La
Inquisición
EnciCato
(del latín inquirere, inquirir, buscar)
Por este término generalmente se entiende la existencia de una institución
eclesiástica que combatió y suprimió la herejía. Esta característica se ejerció
enfáticamente en términos de la fe, a manera de suprema autoridad eclesiástica,
no de carácter temporal o para casos individuales, sino de índole universal y de
atributos permanentes. En los tiempos modernos se tiene dificultad en entender
esta institución debido principalmente a que se ha perdido la perspectiva
histórica de los hechos.
Por una parte se ha cesado de considerar a las creencias religiosas como algo
objetivo, como un legado de Dios, y por tanto algo que está fuera de los juicios
privados. Por otra parte, ya no se ve a la iglesia como una sociedad perfecta y
soberana basada substancialmente en pura y auténtica revelación, cuya función
primordial debe ser naturalmente retener la fuente de la fe. Antes de la
revolución religiosa del siglo XVI las anteriores percepciones eran comunes para
los cristianos. El hecho de que tal situación se debería de mantener a cualquier
costo era algo autoevidente, como un axioma. Sin embargo debe considerarse que
la supresión de la herejía por niveles de autoridad eclesial y laica, no era
algo tan antiguo como la Iglesia misma. La Inquisición fue un tribunal
eclesiástico específico de más reciente origen. Históricamente surge en la fase
de crecimiento de la legislación eclesiástica cuyo carácter se puede comprender
únicamente con la comprensión y el estudio cuidadosos de su desarrollo. De allí
que este tema para que fuera convenientemente tratado se dividió de la manera
siguiente:
La supresión de la herejía durante los primeros 12 siglos
La supresión de la herejía por la institución llamada Inquisición en las formas
siguientes
La Inquisición en la Edad Media
La Inquisición en España
El Santo Oficio en Roma
I. LA SUPRESIÓN DE LA HEREJÍA DURANTE LOS PRIMEROS DOCE SIGLOS
(1) Los Apóstoles estaban convencidos de que debían ser depositarios de la fe y
de que cualquier variación de las enseñanzas aún proclamada por un ángel del
cielo sería culpable de ofensa. No obstante lo anterior, San Pablo, en el caso
de los herejes Alejandro e Hymeneo, no actuó con base en la Antigua Alianza en
términos de la pena de muerte (Deut., xiii, 6 y sig. y xvii, 1 y siguientes),
sino que optó por la excomunión de la Iglesia, como pena suficiente (1 Tim. i,
20; Tit, iii, 10). Esto parece haber sido la norma en los cristianos de los
primeros tres siglos cuando se trataba de errores en materia de fe. Tertuliano
(Ad Scapulam, c ii) establece la ley de esta manera:
Humani iuris et naturalis potestatis, unicuique quod putaverit colere, nec alii
obest aut prodest alterius religio. Sed nec religionis est religionem colere,
quae sponte suscipi debeat, non vi.
En otras palabras, él nos dice que la única ley autorizada que debe seguir el
hombre es la voz de su consciencia individual en la práctica de la religión,
debido a que la aceptación de la religión es un acto de libre albedrío y no de
compulsión. Contestando a la acusación de Celsus basada en el Antiguo
Testamento, en el sentido de perseguir a los disidentes cristianos con pena de
muerte, quema y tortura, Origen (C. Cels, VII 26) se satisface en decir que uno
debe distinguir entre la ley que los judíos recibieron de Moisés y la ley dada
por Jesús. La primera seguida por los preceptos judíos y la segunda por los
cristianos. Los judíos cristianos, si son sinceros, no pueden estar siempre
conformes con la ley Mosaica, por lo tanto ellos no están ya más en libertad de
matar a los enemigos o de quemar y lapidar o apedrear a los violadores de la Ley
Cristiana.
