos tener alguna posibilidad
de ser comprendidos por nuestro interlocutor, nuestras palabras
han de ser suficientemente personalizadas y asumidas por nuestra
conciencia. Testimoniar la fe no es repetir una lección ni transmitir
fórmulas. El Credo, los enunciados del Dogma, la reflexión
teológica, forman parte del movimiento de una palabra directa,
comunicable. Si existe realmente testimonio, no puede haber
pantalla alguna entre nosotros y nuestros interlocutores. Estamos
allí, frente a ellos, totalmente presentes en la fe que vivimos. Estos
datos de la experiencia manifiestan claramente que el testimonio
de la fe es al mismo tiempo el testimonio de una libertad humana:
testimonio de conciencia, que pone en juego nuestra propia
conciencia frente a otras conciencias.
FE/I:I/FE:Sin embargo, en ese mismo movimiento, no cesamos
de descubrir nuestra fe como un don. No somos la fuente de esa
fe: nos es dada, no cesamos de recibirla. Sentimos que la
profundidad de vida a la que nos compromete nuestro acto de fe
nos supera. Nuestra pertenencia a la Iglesia es el signo concreto
perfectamente reconocible, de que estamos siempre precedidos
por alguien, en nuestra propia vida de fe. Concretamente, nos
descubrimos dependientes de la Iglesia, de la comunidad eclesial
de la que formamos parte. La iniciativa de Dios nos es traducida
históricamente por esta comunidad eclesial que nos ha
engendrado y que no cesa de alimentarnos en la fe, que nos une
a nuestros hermanos en el lazo de la caridad. La iniciativa de Dios
se manifiesta en nuestra vida a través de la iniciativa de la Iglesia
que nos precede siempre y sobre la cual nos apoyamos. A
menudo, es la fe de nuestros hermanos lo que proporciona el
apoyo más próximo y cálido a nuestra fe personal. Esta fe eclesial
nos traduce, más directa y cotidianamente, la iniciativa de Aquel
que vino a los hombres para hacernos compartir su propia vida: es
la que nos introduce en el acontecimiento de Cristo. La fe en Dios
es concretamente fe en Cristo: nuestro descubrimiento de lo que
Dios es y de lo que quiere para nosotros y nuestros hermanos en
humanidad, se realiza en el «hecho-Cristo». Así, Cristo y la Iglesia
no cesan de traducirnos la iniciativa preveniente de Dios a través
de los acontecimientos de la historia, en lo cotidiano de nuestra
existencia.
Es, sin embargo, evidente que esta fe dada, recibida, sólo se
manifiesta como tal en una adhesión libre que pueda ser
constatada por nuestros hermanos. Y mientras más
comprometidos estamos en el diálogo con nuestros hermanos no
cristianos, más descubrimos hasta qué punto esta adhesión libre
es constitutiva de nuestra fe. Cuando ella es cuestionada, puesta
en tela de juicio, teniendo al mismo tiempo conciencia de expresar
un don que nos supera infinitamente.
Así, pues, en el testimonio vivido reconocemos nuestra fe como
don de Dios, al mismo tiempo que hacemos de ella el sentido
mismo de nuestra libertad de hombre. Y esto nos da la medida de
hasta qué punto no es compartida por aquellos a quienes nos
dirigimos: pues el don de Dios no significa nada para ellos (o quizá
algo muy vago), y no dan a su libertad de hombre el sentido
fundamental que nosotros descubrimos en ella, aunque
comulguemos en muchos otros terrenos de la vida. Y así se nos
hace difícil hablar de fe en Cristo, si la adhesión libre que nosotros
vivimos no ha prendido, de alguna manera, en la vida de nuestros
interlocutores. El signo de la fe se descubre ligado al testimonio de
la conciencia humana, no puede existir independientemente. Estos
datos pueden aparecer más fenomenológicos que teológicos.
Quisiéramos, al contrario, mostrar que son especialmente
significativos de la originalidad de la fe cristiana. A partir de ellos
aparecen todos los equívocos del vocabulario de la "fe implícita".
