Mujer
EnciCato
En los últimos años la posición de la mujer en la sociedad humana ha dado origen
a una discusión que, como parte del malestar social, se conoce bajo el nombre de
“cuestión femenina”, y para la cual se busca una solución en el movimiento para
la emancipación de las mujeres. Tanto en teoría como en la práctica la respuesta
varía con la visión que uno tenga de la vida. El Cristianismo con sus principios
inmutables, y sin juzgar mal las demandas justificadas de la época, aborda
también guiar el movimiento femenino por el camino correcto. La finalidad de la
vida de la mujer es doble:
• Como mujer individual tiene el destino superior obligatorio para todo ser
humano de adquirir la perfección moral.
• Como miembro de la raza humana la mujer está llamada en unión con el hombre a
representar a la humanidad y a desarrollarla en todos los sentidos.
Ambas tareas están indisolublemente unidas, de forma que una no se puede llevar
a cabo plenamente sin la otra. La libertad de la mujer consiste en la
posibilidad de cumplir sin impedimento esta doble tarea con sus derechos y
privilegios tanto en la vida privada como en la pública. La limitación de la
libertad, tanto si es real como si es meramente imaginaria, provoca el esfuerzo
para eliminar las barreras que la obstruyen. Para juzgar correctamente estos
esfuerzos conocidos como “movimiento femenino” deben determinarse correctamente
los derechos y obligaciones de la mujer en la vida de la humanidad. Para esta
finalidad, sin embargo, la primera cosa necesaria es la adecuada concepción de
la personalidad femenina. Las fuentes de las que se ha de extraer esta
definición son la naturaleza y la historia.
Naturaleza
La misma naturaleza humana esencialmente idéntica aparece en el sexo masculino y
femenino en una forma personal doble; hay, por consiguiente, personas masculinas
y femeninas. Por otro lado, no hay persona humana neutra sin distinción de sexo.
De ahí se sigue en primer lugar, el derecho de la mujer a la posesión de una
naturaleza humana plena y completa, y así, a una igualdad completa en posición y
valor moral cuando se la compara con el hombre ante el Creador. No es, por
tanto, permisible tomar un sexo como el único absolutamente perfecto y como
patrón de valoración para el otro. La designación por Aristóteles de la mujer
como un hombre mutilado o incompleto (“De animal.gennerat.” II, 3ª ed. Berol.,
773a) debe, por tanto, ser rechazada. La insostenible definición medieval,
“Femina est mas occasionatus”, surgió también bajo la influencia aristotélica.
La misma opinión se encontrará en el “último escolástico”, Dionysius Ryckel
(“Opera minora”, ed. Tournay, 1907, II, 161a).
El sexo femenino es en algunos aspectos, inferior al masculino, tanto en lo que
respecta al cuerpo como al alma. Por otro lado, la mujer tiene cualidades que le
faltan al hombre. Con acierto el escritor sobre educación, Lorenz Kellner, dice:
“No llamo al sexo femenino ni el bello sexo ni el sexo débil (en sentido
absoluto). La primera designación es invención a partes iguales de la
sensualidad y de la adulación; la otra debe su uso a la arrogancia masculina. A
su manera el sexo femenino es tan fuerte como el masculino, a saber, en
resistencia y paciencia, en el tranquilo sufrimiento a largo plazo, en resumen,
en todo lo que se refiere a su esfera real, esto es, la vida interior.”(“Lose
Blätter”, recogido por Von Görgen, Friburgo, 1895, 50). A causa de la igualdad
moral de los sexos la ley moral para el hombre y la mujer debe ser también la
misma. Asumir una moralidad laxa para el hombre y una rígida para la mujer es
una injusticia opresora incluso desde el punto de vista del sentido común. El
trabajo de la mujer es también en sí mismo de igual valor que el del hombre, en
cuanto que el trabajo ejecutado por ambos se ennoblece por la misma dignidad
humana.
El hecho de que no haya un ser humano sexualmente neutro tiene, sin embargo, una
segunda consecuencia. El carácter sexual puede separarse del ser humano como
algo secundario sólo en el pensamiento, no en la realidad. La palabra “persona”
no pertenece solo ni al alma ni al cuerpo; es más bien que el alma, al informar
al cuerpo, constituye la concepción plena de la personalidad humana solamente en
su unión con el cuerpo. De ninguna manera, por tanto, es permisible limitar las
diferencias sólo a las peculiaridades primarias o secundarias del cuerpo. Por el
contrario, los resultados indiscutibles de las investigaciones anatómica,
fisiológica y psicológica muestran una diferencia de tan largo alcance entre el
hombre y la mujer que se establece como resultado científico lo siguiente: la
personalidad femenina asume la naturaleza humana completa de una manera
diferente de la masculina. Según la intención del Creador, por tanto, la
manifestación de la naturaleza humana en las mujeres difiere necesariamente de
su manifestación en el hombre; las esferas sociales de interés y las vocaciones
de los sexos son distintas. Estas distinciones pueden aumentarse o disminuirse
por la educación y las costumbres pero no pueden ser anuladas por completo.
Igual que no es permisible tomar un sexo como patrón del otro, así desde el
punto de vista social no es admisible confundir las actividades vocacionales de
ambos. Los hombres más masculinos y las mujeres más femeninas son los tipos más
perfectos de sus sexos.
De esta trascendental diferencia sexual se sigue, en tercer lugar, la
combinación de los sexos con la finalidad de una unión social orgánica de la
raza humana, a la que llamamos humanidad, es decir que la humanidad no puede ser
representada por cualquier cantidad, por grande que sea, de individuos de igual
sexo, sino que ha de encontrarse solamente en la unión social y orgánica del
hombre y la mujer. Así cada hombre y cada mujer es, en realidad, por naturaleza
un ser humano completo con la vocación moral superior ya mencionada; por otro
lado todo el sexo masculino representa en sí mismo sólo la mitad de la humanidad
y el sexo femenino la otra mitad, mientras que un hombre y una mujer bastan para
representar la humanidad. Por consiguiente cada uno de los dos sexos precisa del
otro para su complemento social; una igualdad social completa anularía esta
finalidad del Creador. Evidentemente la intención en la base de las mencionadas
diferencias es forzar a la unión complementaria de los dos sexos como una
necesidad de la naturaleza. Según eso, a pesar de la igual dignidad humana, los
derechos y obligaciones de la mujer difieren de los del hombre en la familia y
las formas de la sociedad que la desarrollan naturalmente.
Si los dos sexos están diseñados por la naturaleza para una cooperación orgánica
homogénea, entonces la posición dirigente o una preeminencia social debe recaer
en uno de ellos. El hombre está llamado por el Creador a esta posición de líder,
como lo muestra por toda su estructura corporal e intelectual. Por otro lado,
como resultado de esto, se asigna a la mujer una cierta subordinación social con
respecto al hombre que de ninguna manera lesiona su independencia personal, en
cuanto se une con él. Por consiguiente no se ha de alegar nada en este punto de
igualdad de posición o de igualdad de derechos y privilegios. Deducir de esto la
inferioridad de la mujer o su degradación a “ser humano de segunda categoría”
contradice la lógica tanto como lo haría el intento de considerar al ciudadano
como un ser inferior porque está subordinado a los funcionarios del estado.
Hay que subrayar aquí que el hombre debe su preeminencia de autoridad en la
sociedad no a sus logros personales sino a la designación del Creador según la
palabra del Apóstol:”El hombre...es la imagen y gloria de Dios; pero la mujer es
la gloria del hombre” (I Cor., 11, 7). El Apóstol en esta referencia a la
creación de la primera pareja humana presupone la imagen de Dios en la mujer.
Como esta similitud se manifiesta exteriormente en la supremacía del hombre
sobre la creación (Gén., 1, 26), y como el hombre en cuanto líder nato de la
familia ejerció primero esta supremacía, es llamado directamente en tal
capacidad imagen de Dios. La mujer toma parte en esta supremacía sólo
indirectamente bajo la guía del hombre y como su compañera. Es imposible limitar
la declaración paulina a sola la familia; y el mismo Apóstol infirió de esto la
posición social de la mujer en la comunidad de la Iglesia. Esta su posición
natural se asigna a la mujer en toda forma de sociedad que surja necesariamente
de la familia. Esta posición se describe con clásica claridad por Santo Tomás de
Aquino (Summa theol., I: 92:1, ad 2um). Esta doctrina, que siempre se ha
mantenido por la Iglesia católica, fue repetidamente subrayada por León XIII. La
encíclica “Arcanum”, de 10 de Febrero de 1880, declara: “El marido es el que
gobierna la familia y cabeza de la mujer; la mujer como carne de su carne y
hueso de sus huesos ha de estar subordinada y obediente al marido, no, sin
embargo, como una sirvienta sino como una compañera de tal clase que la
obediencia prestada es tan honorable como digna. Como, sin embargo, el marido
que manda representa la imagen de Cristo y la mujer obediente la imagen de la
Iglesia, el amor divino establecerá el grado de la obligación”.
Así el germen de la sociedad humana, que una sociología sólida debe tomar como
su punto de partida, no es el individuo humano abstracto sino la unión de hombre
y mujer que vive primariamente en el hogar. Las diferentes características en
aptitudes de los sexos indican una división del trabajo tal entre los dos que el
hombre y la mujer tienen que vigilar la formación de la generación en
crecimiento, no uno aparte del otro, sino conjuntamente y en asociación.
Por consiguiente las actividades de ambos en el dominio social pueden tal vez
compararse a dos círculos concéntricos de desigual circunferencia. El círculo
externo, más amplio, representa las labores vocacionales del hombre, el círculo
interior las de la mujer. Lo que el Creador preparó mediante la diferencia de
aptitudes se realiza en la unión marital indisoluble de un hombre y una mujer.
El hombre se convierte en padre con derechos y deberes paternales que incluyen
el sostenimiento de la familia y, cuando es necesario, su protección. Por otro
lado, la mujer recibe con la maternidad una serie de obligaciones maternales.
Los deberes sociales de la mujer pueden, por tanto, designarse como maternidad,
tal como es el deber del hombre ser representante de la autoridad paterna. Así
la personalidad femenina completamente desarrollada se encuentra en la madre.
Por supuesto este desarrollo de la maternidad en la mujer no se limita a su
aspecto fisiológico. Más bien este sentido maternal y su actividad puede y debe,
en cuanto desarrollo supremo de la feminidad noble, preceder al matrimonio y
puede existir sin él. Como criatura compuesta de materia y espíritu, el ser
humano tiene como destino algo más que continuar su raza por la generación y el
nacimiento. Le incumbe más aún desarrollar la vida espiritual e intelectual
mediante la educación, que es justamente llamada el segundo nacimiento. Esta
educación, sin embargo, prospera tan poco sin la específica influencia materna,
como el traer al mundo al niño sin madre. La comunidad, la nación, el estado,
son, sin embargo, como necesario desarrollo natural de la familia, la totalidad
organizada de las familias individuales. Por consiguiente la influencia materna
debe extenderse también sobre estos y debe mantenerse dentro de los límites que
corresponden a la división del trabajo entre el hombre y la mujer. En estas
formas de vida social el hombre debe también representar vigorosamente la
autoridad, mientras que la mujer, llamada a la dignidad de ser madre, debe
suplir y ayudar a la labor del hombre mediante su incansable colaboración. Esta
verdad se manifiesta en forma hogareña en las expresiones “padre del país”,
“madre del país”. De aquí que el hombre, en cuanto hombre, y la mujer, en cuanto
mujer, tengan que alcanzar el supremo fin común de la perfección moral, que se
extiende más allá del tiempo por el cumplimiento de sus deberes sociales.
