Ritual del matrimonio
EnciCato
La forma de la celebración del sacramento del matrimonio, según lo indica el
“Rituale Romanum” actual (anterior a las reformas sugeridas por los números 77 y
78 de la Constitución Sacrosantum Concilium, del Concilio Vaticano II, N.T.), es
notablemente sencilla. Consiste de los elementos siguientes:
· Una declaración del consentimiento hecho por ambas partes y ratificado
formalmente por el sacerdote con las palabras: "Ego conjungo vos in matrimonium
in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen" (Yo los uno en matrimonio,
en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén).
· Una forma para la bendición del anillo que el novio recib de manos del
sacerdote para que lo coloque en la mano izquierda de la novia.
· Unos versículos breves y una oración final de bendición.
Esta ceremonia, según la intención de la Iglesia, deberá ser seguida por la misa
nupcial, en la que hay oraciones colectas por los nuevos esposos así como una
bendición solemne luego del Padre Nuestro, y una más breve antes de la bendición
final de la misa. (El número 78 de la Constitución Sacrosantum Concilium indica
una variación, que ya ha sido adoptada desde el final del Concilio Vaticano II:
“Celébrese habitualmente el matrimonio dentro de la Misa, después de la lectura
del Evangelio y de la homilía, antes de la "oración de los fieles". La oración
por la esposa, oportunamente revisada de modo que inculque la igualdad de ambos
esposos en la obligación de mutua fidelidad, puede recitarse en lengua
vernácula”. N.T.)
Se recomienda también que en la misa nupcial ambos esposos comulguen. Mas,
aunque aquí, como en todo el resto del “Rituale Romanum”, aparece una forma
básica del ceremonial de la Iglesia, al tratar del sacramento del matrimonio se
incluye una rúbrica especial, en los términos siguientes: “Sin embargo, si en
alguna región existe alguna costumbre o ceremonia honorable además de la
presente celebración del sacramento del matrimonio, el santo Concilio de Trento
desea que dichas costumbres sean mantenidas” (véase Decreta Con. Trid. Ses. XXIV,
De reformatione, cap. I). (El número 77 de la Constitución Sacrosantum Concilium
dice al respecto: “Si en alguna parte están en uso otras laudables costumbres y
ceremonias en la celebración del Sacramento del Matrimonio, el Santo Sínodo
desea ardientemente que se conserven". Además, la competente autoridad
eclesiástica territorial, de que se habla en el artículo 22, párrafo 2, de esta
Constitución, tiene la facultad, según la norma del artículo 63, de elaborar un
rito propio adaptado a las costumbres de los diversos lugares y pueblos,
quedando en pie la ley de que el sacerdote asistente pida y reciba el
consentimiento de los contrayentes”. El Código de Derecho Canónico dice, en su
número 1120: “Con el reconocimiento de la Santa Sede, la Conferencia Episcopal
puede elaborar un rito propio del matrimonio congruente con los usos de los
lugares y de los pueblos adaptados al espíritu cristiano, quedando, sin embargo
en pie la ley según la cual quien asiste al matrimonio, estando personalmente
presente, debe pedir y recibir la manifestación del consentimiento de los
contrayentes”. N.T.).
No es difícil encontrar la razón de esta tolerancia excepcional mostrada en el
texto citado en relación con la diversidad del ritual. Siendo el matrimonio un
sacramento en el que los contrayentes son sus ministros, queda claro que las
formas esenciales no pueden ser recitadas en latín sino en la lengua vernácula.
Esto, de por si, ya es una variante. Además, un cambio de tal magnitud- de la
costumbre local en favor del rito católico romano- no deja de ser desconcertante
para una mente menos preparada. De ahí que la Iglesia, sabiamente, decide no
interferir en aquellas naciones que ya tienen rituales y ceremonias, nobles en
si mismos, que durante generaciones han sido asociados con este solemne evento.
Esta tolerancia produce efectos notables, como el que se manifiesta en las islas
británicas. Antes de la Reforma en Inglaterra, como en otras partes, prevalecían
varias costumbres locales que afectaban el ceremonial mismo de la misa y de
otras actividades eclesiásticas. Las divergencias entre la costumbre de Sarum, o
de York o de Hereford, etc., y la de Roma o Ausburgo o Lyon, no eran pequeñas.
