Jeremías
EnciCato


(EL PROFETA)

I. Periodo de Jeremías
II. Misión de Jeremías
III. Vida de Jeremías
IV. Cualidades Características de Jeremías
V. El Libro de las Profecías de Jeremías

A. Análisis del contenido
B. Crítica literaria del libro
C. Condiciones textuales del Libro

VI. Lamentaciones


A. Colocación y autenticidad de las lamentaciones
B. Forma técnica de la Poesía de las Lamentaciones
C. Uso litúrgico de las Lamentaciones

Jeremías vivió a fines del Siglo VII y en la primera parte de del Siglo VI antes de Cristo; contemporáneo de Dracón y Solón de Atenas. En el año 627, durante el reinado de Josías, fue llamado en edad juvenil a ser profeta, y durante casi medio siglo, al menos desde 627 a 585, llevó la carga de la función profética. Perteneció a una familia sacerdotal (no de los sumos sacerdotes) de Anatot, una pequeña ciudad rural al nordeste de Jerusalén que ahora se llama Anatâ; pero no parece que haya realizado nunca tareas sacerdotales en el templo. Los escenarios de su actividad profética fueron, durante un breve tiempo, su ciudad natal, y durante la mayor parte de su vida, la metrópoli Jerusalén, y durante la época posterior a la caída de Jerusalén, Mispá (Jer., 40, 6) y las colonias judías de la Diáspora en Egipto (Jer., 43, 6 y ss.). Su nombre ha recibido diversas interpretaciones etimológicas (“Sublime es Yahvé” o “Yahvé encuentra”); aparece también como el nombre de otras personas en el Antiguo Testamento. Las fuentes para la historia de su vida y época son, primero, el libro de profecías que lleva su nombre, y, segundo, los Libros de los Reyes y de los Paralipómenos (Crónicas).Sólo se puede comprender el curso externo de su vida, la individualidad de su naturaleza y el tema dominante de sus discursos cuando se pone en relación con la historia de su época.

I. PERIODO DE JEREMÍAS

Los últimos años del Siglo VII y las primeras décadas del VI trajeron consigo una serie de catástrofes políticas que cambiaron completamente las condiciones nacionales de Asia Occidental. El derrumbamiento del Imperio Asirio, que terminó en 606 con la conquista de Nínive, indujo a Necao II de Egipto a intentar, con ayuda de un gran ejército, dar un golpe decisivo al antiguo enemigo en el Éufrates. Palestina estaba en el camino directo entre las grandes potencias del mundo de esa era en el Éufrates y el Nilo, y la nación judía se puso en acción por la marcha del ejército enemigo a través de su territorio. Josías, el último descendiente de David, había comenzado en Jerusalén una reforma moral y religiosa “al modo de David”, cuya ejecución, sin embargo, se frustró por el letargo del pueblo y la política exterior del rey. El intento de Josías de detener el avance de los egipcios le costó la vida en la batalla de Meguido, en 608. Cuatro años después, Necao, el vencedor en Meguido, fue muerto por Nabucodonosor en Karkemish en el Éufrates. Desde ese momento los ojos de Nabucodonosor estuvieron pendientes de Jerusalén. Los últimos y oscuros reyes en el trono de David, los tres hijos de Josías – Joacaz, Joakim y Sedecías – apresuraron la destrucción del reino por su desafortunada política exterior y su política interna antirreligiosa o, al menos, débil. Tanto Joakim como Sedecías, pese a las advertencias del profeta Jeremías, se dejaron engañar por el partido de la guerra en la nación al rehusar pagar tributo al rey de Babilonia. La venganza del rey siguió rápidamente a la rebelión. En la segunda gran expedición Jerusalén fue conquistada (586) y destruida tras un asedio de dieciocho meses, que sólo se interrumpió por la batalla con el ejército de socorro egipcio. El Señor apartó su escabel en el día de su ira y envió a Judá a la Cautividad de Babilonia.

Este es el fondo histórico de la vida y obra del Profeta Jeremías: en política exterior una época de batallas perdidas y otros acontecimientos preparatorios de la gran catástrofe; en la vida interna del pueblo una época de infructuosos intentos de reforma, y la aparición de partidos fanáticos tales como los que generalmente acompañan los últimos días de un reino en decadencia. Mientras los reyes del Nilo y el Éufrates ponían alternativamente la espada al cuello de la Hija de Sión, los dirigentes de la nación, reyes y sacerdotes, se implicaban cada vez más en los planes de los partidos; un partido de Sión, dirigido por falsos profetas, ellos mismos engañados por la creencia supersticiosa de que el templo de Yahvé era el talismán infalible de la capital; un partido de la guerra fanáticamente temerario que quería organizar una resistencia a ultranza contra las grandes potencias del mundo; un partido del Nilo que esperaba de los egipcios la salvación del país, e incitaba a la oposición al señorío de Babilonia. Exaltados por políticos humanos, el pueblo de Sión olvidó su religión, la confianza nacional en Dios, y deseaba fijar el día y hora de su redención según su propia voluntad. Por encima de todas estas facciones la copa del vino de la ira se colmó gradualmente, para derramarse finalmente desde siete vasijas durante el exilio de Babilonia sobre la nación de los profetas

