San
Pablo
EnciCato
I. Cuestiones Preliminares;
A. Los Hechos Apócrifos de San Pablo;
B. Cronología;
II. Vida y Obras de San Pablo;
A. Su Nacimiento y su Educación;
B. Su Conversión y Primeras Empresas;
C. Sus Trabajos Apostólicos;
(1) Primera Misión;
(2) Segunda Misión;
(3) Tercera Misión;
D. La Cautividad;
E. Los Últimos Años;
F. Retrato Físico y Moral de San Pablo;
III. Teología de San Pablo;
A. Pablo y Cristo;
B. La Idea de Base de la Teología de San Pablo;
C. La Humanidad sin Cristo;
D. La Persona del Redentor;
(1) Cristo en su Preexistencia;
(2) Jesucristo como Hombre;
E. La Redención Objetiva en tanto Obra de Cristo;
F. La Redención Subjetiva;
G. Doctrina Moral;
H. Escatología;
I. CUESTIONES PRELIMINARES
A. Los Hechos Apócrifos de San Pablo
El profesor Schmidt publicó una fotocopia, una transcripción, una traducción
alemana, y un comentario de un papiro copto compuesto por 2000 fragmentos que él
clasificó, yuxtapuso y descifró a costa de una ardua labor. ("Acta Pauli aus der
Heidelberger koptischen Papyrushandschrift Nr. 1", Leipzig, 1904, y "Zusatze"
etc., Leipzig, 1905). La mayor parte de los críticos tanto católicos (Duchesne,
Bardenhewer, Ehrhard etc.) como protestantes (Zahn, Harnack, Corssen etc.),
creen que los fragmentos constituyen los verdaderos “Hechos de San Pablo” si
bien el texto publicado por Schmidt, con numerosas lagunas, no representa sino
una pequeña parte del trabajo original. Este descubrimiento modificó las ideas,
generalmente aceptadas, sobre los orígenes, el contenido y el valor de estos
Hechos apócrifos, y legitima además la conclusión de que las tres antiguas
redacciones que han llegado hasta nosotros formaban parte integrante de la "Acta
Pauli" o, más exactamente, "Acta Pauli et Theclae", de la que la mejor edición
es la de Lipsius, ("Acta Apostolorum apocrypha", Leipzig, 1891, 235-72), un "Martyrium
Pauli" conservado en griego con un fragmento que también existe en latín (op..
cit., 104-17), y una carta de los Corintios a Pablo con su correspondiente
respuesta, cuya versión armenia ha sido conservada (cf. Zahn, "Gesch. des
neutest. Kanons", II, 592-611), y el texto latino descubierto por Berger en 1891
(d. Harnack, "Die apokryphen Briefe des Paulus an die Laodicener und Korinther",
Bonn, 1905). Con gran sagacidad, Zahn previó este resultado con respecto a estos
dos últimos documentos y, la manera con la que San Jerónimo habla de los
periodoi Pauli et Theclae (De viris ill., vii) podría permitir la misma
conjetura con respecto al primero.
Otra consecuencia del descubrimiento de Schmidt's es no menos interesante.
Lipsius sostuvo y, hasta ahora fue la opinión más extendida, que junto a los
Hechos canónicos hubieran existido previamente otros “Hechos de San Pablo”
gnósticos, bien que ahora todo tiende a probar que esto últimos nunca
existieron. De hecho, Orígenes cita como autoridad los “Hechos de San Pablo” dos
veces ("In Joann.", XX, 12; "De princip.", II, i, 3); Eusebio (Hist. Eccl., III,
iii, 5; XXV, 4) los coloca entre los libros dudosos, al igual que el "Pastor” de
Hermas, el “Apocalipsis de Pedro”, la Epístola de Bernabé y la Didaché. La
esticometría del "Codex Claromontanus" (fotografiada en Vigouroux, "Dict. de la
Bible", II, 147) lo coloca después de los libros canónicos. Tertuliano y San
Jerónimo, bien que poniendo de relieve el carácter legendario de estos escritos,
no ponen en duda su ortodoxia. El propósito preciso de la correspondencia de San
Pablo con los corintios (que forma parte de los “Hechos”) fue el oponerse a los
gnósticos Simón y Cleobio. Pero no hay razón para admitir la existencia de unos
“Hechos” heréticos que hubieran sido perdidos después sin esperanza, puesto que
todos los detalles dados por los autores antiguos se encuentran verificados en
los “Hechos” que han llegado hasta nosotros o por lo menos coinciden bastante
bien con ellos. He aquí una posible explicación del malentendido: Los maniqueos
y los priscilianos hicieron circular una colección de cinco “Hechos” apócrifos
de los que cuatro se encontraban viciados de herejía mientras que el quinto
correspondía precisamente con los “Hechos de San Pablo”. Los "Acta Pauli"
debieron su mala fama de heterodoxia a su asociación con los otros cuatro como
atestiguan autores más recientes tales como Filastro (De haeres., 88) y Focio (Cod.,
114). Tertuliano (De baptismo, 17) y San Jerónimo (De vir. ill., vii) denuncia
el carácter fabuloso de los “Hechos” apócrifos de San Pablo; este juicio severo
se confirma ampliamente examinando los fragmentos publicados por Schmidt. Se
trata de un trabajo en el que lo improbable rivaliza con lo absurdo. El autor,
que conocía bien los Hechos canónicos de los Apóstoles, coloca la acción en los
sitios que realmente visitó San Pablo (Antioquía, Iconio, Mira, Perge, Sidón,
Tiro, Efeso, Corinto, Filipo, Roma), pero, por otro lado, da rienda libre a su
fantasía. Su cronología es totalmente imposible. De las sesenta y seis personas
mencionadas pocas son conocidas y, las que se conocen, se comportan de una
manera totalmente irreconciliable con las afirmaciones de la Hechos canónicos.
En dos palabras, si los Hechos canónicos son verdaderos, los apócrifos son
falsos. Ello no implica que todos los detalles de los mismos lo sean, pero para
afirmar que tengan fundamento histórico se necesita una autoridad independiente
del texto.
B. Cronología
Si, de acuerdo con una opinión casi unánime, admitimos que los Hechos XV y Gal.,
ii, 1-10, se refieren al mismo hecho, se verá que transcurre un intervalo de
diecisiete años incompletos (o al menos de dieciséis) entre la conversión de San
Pablo y el Concilio Apostólico, pues que Pablo visitó Jerusalén tres años
después de su conversión. (Gal., i, 18) y volvió después de catorce años para la
reunión tenida según las observancias legales (Gal., ii, 1: "Epeita dia
dekatessaron eton"). Es verdad que algunos autores incluyen los tres años
previos a la visita en el total de catorce, pero esta explicación parece
forzada. Por otro lado, doce o trece años pasaron entre el Concilio Apostólico
Por otra parte, pasaron doce o trece años después de Concilio Apostólico hasta
el fin de la cautividad, dado que la cautividad duró casi cinco años (más dos en
Cesárea, Hechos, xxiv, 27, seis meses de viaje incluyendo la parada de Malta,
dos años en Roma, Hechos, xxviii, 30); la tercera misión duró no menos de cuatro
años y medio (de los que tres pasaron en Efeso, Hechos, xx, 31, y uno entre la
salida de Efeso y la llegada a Jerusalén, I Cor., xvi, 8; Hechos, xx, 16, y seis
meses como mínimo para el viaje a la tierra de los Gálatas, Hechos, xviii, 23);
Mientras que la tercera misión duró algo más de tres años (dieciocho meses en
Corinto, Hechos, xviii, 11, y el resto para la evangelización de Galacia,
Macedonia y Atenas, Hechos, xv, 36-xvii, 34). Así es que desde su conversión
hasta el final de la primera cautividad tenemos un total de veintinueve años.
Así pues, su pudiéramos encontrar un punto de sincronismo entre un hecho de la
vida de San Pablo y un acontecimiento cualquiera de la historia profana fechada,
nos sería sencillísimo reconstruir completamente la cronología paulina..
Desgraciadamente, este deseo no ha sido nunca realizado con seguridad, a pesar
de los muchos intentos hechos por los expertos, especialmente en los tiempos
recientes. No están desprovistos de interés algunos intentos fallidos, porque el
descubrimiento de una inscripción o de una moneda podría un día transformar una
fecha aproximada en un punto absolutamente cierto. Podría tratarse de los
contactos de Pablo con Sergius Paulus, procónsul de Chipre, al rededor del año
46 (Hechos, xiii, 7), el encuentro en Corinto con Aquila y Priscila, que había
sido expulsada de Roma hacia el 51 (Hechos, xviii, 2), el encuentro con Galio,
procónsul de Acaya, hacia el 53 (Hechos, xviii, 12), el discurso de Pablo ante
el gobernador Félix y su mujer Drusila hacia el 58 (Hechos, xxiv, 24). Todos
estos acontecimientos coinciden con la cronología general del apóstol en cuanto
se trata de fechas aproximadas, pero no dan resultados de precisión. Sin
embargo, tres sincronismos parecen fundamentar una base firme:
(1) La ocupación de Damasco por el enarca del rey Aretas y la huida del apóstol
tres años después de su conversión. (II Cor., xi, 32-33; Hechos, ix, 23-26).—
Existen monedas damascenas con la efigie de Tiberio del año 34 que prueban que
en aquel tiempo la ciudad pertenecía a los romanos. Es imposible pensar que
Aretas la hubiera recibido como un regalo de Tiberio, dado que este último,
especialmente en sus últimos días, fue hostil al rey de los nabatenses al que
Vitellius, gobernador de Siria, se le ordenó atacar (Joseph., "Ant.", XVIII, v,
13); tampoco Aretas podría haberla conquistado él mismo por la fuerza dado que,
aparte lo inverosímil de una agresión directa contra los romanos, la expedición
de Vitellius no fue dirigida en primer lugar contra Damasco sino contra Petra.
No fue pues descabellado imaginar por un momento que Calígula la hubiera cedido
en el momento de su accesión, dado como era a tales caprichos. (10 de marzo del
37). De hecho, no se sabe nada sobre las monedas imperiales de Damasco con
fechas entre Calígula y Claudio. De acuerdo con esta hipótesis, la conversión de
San Pablo no habría sido anterior al año 34, ni tampoco su fuga de Damasco, ni
su primera visita a Jerusalén habrían sido anteriores al año 37.