San Cipriano de Cartago, rodeado como él estuvo por un sin número de escépticos
y de cristianos no devotos, también dejó de lado las sanciones del Antiguo
Testamento, las cuales buscaban penar con la muerte la rebelión contra los
sacerdotes y los jueces. "Nunc autem, quia circumcision spiritalis esse apud
fideles servos Dei coepit, spiritali gladio superbi et contumaces necantur, dum
de Ecclesia ejiciuntur" (Ep. lxxii, ad Pompon n. 4). Siendo la religión ahora
una cuestión espiritual, toma sus sanciones con el mismo carácter, y la
excomunión reemplaza la muerte del cuerpo. Lactacio fue aún más audaz cuando
escribió acerca de las persecuciones sangrientas de la Divine Institutes, en el
año 308. Naturalmente su posición estuvo de conformidad con la más absoluta
libertad de religión. Él escribe:
Siendo la religión un asunto voluntario, no puede ser forzado por ninguno, en
este sentido, es mejor emplear palabras que presiones (verbis melius quam
verberibus res adgenda est). ¿De qué utilidad es la crueldad? ¿Qué tiene que ver
eso con la piedad? Ciertamente no hay conexión entre la verdad y la violencia,
entre la justicia y la crueldad… Es cierto que nada es más importante que la
religión y que la misma debe ser defendida a cualquier costo (summa vi)… Es
verdad que la misma debe ser protegida muriendo por ella, más no matando a otros
por el largo sufrimiento, ya no por la violencia, por la fe y no por el crimen.
Si se pretende defender la religión mediante la sangre y la tortura, lo que se
hace no es una defensa sino algo antisacramental y un insulto. Nada es tan
intrínsecamente tan de libre albedrío o voluntad como la religión (Divine
institutes V:20).
Los maestros cristianos de los primeros tres siglos insistieron en que era
natural para ellos la característica de la completa libertad en la religión, más
aún, ellos no presionaron por el asunto de que la religión debía ser impuesta en
otros, un principio que siempre fue observado por la Iglesia con los no
bautizados.
Sin embargo, cuando se comparó la ley Mosaica con el cristianismo, ellos
enseñaron que la última mencionada debía estar acorde al castigo espiritual de
los herejes (por ejemplo la excomunión), mientras que el judaísmo se manifestaba
en tal sentido, con la tortura y la muerte.
(2) No obstante, los sucesores en el trono de Constantino, rápidamente
comenzaron a considerarse a si mismos como Divinos Arzobispos del Exterior,
maestros de las condiciones materiales y temporales de la Iglesia. Al mismo
tiempo retuvieron la autoridad de Pontífices Máximos (Pontifex Maximus) y ante
esto se inclinaba la autoridad civil, frecuentemente se relacionaban con los
prelados de las tendencia Arianas, persiguiendo a los obispos ortodoxos con
prisión y exilio.
En referencia a lo último y especialmente San Hilario de Poltiers (Liber contra
Auxentium, c. iv) protestó vigorosamente contra el uso de cualquier fuerza ya
sea que la misma fuera utilizada para expandir o para preservar la fe. En
repetidas ocasiones se pronunció para que los duros planteamientos del Antiguo
Testamento, fueran reemplazados por las leyes de Cristo. Sin embargo, los
sucesores de Constantino dieron evidencias de estar convencidos de que un asunto
muy importante de estado era la reafirmación de la religión a nivel de autoridad
imperial (Theodosious II, "Novellae", tit. III, A.D. 438). Debido a ello y con
regularidad, promulgaron varios edictos contra la herejía. Durante el período de
57 años, sesenta y ocho decretos fueron establecidos. Todas las formas de
herejía fueron aceptadas y de muy diversas maneras, ya hubiera sido por exilio,
confiscación de propiedad, o muerte.
Una ley del año 407, por primera vez establece que los herejes deben ser
considerados, en términos de su ofensa, como traidores, y puestos en el mismo
plano de quienes transgredían contra la sagrada majestad del emperador, un
concepto que tomó mucha importancia en los últimos tiempos. La pena de muerte
sin embargo, fue impuesta sólo en casos muy específicos de herejía. En la
persecución contra los herejes, los emperadores romanos se quedaron cortos de
los alcances que tuvo la severidad de Dioclecio, quien en el año 287 sentenció a
morir por empalamiento a los líderes del movimiento maniqueo, y a parte de sus
seguidores se les mató por decapitación. A algunos otros maniqueos se les obligó
a trabajar en las minas del gobierno.
Hasta ahora hemos hablado de la ley de cristianización del estado. En la actitud
de los representativos de la Iglesia ante la legislación, algunas
características son evidentes. Al final del siglo IV, las principales formas de
herejía estaban dadas por los movimientos de los maniqueos, los donatistas y los
priscilianistas. Habiendo sido expulsados de Roma y de Milán, el maniqueísmo
buscó refugio en Africa. Aunque ellos fueron encontrados culpables de falsas
enseñanzas y de mal enseñar la fe, San Agustín ("De haeresibus") explícitamente
rechazó el uso de la fuerza. El buscó que el arrepentimiento viniera en actos de
obediencia tanto privada como pública, habiendo alcanzado sus esfuerzos, cierto
grado de éxito. Podemos ver por medio de este obispo, que fueron los donatistas
los primeros en acudir al poder civil para buscar protección. No obstante ellos
llegaron a estar como los leones de Daniel, ya que las fieras se voltearon
contra ellos. El estado no satisfizo sus demandas y en cambio respondieron con
violencia. Esto provocó que los Donatistas amargamente se quejaran de crueldad.