Esta vocación social, tanto si es dentro del matrimonio como si es fuera de él,
ha de ser considerada por tanto por ambos como el medio para un fin (cf. I Tim.,
2, 15). Si estas dos esferas recíprocas de actividad se toman en su sentido más
estricto se excluyen una a otra, en cuanto la tarea efectiva asignada por la
naturaleza a la mujer no puede ser ejecutada por el hombre, mientras que a la
inversa es también cierto. Al mismo tiempo está el dominio mixto del ganarse la
vida en el que ambos sexos trabajan, aunque al hacerlo así no pueden negar las
cualidades características de cada uno. Aquí, sin embargo, la naturaleza prohíbe
la competencia en el mismo campo, en cuanto que la mujer está más absorta por
sus obligaciones naturales peculiares que el hombre por las suyas. Podemos
hablar con justicia de “dualismo en la vida de la mujer”. Pero, la perpetuación
y desarrollo en civilización de la humanidad viene siempre antes que las
obligaciones naturales. Por consiguiente, según la ley física se deberá
preservar a la mujer de todas las cargas industriales que perjudiquen su deber
más importante en la vida. Queda por ver cómo se han llevado a cabo en la
historia humana los dictados de la naturaleza.
Historia
Cristo probó que era el punto central de la historia de la humanidad, y no fue
lo menos importante el cambio que su enseñanza efectuó en la posición de la
mujer. El testimonio de la historia respecto a la posición de la mujer en todos
los pueblos pre-cristianos y no cristianos se puede resumir como sigue: Ningún
pueblo ha juzgado mal por completo la posición natural de la mujer, de forma que
en todas partes la mujer aparece en mayor o menor subordinación al hombre.
Ningún pueblo, sin embargo, ha hecho plena justicia a la dignidad personal de la
mujer; por el contrario, muchos pueblos evidencian un nivel moral alarmantemente
bajo por su degradante opresión de la mujer. Antes de que el Evangelio llegara
al mundo, el hombre había producido virtualmente para la mujer la condición así
descrita por Mary Wollstonecraft en la introducción a su “Vindicación de los
derechos de la mujer”: “En el gobierno del mundo físico es observable que la
hembra en lo que se refiere a fuerza es, en general, inferior al macho. Esta es
la ley de la Naturaleza; y no parece estar suspendida o abrogada a favor de la
mujer. Un grado de superioridad física no puede, por tanto, negarse – ¡y es una
noble prerrogativa! Pero no es una preeminencia natural, los hombres emprenden
hundirnos aún más bajo, meramente para convertirnos en objetos atractivos
durante un rato; y las mujeres, intoxicadas por la adoración que los hombres,
bajo la influencia de sus sentidos, les rinden, no busca lograr un interés
duradero en sus corazones, o convertirse en la amiga del prójimo que encuentra
diversión en su compañía”.
Contraria al principio fundamental de la investigación histórica, la teoría
darwiniana de la evolución se ha aplicado a la posición originaria de los sexos.
Se pretende que un concubinato primitivo sin relación marital permanente sea la
base de la evolución posterior. El primer estadio de este desarrollo, sin
embargo, se representa como “el derecho de la madre” o matriarcado, en donde no
el hombre sino la mujer, se afirma, representaba, entre los pueblos, al cabeza
legal de la familia.
Sin embargo, las investigaciones de Bachofen, Engels, Lubbock, Post, Lippert,
Dargun y otros, que deseaban aducir pruebas de esta hipótesis generalizando
fenómenos individuales, han sido refutados por fervorosos darwinianos: “No se ha
encontrado ninguna comunidad donde la mujer pudiera gobernar sola” (Starke, “Die
primitive Familie”, Leipzig, 1888, 69). Como los mismos “pueblos primitivos”,
que han sido especialmente citados como prueba de esta teoría, tales condiciones
demuestran que son degeneraciones. Los informes autentificados de las
condiciones de las razas civilizadas antes de Cristo, tanto como los resultados
garantizados de la investigación en los “pueblos primitivos”, confirman por el
contrario las frases citadas arriba. Cuanto más se retrocede en la civilización
pre-cristiana, más puras y dignas de la humanidad son las relaciones
matrimoniales, y por consiguiente más ventajosa aparece la posición de la mujer.
La posición entre los sexos en las razas degradadas, denominadas salvajes, es,
en su naturaleza esencial, la misma que en las razas civilizadas. Al mismo
tiempo no se excluyen las diferencias no esenciales aunque importantes, que
surgen de las diferencias en el espíritu nacional que se ha desarrollado de
acuerdo con las condiciones geográficas. En todas partes se encuentra la
subordinación social de la mujer, en todas partes se ve la división del trabajo
entre los sexos, por el que el cuidado del hogar primitivo recae en la mujer.
Pero contrario al orden natural, la preeminencia paterna del hombre se ha
desarrollado en una tiranía ilimitada, y la mujer rebajada a sierva y esclava
sin derechos que satisface los deseos del hombre. Casi sin excepción la
poligamia ha desplazado al matrimonio. Las pruebas de esto se dan en la obra
digna de crédito de Wilhelm Schneider, “Die Natürvolker, Missverständnisse,
Missdeutungen und Misshandlungen” (Paderborn, 1885).
Entre las naciones civilizadas de la antigüedad los egipcios se distinguían por
su inusual respeto con el sexo femenino. Herodoto les llama (II, xxv) peculiares
entre las naciones a este respecto. En numerosas inscripciones puede leerse como
título de la mujer la expresión “Nebtper” (gobernante de la casa). La tradición
por la que la mujer pertenece a la casa resuena en los jeroglíficos de los
egipcios a través de los siglos, y entre todos los pueblos. El mismo principio
subyace en la base del código de leyes dados por Hammurabi, que hace constar las
condiciones sociales en Babilonia en el tercer milenio antes de Cristo. El culto
voluptuoso, que se extendió desde Babel-Asur y que por medio de la influencia
fenicia envenenó el mundo antiguo, tuvo un efecto particularmente perjudicial
para la posición de la mujer. No hubo cuestión de derechos personales de la
mujer aparte de los del hombre ni aquí ni entre los persas que eran por lo demás
diferentes en raza y costumbres, incluso aunque a veces mujeres tales como
Parysatis, la esposa de Darío II, alcanzaran gran influencia en el gobierno del
país. Hasta la actualidad la posición de la mujer ha seguido siendo la misma en
los antiguos países civilizados de Asia oriental, como en la India, China, y
Japón, o incluso se ha degradado más. A. Zimmermann, que estaba bien informado
de las condiciones del sexo femenino en la India, afirmaba en 1908: “Uno de los
abusos más terribles es la sistemática degradación del sexo femenino que
comienza incluso en la temprana juventud” (“Historisch-politische Blätter, CXLII,
371). En 1907 el 99,3% de las mujeres de la India no sabían leer ni escribir.
Las viudas hindúes, especialmente, están expuestas al desprecio y los malos
tratos. En China la posición de la mujer, debido al respeto mostrado a madres o
viudas, causa mejor impresión. Pero, al mismo tiempo, la mujer está calificada
como ser humano de segunda clase desde el nacimiento hasta la muerte. La
horrible costumbre de matar a las niñas recién nacidas ha persistido por
consiguiente hasta la actualidad, como lo prueba el decreto de reforma publicado
en 1907 por el virrey de ese momento, Yuan Shih-kai . Según éste, se mataba
anualmente a unas 70.000 niñas en la provincia de Kiangsi. El vendaje de los
pies es en realidad sólo un medio para mantener a las mujeres en casa. La
dependencia absoluta de la esposa respecto de su marido se mantenía también como
una costumbre inflexible en el antiguo Japón hasta la última reorganización,
como lo prueba el “Onna Daigaku” de Kaibara Ekken (1630).
Las denominadas naciones clásicas de la antigüedad, los griegos y romanos,
muestran, por contraste con Oriente, una decidida aversión por la poligamia, que
legalmente al menos nunca fue reconocida entre ellos. Esta afortunada
disposición natural afectó favorablemente a la posición de la mujer sin
asegurarle, sin embargo, la posición que naturalmente le pertenece. Incluso en
el mejor periodo de los griegos y los romanos la mujer sólo existió por causa
del hombre. Las descripciones homéricas de amor y devoción marital muestran esto
en su forma más ideal. En la época posterior de degeneración la mujer había
perdido casi enteramente su influencia en la vida pública, según la frase del
discurso contra la hetaira Neara, atribuido a Demóstenes: “Tenemos hetairas para
el placer, concubinas para el cuidado diario del cuerpo y esposas para la
producción de niños vigorosos y como guardianas de confianza de la casa.” El
culto de la “virgen Atenea” muestra probablemente una confusa percepción por
parte de los griegos de la exaltada posición de la virgen independiente del
hombre, pero no condujo a resultados prácticos favorables a la mujer. Casi lo
mismo se puede decir del culto de Vesta y de las vírgenes vestales entre los
romanos.
Cuando el Cristianismo apareció encontró a la mujer en el mundo romano, y la
propia Roma no era de ningún modo una excepción, en una posición de profunda
degradación moral, y bajo la dura patria potestad del hombre. Esta autoridad
había degenerado en tiranía más universalmente casi que en China.
Originariamente el Derecho Romano, hasta el tiempo de los Antoninos, limitaba el
poder del padre respecto de la vida y muerte de sus hijos, y le prohibía matar a
los chicos y a las hijas primogénitas. Sin embargo, la libertad disfrutada por
la mujer casada durante el Imperio tuvo como único resultado que el divorcio
aumentara enormemente y la prostitución se considerara algo normal. Después de
que el matrimonio perdiera su carácter religioso las mujeres superaron a los
hombres en licenciosidad, y así perdieron incluso la influencia que habían
tenido en la primitiva, austeramente moral, Roma (cf. Donaldson, “Woman, Her
Position and Influence in Ancient Greece and Rome and among the Early Christians”,
1907).
Entre los judíos la mujer no tuvo la posición que le correspondía desde el
principio, como dijo Cristo: “Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro
corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres: pero al principio no fue así”
(Mt., 19, 8). No se debía esperar una reforma completa por la importancia
preparatoria y temporal de la legislación del Antiguo Testamento. Se hizo una
concesión por la inclinación de los orientales a la poligamia permitiendo
esposas adicionales. Se mitigó la unilateral patria potestad; el sentimiento de
reverencia por la madre fue rígidamente impresa sobre los hijos. Las leyes
referentes a esto nos recuerdan a las leyes de China. No obstante la fama de
mujeres individuales como Miriam, la hermana de Moisés, Débora, y Judit, la
mujer hebrea en general, no tuvo más derechos que las mujeres de otras naciones;
el matrimonio era su única vocación en la vida (cf. Zschokke, “Das Weib in Alten
Testament”, Viena, 1883; y “Die biblischen Frauen des Alten Testamentes”,
Friburgo, 1882). La visión semítica de la mujer sin la influencia purificadora
de la Revelación se evidencia entre los seguidores del Islam que hacen remontar
su ascendencia a Ismael el hijo de Abraham. Por consiguiente, el Corán con sus
muchas normas referentes a las mujeres es un código que se muestra indulgente
con las pasiones incontroladas del hombre semita. Fuera del matrimonio, que en
la óptica mahometana es el deber de toda mujer, la mujer no tiene ni valor ni
importancia. Pero la concepción del matrimonio como una unión íntima hasta el
punto de constituir una persona moral, ha sido siempre extraño al Mahometanismo
(cf. Devas, “Studies of Family Life. A Contribution to Social Science”, Londres,
1886).
