Leibniz
(El Sistema de Leibniz)
EnciCato
LA VIDA DE LEIBNIZ
Gottfried Wilhelm von Leibniz nació en Leipzig el 21 de junio (1 de julio) de
1646. En 1661 entró a la Universidad de Leipzig como estudiante de filosofía y
leyes, y en 1666 recibió el grado de doctor en Derecho en Altdorf. Al año
siguiente, conoció al diplomático Baron von Boineburg por cuya sugerencia entró
al servicio diplomático del Elector de Mainz. Del año 1672 al 1676 trabajó como
representante diplomático de Mainz ante la corte de Luis XIV. Durante este
período tuvo la oportunidad de visitar Londres, donde conoció a los más eruditos
matemáticos, científicos y teólogos ingleses de ese momento. En París hizo
amistad con prominentes representantes del catolicismo y comenzó a interesarse
en las cuestiones que constituían tema de discusión entre católicos y
protestantes. En 1676 aceptó el puesto de bibliotecario, archivista y consejero
de la corte ante el Duque de Brunswick. El resto de su vida lo pasó en Hanover,
excepción hecha de un breve intervalo durante el cual viajó a Roma y Viena con
el propósito de consultar ciertos documentos relativos a la historia de la casa
de Brunswick. Murió en Hanover el 14 de noviembre de 1716.
Como matemático, Leibniz tiene el honor de haber inventado, con Newton (en
1675), el cálculo diferencial. Como científico, apreció y promovió el uso de la
observación y la experimentación: "Prefiero- dijo- a un Leeuwenhoek que me dice
lo que ve que a un Descartes que me dice lo que piensa" Como historiador,
enfatizó la importancia del estudio de documentos y archivos. Como filólogo,
acentuó el valor del estudio comparativo de las lenguas e hizo algunas
contribuciones al estudio del alemán. Como filósofo es, sin duda, el mayor
pensador alemán del siglo XVIII, dado que Kant es ubicado entre los pensadores
del siglo XIX. Finalmente, como estudioso de la política, percibió la
importancia de la libertad de conciencia e hizo persistentes, aunque poco
exitosos, esfuerzos por reconciliar a católicos y protestantes.
LEIBNIZ Y EL CATOLICISMO
Cuando Leibniz llegó a ser bibliotecario y archivista de la casa de Brunswick en
1676, el Duque de Brunswick era Johann Friedrich, recientemente convertido al
catolicismo. Casi inmediatamente Leibniz empezó a intervenir a favor de la causa
de la reconciliación de católicos y protestantes. En París conoció a varios
prominentes jesuitas y oratorianos, y fue entonces cuando inició su célebre
correspondencia con Bossuet. Con el permiso del Duque y la aprobación no sólo
del Vicario Apostólico sino del mismo Inocencio XI, se inauguró en Hanover el
proyecto para buscar una base de asentimiento entre católicos y protestantes.
Leibniz pronto ocupó el lugar de Molanus, Presidente del Consistorio Hanoveriano,
como representante de las posiciones protestantes. Intentó reconciliar el
principio católico de autoridad con el principio protestante de libre
investigación. Favoreció una especie de cristianismo sincretista que había sido
primeramente propuesto por la Universidad de Helmstadt, la cual adoptó como su
credo una fórmula ecléctica constituida por los dogmas que supuestamente
sostenía la iglesia primitiva. Por último, redactó una declaración de doctrina
católica, titulado "Systema Theologicum", del que él nos dice que no sólo contó
con la aprobación del obispo Spinola, de Wiener-Neustadt, quien dirigió, por así
decirlo, el asunto por la parte católica, sino también "del Papa, de los
cardenales, el General de los jesuitas, del Jefe de los Palacios Sagrados y de
otros." Las negociaciones continuaron incluso hasta después de la muerte del
Duque Johann Friedrich en 1679. Conviene dejar en claro que Leibniz fue motivado
tanto por motivos patrióticos como por consideraciones religiosas. Él veía
claramente que una de las fuentes de debilidad de los Estados Alemanes era la
falta de unidad religiosa y la ausencia de un espíritu de tolerancia.