En este sentido, San Optuto de Mileve defendió la autoridad civil (De Schismate
Dontistarum, III, cc. 6-7) de la forma siguiente:
… aunque no les fue permitido venir como mediadores de Dios a pronunciar
sentencia de muerte… sin embargo yo digo que el estado no puede castigar en
nombre de Dios. No obstante, ¿no fue en nombre de Dios que Moisés y Fineo
consignaron a muerte a los adoradores del becerro de oro y de aquellos que
tergiversaron la religión?
Esta fue la primera vez que un Obispo católico se colocaba en unidad de
cooperación con el estado en asuntos religiosos y proclamaba el derecho de
establecer la pena de muerte contra los herejes. Por primera vez, asimismo, el
Antiguo Testamento fue invocado aún cuando estas apelaciones habían sido
previamente rechazadas por maestros cristianos.
San Agustín, por el contrario, aún se oponía al uso de la fuerza, y trató de
establecer nuevamente los métodos de convencimiento por la instrucción. Lo más
que aceptó fue la imposición de ciertos castigos contra ciertas personas.
Finalmente, sin embargo, él cambió de opinión, ya sea por los excesos increíbles
de los Circumceliones o por los resultados que se alcanzaban por medio del uso
de la fuerza, o bien favoreciendo las persuasiones de los Obispos. En referencia
a esto último que aparentemente se evidencia como inconsistente, es necesario
determinar claramente a quienes se estaba dirigiendo. El aparece hablándoles a
los oficiales de gobierno quienes deseaban la aplicación plena de las leyes.
Además, él se está dirigiendo a los donatistas, quienes negaban al estado
cualquier derecho que éste tuviera para castigar a los disidentes. En su
correspondencia con los oficiales del estado, él se inclinaba por la caridad
cristiana y la tolerancia, en tanto caracteriza a los herejes como ovejas
perdidas, quienes deben ser buscadas. Para los herejes el insiste en que deben
ser persuadidos y si son reincidentes quizá hasta amenazados, pero no hacerlos
volver con base en el uso de la espada. Por otra parte, en sus escritos
dirigidos a los donatistas, el hace ver el derecho del estado, algunas veces él
subraya, la severidad puede ser aconsejable a fin de proteger a los verdaderos
creyentes y a la comunidad en un más amplio sentido (Vacandard, 1. c., pp.
17-26).
En cuanto a priscilianismo, algunos asuntos siguen en la obscuridad, a pesar de
recientes investigaciones. Sin embargo, parece cierto que Prisciliano, el Obispo
de Avila en España fue acusado de herejía y brujería y se encontró culpable por
algunos concilios eclesiásticos. Parece que San Ambrosio de Milano y San Damasco
de Roma le negaron una audiencia. Por mucho tiempo abogaba ante el Emperador
Máximo de Trier, pero a pesar de ello, le condenaron a la muerte. El mismo
Prisciliano, sin duda estaba consciente de su inocencia, anteriormente apoyaba a
la represión de los maniqueos por la espada. Pero los maestros principales del
cristianismo no compartían a estos sentimientos, y su propia ejecución dio
ocasión para una protesta solemne contra el tratamiento cruel que le fue dado a
él por el gobierno imperial. San Martín de Tours, en aquel tiempo en Trier,
consiguió obtener de la autoridad eclesiástica el abandono de la acusación e
indujo al emperador que prometiera que de ninguna manera se derramaría la sangre
de Priscialiano, puesto que la deposición eclesiástica de los Obispos era
bastante castigo y la matanza sería en oposición a la Ley Divina (Sulp. Serverus
"Chron.", II, en P.L., XX 155 sqq.; y ibid., "Dialogi", III, col. 217). Después
de la ejecución se culpó duramente a los acusadores y al emperador, y por mucho
tiempo hubo negación para estar en comunión con tales Obispos, los cuales tenían
alguna responsabilidad por la muerte de Prisciliano. El gran Obispo de Milán,
San Ambrosio, llamó la ejecución algo criminal.