Cuando, empero, debido a la persecución elizabetana, el clero inglés debió
viajar a otros países para ser educados en sus funciones eclesiásticas, las
típicas costumbres de Sarum y York poco a poco se volvieron extrañas. No se
imprimían misales ni breviarios siguiendo el rito inglés y sí, en cambio, llegó
el rito romano a imponerse en todas partes, llevado por el clero misionero. Sin
embargo, en un punto siempre se hizo la excepción. El laicado católico local
únicamente conocía el ritual matrimonial heredado de sus antepasados. De ahí que
se mantuvo la forma de Sarum y cuando, en 1604 y 1610, se reimprimió el
“Rituale” en Douai, bajo el título de “Sacra instituo baptizandi, matrimonium
celebrandi, etc”, se conservó el antiguo texto Sarum, aunque posteriormente, en
el libro de 1626 (impreso en Antwerp), se introdujeron algunas modificaciones.
Este ritual se observa en Inglaterra, Escocia e Irlanda hasta el presente. Si
observamos que el ritual anglicano también ha mantenido gran parte del rito
primitivo de Sarum, nos enfrentaremos a una dato curioso: en las islas
británicas el ritual católico del matrimonio se asemeja más al anglicano que a
todas las formas previstas por el “Rituale Romanum”.
Origen del ceremonial eclesiástico
Si atendemos al desarrollo histórico del ritual del matrimonio podemos afirmar
que desde el principio la Iglesia vio que el matrimonio era esencialmente un
contrato entre dos individuos. En lo tocante a las formas externas que le dan
validez al contrato, la Iglesia está dispuesta a aprobar todo aquello que es
propio y congruente con las costumbres nacionales, pero reconociendo que el
acuerdo realizado legalmente según esas costumbres por dos cristianos bautizados
fue elevado a la dignidad de sacramento, por institución de Cristo.
Duchesne está probablemente en lo correcto al vincular esos rasgos generales de
una ceremonia religiosa, que podemos descubrir entre las diversidades de los
diferentes rituales medievales, con las formas paganas de matrimonio que habían
prevalecido en épocas anteriores en Roma y a lo largo y ancho del imperio
romano. Tertuliano profundiza sobre la felicidad “de aquel matrimonio realizado
por la Iglesia, confirmado por el Santo Sacrificio (oblatio), sellado por la
bendición, proclamado por los ángeles y ratificado por nuestro Padre en el
cielo” (Ad uxor. II,9), y en otras partes habla de la corona, el velo y la unión
de las manos (“De Corona”, XIII; De Virg.vel. II). Es por ello que no podemos
dudar de que la Iglesia aceptó los rasgos principales de esa ceremonia
matrimonial tan respetada en la Roma pagana, i.e., la confarreatio, ni de que
bendijo esos rituales, simplemente substituyendo las libaciones y sacrificios a
los dioses, con los que se daba solemnidad a esas ceremonias, por el Santo
Sacrificio de la misa. Lo que aún no está suficientemente claro, y Freisen se ve
tentado a indagar entre los prototipos judíos, sobre todo en lo tocante a la
bendición, es lo que se refiere al ritual más antiguo del matrimonio cristiano
(véase "Archiv. f. Kathol. Kirchenrecht", LIII, 369 ss., 1885). Mas si
recordamos los detalles ofrecidos por el Papa Nicolás I (alrededor de 866) en su
respuesta a los búlgaros, y si aceptamos su descripción como el prototipo del
matrimonio cristiano reconocido entonces en Roma, entonces debemos concluir que
todo el ceremonial del matrimonio cristiano se divide en dos partes claramente
definidas. Ante todo tenemos los preámbulos que constituyen el desposorio (sponsalia)
en su sentido más amplio. Bajo ese concepto podemos distinguir primeramente los
esponsales entendidos en su sentido estricto, o sea, la expresión del
consentimiento de la pareja y de sus padres respecto a la unión. Todo ella es
suplementado por la subarrhatio, consistente en la entrega de las arras o
prendas, y que originalmente se representaba por el intercambio de anillos, a
los que Nicolás I llama “annulus fidei” (anillo de fidelidad), y por la entrega
de la dote, garantizada por algún documento legal entregado en presencia de
algún testigo. El segundo acto, que sigue inmediatamente después de los
sponsalia- o después de un intervalo- comprende:
· la celebración de la misa, en la que comulgan los novios
· la bendición solemne que el Papa Nicolás I vincula con el velo (velamen) que
se sostenía sobre la pareja
· las coronas que eran portadas por los nuevos esposos al salir del templo
Si bien es bastante difícil determinar el momento preciso en que las costumbres
nupciales romana y teutónica se influenciaron mutuamente, a partir de que los
godos y lombardos dejaron sentir su poder en Italia, no parece haber nada ahí
que no sea puramente romano. Ya desde mucho antes del nacimiento de Jesucristo,
la costumbre romana marcaba una distinción clara entre los sponsalia- los
preliminares- y la boda propiamente dicha, que culminaba al ser llevada la
esposa a la casa del esposo (in domum deductio). Los sponsalia generalmente
consistían en una promesa ratificada con la entrega de un anillo como prenda.