La historia de la era pre-cristiana no menciona ninguna revuelta importante y
exitosa de las mujeres para obtener una mejora de su posición. La costumbre se
convirtió en hábito establecido, y encontraba sus más fuertes defensores entre
las propias mujeres. Fue la enseñanza de Cristo la que trajo primero la libertad
al sexo femenino, dondequiera que esa enseñanza fue tomada en serio como guía de
vida. Sus palabras se aplicaban también a las mujeres: “Buscad primero el reino
de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Lucas, 12,
31). Restauró el original matrimonio monógamo y vitalicio, elevado a la dignidad
de sacramento, y mejoró también la posición de la mujer en asuntos puramente
terrenos. La dualidad personal más completa se expresa en la exhortación
apostólica: “Pues todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de
Cristo...ya no hay hombre ni mujer. Pues todos sois uno en Cristo Jesús” (Gal.,
3, 27-28; cf. I Cor., 11, 11). Más decisivo, sin embargo, para la posición
social de la mujer fue la enseñanza de Cristo sobre la nobleza de la virginidad
libremente elegida en contraste con el matrimonio, a cuya adopción se invitaba a
los elegidos de ambos sexos (Mt., 19, 29). Según Pablo (I Cor., 7, 25-40) las
vírgenes y viudas hacen bien si persisten en la intención de no casarse para
servir a Dios con toda su mente; en realidad hacen mejor que las que reparten su
atención entre el cuidado de su marido y el servicio de Dios. Mediante esta
doctrina el sexo femenino en particular se situaba en una independencia del
hombre antes impensable. Concedía a la mujer no casada valor e importancia sin
el hombre; y lo que es más, la virgen que renuncia al matrimonio por motivos
religiosos, adquiere precedencia sobre la mujer casada y ensancha el círculo de
su influencia materna sobre la sociedad. Elisabeth Gnauck-Kühne dice
acertadamente: La estimación de la virginidad es la verdadera emancipación de la
mujer en sentido literal”.
Esta elevación de la mujer se centra en María la Madre de Jesús, la virginidad y
maternidad más pura, tan tierna como fuerte, unidas en maravillosa sublimidad.
La historia de la Iglesia Católica presenta un testimonio constante de esta
posición de María en la historia de la civilización. El respeto por la mujer
empieza y termina con la veneración de la Virgen Madre de Dios. Por consiguiente
también para el arte la Virgen se ha convertido en la suprema representación de
la más noble feminidad. Esta extraordinaria elevación de la mujer en María por
Cristo está en agudo contraste con la extraordinaria degradación de la dignidad
femenina antes del Cristianismo. En la renovación de todas las cosas en Cristo
(Ef., 1, 10) la restauración del orden debe ser la más completa en este punto en
que había prevalecido el desorden más extremo.
Sin embargo, esta emancipación de la mujer se basa en los mismos principios que
Cristo usó para su gran renovación de la naturaleza por la gracia. La Naturaleza
no fue dejada de lado ni destruida, sino que fue curada e iluminada. Por
consiguiente las diferencias naturales radicales entre el hombre y la mujer y
sus vocaciones separadas continúan existiendo. En la sociedad cristianizada el
hombre también había de actuar como el legítimo representante de la autoridad, y
legítimo defensor de los derechos, en la familia, igual que en la comunidad
civil, nacional y religiosa. Por tanto, la posición social de la mujer sigue
siendo en el Cristianismo de subordinación al hombre, dondequiera que los dos
sexos se vean obligados a ayudarse uno al otro en la actividad común. La mujer
desarrolla su autoridad, fundada en la dignidad humana, en relación con, y
subordinada al hombre en la sociedad doméstica como ama de la casa. Al mismo
tiempo la indispensable influencia materna se extiende desde el hogar al
desarrollo de la ley y la costumbre. Sin embargo, mientras que el hombre está
llamado a participar directamente en los asuntos del estado, la influencia
femenina puede ordinariamente ejercerse en tales asuntos sólo indirectamente.
Por consiguiente, sólo en casos excepcionales en los reinos cristianos la
soberanía directa está colocada en manos de la mujer, como se demuestra por las
mujeres que han ascendido a tronos. En la Iglesia se excluye esta excepción, en
lo que se refiere a la función clerical. El mismo Apóstol que tan enérgicamente
mantenía la independencia personal de la mujer, prohíbe a las mujeres hablar con
autoridad en las asambleas religiosas y la supremacía sobre el hombre (I Tim.,
2, 11,12). Sin embargo, personalidades como Pulqueria, Hildegarda, Catalina de
Siena, y Teresa de Jesús muestran lo grande que puede ser la influencia
indirecta extraordinaria de la mujer en el dominio de la Iglesia.
Desde los días de los apóstoles, el Cristianismo nunca ha dejado de buscar y de
defender la emancipación de la mujer en el sentido de su Fundador. Debe
reconocerse que las pasiones humanas han impedido frecuentemente que se
produzcan unas condiciones plenamente correspondientes a los ideales. El
matrimonio sacramental cristiano, indisoluble, en el que el marido ha de imitar
con respecto a la mujer el amor de Cristo por la Iglesia (Ef., 5, 25), fue
firmemente defendido en beneficio de la mujer contra el desorden de la clase
gobernante. En este punto San Jerónimo presenta la misma concepción de moral en
contraposición a la inmoralidad pagana en palabras que se han convertido en
clásicas: “Las leyes del emperador tienen un efecto, las de Cristo otro...en el
primer caso las restricciones de la impureza se relajan para los hombres...entre
nosotros los cristianos, por el contrario, la creencia es: Lo que no está
permitido a las mujeres también está prohibido a los hombres, y el mismo
servicio (el de Dios) se juzga también por el mismo patrón.” (“Ep. Lxxvii, ad
Ocean.”, P.L., XXII, 691). La admirativa exclamación de los paganos: “¡Qué
mujeres hay entre los cristianos!” es el testimonio más elocuente del poder del
Cristianismo. Los grandes Padres de la Iglesia no sólo alaban a sus madres y
hermanas, sino que hablan de las mujeres cristianas en general en los mismos
términos de respeto que el Evangelio. Por otra parte, el supuesto desprecio de
los Padres de la Iglesia por las mujeres es una leyenda que se mantiene viva por
la falta de conocimiento de los Padres (cf. Mausbach, “Altchristliche und
moderne Gedanke über Frauenberuf”, 7ª ed., Munich-Gladbach, 1910, 5 y s.).
Desde el principio hasta la época actual, la doctrina cristiana de la voluntaria
virginidad religiosa ha producido innumerables multitudes de vírgenes dedicadas
a Dios que unen su amor de Dios con el heroico amor de sus prójimos, y que
llevan a cabo silenciosos actos de heroísmo en el cuidado de los enfermos, en la
asistencia a los pobres, y en la labor de educación. La época moderna desde la
Revolución francesa ha superado mucho a los primeros siglos en congregaciones de
mujeres para todas las ramas de la caridad cristiana y el alivio de todas las
formas de miseria. Por consiguiente, el Cristianismo ha abierto a la mujer las
máximas posibilidades de desarrollo. María, la hermana de Lázaro, que se sentaba
como un discípulo a los pies de Jesús, se ha convertido en un modelo para la
formación de la mujer en el Cristianismo. El estudio de las Escrituras, que era
igualmente tradicional tanto en Oriente como en Occidente entre las mujeres
educadas bajo la guía de la Iglesia, siguió siendo durante la Edad Media
patrimonio de los conventos. Así, junto al clero, las mujeres en la época
medieval eran más representativas del saber y la educación que los hombres.
El trabajo industrial de las mujeres fue al ritmo del desarrollo de la
civilización. Cuando surgieron los gremios en la época de la fundación de las
ciudades las mujeres no estaban excluidas de ellos. Cualquier idea de paridad de
los sexos en este terreno se excluía por consideración a la primera tarea
natural de la mujer. Entre las mujeres indigentes el Cristianismo encontró que
las viudas eran las más necesitadas de ayuda. Desde el tiempo de los apóstoles,
la Iglesia tuvo disposiciones especiales para las viudas (Act., 6, 1; I Tim., 5,
3 y s.), disposiciones que eran uno de los principales deberes del obispo. A la
época apostólica se remonta la institución del viudato, en la que viudas de
probada virtud trabajaban como asistentas apostólicas en la Iglesia junto con
las vírgenes. Con el transcurso del tiempo las órdenes femeninas asumieron este
trabajo, que se lleva a cabo con mucho éxito en las misiones a los paganos.
Igual que, durante la conversión de las tribus germanas al Cristianismo, mujeres
anglosajonas ayudaron a San Bonifacio, el apóstol de Germania, así hoy no puede
alcanzarse permanente éxito en los países misioneros sin la ayuda de vírgenes
consagradas a Dios. A fines del Siglo XIX unas 52.000 hermanas, entre las cuales
había 10.000 mujeres nativas, trabajaban en las misiones (Louvet, “Les missions
cath. Du XIXe siècle” 2ª ed., París, 1898).
La cuestión moderna de la mujer
De lo que se ha dicho se deduce que la posición social de la mujer está, desde
el punto de vista cristiano, sólo imperfectamente expuesta en la expresión “la
mujer pertenece al hogar”. Por el contrario, su influencia peculiar es
extenderla del hogar al Estado y la Iglesia. Esto fue mantenido al comienzo de
la edad moderna por el humanista español, Luis Vives, en su obra “De
institutione feminae christianae” (1523); y fue subrayado aún más enfáticamente,
en los términos correspondientes a las necesidades de su tiempo, por el obispo
Fénelon en su obra pionera “Education des filles” (1687). Esta emancipación
cristiana de la mujer se detiene, sin embargo, necesariamente tan pronto como
sus principios fundamentales son atacados. Estos principios consisten, por una
parte, en la dignidad sacramental del matrimonio indisoluble entre una pareja, y
en la virginidad religiosa voluntariamente elegida, las cuales surgen ambas de
la enseñanza cristiana de que el verdadero hogar del hombre está en un mundo más
allá de la tumba y que se fija la misma sublime meta a la mujer que al hombre.
El otro principio fundamental consiste en la firme adhesión a la íntima relación
orgánica natural de los sexos.