LA "FE/IMPLICITA" Y SUS EQUÍVOCOS
CR/ANONIMO
La base sólida: repercusión universal de la salvación en
Jesucristo
Evidentemente, existe algo implícito, que nuestra mirada de fe
nos descubre en todo hombre: ya lo hemos indicado desde el
principio. Se trata de la relación de Jesucristo con todo hombre,
del trabajo anónimo del Espíritu de Dios en todo corazón humano,
para usar la expresión favorita del padre Schillebeek; en suma, se
trata de la vocación fundamental de todo hombre a la filiación
divina. Para nosotros, todo hombre es amado por Dios en
Jesucristo, todo hombre está llamado a vivir como hijo de Dios en
el dinamismo mismo del Espíritu. Ningún hombre queda marginado
de la salvación de Cristo.
En este sentido, podemos decir que no cesamos de captar la
substancia misma del cristianismo en el amor que se manifiesta en
este mundo. Sea Dios conocido, mal conocido o desconocido,
todos los signos de amor que podemos leer en este mundo nos
recuerdan el dinamismo de la salvación de Jesucristo. Podemos y
debemos decirlo: este es el sentido mismo de nuestra mirada de fe
sobre la humanidad, sobre nuestro mundo. Pero esto no equivale
a hablar de fe implícita, es decir, a comprometer a los hombres, a
pesar suyo, en un misterio que no reconocen, aun cuando esté
profundamente inscrito en ellos.
Lo que compartimos con todos nuestros hermanos que no creen
es el don efectivo de Sí-mismo que Dios nos realiza
incesantemente en Jesucristo. Esta primera afirmación es la
manifestación del alcance universal de la salvación de Jesucristo:
nuestra fidelidad de creyentes no nos permite recortarla en nada.
Pero no compartimos el reconocimiento de ese don y la adhesión
libre que él suscita en nuestra vida. Esta segunda afirmación es la
traducción de la experiencia que vivimos en el encuentro con los
no-creyentes: y tampoco podemos permitirnos recortar su
significado.
«Fe implícita»: ¿por que?
A partir de lo ya dicho, tratemos de circunscribir el por qué del
recurso al tema de la "fe implícita». Tema nacido de la toma de
conciencia de la descristianización moderna, al mismo tiempo que
de la preocupación misionera de la Iglesia. Una convivencia más
real entre cristianos y no cristianos ha puesto de relieve los
valores comunes que podían animar a unos y otros. Se ha puesto
el acento en el hecho de que muchos no-cristianos asumían mejor
las exigencias de una vida humana y fraternal que no pocos
cristianos: «Están más cerca del Evangelio que nosotros, decimos
de militantes marxistas compañeros de ruta; no tienen fe, pero la
viven, mientras que nosotros...»
En tales reflexiones, la fe en Cristo era identificada,
sumariamente, a partir de cierto sentido de los valores humanos.
Puesto que cristianos y no-cristianos se encontraban de hecho en
la promoción de esos valores, y sus conductas manifestaban un
dinamismo común, estábamos inclinados a decir que la fe
intervenía en unos y otros, sin saber, sin embargo, cómo
precisarlo. Tal aproximación conducía de hecho a la conciliación
fácil y tentadora que hemos conocido: nosotros vivimos la fe
explícitamente, los no-cristianos la viven implícitamente; actúa en
ellos sin que lo sepan: ¡son acristianos sin saberlo»! Esta
aproximación mostró toda su insuficiencia cuando muchos
sacerdotes y cristianos llegaron a preguntarse: «Pero, después de
todo, ¿qué nos diferencia de los no-cristianos? ¿Qué vivimos más
que ellos?» En efecto, lo más que puede hacer es subrayar que la
fe se arraiga en la condición humana común y sus exigencias de
valorización: cristianos y no-cristianos comparten en este mundo el
mismo terreno de experiencia, las mismas paradojas, las mismas
contradicciones. Pero, en cambio, no subraya cómo se separan en
su significado último, y las consecuencias de ello en la vida
cotidiana y en las motivaciones que la animan.