Las nupcias propiamente dichas, especialmente la confarreatio, se subrayaban con
el ofrecimiento a Júpiter de un sacrificio incruento (un pastel de harina fina).
La novia siempre llevaba un velo de color llameante (flammeum) y sendas coronas
rodeaban las frentes de el novio y la novia. Por otro lado, algunas de esas
características, por ejemplo la clara distinción entre esponsales y matrimonio,
y el uso del anillo nupcial en la primer ceremonia, también eran comunes entre
los pueblos teutónicos desde temprana edad (véase Sohm, "Recht der
Eheschliessung", 55, y, para la costumbre española, Férotin en "Monumenta
Liturgica", V, 434 ss.). Al ver que costumbres teutónicas muy antiguas se
utilizaban en celebraciones que llegaron a tener carácter estrictamente
religioso y que éstas eran presidido por un sacerdote, vemos que es difícil
desenmarañar los elementos del ritual posterior y fijar sus orígenes exactos
Desarrollo del ritual del matrimonio
Muy probablemente estaremos asumiendo correctamente que el primer esfuerzo
realizado por la Iglesia en todo el mundo para dar un carácter religioso al
contrato matrimonial consistió en exigir de la pareja contrayente que
participara en una misa nupcial especial (q.v.). La misa, por si misma,
constituye la forma más elevada de consagración y la evidencia que tenemos a
nuestro alcance fuertemente indica que en asuntos tan dispares como la
dedicación de un templo o la sepultura de un difunto los cristianos de los
primeros siglos no tenían ritos especiales para tales ocasiones, sino que se
contentaban con ofrecer el Santo Sacrificio con oraciones apropiadas. Observando
nuestra actual misa nupcial, que ha conservado las características esenciales
encontradas en el sacramentario atribuido a san León, la colección más antigua
de origen romano que haya llegado a nuestras manos, encontramos que las
oraciones mismas son bendiciones para ambos esposos, mientras que la bendición
eucarística titulada “velatio nuptialis” de hecho constituye una consagración de
la novia sola al estado matrimonial. Ello nos trae a la memoria el concepto
romano del matrimonio que veía en él la velación de la mujer para beneficio de
su marido. Esta velatio nuptialis se difundió en formas ligeramente distintas a
toda la cristiandad occidental que utilizaba el mismo misal romano. Hasta la
fecha, la misma bendición nupcial, dedicada especialmente a la novia y ubicada
en una posición poco lógica (inmediatamente después del Padre Nuestro de la
misa), continúa siendo la forma más elevada de reconocimiento que la Iglesia
hace de la unión del hombre y la mujer. Por una antigua ley que aún está
vigente, esta bendición especial se omite cuando la novia ha estado previamente
casada. Más aún, si bien en la temprana Edad Media la misa nupcial parece haber
sido celebrada al día siguiente de la primera cohabitación de los esposos (véase
Friedberg, "Eheschliessung", 82-84 y Sohm, "Recht der Eheschliessung", 159),
estas solemnidades siempre parecen haber estado asociadas con la boda, concebida
como algo distinto de los esponsales. Durante un largo tiempo, indudablemente,
los esponsales y las nupcias propiamente dichas continuaron siendo ceremonias
distintas en la mayor parte del mundo occidental, y excepción hecha de la
subsecuente exigencia de hacer que los esposos estuviesen presentes frente al
altar para la celebración de la misa nupcial, la Iglesia parece haber tenido
poca ingerencia en ambas funciones. Claro que se debe presumir que la Iglesia
daba una aprobación indirecta de tales ceremonias, reconociendo que en ellas no
había nada indigno del carácter cristiano. Ya esto se puede notar, y de hecho
parece que la Iglesia así lo requería, desde los inicios del siglo II, según
consta en la epístola de san Ignacio a san Policarpo: “Es conveniente que varón
y mujer, al casarse, lo hagan con el consentimiento del obispo, para que el
matrimonio sea de acuerdo a la voluntad del Señor y no por simple
concupiscencia” (Cfr. Ephes., V, 32, y la Didache, XI.). En Roma, el Papa
Siricio (385), en una carta reconocida como genuina por Jaffé-Wattenbach (Regesta,
