Sor
Juana Inés de la Cruz
EnciCato
Alguna vez Sor Juana Inés de la Cruz se definió a sí misma como buscadora de la
verdad: "aunque sea contra mí —dijo— me ha hecho Dios la merced de darme
grandísimo amor a la verdad" (Respuesta, l. 186s.). Esta es, luego una de las
claves que explican su vida; una vida entregada al estudio y a la comprensión
del enigma de la existencia. Pero la Verdad primera y última para ella fue Dios,
eje y misterio, meta y punto de partida.
Nació Juana Inés un 12 de noviembre, en el pueblo de San Miguel Nepantla, hoy
Estado de México, en año aún no perfectamente esclarecido, pues mientras cierta
acta de bautismo de una niña "Inés" parece señalar la fecha de 1648, el P. Diego
Calleja, protobiógrafo y amigo suyo, apuntó el de 1651.
Su padre era vasco y murió hacia 1669, mientras que su madre, Isabel Ramírez,
mexicana, falleció alrededor de 1668. El apellido del primero ha creado
confusión a lo largo del s. XX, pues se pensó que el nombre de la poetisa debió
ser Juana Inés de Asbaje Ramírez, cuando ahora sabemos que en realidad fue
Asuage o Asuaje. De la unión de ambos nacieron asimismo dos hermanas de Juana
Inés: María y Josefa María; mientras que de la segunda pareja de su madre, Diego
Ruiz Lozano, tres hermanos: Inés, Antonia y Diego. Parece haber sido hija
ilegítima, aunque todavía existe duda de cuando tuvo conocimiento de ello.
No obstante, su ambición de hallar la verdad apareció desde temprano, pues
afirma ella misma no haber cumplido tres años cuando, acompañando a su hermana a
la escuela, se "encendió" en "el deseo de saber". Lo que se inició a tan tierna
edad no concluiría sino con su vida, la cual será un esfuerzo prolongado en tal
dirección. Más tarde, tras oír "decir que había Universidad y Escuelas en que se
estudiaban las ciencias", importunó a doña Isabel suplicándole que le "mudara"
el traje y la enviara allí. Es necesario aclarar que tan simpático ruego
infantil fue naturalmente desatendido por la madre, quedando sólo como uno más
de los mitos (producto con toda seguridad de una lectura y transmisión
incorrectas de este pasaje de la Respuesta a Sor Filotea) el que Juana Inés haya
en realidad utilizado vestimentas varoniles para asistir a la universidad. Lo
que sí es cierto es que sus estudios se iniciaron, de modo azaroso, en los
libros encontrados en casa de su abuelo materno en Panoayan, donde se crió.
Asegura la poetisa que la reprendían para "estorbárselo", pero ella, encendida
de amor por la verdad, no cesó, como no lo haría jamás, en su empeño.
Juana Inés se inició como autodidacta, y siempre lo sería. Sin embargo, fue
dueña de una capacidad intelectual superior a la de la mayoría y, además,
pervive la fama de su belleza física. Una vez que su familia decidió enviarla a
vivir a casa de unos "deudos" que tenía en la ciudad de México (probablemente
Juan de Mata y María Ramírez, tíos suyos, aprendió allí latín ("en que creo no
llegaron a veinte las lecciones que tomé" —nos dice— con Martín de Olivas) y,
poco más tarde, hacia 1665, debido a las razones antes mencionadas,
entendimiento y hermosura, fue "introducida" en el palacio virreinal.
Explica el p. Calleja cómo la virreina, Leonor Carreto, marquesa de Mancera,
encantada con ella, no "podía vivir un instante sin su Juana Inés". Mujeres
cultas ambas, debieron gozar mutuamente de la presencia de la otra, aunque, como
es lógico, fuese la poetisa la mayor beneficiada. Empero, ni aun así quitaba
tiempo a sus estudios. Y éstos eran de tal nivel que el virrey, de regreso en
España años después, contaba el modo con que, en aquel entonces, deslumbrado por
los conocimientos de la niña, la mandó examinar juntando alrededor de cuarenta
sabios en palacio. Entre ellos los había de diversas facultades, e incluso así
Juana Inés respondía a las preguntas de modo tan correcto y desenvuelto como "un
galeón real [...] se defendería de pocas chalupas" que lo embistieran.
Pero la jovencita, que hacía poesía desde los 8 años (¡ "porque la ofrecieron
por premio un libro"!, explica Calleja), deseaba, en realidad, sólo eso:
estudiar.