(2) La muerte de Agripa, la hambruna en Judea, la misión de Pablo y Bernabé en
Jerusalén para llevar allá las limosnas de la iglesia de Antioquía (Hechos, xi,
27—xii, 25).— Agripa murió poco después de pascua (Hechos, xii, 3, 19), cuando
estaba celebrando en Cesárea las solemnes festividades en honor de Claudio por
su reciente retorno de Bretaña en el tercer año de su reino, que había empezado
en el 41 (Josefo, "Ant.", XIX, vii, 2). Estos hechos combinados nos llevan al
año 44, año en el que precisamente Orosio (Hist., vii, 6) sitúa la hambruna que
desoló Judea. Josefo la sitúa algo después, bajo el procurador Tiberio Alejandro
(alrededor del 46), pero es bien conocido que el entero reinado de Claudio
estuvo caracterizado por las malas cosechas. (Suet., "Claudius", 18) y que una
hambruna general era precedida normalmente por un periodo de escasez. También es
posible que el alivio de la escasez predicha por Agabus (Hechos, xi, 28, 29)
precediera a la aparición del azote o coincidiera con sus primeros síntomas. Por
otro lado, la simultaneidad de la muerte de Herodes y la misión de Pablo no
puede ser sino aproximado, dado que los dos hechos están estrechamente
relacionados en los Hechos, la narración de la muerte de Agripa podría ser un
mero episodio para proyectar alguna luz sobre la situación de la Iglesia en
Jerusalén en el momento de la llegada de los delegados de Antioquía. En
cualquier caso, el año 45 parece el más satisfactorio.
(3) La substitución de Félix por Festo dos años después de la detención de Pablo
(Hechos, xxiv, 27).— Hasta hace poco, los cronologistas fijaban de común acuerdo
esta fecha tan importante en el año 60-61. Harnack, 0. Holtzmann, y McGiffert
sugirieron avanzar esta fecha tres o cuatro años por las siguientes razones: (1)
En su "Chronicon", Eusebio sitúa la llegada de Festo en el segundo año de Nerón
(octubre del 55-octubre del 56, o si, como se ha dicho, Eusebio hizo empezar los
reinados de los emperadores en Septiembre después de su accesión, septiembre del
56-septiembre del 57). Mas no debemos olvidar que las crónicas estaban siempre
obligadas a dar fechas exactas por lo que estaban forzadas a conjeturarlas y
quizá Eusebio, por falta de información precisa, dividió en dos partes iguales
la duración de los dos mandatos de Félix y Festo. (2) Josefo afirma (Ant., XX,
viii, 9) que, como Félix había sido llamado a Roma y había sido acusado por los
judíos ante Nerón, tuvo que asegurar su salvación solamente a causa de su
hermano Pallas que entonces gozaba de su favor. Pero, de acuerdo con Tácito (Annal.,
XIII, xiv-xv), Pallas fue destituido un poco antes del cuarenta aniversario de
Británico, es decir en enero del 55. Estas dos afirmaciones son contradictorias,
dado que Pallas fue destituido tres meses después de la accesión al trono de
Nerón (13 de octubre del 54) El no podría haber asistido a la cumbre de su poder
cuando su hermano Félix, reclamado en Palestina al mando de Nerón hacia
Pentecostés, llegó a Roma. Pallas conservó su poder y su influencia después de
su destitución dado que su gestión no fue objeto de pesquisas y, así, fue capaz
de asistir a su hermano hasta el año 62, cuando Nerón lo envenenó para
apoderarse de sus posesiones.
Los partidarios de una fecha posterior aducen las razones siguientes: (1) Dos
años antes de que Félix fuera llamado a Roma, Pablo le recordó que había sido
durante muchos años juez de la nación judía (Hechos, xxiv, 10-27). Esta
expresión no puede querer decir menos de seis o siete años y como, de acuerdo
con Josefo y Tácito, Félix fue nombrado procurador de Judea en el 52, el
principio de la cautividad debería caer en el 58 o en el 59. Es verdad que el
argumento pierde su fuerza si se admite con algunos críticos que Félix antes de
ser procurador había tenido un puesto de subordinado en Palestina. (2) Josefo (Ant.,
XX, viii, 5-8) sitúa bajo Nerón todo lo que pertenece al gobierno de Félix y,
aunque la larga serie de acontecimientos no implica muchos años, es evidente que
Josefo consideró el gobierno de Félix como algo coincidente con la mayor parte
de los años de Nerón, que empezó el 13 de Octubre del 54. Al fijar así las
fechas clave de en la vida de Pablo, todas la fichas conocidas con certeza o con
probabilidad coinciden: Conversión, en el 35; primera visita a Jerusalén en el
37; estancia en Tarso en el 37-43; apostolado en Antioquía en el 43-44; segunda
visita a Jerusalén en el 44 o en el 45; primera misión en el 45-49; Tercera
visita a Jerusalén en el 49 o en el 50; segunda misión en el 50-53; cartas I y
II a los tesalonicenses en el 52; cuarta visita a Jerusalén en el 53; tercera
misión en el 53-57; cartas I y II a los corintios y a los gálatas en el 56; a
los romanos en el 57; quinta visita a Jerusalén, arresto en el 57; llegada de
Festo, salida para Roma en el 59; cautivo en Roma en el 60-62; cartas a Filemón,
a los colosenses, a los efesios, a los filipenses en el 61; segundo periodo de
actividad en el 62-66; carta I a Timoteo; a Tito, segundo arresto en el 66;
carta II a Timoteo, martirio en el 67. (Verse Turner, "Chronology of the N. T."
in Hastings, "Dict. of the Bible" Hönicke, "D Chronologie des Lebens des Ap.
Paulus", Leipzig, 1903.
II. VIDA Y OBRAS DE SAN PABLO
A. Su nacimiento y su educación
De San Pablo mismo sabemos que nació en Tarso, en Cilicia (Hechos, xxi, 39), de
un padre que era ciudadano romano (Hechos, xxii, 26-28; cf. xvi, 37), en el seno
de una familia en la que la piedad era hereditaria (II Tim., i, 3) y muy ligada
a las tradiciones y observancias fariseas (Fil., iii, 5-6). San Jerónimo nos
dice, no se sabe con qué razones, que sus padres eran nativos de Gischala, una
pequeña ciudad de Galilea y que lo llevaron a Tarso cuando Gischala fue tomada
por los romanos ("De vir. ill.", v; "In epist. ad Fil.", 23). Este último
detalle es ciertamente un anacronismo mas los orígenes galileos de la familia no
son en absoluto improbables. Dado que pertenecía a la tribu de Benjamín, se le
dio el nombre de Saúl (o Saulo) que era común en esta tribu en memoria del
primer rey de los judíos. (Fil., iii, 5). En tanto que ciudadano romano también
llevaba el nombre latino de Pablo (Paulo). Para los judíos de aquel tiempo era
bastante usual tener dos nombres, uno hebreo y otro latino o griego entre los
que existía a menudo una cierta consonancia y que yuxtaponían en el modo usado
por San Lucas (Hechos, xiii, 9: Saulos ho kai Paulos). Véase en este punto
Deissmann, "Bible Studies" (Edinburgh, 1903, 313-17.) Fue natural que, al
inaugurar su apostolado entre los gentiles, Pablo usara su nombre romano,
especialmente porque el nombre de Saulo tenía un significado vergonzoso en
griego. Puesto que todo judío que se respetase había de enseñar a su hijo un
oficio, el joven Saulo aprendió a hacer tiendas de lona (Hechos, xviii, 3) o más
bien a hacer la lona de las tiendas (cf. Lewin, "Life of St. Paul", I, London,
1874, 8-9). Era aún muy joven cuando fue enviado a Jerusalén para recibir una
buena educación en la escuela de Gamaliel (Hechos, xxii, 3). Parte de su familia
residía quizá en la ciudad santa puesto que más tarde se haría mención de una
hermana cuyo hijo le salvaría la vida (Hechos, xxiii, 16). A partir de este
momento resulta imposible seguir su pista hasta que tomó parte en el martirio de
San Esteban (Hechos, vii, 58-60; xxii, 20). En ese momento se le califica de
“joven” (neanias), pero esta era una apelación elástica que bien podía aplicarse
a cualquiera entre veinte y cuarenta años.
B. Su Conversión y primeras empresas
Leemos en los hechos de los apóstoles tres relatos de la conversión de San
Pablo. (ix, 1-19; xxii, 3-21; xxvi, 9-23) que presentan ligeras diferencias que
no son difíciles de armonizar y que no afectan para nada la base del relato,
perfectamente idéntica en substancia. Verse J. Massie, "The Conversion of St.
Paul" en "The Expositor", 3ª serie, X, 1889, 241-62. Sabatier de acuerdo con los
críticos más independientes ha dicho (L'Apotre Paul, 1896, 42): “Estas
diferencias no pueden en absoluto alterar el hecho, el objeto narrado es
extremadamente remoto no tratan ni siquiera de las circunstancias que rodearon
el milagro sino con las impresiones subjetivas que los compañeros de San Pablo
recibieron en esas circunstancias…” Utilizar esas diferencias para negar el
carácter histórico del hecho es hacer violencia al texto adoptando una actitud
arbitraria. Todos los esfuerzos hechos para explicar la conversión de San Pablo
sin recurrir al milagro han fracasado. Las explicaciones naturalísticas se
reducen a dos: o San Pablo creyó verdaderamente ver a Cristo mientras sufría una
alucinación o creyó verlo solo a través de una visión espiritual que la
tradición, recogida en los Hechos de los Apóstoles, convirtió luego en visión
material. Renan lo explica todo por una alucinación debida a la enfermedad, y
acaecida a causa de una combinación de causas morales como la duda, el
remordimiento, el temor, y algunas causas físicas como la oftalmía, la fatiga,
la fiebre, la transición rápida del desierto tórrido a los jardines frescos de
Damasco, quizá en medio de una tormenta repentina acompañada de rayos y
relámpagos. Esta combinación múltiple habría producido, según Renan, una
conmoción cerebral con fase de delirio que San Pablo tomó de buena fe como la
aparición de Cristo.
Los otros partidarios de la explicación natural evitan la palabra alucinación
pero caen, pronto o tarde, en la explicación de Renan la cual hacen más
complicada. Por ejemplo Holsten, para el que la visión de Cristo es simplemente
la conclusión de una serie de silogismos por los que Pablo se persuadió a sí
mismo de que Cristo había verdaderamente resucitado. También Pfleiderer, para el
que la imaginación juega un papel más importante: "Un temperamento nervioso,
excitable; un alma violentamente agitada por las más terribles dudas; una
fantasía de lo más vívido, llena de las terribles escenas de persecución por un
lado, y por el otro con la imagen ideal del Cristo celeste; la proximidad de
Damasco que implicaba la urgencia de la decisión, la intransigencia que lleva a
la soledad, el calor cegador y dolorosísimo del desierto. De hecho, todo esto
combinado, produjo un estado de éxtasis en los que el alma cree ver las imágenes
y los conceptos que violentamente la agitan como si fueran fenómenos del mundo
externo" (Lectures on the influence of the Apostle Paul on the development of
Christianity, 1897, 43). Hemos citado a Pfleiderer palabra por palabra porque su
explicación “sicológica” se considera la mejor que se haya desarrollado nunca. Y
sin embargo, se ve fácilmente que es insuficiente e incluso en total
contradicción con el documento escrito de los Hechos en tanto que testimonio
expreso de San Pablo mismo. (1) Pablo está seguro de haber "visto a" Cristo como
los otros apóstoles lo hicieron (I Cor., ix, 1); él mismo declara que Cristo se
le “apareció” (I Cor., xv, 8) como a Pedro, Santiago o a los doce después de su
resurrección. (2) Él sabe bien que su conversión no es el fruto de ningún
razonamiento humano, sino de un cambio imprevisto, repentino y radical debido a
la gracia omnipotente (Gal., i, 12-15; I Cor., xv, 10). (3) Es falso atribuirle
dudas, perplejidades o remordimientos antes de su conversión. Pablo fue detenido
por Cristo cuando su furia alcanzaba el máximo furor (Hechos, ix, 1-2);
perseguía a la Iglesia “con celo” (Fil., iii, 6), y fue acreedor de la gracia
porque actuó con "ignorancia en su creencia de buena fe" (I Tim., i, 13). Todas
la explicaciones sicológicas o no, carecen de valor ante estas afirmaciones,
puesto que todos suponen que la causa de su conversión fue su fe en Cristo
mientras que, según los testimonios concordantes de los Hechos y las Epístolas,
fue la visión de Cristo la que motivó su fe.