n. 255), claramente habla de una bendición pronunciada por el sacerdote en la
ceremonia del compromiso (illa benedictio quam nupturæ sacerdos imponit), en la
cual el contexto hace evidente que en ese momento no se pretende llevar a cabo
el matrimonio propiamente dicho. Podemos suponer, aunque este punto es muy
debatido, que en algunos sitios la Iglesia sólo llegó gradualmente a tomar parte
en los esponsales y en esa “gifta”, o entrega de la novia, en la que nuestros
antepasados teutones veían la esencia del contrato nupcial. Este resultado
exitoso del esfuerzo de la Iglesia por hacer que la solemnidad del matrimonio
estuviera bajo su influencia queda bien descrito en la siguiente norma anglo
sajona: “En las nupcias habrá siempre, por ley, un sacerdote, quien, con la
bendición de Dios, unirá su unión a toda prosperidad” (Liebermann, "Gesetze der
Angel-Sachsen", I, 422). (La fracción 1 del número 1108 del nuevo Código de
Derecho Canónico, publicado en 1986, dice lo siguiente: “Solamente son válidos
aquellos matrimonios que se contraen ante el Ordinario del lugar o el párroco, o
un sacerdote o diácono delegado por uno de ellos para que asistan, y ante dos
testigos, de acuerdo con las reglas establecidas en los cánones que siguen, y
quedando a salvo las excepciones de que se trata en los can. 144, 1112, § 1,
1116 y 1127, § § 1 y 2.).
También Carlomagno aplicó su gran autoridad en ese mismo sentido. Frecuentemente
sus “Capitularies” hablan de que nunca se debe celebrar un matrimonio sin la
presencia de un sacerdote (véase Beauchet en "Nouvelle Revue de Droit Français",
VI, 381-383). Él incluso declaró que un matrimonio que no contara con la
bendición del sacerdote debería ser declarado inválido, aunque esta posición no
fue apoyada posteriormente por la Santa Sede. Fue también en este período que el
uso del anillo llegó a tener reconocimiento eclesiástico, y una de las primeras
manifestaciones de ello fue el matrimonio, en el año 856, de Judith de Francia
con el Rey Ethelwulf, de Inglaterra, padre de Alfredo el Grande (véase el ritual
completo en M.G.H. Legum, 1, 450). Fuera de esta excepción, los “ordines” más
antiguos del ritual del matrimonio con presencia de la autoridad eclesiástica
pertenecen a siglos posteriores, y aquellos que tienen un carácter
definitivamente religioso siempre amalgaman en un solo evento la parte de los
esponsales con las nupcias propiamente dichas. Esto queda patente en el caso de
los “Ordinals” de Sarum y York, y en los rituales católicos ingleses modernos
que se han derivado de aquellos. No se ha dilucidado claramente si la Iglesia
alguna vez intentó bendecir los esponsales considerándolos como algo distinto de
las nupcias (véase Freisen, "Geschichte des can. Eherechts", 131-134, y 160).
Pero sí parece posible que siempre se haya dado cierto control eclesiástico
sobre la ceremonia de los esponsales, sobre todo si se toma en cuenta la
analogía con los ritos orientales, mientras, por otro lado, la distinción hecha
en los “ordines” españoles más tempranos, que distinguen entre el “Ordo arrharum”
y el “Ordo ad benedicendum” (Férotin en "Monumenta Liturgica", V, 434 ss.),
presupone una doble intervención del sacerdote.
Los rituales españoles, especialmente el de Toledo y hasta tiempos modernos,
definitivamente sí reconocen una ceremonia doble. En la primera, luego de una
solemne advertencia de manifestar cualquier impedimento que pudiese existir, los
contrayentes dan su consentimiento “per verba de presenti”, y el sacerdote, al
menos en las formas más recientes (véase "Manuale Toletanum", Antwerp, 1680,
457), pronuncia las palabras: “Yo, en nombre de Dios Todopoderoso, os uno en
matrimonio”, etc. A pesar de ello, la rúbrica siguiente indica que los
contrayentes “no deben morar en la misma casa antes de recibir la bendición del
sacerdote y de la Iglesia”. E inmediatamente prosigue, bajo un título totalmente
distinto: “Orden para la bendición nupcial”, que comienza con la bendición de
los anillos y las arras en la puerta del templo y culmina con la misa nupcial.