Otro mito, al cuál dedico unas cuantas palabras, es el que sugiere los amoríos
de Juana Inés. No sabemos nada, por lo que resulta superfluo hablar. Empero, la
crítica teñida de romanticismo insistió, con base en algunos poemas suyos
perfectamente pergeñados, en que ella entró al convento por, entre otras, esta
supuestamente poderosa razón. Sin referirme a sus asuntos amorosos, de los que,
repito, ignoramos todo, diré que tales hipótesis surgieron principalmente de la
perfección formal de sus versos, algunos de los cuales dan, en efecto, la
sensación de amor real perdido. Pero como existen otros igualmente bien hechos,
donde inclusive llega a ponerse en el lugar de una viuda, es necesario dudar de
su historicidad. El genio de la poetisa se manifestó, entre otras maneras, así,
sabiendo transmitirnos sensaciones que no necesariamente fueron las suyas. En
cuanto al ingreso al convento, existen otras causas.
En aquella época la mujer no tenía muchas opciones, comenta Calleja al respecto
que se hallaba amenazada su virtud, pues "la buena cara de una mujer pobre es
una pared blanca donde no hay necio que no quiera echar su borrón; que aun la
mesura de su honestidad sirve de riesgo". Entonces, a la niña que no deseaba
casarse le quedaba en el México virreinal el camino del convento.
He aquí una distorsión más en la interpretación de la vida de Sor Juana. Quienes
supones que Juana Inés deseó, sobre todo, escribir, ser poeta, fallan, pues su
principal anhelo no era éste, sino, como mencioné, estudiar. Pero estudiar para
encontrar la verdad, la verdad única e infinita: Dios: "porque —nos dice en la
Respuesta a Sor Filotea (l. 300s.)— el fin a que aspiraba era a estudiar
Teología, pareciéndome menguada inhabilidad, siendo católica, no saber todo lo
que en esta vida se puede alcanzar, por medios naturales, de los divinos
misterios..." Ella, pues, no quiso ser poetisa, sino trabajar para llegar a la
verdad. Si se ven de esta manera las cosas, se comprende que ingresara en el
riguroso convento del Carmen en 1667. Allí su intento fue, según sus propias
palabras, "sepultar con mi nombre mi entendimiento", sacrificándoselo a Dios. Es
decir, procuró no escribir y, ni siquiera, estudiar. Aunque nos parezca
increíble, esta deslumbrante mujer deseó sacrificar lo mejor de sí, la luz de su
inteligencia, a quien se la había dado; pero Él no se lo permitió. "Alguien",
apunta, pero ignoramos quién, le dijo que era tentación, "y así sería", concluye
ella dócilmente. Juana Inés entonces, entró en un convento de regla dura: en él
no escribiría, ni siquiera estudiaría, pero ello no importaba, pues la verdad,
Dios, desborda infinitamente tanto a la poesía como a los libros.
Mucho se ha especulado sobre el peso que tuvo en tal decisión su confesor el P.
Antonio Núñez de Miranda. Hasta hoy existen dudas, pero lo natural es que haya
sido tomada luego de una seria y solitaria reflexión; no exenta, por supuesto,
de otros consejos. Y aunque en un inicio concordaron entrambos, Núñez y Juana
Inés, en lo tocante a que ella olvidase los estudios, la intervención arriba
indicada, antes o después, lo ignoramos, se sumó a cierta enfermedad que la
obligó a abandonar el Carmen.
Sin embargo, no tenía dudas sobre lo que quería, y poco después ingresaba en el
convento de San Jerónimo, donde permanecería el resto de su vida (profesó en
1669). Al respecto, se dice que se hizo monja porque no deseaba casarse, y
quería tiempo para estudiar, lo cual (son sus propias palabras) es verdad, pero
también es cierto que el claustro "era lo menos desproporcionado y lo más
decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba para mi
salvación (Respuesta, l. 270s.). Es decir, el estado religioso no resultaba
ajeno a sus anhelos, pues le permitía cumplirlos (San Jerónimo era, además, un
convento mucho menos rígido que el Carmen) sin faltar a los que como cristiana
tenía. Más aún: puede afirmarse que, en su corazón, son complementarios, desde
el momento en que búsqueda de la verdad y vida dedicada a ella son lo mismo:
"porque el fin a que aspiraba era a estudiar Teología [...] y que siendo monja y
no seglar, debía, por el estado eclesiástico, profesar letras". En cuanto a su
vocación como escritora, hizo una afirmación que no es fácilmente descartable:
"el escribir nunca ha sido dictamen propio, sino fuerza ajena; que les pudiera
decir con verdad: " 'Vos me coegistis'" ("ustedes me obligaron" — Respuesta, l.
183s.).