Indudablemente que el papel asumido por Leibniz fue más el de un diplomático que
el de un teólogo. Sin embargo, su correspondencia con Bossuet y con Pelisson y
su amistad con varios católicos prominentes produjo un cambio real en su actitud
hacia la Iglesia y, aunque adoptó personalmente un credo un tipo de racionalismo
cristiano ecléctico, en 1696 dejó de asistir a las ceremonias protestantes. Las
causas del fracaso de sus negociaciones han sido resumidas distintamente por
varios historiadores. Pero algo ha quedado en claro: Luis XIV, quien a través de
Bossuet había profesado su aprobación del proyecto de Leibniz, tenía muy fuertes
razones políticas para ponerle obstáculos en el camino a sus esfuerzos
conciliadores. Debe añadirse que Leibniz también fracasó en su otro plan de
conciliación, o sea, su proyecto de unidad entre los mismo protestantes.
LEIBNIZ Y LAS SOCIEDADES ERUDITAS
En 1700, merced a la munificencia de su alumna real, la Princesa Sofía Carlota,
esposa de Federico I de Prusia, Leibniz fundó la Sociedad (posteriormente
llamada Academia) de Ciencias de Berlín y fue nombrado su primer presidente. En
1711, y luego en 1712 y 1716, se entrevistó con Pedro El Grande, a quien sugirió
la fundación de instituciones semejantes en San Petersburgo. Durante su visita a
Roma, en 1698, fue electo miembro de la Pontificia Accademia Fisico-Mattematica.
LAS OBRAS DE LEIBNIZ
Desde el descubrimiento en Hanover, en 1903, de quince mil cartas y fragmentos
inéditos de las obras de Leibniz, el mundo de la erudición ha llegado a percibir
la fuerza de uno de los dichos del mismo Leibniz: " No me conoce quien me conoce
únicamente por mis trabajos publicados." (Qui me non nisi editis novit, non
novit). Las obras publicadas durante su vida o inmediatamente después de su
muerte son, en su mayoría, tratados sobre porciones de su filosofía. Ninguno de
ellos da cuenta cabal de su sistema en su totalidad. Los más importantes son:
"Disputatio metaphysica de principio individui,"
"La monadologie ","Essais de théodicée", y
"Nouveaux essais sur l'entendement humain," una réplica, capítulo por capítulo
al "Ensayo" de Locke
De los tratados de Leibniz sobre tópicos religiosos, los más importantes son:
"Dialogus de religione rustici", un fragmento, fechado en Paris en 1673, que
trata de la predestinación,
"Dialogue effectif sur la liberté de l'homme, et sur l'origine du mal," fechada
en 1695 y que trata del mismo tema,
"Cartas" a Arnauld y otros, acerca de la transubstanciación,
Cartas, tratados, opúsculos, etc., de tipo conciliador, vgr.: "Variae
definitiones Ecclesiae" , vgr., , "De persona Christi", "Appendix, de
resurrectione corporum", "de cultu sanctorum", cartas a Pelisson, Bossuet,
Madame de Brinon, etc.
Contribuciones a la teología mística, vgr., "Von der wahren Theologia Mystica",
"Diálogos", acerca de la psicología del misticismo.