No cabe duda que el contrato de matrimonio y la bendición nupcial son cosas
intrínsecamente distintas y ambas son, a su vez, distintas de los esponsales,
pero es muy probable que las huellas de dualidad que se notan en varios de los
rituales más antiguos deben ser atribuidas a la continuación vaga y confusa de
las nupcias y de los esponsales como ceremonias distintas, tal como sucedía en
Roma y entre los teutones. En el “Ordo ad faciendam sponsalia” de Sarum deben
notarse dos puntos que ilustran esa dualidad. Primero, la celebración de la
primera parte de la ceremonia en la entrada del templo, característica que era
común a la cristiandad occidental. Chaucer escribe de la esposa de Bath:
"She was a worthy woman all hir live
Housebondes at the chirche dore had she had five."
(“Fue ella una digna mujer toda su vida,
cinco veces se comprometió a las puertas de la iglesia”.)
El cambio de escenario- de la puerta del templo al altar para la celebración de
la misa- es un detalle ya manifiesto en todos los rituales antiguos. Segundo,
podemos advertir las palabras en cursiva de la forma de los esponsales que se
cita enseguida, y que aún se utilizan en el ritual católico inglés en
seguimiento del ritual de Sarum: "I, N. take thee, N. for my wedded wife, to
have and to hold, from this day forward, for better for worse, for richer for
poorer, in sickness and in health, till death do us part, if Holy Church will it
permit, and thereto I plight thee my troth." (“Yo, N., te tomo a ti, N., por
esposa, para tenerte conmigo de ahora en adelante, en la desventura y la
ventura, en la pobreza y en la riqueza, en la enfermedad y en la salud, hasta
que la muerte nos separe, si así lo permite la Santa Iglesia, y a ello me
comprometo contigo”). Queda bastante claro que este compromiso formaba parte
originalmente de la ceremonia de los esponsales y contempla la posibilidad de
que la Iglesia aún podría rehusarse a confirmar y bendecir la unión que se había
iniciado. Esto, en el contexto actual, donde los contrayentes ya han dado su
consentimiento y, consecuentemente, el matrimonio es ya un hecho y el sacerdote
ha dicho: “ego conjungo vos in matrimonium”, puede causar problemas. No hace
falta decir que estas palabras, en particular, han sido suprimidas del “Libro de
la Oración Común” de la Iglesia Anglicana.
Antiguas costumbres que aún viven en el ritual
Las huellas visibles de la antigua ceremonia de los esponsales en los órdenes
nupciales modernos de los diferentes países son muchos y variados. En primer
lugar, el anillo, que de acuerdo con la vieja tradición romana parece haber
constituido originalmente un arra o prenda dada por el novio durante los
esponsales, como garantía del futuro cumplimiento de lo que él prometía en el
contrato. En fecha posterior, sin embargo, llegó a confundirse con algunas
costumbres germánicas referentes a los “regalos matutinos” que se intercambiaban
después de la boda y luego fueron transferidas a las nupcias propiamente dichas.
Más aún, en algunos lugares llegó a ser costumbre, y continúa siendo, que el
novio y la novia intercambian anillos como garantía de fidelidad, y de hecho es
el significado que se da actualmente en el rito moderno de la Iglesia, como
queda explícito en la bendición que acompaña ese momento. Quizás el testimonio
más antiguo del uso de los dos anillos aparece en los órdenes españoles. Aunque,
mientras que el anillo de bodas ha sido conservado por la mayor parte de los
rituales del mundo occidental, la manera de colocar los anillos varía
considerablemente. La costumbre inglesa pide que el novio coloque el anillo
primero en el dedo pulgar de la novia, mientras dice: “En el nombre del Padre”;
luego en el dedo índice- “y del Hijo”-; después en el dedo medio- “y del
Espíritu Santo”-, y por último en el anular- ¡Amén”. Esto también aparece en
ceremoniales medievales de lugares tan dispares como Noruega y España, sin que
ello signifique que tal costumbre haya sido universal. En unas regiones, el
sacerdote es quien coloca el anillo y en otras se acostumbraba colocar el anillo
en la mano dacha de la novia. Tal era el caso del rito de Sarum, y ello fue
observado por los católicos ingleses hasta la mitad del siglo XVIII. La razón
más frecuentemente citada de porqué se elige el cuarto dedo, o anular, es que
hay una vena que corre de ese dedo al corazón. Ya autores no cristianos antiguos
como Plinio y Macrobio dan la misma explicación.
