¿QUÉ ES EVANGELIZAR?

A. DECOURTRAY 

EVAR/QUÉ-ES:
Al comenzar este informe, se siente la tentación de evocar la 
célebre frase del autor de la Imitación acerca de la compunción: 
"Vale más experimentarla que conocer su definición". Sí, es más 
importante vivir las realidades de la fe que explicitarlas y 
formularlas. Y, en realidad, antes que los teólogos tomasen por su 
cuenta el analizarla, la Iglesia ejerció su misión evangelizadora... 
Pero esto no quiere decir que la reflexión no tenga importancia. 
Un conocimiento más explícito de la compunción puede rectificar 
su práctica. Una teología de la oración ayuda a rezar mejor. Una 
teología de la caridad enseña a amar mejor. ¿Por qué una 
reflexión teológica sobre la evangelización no ha de favorecer la 
acción evangelizadora? Desgraciadamente, este sector, este 
aspecto de la teología pastoral, quedó en sombras desde hace 
varios siglos. Y, a pesar de la extraordinaria renovación actual, 
con todas las esperanzas que lleva en sí, hay todavía pocos 
análisis detallados, pocas monografías bien hechas, pocas 
síntesis verdaderamente esclarecedoras, y prácticamente ninguna 
definición rigurosa y definitiva. 
No extrañará, pues, el carácter forzosamente muy incompleto de 
este breve informe ni tampoco su forma voluntariamente 
interrogativa y vacilante. ¡La teología pastoral no ha adquirido 
todavía la serenidad y el rigor de sus hermanas mayores: la 
dogmática y la moral! 
Hechas estas reservas, trataremos de llamar la atención sobre 
algunos aspectos del misterio de la evangelización y sobre una de 
las actitudes fundamentales que requiere para ser realizado de 
forma auténtica por los ministros de la Iglesia. 

I. LA EVANGELIZACIÓN 
La significación bíblica del término "evangelizar" es 
relativamente fácil de establecer. Es, en efecto, uno de los más 
antiguos y más usados del vocabulario sagrado. Cinco siglos 
antes de Cristo, el autor del libro de la Consolación la empleaba: 
"¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del evangelizador 
que anuncia la paz, que te trae la buena noticia, que pregona la 
salvación, diciendo a Sión: Tu Dios reina!" (ls 52, 7; cf. Rom 10, 
15). «El me ha enviado para evangelizar a los abatidos y sanar a 
los de quebrantado corazón; para anunciar la libertad a los 
cautivos y la liberación a los encarcelados» (Is 61, 1). En los 
tiempos mesiánicos, los ángeles "evangelizan" (Lc 1, 19; 2, 10). 
Después, Juan Bautista «evangelizará» (Lc 3, 18). Jesús es el 
evangelizador anunciado por el Profeta (Lc 4, 16-21; Mt 11, 5). 
Los apóstoles y, sobre todo, Pablo, continúan esta obra de Jesús 
(Mc 16, 15; Rom 1, 1; Gál 1, 15 ss.; I Tes 2, 4; Col 1, 23, etc.). 
Todas estas citas permiten definir con bastante precisión el 
sentido bíblico de la evangelización: es la proclamación de la 
Buena Nueva de Salvación. 
Sin embargo, ¿podemos contentarnos con esta definición? 
Como tantas y tantas otras, como "apóstol", "profeta", "sacerdote", 
«sacramento», etc., los términos «evangelio», "evangelizar" han 
tenido una vida, una historia desde hace veinte siglos. Han 
entrado en el vocabulario patrístico, litúrgico. Se las encuentra 
cada vez más en los textos del magisterio. Ahora bien, en el curso 
de esta historia, no acabada, han aparecido matices nuevos, otros 
se han difuminado. Recientemente diversas precisiones han sido 
aportadas por la jerarquía. "Evangelizar -escribe, por ejemplo, el 
Cardenal Feltin- es facilitar la percepción de Jesucristo viviente en 
la Iglesia, en y por el encuentro con el otro» (D.C., 1.252, 26 mayo 
1957, col. 677). 