LA FILOSOFÍA DE LEIBNIZ
Como filósofo, Leibniz mostró ese plurifacetismo que caracterizó su actividad
mental en general. Sus simpatías eran muy vastas, sus convicciones eran
eclécticas, y su objetivo no era tanto el de un pensador sintético que hubiese
fundado una nueva filosofía, sino el de un diplomático filósofo, que quisiera
reconciliar todos los sistemas ya existentes a base de demostrar su armonía
esencial. Consecuentemente, su punto de partida fue muy distinto del de
Descartes. Descartes creía que su primera obligación era dudar de las
conclusiones de sus predecesores. Leibniz era de opinión que su deber era
mostrar cómo casi todos sus predecesores habían llegado a la verdad. Descartes
estaba convencido, o por lo menos asumía la convicción, que todos los filósofos
anteriores a él habían errado, dado que todos habían parecían haber caído en
contradicciones inextricables. Leibniz estaba igualmente convencido que todos
los grandes sistemas están fundamentalmente de acuerdo, y de que la unanimidad
que muestran acerca de lo esencial es una buena indicación de que están en lo
correcto. Consecuentemente, Leibniz resolvió no aislarse de los esfuerzos
literarios, filosóficos y científicos de sus predecesores y contemporáneos. Más
aún, resolvió utilizar todo lo que la mente humana había logrado hasta sus días
y buscar el consenso donde parecían reinar la discordia y la contradicción, y,
de ese modo, establecer una paz duradera entre escuelas contrarias. Incluso
pensadores tan dispares como Platón y Demócrito, Aristóteles y Descartes, la
Escolástica y los modernos naturalistas mantienen algunas doctrinas en común, y
Leibniz considera la tarea de su filosofía realzar esas doctrinas, explicar sus
múltiples alcances, resolver sus aparentes contradicciones y, así, lograr un
triunfo diplomático allí donde otros, como Descartes, habían agravado la
confusión. La filosofía a la que Leibniz asignó la pacificación como uno de sus
objetivos, es un idealismo parcial. Sus afirmaciones principales son:
La doctrina de las mónadas,
Armonía preestablecida,
La ley de continuidad,
Optimismo.
La doctrina de las mónadas
Al igual que Descartes y Spinoza, Leibniz atribuye gran importancia a la noción
de substancia. Pero mientras que aquéllos definen la substancia como existencia
independiente, él la define en términos de acción independiente. La noción de
substancia como esencialmente inerte (vea OCASIONALISMO) es fundamentalmente
errónea. La substancia es esencialmente activa: ser es actuar. Ahora bien, ya
que la independencia de la substancia es independencia en lo tocante a la
acción, y no en lo tocante a la existencia, no hay razón para sostener, como lo
habían hecho Descartes y Spinoza, que la substancia es una. Es indudable que la
substancia es esencialmente individual puesto que es el centro de una acción
independiente, pero no por ello deja de ser esencialmente múltiple, puesto que
las acciones son muchas y variadas. Los múltiples e independientes centros de
actividad son llamados mónadas. La mónada ha sido comparada al átomo y es, de
hecho, parecida a él en muchos aspectos. Tal como el átomo, ella es simple
(carente de partes), indivisible e indestructible. Sin embargo, la
indivisibilidad del átomo no es absoluta sino únicamente relativa a nuestra
capacidad de analizarlo químicamente, mientras que la indivisibilidad de la
mónada es absoluta, pues siendo un punto metafísico, un centro de fuerza, es
incapaz de ser analizado o separado de modo alguno. Más aún, según los
atomistas, todos los átomos son iguales; según Leibniz no hay dos mónadas
exactamente iguales. Por último, la diferencia más grande entre el átomo y la
mónada es la siguiente: el átomo es material, y realiza solamente acciones
materiales; la mónada es inmaterial y, dado que representa a otras mónadas,
funciona de manera inmaterial. Consecuentemente, las mónadas, de las que están
constituidos todos los seres, y que son en realidad la única substancia
existente, son más como almas que como cuerpos. De hecho Leibniz no duda en
llamarlas almas y en llegar a la conclusión obvia que toda la naturaleza está
animada (panpsiquismo).
La inmaterialidad de la mónada consiste en su fuerza de representación. Cada
mónada es un microcosmos, o universo en miniatura. Es mas bien como un espejo
del universo entero porque está en relación con todas las otras mónadas y, así
las refleja a todas ellas de tal modo que un ojo omnividente que vea una mónada
puede ver reflejado en ella al resto de la creación. Claro que esta
representación es diferente en diferentes clases de mónadas. La mónada increada,
Dios, refleja todas las cosas clara y adecuadamente. La mónada creada que es el
alma humana- la "mónada reina"- representa conscientemente pero con claridad
imperfecta. Y según descendemos en la escala desde el hombre hasta la substancia
mineral inferior, disminuye la región de representación clara y se incrementa la
región de representación obscura. La extensión de la representación clara está
en relación con su inmaterialidad. Cada mónada, excepto la mónada increada, es
por tanto parcialmente material y parcialmente inmaterial. El elemento material
de la mónada corresponde a la pasividad de la materia prima, y el elemento
inmaterial a la actividad de la forma substantialis . De ese modo, pensaba
Leibniz, la doctrina escolástica de la materia y la forma se reconciliaba con la
ciencia moderna. Al mismo tiempo, imaginaba él, la doctrina de las mónadas
encarna lo que hay de verdadero en el atomismo de Demócrito, sin excluir lo que
hay de verdadero en el inmaterialismo de Platón.