Después de su conversión, de su bautismo y de su cura milagrosa Pablo empezó a
predicar a los judíos (Hechos, ix, 19-20). Después se retiró a Arabia,
probablemente a la región al sur de Damasco. (Gal., i 17), indudablemente menos
a predicar que a meditar las escrituras. A su vuelta a Damasco, las intrigas de
los judíos le obligaron a huir de noche (II Cor., xi, 32-33; Hechos, ix, 23-25).
Fue a Jerusalén a ver a Pedro (Gal., i, 18), pero se quedó solamente quince días
porque las celadas de los griegos amenazaban su vida. A continuación pasó a
Tarso y allá se le pierde de vista durante seis años (Hechos, ix, 29-30; Gal.,
i, 21). Bernabé fue en busca suya y lo trajo a Antioquía donde trabajaron juntos
durante un año con un apostolado fructífero. (Hechos, xi, 25-26). También juntos
fueron enviados a Jerusalén a llevar las limosnas para los hermanos de allá con
ocasión de la hambruna predicha por Agabus (Hechos, xi, 27-30). No parecen haber
encontrado a los apóstoles allí esta vez ya que se encontraban dispersos a causa
de l persecución de Herodes.
C. Sus trabajos apostólicos
Este periodo de doce años (45-57) fue el más activo y fructífero de su vida.
Comprende tres grandes expediciones apostólicas de las que Antioquía fue siempre
el punto de partida y que, invariablemente, terminaron por una visita a
Jerusalén.
(1) Primera misión (Hechos, xiii, 1-xiv, 27)
Enviado por el Espíritu para la evangelización de los gentiles, Bernabé y Saulo
embarcaron con destino a Chipre, predicaron en la sinagoga de Salamina, cruzaron
la isla de este a oeste siguiendo sin duda la costa sur y llegaron a Pafos,
residencia del procónsul Sergio Paulo, donde tuvo lugar un cambio repentino.
Después de la conversión del procónsul romano, Saulo, repentinamente convertido
en Pablo, es citado por San Lucas antes de Bernabé y asume ostensiblemente la
dirección de la misión que hasta entonces había ejercido Bernabé. Los resultados
de este cambio son rápidamente evidentes. Pablo comprende que, al depender
Chipre de Siria y Cilicia, la isla entera se convertiría cuando las dos
provincias romanas abrazaran la fe de Cristo. Escogió entonces el Asia Menor
como campo de su apostolado y se embarcó en Perge de Panfilia, once kilómetros
por encima del puerto de Cestro. Fue entonces cuando Juan Marcos, primo de
Bernabé, desanimado quizás por los ambiciosos proyectos del apóstol, abandonó la
expedición y volvió a Jerusalén, mientras que Pablo y Bernabé trabajaban solos
entre las arduas montañas de Pisidia, infestadas de bandidos y atravesaron
profundos precipicios. Su destino era la colonia romana de Antioquía, situada a
siete días de viaje desde Perge. Aquí, Pablo habló del destino divino de Israel
y del providencial envío del Mesías, un discurso que San Lucas reproduce en
substancia como ejemplo de una predicación en la sinagoga. (Hechos, xiii,
16-41). La estancia de los dos misioneros en Antioquía fue lo suficientemente
larga como para que la palabra del Señor fuera conocida a través de todo el
país. (Hechos, xiii, 49). Cuando los judíos consiguieron con sus intrigas un
decreto de destierro, continuaron hacia Iconium, distante tres o cuatro días de
viaje, donde encontraron la misma persecución por parte de los judíos y la misma
acogida por parte de los gentiles. La hostilidad de los judíos los forzó a
buscar refugio en la colonia romana de Listra, distante como unos veinticinco
kilómetros. Aquí, los judíos de Antioquía y de Iconium dejaron celadas para
Pablo y, habiéndolo apedreado lo dejaron por muerto, mientras que él logró una
vez más escapar buscando esta vez refugio en Derbe, situada alrededor de sesenta
kilómetros de la provincia de Galacia. Después de completar su circuito, los
misioneros volvieron sobre sus pasos para visitar a los nuevos cristianos,
ordenaron algunos sacerdotes en cada una de las iglesias fundadas por ellos y al
fin volvieron a Perge, donde se detuvieron a predicar de nuevo el Evangelio,
mientras que esperaban quizá la oportunidad de embarcar para Atalia, un puerto a
dieciocho kilómetros de allá. Al volver a Antioquía de Siria, después de una
ausencia que había durado tres años, fueron recibidos con muestras de gozo y de
acción de gracias pues que Dios les había abierto las puertas de la fe al mundo
de los gentiles.
El problema del estatuto de los gentiles en la Iglesia se hizo entonces sentir
en toda su agudeza. Algunos judeocristianos que venían de Jerusalén reclamaron
el que los gentiles fueran sometidos a la circuncisión y tratados como los
judíos trataban a los prosélitos. Contra esta opinión, Pablo y Bernabé
protestaron y se decidió convocar una reunión en Jerusalén para resolver el
asunto En esta asamblea, Pablo y Bernabé representaron a la comunidad de
Antioquía. Pedro defendió la libertad de los gentiles, Santiago insistió en lo
contrario, pidiendo al mismo tiempo que se abstuvieran de algunas de las cosas
que más horrorizaban a los Judíos. Al fin se decidió que los gentiles estaban
exentos de la ley de Moisés primeramente. En segundo lugar, que los de Siria y
Cilicia deberían abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los
animales estrangulados y de la fornicación. En tercer lugar, que su decisión no
era promulgada en virtud de la ley de Moisés sino que era dada en nombre del
Espíritu Santo, lo que significaba el triunfo de las ideas de San Pablo. La
restricción impuesta a los gentiles convertidos procedentes de Siria y Cilicia
no se aplicaba a sus iglesias y Tito, su compañero, no fue apremiado a
circuncidarse, a pesar de las protestas de los judaizantes (Gal., ii, 3-4). Se
asume aquí que Gal., ii, y Hechos, xv, relatan el mismo hecho puesto que, de un
lado, los actores son los mismos Pablo y Bernabé, y por el otro Pedro y
Santiago; la discusión es la misma, la cuestión de la circuncisión de los
gentiles; la escena idéntica Antioquía y Jerusalén; y la fecha idéntica:
Alrededor del 50 d.d.J.C.; y el resultado uno solo: la victoria de Pablo sobre
los judaizantes. Sin embargo, la decisión no fue adelante sin dificultades. El
asunto no concernía solamente los gentiles y, mientras que se les exoneraba de
la ley de Moisés, se declaraba al mismo tiempo que hubiera sido más meritorio y
más perfecto para ellos el observarla, puesto que el decreto parece haber
complacido a los prosélitos judíos de la segunda generación. Además, los
judeocristianos, que no habían sido incluidos en el veredicto, podían seguir
considerándose como ligados por la observancia de la ley. Este fue el origen de
la disputa que surgió inmediatamente después en Antioquía entre Pedro y Pablo.
Este último enseñó abiertamente que la ley había sido abolida para los judíos
mismos. Pedro no pensaba de otro modo, pero consideró oportuno evitar la ofensa
a los judaizantes e impedirles que comer con los gentiles que no observaban las
prescripciones de la ley. Así, influenció moralmente a los gentiles a vivir como
los judíos lo hacían, Pablo hizo ver que esta restricción mental y este
oportunismo preparaban el camino de futuros malentendidos y conflictos, y que,
incluso, tenía entonces, tendría nefastas consecuencias. Su forma de relatar
estos incidentes no deja la menor duda de que Pedro fue persuadido por sus
argumentos. (Gal., ii, 11-20).
(2) Segunda misión (Hechos, xv, 36-xviii, 22)
El principio de la segunda misión se caracterizó por una discusión a propósito
de Marcos, que Pablo rechazó como compañero de viaje. Así pues, Bernabé partió
con Marcos el de Chipre y Pablo escogió a Silas o Silvano, un ciudadano romano
como él y miembro influyente de la Iglesia de Jerusalén, y partió para Antioquía
a fin de llevar el decreto del consejo apostólico. Los dos misioneros fueron
primero de Antioquía a Tarso, con un alto en el camino para promulgar el decreto
del primer Concilio de Jerusalén, y luego fueron de Tarso a Derbe a través de
las puertas de Cilicia, de los desfiladeros de Tarso y de las llanuras de
Licaonia. La visita de las iglesias fundadas en la primera misión se realizó sin
incidentes si no es a propósito de la elección de Timoteo, que los apóstoles en
Lisistra persuadieron para que se circuncidara para mejor llegar a las colonias
de judíos, numerosos en estas plazas. Fue probablemente en Antioquía de Pisidia,
aunque los Hechos no mencionan tal lugar, donde el itinerario de la misión fue
cambiado por intervención del Espíritu Santo. Pablo pensó en entrar en la
provincia de Asia por el valle del Meandro, lo que le permitiría un solo día de
viaje, y sin embargo, pasaron a través de Frigia y Galacia pues el Espíritu les
prohibió predicar la palabra de Dios en Asia. (Hechos, xvi, 6). Estas palabras
(ten phrygian kai Galatiken choran) pueden interpretarse de forma diversa,
dependiendo de si se quiere decir Gálatas del norte o del sur (véase GALATAS).
Sea como sea, los misioneros hubieron de viajar hacia el norte en la región de
Galacia llamada así en propiedad y cuya capital era Pesinonte, y la única
cuestión pendiente es si predicaron o no en ella. No pensaron en hacerlo aunque
sabemos que la evangelización de los Gálatas fue debida a un accidente, el de la
enfermedad de San Pablo (Gal., iv, 13); lo que va muy bien si se trata de los
gálatas del norte. En cualquier caso, los misioneros después de alcanzar la
Misia Superior (kata Mysian), intentaron llegar a la rica provincia de Bitinia,
que se extendía ante ellos pero el Espíritu Santo se lo impidió (Hechos, xvi,
7). Así es que atravesaron Misia sin pararse a predicar (parelthontes) y
llegaron a Alejandría de Tróade, donde la voluntad de Dios les fue revelada por
la visión de un macedonio que los llamaba pidiendo auxilio para su país.