Ya en la antigüedad cristiana los ataques maniqueos al carácter sagrado del
matrimonio como los de Joviniano y Vigilantius, que pretendían minar la
reverencia por la virginidad, fueron refutados por Agustín y Jerónimo. El ataque
de Lutero al celibato religioso y contra el carácter sacramental y la
indisolubilidad del matrimonio, produjeron un daño permanente. El principal
resultado fue que la mujer fue de nuevo conducida a una absoluta dependencia del
hombre, y se preparó el camino al divorcio, cuyos resultados oprimen mucho más
pesadamente a la mujer que al hombre. Tras esto la base natural de la sociedad y
la posición natural de la mujer y la familia fueron sacudidas a tal punto por la
Revolución francesa que el germen del sufragio femenino moderno ha de buscarse
aquí. Las ideas anticristianas de los Siglos XVII y XVIII llevaron a una ruptura
completa con la concepción cristiana medieval de la sociedad y el estado. Ya no
era la familia o el principio social el que se consideraba como base del estado,
sino el individuo o el ego. Montesquieu, el “padre del constitucionalismo”, hizo
de esta teoría la base de su “L’Esprit des lois” (1784), y fue sancionado en los
“Derechos del Hombre” franceses. Era totalmente lógico que Olympe de Gouges (m.
en 1793) y la “ciudadana” Fontenay, apoyadas por el marqués de Condorcet,
pidieran la igualdad política incondicional de mujeres y hombres, o “los
derechos de las mujeres”.
Según estas pretensiones todo ser humano tiene, como ser humano, los mismos
derechos humanos; las mujeres, como seres humanos, reclaman como los hombres con
derecho absoluto la misma participación en el parlamento y la admisión a los
cargos públicos. En cuanto se acepta la proposición principal, aunque contradice
la naturaleza que no conoce seres humanos sin sexo, debe aceptarse este
corolario. El Padre von Holtzendorff dice acertadamente: “Quien desee oponerse
al derecho a votar de la mujer debe colocar el principio de representación
parlamentaria sobre otra base...en tanto que el derecho a votar se relaciona
sólo con la naturaleza individual del hombre, la distinción de sexos se vuelve
algo sin importancia” (“Die Stellung der Frauen” 2ª ed., Hamburgo, 1892, 41).
Los hombres de la Revolución francesa suprimieron a la fuerza la pretensión de
las mujeres a los derechos de los hombres, pero al hacerlo así condenaron sus
propios principios, que eran la base de la demanda de las mujeres. La concepción
de la sociedad como compuesta de átomos individuales conduce necesariamente a la
emancipación radical de las mujeres, que se ambiciona ahora por los
socialdemócratas alemanes y una parte de las mujeres de la clase media. En su
libro, publicado en 1792, Mary Wollstonecraft adelantaba esta demanda con cierta
reserva, mientras John Stuart Mill en su “La sujeción de las mujeres” (1869)
favorecía la posición antinatural de las mujeres incondicionalmente. En la
actualidad las sufragistas inglesas han hecho de la aplicación práctica de las
opiniones de Mill la obra clásica de la emancipación radical (cf. “A Reply to
John Stuart Mill on the Subjection of Women”, Filadelfia, 1870).
La introducción de estas ideas en la vida práctica fue fomentada principalmente
por el cambio en las condiciones económicas, en cuanto este cambio fue utilizado
en detrimento del pueblo por la tendencia de un Liberalismo egotista. Desde el
inicio del Siglo XIX la fabricación mediante maquinaria cambió la esfera del
trabajo de la mujer y de sus labores. En los países manufactureros la mujer
puede y debe comprar muchas cosas que antes eran producidas de normal por el
trabajo doméstico femenino. Así los tradicionales trabajos caseros de la mujer
se vieron limitados, especialmente en la clase media. Surgió la necesidad para
muchas hijas de familia de buscar trabajo y provecho fuera de casa. Por otro
lado, la ilimitada libertad de comercio e industria proporcionó la oportunidad
de hacerse con el control del barato trabajo de las mujeres para ponerlo al
servicio de las máquinas y de la codicia de los grandes fabricantes. Mientras
que este cambio alivió a la mujer que aún permanecía en su casa, impuso
intolerables cargas a la mujer trabajadora sin hogar, perjudiciales tanto para
el alma como para el cuerpo. A causa de los salarios menores las mujeres fueron
utilizadas para el trabajo de los hombres y empujadas a competir con los
hombres. El sistema de mano de obra barata no sólo condujo a una cierta
esclavitud de la mujer, sino que, en unión con la indiferencia religiosa que
sólo se preocupaba de las cosas mundanas, dañó la base de la sociedad, la
familia.
De esta manera surgió la cuestión moderna real de la mujer, que se relaciona al
mismo tiempo con los medios de vida, la educación y la posición legal de la
mujer. En muchos países europeos, por causa de la emigración que surge de las
condiciones del tráfico y de la ocupación, el número de mujeres supera al de
hombres en grado considerable; por ejemplo en Alemania en 1911 había 900.000
mujeres más que hombres. Por añadidura, las dificultades de la existencia hacen
que un considerable número de hombres no se case o lo haga demasiado tarde como
para fundar una familia, mientras que muchos se apartan del matrimonio por una
moralidad anticristiana. El número de mujeres no casadas o de mujeres que a
pesar del matrimonio no son mantenidas y están sometidas a la doble carga de los
cuidados del hogar y de ganarse el sustento, está por tanto creciendo de manera
constante. El último censo de ocupaciones en Alemania, el de 1907, dio 8.243.498
mujeres que se estaban ganando la vida como ocupación principal; esta cifra
representa un incremento de 3.000.000 respecto a 1895. Las estadísticas de otros
países dan resultados proporcionales, aunque apenas hay dos países en los que el
movimiento de la mujer haya tenido exactamente el mismo desarrollo. Los países
del sur de Europa están cayendo sólo gradualmente bajo la influencia del
movimiento. Una regulación de este movimiento fue y es una de las necesidades
positivas de estos tiempos. Los intentos enérgicos y metódicos para llevar esto
a cabo datan del año 1848, aunque los comienzos en Inglaterra y en Norteamérica
se retrotraen mucho más atrás. Los intentos de resolver la cuestión femenina
variaron con el punto de vista. Se pueden distinguir tres partidos principales
en el movimiento para la emancipación de la mujer en la actualidad:
• La emancipación radical que se divide en un partido de la clase media y otro
socialdemócrata;
• El partido moderado o conciliador interconfesional;
• El partido cristiano.
El partido de la emancipación radical de clase media considera como fecha de su
nacimiento la Convención de los Derechos de las Mujeres celebrada el 14 de Julio
de 1848 en Seneca Falls, EE.U.U. La meta de este partido es la completa paridad
de los sexos en todas las direcciones con desprecio de la tradición anterior. La
participación ilimitada en la administración del país, o el derecho al voto
político, por tanto, tienen el primer lugar en sus esfuerzos. Las cuestiones de
la educación y los medios de vida se hacen depender del derecho al voto. Este
esfuerzo alcanzó su cumbre en la fundación del “Consejo Internacional de
Mujeres”, del que surgió en 1904 en Berlín la “Confederación Internacional para
el Sufragio Femenino”. “La Biblia de la mujer”, de Mrs. Stanton, pretende
armonizar este partido con la Biblia. El partido ha alcanzado su fin en los
Estados Unidos en los estados de Wyoming (1869), Colorado, Utah (1895), Idaho
(1896) Dakota del Sur (1909), y Washington (1910), y también en Australia del
Sur, Nueva Zelanda (1895), y en Finlandia. En Noruega ha habido un sufragio
limitado para mujeres desde 1907. En 1911 decidieron introducirlo Islandia,
Dinamarca, Victoria, California, y Portugal. En Inglaterra los sufragistas y las
sufragistas están luchando por ello (cf. Mrs. Fawcett, “Women’s Suffrage. A
short History of a Great Movement”, Londres, 1912).
En Alemania en 1847 Luise Otto-Peters (1819-1895) encabezó el movimiento, al
principio para ayudar con ánimo generoso a las mujeres enfermas de la clase
trabajadora. Sus esfuerzos dieron como resultado la “Allgemeiner Deutscher
Frauenverein” (Unión General de Mujeres Alemanas) que se fundó en 1865, y de la
que en 1899 se separó la radical “Fortschrittlicher Frauenverein” (Unión
Progresista de Mujeres), mientras que el partido de Luise Otto seguía siendo
moderadamente liberal. En Francia no fue hasta la Tercera República cuando
surgió un movimiento femenino efectivo, una parte radical del cual, “La Fronde”,
tomó parte en la primera revolución. Desde el principio el Partido
Social-Demócrata incorporó a su programa la “igualdad de todos los derechos”.
Por consiguiente las mujeres socialdemócratas se consideran como formando un
único organismo con los hombres de su partido, mientras que, por otra parte, se
mantienen desdeñosamente separadas del movimiento radical de las mujeres de
clase media. El libro de August Bebel, “Die Frau und der Sozialismus” logró
cincuenta ediciones en el periodo 1879-1910, y se tradujo a catorce idiomas. En
esta obra se describe la posición de la mujer en el estado socialista del
futuro. En general la emancipación radical de clase media está de acuerdo con la
socialdemócrata tanto en la esfera política como ética. Una prueba de esto la
proporcionan las obras de la autora sueca Ellen Key, especialmente su libro
“Über Ehe und Liebe”, que goza de una amplísima difusión por todo el mundo.
Esta tendencia no es compatible con la regla de la naturaleza y del Evangelio.
Es, sin embargo, una consecuencia lógica del principio unilateral del
individualismo que, sin consideración a Dios, se puso de moda en los llamados
“Derechos del Hombre”. Si la mujer ha de someterse a las leyes, cuya
determinación de autoridad se asigna al hombre, tiene derecho a pedir una
garantía de que el hombre como legislador no va a usar mal de su derecho. Esta
garantía esencial, sin embargo, sólo se ha de encontrar en la regla inmutable de
autoridad de la justicia divina que obliga a la conciencia del hombre. Esta
garantía se da a las mujeres en toda forma de gobierno que se basa en el
Cristianismo. Por el contrario, la proclamación de los “Derechos del Hombre” sin
consideración a Dios pone de lado esta garantía y opone al hombre a la mujer
como dueño absoluto. La resistencia de la mujer a esto fue y es un impulso
instintivo de autoconservación moral. La “moralidad autónoma” de Kant y el
estado de Hegel han hecho a la justicia dependiente de los hombres o del hombre
solo mucho más que los “Derechos del Hombre” franceses. La relatividad y
mutabilidad del derecho y la moralidad se han hecho el principio fundamental de
la sociedad descristianizada. “los principios de moral, religión y ley son sólo
lo que son, hasta tanto son reconocidos universalmente. Si la conciencia de la
suma total de los individuos rechaza alguno de estos principios y se siente
ligada por otros principios, entonces ha tenido lugar un cambio en la moral, la
ley y la religión” (Oppenheim, “Das Gewissen”, Basilea, 1898, 47).