Una definición teológica debe tener en cuenta lo más posible 
esta historia y esta actualidad. Es decir, que, aun apoyándose 
firmemente en la Escritura, no puede identificarse pura y 
simplemente con la definición exegética. Es decir, también, que 
todavía le es imposible pretender un rigor total. Más aún: necesita 
ser lo bastante amplia y lo bastante dúctil para dar lugar a los 
múltiples aspectos bajo los cuales la evangelización ha sido y es 
efectivamente vivida en la Iglesia. 
Para tener en cuenta esta exigencia, proponemos la definición 
siguiente: "evangelizar es poner al no-convertido (individuo o 
colectividad) en presencia del Evangelio". La evangelización es el 
acto o la actividad que provoca el encuentro, el encuentro real 
entre el Evangelio y el o los no convertidos, que hace realmente 
presente el Evangelio auténtico a estos hombres tales como son. 
El análisis de estos tres términos: 
"evangelio"-"no-convertido"-"puesta en presencia", posiblemente 
nos permitirá entrever la realidad evocada hoy con esta palabra: 
evangelización. 

a) El Evangelio 
En primer lugar, se trata del Evangelio. El Evangelio, lo sabemos 
ya, es la Buena Nueva de la salvación del hombre en Jesucristo 
por medio de la fe. Pero ¿comprendemos suficientemente hasta 
qué punto la naturaleza misma del Evangelio caracteriza la 
evangelización respecto a cualquier otra actividad de 
comunicación?... 
EV/QUÉ-ES:Es una "nueva» lo que presenta el evangelizador. 
Una «nueva», es decir, un «anuncio». Una verdad, pues, captada 
en su relación con una persona, en su intencionalidad; una 
verdad-para-alguien; una verdad «ad»; una llamada. El Evangelio 
es la Revelación de Cristo, pero no en sí misma, considerada 
como un dato o un depósito; es esta misma Revelación en tanto 
que concierne al hombre, que mira al hombre. 
Toda verdad puede ser considerada desde dos puntos de vista 
distintos, aunque inseparables: el de la objetividad y el de la 
intencionalidad. Tomemos un ejemplo muy simple: «Hay un tren 
que sale de Lille a las 7,20 y llega a París a las 9,45.» Esto es 
interesante en sí y en general. Se puede subrayar la rapidez, la 
comodidad de este medio de transporte, notar el progreso que 
representa, etc. Pero hay otro punto de vista, el del hombre que 
tiene una cita en París a las diez. Es, desde este punto de vista, 
como esta verdad se convierte en «nueva» y, en algún caso, en 
«buena nueva». Con otras palabras, una verdad, sea la que 
fuere, no merece el nombre de «noticia» más que en la medida en 
que está ordenada a alguien a quien concierne. 
Mutatis mutandis, ya que no se trata más que de una analogía, 
el Evangelio corresponde a este segundo punto de vista. Es una 
verdad-para-alguien. Podemos, ciertamente, considerar estos 
datos en sí mismos. Podemos, y ésta es una función importante de 
la teología, fundamentar, analizar, precisar, explicitar, sintetizar 
este «depósito». Una proposición tal como: «El Hijo de Dios se 
encarnó. Murió y resucitó. Fundó un Reino» puede ser objeto de 
reflexiones y de exposiciones lo bastante rigurosas como para 
merecer el nombre de científicas. Pero éste no es el punto de vista 
evangélico. Los datos objetivos, acontecimientos y palabras de la 
vida de Jesús no son «evangelio» en tanto no atañen a hombres 
concretos. «Para que creáis y creyendo tengáis vida» (/Jn/20/31). 
El Evangelio no es un informe o una suma, es una nueva. Esta es 
su primera característica. 
EV/ASOMBRO/ALEGRIA: Hay una segunda, no menos 
fundamental, que equivale a dos términos frecuentemente 
utilizados en el vocabulario bíblico de la evangelización: 
«asombroso» y «alegre» o «gozoso». Un asombro lleno de alegría 
acompaña al Evangelio. El que propone esta extraordinaria noticia 
y los que la oyen están como «estupefactos», «embobados». 