Una segunda costumbre que aún persiste, incluso en el conciso ritual romano, es
la de que los contrayentes se tomen de la mano. La misma costumbre se encuentra
en los ritos matrimoniales no cristianos en Roma, y es difícil decir si es de
origen romano o teutón. Lo que sí es cierto es que el tomarse las manos
constituía una clase de juramento entre la mayoría de los pueblos germánicos
(véase Friedberg, "Eheschliessung", pp. 39-42). En muchos rituales,
especialmente germánicos, se ordenaba que el sacerdote rodeara con su estola las
manos unidas de los contrayentes al tiempo que pronunciaba algunas palabras de
ratificación. Esta ceremonia puede ser vista gráficamente en pinturase
medievales acerca del matrimonio, por ejemplo, los “Esponsales de san José y
Nuestra Señora”. Probablemente, esa costumbre es de origen no cristiano, pues
encontramos referencias a costumbres semejantes en la “Vida de san Emmeram”,
escrita mucho antes del año 800. Ese texto contiene la narración de una mujer no
cristiana que es entregada en matrimonio a un cristiano con sus manos cubiertas
por una tela “como se acostumbra en los esponsales”. El “Rituale” compilado por
los cristianos de Japón en 1605 ordena una ceremonia de ese tipo, pero mucho más
sofisticada. Líneas arriba se hizo mención del “gifta” o entrega formal de la
novia, que con ello pasaba del “mund” de su padre o tutor al de su esposo, y que
ello constituía la parte más esencial del ritual nupcial anglo sajón. Esto dejó
una huella en el rito de Sarum, y quedan huellas de ello en las ceremonias
anglicana y católica. En aquella, el ministro pregunta: “¿Quién entrega esta
mujer a este hombre”; en la última no se pregunta nada pero se conserva la
rúbrica: “Que el padre o los amigos entreguen a la mujer”.
Pero quizás la costumbre más notable consiste en la entrega de oro y plata a la
novia por parte del novio. Este uso ha sido bastante modificado en el “Libro de
la Oración Común” de los anglicanos, el cual únicamente habla de “poner el
anillo sobre un libro junto con el estipendio acostumbrado para el sacerdote y
su ayudante”. El rito católico, que sigue el de Sarum más de cerca, indica que
el oro y la plata deben ser colocados junto con el anillo y entregados a la
novia al tiempo que el novio dice: “Con este anillo yo te tomo por esposa; te
doy este oro y esta plata, te adoro con todo mi cuerpo y te hago dueña de todos
mis bienes”. Esta acción nos lleva a la descripción que hace Tácito de la
costumbre matrimonial germánica. Dice él: “La esposa no es quien presenta una
dote al esposo, sino el esposa a la esposa” (Germania, XVIII). Indudablemente
que ésto es una huella de la venta primitiva por la que el novio pagaba una suma
de dinero para que le fuera transferido el “mund” o derecho de custodia de la
novia. Originalmente ese dinero se le pagaba al padre o tutor de la novia, pero
en sucesivas etapas llegó a convertirse en un tipo de dote destinado a la novia
y se simboliza con la entrega de las arras, que es el nombre con el que se
conoce el dinero que se entrega en la ceremonia de matrimonio. En varias ramas
de la familia teutona, principalmente los salianos, esta forma de comprar a la
novia era conocida como un matrimonio “per solidum et denarium”. Consúltese, por
ejemplo, la descripción de la nupcias de Chlodwig y santa Clotilde en la
historia del así llamado Fredegarius (s. XVIII). El “solidus” era una moneda de
oro; el “denarius” una de plata. En tiempos de Carlomagno y después, el solidus
equivalía a doce denarii. Cuando la costumbre de acuñar monedas de oro se
abandonó en el siglo IX, se comenzó a sustituir el solidus y el denarius por su
equivalente monetario, o sea, unas trece monedas de plata. En algunas partes de
España y Francia se bendicen trece monedas conocidas como “treizain” y dadas a
la novia junto con el anillo. Esta ceremonia fue observada estrictamente durante
la boda del Rey Alfonso de España en 1906 (véase “The Messenger”, 1906,
113-130).