La mujer está indefensa contra tal enseñanza cuando sólo se comprende en la
“totalidad de individuos” a los hombres. Hasta ahora como cuestión de hecho sólo
los hombres han sido elegibles a los cuerpos legislativos. Sobre la base de la
denominada moralidad autónoma, sin embargo, no se puede negar a la mujer el
derecho a pretender esta autonomía para ella misma. El Cristianismo, que impone
a ambos sexos la obligación de observar una moralidad inalterable y similar, es
impotente para dar protección a la mujer en un país descristianizado y sin
iglesia. Por consiguiente, sólo mediante la restauración del Cristianismo en la
sociedad pueden restaurarse una vez más las relaciones verdaderas y naturales
del hombre y la mujer. Esta reforma cristiana de la sociedad, sin embargo, no
puede esperarse del movimiento radical de la mujer, pese a sus valiosos
servicios a la reforma social. Aparte de lo que se ha dicho, el “movimiento para
la protección de la madre” promovido por él contradice completamente la
concepción cristiana del matrimonio. (Cf. Mausbach, “Der christliche
Familiengedanke im Gegensatz zur modernen Mutterschutzbewegung”, Munster, 1908).
El movimiento liberal moderado de la mujer es también incapaz de producir una
mejora completa de la situación, tal como la piden los tiempos. Ciertamente
alcanzó grandes resultados en sus esfuerzos para la elevación económica de la
mujer, para la reforma de la educación de las mujeres, y para la protección de
la moralidad en la primera mitad del Siglo XIX, y ha alcanzado aún más desde
1848 en Inglaterra, Norteamérica y Alemania.
Los nombres de Jessie Boucherett, Elizabeth Fry, Mary Carpenter, Florence
Nightingale, Lady Aberdeen, Mrs. Paterson, Octavia Hill, Elizabeth Blackwell,
Josephine Butler, y otras en Inglaterra, y los nombres de Luise Otto, Luise
Büchner, Maria Calm, Jeannette Schwerin, Auguste Schmidt, Helene Lange,
Katharina Scheven, etc., en Alemania, son siempre mencionados con agradecido
respeto. Al mismo tiempo este partido es propenso a oscilaciones inciertas por
causa de la falta de principios fijos y fines claramente discernidos. En tanto
estas sociedades de mujeres se llaman expresamente interconfesionales renuncian
al poder motivador de la convicción religiosa y pretenden exclusivamente la
prosperidad temporal de las mujeres. Tal dejar de lado los supremos intereses
apenas es compatible con las palabras de Cristo: “Buscad por tanto primero el
reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mt.,
6, 33), y es lo más incompatible con la enseñanza de Cristo sobre el matrimonio
y la virginidad, que es de suprema importancia, particularmente para el
bienestar de la mujer. Una solución exitosa de la cuestión femenina moderna sólo
se debe esperar de una reorganización de las condiciones modernas de acuerdo con
los principios del Cristianismo, como ha expuesto Anna Jameson (1797-1860) en
las obras, “Hermanas de la Caridad” (Londres, 1855) y “Comunión del Trabajo”
(Londres, 1856). Se ha hecho también frecuentemente esfuerzos por los
protestantes en Inglaterra, América y Alemania de afrontar la dificultad en
imitación de la labor caritativa católica: así en 1836 se fundó el “Instituto de
Diaconisas” alemán.
En Alemania el primer intento de alcanzar una solución a la cuestión femenina
por protestantes ortodoxos fue hecho por Elizabeth Gnauck-Kühne, quien fundó el
“Evangelisch-sozialer Congress” (Congreso social protestante). En la actualidad
este movimiento está representado desde 1899 por la “Deutsch-evangelische
Frauenbund” y por la rama femenina de la “Freie kirchlich-soziale Konferenz”. No
se ha de buscar, sin embargo, una influencia cristiana profunda en estas
fuentes. El Protestantismo es, ha de decirse, una clase de Cristianismo
mutilado, en el que la mujer está especialmente perjudicada por la abrogación de
la dedicación de su virginidad a Dios. Aún peor es el efecto de la decadencia
constantemente creciente del Protestantismo, en el que la negación de la
Divinidad de Cristo gana fuerza constantemente. Por esta razón el partido de la
Iglesia Protestante en la agitación por los derechos de las mujeres en países
predominantemente protestantes es mucho más pequeño que los partidos liberal y
radical.
Las mujeres católicas fueron las últimas en tomar parte en la agitación. La
principal razón para esto es el carácter inexpugnable de los principios
católicos. Debido a esto el sufragio de la mujer no se convirtió en una cuestión
candente tan rápidamente en los países puramente católicos como en los
protestantes y en los religiosamente mixtos. Los conventos, la indisolubilidad
del matrimonio sacramental, y las tradicionales obras de caridad resolvieron
muchas dificultades. Sin embargo, por causa del carácter internacional del
movimiento y de las causas que lo producían, las mujeres católicas finalmente no
se quedaron atrás en la cooperación para resolver la cuestión, especialmente
cuando el ataque de las ideas revolucionarias en la Iglesia hoy es más grave en
los países católicos. Durante mucho tiempo la caridad cristiana no ha sido
suficiente para las necesidades de la época actual. La ayuda social debe suplir
a las normas legales en las demandas justificadas de las mujeres. Con este
propósito, se constituyeron las “ligues des femmes chrétiennes” en Bélgica en
1893; en Francia “Le feminisme chrétien” y “L’action sociale des femmes” se
fundaron en 1895, después de que la revista internacional, “La femme
contemporaine” fuera fundada en 1893. En Alemania la “Katholisches Frauenbund”
se fundó en 1904, y la “Katholische Reichs-Frauenorganisation” se fundó en
Austria en 1907, mientras que una asociación femenina se fundó en Italia en
1909. En 1910 se fundó en Bruselas la “Katholisches Frauen-Weltbund” (Asociación
Internacional de Mujeres Católicas) por la apremiante insistencia de la “Ligue
patriotique des Françaises”. Así existe hoy una asociación internacional de
mujeres católicas, en oposición a la asociación internacional liberal de mujeres
y a la unión internacional socialdemócrata. La asociación católica compite con
estas otras en pretender llevar a cabo una reforma social en beneficio de las
mujeres de acuerdo con los principios de la Iglesia.
Aparte de la luz lanzada por los principios católicos sobre este asunto, la
solución de las tareas de esta asociación católica se hace más fácil por la
experiencia ya adquirida en el movimiento femenino. En lo que respecta a la
primera parte de la cuestión femenina, la industria femenina, ha ganado terreno
constantemente la opinión de que “pese a todos los cambios de la vida económica
y social la vocación general y principal de las mujeres sigue siendo la de
esposa y madre, y por tanto es necesario por encima de todo hacer que el sexo
femenino esté capacitado y sea eficiente para los deberes que derivan de su
vocación” (Pierstorff). Cuánto deban ampliarse las oportunidades para el trabajo
de la mujer para su sustento debe hacerse depender de la cuestión de si el
correspondiente trabajo daña o no su disposición física para la maternidad. Los
prudentes consejos de los médicos coinciden en este punto con las reconvenciones
de los estadistas que están ansiosos por la prosperidad nacional. Así el
discurso del anterior presidente, Roosevelt, en el congreso nacional de madres
americanas en Washington en 1895 encontró aprobación en todo el mundo (Cf. Max
von Gruber, “Mädchenerziehung und Rassenhygiene”, Munich, 1910). Por otro lado,
el Cristianismo católico en particular, de acuerdo con sus tradiciones, pide de
la mujer actual el más intenso interés por las mujeres trabajadoras de todas
clases, especialmente interés por las que trabajan en fábricas o llevan a cabo
trabajo industrial en su hogar. Los logros de la “Unión Protectora de las
Mujeres Trabajadoras” norteamericana y de la “Unión Nacional para la mejora de
la educación de todas las mujeres de todas las clases” inglesa se los pone como
meta la “Verband katholischer Vereine erwerbstätiger Frauen und Mädchen”
(Asociaciones Católicas Unidas de Mujeres Trabajadoras, Casadas y Solteras) de
Berlín.
La segunda parte de la cuestión femenina, que por necesidad viene directamente
detrás de la de ganarse el sustento, es la de una adecuada educación. La Iglesia
Católica no pone aquí barreras que no hayan sido establecidas ya por la
naturaleza. Fénelon expresa esta necesaria limitación así: “La enseñanza de las
mujeres como la de los hombres debe limitarse al estudio de las cosas que
pertenecen a su vocación; la diferencia en sus actividades debe dar también una
dirección diferente a sus estudios.” El ingreso de mujeres como estudiantes en
las universidades, que se ha extendido en los últimos años en todos los países,
ha de juzgarse según estos principios. Lejos de obstruir tal proceder en sí
mismo, los católicos lo animan. Esto ha llevado en Alemania a fundar la
“Hildegardisverein” para la ayuda de mujeres católicas estudiantes de las ramas
superiores de la enseñanza. Además, la naturaleza también demuestra aquí su
innegable poder regulador. No hay necesidad de temer la sobreocupación de
profesiones académicas por las mujeres.
En la profesión médica, que es junto a la enseñanza la primera en tomarse en
cuenta al discutir las profesiones de las mujeres, hay actualmente en Alemania
unas 100 mujeres junto a 30.000 hombres. Para la mujer estudiosa como para las
demás que se gana la vida la vocación académica es sólo una posición temporal.
Los sexos no pueden estar nunca en igualdad en lo que se refiere a estudios
proseguidos en la universidad.
La tercera parte de la cuestión de la mujer, la posición social legal de la
mujer, puede, como se demuestra por lo que se ha dicho, sólo decidirse por los
católicos de acuerdo con la concepción orgánica de la sociedad, pero no de
acuerdo con el individualismo desintegrador. Por tanto, la actividad política
del hombre es y continúa siendo diferente de la de la mujer, como se ha mostrado
más arriba. Es difícil unir la participación directa de la mujer en la vida
política y parlamentaria actual con su deber predominante como madre. Si se
deseara excluir a las mujeres casadas o conceder a las mujeres sólo el voto
propiamente dicho, no se alcanzaría la igualdad buscada. Por otro lado, la
influencia indirecta de las mujeres, que en un estado bien ordenado contribuye a
la estabilidad y el orden moral, sufriría grave daño por la igualdad política.
Los compromisos a favor de la participación directa de las mujeres en la vida
política que últimamente han sido propuestos y pretendidos por católicos aquí y
allí pueden considerarse, por tanto, como medidas a medias. La oposición
expresada por muchas mujeres a la introducción del sufragio femenino, como por
ejemplo, la Asociación del Estado de Nueva York opuesta al Sufragio Femenino,
debería considerarse por los católicos como, al menos, la voz del sentido común.
Donde la mayoría se empeñe en el derecho de la mujer a votar, las mujeres
católicas sabrán cómo hacer uso de él.
Por otro lado los tiempos modernos demandan más que nunca la participación
directa de la mujer en la vida pública en aquellos puntos en que debe
representar los intereses específicos de las mujeres por causa de su influencia
materna o de su independencia industrial. Así se necesitan cargos femeninos en
los departamentos de mujeres de las fábricas, oficinas de empleo oficiales,
hospitales, y prisiones. La experiencia prueba que también se precisan
funcionarias femeninas para la protección del honor femenino. La cuestión legal
se convierte aquí en cuestión moral que con el nombre de “Mädchenschutz”
(protección de las chicas) ha sido activamente promovido por las mujeres. En
realidad debe hacerse mucho más por ello. En 1897 se fundó en Friburgo, Suiza,
la “Association catholique internationale des oeuvres de protection de la jeune
fille”, cuyos trabajos se extienden a todas las partes del mundo. Así
considerado el movimiento de la mujer es un signo gratificante de los tiempos
que indica la vuelta a un estado saludable de las condiciones sociales.