Pablo continuó a utilizar sobre suelo europeo los métodos de predicación que
había utilizado desde el principio. Hasta donde fue posible, concentró sus
esfuerzos en metrópolis desde las que la fe se extendería hacia ciudades de
segundo rango y, finalmente a las áreas rurales. Allí donde encontraba una
sinagoga, empezaba por predicar en ella a los judíos y prosélitos que estaban de
acuerdo en escucharle. Cuando la ruptura con los judíos era irreparable, lo que
ocurría más pronto o más tarde, fundaba una nueva iglesia con sus neófitos en
tanto que núcleo. Permanecía entonces en la misma ciudad a no ser que una
persecución se declarase, normalmente a causa de las intrigas de los judíos.
Existían, sin embargo, algunas variantes del plan. En Filipo, donde no había
sinagoga, la primera predicación tuvo lugar en un puesto llamado el proseuche lo
que los gentiles tomaron como motivo de persecución. Pablo y Silas, acusados de
alterar el orden público, recibieron palos, fueron arrojados en prisión y
finalmente exilados. Pero en Tesalónica, y Berea, donde se refugiaron después de
lo de Filipo, las cosas se desarrollaron según el plan previsto. El apostolado
de Atenas fue absolutamente excepcional. Aquí no se planteaba el problema de los
judíos o de la sinagoga, y Pablo, en contra de su costumbre, estaba solo. (I
Thess., iii,1 ). Desarrolló de cara al areópago una especie de discurso del que
se conserva un resumen en los Hechos. (xvii, 23-31) como un modelo en su género.
Parece haber dejado la ciudad de grado, sin haber sido forzado a ello por la
persecución. La misión de Corinto, por otro lado, puede ser considerada como
típica. Pablo predicó en la sinagoga todos los sábados y cuando la oposición
violenta de los judíos le negó la entrada, se retiró a una casa próxima,
propiedad de un prosélito llamado Tito Justo. De esta forma prolongó su
apostolado por dieciocho meses mientras los judíos atentaron contra él en vano;
fue capaz de resistir gracias al a actitud, por lo menos imparcial si no
favorable, del procónsul Galio. Finalmente, decidió irse a Jerusalén de acuerdo
con un voto hecho quizá en un momento de peligro. Desde Jerusalén, de acuerdo
con su costumbre, volvió a Antioquía. Las dos epístolas a los tesalonicenses se
escribieron durante los primeros meses de la estadía en Corinto. Véase
TESALONICENSES.
(3) Tercera misión (Hechos, xviii, 23-xxi, 26)
El destino del tercer viaje de Pablo fue evidentemente Efeso, donde Aquila y
Priscila lo esperaban. El había prometido a los efesios volver a evangelizarlos
si tal era la voluntad de Dios (Hechos, xviii, 19-21) y el Espíritu Santo no se
opuso más a su entrada en Asia Así es que, después de una breve visita a
Antioquía se fue a través de Galacia y de Frigia. (Hechos, xviii, 23) y pasando
a través de las regiones del “Asia Central” llegó hasta Efeso (XIX, 1). Su
manera de proceder permaneció intacta. Para ganarse la vida y no ser una carga
para los fieles, tejió todos los días durante muchas horas muchas tiendas, lo
que no le impidió el predicar el Evangelio. Como de costumbre, empezó en la
sinagoga donde tuvo éxito durante los primeros meses. Después enseñó diariamente
en un aula puesta a su disposición por un cierto Tirano “desde la hora quinta a
la décima” (de las once de la mañana a las cuatro de la tarde) de acuerdo con la
interesante tradición del "Codex Bezaar" (Hechos, xix,9). Así vivió por dos años
de tal forma que todos los habitantes de Asia, judíos y griegos, oyeron la
palabra de Dios. (Hechos, XIX, 20).
Por supuesto que hubo pruebas que sufrir y obstáculos que superar. Algunos de
esos obstáculos surgieron de la envidia de los judíos, que intentaron
inútilmente imitar los exorcismos de Pablo, otros vinieron de la superstición de
los paganos, particularmente acentuada en Efeso. Sin embargo, triunfó de una
manera tan clara que los libros de superstición que fueron quemados tenían un
valor de 50,000 monedas de plata. (una moneda correspondía aproximadamente a un
día de trabajo). Esta vez, la persecución fue debida a los gentiles y fue por
motivos interesados. Los progresos del cristianismo arruinaron la venta de las
pequeñas reproducciones del templo de Diana y las de la diosa misma, estatuillas
muy compradas por los peregrinos, con lo que un cierto Demetrio, en cabeza de
los orfebres, arengó a la plebe contra San Pablo. San Lucas describió con
realismo y emoción la escena, transpuesta luego al el teatro. (Hechos, xix,
23-40). El apóstol tuvo que rendirse a la tormenta. Después de una estancia de
dos años y medio, quizá más, en Efeso (Hechos, xx, 31: trietian), partió para
Macedonia y de allí para Corinto, donde pasó el invierno. Su intención fue la de
seguir en primavera para Jerusalén, sin duda para Pascua, pero al saber que los
judíos habían planeado atentar contra su vida, no les dio la oportunidad de
hacerlo al viajar por mar, volviéndose por Macedonia. Muchos discípulos,
divididos en dos grupos, lo acompañaron o lo esperaron en Tróade. Entre otros,
se encontraban Sopater de Berea, Aristarco y Segundo of Tesalónica, Gayo de
Derbe, Timoteo, Tichico y Trófimo de Asia, y finalmente Lucas, el historiador de
los Hechos, que nos da todos los detalles del viaje: Filipo, Tróade, Aso,
Mitilene, Jíos, Samos, Mileto, Cos, Rodas, Pátara, Tiro, Tolemaida, Cesárea y
Jerusalén. Podríamos citar aún tres hechos notables: en Tróade Pablo resucitó al
joven Eutiquio que se había caído de la ventana de un tercer piso mientras que
Pablo predicaba tarde por la noche. En Mileto pronunció un discurso emotivo que
arrancó las lágrimas a los ancianos de Efeso. (Hechos, xx, 18-38). En Cesárea el
Espíritu Santo predijo por la boca de Agabo que sería arrestado, lo que no le
disuadió de ir a Jerusalén.
Cuatro de las más grandes epístolas de San Pablo fueron escritas durante esta
tercera misión: la primera a los corintios desde Efeso, alrededor de la Pascua
antes de su salida de la ciudad; la segunda a los corintios desde Macedonia
durante el verano o el otoño del mismo año; a los romanos desde Corinto en la
primavera siguiente; la fecha de la epístola a los gálatas es objeto de
controversia. De la muchas cuestiones a propósito de la ocasión o del lenguaje
de las cartas o de la situación de los destinatarios de las mismas, véase
Epistolas a los CORINTIOS; GALATAS, ROMANOS.
D. La cautividad (Hechos 21, 27-28. 31)
Cuando los judíos acusaron en falso a Pablo de haber introducido a los gentiles
en el templo, el populacho maltrató a Pablo, y, cubierto de cadenas, el tribuno
Lisias lo echó a la cárcel de la fortaleza Antonia. Cuando éste supo que los
judíos habían conspirado para matar al prisionero, lo envió bajo fuerte escolta
a Cesárea, que era la residencia del procurador Félix. Pablo no tuvo dificultad
para poner en claro las contradicciones de los que lo acusaban pero, al negarse
a comprar su libertad, Félix lo mantuvo encadenado durante dos años e incluso lo
arrojó a la cárcel para dar gusto a los judíos en espera de la llegada de su
sucesor el procurador Festo. El nuevo gobernador quiso enviar al prisionero a
Jerusalén para que fuese juzgado en presencia de sus acusadores, pero Pablo, que
conocía perfectamente las argucias de sus enemigos, apeló al César. En
consecuencia, esta causa podía sólo ser despachada en Roma. Este periodo de
cautividad se caracteriza por cinco discursos del Apóstol: El primero fue
pronunciado en hebreo en las escaleras de la fortaleza Antonia ante una multitud
amenazante; Pablo relató su vocación y su conversión al apostolado, pero fue
interrumpido por los gritos hostiles de la gente (Hechos, xxii, 1-22). En el
segundo, al día siguiente ante el Sanedrín reunido bajo la presidencia de
Lisias, el apóstol enredó hábilmente a los fariseos contra los saduceos con lo
que no se pudo llevar adelante ninguna acusación. El tercero fue la respuesta al
acusador Tértulo en presencia del gobernador Félix; en ella hizo ver que los
hechos habían sido manipulados probando, así, su inocencia. (Hechos xxiv,
10-21). El cuarto discurso es una simple explicación resumida de la fe cristiana
ante el gobernador Félix y su mujer Drusila (Hechos, xxiv, 24-25). El quinto,
pronunciado ante el gobernador Festo, el rey Agripa y su mujer Berenice, repite
de nuevo la historia de la conversión y quedó sin terminar debido a las
interrupciones sarcásticas del gobernador y la actitud molesta del rey (Hechos,
xxvi).
El viaje del prisionero Pablo de Cesárea a Roma fue descrito por San Lucas con
una viveza de colores y una precisión que no dejan nada que desear. Pueden verse
los comentarios de Smith, "Voyage and Shipwreck of St. Paul" (1866); Ramsay, "St.
Paul the Traveller and Roman Citizen" (London, 1908). El centurión Julio había
enviado a Pablo y a otros prisioneros en un navío mercante en el que Lucas y
Aristarco pudieron sacar pasaje. Dado que la estación se encontraba avanzada, el
viaje fue lento y difícil. Costearon Siria, Cilicia y Panfilia. En Mira de Licia
los prisioneros fueron transferidos a un bajel dirigido a Italia, pero unos
vientos contrarios persistentes los empujaron hacia un puerto de Chipre llamado
Buenpuerto, alcanzado incluso con mucha dificultad y Pablo aconsejó invernar
allí, pero su opinión fue rechazada y el barco derivó sin rumbo fijo durante
catorce días terminando en las costas de Malta. Durante los tres meses
siguientes, la navegación fue considerada demasiado peligrosa, con lo que no se
movieron del lugar, mas con los primeros días de la primavera, se apresuraron a
reanudar el viaje. Pablo debió llegar a Roma algún día de marzo. "Quedó dos años
completos en una vivienda alquilada . . . predicando el Reino de Dios y la fe en
Jesucristo con toda confianza, sin prohibición" (Hechos, xxviii, 30-31). Y, con
estas palabras, concluyen los Hechos de los Apóstoles.