II. MISIÓN DE JEREMÍAS

En medio de la confusión de una impía política de desesperación ante la cercanía de la destrucción, el profeta de Anatot se yergue como “una columna de hierro, y un muro de metal”. El profeta de la hora undécima, tuvo la difícil misión, en vísperas de la gran catástrofe de Sión, de proclamar el mandato de Dios de que en el futuro inmediato la ciudad y el templo serían derribados. Desde la época de su primera vocación a la clarividencia de la función profética, vio la vara de corrección en la mano de Dios, oyó la palabra que el Señor velaría por la ejecución de su mandato (1, 11 y s.). Su constante afirmación fue que Jerusalén sería destruida, el ceterum censeo del Catón de Anatot. Apareció ante el pueblo con cadenas alrededor de su cuello (cf. 27, 28) para dar una drástica ilustración de la cautividad y cadenas que predecía. Los falsos profetas sólo predicaban acerca de libertad y victoria, pero el Señor dijo: “Libertad para vosotros de la espada, de la peste y del hambre” (34, 17). Estaba tan claro para él que la siguiente generación estaría implicada en el derrumbe del reino que renunció al matrimonio y a fundar una familia (16, 104), porque no deseaba tener hijos que seguramente serían víctimas de la espada o se convertirían en esclavos de los babilonios. Su celibato fue, por consiguiente, una declaración de su fe en la revelación que se le hizo de la destrucción de la ciudad. Jeremías es así la contrafigura bíblica e histórica de Casandra en los poemas homéricos, que previó la caída de Troya, pero no encontró crédito en su propia casa, aunque su convicción fue tan fuerte que renunció al matrimonio y a todas las alegrías de la vida.

Junto a esta primera tarea, probar la certeza de la catástrofe de 586, Jeremías tuvo el segundo encargo de declarar que esta catástrofe era una necesidad moral, proclamarlo a los oídos del pueblo como el resultado inevitable de la culpa moral desde los días de Manases (IV Reyes, 21, 10-15); en una palabra, explicar la Cautividad de Babilonia como un hecho moral, no meramente histórico. Fue sólo a causa de que la testaruda nación se sacudió el yugo del Señor (Jer., 2, 20) por lo que debió inclinar su cuello bajo el yugo de los babilonios. Para despertar a la nación de su letargo moral, y hacer preparación moral para el día del Señor, los sermones del predicador de arrepentimiento de Anatot subrayaban esta relación causal entre castigo y culpa, hasta que se hizo monótono. Aunque fracasó en convertir al pueblo, y desviar así por completo la calamidad de Jerusalén, sin embargo la palabra del Señor en su boca se convirtió, para algunos en un martillo que rompía sus corazones de piedra al arrepentimiento (23, 29). Así, Jeremías tuvo no sólo que “desarraigar y demoler”, también tuvo en la obra positiva de salvación que “construir y plantar” (1, 10). Estas últimas finalidades de los discursos penitenciales de Jeremías aclaran porqué las condiciones religiosas y morales de la época se nos pintan todas en el mismo tono oscuro: los sacerdotes no se preocupan de Yahvé; los mismos dirigentes se extravían por extraños caminos; los profetas profetizan en nombre de Baal; Judá se ha convertido en lugar de reunión de dioses extraños, el pueblo ha renegado de la fuente de agua viva y ha provocado la ira del Señor por la idolatría y el culto de los lugares elevados, por el sacrificio de niños, la profanación del Sábado y por los falsos pesos. Esta severidad en los discursos de Jeremías los hace el tipo más destacado de declamación profética contra el pecado. Una hipótesis bien conocida atribuye también a Jeremías la autoría de los Libros de los Reyes. En realidad el pensamiento que forma la base filosófica de los Libros de los Reyes y la concepción subyacente a los discursos de Jeremías se complementan una a otra, puesto que la caída de los reyes se hace remontar en uno a la culpa de los reyes, y en el otro a la participación del pueblo en esta culpa.