Así pues, el universo, según lo representa Leibniz, está hecho de una infinidad
de mónadas indivisibles que suben en una escala de inmaterialidad ascendente
desde la más ínfima partícula de polvo mineral hasta el más alto intelecto
creado. La mónada más imperfecta tiene únicamente un mínimo brillo de
inmaterialidad, y la más perfecta contiene aún un resto de materialidad. De este
modo la doctrina de las mónadas trata de conciliar el materialismo y el
idealismo enseñando que todo lo creado es parte material y parte inmaterial. La
materia no está separada del espíritu por una diferencia tan abrupta como la que
Descartes imaginó que existía entre el alma y el cuerpo. Ni las funciones de lo
inmaterial son genéricamente distintas de las de la substancia material. El
mineral, que atrae y es atraído, tiene una fuerza de percepción incipiente o
incoada. La planta, que se adapta a si misma de tantas maneras al ambiente, en
cierto sentido está atenta a lo que la rodea, aunque no es consciente de ello.
El animal se levanta en pasos imperceptibles sobre la mentalidad de la planta
por su fuerza de sensación, y entre el animal más alto o "inteligente" y el más
inferior de los salvajes no existe rompimiento violento en la continuidad del
desarrollo de su poder mental. Todo esto lo sostiene Leibniz aparentemente sin
pensar en la dependencia genética del hombre respecto del animal, del animal de
la planta y de ésta del mineral. Él no tiene teoría alguna de ascendencia o
descendencia. Se conforma con hacer notar la ausencia de rupturas en el plan de
continuidad, según se presenta éste a su mente. No le interesa el problema de
los orígenes, sino el problema cartesiano de su profesada antítesis entre mente
y materia. El problema que todos los filósofos del siglo dieciocho se planteaban
era el de cómo sortear la brecha imaginaria entre la mente que piensa y la
materia extensa. Spinoza fusionó la mente y la materia en una substancia
infinita; los materialistas fusionaron la mente en la materia; Hume rechazó los
términos del problema al excluir mentalmente tanto la materia como la mente,
dejando solamente las apariencias. Leibniz, el diplomático y pacificador, elevó
la materia y rebajó la mente hasta que dieron lo que él consideró algo unísono.
O, para recurrir a la forma original de hablar, él puso un puente sobre el
abismo con su definición de la substancia como acción. La representación es
acción. La representación es una función tanto de las así llamadas cosas
materiales como de las generalmente llamadas inmateriales. La representación,
elevándose desde la más rudimentaria "pequeña percepción" (petite perception) en
el mineral, hasta la "apercepción" en el alma humana, constituye el vínculo de
la continuidad substancial, el puente que une las dos clases de substancias,
materia y mente, que Descartes había separado tan desconsideradamente. No cabe
duda de que Leibniz estaba consciente de este objetivo de su filosofía. Su
oposición al "cartesianismo inmoderado" queda patente en sus tratados
filosóficos y en sus cátedras. Veía las conclusiones de Spinoza como el
resultado natural de la descripción errónea de Descartes del concepto de
substancia. Escribe: "Spinoza simplemente dijo en voz alta lo que Descartes
estaba pensando sin atreverse a expresarlo". Pero aunque visualizaba una
refutación al cartesianismo radical, del mismo modo deseaba, con su doctrina de
las mónadas, detener la corriente de materialismo que privaba en Inglaterra y
que pronto arrasó también en Francia con muchas de las ideas que él tanto
defendía.