FE/VALORES-HUMANOS:VALORES-HMS/FE: La fe como tal es
respuesta libre al don de Dios, adhesión a su Palabra,
descubrimiento de su intervención en el corazón de la humanidad.
No es solamente el desarrollo de los valores humanos, su
realización, su explicitación. Vivir los valores humanos no es
todavía vivir la fe, aunque esta última esté llamada a insertarse
profundamente en todas las búsquedas y empresas del hombre.
Vivir la fe es descubrir que solamente la alianza de Dios con la
Humanidad en Jesucristo puede significar el acabamiento del
hombre en una gestión libre que implica referencia consciente a
Cristo.
La respuesta libre del hombre es constitutiva de la fe, y no
podemos confundir esa respuesta con el sentido a veces muy
profundo de los valores humanos que encontramos en nuestros
interlocutores no-creyentes. Podemos seguir pensando que ese
sentido de los valores humanos no es ajeno a la gracia que Dios
hace a esos hombres, al dinamismo de la salvación de Jesucristo,
pero no podemos deducir de esto que ese sentido de los valores
-a menudo muy próximo al Evangelio, en efecto, puesto que el
Evangelio está forjado con los valores humanos comunes- es el
equivalente de una fe a la que sólo falta explicitarse.
Sobre las afirmaciones primeras que acabamos de re-situar, y
que han nacido de la experiencia, se ha basado el trabajo de los
teólogos que retomaron la reflexión comenzada por la Iglesia en el
siglo XVI, sobre la salvación de los infieles. Lo primero que
resaltaba en esa reflexión era la relación fuertemente afirmada por
el Nuevo Testamento entre fe y salvación. En la carta a los
Hebreos encontramos un resumen apremiante: «Sin la fe, es
imposible agradarle. Pues aquel que se acerca a Dios debe creer
que existe y que es remunerador de aquellos que lo buscan (Heb
11, 6).
Sin entrar en el detalle de las consideraciones que serían
necesarias, podemos retener simplemente la conclusión que
resaltaba: si los no-creyentes de hoy tienen algo que ver con la
salvación de Jesucristo, si no están irremediablemente fuera,
están ligados, en cierto modo, a la fe que no viven. Esta
perspectiva conduce en primer lugar a discernir en ellos el juego
de la acción divina, de la gracia preveniente: en la profundidad de
sus conciencias, están ya preparados por el Espíritu Santo a vivir
de la luz de Jesucristo. Y seguidamente nos inclina a ver en ellos
esa fe embrionaria, esos puntos de apoyo de la fe cristiana que la
carta a los Hebreos nos precisa como exigencia para la salvación.
ATEOS/SV:SV/ATEOS:Estas reflexiones nos permiten, ante
todo, encarar en todo hombre el comienzo de la apertura a la
salvación de Jesucristo. Se apoyan en la esperanza universal que
la Revelación suscita en la Iglesia: esperanza que se ve reforzada
por todos los signos de amor que podemos leer en la humanidad,
y al mismo tiempo oscurecida por todos los signos de odio,
egoísmo, explotación del hombre por el hombre. Si ha de
replantearse esta esperanza, solamente Dios puede hacerlo en su
juicio sobre la humanidad. Y nuestra convicción de fe es que ese
juicio consistirá en una palabra de amor. La misma condenación
no puede concebirse más que a la luz de esa palabra de amor.
Esa esperanza nos lleva entonces a decir que, en todo hombre,
Dios sabrá reconocer su apertura de corazón y de espíritu a la
gracia que no cesa de enviarle (gracia que no tenemos posibilidad
de señalar concretamente en su vida, sino de manera vaga y
ambigua). Finalmente, ella nos conduce a afirmar que la salvación
de Jesucristo es la realidad más fundamental de nuestro mundo, y
que a ningún hombre se priva de la participación en esa salvación.