LA MUJER EN LOS PAÍSES DE HABLA INGLESA
El movimiento para lo que se ha llamado la emancipación de la mujer, que ha sido
una característica tan señalada de los Siglos XIX y XX, ha causado una impresión
más profunda en los países de habla inglesa que en cualquier otro. La protesta
contra la injusta opresión de las mujeres por leyes hechas por el hombre se ha
hecho cada vez más fuerte, aunque debe confesarse que todas las mejoras
sucesivas en la posición de las mujeres también se han producido por leyes
hechas por los hombres. Las diversas incapacidades impuestas por la ley o la
costumbre a las mujeres se han ido quitando gradualmente por la legislación,
hasta que, ahora, en los países de lengua inglesa apenas se necesita nada para
la perfecta igualdad de la mujer con el hombre ante la ley, excepto el derecho
de sufragio en su más amplia extensión y la admisión de las mujeres a todas las
magistraturas municipales y nacionales, que será después el inevitable resultado
de la retirada de toda restricción en el sufragio. Que la gradual mejora del
status legal de las mujeres en el curso de los tiempos ha suprimido muchas
injusticias enormes no se puede dudar. Sin embargo, el que se demuestre que
todos los cambios hechos en su favor son puramente beneficiosos para ellas y
para la raza, y específicamente que la supresión de toda restricción sobre el
sufragio y la admisión de las mujeres a posiciones legislativas, judiciales y
ejecutivas de confianza pública sea un cambio deseable en el organismo político
se duda por muchos de todos los matices de creencia religiosa o no creencia, y
probablemente por la mayoría de los católicos en posiciones oficiales y no
oficiales.
En inglés la palabra “woman” (mujer) es una contracción de “wife-man” (esposa
del hombre). Esto indica que desde los tiempos más antiguos los anglosajones
creían que la esfera propia de la mujer era la doméstica. Las leyes inglesas más
antiguas tratan por consiguiente en su mayor parte de la relación matrimonial.
La denominada “compra de la novia” no era una transacción de trueque, sino que
era una contribución por parte del marido para adquirir una parte de la
propiedad de la familia.; mientras que el “regalo de la mañana” era un acuerdo
hecho sobre la novia. Esta costumbre, aunque en uso entre los antiguos teutones,
se encontraba también en las antiguas leyes romanas incorporadas en la redacción
de Justiniano. El rey Etelberto promulgó que si un hombre seducía a la esposa de
otro el seductor debía pagar los gastos del segundo matrimonio de aquél.
Respecto a la propiedad, el código del rey Ina reconoce el derecho de la mujer a
un tercio de las posesiones de su marido. En una fecha posterior, el rey Edmundo
I decretó que por contrato prenupcial la mujer podía adquirir derecho a la mitad
de la propiedad de la familia, y si después de la muerte de su marido seguía sin
casarse, tenía derecho a todas sus posesiones, siempre que hubieran nacido hijos
de la unión. La monogamia era estrictamente obligatoria, y las leyes del rey
Canuto decretaban como pena por adulterio que se cortara la nariz y las orejas
de la mujer pecadora. Se promulgaron diversas leyes para la protección de las
esclavas. Tras la conquista normanda, más incluso que en la época anglosajona,
la tendencia de la legislación fue más bien de legislar alrededor del hombre y
la mujer que entre ellos. La consecuencia fue que el marido, como cónyuge
predominante adquirió mayores derechos sobre la persona y la propiedad de la
esposa. A su muerte, sin embargo, ella siempre reclamaba sus derechos de
viudedad y una parte de sus posesiones. En el mismo periodo las leyes escocesas
decretaban que se pagara, según el rango de la mujer, una cierta cantidad al
señor de la mansión en el matrimonio de la hija de un vasallo. Podemos hacer
notar aquí que el infame droit du seigneur (el derecho del señor a pasar la
primera noche con la esposa de su vasallo) es una fábula de fecha reciente de la
que no se encuentra la más ligera traza en las leyes, historias, o literatura de
ningún país civilizado de Europa. La ley escrita de Inglaterra dispensa a las
mujeres de todas las obligaciones civiles que son propias de los hombres, tales
como rendir homenaje, sostener feudos militares, hacer juramento de fidelidad,
aceptar el oficio de sheriff, y las obligaciones que de ello se derivaban.
Podían, sin embargo, recibir homenaje, y ser hechas la guardiana de una aldea o
castillo, siempre que no fuera uno de los que formaban la defensa de la nación.
A los catorce años, si era una heredera, una mujer podía tener concesión de
tierras. Si hacía testamento, era revocado por su matrimonio subsiguiente. Una
mujer no podía ser testigo ante un tribunal respecto al status de un hombre, y
no podía acusar a un hombre de asesinato excepto en el caso en que la víctima
fuera su marido. No se concedió beneficio clerical a mujeres en los tiempos
anteriores a la Reforma, porque la idea repugnaba al sentimiento católico. Las
mujeres podían trabajar y comerciar, y el rey Eduardo III, cuando restringió a
los trabajadores a usar una artesanía, exceptuó de esta regla a las mujeres.
Hubo muchas normas antiguas sobre el vestido de las mujeres, siendo la
prescripción general que debían vestirse según el rango de sus maridos.
La legislación de los Siglos XIX y XX ha hecho mucho por aliviar a las mujeres
de la incapacidades que les fueron impuestas por la antigua ley escrita. El
principio de la ley inglesa moderna es el contrario del prevaleciente en la
época antigua, pues ahora la tendencia de todas las normas es legislar entre
marido y mujer más que alrededor suyo. La consecuencia es que la diferencia de
sexos es prácticamente desdeñada por el legislador inglés moderno, excepto en
algunos casos referentes al matrimonio y los hijos. En las demás cuestiones las
únicas incapacidades que subsisten en la ley inglesa son que no pueden suceder
abintestato cuando existe heredero masculino y que están privadas de sufragio
parlamentario. En algunos aspectos las mujeres están por delante de los hombres:
así, las mujeres pueden válidamente casarse a los doce años y pueden hacer un
contrato válido de propiedad a los diecisiete con la aprobación del tribunal,
siendo las edades respectivas para el hombre catorce y veinte. Respecto a la
custodia de los hijos, la ley puede ahora conceder a la madre el pleno control
de su descendencia y el derecho de nombrar un tutor o de actuar como tutora ella
misma, al menos mientras el niño tenga menos de dieciséis años de edad. En el
caso de hijos ilegítimos, aunque la madre es la responsable de su mantenimiento,
aun así puede obtener del tribunal una orden de filiación y obligar al padre
putativo. El adulterio no es un crimen para la ley inglesa, y una mujer no puede
obtener el divorcio de su marido sobre tal única base, aunque él puede hacerlo
de ella. Ni el adulterio ni la fornicación se castigan por la ley inglesa. La
separación judicial y el mantenimiento en caso de abandono son remedios para la
mujer que se han extendido y favorecido mucho por la legislación reciente. La
acción por quebrantamiento de promesa de matrimonio puede presentarse tanto por
el hombre como por la mujer, y la promesa no necesita estar por escrito. En los
Estados Unidos las leyes tratan muy escasamente de las mujeres. Los diversos
departamentos del gobierno emplean funcionarias y nombran matronas para los
hospitales y enfermeras para el ejército. Las esposas de ciudadanos de los
Estados Unidos, que se pueden nacionalizar legalmente, tienen los derechos de
los ciudadanos. Las cuestiones de propiedad, derecho al voto, y divorcio se han
tratado por varias legislaturas estatales y no hay uniformidad, pero las
principales disposiciones de estas rúbricas se reseñarán después.
Aunque en la época antigua las mujeres se ocupaban hasta cierto punto en la
industria, estas industrias eran generalmente de una naturaleza tal que podía
ser ejercida dentro de casa. El advenimiento de las modificadas condiciones
industriales del Siglo XIX forzó a las mujeres a otros empleos para lograr lo
necesario para la vida. El progreso fue, sin embargo, muy lento. En 1840 Harriet
Martineau afirmaba que sólo había siete ocupaciones para las mujeres en Estados
Unidos: costura, composición tipográfica, fábricas de algodón, servicio
doméstico, tener huéspedes, y enseñaza. Todas estas ocupaciones eran
miserablemente recompensadas, pero gradualmente los empleos mejor pagados en
otros campos se abrieron a las mujeres. De las profesiones liberales, la
medicina fue la primera en conferir sus grados a médicos femeninas. El primer
diploma de medicina se otorgó en 1849 en el Estado de Nueva York, y su
recipiendaria se licenció en Inglaterra en 1859, aunque este último país no
concedió un diploma médico a una mujer hasta 1865. A fines del Siglo XIX había
unos sesenta colegios médicos en los Estados Unidos y Canadá que educaban a
mujeres. Actualmente las mujeres son libremente admitidas en las sociedades
médicas y se les permite unirse en consulta con los médicos masculinos. En 1908
el Real Colegio de Médicos y cirujanos de Inglaterra admitió a mujeres a su
diploma y asociación. En la admisión a la profesión jurídica el camino de las
mujeres ha sido más difícil. Aún en 1903 la Cámara de los Lores británica
decidió en contra de la admisión de mujeres en la Asociación de abogados
inglesa, aunque algunas trabajan como procuradores. En los Estados Unidos, el
Estado de Iowa permitió a las mujeres actuar en la práctica jurídica en 1869, y
muchos de los estados, especialmente de la parte Oeste del país, las admiten
ahora a practicar. En Canadá la Sociedad Jurídica de Ontario decidió admitir a
las mujeres a actuar como abogados en 1896. Respecto a la tercera de las
profesiones liberales, la teología, está claro que el ministerio sagrado está
cerrado a las mujeres católicas por ley divina. Las sectas, sin embargo,
comenzaron a admitir mujeres ministros ya en 1853 en los Estados Unidos y,
actualmente, los Unitarianos, los Congregacionalistas, los Hermanos Unidos, los
Universalistas, los Metodistas protestantes, los Metodistas libres, los
Cristianos (Campbellistas), los Baptistas, y los Baptistas libres han ordenado
mujeres para su ministerio. En 1910 los cristianos libres nombraron ministro a
una mujer en Inglaterra. El periodismo y las artes están también abiertos a las
mujeres, y han logrado considerable distinción en esos campos.