La doctrina de la armonía preestablecida
"Cada estado actual de una substancia simple es la consecuencia natural de su
estado anterior, de tal modo que el presente es siempre causa del futuro" ("Monadologie,"
tesis xxii). "El alma obedece sus propias leyes y el cuerpo tiene sus leyes.
Ambos están hechos el uno para el otro en virtud de la armonía preestablecida
entre todas las substancias, ya que ellos son representaciones del único y mismo
universo" (op. cit., tesis lxxviii). De la doctrina de Descartes de que la
materia es esencialmente inerte, Malebranche había sacado la conclusión (q.v.)
de que las substancias materiales no pueden ser verdaderas causas, sino sólo
ocasiones para los efectos producidos por Dios (Ocasionalismo). Leibniz quería
evitar esa conclusión. Al mismo tiempo, había reducido toda la actividad de la
mónada a actividad inmanente. En otras palabras, él había definido la substancia
como acción y explicado que la acción esencial de la substancia es la
representación. Vio entonces claramente que no podía haber interacción entre las
mónadas. Dice que la mónada "no tiene ventanas" a través de las cuales pueda
penetrarla la actividad de otras mónadas. Así, el único recurso que le queda a
Leibniz es sostener que cada mónada desarrolla su propia actividad; sigue, por
así decirlo, su carrera representativa independientemente de las demás mónadas.
Esto hará de cada mónada un monarca. Sin embargo, si no se diera algún control
de la actividad de las mónadas, el universo sería un caos y no el cosmos que es.
Debemos entonces concluir que Dios desde el inicio arregló el mundo de tal modo
que los cambios en una mónada corresponden perfectamente a los de las otras
mónadas de su sistema. En el caso del alma y del cuerpo, por ejemplo, ninguno
puede ejercer una verdadera influencia sobre el otro. Sin embargo, igual que dos
relojes que estuviesen tan perfectamente construidos y tan precisamente
ajustados que, independiente el uno del otro, marcaran empero exactamente la
misma hora, así mismo está arreglado que las mónadas del cuerpo lleven a cabo su
actividad de tal modo que a cada actividad física del cuerpo corresponda
exactamente una actividad psíquica de la mónada del alma. Esta es la famosa
doctrina de la armonía preestablecida. "Según este sistema- dice Leibniz-, los
cuerpos actúan como si (suponiendo lo imposible) no hubiese ningún alma. Y las
almas actúan como si no hubiese cuerpos. Sin embargo, ambos, cuerpo y alma,
actúan como si uno estuviese influyendo en el otro" (op. cit., tesis lxxxii).
.Visto así, la mónada no es un monarca en realidad, sino un súbdito del Reino de
Dios, que es el universo, "la verdadera ciudad de Dios"
Si aceptamos literalmente esta doctrina y negamos toda influencia de una mónada
sobre otra, nos vemos inmediatamente forzados a preguntar: ¿cómo puede una
mónada representar algo si no se actúa sobre ella? La respuesta de Leibniz será
que él niega cualquier influencia externa, que él afirma que la mónada no tiene
ventanas hacia fuera, pero que él nunca negó que en el corazón de la mónada hay
una puerta que se abre hacia el infinito y que desde ahí se mantiene en contacto
con todas las demás mónadas. Aquí Leibniz traslada el problema de la metafísica
al misticismo. Si la armonía equivale a la unidad en la diversidad, en la
armonía preestablecida la unidad no es unidad de origen sino unidad de destino
final. Todas las cosas "cooperan" en el universo no tanto porque Dios es la
fuente de la que todo procede, sino sobre todo porque Él es el fin al que todo
tiende y la perfección que todo busca alcanzar.
Ley de continuidad
Por la descripción que se dio más arriba de las mónadas, queda claro que todas
las cosas y condiciones creadas difieren gradualmente, apareciendo las
inferiores como pertenecientes a un grado menor de las superiores. No hay
"ruptura" en la continuidad de la naturaleza; no hay brechas entre minerales,
plantas, animales y el hombre. La contraparte es la ley de los indiscernibles.