El libro de la Consolación (/Is/40/55), que es una anticipación 
del Evangelio (cf. 40, 9 ss.; 52, 7 ss.), expresa del principio al fin 
estos sentimientos con una fuerza que no será igualada antes del 
Nuevo Testamento. Se verán, dice Isaías, «cosas nuevas», "jamás 
vistas", «jamás oídas...». «Mirad, yo voy a hacer una obra nueva, 
que ya está comenzando» (/Is/43/19). «Yo te he dado a conocer 
ahora cosas nuevas, ocultas y desconocidas, acaban de ser 
creadas al instante, sin que antes las hubieras oído, para que no 
puedas decir que tú lo sabías» (ls 48, 6). «El mensajero que te 
trae la buena noticia, trae la dicha» (ls 52, 7). «Estallad en gritos 
de alegría» (Is 52, 9). Ante la salvación que Yahvé nos trae por 
medio de su Servidor, los «reyes», es decir, todos los pueblos, 
«se asombrarán», «quedarán boquiabiertos», porque «verán lo 
que jamás vieron y oirán lo que jamás habían oído. ¿Quién creerá 
lo que oímos decir?» (ls 52, 15). 
El asombro y el gozo ante la Buena Nueva son un leimotiv de 
San Lucas, tanto en el Evangelio como en los Hechos. Y ya 
conocemos bastante la admiración de Pablo delante de la 
«novedad» y esplendor de la Revelación que anuncia (cf. 
Ef/03/03; Rm/11/33, etc.). 
Estos sentimientos no son superficiales. Traducen, en el plano 
de la experiencia, un aspecto esencial de la realidad evangélica. 
El Evangelio es anuncio de una salvación, de una plenitud para el 
hombre -de ahí el gozo que emana-, pero de una plenitud 
literalmente inesperada, nunca oída, imprevisible, sobrenatural- de 
ahí el carácter asombroso, maravilloso de esta alegría-. «Estaban 
maravillados de lo que les contaban los pastores» (Lc/02/18). 
El tercer rasgo del Evangelio es, quizá, el más importante: el 
carácter radicalmente decisivo de la Buena Nueva anunciada.
Precisemos el sentido de este adjetivo. Ciertos anuncios pueden 
asombrar por su novedad sin ser, sin embargo, decisivos. 
Convengamos en llamar noticia decisiva una verdad que decide 
un cambio importante en nuestra existencia. Si nos enteramos por 
una tesis rimbombante que el emperador Nerón no era un 
monstruo, sino que era mucho más justo y bueno que su 
reputación, esto es una novedad asombrosa, pero de ninguna 
forma decisiva. Pero si la radio nos anuncia que ha estallado una 
revuelta en Argelia, ésta es una noticia que puede tener carácter 
decisivo, porque podría decidir un cambio en nuestra existencia. 
EV/CV/RADICAL:A este carácter decisivo es al que hacemos 
alusión. El Evangelio es una novedad que decide nuestra 
existencia. Pero hemos de ir más lejos y añadir que este carácter 
decisivo es radical. Radicalmente, en su raíz, en lo más profundo 
de sí misma, la existencia se interroga. El Evangelio no decide 
solamente el cambio de un sector o de un momento de mi 
existencia, sino que decide el fondo de la existencia, su eje 
fundamental, el ser, el yo profundo, lo que la Biblia llama el 
«corazón», este «corazón» que es "más profundo que cualquier 
otra cosa", como decía Jeremías. 
EV/CAMBIO:El Evangelio no es una Buena Nueva. Es la Buena 
Nueva destinada a cambiar radicalmente al que lo acoge. Es la 
verdad hecha-para- este-cambio-radical, este cambio radical que 
el Nuevo Testamento llama metanoia, es decir, conversión del 
corazón. 
Estos son los rasgos esenciales del Evangelio. ¿Se les 
reconoce en nuestra «evangelización»? ¿Es una «novedad», una 
«noticia» lo que presentamos, o es un enunciado general e 
intemporal sin relación perceptible con la vida de los hombres? 
¿Es la revelación inaudita de un misterio de salvación, o un 
catálogo de ideas, de historias, de prescripciones? ¿Es un 
llamamiento decisivo a la conversión del corazón, o una 
información destinada a aumentar el caudal de conocimientos 
religiosos? Preguntas todas que merecerían entrar en un examen 
de conciencia pastoral. Porque sólo hay evangelización donde hay 
Evangelio...