Pero no puede verdaderamente movernos a decir que un hombre
tiene fe si él mismo no lo confiesa, ni a utilizar el concepto
tranquilizador de fe implícita. Es posible otro camino de reflexión
que amplía mucho más el horizonte, planteándose al mismo tiempo
serias exigencias.
OTRO CAMINO DE REFLEXIÓN:
EL RESPETO A LA LIBERTAD DE DlOS Y A LA LIBERTAD DEL
HOMBRE
Respetar la libertad de Dios nos obliga a respetar al mismo
tiempo la libertad del hombre. Este otro dato fundamental de la
teología cristiana debería impedirnos sistematizar las reflexiones
precedentes en el vocabulario de la fe implícita o del cristianismo
implícito.
No somos jueces de lo que Dios opera en la conciencia de los
hombres. "Sólo Dios escruta las entrañas y los corazones".
Sabemos que da a todos lo necesario para que puedan
prácticamente acceder a El. ¿Cuándo? ¿Bajo qué formas
descifrables, al nivel de los comportamientos de tal o cual
persona? No lo sabemos. No somos nosotros los llamados a decir
desde ahora, a aquel que da de comer al hambriento, visita al
preso, viste al desnudo: Tú formas parte de los benditos del
Padre...»
Podemos decir con certeza que en la vida de los hombres que
nos rodean hay algo más de lo que nosotros y ellos mismos
perciben. La vida humana del creyente, como la del no-creyente,
es rica en posibilidades que jamás pueden circunscribir nuestro
pensamiento y nuestro juicio. "Existe, en la pre-comprensión que
el hombre tiene de sí mismo, una riqueza de sentido que no puede
ser igualada por la reflexión» (RICOEUR). El corazón de todo
hombre, en el sentido bíblico del término, es como una hoguera
que nutre todos los valores que promete, todos sus compromisos,
sus opciones, sus actividades. Pero este corazón, en sí mismo, no
puede reducirse a ninguna de las manifestaciones que pueden ser
captadas desde el exterior.
Así como el creyente no puede ser identificado pura y
simplemente con las verdades de fe que testimonia, de la misma
manera el no-creyente nunca podrá ser pura y simplemente
identificado con sus afirmaciones conscientes y libres. Puedo
caracterizar las expresiones y el comportamiento de un hombre
como manifestaciones de un no-creyente, de la misma manera
que puedo caracterizar mis propias expresiones y comportamiento
como los de un creyente. Pero, así como no puedo expresar todo
el misterio de mi vida de fe en la manifestación consciente y libre
que de ella doy, no puedo pretender expresar todo lo que aquel
hombre es, en su incredulidad. De tal manera eso es cierto, que a
menudo el no-creyente sólo se define a nuestros ojos como
incrédulo. Para él mismo es simplemente un hombre que
experimenta todas las posibilidades de su humanidad, todo el
poder de su libertad. A sus ojos, el hecho de no creer en Dios es
secundario en su vida, y posiblemente sin ningún significado. El
centro de su vida no está en su falta de fe. Así, cuando sólo
vemos en él al «no-creyente», la mirada que proyectamos sobre él
es ciertamente un mirada arbitraria.
Estas consideraciones, lejos de autorizarnos a hablar de fe
implícita, nos apartan de tal vocabulario. Debemos colocarnos con
autenticidad frente al misterio de la vida de los hombres que nos
rodean, al mismo tiempo que frente al misterio de Dios que quiere
incorporarlos a su amor. Cuando un hombre afirma un contenido
de conciencia, no tengo derecho a hacerle decir lo que no ha
dicho, aunque presienta en él posibilidades inconfesadas. No
puedo atraerlo por la fuerza, a pesar suyo, hacia mi propio
contenido de conciencia. Sin embargo, el vocabulario de la fe
implícita evoca constantemente esta ambigüedad. El esquema
implícito-explicito está demasiado ligado al juego de la conciencia
humana para que la fe implícita no aparezca como el reflejo
atenuado de la fe explícita. Dado que vivo mi fe como asentimiento
libre al mismo tiempo que la reconozco como don de Dios, hablar
de fe implícita es proyectar el contenido de mi conciencia sobre la
conciencia de mi interlocutor no-creyente. Y así le digo:
«Implícitamente, usted está viviendo ya en el centro de su vida lo
que yo vivo explícitamente.» Es normal que no se sienta respetado
y hasta llegue a hablar de violación de conciencia, al mismo
tiempo que, de mi parte, es lógico que minimice la distancia que
separa lo explícito de lo implícito, y que el acto evangelizador
pierda su profundidad y su urgencia. Después de todo, para qué
evangelizar a alguien, decirle lo que creo, con todas las
confrontaciones y discusiones que supone tal diálogo, si ya está
viviendo lo que estoy buscando revelarle. La acción misionera es
mucho más que un acto superfluo, que un lujo supererogatorio: es
la acción esencial confiada a la Iglesia por Jesucristo mismo.