En la naturaleza no puede haber duplicación innecesaria. No puede haber dos
mónadas iguales. No puede haber dos objetos o dos eventos que sean exactamente
iguales, pues si lo fueran- piensa Leibniz- no serían dos sino uno. La
aplicación de esos principios llevó a Leibniz a adoptar el punto de vista que
aunque cada cosa es distinta de todas las demás, no existen, sin embargo, los
verdaderos opuestos. . El reposo, por ejemplo, puede considerarse como un
movimiento infinitamente diminuto; los fluidos son sólidos con menor grado de
solidez; los animales son humanos con una razón infinitamente pequeña, etc. Es
obvia la aplicación de la teoría del cálculo diferencial.
Optimismo
En el centro del armonioso sistema de mónadas que llamamos universo está Dios,
la monada original e infinita. Su poder, su sabiduría y su bondad son infinitos.
Consecuentemente, cuando él creó el sistema de las mónadas, las creó tan buenas
como podían serlo, y estableció entre ellos la mejor armonía posible. El mundo,
por tanto, es el mejor mundo posible y la suprema ley del ser finito es la lex
melioris. La voluntad de Dios debe realizar lo que su entendimiento reconoce
como lo más perfecto. Leibniz imagina las mónadas posibles como presentes
eternamente en la mente de Dios- existía en ellas el impulso hacía la
actualización- y entre mayor fuera la perfección de la posible mónada, con mayor
fuerza poseía ella tal impulso. Era por eso que, para expresarlo de algún modo,
delante del trono de Dios se llevaba a cabo una especie de competencia en la que
las mejores mónadas vencían, y, ya que Dios no puede ignorar que son las
mejores, Él no puede sino querer su realización. Tras la lex melioris existe,
por tanto, una ley aún más fundamental, la ley de la razón suficiente, que es la
que dice que "las cosas o los acontecimientos son reales cuando existe
suficiente razón para su existencia". Esta es una ley fundamental del
pensamiento, al igual que una ley primaria del ser.
Puede decirse que las cuatro doctrinas recién descritas resumen la enseñanza
metafísica de Leibniz. Ellas encuentran su principal aplicación en su psicología
y en su teodicea.
Psicología
En sus "Nouveaux Essais", que fueron escritos para refutar el "Essay" de Locke,
Leibniz desarrolla su doctrina sobre el alma humana y el origen y la naturaleza
del conocimiento. La fuerza de representación, común a todas las mónadas, hace
su primera aparición en las almas en forma de percepción. Cuando ésta alcanza el
nivel de conciencia, se transforma en apercepción. Los cartesianos "han caído en
un serio error al tratar como no existentes aquellas percepciones de las que no
son conscientes". La percepción se encuentra en todas las mónadas; en las que
llamamos almas existe la apercepción. Pero también existe una gran región
subconsciente de las almas en las que hay percepciones. Estas son la fuente de
las apercepciones, como lo son también de las voliciones, ya que el impulso, o
apetito, no es otra cosa que la tendencia de una percepción respecto a otra. De
la percepción, que existe en todo, hasta la inteligencia y la voluntad, que son
peculiares del hombre, existen grados imperceptiblemente pequeños de
diferenciación.
¿De dónde, entonces, salen las ideas? Esta pregunta ya había sido contestada en
los principios generales de Leibniz. Puesto que la inteligencia no es sino una
diferenciación de la acción inmanente poseída por todas las mónadas, nuestras
ideas deben ser el resultado del movimiento autónomo de la mónada llamada alma
humana. El alma "no tiene puertas ni ventanas" hacia el mundo exterior. Ninguna
idea puede venir de esa dirección. Todas nuestras ideas son innatas. La máxima
aristotélica de que "nada hay en el intelecto que no haya estado antes en los
sentidos", debe ser enmendada añadiendo la frase "excepto el intelecto mismo".
El intelecto es la fuente y el sujeto de todas nuestras ideas. Esas ideas, si
bien tienen un origen subjetivo, tienen un valor objetivo dado que, por virtud
de la armonía preestablecida desde el inicio del universo, la evolución de la
mónada psíquica de conocimiento virtual a real tiene su paralelo en el mundo
exterior en la evolución de la mónada física de actividad virtual a real.