Y, efectivamente, la historia de Sor Juana está marcada por una serie de
obligaciones literarias (poemas hechos por compromiso) de modo que basta echar
una ojeada al índice de sus Obras para corroborarlo: las catedrales le pedían
villancicos; los famosos la obligaban al distinguirla; los amigos la agasajaban;
los extraños la buscaban; y ella correspondía con lo mejor —para ellos— de sus
posesiones: su talento poético. Porque, ¿qué otro regalo desearía cualquiera de
tan extraordinario artista?
Esto exactamente sucedió con la llegada de los nuevos virreyes, los marqueses de
la Laguna, en 1680. Ahora no sólo el gobierno eclesiástico le pidió villancicos,
sino algo de mayor importancia y distinción: el arco triunfal para recibirlos.
Sor Juana no pudo, aunque lo intentó, negarse: "ésta es —le escribe al p. Núñez
quejándose— la irremediable culpa mía, a la cual precedió avermel(ó) pedido tres
o cuatro veces, y tantas despedídome yo, hasta que viniendo los dos señores
juezes hazedores, que antes de llamarme a mí llamaron a la madre priora y
después a mí, y mandaron en nombre del Excelentísimo Sr. Arzobispo lo hiciere,
porque así lo avía votado el Cavildo pleno..." (Carta de Monterrey, l. 57s.). La
monja no quiere hacer una obra que le dará todavía mayor notoriedad de la que ya
tiene: se esconde, no desea escribir, pero le ordenan llevarla a cabo. ¿Acaso no
valida esto los asertos anteriores, según los cuales intentó, primero, "sepultar
su entendimiento" y, luego, que la forzaron a escribir? Sor Juana no planeó ser
poeta, aunque, para fortuna nuestra, la encaminaran sabiamente a serlo.
Vinieron luego los tiempos aparentemente felices del gobierno de los marqueses
de la Laguna (1680-86), con quienes tuvo gran amistad (permanecieron en México
hasta 1688, pero la jerónima seguiría en contacto epistolar con ellos toda su
vida); tiempos que, empero, se vieron empañados por el rompimiento con su
confesor, el p. Núñez de Miranda, a raíz, principalmente, de haber hecho el arco
triunfal (llamado Neptuno alegórico). Sin que hayan sido esclarecidas del todo
las razones, la línea principal indica que Sor Juana terminó su relación con el
jesuita porque éste la acusaba de no seguir el camino que, según él, debía
seguir toda monja: retraimiento y retiro, sin públicos lucimientos ni —esto es
lo que no pareció a la Fénix, pues a lo anterior, ya lo dije, no le concedía
importancia— estudio. Honda herida debieron dejar en ella tanto las reprensiones
como el inevitable fin de su —me atrevo a decirlo— amistad.
Por otra parte, la fama había ya hecho de la poetisa una notabilidad, y
difícilmente podría alejarse de la escritura. Con todo, hacia 1685 concluyó el
único poema hecho, según su personal confesión, por propio gusto: El sueño
(también conocido como Primero sueño). Además, en 1689 apareció en España el
primer volumen de sus Obras, Inundación castálida.
Pero el año de 1690 fue especialmente significativo en la existencia de Sor
Juana. Su fama (esa que desde temprano la atormentó, llevándola a exclamar: "¿de
qué embidia no soi blanco? ¿De qué mala intención no soi objeto? ¿Qué acción
hago sin temor? ¿Qué palabra digo sin recelo?") hizo que circulara entre los
habitantes de Nueva España un texto suyo de origen extraño. Alguien —no sabemos,
hasta hoy, quién, pese a todas las hipótesis, muchas de ellas insostenibles, que
se han lanzado—, habiéndola oído disertar sobre cierto sermón que el jesuita
portugués Antonio Vieira pronunciara cincuenta años antes, le ordenó, dada la
calidad de sus ideas, ponerlas por escrito. Este papel debió pasar de mano en
mano en copias manuscritas hasta llegar a poder del obispo de Puebla, don Manuel
Fernández de Santa Cruz, quien finalmente lo publicó con el título de Carta
atenagórica ("propio de la sabiduría de Atenea"). Éste iba precedido por una
carta-prólogo suya conocida como Carta de Sor Filotea de la Cruz a la poetisa,
pues el obispo, para que su amiga y los lectores no sintieran que los consejos y
admoniciones ahí expresados tenían carácter oficial, la firmó con ese seudónimo:
"Filotea de la Cruz". El escrito de Sor Juana trata materias totalmente
teológicas, terreno reservado entonces no sólo a los varones, sino a varones de
alta calidad intelectual. Debido precisamente al espléndido nivel mostrado por
la poetisa, el obispo, deslumbrado, lo daría a la prensa. Pero antes, como es
obvio, habíase ya excitado en algunos (ignoramos, de nuevo y a pesar de
innumerables e insostenibles tesis, sus nombres) envidia (he aquí una vez más el
martirio añejo de la Décima musa, aquél del que desde temprano se quejara). La
envidia atrajo asimismo el escándalo de aquellos que no toleraban a una mujer
teóloga. Además, en don Manuel existió cierto resquemor de que los argumentos
usados por la monja (¡todos ellos impecables desde el punto de vista ortodoxo!)