El acto evangelizador sólo encuentra su verdadera profundidad
cuando sabemos situarnos frente al misterio de la vocación divina
del hombre. Sin duda, podemos mostrar que esta vocación divina
del hombre es el sentido de su destino: la única respuesta posible
a sus más hondas interrogantes. Sin embargo, no podemos
identificarla con determinadas manifestaciones de su vida. Esta
vocación trasciende toda captación humana, aunque el hombre
pueda presentirla en el fondo de los dramas y entusiasmos de su
existencia. Por tanto, no puedo reducirla a la explicitación de algo
implícito que podría identificar a partir de mis propios contenidos
de conciencia. Se trata de algo más: es la revelación de la vida
divina en el corazón de un hombre a quien llama a desplegar
todos los recursos de su ser para situarse libremente frente a
Dios. En ella, el hombre se descubre como el co-participante de
una iniciativa desconcertante, esencialmente libre y amante, que
nada de nuestro mundo puede describir. El esquema
implícito-explícito es demasiado estrecho para traducir la
revelación a la cual el hombre es conducido por la fe. Es éste, sin
embargo, el mensaje que debe entregarle la evangelización y no
existe atajo alguno que pueda conducirlo sin ruptura hasta el
término de este descubrimiento. El hombre está llamado a
convertirse, a entrar por medio de un auténtico «descentramiento»
de si mismo en la verdad que le significa el Evangelio. Tocamos
aquí el misterio de su libertad en relación con la gracia divina y,
aun entregándome a él en mi fe, no puedo hacer otra cosa que
respetar su propio camino.
Aún podemos insistir más y subrayar que el tema de la fe
implícita nos impide acceder a esa mirada de amor plenamente
desinteresada a que nos invita la Revelación de Jesucristo. Nos
centra en el contenido explícito de nuestra conciencia de
creyentes, al que referimos el contenido implícito de la conciencia
del no-creyente, en lugar de abrirnos a la profundidad del amor de
Dios por la humanidad. Antes que nada, en el acto evangelizador,
debemos volvernos hacia lo que constituye la fuente de nuestra
fe: Dios mismo, en su libertad con respecto a nosotros, en su amor
que no cesa de comunicar a todos los hombres en Jesucristo. El
horizonte se amplía entonces considerablemente.