III. VIDA DE JEREMÍAS

Se ha conservado un retrato de la vida de Jeremías mucho más exacto que de la vida de cualquier otro profeta de Sión. Fue una cadena ininterrumpida de dificultades interiores y exteriores continuamente crecientes, una genuina “Jeremiada”. Por causa de sus profecías, su vida ya no estuvo segura entre sus conciudadanos de Anatot (11, 21 y ss.), y de ningún maestro probó ser más cierto el dicho de que “nadie es profeta en su tierra”. Cuando trasladó su residencia de Anatot a Jerusalén aumentaron sus problemas, y en la capital del reino se vio obligado a aprender mediante el sufrimiento corporal que veritas parit odium (la verdad atrae sobre sí odio). El rey Joakim nunca pudo perdonar al profeta por amenazarle con el castigo por causa de su manía desaprensiva de construir y por sus asesinatos judiciales: “Su entierro será el de un borrico” (22, 13-19). Cuando las profecías de Jeremías se leyeron ante el rey, se puso tan rabioso que lanzó al fuego el rollo y ordenó la detención del profeta (36, 21-26).Entonces vino a Jeremías la palabra del Señor de que Baruch el escriba escribiera de nuevo sus palabras (36, 27-32). Más de una vez estuvo el profeta en prisión y con cadenas sin que la palabra del Señor fuera silenciada (36, 5 y ss.); más de una vez pareció, según el juicio humano, condenado a muerte; pero, como un muro de metal, la palabra del Todopoderoso fue la protección de su vida: “No temas... no prevalecerán: pues Yo estoy contigo, dice el Señor, para librarte” (1, 17-19). La opinión religiosa que mantenía, de que sólo por un cambio moral podía una catástrofe en las condiciones exteriores preparar el camino a una mejora, le puso en amargo conflicto con los partidos políticos de la nación. El partido de Sión con su confianza supersticiosa en el templo (7, 4), incitaba al pueblo a rebelarse contra Jeremías, porque, en la puerta y en el patio exterior del templo, profetizaba el destino del lugar santo de Silo para la casa del Señor; y el profeta estaba en gran peligro de muerte violenta a manos de los sionistas (26, cf. 7).El partido de los amigos de Egipto lo maldijo porque condenaba la coalición con Egipto, y presentó también al rey de Egipto la copa del vino de la ira (25, 17-19); también lo odiaban porque, durante el sitio de Jerusalén, declaró antes del acontecimiento, que las esperanzas puestas en el ejército de socorro egipcio eran engañosas (36, 5-9). El partido de los patriotas vociferantes calumniaba a Jeremías como pesimista malhumorado (cf. 27, 28) porque se habían dejado engañar respecto a la seriedad de la crisis por las palabras aduladoras de Ananías de Gabaón y sus compañeros, y soñaban con la paz y la libertad mientras que el exilio y la guerra se estaban ya acercando a las puertas de la ciudad. La exhortación del profeta a aceptar lo inevitable, y a elegir la sumisión voluntaria como un mal menor que una lucha sin esperanza, se interpretaba por el partido de la guerra como falta de patriotismo. Incluso en la actualidad, algunos comentaristas desean considerar a Jeremías como un traidor a su país – Jeremías, que fue el mejor amigo de sus hermanos y del pueblo de Israel (II Mac., 15, 14), tan profundamente sintió el bienestar y la aflicción de su tierra natal. Así fue Jeremías agobiado con las maldiciones de todos los partidos como la víctima propiciatoria de la ciega nación. Durante el asedio de Jerusalén fue condenado a muerte una vez más y arrojado a una fangosa mazmorra; esta vez un extranjero le rescató de una muerte segura (37-39).

Aún más violentos que estas batallas externas fueron los conflictos en el alma del profeta. Al simpatizar plenamente con el sentimiento nacional, sentía que su propio destino estaba ligado con el de la nación; de ahí su oposición a aceptar este encargo (1, 6). Con todos los recursos de la retórica profética buscaba traer de vuelta al pueblo a “los viejos caminos” (6, 16), pero en esta empresa sentía como si estuviera intentando llevar a cabo que “el etíope cambie su piel, o el leopardo sus manchas” (13, 23). Oía los pecados de su pueblo clamando por venganza en los cielos, y expresa enérgicamente su aprobación del juicio pronunciado sobre la ciudad manchada de sangre (cf. 6). Al momento siguiente, sin embargo, ruega al Señor que aparte el cáliz de Jerusalén y lucha como Jacob con Dios por una bendición para Sión. La grandeza de alma del gran sufridor aparece más claramente en las fervorosas plegarias por su pueblo (cf. especialmente 14, 7-9, 19-22), que se ofrecían a menudo inmediatamente después de una vehemente declaración del futuro castigo. Sabe que con la caída de Jerusalén el lugar que fue la escena de la revelación y la salvación será destruido. Sin embargo, en la tumba de las esperanzas religiosas de Israel, aún tiene la esperanza de que el Señor, no obstante todo lo que ha sucedido, llevará a cabo sus promesas por respeto a su nombre. El Señor tiene “pensamiento de paz, y no de aflicción”, y dejará que lo encuentren los que lo buscan (29,10-14). Como se cuidó de destruir, así se cuidará del mismo modo de construir (31, 28). El don profético no aparece con igual claridad en la vida de ningún otro profeta como a la vez un problema psicológico y una tarea personal. Sus amargas experiencias interior y exterior dan a los discursos de Jeremías una fuerte tono personal. Más de una vez este hombre de hierro parece en peligro de perder su equilibrio espiritual. Pide el castigo del cielo para sus enemigos (cf. 12, 3; 18, 23). Como un Job entre los profetas, maldice el día de su nacimiento (15, 10; 20, 14-18); le gustaría levantarse, salir, y predicar a las piedras del desierto: “¿Quien me dará un alojamiento en el desierto... y dejaré mi pueblo, y me separaré de él?”(9, 2; texto hebreo, 9, 1). No es improbable que el doliente profeta de Anatot fuera el autor de muchos de los salmos que están llenos de amargo reproche.