No hay duda de que San Pablo terminó su juicio absuelto; ya que (1) el informe
del gobernador Festo, así como el del centurión, fueron favorables; y que (2)
los judíos parecen haber abandonado la acusación puesto que sus correligionarios
no parecen haber estado informados (Hechos, xxviii, 21); y que (3) el rumbo
tomado por el procedimiento judicial le dejó algunos periodos de libertad, de
los que habló como cosa cierta (Fil., i, 25; ii, 24; Philem., 22); y que (4) las
cartas pastorales (en el supuesto que sean auténticas) implican un periodo de
actividad de Pablo subsiguiente a su cautividad. Y se llega a la misma
conclusión en la hipótesis según la cual no son auténticas, dado que todas ellas
coinciden en que el autor conocía bien la vida del apóstol. Unánimemente se
acepta que las “epístolas de la cautividad” se enviaron desde Roma. Algunos
autores han intentado probar que San Pablo las escribió durante su detención en
Cesárea, pero pocos autores los han seguido. La epístola a los colosenses, a los
efesios y a Filemón se enviaron juntas y utilizando el mismo mensajero: Tíchico.
Es controvertido si la epístola a los filipenses fue anterior o posterior a
estas últimas y la cuestión no ha sido nunca resuelta con argumentos
incontrovertibles (ver Epistolas a FILIPENSES, EFESIOS, COLOSENSES, FILEMON.
E. Los últimos años
Dado que este periodo carece de la documentación de los Hechos, está envuelto en
la más completa obscuridad; nuestras únicas fuentes son algunas tradiciones
dispersas y las citas dispersas de las epístolas. Pablo deseó pasar por España
desde mucho tiempo antes (Rom., xv, 24, 28) y no hay pruebas de que cambiase su
plan. Hacia el fin de su cautiverio, cuando anuncia su llegada a Filemón (22) y
a los filipenses (ii, 23-24), no parece considerar esta visita como inminente,
dado que promete a los filipenses enviarles un mensajero en cuanto conozca la
conclusión de su juicio y, por consiguiente, él preparaba otro viaje antes de su
vuelta a oriente. Sin necesidad de citar los testimonios de San Cirilo de
Jerusalén, San Epifanio, San Jerónimo, San Crisóstomo y Teodoreto diremos
finalmente que el testimonio de San Clemente de Roma, bien conocido, el
testimonio del "Canon Muratorio", y el "Acta Pauli" hacen más que probable el
viaje de San Pablo a España. En cualquier caso, no pudo quedarse allá por mucho
tiempo, dada su prisa por visitar las iglesias del este. Pudo sin embargo haber
vuelto a España a través de la Galia, como algunos padres pensaron, y no a
Galacia, a la que Crescencio fue enviado más tarde. (II Tim., iv, 10). Es
verosímil que, después, cumpliera su promesa de visitar a su amigo Filemón y
que, en tal ocasión, visitara las iglesias del valle de Licaonia, Laodicea,
Colosos, y Hierapolis.
A partir de este momento el itinerario se vuelve sumamente incierto aunque los
hechos siguientes parecen estar indicados en las epístolas pastorales: Pablo se
quedó en Creta el tiempo preciso para fundar nuevas iglesias, cuyo cuidado y
organización dejó en manos de su colega Tito (Tit., i, 5). Fue después a Efeso y
rogó a Timoteo, que estaba ya allí, que permaneciera allá hasta su vuelta
mientras él se dirigía a Macedonia (I Tim., i,3). En esta ocasión visitó, como
había prometido, a los filipenses (Fil., ii, 24), y, naturalmente, también pasó
a ver a los tesalonicenses. La carta a Tito y la primera epístola a Timoteo
deben datar de este periodo; parece que se escribieron al mismo tiempo
aproximadamente, poco después de haber dejado Efeso. La cuestión es el saber si
se enviaron desde Macedonia o desde Corinto, como parece más probable. El
Apóstol instruye a Tito para que se reúna con él en Nicópolis de Epiro donde
piensa pasar el verano (Titus, iii, 12). En la primavera siguiente debe haber
efectuado su plan de vuelta a Asia (I Tim, iii, 14-15). Aquí ocurrió el obscuro
episodio de su arresto, que probablemente tuvo lugar en Tróade; ello explicaría
el porqué había dejado a Carpo unas ropas y unos libros que necesitó después (II
Tim., iv, 13). De allí fue a Efeso, capital de la provincia de Asia, donde lo
abandonaron todos aquellos que él pensaba le habrían sido fieles (II Tim., i,
15). Enviado a Roma para ser juzgado, dejó a Trófimo enfermo en Mileto y a
Erasto, otro de sus compañeros, que permanecieron en Corinto por razones nunca
aclaradas (II Tim., iv, 20). Cuando Pablo escribió su segunda epístola a Timoteo
desde Roma, creía que toda esperanza humana estaba perdida (iv, 6).; en ella
pide a su discípulo que venga a verle lo más rápidamente posible, dado que está
solo con Lucas. No sabemos si Timoteo fue capaz de ir a Roma antes de la muerte
del Apóstol.
Una antigua tradición hace posible establecer los puntos siguientes: (1) Pablo
sufrió el martirio cerca de Roma en la plaza llamada Aquae Salviae (hoy Piazza
Tre Fontane), un poco al oeste de la Via Ostia, a cerca de tres kilómetros de la
espléndida basílica de San Pablo Extra Muros, lugar donde fue enterrado. (2) El
martirio tuvo lugar hacia el fin del reinado de Nerón, en el duodécimo año (San
Epifanio), en el decimotercero (Eutalio), o en el decimocuarto (San Jerónimo).
(3) De acuerdo con la opinión más común, Pablo sufrió el martirio el mismo día
del mismo año que Pedro; algunos padres latinos disputan si fue el mismo día
pero no del mismo año; el testigo más anciano, San Dionisio el Corintio, dice
solamente kata ton auton kairon, lo que puede ser traducido por “al mismo
tiempo” o “aproximadamente al mismo tiempo”. (4) Durante tiempo inmemorial, la
solemnidad de los apóstoles Pedro y Pablo se celebra el 29 de Junio, que es el
aniversario, sea de la muerte, sea del traslado de sus reliquias. El Papa iba
antiguamente con sus acompañantes a San Pablo Extra Muros después de haber
celebrado en San Pedro, aunque la distancia entre las dos basílicas (cerca de
ocho quilómetros) hacía dicha ceremonia demasiado agotadora, particularmente en
este momento del año. Así surgió la costumbre de transferir al día siguiente (30
de junio) la conmemoración de San Pablo. La fiesta de la conversión de San Pablo
(25 de enero) tiene un origen comparativamente reciente. Hay razones de creer
que este día fue celebrado para marcar el traslado de las reliquias de San Pablo
a Roma, puesto que así aparece en el Martirologio Hieronimiano. Esta fiesta es
desconocida en la iglesia griega (Dowden, "The Church Year and Kalendar",
Cambridge, 1910, 69; cf. Duchesne, "Origines du culte chrétien", Paris, 1898,
265-72; McClure, "Christian Worship", London, 1903, 277-81).
F. Retrato Físico y Moral de San Pablo
De Eusebio sabemos (Hist. Eccl, VII, 18) que, incluso en su tiempo, había
representaciones de Cristo con los apóstoles Pedro y Pablo. La apariencia de San
Pablo se conservó en tres monumentos antiguos: (1) Un díptico que del primer
siglo (Lewin, "The Life and Epistles of St. Paul", 1874, frontispiece of Vol. I
and Vol. II, 210). (2) Un amplio medallón encontrado en el cementerio de
Domitila y que representa a loa apóstoles Pedro y Pablo (Op. cit., II, 411). (3)
Un plato de cristal en el Museo Británico con los mismos apóstoles (Farrara, "Life
and Work of St. Paul", 1891, 896). También tenemos dos descripciones
concordantes en los “Hechos de Pablo y Telea” del seudo Luciano de Filópatris de
Malalas (Chronogr., x), y en Nicéforo (Hist. Eccl, III, 37). Pablo era bajo de
estatura; El seudo Crisóstomo lo llama el hombre de los tres codos (anthropos
tripechys); tenía las espaldas anchas, algo calvo, de nariz ligeramente
aquilina, cejas corridas, barba gruesa y gris, complexión armoniosa y maneras
agradables y afables. Sufría de una enfermedad que es difícil de diagnosticar (cf.
Menzies, "St. Paul's Infirmity" en el Expository Times", July and Sept., 1904),
pero a pesar de esta enfermedad dolorosa y humillante (II Cor., xii, 7-9; Gal.,
iv, 13-14) y a pesar de que su presencia no era imponente (II Cor., x, 10),
Pablo poseyó sin duda una resistencia física fuera de lo común que sólo ella
pudo soportar sus trabajos sobrehumanos (II Cor., xi, 23-29). El seudo
Crisóstomo "In princip. apóstol. Petrum et Paulum" (in P. G., LIX, 494-95),
piensa que murió a la edad de sesenta y ocho años después de haber servido al
señor treinta y cinco.
El retrato moral es algo más difícil de esbozar, tan lleno está de contrastes.
Se encontrarán sus elementos en Lewin, op. cit., II, xi, 410-35 (Paul's Person
and Character); en Farrar, Op, cit., Appendix, Excursus I; y especialmente en
Newman, "Sermons preached on Various Occasions", vii, viii.
III. TEOLOGÍA DE SAN PABLO
A. Pablo y Cristo
La presente cuestión pasó por dos fases distintas. Si se sigue a la escuela de
Tübingen, el apóstol tenía sólo un conocimiento vago de la vida y la obra del
Cristo histórico e incluso desdeñaba tal conocimiento como inferior e inútil. Su
única razón es el texto siguiente mal interpretado: "Et si cognovimus secundum
carnem Christum, sed nunc jam novimus" (II Cor., v, 16). La contraposición que
se observa en este texto no es la del Cristo histórico y el Cristo glorificado,
sino la del Mesías tal y como los judíos incrédulos se lo representaban, (y
quizá como algunos judaizantes lo predicaban) y el Mesías tal y como se le
manifestó en su muerte y resurrección, y tal como él lo confesó después de su
conversión. No es ni admisible ni probable que Pablo se desinteresase de la vida
para predicar a Cristo, al que amaba apasionadamente, que le sostenía para la
imitación de los neófitos, y cuyo Espíritu se jactaba de tener. No puede creerse
que no interrogara sobre esta cuestión a los testigos presenciales que eran
Barnabé, Silas, o los futuros historiadores de Cristo, Marcos y Lucas, con
quienes estuvo tanto tiempo asociado. Un examen cuidadoso de este asunto nos
hace llegar a las tres siguientes conclusiones, hoy generalmente aceptadas: (1)
Hay en San Pablo más alusiones a la vida y a las enseñanzas de Cristo de lo que
podría suponerse a primera vista, y el hecho de que sean alusiones sin énfasis
demuestra que el Apóstol sabía de este asunto más de lo que decía y de lo que
pudiera decir. (2) Estas alusiones son más frecuentes en San Pablo que en los
evangelios. (3) Desde los tiempos apostólicos hubo una catequesis, que se
refería, entre otras cosas, a la vida y enseñanzas de Cristo y que todos los
neófitos tenían que poseer, de tal modo que no era necesario referirse a estos
asuntos sino ocasionalmente y de paso.