la hicieran envanecerse. El pastor no obstante, ya lo dije, publicó la Carta
atenagórica. Sus motivos fueron dos: acallar las voces de los enemigos de la
monja, avalando con su autoridad el texto, y hacer ver a ésta que, pese a la
correcta estructuración formal de su argumentación, había en ella cierto tufillo
vanidoso, producto seguramente de años de alabanzas y aplausos que, sin hacer
mella de ningún modo en su carácter siempre dócil, parecían haberla hecho,
aunque fuese sólo momentáneamente y allí, perder la humildad. Por eso el prólogo
firmado como Sor Filotea primero la alaba, defendiéndola de quienes la critican,
pero asimismo la amonesta, en bien público y, sobre todo, de su propia alma.
Pocos meses después de recibir su escrito impreso, atónita y, ella lo reitera,
agradecida con el obispo, redacta la Respuesta a Sor Filotea. Documento
reconocido por la defensa del derecho de las mujeres al estudio (cosa que,
ciertamente, había ya hecho Sor Filotea) es, además, una detallada narración de
la vida y vocación de su autora. En él dialoga con su amigo, explicándole cómo
su único deseo fue estudiar (¡al igual que cualquier ser humano, mujer u
hombre¡) "para ignorar menos", no para enseñar, ni mucho menos para escribir. A
ella, asevera, la obligaron, ¡todos ellos!, con sus insistencias y apremios,
pues su único afán era buscar la verdad. La Respuesta entonces no sale
únicamente en defensa de las mujeres, pero de todo hombre que desee saber; saber
para hallar a Dios, pues tal es, en última instancia, el sentido de su trabajo
intelectual.
Ese mismo año de 1691 fue escrita una misiva recientemente sacada a luz, cuya
firma es de una tal Serafina de Cristo. Como lugar de redacción se da el
convento de San Jerónimo. Dicho documento se publicó en 1996 adjudicándoselo a
Sor Juana, pero hoy sabemos a ciencia cierta que no es de ella. En él se la
defiende de cierto impugnador, cuya critica se relaciona con el asunto de la
Atenagórica, pero como esta carta se encuentra cifrada, resulta problemático
reconocer tanto a su autor como la identidad del enemigo de la poetisa ahí
criticado.
Por si no bastara, 1692 fue trágico para la Nueva España. Hubo problemas con los
granos, pues una plaga redujo severamente las cosechas, lo cual causó
especulación y elevación de los precios. Un motín fue la resultante. Las cosas
no se veían bien. Los novohispanos entendieron que Dios los reprendía. Hubo
rogativas y procesiones. Sor Juana debió reflexionar y hacer examen de
conciencia. Las amorosas palabras de Sor Filotea cayeron en terreno fértil, y la
gran poetisa, teniendo en cuenta los tiempos, con humildad le otorgó la razón.
Entonces se reconcilió con su antiguo confesor. Ignoramos la actitud de éste,
pero, sacerdote de Cristo, debió encontrarla con actitud paternal. Lo que sí se
sabe es que Sor Juana no dejó del todo ni los estudios ni las letras: las plumas
de Iberoamérica seguían solicitándola, y su cortesía no estaba peleada con su
fe. Viéndola cambiada, el mismo p. Núñez, más viejo y sabio, muy probablemente
no le exigió abandonos totales: la madre Juana se había transformado, pues ya no
era el centro de su vida la obsesión libresca (es conocida la venta de su
biblioteca en aras de los pobres). Era la hora de ir a buscar la verdad en un
sitio más alto: la caridad. Y en este camino fue ahora la Verdad la que salió en
busca suya. Una epidemia entró en San Jerónimo, y Sor Juana, cuidando a sus
hermanas, cayó enferma; enfermedad que la llevó a la muerte el 17 de abril de
1695, día que, como dice el p. Calleja, fue para ella "principio de la
eternidad".
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(Biografías antiguas. La Fama de 1700. Noticias de 1667 a 1892.) Revisión de
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Alejandro Soriano Vallès