b) Los «no-convertidos» 
Este Evangelio, ¿a quién lo presenta la evangelización? 
Ordinariamente se contesta: a los incrédulos. De hecho, esta 
respuesta se impondría si sólo se tratara de definir la 
evangelización en el tiempo de los Hechos de los Apóstoles. Pero, 
querámoslo o no, la palabra «creyente» ha tomado en el 
vocabulario vulgar y hasta en el de la sociología religiosa, nuevos 
matices, un sentido nuevo que paradójicamente hace abstracción 
del elemento fundamental de la fe: la conversión. Así podemos 
decir que en nuestra diócesis hay un 90 por 100 de «creyentes»... 
La consecuencia aparece inmediatamente: puesto que se dirige a 
los «no-creyentes», que no son más que una minoría, la 
evangelización es cuestión de especialistas. Sólo concierne 
indirectamente al clero en contacto habitual con los «creyentes».
«Casi nunca encuentro un incrédulo», decía el párroco de una 
gran parroquia de Lille. En estas condiciones, es difícil 
comprender por qué en una diócesis como la nuestra el obispo 
asigna a su clero como principalísima tarea la evangelización... 
Desaparece en parte este equívoco al designar como 
destinatarios de la evangelización a los «no-convertidos» en lugar 
de los «no-creyentes». La evangelización concierne a todos los 
que todavía no están convertidos al Dios Vivo o que se han 
apartado de El, pertenezcan o no a la categoría sociológica de los 
«creyentes». Inmediatamente nos damos cuenta que los 
«no-convertidos» son legión, hasta en los países donde casi todo 
el mundo está bautizado, hace la primera comunión y está 
enterrado por la Iglesia. Y comprendemos por qué nuestro primer 
deber es evangelizar. 
¿Se pueden precisar aún más las fronteras y la naturaleza de 
este mundo de los no-convertidos, de este país de misión? 
Evidentemente, es algo muy complejo. De todas formas, hay que 
tener en cuenta dos puntos de vista complementarios: el individual 
y el colectivo. 
CV/QUIENES:Primero, el punto de vista individual. Fácilmente 
podemos distinguir tres tipos de personas no-convertidas: El 
hombre que jamás ha podido oír verdaderamente el Evangelio, la 
Buena Nueva de la Salvación en Jesucristo, bien sea por razones 
geográficas evidentes, bien sea por razones psicosociológicas. 
Está también el hombre que verdaderamente lo ha oído y lo ha 
rechazado, que por su falta se hunde en las «tinieblas» que 
describe San Juan. Ignoramos totalmente quién es este hombre. 
Es el secreto de Dios. Pero es importante para nuestro sentido 
misionero saber que la libertad de rechazar a Cristo existe... 
Y, por fin, está el hombre que ha oído el Evangelio, que «sabe» 
el Evangelio, que lo «posee» en los dos sentidos de la palabra, 
que obedece a muchas de sus prescripciones, que participa de 
ciertos «sentimientos» cristianos, pero que no ha comprendido 
jamás, o que ya no comprende, que lo más hondo de su existencia 
ha de decidirse por el Evangelio, que no ha visto jamás o que ya 
no ve más el carácter intencional, nuevo y radicalmente decisivo 
del Evangelio. A este hombre, ¿no es lógico llamarlo 
«no-convertido» en el sentido más estricto de la palabra?, ¿es 
que no necesita «ser evangelizado», «re-evangelizado» 
constantemente? 
A un hombre así, ya lo creo que lo conocemos. Lo encontramos 
a menudo. En nuestras parroquias, en nuestras iglesias. En 
nuestros colegios y seminarios. Está en todas partes. En todas 
partes donde el trabajo evangelizador nos espera y solicita. 
El punto de vista colectivo no es menos importante. 