La segunda fase de la cuestión está estrechamente conectada con la primera. Los
mismos teólogos que predican que Pablo era indiferente a la vida y a las
enseñanzas previas de Cristo, exageran deliberadamente su originalidad e
influencia. Según ellos, Pablo fue el creador de la teología, el fundador de la
Iglesia, el predicador del ascetismo, el defensor de los sacramentos y del
sistema eclesiástico, el adversario de la religión del amor y de la libertad que
Cristo vino a anunciarnos. Si para honorarlo, Pablo fue llamado el segundo
fundador del cristianismo, este cristianismo debió de ser al menos parcialmente
opuesto al primitivo. Así, se hace responsable a Pablo de todas las antipatías
del pensamiento moderno hacia el cristianismo primitivo. En gran medida reside
aquí el movimiento que podríamos llamar “retorno a Cristo”, de cuyas
divagaciones somos ahora testigos. En realidad, la razón principal del llamado
“retorno a Cristo” es escapar de San Pablo, a la raíz del dogma y teólogo de la
fe. El grito "Zuruck zu Jesu" (vuelta a Jesús) que resonó en Alemania por
treinta años, está inspirado por una intención posterior, "Los von Paulus"
(dejemos a Pablo). El problema es el siguiente: ¿Fue la relación de Pablo hacia
Cristo la de un discípulo hacia su maestro? O ¿fue Pablo un autodidacto
absolutamente independiente del evangelio de Jesús y de la predicación de los
doce? Uno tiene que admitir que los trabajos publicados no proyectan demasiada
luz sobre el tema. Sin embargo, las discusiones habidas no dejaron de ser
útiles, dado que han puesto de relieve que la mayor parte de las doctrinas
típicamente paulinas como la justificación por la fe, la muerte redentora de
Cristo o la universalidad de la salvación, están de acuerdo con los primeros
escritos de los demás apóstoles en los que ellas se basan. Julicher en
particular ha subrayado que la cristología de San Pablo, más exaltado que sus
compañeros de apostolado, nunca fue objeto de controversia y que él mismo no fue
nunca consciente de singularidad alguna en estos asuntos comparado con los otros
heraldos del evangelio. Cf. Morgan, "Back to Christ" in "Dict. of Christ and the
Gospels", I, 61-67; Sanday, "Paul", loc. cit., II, 886-92; Feine, "Jesus
Christus und Paulus" (1902); Goguel, "L'apôtre Paul et Jésus-Christ" (Paris,
1904); Julicher, "Paulus und Jesus" (1907).
B. La idea de base de la teología de San Pablo
Algunos autores modernos consideran que la teodicea es la base, el centro y la
cúspide de la teología paulina. "La doctrina del apóstol es, en realidad,
teocéntrica y no antropocéntrica. Lo que solemos llamar ‘metafísica’ sustenta
para Pablo el hecho inmediato y soberano; Dios, como él lo concibe, es todo en
todos tanto para su razón como para su corazón" (Findlay en Hastings, "Dict. of
the Bible", III, 718). Stevens empieza su exposición sobre la “teología paulina”
con un capítulo intitulado “la doctrina de Dios”. Sabatier (L'apotre Paul, 1896,
297) considera también que "la última palabra de la teología paulina es ‘Dios
todo en todos’”, y hace la idea misma de Dios lo que corona el edificio
teológico de Pablo. Pero estos autores no reflejaron que la idea de Dios ocupa
tan amplio espacio en la enseñanza del apóstol, cuyo pensamiento, profundamente
religioso como el de todos sus compatriotas, no es característico ni se
distingue del de sus compañeros de apostolado y ni siquiera del de sus
contemporáneos judíos. Muchos teólogos protestantes modernos, especialmente
entre los que siguen más o menos la escuela de Tübingen, mantienen que la
doctrina de Pablo es “antropocéntrica”, que ella empieza por su concepción de la
incapacidad humana para cumplir la ley de Dios sin la ayuda de la gracia, hasta
tal punto que, siendo el esclavo del pecado, debe luchar contra la carne. Mas si
bien esto fuera la génesis de la idea de Pablo, es extraño que la enunciara
solamente en un único capítulo a los romanos (Rom., vii), si esto aún con un
sentido controvertido, de tal manera que si este capítulo no hubiera sido
escrito o se hubiera perdido, no tendríamos medio alguno para recuperar la clave
de su enseñanza. Sin embargo, los más de los teólogos acuerdan hoy día que la
doctrina de S. Pablo es cristocéntrica, que es la base de su soteriología, no
desde un punto de vista subjetivo de acuerdo con los antiguos prejuicios del
protestantismo que hicieron de la justificación por la fe la quintaesencia del
paulinismo, sino desde un punto de vista objetivo, abarcando en una amplia
síntesis la persona y figura del redentor. Esto puede ser demostrado
empíricamente afirmando que todos y cada uno de los detalles en san Pablo
convergen hacia Jesucristo, y ello de tal modo que, haciendo abstracción de
Jesucristo, su enseñanza se vuelve totalmente incomprensible, tanto en conjunto
como en detalle. Lo mismo se demuestra observando que lo que Pablo llama su
evangelio consiste en la salvación de todos los hombres por Cristo y en Cristo.
He ahí el punto de partida del siguiente análisis:
C. La humanidad sin Cristo
Los primeros tres capítulos de la epístola a los romanos muestran nuestra
naturaleza humana bajo el imperio del pecado. Ni los gentiles ni los judíos
pudieron contener el alud del mal. La ley mosaica fue una barrera fútil porque
prescribió el bien sin dar fuerzas para su cumplimiento. El apóstol llega al a
siguiente conclusión poco entusiasta: "No hay diferencia (entre judíos y
gentiles) puesto que todos pecaron y todos necesitan la gloria de Dios" (Rom.,
iii, 22-23). Procede luego a mostrarnos la causa histórica de este mal: "A causa
de un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte; así que la
muerte pasó a todos los hombres puesto que todos en él pecaron" (Rom., v, 12).
Este hombre es Adán evidentemente, que trajo el pecado trajo al mundo, y no sólo
un pecado personal, sino un pecado predominante que dejó en todo los hombres la
semilla de la muerte: "Todos pecaron cuando Adán pecó; todos pecaron en y con su
pecado" (Stevens, "Pauline Theology", 129). Queda, sin embargo, por ver como el
pecado original que es nuestra heredad, se manifiesta externamente y se
convierte en la fuente de nuestros pecados actuales. Nos lo enseña Pablo en el
capítulo séptimo, donde describe la lucha entre la ley, asistida por la razón, y
la naturaleza humana debilitada en la carne y la tendencia al mal, representa la
naturaleza como inevitablemente vencida: "Dado que me deleito en la ley de Dios
según el hombre interior: pero hay otra ley en mis miembros que lucha contra la
ley del espíritu y me hace cautivo en el pecado" (Rom., vii, 22-23). Esto no
quiere decir que el organismo, el substrato material, sea pecado en sí mismo
como algunos teólogos de la escuela de Tübingen lo han dicho, puesto que la
carne de Cristo, en todo semejante a nosotros, estuvo exenta del pecado, y el
apóstol nos desea que nuestros cuerpos, destinado a la resurrección, queden
libres de toda mancha. La relación entre el pecado y la carne no es ni inherente
ni necesaria; es accidental, determinada por un hecho histórico y capaz de
desaparecer por la actuación del Espíritu Santo, siendo sin embargo cierto, que
no está en nuestra mano el poder superarlo sin ayuda, lo que implica la
necesidad del Salvador.
Y sin embargo, Dios no abandona al hombre pecador. Él continúa a manifestarse en
el mundo visible (Rom., i, 19-20), por la luz de la conciencia (Rom. ii, 14-15)
para, finalmente, manifestarse a través de su providencia, siempre activa,
paternal y benevolente (Hechos, xiv, 16; xvii, 26). Más aún, en su infinita
misericordia, Él "salvará a todos los hombres y los hará llegar al conocimiento
de la verdad" (I Tim., ii, 4). Esta voluntad es necesariamente subsiguiente al
pecado original, pues que concierne al hombre tal y como es en la actualidad.
Según su bondadoso deseo, Dios conduce paso a paso al hombre hacia la salvación.
A los patriarcas, particularmente a Abrahán, hizo una promesa libre y generosa,
confirmada por el juramento (Rom., iv, 13-20; Gal., iii, 15-18), que anticipaba
el evangelio. A Moisés dio su ley, cuya observación debería haber sido medio de
salvación (Rom., vii, 10; x, 5), la cual, aún violada como lo fue en realidad,
resultó ser una guía que condujo a Cristo (Gal., iii, 24) y el instrumento de la
misericordia en sus manos. La ley fue un mero interludio hasta que la humanidad
estuvo preparada para la revelación (Gal., iii, 19; Rom., v, 20), originando así
la intervención divina. (Rom., iv, 15). Allá donde abundó el mal surgió el bien
y "la escritura concluyó bajo el pecado, mientras que la promesa, por la fe en
Jesucristo, pudo ser dada a los que creen" (Gal., iii, 22). Todo esto se cumplió
"al final de los tiempos" (Gal., iv, 4; Eph., i, 10), esto es, en el momento
dispuesto por Dios para la ejecución de sus designios misericordiosos, cuando la
impotencia del hombre pudiera manifestarse plenamente. Entonces, "Dios envió a
su hijo nacido de mujer bajo la ley, para que pudiera redimir al hombre que
estaba bajo la ley, para que pudiera recibir la adopción filial" (Gal., Iv, 4).
D. La persona del Redentor
Casi todas las referencias a la persona de Jesucristo llevan, directa o
indirectamente aparejado, el papel de salvador. La cristología paulina es
siempre soteriológica. A pesar de lo amplio de estos esquemas, ellos nos
muestran la fiel imagen de Cristo en su preexistencia, en su existencia
histórica y en su vida gloriosa (véase F. Prat, "Théologie de Saint Paul").