Podemos mencionar las múltiples costumbres peculiares de regiones particulares,
por ejemplo, la tradición húngara de hacer los votos de fidelidad mutua sobre la
reliquia de un santo, y dictados por un sacerdote. O la costumbre yorkina de que
la novia se arroja a los pies del esposo si éste le otorga tierras como parte de
la dote. Ambas serían inimaginables en otras partes. No podemos omitir mencionar
el “pallium” o palio (poêle, en francés), el cual en gran número de diócesis es
sostenido sobre la pareja, mientras ésta se postra ante el altar durante la
bendición nupcial de la misa. Esta costumbre se mantuvo hasta recientemente en
muchas partes de Francia y aún se realiza en las bodas más ceremoniosas del rito
toledano. Dicha ceremonia, a una con el “jugale”, o lazo de listón multicolor
que une a la pareja, son ya mencionados por san Isidoro de Sevilla. No se sabe
si estas costumbres se pueden identificar en alguna medida con el “velum” o con
el “flammeum” de la novia en la boda romana. Debe notarse que, según algunos
rituales, el pallium, si bien debe cubrir a la novia totalmente, solamente debe
cubrir los hombros del novio. Ello parece deberse a que, como ya se mencionó más
arriba, la bendición nupcial está casi enteramente dedicada a la novia y la
consagra para llevar a cabo sus peculiares responsabilidades. El paralelo de
esta ceremonia matrimonial se encuentra en el palio que se sostiene sobre las
monjas durante el prefacio de consagración, así como en su toma de hábito y
votos. De ello podemos concluir que es inaceptable la interpretación que se da a
este ritual, explicándolo como algo simbólico de la muerte de la religiosa al
mundo.
Las palabras del sacerdote: “Ego vos in matrimonium conjungo”, aunque han sido
autorizadas por el Concilio de Trento, pueden dar la impresión falsa de que el
sacerdote es el ministro del sacramento, y no tienen un origen muy antiguo, al
menos en su forma actual, y sólo se encuentran en rituales de fecha más
reciente. En la misa nupcial de la Edad Media, así como en muchos lugares
después de la Reforma, se daba a los contrayentes el ósculo de paz. El novio lo
recibía del sacerdote ya directamente, ya por medio de un “instrumentum pacis”
(instrumento de la paz), y la novia directamente, por el “osculum oris”. El
interpretación errónea, encontrada en varios autores modernos, de que el
sacerdote besaba a la novia, se debe a no entender esta parte del ritual. En
ningún manual aprobado eclesiásticamente aparece tal costumbre.
Rituales orientales del matrimonio
Podemos tomar como modelo el de la Iglesia Ortodoxa Griega, ya que los demás,
por ejemplo, el rito copto o sirio, se le parecen en muchos detalles. La
característica más notable de los ritos griego y ruso es que hay dos ceremonias
religiosas distintas. En la ceremonia de los esponsales se elabora un contrato y
se entregan dos anillos. El sacerdote entrega un anillo de oro al novio y uno de
plata a la novia, y ambos contrayentes proceden luego a intercambiarlos. La
segunda ceremonia es la de las nupcias propiamente dichas y se le conoce con el
nombre de “coronación”. El ritual es prolongado: en él los contrayentes de nuevo
expresan su consentimiento a la unión y, hacia el final, el sacerdote coloca una
corona sobre la cabeza de cada uno. Enseguida el esposo y la esposa beben de una
copa previamente bendecida e intercambian un beso. Los matrimonios en la Iglesia
Griega tienen lugar después de la liturgia y, como también sucede en el
Occidente, quedan prohibidos en Cuaresma. (Esta prohibición ha desaparecido, N.T).
No se debe perder de vista que algunos rituales de la Iglesia Occidental
conservan más restos de la ceremonia de la coronación que lo que se ha logrado
conservar en las coronas de flores portadas por las novias. En un ritual latino
de Polonia y Lituania, de 1691, se indica que deben usarse dos anillos, y se
estos no pudiesen obtenerse, el sacerdote debe bendecir dos coronas de flores (serta)
y entregarlas a los nuevos esposos.
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HERBERT THURSTON
Transcrito por Douglas J. Potter
Dedicado al Sagrado Corazón de Jesucristo
Traducido por Javier Algara Cossío