Leibniz no encuentra dificultad en establecer la inmaterialidad del alma. Todas
las mónadas son inmateriales, o mejor dicho, parcialmente inmateriales y
parcialmente materiales. El alma humana no es una excepción. Su inmaterialidad
no es absoluta, sino únicamente relativa, en el sentido que su región de
representación clara es de tal grado mayor que la región de representación
obscura que ésta constituye prácticamente una cantidad insignificante. Del mismo
modo, y hablando absolutamente, la inmortalidad del alma no es un privilegio
único. Todas las mónadas son inmortales, puesto que cada una de ellas es una
fuente autónoma de acción, que ni es dependiente de otras mónadas ni es
influenciada por ellas y puede, consecuentemente, seguir actuando
indefinidamente sin interferencia. El alma humana, empero, es peculiar en este
aspecto, en cuanto es su conciencia (apercepción) la que la habilita para actuar
su independencia. Es, por tanto, la conciencia que tiene el alma de su propia
inmortalidad la que hace que la inmortalidad humana sea distinta de todas las
demás.
Teodicea
La obra intitulada "Théodiceé", un tratado de teología natural, se pensó como
una refutación del enciclopedista Bayle, quien había tratado de demostrar que la
razón y la fe son incompatibles. En dicha obra Leibniz trata acerca de:
La existencia de Dios
El problema del mal y,
La cuestión del optimismo.
Existencia de Dios
Leibniz, fiel a su temperamento ecléctico, admite la validez de todos los
diversos argumentos acerca de la existencia de Dios. El aduce el argumento de la
contingencia del ser finito, reforma el argumento ontológico usado por Descartes
(ver DIOS), y añade el argumento de la naturaleza de la necesidad de nuestras
ideas. Este tercer argumento es realmente de origen platónico. Su validez
depende del hecho de que nuestras ideas son realmente necesarias, no simplemente
en un sentido hipotético, sino en un sentido absoluto y categórico, y en la
ulterior posición de que una necesidad de ese tipo no puede ser explicada a
menos que aceptemos que exista un ser absolutamente necesario.
Problema del mal
Este problema es ampliamente discutido en la "Théodiceé" y en muchas de las
cartas de Leibniz. La ley de continuidad demanda que no haya diferencias
abruptas entre las mónadas. Por tanto Dios, aunque haya deseado crear el mejor
mundo posible, y de hecho haya creado el mejor mundo que era posible in se, no
pudo crear mónadas que fueran todas perfectas, cada una en su género. Dios no
tenía necesidad por su propia naturaleza, pero, por así decirlo, fue obligado
por las condiciones del problema, a lograr la perfección pasando por varios
grados de imperfección. Leibniz distingue entre mal metafísico, que es mera
finitud o imperfección en general, mal físico, que consiste en el sufrimiento, y
mal moral, que es el pecado. Dios permite su existencia pues la naturaleza del
universo exige variedad y gradación, pero los reduce a su mínima expresión, y
las utiliza para servir un propósito superior: la belleza y la armonía de la
creación en su totalidad. Leibniz enfrenta resueltamente el problema de
reconciliar la existencia del mal con la bondad y la omnipotencia de Dios. Nos
recuerda que nosotros vemos solamente una parte de la creación de Dios, la parte
más cercana a nosotros mismos y que, por lo mismo, nos exige el mayor grado de
simpatía. Deberíamos aprender, dice Leibniz, a ver más allá de lo que nos rodea
inmediatamente, a observar el mundo más grande y más perfecto que está sobre
nosotros. En aquello que implica nuestras simpatías, no debemos permitir la
prevalencia del mal sobre nuestros sentimientos, sino que debemos ejercitar
nuestra fe y nuestro amor a Dios, desde donde podemos ver la obra de Dios de
forma más impersonal; deberíamos darnos cuenta que el mal y la imperfección
están siempre y en todas partes para servir al objetivo de simetría, armonía y
belleza.