Con respecto a la propiedad, las viudas y solteras tienen iguales derechos que
los hombres según la ley inglesa. Una mujer casada puede adquirir, poseer, y
disponer de propiedad real y personal como su propia propiedad separada. Se le
tiene por responsable de sus contratos y su propia propiedad separada, como
también de sus deudas y acuerdos anteriores al matrimonio, salvo que se pruebe
una responsabilidad en contrario. El marido no puede hacer pactos respecto a la
propiedad de su mujer salvo que ella los confirme. Si una mujer casada tiene
propiedad separada es responsable del sostenimiento de padres, abuelos, hijos e
incluso marido, si no tienen otros medios de subsistencia. Se han hecho leyes
también para proteger la propiedad de la mujer de la influencia de su marido. En
muchos estados de la Unión americana la emancipación de la propiedad de las
mujeres ha marchado regularmente como en Inglaterra. Connecticut, en 1809, fue
el primer estado en facultar a las mujeres casadas a hacer testamento, y Nueva
York, en 1848, garantizó a las mujeres casadas el control de su propiedad
separada. Estos dos estados han sido seguidos por casi todos los demás en la
concesión de ambos privilegios. Las leyes de divorcio difieren en los diversos
estados, pero la igualdad de mujeres y hombres respecto a los motivos de
divorcio es reconocida generalmente, y habitualmente se conceden alimentos a la
esposa en medida generosa. En la aplicación práctica de la ley civil y criminal
en los Estados Unidos, la tendencia de los últimos años ha sido favorecer a las
mujeres más que a los hombres.
En ningún campo de la actividad pública se ha desencadenado un conflicto más
violento sobre los derechos de las mujeres que en el del sufragio. En épocas
antiguas, incluso, las mujeres habían actuado como reinas que gobernaban, y las
abadesas habían ejercido derechos territoriales, pero la idea general de las
mujeres mezcladas en la vida pública se desechaba. La última mitad del Siglo XIX
vio al movimiento por el sufragio político de las mujeres convertirse en un
serio factor del cuerpo político. La idea no era enteramente nueva, pues
Margaret Brent, una católica, había reclamado el derecho a sentarse en la
Asamblea de Maryland en 1647, y en la época revolucionaria, Mercy Otis Warren,
Abigail Adams y otras habían pedido representación directa para las mujeres que
pagaban impuestos. En Inglaterra, Mary Astell en 1697 y Mary Wollstonecraft en
1790 fueron campeonas de los derechos de las mujeres. Tras mediar el Siglo XIX
se formaron asociaciones para el sufragio de las mujeres en Gran Bretaña y los
Estados Unidos, con el resultado de que muchos hombres se convirtieron a la idea
de las mujeres ejerciendo el derecho al voto. En la actualidad las mujeres
pueden votar para todos los cargos en Gran Bretaña, excepto para los miembros
del Parlamento. Tienen sufragio pleno en Nueva Zelanda y Australia, y sufragio
municipal en la mayoría de las provincias de la América del Norte británica. En
los Estados Unidos, las mujeres tienen igual sufragio que los hombres en seis
estados: Wyoming, Colorado, Utah, Idaho, Washington y California (1912). Otros
varios estados han adoptado enmiendas de sufragio femenino para someterlas al
pueblo. Treinta estados han concedido a las mujeres sufragio escolar, y cinco
conceden a las mujeres que pagan impuestos el derecho a votar las cuestiones de
imposición. Hay una Asociación Nacional Americana para el Sufragio de las
Mujeres con sede en la ciudad de Nueva York, pero debe señalarse que en 1912 se
organizó también en esa ciudad una asociación nacional de mujeres opuesta al
sufragio femenino.
La Iglesia Católica no ha hecho ningún pronunciamiento doctrinal sobre la
cuestión de los derechos de las mujeres en el significado actual de ese término.
Ha reivindicado desde el principio la dignidad femenina y ha declarado que en
asuntos espirituales el hombre y la mujer son iguales, según las palabras de San
Pablo: “No hay hombre ni mujer, pues todos son uno en Cristo Jesús” (Gálatas, 3,
28). La Iglesia ha defendido también celosamente la santidad de la vida
doméstica, tan desastrosamente violada ahora por el mal del divorcio, y aunque
apoyando la jefatura de la familia del marido también ha reivindicado la
posición de la madre y esposa en el hogar. Donde los derechos y obligaciones de
la familia y la dignidad femenina no son violados en otros campos de acción, la
Iglesia no pone obstáculos al progreso de la mujer. Por regla general, sin
embargo, las opiniones de la mayoría de los católicos parece desaprobar la
actividad política de las mujeres. En Inglaterra algunos distinguidos prelados,
entre ellos el cardenal Vaughan, favorecían el sufragio de las mujeres. Su
Eminencia declaró: “Creo que la extensión del sufragio parlamentario a las
mujeres en las mismas condiciones que lo tienen los hombres sería una medida
justa y beneficiosa, tendente a elevar más que a rebajar el discurrir de la
legislación nacional”. El cardenal Moran en Australia tuvo opiniones similares:
“¿Qué significa votar para una mujer? Como madre, tiene especial interés en la
legislación de su país, pues de ella depende el bienestar de sus hijos...La
mujer que cree que se vuelve poco femenina por votar es una criatura tonta”
(Citas de “The Tablet”, Londres, 16 de Mayo de 1912). Los obispos de Irlanda
parecen más bien a favor de la abstención de las mujeres de la política, y ésta
es también la actitud de muchos obispos americanos, al menos en cuanto se
refiere a pronunciamientos públicos. Varios prelados americanos, sin embargo, se
han expresado a favor del sufragio de la mujer al menos en los asuntos
municipales. En Gran Bretaña una Sociedad Católica para el Sufragio de las
Mujeres se organizó en 1912.
Cualquiera que pueda ser la actitud de los prelados de la Iglesia hacia los
derechos políticos de las mujeres, no puede haber duda de su fervorosa
cooperación en todos los movimientos para la educación superior de las mujeres y
su mejora social. Además de las academias y colegios de las órdenes religiosas
femeninas dedicadas a la enseñanza, se han organizado casas para educar a las
mujeres católicas en disciplinas universitarias en la Universidad Católica de
Washington y en la Universidad de Cambridge en Inglaterra. Las mujeres se están
multiplicando en las profesiones liberales en todos los países de habla inglesa.
En el trabajo en sentido social la Iglesia siempre ha tenido sus órdenes
religiosas femeninas, cuya abnegación y devoción a la causa de los pobres y
enfermos ha estado más allá de toda alabanza. Últimamente, las mujeres católicas
de todas las posiciones en la vida han despertado a las grandes posibilidades
para el bien en el trabajo social de todas clases, y se han constituido
asociaciones tales como la Liga de Mujeres Católicas en Inglaterra y la Mujeres
irlandesas unidas en Irlanda. En los Estados Unidos un movimiento que tiene el
activo apoyo del arzobispo de Milwaukee y la aprobación del anterior delegado
papal, cardenal Falconio, está en marcha (1912) para constituir una federación
nacional de asociaciones de mujeres católicas.
LAS MUJERES EN EL DERECHO CANÓNICO
I. Ulpiano (Dig., I, 16, 195) da una célebre regla de derecho que muchos
canonistas han incorporado a sus obras: “Las mujeres son inelegibles a todos los
cargos civiles y públicos, y por tanto no pueden ser jueces, ni tener una
magistratura, ni actuar como abogados, mediadores judiciales, ni procuradores.”
Los cargos públicos son aquellos en que se ejerce la autoridad pública; los
cargos civiles, los relacionados de otra manera con asuntos municipales. La
razón dada por los canonistas para esta prohibición no es la ligereza, debilidad
o fragilidad del sexo femenino, sino la preservación de la modestia y dignidad
peculiares a la mujer. Para la preservación de ésta se han dado muchas normas
relativas al atavío femenino. Así, las mujeres no pueden usar vestido masculino,
una prohibición que se encuentra ya en el Antiguo Testamento (Deut., 22, 15).
Los cánones añaden, sin embargo, que la adopción del vestido de hombre sería
excusable en caso de necesidad (Can. Quoniam 1, qu.7), que parece aplicarse al
bien conocido caso de la Beata Juana de Arco. Las mujeres deben abstenerse de
todo adorno que sea indecoroso en sentido moral (Can. Qui viderit, 13, c. 42, qu.
5). Algunos de los antiguos Padres son muy severos con la práctica de usar
pigmentos para el rostro. San Cipriano (De habitu virg.) dice: “No sólo las
vírgenes y viudas, sino también las mujeres casadas, creo, deben ser amonestadas
para que no desfiguren la obra y criatura de Dios usando un color amarillo o
polvo negro o crudo, ni corromper los rasgos naturales con cualquier loción.” No
se tiene, sin embargo, por trasgresión grave cuando las mujeres se adornan y
pintan por ligereza o vanidad (Santo Tomás, II-II: 169:2), y si se hace con
intención honrada y según la tradición del país de uno o de la posición de uno
en la vida, no es censurable en absoluto (ibid., a.1). Los autores son incluso
tan benévolos como para decir que si el rostro se pinta para ocultar algún
defecto natural, es totalmente lícito, debido a las palabras de San Pablo (I Cor.,
12, 23,24): “ Y a los que nos parecen los más viles del cuerpo, los rodeamos de
mayor honor. Así a nuestras partes deshonestas las vestimos con mayor
honestidad. Pues nuestras partes honestas no lo necesitan.” Los canonistas
condenan estrictamente las ropas femeninas que no cubren adecuadamente a la
persona (Pignatelli, II, consult. 35), e Inocencio XI publicó un edicto contra
este abuso en la ciudad de Roma.
II. En asuntos religiosos y morales, las obligaciones y responsabilidades
comunes de hombres y mujeres son las mismas. No hay una ley para el hombre y
otra para la mujer, y en esto, naturalmente, los cánones siguen la enseñanza de
Cristo. Las mujeres, sin embargo, no están capacitadas para ciertas funciones
relacionadas con la religión. Así, una mujer no está capacitada para recibir las
órdenes sagradas (cap. Novae, 10 de poen.). Ciertos herejes de los tiempos
primitivos admitían mujeres al ministerio sagrado, como los Catafrigios, los
Pepucianos y los Gnósticos, y los Padres de la Iglesia al argumentar contra
ellos dicen que es totalmente contrario a la doctrina apostólica. Más tarde los
Lolardos y, en nuestra propia época, algunas denominaciones protestantes han
constituido a mujeres como ministros. Wyclif y Lutero, que enseñaban que todos
los cristianos son sacerdotes, negarían lógicamente que el ministerio sagrado se
debiera restringir al sexo masculino. En la Iglesia primitiva, se encuentra a
veces a mujeres con los títulos de obispa, sacerdotisa, diaconisa, pero son
llamadas así porque sus maridos habían sido llamados al ministerio del altar.
Hubo, es cierto, una orden de diaconisas, pero estas mujeres no fueron nunca
miembros de la jerarquía sagrada ni consideradas como tal. San Pablo (I Cor.,
14, 34) declara:”Las mujeres cállense en las asambleas; que no les está
permitido tomar la palabra; antes bien, estén sumisas como también la Ley lo
dice. Si quieren aprender algo, pregúntenlo a sus propios maridos en casa; pues
es indecoroso que la mujer hable en la asamblea”. El Apóstol también dice que en
la iglesia “debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón
de los ángeles” (I Cor., 11, 10). No se permite a las mujeres, aunque sean
sabias y santas, enseñar en los monasterios (cap. Mulier, 20 de consec.). De
igual modo está prohibido que oficien en el altar incluso con carácter
subordinado. Un decreto dice: “Está prohibido a cualquier mujer pretender
acercarse al altar o asistir al sacerdote” (cap. Inhibendum, 1 de cohab.), pues
si una mujer debe mantener silencio en la iglesia, mucho más debe abstenerse del
ministerio del altar, concluyen los canonistas.