Estrictamente hablando, la conversión es una realidad 
rigurosamente personal: ¡es un cambio de «corazón»! Pero en 
cierto sentido podemos también hablar de ambientes 
no-convertidos. Esta realidad colectiva, misteriosa pero 
incontestable, es diferente de la suma de las realidades 
individuales. Aquí es también posible distinguir tres tipos de 
ambientes no-convertidos. Por un lado, el medio ambiente que no 
ha podido acoger el Evangelio porque nunca lo ha oído 
verdaderamente. No se puede saber a priori si este medio 
acogerá o no la Buena Nueva. A veces creemos que no, cuando 
en realidad nunca tuvo la posibilidad efectiva de mostrar sus 
disposiciones. 
Hay ambientes que no lo han acogido, porque lo han rechazado. 
«Sui eum non receperunt.» Ambiente sin frontera visible. Ciudad 
del mal. El «mundo» en sentido peyorativo. Las «tinieblas». 
Existe, por fin, el medio que no acoge el Evangelio en toda su 
fuerza divina, como la Buena Nueva inesperada, nunca oída, de la 
salvación del hombre en Jesucristo, sino como una realidad de 
este mundo, de aquí abajo, entre otras, en el mismo plano. Una 
moral entre otras morales, una religión entre otras religiones, una 
sabiduría entre otras sabidurías. Este medio «mundaniza» el 
Evangelio hasta cuando lo inciensa. Si esa actitud la lleva al límite, 
lo que raramente ocurre, este medio no tiene de cristiano más que 
el nombre y algunas apariencias. Pero en la medida en que 
responde a esta descripción no puede ser considerado 
tranquilamente como «convertido». Necesita, pues, la 
evangelización. 

c) Puesta en presencia 
Nos queda el tercer término de la definición propuesta al 
principio, el más difícil de precisar: «poner en presencia». La 
evangelización consiste en poner estos no-convertidos en 
presencia del Evangelio, en «presentarlo» en el sentido fuerte de 
«hacer presente», en hacérselo «encontrar» con toda la fuerza 
que tiene la palabra «encuentro». 
¿Por qué «poner en presencia», en lugar de «decir»? 
Es que justamente la verdad que hay que transmitir es de un 
orden particular. No es un conjunto de nociones destinadas en 
primer lugar a satisfacer el apetito racional del hombre: esa 
«palabra de sabiduría» que apreciaban los corintios (I Cor 1). esa 
«filosofía completamente humana» amada por los colosenses (Col 
2, 8). Porque «nosotros predicamos un Cristo crucificado, 
escándalo para los judíos y locura para los paganos» (I Cor 1, 
23). No un conjunto de demostraciones más o menos 
convincentes que llenarían una necesidad de verificación y de 
evidencia: «Judaei petunt signa!» No una especie de mística que 
respondiera a fuerzas oscuras e instintivas del hombre y capaz de 
procurarle una satisfacción ambigua, una de esas experiencias 
exaltantes contra las que San Pablo advertía a los corintios. 
Se trata de una verdad que finalmente es un acto, el Acto de 
Alguien revelándose como Valor supremo para el que lo reconoce, 
el acto del Salvador definitivo. Se trata de la Verdad viva que trata 
de encontrarse con el hombre, que se abre camino no sólo hasta 
los oídos, no sólo hasta las zonas superficiales de su razón, sino 
hasta lo más profundo de su ser, ese centro que Pablo llama «las 
profundidades», el «interior», lo «de dentro», el «pneuma», el 
«corazón». Y por esto la evangelización consistirá esencialmente 
en «cooperar» con Dios, con la Revelación en Acto, para hacer 
presente el Evangelio al «espíritu», al «corazón», para provocar 
este encuentro entre el Evangelio y el corazón. «Escribir el 
Evangelio en los corazones» (cf. /2Co/03/03). «La palabra en tu 
corazón» (/Rm/10/08). «La palabra obra en vosotros» (I Tes 2, 
13). 
Quizá es en este plano en el que nos debemos situar para 
contestar a una pregunta formulada a menudo y que sirve de 
caballo de batalla: el puesto de la palabra en la evangelización. 
¡Nadie, evidentemente, discute la importancia del lenguaje en la 
transmisión de la Buena Nueva! Pero, por una parte, uno se 
pregunta cuándo y cómo hay que hablar. «¿No somos demasiado 
reservados? ¿Los militantes son demasiado discretos? ¿No es ya 
tiempo de pasar a la proclamación clara y neta del Evangelio?» 