Tras la destrucción de Jerusalén, Jeremías no fue conducido al exilio babilonio. Se quedó en Canaán, en el devastado viñedo de Yahvé, para que pudiera continuar su función profética. Fue en realidad una vida de martirio entre la hez de la nación que había sido dejada en su tierra. En fecha posterior fue llevado a Egipto por judíos emigrantes (41-44). Según una tradición mencionada en primer lugar por Tertuliano (Scorp., viii), Jeremías fue lapidado en Egipto por sus propios compatriotas por sus discursos que amenazaban con el futuro castigo de Dios (cf. Heb., 11, 37), coronando así con el martirio una vida de pruebas y dolores constantemente crecientes. Jeremías no habría muerto como Jeremías si no hubiera muerto mártir. El Martirologio Romano asigna su nombre al 1 de Mayo. La posteridad buscó expiar los pecados que sus contemporáneos habían cometido contra él. Incluso durante la Cautividad de Babilonia sus profecías parecen haber sido la lectura favorita de los exiliados (II Par., 36, 21; I Esd., 1,1; Dan., 9, 2). En los libros posteriores se puede comparar Ecclo., 49, 8 y s.; II Mac., 2, 1-8; 15, 12-16; Mt., 16, 14.

IV. CUALIDADES CARACTERÍSTICAS DE JEREMÍAS

El bosquejo en II y III de la vida y tarea de Jeremías ya ha dejado clara la peculiaridad de su carácter. Jeremías es el profeta del lamento y del sufrimiento simbólico. Esto distingue su personalidad de la de Isaías, el profeta del éxtasis y el futuro mesiánico, de Ezequiel, el profeta del sufrimiento místico (no típico), y de Daniel, el revelador cosmopolita de visiones apocalípticas de la Antigua Alianza. Ningún profeta perteneció tan completamente a su época y a sus circunstancias inmediatas, y ningún profeta fue tan raramente transportado por el Espíritu de Dios de un triste presente a un futuro más brillante que el doliente profeta de Anatot. Por consiguiente, la vida de ningún otro profeta refleja la historia de su época tan vívidamente como la vida de Jeremías refleja el tiempo que precede inmediatamente a la Cautividad de Babilonia. Un espíritu sombrío, deprimido, ensombrece su vida, igual que una luz melancólica está colgada en la gruta de Jeremías en la parte norte de Jerusalén. En los frescos de los techos de la capilla Sixtina hay un bosquejo magistral de Jeremías como el profeta de la mirra, quizá la figura más expresiva y elocuente entre los profetas pintados por el gran maestro. Está representado inclinado como una columna del templo que se tambalea, la cabeza apoyada en la mano derecha, la barba desordenada expresiva de una época de intensa preocupación, y la frente marcada con arrugas, todo el exterior en contraste con la pura alma interior. Sus ojos parecen ver sangre y ruinas, y sus labios aparentan murmurar un lamento. Toda la pintura retrata de manera chocante a un hombre que nunca en su vida se rió, y que se apartó de las escenas de alegría, porque el Espíritu le dijo que pronto se silenciaría la voz de la alegría (16, 8 y s.).

Igualmente característico e idiosincrático es el estilo literario de Jeremías. No usa el lenguaje clásicamente elegante del Deutero-Isaías o de Amós, ni posee la imaginación demostrada en el simbolismo y elaborado detalle de Ezequiel, ni sigue el elevado pensamiento de Daniel en su visión apocalíptica de la historia del mundo. El estilo de Jeremías es simple, sin ornamento y no más que poco pulido. Jerónimo habla de él como “in verbis simplex et facilis, in majestate sensuum profundissimus” (simple y fácil en palabras, muy profundo en majestad de pensamiento). Jeremías a menudo habla con frases desiguales, inconexas, como si el daño y la excitación de espíritu hubiera sofocado su voz. Ni sigue estrictamente las reglas del ritmo poético en el uso del Kînah, o verso elegíaco, que tenía, además, una medida anacolútica propia. Como estos anacolutos son también las muchas repeticiones, a veces incluso monótonas, por las que ha sido reprochado, las únicas expresiones individuales del triste sentimiento de su alma que son correctas de estilo. El dolor inclina a la repetición, a la manera de las oraciones en el Monte de los Olivos. Igual que el dolor en Oriente se expresa en el descuido de la apariencia exterior, así el gran representante del verso elegíaco de la Biblia no tuvo tiempo ni ganas de adornar sus pensamientos con una dicción cuidadosamente escogida.