(1) Cristo en su preexistencia
(a) Cristo pertenece a un orden superior a lo creado (Eph., i, 21);Él es el
creador y el mantenedor del mundo (Col., i, 16-17); Todo es por Él, en Él, y
para Él (Col., i, 16). (b) Cristo es la imagen del Padre invisible (II Cor., iv,
4; Col., i, 15); Él es el hijo de Dios, pero, a diferencia de los otros hijos,
lo es de un modo incomunicable; Él es el hijo, el hijo mismo, el bienamado y lo
ha sido siempre (II Cor., i, 19; Rom., viii, 3, 32; Col., i, 13; Eph., i, 6;
Etc.). (c) Cristo es el objeto de las doxologías reservadas sólo a Dios (II Tim.,
iv, 18; Rom., xvi, 27); Se le reza como se le reza al Padre (II Cor., xii, 8-9;
Rom., x, 12; I Cor., i, 2); Los dones que se le piden pueden ser sólo concedidos
por Dios, particularmente la gracia y la salvación (Rom., i, 7; xvi, 20; I Cor.,
i,3; xvi, 23; Etc.) ante Él se dobla toda rodilla en el cielo, en la tierra y en
el abismo (Fil., ii, 10), puesto que toda cerviz se inclina en adoración de su
Altísima Majestad. (d) Cristo posee en sí todos los atributos divinos; es
eterno, pues que es el "primer nacido de toda criatura" y existe antes de todas
los tiempos (Col., i, 15, 17); es inmutable, puesto que existe "en forma de
Dios" (Fil., ii, 6); es omnipotente, puesto que tiene poder para hacer surgir
todo de la nada (Col., i, 16); Es inmenso, dado que llena todas las cosas con su
plenitud (Eph., iv, 10; Col., ii, 10); Es infinito, puesto que "la plenitud
divina opera en Él" (Col.ii, 9). Todo ello es la característica especial de Dios
que le pertenece por derecho; su sede en el juicio es la de Cristo (Rom., xiv,
10; II Cor., v, 10); El evangelio de Dios es el de Cristo (Rom., i, 1, 9; xv,
16, 19, etc.); La iglesia de Dios es la de Cristo (I Cor., i, 2 and Rom., xvi 16
sqq.); el reino de Dios es el de Cristo (Eph., v, 5), el Espíritu de Dios es el
de Cristo (Rom., viii, 9 sqq). (e) Cristo es el Señor (I Cor., viii, 6); Se le
identifica con el Jahvé del viejo testamento (I Cor., x, 4, 9; Rom., x, 13; cf.
I Cor., ii, 16; ix, 21); Él es el Dios que “adquirió su iglesia con su propia
sangre" (Hechos, xx, 28); es nuestro "Dios y salvador Jesucristo" (Tit., ii,
13); es el Dios "de todas las cosas" (Rom., ix, 5), representa en su infinita
transcendencia la suma y sustancia de todo lo creado.
(2) Jesucristo como hombre
Pablo esboza el otro aspecto de la figura de Cristo con mano no menos firme.
Jesucristo es el segundo Adán (Rom., v, 14; I Cor., xv, 45-49); "el mediador
entre Dios y los hombres" (I Tim., ii, 5), y, en tanto que tal, es
necesariamente un hombre (anthropos Christos Iesous). De tal forma que desciende
de los patriarcas (Rom., ix, 5; Gal., iii, 16), es "de la estirpe de David según
la carne)" (Rom., i, 3), "nacido de mujer" (Gal., iv, 4), como todos los
hombres; y finalmente, es conocido como hombre en su apariencia, similar a la de
todos los hombres (Fil., ii, 7), aparte del pecado, que no conoció ni pudo
conocer (II Cor., v, 21). Cuando San Pablo dice que "Dios envió a su Hijo bajo
la apariencia de la carne pecadora" (Rom., viii, 3), no quiere decir que niega
la realidad de la carne de Cristo, sino que niega únicamente su aspecto pecador.
En ningún sitio explica el Apóstol como se realiza en Cristo la unión de las
naturalezas divina y humana, le basta con afirmar que Aquel que poseía "la
naturaleza de Dios' tomó "la naturaleza del siervo" (Fil., ii, 6-7), o con
afirmar la encarnación con la siguiente fórmula sucinta: "Dado que en Él se
realiza la plenitud de la Divinidad corporalmente" (Col., ii, 9). Lo que podemos
ver claramente es que Cristo es una sola persona a la que se atribuyen, a menudo
en una única sentencia, las cualidades propias de la naturaleza humana y las de
la naturaleza divina, como la preexistencia, la existencia histórica y la vida
gloriosa (Col., i, 15-19; Fil., ii, 5-11; Etc.). La explicación teológica de
este misterio ha dado lugar a innumerables errores. Por ejemplo la negación de
una de las naturalezas, sea la humana (docetismo), sea la divina (arrianismo), o
bien las dos naturalezas se consideraron unidas de una forma accidental, dando
lugar a dos personas (nestorianismo), o las dos naturalezas se consideraron dos
aspectos de una sola (monofisismo), o bien, con el pretexto de unirlas, se
mutilaba una de ellas, sea la humana (apolinarianismo), o la divina, dando lugar
a la extraña herejía moderna conocida bajo el nombre de Kenosis.
Esta última requiere una breve explicación, puesto que está basada en el dicho
de san Pablo: "Siendo de forma divina… se despojó a sí mismo (ekenosen eauton,
de donde kenosis) tomando la forma de un siervo" (Fil., ii, 6-7). Contrariamente
a la opinión común, Lutero aplicó estas palabras, no al Verbo, sino a Cristo,
esto es, el Verbo encarnado. Además él comprendió la communicatio idiomatus como
una posesión real por cada una de las dos naturalezas de los atributos de la
otra. Según este punto de vista, la naturaleza humana de Cristo habría poseído
los divinos atributos de la ubicuidad, de la omnisciencia y de omnipotencia.
Entre los teólogos luteranos hay dos sistemas: uno afirma que la naturaleza
humana de Cristo se despojó voluntariamente de sus atributos (kenosis), y el
otro que estos mismos atributos fueron velados durante su existencia mortal (krypsis).
Modernamente, la doctrina de la Kenosis, siempre restringida estrictamente a la
teología luterana, ha cambiado completamente de opinión. A partir de la idea
filosófica de que la “personalidad” se identifica con la “consciencia”, se
mantiene que allá donde hay una única persona, hay una única consciencia; pero
pues que la consciencia de Cristo era íntegramente humana, la consciencia divina
había necesariamente dejado de existir o por lo menos de actuar en Él. Según
Tomas, teórico del sistema, El hijo de Dios fue despojado, no después de la
encarnación como afirmó Lutero, por el hecho mismo de la encarnación, y lo que
hizo posible la unión del Logos con la humanidad fue la facultad de la divinidad
de poderse limitar a sí misma en ser y en actividad. Los otros partidarios del
sistema se expresan de una forma análoga. Gess, por ejemplo, dice que en
Jesucristo el ego divino se transmutó en el ego humano. Cuando se objeta que
Dios es inmutable, que no puede dejar de ser, ni limitarse, ni transformarse,
ellos replican que este razonamiento no es más que una hipótesis metafísica, un
concepto sin realidad. (Para ver varias formas de Kenosis consúltese Bruce, "The
Humiliation of Christ", p. 136.)
Todos esto sistemas no son sino variantes del Monofisismo. Siguen considerando
inconscientemente que en Cristo no hay sino una naturaleza como para una única
persona. Según la doctrina católica por el contrario, la unión de las dos
naturaleza sin una persona única no cambia la naturaleza divina y no implica
ningún cambio físico en la naturaleza humana de Cristo. Sin duda Cristo es el
Hijo y tiene moralmente derecho, incluso como hombre, a los bienes de su padre,
como la inmediata visión de Dios, la felicidad eterna y el estado de gloria. Se
encuentra luego despojado temporalmente de una parte de estos bienes para que
pueda cumplir su misión en tanto que redentor. Abajamiento y la aniquilación de
los que nos habla San Pablo, cosa totalmente diferente de la Kenosis más arriba
descrita.
E. La redención objetiva en tanto obra de Cristo
Hemos visto como el hombre caído es incapaz de levantarse de nuevo sin ayuda,
Dios en su misericordia envió su Hijo para salvarlo. Que Jesucristo nos salvó en
la cruz es una doctrina de San Pablo a menudo repetida, que “fuimos justificados
por su sangre” y que “fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Rom.,
v, 9-10). ¿Qué da a la sangre de Cristo, a su muerte, a su cruz esta fuerza
salvadora? Pablo no responde nunca a esta pregunta directamente, pero nos enseña
el drama del Calvario bajo tres aspectos, que hay peligro en separa y que se
comprenden mejor comparándolos entre sí: (a) por un lado la muerte de Cristo es
un sacrificio, como los de la antigua ley, para expiar el pecado y para hacerse
a Dios propicio. Cf. Sanday y Headlam, "Romans", 91-94, "La muerte de Cristo en
tanto que sacrificio". "Es imposible en este pasaje (Rom., iii, 25)
desembarazarse de la siguiente doble idea: (1) del sacrificio; (2) del
sacrificio expiatorio . . . Independientemente de este pasaje, no es difícil
probar que estas dos ideas de sacrificio y de propiciación son la raíz misma de
la enseñanza, no sólo de San Pablo, sino de todo el nuevo testamento en general.
"El doble peligro de esta idea es primeramente el querer aplicar al sacrificio
de Cristo todos los modos de acción, reales o supuestos, de los sacrificios
imperfectos de la antigua ley y, por otro lado, el suponer que Dios se apiada
por una especie de efecto mágico, en virtud de este sacrificio donde, por el
contrario, fue Él quien tomó la iniciativa de la misericordia instituyendo el
sacrificio del Calvario y dotándolo de un valor expiatorio”. (b) Por otro lado,
la muerte de Cristo representa la redención, el pago del rescate que da como
resultado la liberación del hombre de su servitud anterior (I Cor., vi, 20; vii,
23 [times egorasthete]; Gal., iii, 13; iv, 5 [ina tous hypo nomon exagorase];
Rom., iii, 24; I Cor., i, 30; Eph., i, 7, 14; Col., i, 14 [apolytrosis]; I Tim.,
ii, 6 [antilytron]; etc.) Esta idea, correcta en principio, puede ser
inconvenientemente exagerada o aislada. Llevándola más allá del sentido con el
que fue escrita, algunos padres avanzaron la extraña sugestión de que Cristo
pagó al demonio, que nos tenía sujetos, el necesario rescate. Otro error es
considerar la muerte de Cristo como un valor en sí mismo, independientemente del
Cristo que la ofreció a Dios por la remisión de nuestros pecados.
(c) También a menudo, Cristo parece sufrir en nuestro lugar, como castigo por
nuestros pecados. Parece sufrir una muerte física para salvarnos de la muerte
moral del pecado y preservarnos de la muerte eterna. Esta idea de una
substitución resultó talmente llamativa a los teólogos luteranos, que admitieron
una equivalencia cuantitativa entre el sufrimiento de Cristo y el castigo
merecido por nuestras faltas. Llegaron incluso a mantener que Jesús sufrió el
castigo de perder la visión divina y sufrir la maldición del Padre. Todo esto no
es más que extravagancias que no hicieron sino arrojar descrédito sobre la
teoría de la substitución. Se ha dicho con acierto, que la transferencia del
castigo de una persona a otra es una injusticia y una contradicción, dado que el
castigo es inseparable de la falta y que un castigo inmerecido no es ya más un
castigo. Por otro lado, San Pablo no dice nunca que Cristo murió en nuestro
lugar (anti), sino sólo que murió por nosotros (hyper) a causa de nuestros
pecados.
En realidad, los tres puntos considerados más arriba no son sino tres aspectos
de la redención que, lejos de excluirse los unos a los otros, se armonizan y se
combinan, modificando si es necesario todos los otros aspectos del problema. En
el texto siguiente, San Pablo reúne estos diferentes aspectos con algunos otros.