Por otra parte, se experimenta el sentimiento confuso que en tanto 
no se ha llegado a una enseñanza explícita del Evangelio no hay, 
propiamente hablando, evangelización. «No digáis que vuestros 
militantes de Acción Católica evangelizan. No hablan casi nunca 
de Cristo...» 
Pues bien, si lo que hemos dicho es cierto, estas preguntas 
están como absorbidas en otra, más profunda, más vital, sobre la 
cual todos los sacerdotes, cualquiera que sea el sector que les ha 
sido confiado por el obispo, pueden entenderse, aun en el caso 
que las respuestas concretas difieran: ¿Cómo hacer hic et nunc 
para provocar un encuentro real entre estos no-convertidos y el 
Evangelio? ¿Cómo hacer llegar el Evangelio al corazón de estos 
no-convertidos? 
TTNO/QUÉ-ES:A veces parece esencial el testimonio silencioso 
durante mucho tiempo: Foucauld entre los tuaregs, Peryguère 
entre los bereberes, Teilhard en el mundo científico no predicaron 
mucho. Y, sin embargo, ¿son evangelizadores de menos 
categoría? ¿Es que no han manifestado el Señor? ¿No han hecho 
presente la Pascua? Si decimos que sí, ¿no tendremos que 
emplear con reserva, hablando de ellos y hablando de todos los 
militantes cristianos llamados a dar testimonio, a veces mudo, los 
términos de pre-evangelización o de pre-misión? O, al menos, ya 
que estas palabras tienden a convertirse en vulgares, ¿no 
debemos acentuar con fuerza que se trata de la primera etapa de 
una evangelización completamente auténtica? 
A veces, por el contrario, el silencio puede frustrar el encuentro. 
La palabra, clara y neta, la confesión pública de la fe en tal 
circunstancia, hubiese hecho penetrar el Evangelio más 
profundamente en los corazones. ¡Cuántas vidas cambiadas 
gracias a un testimonio explícito de Cristo! 
PALABRERÍA: Pero a veces también, nuestras palabras, aun 
suscitadas por una gran generosidad, pueden ser obstáculo al 
Evangelio. Porque el oyente nos toma por uno de estos 
mercaderes de filosofía o sabiduría, uno de los «disputadores de 
las cosas de este mundo» de los que habla San Pablo (I Cor 1, 
20). «La conversación ha envilecido la palabra», escribe San 
Agustín. 
Entonces, ¿qué hacer? Si la evangelización consiste en poner a 
los no-convertidos en presencia del Evangelio en el sentido en el 
que hemos entendido estos tres términos, ¿es aún posible? 
De todo esto se deduce que sólo es posible mediante una 
misión y un poder divinos, misión y poder que Cristo mismo ha 
dado a su Iglesia. No nos vamos a alargar en este punto, en el 
que todos estamos de acuerdo. 
Tampoco nos alargaremos sobre otra consecuencia, esencial 
sin embargo: la necesidad para el evangelizador de estar en 
comunión, lo más estrecha posible, con el Evangelio: ser un 
Evangelio vivo, una Pascua viva, un sacramento viviente de la 
Pascua. «Que la vida de Jesús sea manifestada en nuestra carne 
mortal» (2 Cor 4, Il). Cuanto más identificado esté con Cristo en 
su muerte y resurrección, más apto será el evangelizador para 
«presentar» realmente el Evangelio a aquellos a quienes se dirige 
y ante quienes vive. Sobre esta exigencia, fácilmente estaríamos 
también de acuerdo. 
Es otra la exigencia que nos va a ocupar la segunda parte de 
esta exposición: conocer la vida real de los que tenemos que 
evangelizar. 