Jeremías se sitúa también por sí mismo entre los profetas por su manera de continuar y desarrollar la idea mesiánica. Estuvo lejos de alcanzar la plenitud y claridad de la buena nueva mesiánica del Libro de Isaías; no contribuye tanto como el Libro de Daniel a la terminología del evangelio. Por encima de todos los demás grandes profetas, Jeremías fue enviado a su época, y sólo en casos muy aislados lanza una luz profética en una profecía verbal sobre la plenitud de los tiempos, como en su célebre discurso del Buen Pastor de la Casa de David (23, 1-5), o cuando muy bellamente, en los capítulos 30-32, proclama la liberación de la Cautividad de Babilonia como la figura y promesa de la liberación mesiánica. Esta falta de profecías mesiánicas reales tiene su compensación; pues toda su vida se convirtió en una profecía personal viviente del Mesías sufriente, una ilustración viva de las predicciones de sufrimiento hechas por los demás profetas. El sufriente Cordero de Dios en el Libro de Isaías (53, 7) se convierte en Jeremías en un ser humano: “Yo que estaba como cordero manso, llevado al matadero” (Jer., 11, 19). Los demás videntes fueron profetas mesiánicos; Jeremías fue una profecía mesiánica encarnada en carne y sangre. Es, por tanto, afortunado que se haya conservado la historia de su vida más exactamente que la de otros profetas, porque su vida tuvo una significación profética. Los diversos paralelismos entre la vida de Jeremías y la del Mesías son conocidos: tanto uno como el otro tuvieron que proclamar en la hora undécima la destrucción de Jerusalén y su templo por babilonios o romanos; ambos lloraron sobre la ciudad que apedreaba a los profetas y no reconocía lo que le traía la paz; el amor de ambos fue correspondido con odio e ingratitud. Jeremías profundizó la concepción del Mesías en otro aspecto. Desde el momento en que el profeta de Anatot, hombre amado por Dios, fue obligado a vivir una vida de sufrimiento pese a su inocencia y santidad desde el nacimiento, Israel ya no estaba justificada para juzgar a su Mesías por una teoría mecánica de retribución y dudar de su impecabilidad y su aceptabilidad a Dios por causa de sus sufrimientos externos. Así la vida de Jeremías, una vida tan amarga como la mirra, iba gradualmente a acostumbrar al ojo del pueblo a la figura sufriente de Cristo, y clarificar por adelantado la amargura de la Cruz. Por tanto es con profundo derecho por lo que los Oficios de la Pasión en la liturgia de la Iglesia utilizan a menudo el lenguaje de Jeremías en sentido aplicado.

V. EL LIBRO DE LAS PROFECÍAS DE JEREMÍAS

A. Análisis del contenido

El libro en su forma actual tiene dos partes principales: los capítulos 1-45, discursos que amenazan con el castigo que se dirigen de manera directa contra Judá y se entremezclan con narraciones de acontecimientos personales y nacionales, y los capítulos 46-51, discursos que contienen amenazas contra nueve naciones paganas y pretenden advertir indirectamente a Judá contra el politeísmo y la política de estos pueblos.

En el capítulo 1 se relata la vocación del profeta, para probar a sus suspicaces compatriotas que era el embajador de Dios. No es que haya él asumido la función de profeta, sino que Yahvé se la ha conferido no obstante su reticencia. Los capítulos 2-6 contienen retóricas y pesadas quejas y amenazas de juicio por causa de la idolatría y de la política exterior de la nación. El mismo primer discurso en 2-3 puede decirse que presenta el esquema del discurso jeremíaco. Aquí también aparece enseguida la concepción de Oseas que es típica también de Jeremías: Israel, la prometida del Señor, se ha degradado al convertirse en la amante de naciones extranjeras. Incluso el templo y el sacrificio (7-10), sin conversión interna por parte del pueblo, no pueden traer la salvación; mientras que otras advertencias se unen como mosaicos con las principales. Las “palabras de la alianza” de la Torá recientemente encontradas bajo Josías contienen amenazas de juicio; la enemistad de los ciudadanos de Anatot contra el heraldo de esta Torá revela la infatuación de la nación (11-12). Se ordena a Jeremías que oculte un ceñidor de lino, símbolo de la nación sacerdotal de Sión, junto al Éufrates y que lo deje pudrirse allí, para tipificar la caída de la nación en el exilio del Éufrates (13). El mismo duro simbolismo se expresa después con el jarro de cerámica que se rompe en las rocas ante la Puerta de la Alfarería (19, 1-11). Según la costumbre de los profetas (III Reyes, 11, 29-31; Is., 8, 1-4; Ezeq., 5, 1-12), sus advertencias van acompañadas de una enérgica acción de pantomima. Siguen oraciones en época de una gran sequía, declaraciones que son de mucho valor para la comprensión de la condición psicológica del profeta en sus luchas espirituales (14-15). Los disturbios de los tiempos exigen del profeta una vida célibe y sin alegría (16-17). El creador puede tratar a los que ha creado con la misma autoridad suprema que tiene el alfarero sobre las vasijas de barro y arcilla. Jeremías es maltratado (18-20). Una condena de los dirigentes políticos y eclesiásticos del pueblo y, en relación con esto, se pronuncia la promesa de un mejor pastor (21-23). La visión de los dos cestos de higos se narra en el capítulo 24. Sigue la repetida declaración (ceterum censeo) de que el país se convertirá en una desolación (25). Se detallan las disputas con los falsos profetas, que quitan las cadenas de madera del pueblo y les conducen en cambio con otras de hierro. Tanto en una carta a los exiliados en Babilonia como por palabras de su boca, Jeremías exhorta a los cautivos a conformarse con los decretos de Yahvé (26-29). Compárese esta carta con la “epístola de Jeremías” en Baruch, 6. Se da luego una profecía de consuelo y salvación en el estilo del Deutero-Isaías, referente a la vuelta del favor de Dios a Israel y a la nueva y eterna alianza (30-33). Los capítulos siguientes se dedican ampliamente a narraciones de los últimos días del asedio de Jerusalén y del periodo posterior a la conquista con numerosos detalles biográficos referentes a Jeremías (34-45).