Sin embargo el priscilianismo no desapareció con la muerte de su fundador; al
contrario, se difundía muy rápidamente, y a través de la adopción abierta del
maniqueísmo y se convirtió más que nunca en una amenaza pública. De esta manera
las sentencias de San Agustín y de San Jerón contra el priscilianismo se
convirtieron en incomprensibles. En el año 447 León el Grande tuvo que reprobar
a los priscilianistas con el relajamiento de los enlaces santos del matrimonio,
poniendo toda la decencia bajo pié, y burlándose de toda la ley, la ley humana y
la ley Divina. Le parecía a él algo natural que los líderes temporales debían
castigar tal locura sacrílega, y que debían condenar a la muerte al fundador de
la secta y a algunos de sus discípulos. Se indicaba respecto a la Iglesia que: "quae
etsi sacerdotali contenta iudicio, cruentas refugit ultiones, severis tamen
christianorum principum constitutionibus adiuratur, dum ad spiritale recurrunt
remedium, qui timent corporale supplicium" - aún la Iglesia estaba contenta con
la sentencia espiritual por parte de los Obispos y era contraria al
derramamiento de sangre, no obstante fue ayudado por la severidad imperial, ya
que el miedo del castigo corporal conducía a los culpables a buscar remedio
espiritual (Ep. XXV ad Turribium; P.L., LIV, 679 sq.).
Se puede resumir las ideas eclesiásticas de los primeros cinco siglos en lo
siguiente:
la Iglesia de ninguna manera debe derramar sangre (San Agustín, San Ambrosio,
San León I, y otros);
sin embargo, otros maestros como Optato de Mileve y Prisciliano creían que el
Estado podía pronunciar la sentencia de la muerte sobre los herejes en el caso
de que el bienestar del público así lo indicara;
la mayoría pensaba que el castigo de la muerte para la herejía, cuando no era un
crimen civil, era irreconciliable con el espíritu de la Iglesia.
San Agustín (Ep.c, N. 1) en el nombre de la Iglesia occidental, dice: "Corrigi
eos volumus, non necari, nec disciplinam circa eos negligi volumus, nec
suppliciis quibus digni sunt exerceri" - queremos que sean corregidos, no
castigados con la muerte; deseamos el triunfo de la disciplina (eclesiástica),
no el castigo de la muerte que merecen. San Juan Crisóstomo substancialmente
dice lo mismo en nombre de la Iglesia oriental (Hom., XLVI, c.i): "consignar un
herético a la muerte es confiar una ofensa más allá de la reparación"; y en el
capítulo siguiente él dice que Dios prohibe su ejecución, incluso mientras que
él nos prohíbe desarraigar el berbecho, pero Él no nos prohíbe rechazarlos,
privarlos de discurso libre, o prohibir sus asambleas. La ayuda del brazo
secular no fue rechazada enteramente; al contrario, tan a menudo como el
bienestar cristiano, general o doméstico, lo había requerido, los gobernantes
cristianos intentaron prevenir el mal por medidas apropiadas. Tan tarde como fue
hasta el siglo VII, San Isidro de Sevilla expresa sentimientos similares (Sententiarum,
III, iv, nn.4-6).
No se debe confiar en la imparcialidad presumida del Henry Charles Lea, el
historiador americano de la Inquisición. Se puede aquí ilustrar esta situación
con un ejemplo. En su "Historia de la Inquisición en el Medievo", (New York,
1888, I, 215) él cierra este período con estas palabras:
En solamente sesenta y dos años después de la matanza de Prisciliano y sus
seguidores que habían excitado tanto el horror, Leo I, cuando el herejía parecía
restablecerse en el año 447, no solamente justificó el acto, pero declaró que,
si se permitiera vivir los seguidores de una herejía mereciendo la condenación,
habría fin a la ley humana y a la Ley Divina. La medida final había sido tomada
y la iglesia prometió definitivamente la supresión de herejía a cualquier
precio. Es imposible no atribuir a la influencia eclesiástica los edictos
sucesivos por los cuales, a partir de la época de Teodosio el Grande, la
persistencia en herejía fue castigado con la muerte.