Sin buscar primeramente en los otros el reflejo atenuado de
nuestra propia fe, somos ante todo invitados a abrirnos a la vida
compleja de nuestra humanidad: a todas las búsquedas,
interrogantes, múltiples y a menudo desconcertantes itinerarios de
nuestros contemporáneos. Debemos esforzarnos por hacer nacer
en nosotros una mirada auténtica y desinteresada, ya que es
justamente esta mirada la que tiene mayores posibilidades de
interpretar adecuadamente la fuente misma de nuestra fe: ese
Dios que actúa en el hombre de diversas maneras y la plenitud de
su designio hacia la cual nos orienta su Palabra escuchada en
profundidad. Mirada desinteresada desde el punto de vista
humano: es decir, mirada que se "descentra" y nos hace salir de
nuestras preocupaciones diarias, de nuestros intereses, de
nuestro horizonte cotidiano, de las verdades que nos son
habituales. Mirada desinteresada desde el punto de vista de la fe:
es decir, mirada que trata de retomar todas las cosas a la luz del
designio de Dios, de su amor plenificante, de todas las
posibilidades de su gracia, de todas las posibilidades del don de sí
mismo que hace al hombre. Lejos de reducir el designio de Dios a
nuestros propios contenidos de conciencia, tratamos de abrirnos a
sus dimensiones más ocultas y a sus manifestaciones menos
previsibles: las que precisamente escapan a nuestra investigación
en toda vida humana, ya que no está en nuestro poder el leer en
su totalidad lo que Dios realiza entre nosotros. Ciertamente, esto
nos conduce a vivir una misión que nos supera radicalmente en su
origen y en su realización. La certeza de nuestra fe nos conduce a
la inseguridad de un camino en el que aceptamos permanecer
frente a lo desconocido de la acción divina en este mundo. No hay
nada que pueda darnos esa seguridad, fuera de la convicción de
que el amor de Dios es el polo decisivo de la vida de la
humanidad. Mientras más entremos en comunión con nuestros
hermanos no-cristianos, más desconcertados y desorientados
podemos sentirnos. Surgirán planteamientos masivos para los
cuales ningún concepto podrá darnos la clave. Pero, sin duda, nos
introduciremos así en el dinamismo de un designio cuya amplitud
no tiene proporción con el enfoque que hubiéramos podido
esbozar.
Una mirada así nos permite, sin embargo, decir que existen en
la humanidad actos de fe realizados a partir de representaciones
religiosas muy alejadas de la Revelación cristiana, con todas las
aproximaciones y ambigüedades que puedan vehicular dichas
representaciones. Lo que muy a menudo no excluye una
profundidad y una verdad reveladoras de un sentido auténtico de
Dios. La creación entera no ha cesado de conducir al hombre al
encuentro de Dios, que es su origen. La fe está presente desde
que el hombre se vuelve hacia Dios para buscar la realización de
su vida.
Una mirada así nos lleva igualmente a decir que existen en la
humanidad actos de fe informulados, reducidos a componentes
muy elementales. Pero esos actos de fe no se identifican
solamente a cierto sentido de los valores humanos: tienen a Dios
por término, comprometen al hombre con Dios a menudo de
manera muy original. De todos modos, sólo se identifican como
tales cuando el hombre confiesa que Dios le concierne y
compromete su propia existencia. La fe implica esta confesión,
formulada o informulada, y es mejor que estemos atentos a las
manifestaciones de esta confesión, captar su surgimiento en el
fondo de una conciencia, que hablar de fe implícita y reducir así el
itinerario del otro al simple reflejo de nuestro propio itinerario. El
misterio del hombre está demasiado ligado al misterio de Dios
para que no aceptemos nuestra pobreza frente al proceso del
otro. Nuestras expresiones, lejos de significar alguna tentativa
desviada de anexión, deben manifestar simplemente las
exigencias de un diálogo en el que debemos expresar lo que
somos y lo que vivimos como creyentes, sin circunscribir, a priori,
la respuesta de nuestros interlocutores.
EXIGENCIAS DE LA EVANGELIZACIÓN
En el encuentro con el no-cristiano, debemos respetar a la vez
su libertad y la libertad de Dios que lo interpela, que le toca en el
centro de su existencia uniéndolo a Cristo, a la alianza definitiva
instaurada en El y por El.
Respetar la libertad del no-cristiano es aceptar las leyes del
diálogo humano. Cada uno está llamado a revelarse al otro a
medida que el conocimiento mutuo se profundiza, a medida que
hay llamadas recíprocas, simpatías recíprocas. Nos vemos
entonces obligados a decir verdaderamente lo que vivimos, el
sentido que damos a nuestra vida: a hablar de nuestra fe en
Jesucristo.