B. Crítica literaria del libro

El testimonio del capítulo 36 lanza mucha luz sobre la producción y carácter genuino del libro; Jeremías es dirigido a escribir, bien personalmente o bien mediante su escriba Baruch, los discursos que había recibido en el cuarto año de Joakim (64 antes de Cristo). Para reforzar la impresión hecha por las profecías en conjunto, las predicciones individuales han de reunirse en un libro, conservando de ese modo la prueba documental de estos discursos hasta el momento en que los desastres amenazados en ellos se produzcan efectivamente. Esta primera recensión auténtica de las profecías forma la base del actual Libro de Jeremías. Según una norma de transmisión literaria a la que están también sujetos los libros de la Biblia – habent sua fata libelli (los libros tienen sus vicisitudes) – la primera transcripción se amplió por diversas inserciones y adiciones de la pluma de Baruch o de un profeta posterior. Los intentos de los comentaristas de separar estas adiciones secundarias y terciarias en los diversos casos de la materia original jeremíaca no siempre han conducido a pruebas tan convincentes como en el capítulo 52. Este capítulo debe considerarse como una añadidura del periodo post-jeremíaco basado en IV Reyes, 24, 18- 25, 30, a causa de la afirmación con que acaba el capítulo 51: “Hasta aquí las palabras de Jeremías”. La crítica literaria prudente está obligada a observar el principio de ordenación cronológica que es perceptible en la composición actual del libro, no obstante las añadiduras: los capítulos 1-6 pertenecen aparentemente al reinado del rey Josías (cf. la fecha en 3, 6); 7-20 pertenecen, al menos mayoritariamente, al reinado de Joakim; 21-33 parcialmente al reinado de Sedecías (cf. 21, 1; 28,1 ; 32, 1), aunque otras partes se asignan expresamente al reinado de otros reyes; 34-39 al periodo del asedio de Jerusalén; 40-45 al periodo posterior a la destrucción de esa ciudad. Por consiguiente, se ha debido considerar la cronología en la ordenación del material. El análisis crítico moderno del libro distingue entre las partes narradas en primera persona, consideradas como directamente atribuibles a Jeremías, y aquellas partes que hablan de Jeremías en tercera persona. Según Scholz, el libro está ordenado en “décadas”, y cada secuencia más amplia de pensamientos o serie de discursos se cierra con una canción u oración. Es cierto que en el libro partes de carácter clásicamente perfectas y altamente poéticas se ven a menudo repentinamente seguidas por la prosa más vulgar, y asuntos tratados mediante el más escueto esbozo son sucedidos no raramente por detalles prolijos y monótonos. Después de lo que se ha dicho más arriba respecto del verso elegíaco, esta diferencia de estilo sólo puede utilizarse con la máxima precaución como criterio para la crítica literaria. Del mismo modo, la investigación, más tarde muy popular, respecto a si un pasaje exhibe un espíritu jeremíaco o no, conduce a resultados subjetivos imprecisos. Desde que el descubrimiento (1904) de los textos de Assuán, que confirman destacadamente a Jer., 44, 1, ha probado que el arameo, como la koiné (dialecto común) de la colonia judía en Egipto, se hablaba ya en los siglos V y VI antes de Cristo, las expresiones arameas del Libro no puede ya citarse como prueba del origen tardío de tales pasajes. También el acuerdo, verbal o conceptual, de textos de Jeremías con libros anteriores, quizá con el Deuteronomio, no es un argumento concluyente contra la autenticidad de estos pasajes, pues el profeta no pretende la originalidad absoluta.

No obstante la repetición de pasajes anteriores en Jeremías, los capítulos 1-51 son fundamentalmente originales, aunque se ha dudado mucho de su originalidad, porque en la serie de discursos que amenazan con el castigo a las naciones paganas, es imposible que no haya una profecía contra Babilonia, entonces el representante más poderoso del paganismo. Estos capítulos están, en realidad, llenos del espíritu de consuelo del Deutero-Isaías, de algún modo a la manera de Is., 47, pero no les falta, como es de suponer, carácter genuino, igual que el mismo espíritu inspira también los capítulos 30-33.

C. Condiciones textuales del Libro

El orden del texto en los Setenta varía respecto del texto hebreo y la Vulgata; los discursos contra las naciones paganas, en el texto hebreo, 46-51, se insertan, en los Setenta, después de 25, 13, y en orden parcialmente diferente. Existen también grandes diferencias en cuanto a la extensión del texto del Libro de Jeremías. El texto de las Biblias hebrea y latina es casi un octavo más extenso que el de los Setenta. La cuestión de qué texto ha conservado la forma originaria no puede responderse según la teoría de Streane y Scholz, que declaran de entrada que toda añadidura de la versión hebrea es una ampliación del texto original de los Setenta. Tampoco puede resolverse la dificultad confesando, como Kaulen, una preferencia a priori por el texto masorético. En la mayor parte de los casos la traducción de Alejandría ha conservado la versión original y mejor; por consiguiente, el texto hebreo está glosado. En un libro tan leído como el de Jeremías no puede parecer extraño el gran número de glosas. Pero en otros casos la recensión más corta de los Setenta, que asciende a unas 100 palabras, que puede oponerse a sus lagunas más extensas, cuando se compara con la Masorah, es prueba suficiente de que en su preparación se tomaron considerables libertades. Por consiguiente, no fue hecho por un Aquila, y recibió cambios textuales en la transmisión literaria. El contenido dogmático de los discursos de Jeremías no se ve afectado por estas variaciones del texto.