En estas líneas Lee ha transferido las palabras empleadas por el Emperador al
Papa. Por otra parte, es simplemente contrario a la verdad histórica afirmar que
los edictos imperiales castigando la herejía con la muerte son debidos a la
influencia eclesiástica, puesto que nosotros ya hemos mostrado que en este
período las autoridades eclesiásticas más influyentes declararon que la pena de
la muerte es contrario al espíritu del Evangelio, y ellos mismos se oponían a su
ejecución. Por siglos esta era la actitud eclesiástica en teoría y en práctica.
Así, en armonía con la ley civil, algunos maniqueos fueron ejecutados en Ravena
en el año 556. Por otra parte, Elipando de Toledo y Felix de Urgel, los jefes
del adopcionismo del anti-predestionismo, fueron condenados por los consejos,
pero luego dejados en libertad. Podemos observar, sin embargo, que el monje
Gothescalch, después de la condenación de su doctrina falsa que Cristo no había
muerto por toda la humanidad, fue por los Sínodos de Mainz en el año 848 y
Quiercy en el año 849 condenado al azote y al encarcelamiento, castigos comunes
en aquel tiempo en los monasterios para varias infracciones a las normas.
(3) Alrededor del año 1000, los maniqueos de Bulgaria, bajo varios nombres, se
extendían por la Europa occidental. Eran numerosos en Italia, en España, en Gaul
y en Alemania. El sentimiento popular cristiano pronto se mostró adverso a estas
sectas peligrosas. El resultado fueron persecuciones locales ocasionales,
naturalmente en formas que expresaron el espíritu de la época. En el año 1122 el
rey Roberto el Piadoso (regis iussu ed universae plebis consensu), "porque él
temió por la seguridad del reino y la salvación de almas" quemó vivos a trece
ciudadanos distinguidos, eclesiásticos y personas laicas, en Orleans. En otras
partes, actos similares eran debidos a los arrebatos del pueblo. Algunos años
más tarde el obispo de Chalons observó que la secta se difundía en su diócesis,
y pidió de Wazo, el Obispo de Liège, su consejo en cuanto al uso de la fuerza: "An
terrenae potestatis gladio in eos sit animadvertendum necne" (Vita Wasonis", cc.
xxv, xxvi, in P.L., CXLII, 752; "Wazo ad Roger, II, episc. Catalaunens", and "Anselmi
Gesta episc. Leod." in "Mon. Germ, Ss.", Vii, 227 sq.). Wazo contestó que el uso
de fuerza era contrario al espíritu de la Iglesia y contrario de las palabras de
su Fundador, quién estableció que los vicios se deben permitir crecer con el
trigo hasta el día de la cosecha, a fin de que el trigo se desarraigue con los
vicios; las que eran hoy vicios se podrían convertir mañana en trigo. Recomendó
por tanto que les deje, que la excomunicación absoluta sería suficiente. San
Crisóstomo, como hemos visto, había enseñado una doctrina similar. Pero no se
podía seguir siempre este principio. Así en Goslar, en la estación de la Navidad
del año 1051, y en el año 1052, varios herejes fueron colgados porque el
Emperador Enrique III deseó prevenir la difusión adicional "de la lepra
herética". Algunos años más tarde, en el año 1076 o el 1077, un cátaro fue
condenado a ser quemado por el Obispo de Cambrai. A los otros cátaros, a pesar
de la intervención del arzobispo, les dieron los magistrados de Milano la opción
entre hacer homenaje a la cruz o ser quemados en la pira. La mayor parte de los
herejes eligieron el último. En el 1114 el Obispo de Soissons encarceló a varios
herejes en su ciudad episcopal. Pero mientras que él fue a Beauvais para pedir
el consejo de los obispos que allí sostenían una asamblea, la "gente de
creencia, temiendo que los eclesiáticos les favorecieran a los herejes como de
costumbre, asaltaron la prisión, tomaron los acusados fuera de la ciudad, y los
quemaron".