III. Aunque las mujeres no estén capacitadas para recibir el poder de las
órdenes sagradas, aun así son susceptibles de algún poder de jurisdicción. Por
tanto, si una mujer sucede en algún cargo o dignidad que tiene alguna
jurisdicción aneja a él, aunque no puede encargarse de la cura de almas, aun así
se ve capacitada para ejercer la jurisdicción ella misma y de encargar la cura
de almas a un clérigo que pueda legítimamente encargarse de ella, y puede
otorgarle el beneficio (cap. Dilecta, de major. et obed.). Abadesas y prioras,
por consiguiente, que han adquirido tal jurisdicción pueden ejercer los derechos
de patronato en una iglesia parroquial y designar e instalar como párroco al
candidato que haya aprobado el obispo diocesano para la cura de almas (S.C.C.,
17 de Diciembre de 1701). Tal patrona puede también, en virtud de su
jurisdicción, privar a los clérigos sujetos a ella de los beneficios que les
haya concedido, retirándoles el título y posesión. En tal caso, como el
beneficio fue concedido con dependencia del patronato de una mujer y en colación
del título y posesión, se concluye que el derecho espiritual del beneficiado era
también dependiente de la misma, y cuando se los quitan, cesa su derecho
espiritual en ellos, pues se presume que el Papa hace la jurisdicción
eclesiástica para el cuidado de las almas dependiente también de la posesión del
beneficio de acuerdo con los derechos de patronato (Cf. Ferraris, más abajo.) La
patrona no puede, sin embargo, suspender a tales clérigos ni ponerlos bajo
interdicto o excomunión, porque una mujer no puede infligir censuras, ya que es
incapaz de verdadera jurisdicción espiritual (cap. Dilecta, de majorit. et obed.).
Una mujer, incluso una abadesa o priora que tiene jurisdicción sobre sus monjas,
no puede bendecir públicamente, puesto que el oficio de bendición viene del
poder de las llaves, para el que no está capacitada una mujer. Puede, sin
embargo, bendecir a sus súbditos de la misma manera que los padres suelen dar su
bendición a sus hijos, pero no con algún poder sacramental incluso aunque tenga
derecho a llevar báculo. (ver Abadesa).
Otra especie de jurisdicción espiritual aparente fue prohibida a las superioras
religiosas por León XIII, cuando por el Decreto “Quemadmodum” (17 de Diciembre
de 1890), prohibió cualquier manifestación forzada de conciencia (vid.). Pío X
en su motu proprio sobre música en la iglesia (22 de Noviembre de 1903) se mueve
por el hecho de que a las mujeres les está canónicamente prohibido tomar parte
ministerialmente en el culto divino cuando declara: “Del mismo principio se
deduce que los cantantes en la iglesia tienen un oficio litúrgico real, y que,
por tanto, a las mujeres, al ser incapaces de ejercer tal oficio, no se les
puede admitir a formar parte del coro o capilla musical.” Esto no impide a las
mujeres, sin embargo, tomar parte en el canto de la congregación.
IV. Desde los tiempos más antiguos de la Iglesia se han dado normas restrictivas
respecto a la residencia de mujeres en las casas de los sacerdotes. Es verdad
que San Pablo reivindicaba para sí mismo y San Bernabé el derecho de recibir los
servicios de mujeres en sus trabajos misioneros como los demás apóstoles (I Cor.,
9, 5), que según la costumbre judía (Lucas, 8, 3) las empleaban con carácter
doméstico, aunque advierte a San Timoteo: “evita las viudas más jóvenes” (I Tim.,
5, 11). Si los propios apóstoles eran tan circunspectos, no es sorprendente que
la Iglesia diera reglas severas respecto a las mujeres que habiten en las casas
de hombres consagrados a Dios. Los primeros vestigios de una prohibición se
encuentran en las dos epístolas “Ad virgines” atribuidas a San Clemente (años
92-101); San Cipriano en el Siglo III también advierte contra el abuso. El
Concilio de Elvira (años 300-306) da la primera norma eclesiástica sobre la
materia: “Que un obispo o cualquier otro clérigo tenga residiendo con él o una
hermana o hija virgen, pero no desconocidas” (can. 27). El Concilio de Nicea
(año 325) permite en una morada clerical “la madre, hermana, tía, o personas
apropiadas tales que no den pie a sospechas” (can. 3). Este canon niceno
contiene la regla general, que desde entonces se ha mantenido en sustancia en
todos los decretos de los concilios. Según la disciplina actual, es derecho del
obispo en el sínodo diocesano, aplicar esta regla general en su propia diócesis,
más exactamente definirla de acuerdo con las circunstancias de los tiempos,
lugares, y personas. Sin embargo, el obispo no puede prohibir absolutamente el
empleo de mujeres en su carácter doméstico en las viviendas de clérigos. Puede,
sin embargo, prohibir la residencia de mujeres, incluso aunque sean parientes,
en las casa de los sacerdotes, si no tienen buena reputación. Si otros
sacerdotes, tales como ayudantes, viven en la casa parroquial, el obispo puede
exigir que las mujeres que sean parientas tengan la edad prescrita por los
cánones, que normalmente es de cuarenta años. En algunas diócesis ha existido
desde la Edad Media la costumbre de exigir el permiso del obispo por escrito
para emplear amas de llaves, para poder estar seguro de que se cumplen las
prescripciones canónicas sobre edad y reputación. En la Iglesia Oriental, le
está totalmente prohibido a los obispos tener ninguna mujer residiendo en sus
viviendas, y una serie de concilios desde 787 a 1891 ha repetido esta
prohibición bajo penas severas. Este rigor de disciplina nunca ha sido acogido
por la Iglesia Occidental, aunque se ha considerado adecuado que los obispos se
adhieran a la norma común de la Iglesia en esta materia incluso más
rigurosamente que los sacerdotes. Como la Iglesia es tan solícita en velar por
la reputación de los clérigos en la materia, así ha promulgado muchas normas
referentes a su relación con las personas del otro sexo tanto en el hogar como
fuera.
V. Una antífona en el oficio de la Santísima Virgen, “Intercede pro devoto
femineo sexu” ha dado origen a la creencia de que las mujeres se distinguen como
más devotas que los hombres. Como cuestión de hecho, las palabras habitualmente
traducidas como “Intercede por el devoto sexo femenino” quieren decir
simplemente “por las monjas”. La antífona se toma de un sermón atribuido a San
Agustín (P.L. Serm. 194) en el que el autor distingue a los clérigos y las
monjas del resto de los fieles, y emplea el término “devoto (esto es, ligado por
votos) sexo femenino” para las vírgenes consagradas, según la antigua costumbre
de la Iglesia.
Aparte de los libros mencionados en el texto del artículo, se pueden dar los
siguientes de entre la enorme literatura sobre la materia:
I. Para la cuestión femenina en su conjunto: Lange and Bäumer, Handbuch der
Frauenbewegung, v Pts. (Berlín, 1901-02); Rössler, Die Frauenfrage vom
Standpunkt der Natur, der Geschichte und der Offenbarung (2ª ed., Friburgo,
1907); Cathrein, Die Frauenfrage (3ª ed., Friburgo, 1909); Mausbach, Die
Stellung der Frau im Menscheitsleben: Eine Anwendung katholischer Grundsätze auf
die Frauenfrage (Munich-Gladbach, 1906); Bekker, Die Frauenbewegung: Bedeutung,
Probleme, Organisation (Kempten y Munich, 1911); Bettex, Mann und Weib (2ªed.,
Leipzig, 1900); Lily Braun, Die Frauenfrage, ihre geschichtliche Entwicklung und
ihre wirtschaftliche Seite (Leipzig, 1901); Wychgram, Die Kulturaufgaben der
Frau (Leipzig, 1910-12); en los siguientes vols.: (1) Krukenberg, Die Frau in
der Familie: (2) Freudenberg, Die Frau in die Kultur des öffentlichen Lebens:
(3) Wirminghaus, Die Frau und die Kultur des Körpers; (4) Schleker, Die Kultur
der Wohnung; (5) Bäumer,Die Frau und das geistige Leben; (6) Schleker, Die Frau
u. der Haustralt; Laboulaye, Recherches sur la condition civile et politique de
la femme (París, 1843); Klamm, Die Frauen (6 vols., Dresde, 1857-59).
II. Histórico: Kavanagh, The Women of Christianity (Londres, 1852); idem, French
Women of Letters (1862); Weinhold, Die deutsche Frau im Mittelalter (3ª ed.,
Viena, 1897); Bücher, Die Frauenfrage im Mittelalter (Tubinga, 1910); Duboc,
Fünfzig Jahre Frauenfrage in Deutschland (Leipzig, 1896); Norrenberg,
Frauenarbeit und Arbeiterinnenerziehung in deutscher Vorzeit (Colonia, 1880);
Stopes, British Freewomen, Their Historical Privilege (Londres, 1907); Peters,
Das erste Vierteljahrhundert des allg. deutschen Frauenvereines (Leipzig, 1908)
III. Cuestión moderna de la mujer: Bücher, Die Frauen und ihr Beruf (5ª ed.,
Leipzig, 1884); Parkes, Essays of Woman's Work (1866); von Stein, Die Frau auf
dem sozialen Gebiete (Stuttgart, 1880); Idem, Die Frau auf dem Begiete der
Nationalökonomie (6th ed., Stuttgart, 1886); Gnauck-Kühne, Die deutsche Frau m
die Jahrhundertwende (2ª ed., Berlin, 1907); Poisson, La salaire des femmes
(París, 1908); Criscuolo, La donna nella storia del diritto italiano (Nápoles,
1890); Ostrogorski, La femme au point de vue du droit publique (1892); Gnauck-Kühne,
Warum organisieren wir die Arbeiterinnen? (Hamm, 1903); Idem, Arbeiterinnenfrage
(Munich-Gladbach, 1905);Pierstorff, Frauenarbeit und Frauenfrage (Jena, 1900);
Idem, Die Frau in der Wirtschaft des XX. Jahrhunderts in Handbuch der Politik,
II, Par. 56 (Berlín, 1912); Gerhard and Simon, Mutterschaft und geistige Arbeit
(Berlín, 1901); Salomon, Soziale Frauenpflichten (Berlín, 1902); Baumstatter,
Die Rechtsverhältnisse der deutschen Frau nach der geltenden Gesetzgebung
(Colonia, 1900); Dupanloup, La femme studieuse (7ª ed., París, 1900); von
Bischof, Das Studium und die Ausübung der Medizin durch die Frauen (Munich,
1887); von Schkejarewsky, Die Unterschiedsmerkmale der männlichen und weiblichen
Typen mit Bezug auf die Frage der höheren Frauenbildung (2ª ed., Würzburg,
1898); Eine Abrechnung mit der Frauenfrage (Hamburgo y Leipzig, 1906); Sigismund,
Frauenstimmrecht (Leipzig, 1912); Idem, Muttererziehung durch Frauenarbeit (Friburgo,
1910).
AUGUSTINE RÖSSLER
WILLIAM H.W. FANNING
Traducido por Francisco Vázquez