Optimismo
Leibniz es, por tanto, un optimista tanto porque sostiene el principio
metafísico general de que el mundo existente es el mejor mundo posible y porque
en su discusión sobre el problema del mal intenta encontrar unos principios que
puedan "explicar ante los ojos de los hombres los caminos de Dios" en una forma
compatible con la bondad de Dios. Se había convertido en una especie de moda
entre materialistas y librepensadores mostrar una imagen exageradamente
pesimista del universo como lugar de penas, sufrimiento y pecado, y preguntar
triunfantes: "¿Cómo puede un Dios bueno, si es omnipotente, permitir tal estado
de cosas?". La respuesta de Leibniz, aunque poco original, es correcta. El mal
no debe ser considerado únicamente en relación a las partes de la realidad sino
en relación a la totalidad de la realidad. Muchos males son, "en otros
aspectos", bienes. Y cuando, en último término, no podemos encontrar una
solución final y racional a un problema que nos tiene perplejos, debemos
apoyarnos en la fe, que asiste a la razón en especial en lo tocante al problema
del mal.
La ética de Leibniz
Hemos visto que, aunque por definición la mónada es independiente y, por tanto,
un monarca por propio derecho, al mismo tiempo, por virtud de la armonía
preestablecida, la multitud de mónadas que forman el universo están organizadas
en un reino de espíritus cuyo Supremo Gobernante es Dios; una ciudad de Dios
gobernada por la Providencia Divina, o mejor aún, una familia de la que el padre
es Dios. Hay "una armonía entre el reino físico de la naturaleza y el reino
moral de la gracia" (" Monadologie ", tesis lxxxviii); las mónadas progresan
hacia la perfección siguiendo líneas naturales, pero progresan simultáneamente a
lo largo de líneas morales hacia la felicidad. La perfección esencial de una
mónada reside, claro, en su perfecta distinción de representación. Entre más
avanza el alma humana en distintividad de ideas, más obtiene un entendimiento
claro de la conexión de todas las cosas y de la armonía del universo todo. De
esa comprensión nace el impulso de amar a los demás, o sea, de buscar la
felicidad de los demás del mismo modo como se busca la propia. El camino hacia
la felicidad se encuentra en un incremento de la comprensión teórica del
universo y en un incremento de amor que sigue naturalmente el incremento en
conocimiento. El hombre moral, al mismo tiempo que promueve su propia felicidad
buscando la felicidad de los demás, cumple también la voluntad de Dios. La
bondad y la piedad son, por tanto, iguales.
LA INFLUENCIA DE LEIBNIZ
Por su controversia con Clarke respecto a la naturaleza del espacio y la
existencia de los átomos, así como a causa de la rivalidad entre él y Newton
respecto al descubrimiento del cálculo, Leibniz llegó a ser bien conocido en el
mundo erudito de Inglaterra de fines del siglo diecisiete y de principios del
dieciocho. Su residencia en París lo puso en contacto con los grandes hombres de
la corte de Luis XIV, del mismo modo que con todos los escritores que en esa
época se distinguían en el mundo de la ciencia o de la teología. Fue, sin
embargo, en su propio país donde llegó a ser reconocido como filósofo. La
multiplicidad de sus intereses y la variedad de tareas que se propuso lograr no
fueron favorables para el desarrollo de sus doctrinas filosóficas. Fue gracias a
los esfuerzos de su seguidor Christian Wolff (1679-1754), quien redujo sus
enseñanzas a una forma más compacta, que pudo ejercer la influencia que logró
sobre el movimiento conocido como la Iluminación Alemana. De hecho, hasta que
Kant comenzó la exposición pública de su filosofía crítica, Leibniz fue la mente
dominante en la filosofía de Alemania. Su influencia fue, vista globalmente,
saludable. Es verdad que su filosofía no es real. Su concepto fundamental, el de
la substancia, parece más propio de un poeta y de un místico que de un filósofo
o de un científico. Sin embargo, como Platón, él ha de ser juzgado por lo
elevado de sus especulaciones y no por su falta de precisión científica. Él hizo
su parte para detener la ola de materialismo, y ayudó a preservar los ideales
espirituales y estéticos hasta el momento en que pudieran ser tratados
constructivamente, tal como fueron por los más grandes pensadores del siglo
diecinueve.
WILLIAM TURNER
Transcrito por Tomas Hancil
Traducido por Javier Algara Cossío