Somos "justificados gratuitamente por su gracia por la redención en Cristo
Jesús, a quien Dios puso como sacrificio de propiciación, mediante la fe en su
sangre, para la manifestación de su justicia por la remisión de los pecados
pasados, en la paciencia de Dios para manifestar su justicia en el tiempo
presente; para probar que es justo y que justifica a todo el que cree en Cristo
Jesús" (Rom., iii, 24-26). Se designan aquí las partes de Dios, de Cristo y del
hombre: (1) Dios toma la iniciativa; Él ofrece a su Hijo; Él va a manifestar su
justicia, pero le inclina a ello su misericordia. Es, pues, incorrecto o más o
menos inadecuado decir que Dios estaba ofendido con la raza humana y que se
apaciguó solamente a causa de la muerte de su Hijo. (2) Cristo es nuestra
redención (apolytrosis), es el instrumento de la expiación y de la propiciación
(ilasterion), y lo es a causa de su sacrificio (en to autou aimati), el cual no
se parece en nada al sacrificio de animales irracionales; deriva su valor de
Cristo, que lo ofreció por nosotros a su Padre en la obediencia y el amor (Fil.,
ii, 8; Gal., ii, 20). (3) el hombre no es un elemento meramente pasivo en el
drama de la salvación; él debe entender la lección enseñada por Dios y
apropiarse por la fe del fruto de la redención.
F. La redención subjetiva
Habiendo ya muerto y resucitado Cristo, la redención se ha completado en
principio y por ley para toda la raza humana. Todo hombre puede hacerla suya de
hecho por la fe y el bautismo, que, uniéndolo a Cristo, le hace partícipe de la
vida divina. La fe, según San Pablo, se compone de varios elementos: sumisión
del intelecto a la palabra de Dios; abandono del creyente a su salvador que
promete asistencia; acto de obediencia por el que el hombre acepta la voluntad
divina. Tal acto posee un valor moral puesto que “da gloria a Dios” (Rom., iv,
20) en la medida en la que reconoce su propia impotencia. Es por esta razón por
la que "Abraham creyó a Dios y le fue reputado por justicia" (Rom., iv, 3; Gal.,
iii, 6). Los hijos de Abraham, del mismo modo, "justificados por la fe sin el
auxilio de la ley" (Rom., iii, 28; cf. Gal., ii, 16). Se sigue pues: (1) Que la
justicia la otorga Dios en consideración de la fe. (2) Que, sin embargo, la fe
no es equivalente a la justicia dado que el hombre es justificado por la gracia
(Rom., iv, 6). (3) Que la justicia otorgada gratuitamente al hombre deviene su
propiedad y le es en adelante inherente. Antes los protestantes afirmaban que la
justicia de Cristo nos es imputada aunque actualmente reconocen que el argumento
va contra la escritura y carece de la garantía paulina; pero algunos, se atienen
a basar la justificación en un buen trabajo (ergon), niegan el valor moral de la
fe y predican que la justificación no es sino un juicio formal de Dios, que no
altera absolutamente nada la justificación del pecador. Tal teoría es
insostenible; pues: (1) incluso admitiendo que “justificar” signifique “declarar
justo”, es absurdo suponer que Dios declara justo a alguien que no lo es aún o
que no se vuelve justo por la declaración misma. (2) La justificación es
inseparable de la santificación, dado que esta última es "la justificación de la
vida" (Rom., v, 18) y que cada "justo vive por la fe" (Rom., i, 17; Gal., iii,
11). (3) Por la fe y el bautismo muere el “hombre viejo”, lo que es imposible
sin empezar a vivir como hombre nuevo que “de acuerdo con Dios es creado en la
justicia y en la santidad” (Rom., vi, 3-5; Eph., iv, 24; I Cor., i, 30; vi, 11).
Podemos, pues, establecer una distinción de definición entre los conceptos de
justificación y santificación, pro no podemos separar las dos cosas ni
considerarlas como cosas separadas.
G. Doctrina moral
El hecho de que conecte la moral con la redención subjetiva, o justificación, es
una característica notable del pensamiento paulino. Resulta particularmente
chocante el capítulo vi, de la carta a los romanos. En le bautismo "el hombre
viejo es crucificado con Cristo para que el cuerpo de pecado sea destruido con
el fin de que no sirvamos ya más al pecado" (Rom., vi, 6). Nuestra incorporación
al cuerpo místico de Cristo no es solamente una transformación y una
metamorfosis, sino una acción real, el nacimiento de un nuevo ser, sujeto a
nuevas leyes y, por consiguiente, a nuevos deberes. Para comprender la
importancia de nuestras obligaciones basta vernos a nosotros mismos como
cristianos y hacer realidad las nuevas relaciones que resultan de este
nacimiento sobrenatural: la filiación a Dios padre, la consagración al Espíritu
Santo, la identidad mística con nuestro salvador Jesucristo y la hermandad con
los otros miembros de Cristo. Pero esto no es todo. Pablo dice a los neófitos:
"Gracias sean dadas a Dios porque, siendo siervos del pecado, habéis obedecido
de corazón a la doctrina en la que habéis sido liberados . . . . Pero ahora,
siendo libres del pecado, habiéndoos convertido en los siervos de Dios, tenéis
el fruto de la santificación, y en la vida eterna" (Rom., vi, 17, 22). Por el
acto de fe y el bautismo su sello, el cristiano se hace libremente siervo de
Dios y soldado de Cristo. La voluntad de Dios, que él acepta de antemano en la
medida en que se manifiesta, se convierte, de ahí en adelante, en su código de
conducta. Así es que el código moral de San Pablo descansa por un lado en la
voluntad positiva de Dios dada a conocer por Cristo, promulgada por los
apóstoles, y aceptada virtualmente por los neófitos en su primer acto de fe, y
por otro lado en la regeneración por el bautismo y en la nueva relación que él
produce. Todos los mandamientos y recomendaciones de Pablo son una mera
aplicación de estos principios.
H. Escatología
(1) La descripción gráfica de la parusía paulina (I Thess., iv, 16-17; II Thess.,
i, 7-10) contiene casi exactamente los mismos puntos esenciales del gran
discurso escatológico de Cristo (Matt, xxiv; Mark, xiii, Luke, xxi). Una
característica común de estos pasajes es la proximidad aparente de la parusía.
Pablo no afirma que la venida del Salvador esté próxima. En cada una de las
cinco epístolas en las que expresa el deseo y la esperanza de ser testigo
presencial de la venida de Cristo, considera al mismo tiempo la probabilidad de
la hipótesis contraria, demostrando así que carece de certeza y de revelación
explícita en este punto Sabe sólo que el día de la venida del Señor será
inesperado, como llega un ladrón (I Thess.v, 2-3), así es que aconseja a los
neófitos el estar listos sin descuidar los deberes de estado (II Thess., iii,
6-12). Aunque la llegada de Cristo sea súbita, estará precedida por tres signos:
apostasía general (II Thess., ii, 3), aparición del Anticristo (ii, 3-12), y
conversión de los judíos (Rom., xi, 26). Una circunstancia particular de la
predicación de San Pablo es que el justo que viva en la segunda venida de Cristo
pasará a la inmortalidad gloriosa sin morir [I Thess., iv, 17; I Cor., xv, 51 (Greek
text); II Cor., v, 2-5].
(2) Debido a las dudas de los corintios, Pablo trata de la resurrección de
Cristo con algún detalle. No ignora la resurrección de los pecadores, que afirmó
ante el Gobernador Félix (Hechos, xxiv, 15), pero no habla de ella en sus
epístolas. Cuando dice que "los muertos que están en Cristo surgirán primero" (proton,
I Thess., iv, 16, Greek) su “primero” no se refiere a otra resurrección sino a
la gloriosa transformación de los vivos. Del mismo modo, la “iniquidad” de la
que habla (tou telos, I Cor., xv, 24) no es el fin de la resurrección, sino del
mundo presente y del nuevo orden de cosas. Todos los argumentos presentados con
respecto a la resurrección se pueden reducir a tres: la unión mística del
cristiano con Cristo, la presencia en nosotros del Espíritu y la convicción
interior y la fe sobrenatural de los apóstoles. Es evidente que estos argumentos
tratan solamente de la resurrección gloriosa de los justos. En dos palabras, la
resurrección de los réprobos no entraba en su horizonte teológico. ¿Cuál es la
condición de las almas de los justos entre la muerte y la resurrección? Gozar de
la presencia de Cristo (II Cor., v., 8); su heredad es envidiable (Fil., i, 23);
de donde se deduce que es imposible que sean sin vida, sin actividad, sin
conciencia.
(3) El juicio, según san Pablo, y según los sinópticos, está relacionado
estrechamente con la parusía y la resurrección. Son los tres actos del mismo
drama que constituyen la ley del Señor (I Cor., i, 8; II Cor., i, 14; Fil., i,
6, 10; ii, 16). "Dado que todos debemos comparecer ante el juicio de Cristo, que
todos debemos recibir de acuerdo con nuestros hechos sean ellos buenos o malos"
(II Cor., v, 10).
De este texto se deducen dos conclusiones:
(1) El juicio será universal, ni los justos ni los réprobos lo eludirán (Rom.,
xiv, 10-12), ni siquiera los ángeles (I Cor., vi, 3); todos los que comparezcan
deberán dar cuenta de la utilización de su libertad.
(2) El juicio será según las obras: esta es una verdad reiteradamente expuesta
por San Pablo hablando de los pecadores (II Cor., xi, 15), de los justos (II Tim.,
iv, 14), y de todos los hombres en general (Rom., ii, 6-9). Muchos protestantes
se maravillan y defienden que esta doctrina de San Pablo no es sino el resto de
su educación rabínica (Pfleiderer), o que no pudo armonizarla con la doctrina de
la justificación gratuita (Reuss), o que el premio será proporcional a las
acciones, como la cosecha lo es con relación a la siembra, pero no debido a las
acciones (Weiss). Estos autores pierden de vista el hecho de que San Pablo
considera dos justificaciones, la primera, necesariamente gratuita dado que el
hombre era incapaz de merecerla (Rom., iii, 28; Gal., ii, 16), y la segunda, de
acuerdo con sus obras (Rom., ii, 6: kata ta erga), dado que el hombre, una vez
ornado con la divina gracia es capaz de mérito como de demérito. Se sigue que la
recompensa celestial es "una corona de justicia que el Señor, juez justo,
otorgará" (II Tim., iv, 8) a aquellos que la hayan ganado legítimamente.
En dos palabras, la escatología de S. Pablo no es tan distintiva como se la ha
hecho siempre aparecer. Quizá su característica más original sea la continuidad
entre el presente y el futuro del justo, entre la gracia y la gloria, entre la
salvación incipiente y la salvación consumada. Un gran número de términos:
redención, salvación, justificación, reino, gloria y, especialmente, vida, son
comunes a los dos estados o, más bien, a las dos fases de la misma existencia
unidas por la caridad “que perdurará siempre”.
F. PRAT
Transcrito por Donald J. Boon
Traducido por J. Moreno-Dávila