Respetar la libertad de Dios en el seno de ese diálogo es admitir
constantemente que ese diálogo no es en sí mismo generador de
fe. No puede ser situado como la fuente de la fe, sería imponerse,
alienar la libertad del otro, entrar en las formas múltiples que
puede revestir el clericalismo: todas las formas de la voluntad de
poder. En efecto, de este modo rebajamos la iniciativa divina a
nuestro nivel, en lugar de descubrirnos esencialmente
dependientes de ella: la reducimos a las dimensiones de nuestra
acción, de nuestro testimonio.
Ser testigo de la fe es descubrir al interlocutor nuestra propia
relación con Jesucristo: todo el sentido que tiene para nuestra
libertad de hombre. Pero, al mismo tiempo, es descubrir que sólo
Jesucristo es el verdadero iniciador de esta relación, su verdadero
origen. Para el hombre que está frente a nosotros, no puede
haber otro iniciador de la fe, otro origen de la fe, que Jesucristo.
No podemos suplantar la libertad de ese hombre, ni la libertad de
Jesucristo en el don de Sí que hace a este hombre. Nos
encontramos ante el misterio del encuentro de esas dos
libertades. Nuestro papel, ligado al de toda la Iglesia, será mostrar
lo que es una libertad de hombre que ha encontrado su sentido en
Jesucristo: dar testimonio de una humanidad que discierne su
sentido último en la alianza fundada en Jesucristo, dar testimonio
del encuentro entre Dios y el hombre que constituye el corazón de
la vida de la Iglesia.
Este testimonio se da necesariamente en los límites de la
comunicación, de la comprensión entre los hombres. Lleva en sí
mismo los límites de las mediaciones humanas, del testimonio
colectivo de la Iglesia, los nuestros. Se ve asimismo enfrentado a
las limitaciones de nuestros interlocutores: las de su libertad, su
apertura de conciencia, su experiencia de los valores humanos.
Se ve enfrentado al peso de los múltiples condicionamientos de
las civilizaciones, culturas, educaciones, formaciones. A los
itinerarios vividos. No hablo de pecado; sin embargo, interviene en
el fondo de todas esas limitaciones, en nosotros mismos, en la
Iglesia, así como en nuestros interlocutores: interviene en forma
de rechazo, deficiencia, desviación, menoscabo con respecto a
todas las conciencias humanas, iluminadas o no por la fe.
En el fondo del acto evangelizador existen exigencias que nos
conducen a la preocupación por un diálogo muy directo entre
cristianos y no-cristianos. Este diálogo nos descubre nuestra
vulnerabilidad así como las dificultades ligadas a la complejidad y
a las confrontaciones de nuestra humanidad. Nos obliga mucho
más a profundizar nuestra fe para entregarla sin ambigüedad y, al
mismo tiempo, en un verdadero respeto a la conciencia del otro.
CONCLUSIÓN
Personalmente, me parece que todas las reflexiones que han
podido hacerse sobre la pre-evangelización, la humanización
antes de la evangelización, la fe implícita, embrionaria, son sólo
índice de la distancia que separa cultural y sociológicamente a la
Iglesia del mundo de hoy. Para decir las cosas con claridad: nos
perdemos en desvíos, nos deslizamos en el abismo que distancia
la Iglesia del mundo, y terminamos enmascarando las exigencias
propias de la fe y de la evangelización.
Fundamentalmente, sólo hay dos exigencias: reencontrar al
hombre en lo que constituye su vida de hoy despojándonos del
lenguaje y de los esquemas tranquilizantes que nos paralizan,
reencontrando al mismo tiempo el centro de nuestra fe para
entregarla en un auténtico testimonio de conciencia, apto para
interpelar otras conciencias. Esta es la única manera de decir a
nuestros hermanos que nuestra fe les concierne, que no podemos
pensarla como extraña a sus vidas, y que el amor de Jesucristo
está presente en el corazón de nuestro común itinerario en esta
tierra.
MARCEL
MASSARD
FE ADULTA Y ADULTOS
CELAM-CLAF
MAROVA. MADRID-1971.Págs. 89-101