La gente tuvo aversión a lo que percibían era la tardanza en extremo en cuanto a
la actuación del clero respecto a la persecución de los herejes (clericalem
verens mollitiem). En el año 1144 Adalerbo II de Liège esperaba tener algunos
cátaros encarcelados para mejorar el conocimiento por la gracia de Dios, pero la
gente, menos indulgente, invadieron las celdas y tomaron a los herejes, y
solamente con el apuro más grande el obispo tuvo éxito en el rescate de algunos
de ellos de la muerte por el fuego. Casi el mismo drama ocurrió al mismo tiempo
en Colonia. Mientras que el arzobispo y los sacerdotes serios intentaron
conducir a los equivocados nuevamente dentro de la iglesia, estos últimos fueron
tomados violentamente por la multitud (a populis nimio zelo abreptis) de la
custodia del clero y quemados en la pira. Los herejes más conocidos de ese
tiempo, Peter de Bruys y Arnoldo de Brescia, encontraron un fin similar -el
primero en la pira como víctima de la furia popular, y el último bajo el hacha
del verdugo, siendo víctima de sus enemigos políticos. En otras palabras, la
iglesia no fue culpable por su comportamiento hacia la herejía en esos días
incultos. Entre todos los obispos de la época, en cuanto se puede comprobar,
Teodoro de Liège, el sucesor del antedicho Wazo y fiscal de Aldalberto II, él
sólo abrogó al poder civil para el castigo de herejes, y él mismo no pidió por
castigo, la muerte, una idea que fue rechazado por todos. ¿Quiénes tuvieron el
respeto más alto en el duodécimo siglo que Pedro Canter, el hombre más docto de
su tiempo, y San Bernardo Clairvaux? El anterior dice ("Verbum abbreviatum", c.
lxxviii, in P.L., CCV, 231):
Si estuvieran condenados por error, o se confesaran libremente su culpabilidad,
los cátaros no deben ser enviados a la muerte, por lo menos no cuando se
refrenan de asaltos armados sobre la Iglesia. Pero el Apóstol dijo: al hombre
que es hereje después de la tercera advertencia, evítale; por cierto él no dijo,
mátalo. Láncelos a la prisión, si lo quisiera, pero no los ponga a la muerte (cf.
Geroch von Reichersberg, "De investigatione Antichristi III", 42).
Lejos de estar de acuerdo con los preceptos de muerte era San Bernardo con las
ideas sobre los métodos de la gente de Colonia, de manera que él colocó el
axioma: Fides suadenda, non imponenda (Se ganarán a los hombres a la Fe por la
persuasión, no por la violencia). Y si él censura el descuido de los príncipes,
a los cuales debían dar la culpa porque los pequeños zorros devastaron el
viñedo, ya agrega que los últimos se deben capturar no por la fuerza sino con
argumentos (capiantur non armis, sed argumentis); a los obstinados debíaseles
excomulgar, y en caso de necesidad mantenidos en confinamiento para la seguridad
de otros (aut corrigendi sunt ne pereant, aut, ne perimant, coercendi). (Véase
Vacandard, 1. c., 53 sqq.) Los sínodos del período emplean substancialmente los
mismos términos, por ejemplo, el Sínodo de Reims en el año 1049 bajo Leo IX, lo
de Toulouse en el año 1119, en que presidió Calixto II, y finalmente el Concilio
de Laterano del 1139.
Por lo tanto, las ejecuciones ocasionales de los herejes durante este período se
deben atribuir en parte a la acción arbitraria de gobernantes individuales, en
parte a los brotes fanáticos del populacho fervoroso, y de ninguna manera a la
ley eclesiástica o a las autoridades eclesiásticas. Había ya, es verdad, los
canonistas que concedieron a la Iglesia el derecho de pronunciar la sentencia de
la muerte a los herejes; pero el asunto fue tratado como una cuestión puramente
académica, y la teoría no ejerció virtualmente ninguna influencia sobre la vida
en realidad. La excomunicación, la proscripción, el encarcelamiento, etc.,
fueron infligidos de hecho, con la intención de ser formas de reparación que ser
castigo verdadero, pero nunca tuvo la intención de ser sentencia capital. La
máxima de Pedro Cantor todavía fue adherida: "Los cátaros, aunque están
condenados por el poder divino en una prueba dura, no deben ser castigados por
la muerte." Durante la segunda mitad del siglo XII, sin embargo, la herejía en
la forma del Catarismo se extendía en una manera verdaderamente alarmante, y no
solamente amenazaba la existencia de la Iglesia, pero minaba las mismas
fundaciones de la sociedad cristiana. En oposición a esta propaganda creció una
cierta clase de ley preceptiva -- por lo menos en Alemania, Francia, y España --
que oponía la herejía con la muerte por el fuego. Inglaterra en su mayor parte