II. CONOCER A LOS QUE EVANGELIZAMOS 
Imaginemos por un instante uno de estos no-convertidos con los 
que nuestro ministerio nos pone en contacto. A menudo nos 
encontramos desarmados por su indiferencia al mensaje que 
llevamos dentro. La mayor parte de las veces no lo rehúsan. Sin 
embargo, no lo acogen. Sencillamente, sólo parece interesarles 
muy poco, superficialmente, ¡a título de curiosidad! Se habla de un 
muro que franquear, de un foso, de una pantalla. Poco importa la 
metáfora. Se comprueba que «esto no pasa». «Cuando llego a 
Cristo -dice un coadjutor-, ya no escuchan.» El hecho es colectivo: 
ambientes enteros parecen impermeables a la evangelización. Tal 
zona del medio popular, del mundo universitario, del mundo 
técnico, de la juventud. Es también un hecho individual: lo 
comprobamos en nuestras visitas, en los encuentros con los 
novios que se preparan para casarse, etc. 
De ahí a concluir que no hay nada que hacer, a condenar en 
bloque la mentalidad moderna, la mentalidad técnica, a acusar a la 
«juventud de hoy», a renunciar más o menos explícitamente a su 
evangelización, no hay más que un paso. 
Pero eso sería, prácticamente, negar el Evangelio, la «fuerza 
divina» de esta Buena Nueva de salvación para «todo hombre» 
que cree en Cristo. E iría contra la voluntad más expresa de Cristo 
y de su Iglesia: «anunciad el Evangelio a toda criatura.» 
Más vale buscar las razones de esta indiferencia al mensaje, de 
esta aparente impermeabilidad. 
¿No será, entre otras razones, que estos hombres, colectiva o 
individualmente, no perciben la relación entre ese mensaje y los 
valores de su vida real, entre el Evangelio y lo que constituye la 
densidad, el peso de su existencia cotidiana? 
La cuestión se plantea ante todo en el campo colectivo. En los 
medios que acabamos de evocar, ¿no existe como un sentimiento 
oscuro y tenaz de que el cristianismo es extraño a lo que 
realmente cuenta en la existencia humana, a lo que da valor a la 
vida real? 
Pensemos en el mundo científico, en sentido amplio, en el de los 
hombres que se interesan efectivamente, porque, al menos, están 
un poco dedicados a la ciencia y a sus aplicaciones. De entrada, 
le reconocemos espontáneamente, poderosamente, 
frecuentemente, un cierto número de valores: fe en el esfuerzo 
humano; fe en la obra inmensa que realizan el valor y la 
inteligencia del hombre; fe en la solidaridad de la humanidad 
comprendida como un todo; fe en la historia. Todos estos valores 
se experimentan y se viven profundamente. Para que un 
no-convertido que participa de esta mentalidad escuche el 
mensaje cristiano, ¿no es normalmente necesario que perciba en 
él alguna relación con estos valores y, con mayor razón, que su 
primera manifestación no aparezca como una condenación? 
Pensemos en la «mentalidad obrera», no para describirla, sino 
para situar el problema. También en ella reconocemos inmediata e 
imperiosamente valores fundamentales. Las palabras justicia, 
fraternidad, universalidad, son algo más que slogans. 
Corresponden a aspiraciones profundas que se traducen en 
reacciones comunes. Se cree también en el trabajo, en cierto 
sentido de la historia. Se experimentan desconfianzas instintivas 
en relación con lo que parece oponerse a estos valores. ¡Qué 
difícil será para un no-convertido de este medio escuchar una 
Palabra en la que estos valores parezcan rechazados o 
simplemente ignorados! 
Evoquemos también el mundo de la juventud. Lo que tiene valor 
a sus ojos es la libertad, la amistad, la experiencia, el compromiso, 
la vida. Sin duda que puede haber bastante palabrería. Pero esto 
mismo refleja una mentalidad. En todo caso, toda una juventud 
reacciona intensamente, excesivamente ante estos u otros 
valores. Si el cristianismo es presentado de entrada como una ley 
que aprisiona esta libertad, una ascesis y una renuncia que 
ahogan las aspiraciones al gozo, a la vida, a la amistad, una 
contemplación que sustrae de las responsabilidades en el mundo, 
entonces corre el riesgo de ser rechazado aun antes de 
encontrarlo. 
Podríamos continuar esta enumeración, pero lleguémonos a un 
punto de vista más individual. 
Este no-convertido que está ante nosotros es una persona. 
Posee una vida profunda: su libertad y su conciencia, por muy 
recubiertas que estén, son reales. Creemos ciertamente, que la 
imagen de Dios permanece en cada hombre como su más íntima 
realidad. Sea quien fuere, es un ser en relación con los demás, 
hecho para amar y ser amado; en relación con la naturaleza, 
hecho para crear y para recibir; en relación consigo mismo, hecho 
para pensar y para decidir, para ser y para morir; en relación con 
Dios, hecho para adorar, alabar, suplicar, participar de su 
Bienaventuranza. 
En el fondo, todo esto es lo más importante para esta persona, 
aun cuando no tenga conciencia clara, aun cuando, y sobre todo, 
no nos hable de ello. Es el amor, la camaradería, es el trabajo, el 
sufrimiento, la vida, la muerte, la felicidad quienes mandan en su 
existencia. Ahora bien, si nuestra «enseñanza» no le interesa, no 
le toca, no provoca ni acogida ni rechazo, ¿no será, entre otras 
razones, porque le parece extraño a su existencia, aparte de estas 
realidades fundamentales? 
Para que los no-convertidos, colectiva o individualmente, se 
interesen en el Evangelio, para que se abra una brecha en este 
muro que separa a los hombres del Evangelio, tienen que darse 
cuenta que el Evangelio reconoce los valores más auténticos de 
su vida de hombre. Y ¿quién puede favorecer este reconocimiento 
sino el hombre vivo enviado por la Iglesia viva que hoy presenta el 
Evangelio de Jesucristo? 
Creo que esta exigencia es clarísima. Tenemos que conocer lo 
más realmente posible la existencia de los que evangelizamos: lo 
que da valor y peso a la vida para este medio, para esta persona. 
Pero para conocer hace falta ver y oír. Y para ver y oír no hay otro 
medio que ¡mirar y escuchar! 
Entre los no-convertidos que encontramos diariamente, pocos 
nos hablan de lo que realmente les importa. Puede ser que no lo 
sepan claramente y estén esperando que se lo revelemos. Más a 
menudo hacen una selección: dicen lo que suponen nos interesa. 
Nos hablan de prácticas, de creencias, de moral, posiblemente, de 
beneficencia y de servicios. Aquel obrero metalúrgico no nos 
habla de su compañero accidentado en la fábrica, de los trámites 
para asegurarse una protección más eficaz, de los rumores sobre 
un posible despido. No habla de la última reunión sindical, en la 
que se ha decidido algo muy importante y de lo que quizá él pague 
los platos rotos. No habla de la preocupación de su mujer ante la 
perspectiva de un posible paro o cese del trabajo. 
¿Tiene razón para creer que todo esto, es decir, su vida, no nos 
interesa? Es una cuestión urgente para un examen de conciencia 
pastoral. ¿Nos interesamos por estas realidades? Y ¿cuál es 
nuestro interés? ¿De cortesía? ¿De benevolencia? ¿De utilidad? 
Nuestra propia mentalidad, nuestro propio modo de vivir, ¿no nos 
lleva a operar, casi espontáneamente, una selección en lo que 
nos dicen los demás? En ese caso, somos nosotros los que 
miramos y escuchamos, y no ellos. En estas condiciones, ¿cómo 
podemos ponerlos realmente, vitalmente, en presencia del 
Evangelio? 
Si, por el contrario, aceptamos borrarnos, desaparecer en esa 
actitud atenta, llena de respeto, de la que el Señor nos ha dado 
ejemplo -pensemos en su mirada, en sus diálogos-, entonces nos 
será posible entrever lo que verdaderamente cuenta en la vida de 
los hombres, y podremos traducir para ellos hoy el Evangelio 
eterno. 
¿Es una paradoja afirmar que una de las condiciones 
fundamentales de una verdadera evangelización es el silencio, y 
no cualquier silencio, sino aquel del Amor, de quien solamente 
puede brotar la palabra de verdad? 

A. DECOURTRAY
EVANGELIZACIÓN Y CATEQUESIS
CELAM-CLAF
MAROVA.MADRID-1968.Págs. 23-36

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