VI. LAMENTACIONES

En las Biblias latina y griega hay cinco cantos de lamentación que llevan el nombre de Jeremías, que siguen al Libro de la profecía de Jeremías. En hebreo se titulan Kînoth, por su carácter elegíaco, o los cantos ‘Ekhah por la primera palabra de la primera, segunda y cuarta elegías; en griego se llaman Threnoi, en latín se conocen como Lamentationes.

A. Colocación y autenticidad de las Lamentaciones

La introducción a las Lamentaciones en los Setenta y otras versiones ilumina sobre la ocasión histórica de su producción y sobre el autor: “Y sucedió, después de deportado Israel y Jerusalén devastada, que el profeta Jeremías se sentó a llorar; entonó esta lamentación sobre Jerusalén, y dijo”. La inscripción no fue escrita por el autor de las Lamentaciones, siendo una prueba de esto que no pertenece a la forma alfabética de las elegías. Expresa, sin embargo, brevemente, la tradición de tiempos antiguos que es también confirmada tanto por el Tárgum como por el Talmud. Para un hombre como Jeremías, el día en que Jerusalén se convirtió en un montón de ruinas fue no sólo una desgracia nacional, como lo fue el día de la caída de Troya para el troyano, o el de la destrucción de Cartago para el cartaginés, fue también un día de vacío religioso. Pues, en un sentido religioso, Jerusalén tenía una importancia peculiar en la historia de la salvación, como escabel de Yahvé y como escenario de la revelación de Dios y del Mesías. Por consiguiente, el dolor de Jeremías era personal, no meramente una emoción de simpatía con el dolor de los demás, pues había buscado evitar el desastre mediante sus labores como profeta por las calles de la ciudad. Todas las fibras de su corazón estaban adheridas a Jerusalén; ahora estaba aniquilado y desolado. Así Jeremías, más que ningún otro hombre estaba claramente llamado –puede decirse, conducido por una fuerza interior—a lamentar la ciudad arruinada como cantor fúnebre del gran periodo penitencial del Antiguo Testamento. Ya estaba preparado con su lamento por la muerte del rey Josías (II Par., 35, 25) y con los cantos elegíacos en el libro de sus profecías (cf. 13, 20-27, lamento sobre Jerusalén). La falta de variedad en las formas verbales y en la construcción de las frases, que, se pretende, no concuerda con el carácter del estilo de Jeremías, puede explicarse como una peculiaridad poética de este poético libro. Descripciones tales como las de 1, 13-15, o 4, 10, parecen señalar a un testigo presencial de la catástrofe, y la impresión literaria del conjunto recuerda continuamente a Jeremías. A esto conduce el tono elegíaco de las Lamentaciones, que sólo se interrumpe ocasionalmente por tonos intermedios de esperanza; las quejas contra los falsos profetas y contra los que se afanan tras el favor de las naciones extranjeras; las concordancias verbales con el Libro de la Profecía de Jeremías; finalmente la predilección por cerrar una serie de pensamientos con una cálida plegaria del corazón – cf. 3, 19-21, 64-66, y el capítulo 5, que, como el Salmo Miserere de Jeremías, constituye un final a las cinco lamentaciones. El hecho de que en la Biblia hebrea el Kînoth fuera quitado, como obra poética, de la colección de libros proféticos y colocado entre los Kethúhîm, o Hagiographa, no puede citarse como argumento decisivo contra su origen jeremíaco, como el testimonio de los Setenta, el testigo más importante en el foro de la crítica bíblica, debe en otros cien casos corregir la decisión de la Masorah. Además, la introducción de los Setenta parece presuponer un original hebreo.

B. Forma técnica de la Poesía de las Lamentaciones

(1) En las cuatro primeras lamentaciones se utiliza la medida Kînah en la construcción de las líneas. En esta medida cada línea se divide en dos partes desiguales que tienen respectivamente tres y dos acentos, como por ejemplo en las tres primeras líneas introductorias del libro.

(2) En todas las elegías la construcción de los versos sigue un orden alfabético. La primera, segunda, cuarta y quinta lamentaciones están compuestas de veintidós versos cada una, que corresponden al número de letras del alfabeto hebreo; la tercera lamentación está formada por tres veces veintidós versos. En la primera, segunda y cuarta elegías cada verso comienza con una letra del alfabeto hebreo, las letras siguiendo en orden, el primer verso empieza con Aleph, el segundo con Beth, etc.; en la tercera elegía cada cuarto verso comienza con una letra del alfabeto en el debido orden. Así, con algunas excepciones y cambios (Pê, la decimoséptima, precede a Ayin la decimosexta letra), se forma el alfabeto hebreo con las letras iniciales de los versos separados. Cuán fácilmente este método alfabético puede estorbar el espíritu y lógica de un poema se muestra claramente en la tercera lamentación, que, aparte, tuvo probablemente en un principio la misma estructura que las demás, una letra inicial diferente en cada uno de los versos originales; no fue sino más tarde cuando un autor menos cuidadoso desarrolló cada verso en tres por medio de ideas tomadas de Job y otros autores.