seguía siendo incorrupta por la herejía. Cuando en el año 1166, casi treinta
miembros de una secta llegaron allí, Enrique II pidió que fueran quemados en las
frentes con hierro candente, que se baten con las barras en la plaza pública, y
que les ahuyenten. Además, él prohibió a cualquier persona que les diera el
abrigo o que les asistiera de otra manera, de modo que se murieron en parte por
el hambre y en parte por el frío del invierno. El Duque Felipe de Flandes,
ayudado por Guillermo de la Mano Blanca, Arzobispo de Reims, era particularmente
severo hacia los herejes. Los dos ordenaron a muchos ciudadanos en sus dominios
-nobles y plebeyos, clérigos, caballeros, campesinos, solteronas, viudas,
mujeres sin casamiento- que fueran quemados vivos; confiscaron su propiedad y la
dividieron entre ellos. Éste ocurrió en el año 1183. Entre 1183 y 1206 el Obispo
Hugo de Auxerre actuaba de manera similar hacia los neo-maniqueos. De algunos
les confiscó su posesiones; otros fueron exilados o los condenó a la muerte por
fuego. El Rey Felipe Augusto de Francia condenó a la muerte por fuego a ocho
cátaros en Troyes en el año 1200, a uno en Nevers en el año 1203, a varios en
Braisne Veste en 1204, y a muchos en París -- "sacerdotes, clérigos, laicos, y
mujeres que pertenecían a la secta". Raimundo V de Toulouse (1148-94) promulgó
una ley que castigó por la muerte a discípulos de la secta y a los que les
favorecieron. Los guardias de Simón de Montfort creyeron en 1211, que daban
cumplimiento a esta ley cuando se jactaron cómo se habían quemado vivo a muchos,
y continuarían haciendo lo mismo (unde multos combussimus et adhuc cum invenimus
idem facere non cessamus). En 1197 Pedro II, Rey de Aragón y Conde de Barcelona,
publicó un edicto en la obediencia a la cual los Waldensianos y el resto de los
cismáticos fueron expulsados de su territorio; quienquiera de esta secta todavía
fuera encontrada en su reino o en su condado después del Domingo de las Palmas
del año próximo debiera sufrir la muerte por el fuego, y también incautación de
sus posesiones.
La legislación eclesiástica estaba lejos de tal severidad. Alejandro III en el
Concilio de Laterano del 1179 renovó las decisiones tomadas ya con respecto a
los cismáticos en Francia meridional, y solicitó a los gobernadores seculares
que silenciaran a los que hacían disturbios en el orden público, por la fuerza,
si fuera necesario. Para realizar este objetivo tenían la libertad de encarcelar
al culpable (debita animadversione puniendus) y de apropiarse de sus posesiones.
Según el acuerdo hecho por Lucius III y el Emperador Federico Barbarossa en
Verona (1148), los herejes de cada comunidad debían ser buscados, traídos ante
la corte episcopal, excomulgados, y dados al poder civil para ser castigados
apropiadamente (debita animadversione punendus). El castigo apropiado (debita
animadversio, ultio), sin embargo, no significaba, hasta este punto, el castigo
capital, pero la interdicción proscriptita, en muchos casos esto se concretó en
el exilio, la expropiación, la destrucción de la casa de los culpables, la
infamia, la expulsión del foro y castigos similares. El "Continuatio Zwellensis
altera, ad ann. 1184" (Mon. Germ. Hist.: SS., IX, 542) describe exactamente la
condición de los herejes en este tiempo cuando dice que el Papa los excomulgará
, y el emperador los pone bajo la interdicción civil, mientras que este último
confisca sus posesiones. Bajo Inocencio III no se hizo nada para intensificar ni
agregar a los estatutos de aquel tiempo, algo contra la herejía, aunque este
Papa le dió una gama más amplia por la acción de sus emisarios y por poder del
Cuarto Concilio Laterano (1215). Pero este acto era de hecho un servicio
relativo a los herejes, porque el procedimiento canónico regular introducido así
hizo mucho para atenuar el carácter arbitrario, la pasión, y la injusticia de
las cortes civiles en España, Francia y Alemania. En tanto que seguían estas
normas en vigor, ninguna condenación sumaria ni ejecuciones en masa ocurrieron,
ni ocurrió ninguna muerte por el fuego y, si, en una ocasión durante el primer
año de su pontificado, Inocencio III, para justificar la incautación, abrogó a
la ley romana y a sus castigos para los crímenes contra el poder soberano, sin
embargo él no trazó la conclusión extrema de que los herejes merecieron ser
quemados. Su reinado da muchos ejemplos de cuánto quitó el vigor en la práctica
del código penal existente.
II. LA SUPRESIÓN DE LA HEREJÍA POR LA INSTITUCIÓN CONOCIDA COMO LA INQUISICIÓN
A. La Inquisición en la Edad Media
(1) Origen
Durante las primeras tres décadas del siglo XIII, la Inquisición, como
institución, no existió. Pero eventualmente la Europa cristiana estaba en
peligro por la herejía, y la legislación penal referente al catarismo estaba en
tal condición que la Inquisición parecía una necesidad política. Que estas
sectas eran una amenaza a la sociedad cristiana había sido reconocido por la
mayor parte por los gobernantes del área bizantina. Desde el siglo X la
Emperatriz Teodora había condenado a muerte a una multitud de paulicianos y en
el año 1118 el Emperador Alexius Comnenus trató a los Bogomili con igual
severidad; pero este hecho no evitó que estas sectas se propagaran por toda la
Europa occidental. Por otra parte, estas sectas eran muy agresivas, hostiles al
cristianismo, a la Misa, a los sacramentos, a la jerarquía eclesiástica y a su
organización; ellos eran también hostiles al gobierno feudal por su actitud
hacia los juramentos, de los cuales declararon impermisibles bajo ninguna
circunstancia. Ni eran sus opiniones simplemente menos fatales a la continuación
de la sociedad humana, porque por un lado prohibieron el matrimonio y la
propagación de la raza humana, y por otra parte hicieron del suicidio un deber
por la institución de la Endura (véase Cátaros). Se ha dicho que más cátaros
fallecieron con la Endura (el código del suicidio de los cátaros) que con la
Inquisición. Era, por lo tanto, bastante natural para los guardianes de la orden
existente en Europa, especialmente de la religión cristiana, adoptar medidas
represivas contra tales enseñanzas revolucionarias.
En Francia Luis VIII decretó en el año 1226 que las personas incomunicadas por
el obispo diocesano, o por su delegado, debían recibir el "castigo apropiado"
(debita animadversio). En el año 1249 Luis IX ordenó a sus barones que traten a
los heréticos según los dictados del decreto de su deber (de ipsis faciant quod
debebant). Según un decreto del Concilio de Toulouse (1229) parece probable que
en Francia la muerte por el fuego era entendida ya de acuerdo con la ley antes
dicha. Intentar rastrear de esta manera la influencia de ordenanzas imperiales o
papales es inútil puesto que el castigo del fuego a los heréticos había sido ya
establecido como algo preceptivo. Se dice en el "Etablissements de St. Louis et
coutumes de Beauvaisis ", ch. cxiii (Ordonnances de Roys de France, I, 211): "Quand
le juge [ecclésiastique] laurait examiné [le suspect] se il trouvait, quil feust
bougres, si le devrait faire envoier à la justice laie, et la justice laie le
dolt fere ardoir." El "Coutumes de Beauviaisis" corresponde al "Sachsenspiegel"
alemán, o al "Espejo de Leyes Saxones", compilado alrededor del año 1235, el
cuál también incorporaba una ley sancionada por costumbre (sal man uf der hurt
burnen). El emperador Federico II de Italia, desde el 22 de noviembre del año
1220 (Mon. Germ., II, 243), publicó un decreto contra los heréticos, concebido,
no obstante en el espíritu de Inocencio III, y Honorio III comisionó a sus
emisarios para reforzar la aplicación en ciudades italianas de los decretos
canónicos del año 1215 y de la legislación imperial del año 1220. De lo
siguiente hay duda de que hasta el año 1224 no había ninguna ley imperial que
ordenara, el quemar a los heréticos. El decreto de Lombardía del año 1224 (Mon.
Germ., II, 252; cf. ibid., 288) es por consiguiente la primera ley en la cual la
muerte por el fuego está contemplada (cf. Ficker, op. cit., 196). No se puede
mantener si Honorius III estaba de cualquier manera implicado en el bosquejo de
esta ley; el emperador de hecho no tenía la necesidad de la inspiración papal
puesto que el quemar a los heréticos en Alemania era en aquella época común; los
emisarios del papa, por otra parte, habrían dirigido ciertamente la atención de
los emperadores a la antigua Ley Romana que daba el poder de castigar la alta
traición por la muerte, y al maniqueísmo en detalle con la muerte a la pira. Los
decretos imperiales del año 1220 y del año 1224 fueron adoptados y fueron
puestos en el código penal eclesiástico en el año 1231, y pronto se aplicó en
Roma. