Verdad
EnciCato
La verdad, en inglés truth (del anglosajón tréow, tryw; verdad, conservación de
un sólido, basado en el teutón Trau, creer) es una relación que se tiene(1)
entre el conocedor y lo conocido—Verdad lógica; (2) entre el conocedor y la
expresión exterior que da a su conocimiento—Verdad moral; y (3) entre la cosa
misma, tal como existe, y la idea de ella, tal como es concebida por Dios—Verdad
ontológica. En cada caso esta relación es, según la teoría escolástica, de
correspondencia, conformidad, o concordancia (adaequatio) (Santo Tomás, Summa I:
21:2).
I. Verdad Ontológica.
II. Verdad Lógica.
A. La Teoría Escolástica.
B. La Teoría Hegeliana.
C. La Teoría Pragmática.
D. La Teoría del "nuevo" realismo.
III. Verdad Moral o Veracidad.
I. Verdad Ontológica
Toda cosa existente es verdadera, en cuanto es la expresión de una idea que
existe en la mente de Dios, y es, por así decir, el ejemplar conforme al cual ha
sido creada o modelada la cosa. Igual que las creaciones humanas—una catedral,
una pintura, o un poema épico—se ajustan o encarnan las ideas del arquitecto,
del artista o del poeta, así, sólo que de una manera más perfecta, las criaturas
de Dios se ajustan y encarnan las ideas de Aquel que les da el ser. (Q.D., De
verit.; aa.4; Summa I:16:1 ). Las cosas que existen, además, son activas tanto
como pasivas. Tienden no sólo a desarrollarse, y así a realizar cada vez más
perfectamente la idea para cuya expresión han sido creadas, sino que tienden
también a reproducirse ellas mismas. La reproducción se consigue dondequiera que
hay interacción entre cosas diferentes, pues un efecto, en tanto que procede de
una causa dada, debe parecerse a esa causa. Ahora bien, la causa del
conocimiento en el hombre es—últimamente, en cualquier caso—la cosa que es
conocida. Mediante sus actividades causa en el hombre una idea que es semejante
a la idea encarnada en la cosa misma. De ahí pues, que se pueda decir que las
cosas son ontológicamente verdaderas en cuanto son a la vez el objeto y la causa
del conocimiento humano (Cf. IDEALISM; y Summa, I:16:7 y I:16: 8; m 1, periherm.,
1. III,; Q.D., I, De veritate, a. 4.)
II. Verdad Lógica
A. La teoría escolástica
Juzgar que las cosas son lo que son es juzgar verdaderamente. Todo juicio
comprende ciertas ideas que se refieren a, o niegan, la realidad. Pero no son
esas ideas las que son el objeto de nuestro juicio. Son meramente los
instrumentos por medio de los cuales juzgamos. El objeto sobre el cual juzgamos
es la realidad misma –o bien cosas concretas que existen, sus atributos y sus
relaciones, u otras entidades cuya existencia es meramente conceptual o
imaginaria, como en el drama, la poesía o ficción, pero en cualquier caso
entidades que son reales en el sentido de que su ser es otro que nuestro
pensamiento presente sobre ellas. La realidad por tanto es una cosa y las ideas
y juicios por medio de las cuales pensamos sobre la realidad, otra; una
objetiva, y los otros subjetivos. Con todo, diversos como son, la realidad está
de algún modo presente en ellos, si no presente en la conciencia cuando
pensamos, y de alguna manera se revela la naturaleza de la realidad por medio
del pensamiento. Siendo éste el caso, el único término adecuado para describir
la relación que existe entre pensamiento y realidad, cuando nuestros juicios
sobre esta última son juicios verdaderos, parecería ser la conformidad o
correspondencia. “Veritas logica est adaequatio intellectus et rei” (Summa, I
:21:2). Siempre que la verdad es predicable de un juicio, ese juicio
corresponde, o se parece a la realidad, cuya naturaleza o atributos revela. Todo
juicio está, sin embargo, como hemos dicho, hecho de ideas, y pueden analizarse
lógicamente como sujeto y predicado, que están unidos por la cópula es, o
separados por la expresión no es. Si el juicio fuera verdadero, por tanto, estas
ideas deben también ser verdaderas, esto es, deben corresponder con las
realidades que significan. Como, sin embargo, esta referencia objetiva o
significación de las ideas no se reconoce ni se establece excepto en el juicio,
las ideas como tales se dice que son sólo “materialmente” verdaderas. Es solo el
juicio el que es formalmente verdadero, puesto que solo el juicio es una
referencia hecha formalmente a la realidad, y a la verdad reconocida o afirmada
como tal.
El juicio negativo parece a primera vista constituir una excepción a la norma
general de que la verdad es una correspondencia; pero no es este realmente el
caso. En el juicio afirmativo ambos, sujeto y predicado y la unión entre ellos,
de cualquier clase que sea, están referidos a la realidad; pero en el juicio
negativo negamos que el predicado tenga realidad en el caso particular a que se
refiere el sujeto. Por otro lado, todos esos predicados tienen realidad en algún
lugar, de otro modo no hablaríamos de ellos. O son cualidades reales o cosas
reales, o en cualquier caso alguien los ha concebido como reales. Por
consiguiente, puede también decirse que el juicio negativo, si es verdadero,
corresponde con la realidad, puesto que ambos, sujeto y predicado, serán reales
en alguna parte, bien como existentes o bien como concepciones. Lo que negamos,
de hecho en el juicio negativo no es la realidad del predicado, sino la realidad
de la conjunción mediante la que unimos a sujeto y predicado en la afirmación
que implícitamente cuestionamos o negamos. El sujeto y el predicado pueden ambos
ser reales, pero si nuestro juicio es verdadero, estarán separados, no unidos en
la realidad.
Pero, ¿qué es precisamente esta realidad con la que se dice que los juicios
verdaderos y las ideas verdaderas se corresponden? Es bastante fácil comprender
cómo las ideas pueden corresponder con realidades que son ellas mismas
conceptuales o ideales, pero la mayor parte de las realidades que conocemos no
son de esta clase. Entonces, ¿cómo pueden las ideas y sus uniones y
separaciones, que son de carácter psíquico, corresponderse con realidades que en
su mayor parte no son psíquicas sino materiales? Para resolver este problema
debemos retroceder a la verdad ontológica que, como vimos, implica la creación
del universo por Uno que, al crearlo, ha expresado en él sus propias ideas mucho
más que un arquitecto o un autor expresa sus ideas en las cosas que crea excepto
que la creación en este último caso supone un material ya existente. Nuestra
teoría de la verdad supone que el universo está construido según un plan
definido y racional, y que todo en el universo expresa o encarna una parte
integrante y esencial de ese plan. De donde se sigue que igual que en un
edificio o en una escultura vemos el plan y el designio que se realiza en ella,
así, en nuestra experiencia de las cosas concretas, por medio de la misma
facultad intelectual, aprehendemos las ideas que encarnan o expresan. La
correspondencia por tanto, en la que consiste la verdad no es una
correspondencia entre ideas y algo material como tal, sino entre ideas tal como
existen en nuestra mente y funcionan en nuestros actos de cognición, y la idea
que la realidad expresa o encarna—ideas que tienen su origen y prototipo en la
mente de Dios.
Con respecto a los juicios de tipo más abstracto o general, el funcionamiento de
este criterio es bastante simple. Las realidades a las que se refieren los
conceptos abstractos no tienen existencia material como tal. No hay tal cosa,
por ejemplo, como una acción o reacción en general; ni hay doses o cuatros. Lo
que queremos decir cuando decimos que “la acción y la reacción son iguales y
opuestas”, o que “dos más dos son cuatro”, es que estas leyes, que por su propia
naturaleza son ideales, se realizan o actualizan en el universo material en el
que vivimos; o, en otras palabras, que las cosas materiales que vemos a nuestro
alrededor se comportan de acuerdo con estas leyes, y por medio de su actividad
las hacen manifiestas a nuestras mentes.
Los juicios de percepción, esto es, los juicios que habitualmente acompañan y
dan expresión a actos de percepción, difieren de los anteriores en que se
refieren a objetos que son inmediatamente presentes a nuestros sentidos. Las
realidades en este caso, por tanto, son cosas concretas que existen. Es, sin
embargo, más bien con la apariencia de tales cosas con la que nuestro juicio se
relaciona más que con su naturaleza esencial o constitución interna. Así, cuando
predicamos colores, sonidos, olores, sabores, dureza o blandura, calor o frío de
este o ese objeto, no hacemos afirmación alguna sobre la naturaleza de tales
cualidades, aún menos sobre la naturaleza de la cosa que las posee. Lo que
afirmamos es que tal y tal cosa existe, y
1. que tiene una cierta cualidad objetiva, que llamamos verde, o pesada, o
dulce, o dura, o caliente, para distinguirla de otras cualidades – roja, o
blanda, o amarga, o fría –a las que no es idéntica; mientras que
2. nuestra afirmación implica además que la misma cualidad le parecerá de modo
similar a cualquier hombre normalmente constituido, esto es, le afectará del
mismo modo que nos afecta a nosotros.
Según eso, si en el mundo real se consigue tal condición de las cosas—si, esto
hay que decirlo, la cosa en cuestión existe y tiene de hecho alguna propiedad
distintiva y peculiar por la cual afecta a mis sentidos de una manera peculiar y
distinta—mi juicio es verdadero.
La verdad de los juicios de percepción de ningún modo implica una
correspondencia exacta entre lo que se percibe y las imágenes, o sensaciones
complejas por las que percibimos; ni la teoría escolástica necesita de tal
criterio. No es la imagen o sensación compleja, sino la idea, la que en el
juicio se refiere a la realidad, y la que nos da el conocimiento de la realidad.
El color y otras cualidades de las cosas objetivas son indudablemente percibidas
por medio de la sensación de una cualidad o tono peculiar y distinto, pero nadie
imagina que esto presupone similares sensaciones en el objeto percibido. Es por
medio de la idea de color y sus diferencias específicas que se predican los
colores de los objetos, no por medio de las sensaciones. Tal idea no podría, en
realidad, surgir si no fuera por las sensaciones que la acompañan y la
condicionan en la percepción; pero la idea misma no es una sensación, ni forma
parte de la sensación. Las ideas tienen su origen en la experiencia sensible y
son indefinibles, en cuanto experiencia inmediata, salvo por referencia a tal
experiencia y por diferenciación de experiencias en las que se presentan otras y
diferentes propiedades de los objetos. Concedido, por tanto, que las diferencias
en lo que técnicamente se conoce como la “calidad” de la sensación corresponden
a diferencias en las propiedades objetivas de las cosas, la verdad de los
juicios de percepción está asegurada. No se requiere otra correspondencia; pues
la correspondencia que la verdad postula es entre la idea y la cosa, no entre la
sensación y la cosa. La sensación condiciona el conocimiento, pero no es
conocimiento como tal. Es, por así decir, un enlace entre la idea y la cosa. Las
diferencias de sensación son determinadas por la actividad causal de las cosas;
y de la sensación compleja, o imagen se deriva la idea por un instintivo y casi
intuitivo acto de la mente que llamamos abstracción. Así la idea que
inconscientemente expresa la cosa encuentra su expresión consciente en el acto
del conocedor, y la vasta combinación de relaciones y leyes que están de facto
encarnadas en el universo material se reproducen a sí mismas en la conciencia
del hombre. La correspondencia entre pensamiento y realidad, idea y cosa, o
conocedor y conocido, por tanto, resulta en todos los casos pertenecer a la
propia esencia de la relación de verdad. De ahí que, dicen los oponentes a
nuestra teoría, en orden a conocer si nuestros juicios son o no verdaderos,
debemos compararlos con las realidades que son conocidas – una comparación que
es obviamente imposible, puesto que la realidad sólo puede ser conocida a través
del instrumento del juicio. Esta objeción, que se va a encontrar en casi todos
los libros no escolásticos que traten este asunto, se basa en un grave error de
concepto sobre el significado real de la doctrina escolástica. Ni Santo Tomás ni
ningún otro de los grandes escolásticos ha afirmado nunca que la correspondencia
sea el criterio escolástico de la verdad. Inquirir qué sea la verdad, es una
cuestión; preguntar cómo conocemos que hemos juzgado verdaderamente, es otra
enteramente distinta. De hecho, la posibilidad de responder la segunda se supone
por el mero hecho de que se plantea la primera. Para ser capaces de definir la
verdad, primero debemos poseerla y saber que la poseemos, esto es, debemos ser
capaces de distinguirla del error. No podemos definir lo que no podemos
distinguir y hasta cierto punto aislar. La teoría escolástica supone, por tanto,
que la verdad ya ha sido distinguida del error, y procede a examinar la verdad
con vistas a descubrir en qué consiste precisamente. Este punto de vista es
epistemológico, no criteriológico. Cuando dice que la verdad es correspondencia,
está afirmando lo que la verdad es, no por medio de qué signos o indicios puede
ser distinguida del error. La cuestión de los criterios de la verdad apenas fue
tocada por los escolásticos antiguos. Discutían los criterios de razonamiento
válido en sus tratados de lógica, pero por lo demás dejaban la discusión de los
criterios particulares a la metodología de las ciencias particulares. Y lo
hacían correctamente, pues realmente no hay criterios de aplicación universal.
La distinción entre verdad y error es en el fondo intuitiva. No podemos seguir
creando criterios ad infinitum. En algún punto debemos llegar a lo que es
último, o primeros principios o hechos.
Esto es precisamente lo que afirma la teoría escolástica de la verdad. Por
respeto a la moderna demanda de un criterio infalible y universal de verdad, no
pocos autores escolásticos tardíos han sugerido la evidencia objetiva. La
evidencia objetiva, sin embargo, no es nada más que la manifestación del objeto
mismo, directa o indirectamente, a la mente, y de ahí que no sea estrictamente
un criterio de verdad. Como expone el Père Geny en su panfleto discutiendo “Une
nouvelle théorie de la connaissance", afirmar que la evidencia es el último
criterio de la verdad es equivalente a afirmar que el conocimiento propiamente
dicho no tiene necesidad de criterio, puesto que es absurdo un conocimiento que
no haga conocer lo que conoce. Una vez aceptado, como deben aceptar todos los
que deseen evitar un absoluto escepticismo, que el conocimiento es posible, de
ahí se sigue que, usadas apropiadamente, nuestras facultades deben ser capaces
de proporcionarnos la verdad. Sin duda, la coherencia y la armonía con los
hechos son pro tanto signos de presencia de la verdad en nuestras mentes; pero
lo que necesitamos en la mayor parte de los casos no son signos de verdad, sino
signos o criterios de error – no pruebas por las cuales descubrir cuando
nuestras facultades han funcionado bien, sino pruebas por las cuales descubrir
cuando han funcionado mal. Nuestros juicios serán verdaderos, esto es, el
pensamiento se corresponderá con su objeto, con tal de que el objeto mismo, y no
alguna otra causa, subjetiva u objetiva, determine el contenido de nuestro
pensamiento. Lo que tenemos que hacer, por tanto, es tener cuidado de que
nuestra afirmación se determine por la evidencia con la que estamos
confrontados, y por ella sola. Con respecto a los sentidos esto significa que
debemos cuidar de que estén en buenas condiciones y que las circunstancias en
las que están ejerciendo sean normales; con respecto al intelecto lo que no
debemos es permitir que consideraciones irrelevantes pesen en nosotros, debemos
evitar la precipitación, y, hasta tanto sea posible, desembarazarse de sesgos,
prejuicios, y de una ansiosa voluntad de creer. Si se hace así, y dado que haya
suficiente evidencia, el juicio resultará necesaria y naturalmente verdadero. La
finalidad de la argumentación y discusión, como de todos los demás procesos que
conducen al conocimiento, es precisamente que el objeto en discusión pueda
manifestarse en sus diversas relaciones, directa o indirectamente, a la mente. Y
el objeto tal como se manifiesta a sí mismo es lo que los escolásticos llaman
evidencia. Es el objeto, por tanto, lo que en su opinión es la causa
determinante de la verdad. Toda clase de procesos, tanto mentales como físicos,
pueden ser necesarios para preparar el camino para un acto de cognición, pero en
última instancia un acto tal debe ser determinado en cuanto a su contenido por
la actividad causal del objeto, que se hace evidente a sí mismo produciendo en
la mente una idea que es semejante a la idea de la cual su propia existencia es
la realización.
B. La teoría hegeliana
En el Idealismo de Hegel y en el Absolutismo de la Escuela de Oxford ( de la que
Mr. Bradley y Mr. Joachim son los más destacados representantes) realidad y
verdad son esencialmente una, esencialmente un todo orgánico. La verdad, de
hecho, no es sino realidad qua pensada. Es un acto inteligente en el que el
universo es pensado como conjunto de infinitas partes o diferencias, todas
orgánicamente interrelacionadas y de algún modo inclinadas a la unidad. Y porque
la verdad es así orgánica, cada elemento dentro de ella, cada verdad parcial, se
modifica por las otras en tanto que se aparta de ellas, y a su vez apartada del
conjunto, no es sino un fragmento distorsionado, una abstracción mutilada que en
realidad no es verdad en absoluto. Por consiguiente, puesto que la verdad humana
es siempre parcial y fragmentaria, no hay estrictamente tal cosa como una verdad
humana. Para nosotros la verdad es ideal, y desde ella nuestras verdades están
hasta tal punto separadas que, para convertirlas en la verdad, tendrían que
experimentar un cambio del que no sabemos ni la medida ni el alcance.
El carácter flagrantemente escéptico de esta teoría es suficientemente obvio, y
no hay ningún intento por parte de sus exponentes de negarlo. Partir de la
presunción de que concebir es “mantener muchos elementos juntos en una relación
exigida por sus diversos contenidos”, y que ser concebible es ser un “todo
significativo”, esto es, un todo, “tal que todos sus elementos constituyentes se
determinen recíprocamente unos a otros de forma que sean características
contributivas a una única significación concreta”, el Dr. Joachim audazmente
identifica lo verdadero con lo concebible (Naturaleza de la verdad, 66 ). Y
puesto que ningún intelecto humano puede concebir en este pleno y magnífico
sentido, él admite francamente que ninguna verdad humana pueda ser más que
aproximada, y que al margen de error que esta aproximación implica no se le
puede fijar límites. La verdad humana se extrae de la verdad absoluta o ideal
“cualesquiera esencia y conservabilidad” que posea (Green, “Prolegom.”, artículo
77); pero no es, y nunca puede ser, idéntica a la verdad absoluta, ni siquiera a
una parte de ella, pues estas partes se modifican una a otra esencial e
intrínsecamente. Por su definición de la verdad humana, por tanto, el
absolutista se ve forzado a retroceder a la doctrina escolástica de la
correspondencia. La verdad humana representa o se corresponde con la verdad
absoluta en la medida en que nos presenta esta verdad con más o menos desorden,
o en la medida en que nos haría falta más o menos para convertir la una en la
otra (Bradley, “Apariencia y realidad”, 363). Mientras que ambas teorías señalan
la correspondencia como característica esencial de la verdad humana, hay esta
fundamental diferencia entre ellas: Para los escolásticos esta correspondencia,
hasta donde llegue, debe ser exacta; pero para los absolutistas es
necesariamente imperfecta, tan imperfecta, en realidad, que “la última verdad”
de cualquier proposición dada “puede transformar enteramente su significado
original” (Apariencia y realidad, 364). Admitir que la verdad humana es
esencialmente representativa es realmente admitir que la concepción es algo más
que el mero “mantenimiento de muchos elementos juntos en una relación exigida
por sus diversos contenidos”. Pero la falacia de la “teoría de la coherencia” no
descansa tanto en esto, ni siquiera en la identificación de lo verdadero y lo
concebible, como en su presunción de que la realidad, y por tanto la verdad, es
orgánicamente una. El universo es indudablemente uno, en cuanto que sus partes
están interrelacionadas y son interdependientes; y de ahí se sigue que no
podemos conocer cualquier parte completamente salvo que conozcamos el todo; pero
no se sigue que no podamos conocer ninguna parte en absoluto salvo que
conozcamos el todo. Si cada parte tiene alguna especie propia de ser, entonces
puede ser conocida por lo que es, conozcamos sus relaciones con las demás partes
o no; y de manera similar alguna de sus relaciones con las demás partes puede
ser conocida sin que conozcamos todas ellas. Ni se destruye la individualidad de
las partes del universo por su interdependencia; más bien se sostiene por esa
razón.
La única base que tienen los hegelianos y los absolutistas para negar estos
hechos es que no cuadran con su teoría de que el universo es orgánicamente uno.
Por tanto, ya que es confesadamente imposible explicar la naturaleza de esta
unidad o mostrar cómo en ella se “reconcilian” las muy numerosas diferencias del
universo, y puesto que, además, esta teoría es reconocida como
desesperanzadamente escéptica, es seguramente irracional mantenerla por más
tiempo.
C. La teoría pragmática
La vida es para los pragmatistas esencialmente práctica. Toda actividad humana
tiene una finalidad, y su finalidad es el control de la experiencia humana con
vistas a su mejora, tanto en el individuo como en la especie. La verdad no
significa sino un medio para este fin. Las ideas, hipótesis, y teorías no son
sino instrumentos que el hombre ha “forjado” en orden a mejorarse a sí mismo y a
su medio; y, aunque de tipo específico, como todas las demás formas de la
actividad humana existen solamente para este fin, y son “verdaderas” en tanto en
cuanto lo cumplen. La verdad es así una forma de valor: es algo que funciona
satisfactoriamente; algo que “sirve a los intereses humanos, finalidades y
objetos de deseo” (Estudios de Humanismo, 362). No hay axiomas ni verdades
auto-evidentes. Hasta que una idea o un juicio no ha probado su valor en el
manejo de la experiencia concreta, no es sino un postulado o pretensión de
verdad. Ni hay verdades absolutas o irreversibles. Una proposición es verdadera
hasta el momento en que se prueba útil, y no más. Con respecto a los rasgos
esenciales de esta teoría de la verdad, W. James, John Dewey, y A. W. Moore en
América, F.C.S. Schiller en Inglaterra, G. Simmel en Alemania, Papini en Italia,
y Henri Bergson, Le Roy y Abel Rey en Francia están sustancialmente de acuerdo.
Es, dicen, la única teoría que tiene en cuenta los procesos psicológicos por los
que se construye la verdad, y la única teoría que otorga una respuesta
satisfactoria a los argumentos de los escépticos.
Con respecto a la primera de estas afirmaciones no puede haber duda de que el
Pragmatismo se basa en un estudio de la verdad “en construcción”. Pero la
cuestión a discutir no es si el interés, la finalidad, la emoción, y la volición
juegan de hecho un papel en el proceso de cognición. Esto no se discute. La
cuestión es si, al juzgar la validez de una pretensión de verdad, tales
consideraciones deben tener peso. Si el objeto de todos los actos cognitivos es
conocer la realidad como es, entonces claramente los juicios son verdaderos sólo
en cuanto satisfacen esta demanda. Pero esto no nos ayuda a decidir qué juicios
son verdaderos y cuáles no, pues la verdad de un juicio debe ser conocida ya
antes de que esta demanda sea satisfecha Lo mismo con respecto a los intereses y
finalidades particulares; pues aunque tales intereses y finalidades puedan
incitarnos a procurar el conocimiento, no estarán satisfechos hasta que
conozcamos verdaderamente, o en cualquier caso creamos conocer verdaderamente.
La satisfacción de nuestras necesidades, en otras palabras, es posterior a, y
presupone ya, la posesión del conocimiento verdadero sobre cualquier cosa que
deseemos utilizar como medio para la satisfacción de esas necesidades. Para
actuar eficientemente, debemos saber qué es lo que estamos haciendo y cuáles
serán los efectos de la acción contemplada. La verdad de nuestros juicios se
verifica por sus consecuencias sólo en aquellos casos en que sabemos que tales
consecuencias pueden resultar si nuestro juicio es verdadero, y entonces actuar
en orden a descubrir si en realidad resultan.
Teóricamente, y según los principios escolásticos, puesto que cualquier cosa que
es verdadera es también buena, los juicios verdaderos deben producir
consecuencias buenas. Pero, aparte del hecho de que la verdad de nuestro juicio
debe en muchos casos ser conocida antes de que debamos actuar según ellos con
éxito, el criterio pragmático es demasiado vago y demasiado variable para ser de
utilidad práctica. “Buenas consecuencias”, “operaciones sobre la realidad con
éxito”, “interacción benéfica con particulares sensibles” denotan experiencias
que no son fáciles de reconocer o distinguir de otras experiencias menos buenas,
de menos éxito, y menos benéficas. Si tomamos como prueba las valoraciones
personales, estas son proverbialmente inestables; mientras que, si son
admisibles solas las valoraciones sociales, ¿dónde vamos a encontrarlas y sobre
qué bases serán aceptadas por los individuos? Además, cuando se ha hecho una
valoración, ¿cómo vamos a saber que es exacta? Para esto, parecería, se
requerirán ulteriores valoraciones, y así ad infinitum. Claramente los criterios
pragmáticos de verdad son a la vez poco prácticos y faltos de confianza,
especialmente el criterio de la satisfacción sentida, que parece ser el
favorito, pues en la determinación de ésta no sólo el factor personal, sino el
humor del momento e incluso las condiciones físicas juegan un considerable
papel. Por consiguiente la pretensión de los pragmatistas sobre el segundo punto
no puede ser aceptada de ningún modo. La teoría pragmática no es apenas menos
escéptica que la teoría absolutista que busca desplazar. Si la verdad es
relativa a las finalidades e intereses, y si estas finalidades e intereses
están, como tienen que admitir que están, todos ellos matizados por la
idiosincrasia personal, entonces lo que es verdadero para un hombre no será
verdadero para otro, y lo que es verdadero ahora no será verdadero cuando tenga
lugar un cambio o bien en el interés que lo ha engendrado o en las
circunstancias en las que se ha verificado.
Todo esto lo conceden los pragmatistas, pero replican que tal verdad es todo lo
que el hombre necesita y todo lo que puede conseguir. Los juicios verdaderos no
se corresponden con la realidad, ni en los juicios verdaderos conocemos la
realidad como es. La función de la cognición, en resumen, no es conocer la
realidad, sino controlarla. Por esta razón la verdad se identifica con sus
consecuencias – teóricas, si la verdad fuera meramente virtual, pero en el fondo
prácticas, particulares, concretas. “La verdad significa operaciones sobre la
realidad con éxito” (Studies in Hum., 118). La relación de verdad “consta de
partes intermedias del universo que pueden en cada caso señalarse y catalogarse”
(Significado de la verdad, 234). “La cadena de operaciones que una opinión
establece es la verdad de la opinión” (Ibíd., 235). Así, con vistas a refutar a
los escépticos, los pragmatistas cambian la naturaleza de la verdad,
redefiniéndola como el éxito definidamente experimentable que alcanza el
funcionamiento de ciertas ideas y juicios; y al hacerlo así acepta precisamente
lo que los escépticos buscan probar, a saber, que nuestras facultades cognitivas
son incapaces de conocer la realidad como es. (Ver PRAGMATISMO).
D. La teoría del “nuevo” realismo
Como es un primer principio de los absolutistas y pragmatistas que la realidad
cambia por el mismo acto en que la conocemos, así el principio radical del
“Nuevo” Realismo es la negación de esta tesis. En esto los ”nuevos” realistas
están acordes con los escolásticos. La realidad no depende de la experiencia, ni
es modificada por la experiencia como tal. Los “nuevos” realistas, sin embargo,
no han adoptado hasta ahora la teoría de la verdad como correspondencia.
Consideran tanto la verdad como el conocimiento como relaciones únicas que se
tienen de manera inmediata entre conocedor y conocido, y que son como su
naturaleza indefinible. “La diferencia entre sujeto y objeto de conciencia no es
una diferencia de calidad o sustancia, sino una diferencia de función o lugar en
una configuración” (Journal of Phil.Psychol. and Scientific Meth., VII, 396). La
realidad está formada de términos y sus relaciones, y la verdad es sólo una de
esa relaciones, sui generis, y por tanto reconocible sólo por intuición. Esta
versión de la verdad es indudablemente simple, pero hay en cualquier caso un
punto que parece ignorarse por completo, a saber, la existencia de juicios e
ideas de los que, y no de la mente como tal, es predicable la relación de
verdad. No tenemos por una parte los objetos y por otra la mente desnuda; sino
por una parte los objetos y por otra una mente que por medio de los juicios
refiere sus propias ideas a objetos – ideas que como tales, tanto en
consideración a su existencia como a su contenido, pertenecen a la mente que
juzga. ¿Cuál es entonces la relación que existe entre estas ideas y sus objetos
cuando nuestros juicios son verdaderos, y también cuando son falsos? Seguramente
tanto la lógica como la criteriología implican que conozcamos algo más sobre
tales juicios que meramente que son diferentes. Bertrand Russell, que ha dado su
adhesión al “Programa y Primera Plataforma de seis realistas” redactado y
firmado por seis profesores americanos en Julio de 1910, modifica un tanto la
naiveté de su teoría de la verdad. “Todo juicio”, dice (Philos. Essays, 181),
“es una relación de la mente con varios objetos, uno de los cuales es una
relación. Así el juicio, ‘Carlos I murió en el cadalso’, denota varios objetos u
‘objetivos’ que están relacionados de una manera definida, y la relación es tan
real en este caso como lo son los otros objetivos. El juicio ‘Carlos I murió en
su cama’, por otro lado, denota los objetos, Carlos I, muerte, y cama, y una
cierta relación entre ellos, que en este caso no relaciona los objetos como se
supone que los relaciona. Un juicio por tanto, es verdadero, cuando la relación
que es uno de los objetos relaciona los demás objetos, de otro modo es falso” (loc.cit.).
En esta afirmación sobre la naturaleza de la verdad, la correspondencia entre la
mente que juzga y los objetos sobre los que juzga está claramente implicada, y
es precisamente esta correspondencia la que consta como signo distintivo de los
juicios verdaderos. Russell, sin embargo, parece desafortunadamente estar en
desacuerdo con los demás miembros de la escuela neo-realista sobre este punto.
G.E. Moore expresamente rechaza la teoría de la verdad como correspondencia (“Mind”,
N.S., VIII,179 y s.), y Pritchard, otro realista inglés, afirma explícitamente
que en el conocimiento no hay nada entre el objeto y nosotros mismos (Teoría del
conocimiento de Kant, 21). Sin embargo, hay que alegrarse de que con respecto a
los principales puntos en disputa – la no alteración de la realidad por los
actos de cognición, la posibilidad de conocerla en algunos aspectos sin
conocerla en todos, el desarrollo del conocimiento por “acreción”, el carácter
no espiritual de algunos de los objetos de experiencia, y la necesidad de
descubrir empíricamente y no por métodos a priori, el grado de unidad que se
consigue entre las diversas partes del universo – los “nuevos” realistas y los
realistas escolásticos están sustancialmente de acuerdo.
III. Verdad Moral o Veracidad
Veracidad es la correspondencia de la expresión exterior dada al pensamiento con
el pensamiento mismo. No debe ser confundida con la verdad verbal (veritas
locutionis), que es la correspondencia de la expresión exterior o verbal con la
cosa que se pretende expresar. Esta última supone por parte del que habla no
sólo la intención de hablar de manera verdadera, sino también la facultad de
hacerlo, esto es, supone (1) conocimiento verdadero y (2) un correcto uso de las
palabras. La verdad moral, por otra parte, existe siempre que el que habla
expresa lo que está en su mente incluso si de facto está equivocado, a condición
de que el diga lo que cree ser verdadero. Esta última condición, sin embargo, es
necesaria. De ahí que una definición mejor de la verdad moral sería “la
correspondencia de la expresión exterior del pensamiento con la cosa tal como es
concebida por el que habla”. La verdad moral, por tanto, no implica conocimiento
verdadero. Pero, aunque una desviación de la verdad moral sería sólo
materialmente una mentira, y por tanto no censurable, salvo que el uso de las
palabras o signos sea intencionalmente incorrecto, la verdad moral implica la
utilización correcta de palabras y signos. Una mentira por tanto, es una
desviación intencionada de la verdad moral, y se define como una locutio contra
mentem, esto es, es la expresión externa de un pensamiento que es
intencionadamente distinto de la cosa tal como es concebida por el que habla. Es
importante observar, sin embargo, que la expresión del pensamiento, sea por
palabras o mediante signos, debe en todos los casos ser tomada en su contexto;
con respecto a ambos, palabras y signos, la costumbre y las circunstancias
producen considerables diferencias respecto a su interpretación. La veracidad, o
hábito de decir la verdad, es una virtud, y la obligación de practicarla surge
de un origen doble. En primer lugar, “puesto que el hombre es un animal social,
un hombre debe naturalmente a los demás aquello sin lo que una sociedad no
perdura. Pero los hombres no pueden vivir juntos si no creen estar diciéndose la
verdad uno a otro. De ahí que la virtud de la veracidad esté hasta cierto punto
dentro del capítulo de la justicia [rationem debiti] (Sto.Tomás, Summa,
II-II:109:3). La segunda fuente de la obligación de veracidad surge del hecho de
que el habla tiene claramente la finalidad por su propia naturaleza de la
comunicación del conocimiento de uno a otro. Debe utilizarse, por tanto, para la
finalidad para la que está naturalmente propuesta, y las mentiras deben ser
evitadas. Pues las mentiras no son meramente un mal uso, sino un abuso, del don
de la palabra, ya que, al destruir la confianza instintiva del hombre en la
veracidad de su prójimo, tienden a destruir la eficacia de ese don.
Para el Escolasticismo ver: tratados escolásticos sobre lógica mayor, s.v.
Veritas; Etudes sur la Vérité (París, 1909); GENY, Une nouvelle théorie de la
connaissance (Tournai, 1909); MIVART, On Truth (Londres, 1889); JOHN RICKABY,
First Principles af Knowledge; ROUSSELOT, L'Intellectualisme de St. Thomas
(París, 1909); TONQUEDEC, La notion de la vérité dans la philosophie nouvelle in
Etudes (1907), CX, 721; CXI, 433; CXII, 68, 335; WALKER, Theories of Knowledge
(2ª ed., Londres, 1911); HOBHOUSE, The Theory of Knowledge (Londres, 1906).
Absolutismo: BRADLEY, Appearance and Reality (Londres, 1899); IDEM, Articles in
Mind, N.S., LT, LXXI, LXXII (1904, 1909, 1910); JOACHIM, The Nature af Truth
(Oxford, 1906); TAYLOR, Elements of Metaphysics (Londres, 1903); Artículos en
Mind, N.S., LVII (1906), y Philos. Rev., XIV, 3.
Pragmatismo: BERGSON, L'Evolution Créatrice (7ª ed., París, 1911); DEWEY,
Studies in Logical Theory (Chicago, 1903); JAMES, Pragmatism (Londres, 1907);
IDEM, The Meaning af Truth (Londres, 1909); IDEM, Some Problems of Philosophy
(Londres, 1911); MOORE, Pragmatism and Its Critics (Chicago, 191O); ABEL REY, La
théorie de la physique (París, 1907); SCHILLER, Axioms as Postulates in Personal
Idealism (Londres, 1902); IDEM Humanism (Londres, 1902); IDEM, Studies in
Humanism (Londres 1907); SIMMEL, Die Philosophie des Geldes (Leipzig, 1900), iii.
Nuevo Realismo: Artículos en Journal of Philosophy, Psychology, and Scientific
Methods (1910, 1911), especialmente VII, 15 (July 1910); MOORE, The Nature of
Judgment in Mind, VIII; PRICHARD, Kant's Theory af Knowledge (Oxford, 1910);
RUSSELL, Philosophical Essays (Londres, 1910); IDEM, Artículos en Mind N.S., LX
(1906), y en Proceedings of the Aristotelian Society VII.
LESLIE J. WALKER
Transcribed by Kevin Cawley
Traducido por Francisco Vázquez