(3) Respecto a la estructura de la estrofa, es seguro que el principio seguido en algunos casos es el cambio de la persona del sujeto que habla o al que se dirige. La primera elegía está dividida en un lamento sobre Sión en tercera persona (versículos 1-11), y un lamento de Sión sobre sí misma (versículos 12-22). En la primera estrofa Sión es el objeto, en la segunda, una estrofa de igual longitud, el sujeto de la elegía. En 11c, según los Setenta, debería usarse la tercera persona. En la segunda elegía, también, la intención parece ser, con el cambio de estrofa, cambiar de la tercera persona a la segunda, y de la segunda a la primera persona. En los versículos 1-8 hay veinticuatro elementos en tercera persona; en 13-19 veintiuna en segunda persona, mientras que en 20-22, una estrofa en primera persona, la lamentación acaba en un monólogo. En la tercera lamentación, también, el discurso de un solo sujeto en primera persona alterna con los parlamentos de varias personas representadas por un “nosotros” y con coloquio; los versículos 40-47 se distinguen claramente por su sujeto “nosotros” de la estrofa precedente, en la que el sujeto es un individuo, y de la siguiente estrofa en primera persona del singular en los versículos 48-54, mientras que los versículos 55-66 representan un coloquio con Yahvé. La teoría del autor, de que en la estructura de la poesía hebrea la alternancia de personas y sujetos es un principio fijo en la construcción de las estrofas, encuentra en las Lamentaciones su más contundente confirmación.

(4) En la estructura de las cinco elegías consideradas en conjunto, Zenner ha demostrado que ascienden en una progresión continua y exactamente medida hasta un clímax. En la primera elegía hay dos monólogos de dos diferentes personajes. En la segunda elegía el monólogo se desarrolla en un animado diálogo. En la tercera y cuarta elegías el grito de lamentación es aún más fuerte, conforme se unen más al lamento, y la voz solitaria se ha visto reemplazada por un coro de voces. En la quinta lamentación se añade un tercer coro. La crítica literaria encuentra en la construcción dramática del libro un fuerte argumento para la unidad literaria de las Lamentaciones.

C. Uso litúrgico de las Lamentaciones

Las Lamentaciones han recibido una peculiar distinción en la Liturgia de la Iglesia en el Oficio de la Semana Santa. Si el propio Cristo denominó su muerte como la destrucción de un templo, “hablaba del templo de su cuerpo” (Juan, 2, 19-21), entonces la Iglesia tiene derecho seguramente a expresar su dolor por su muerte en las Lamentaciones que se cantaron sobre las ruinas del templo destruido por los pecados de la nación.

Para una introducción general a Jeremías y a las Lamentaciones ver la Introducción Bíblica de CORNELY, VIGOUROUX, GIROT, DRIVER, CORNILL, STRACK. Para cuestiones especiales de introducción: CHEYNE, Jeremiah (1888); MARTZ, Der

Prophet Jeremias von Anatot (1889); ERBT, Jeremia und seine Zeit (Göttingen, 1902); GILLIES, Jeremiah, the Man and His Message (Londres, 1907); RAMSAY, Studies in Jeremiah (Londres, 1907); WORKMAN, The Text of Jeremiah (Edimburgo, 1889); STREANE, The Double Text of Jeremiah (Cambridge, 1896); SCHOLZ, Der masoretische Text und die Septuagintaübersetzung des B. Jeremias (Ratisbona, 1875); FRANKL, Studien über die LXX und Peschito zu Jeremia (1873); NETELER, Gliederung der B. Jeremias (Münster, 1870). Comentarios sobre Jeremías publicados en las últimas décadas.–Católicos: SCHOLZ (Würzburg, 1880); TROCHON (París, 1883); KNABENBAUER (París, 1889); SCHNEEDORFER (Viena, 1903). Protestantes: PAYNE SMITH en el Speaker's Commentary (Londres, 1875); CHEYNE en SPENCE, Commentary (Londres, 1883-85); BALL (Nueva York, 1890); GIESEBRECHT en NOWACK, Handkommentar (Göttingen, 1894); DUHM en MARTI, Kurzer Hand-Commentar (Tübingen y Leipzig, 1901); DOUGLAS (Londres, 1903); ORELLI (Munich, 1905). Comentarios sobre las Lamentaciones:–Católicos: SEISSENBERGER (Ratisbona, 1872); TROCHON (París, 1878); SCHÖNFELDER (Munich, 1887); KNABENBAUER (París, 1891); MINOCCHI (Roma, 1897); SCHNEEDORFER (Viena, 1903); ZENNER, Beiträge zur Erklärung der Klagelieder (Friburgo de Br., 1905). Protestantes: RAABE (Leipzig, 1880); OETTLI (Nördlingen, 1889); LÖHR (Göttingen, 1891); IDEM en NOWACK, Handkommentar (Göttingen, 1893); BUDDE en MARTI Kurzer Hand-Commentar (Friburgo de Br.,1898). Para monografías ver los comentarios más recientes y las bibliografías en los periódicos bíblicos.

M. FAULHABER
Transcrito por WGKofron
Traducido por Francisco Vázquez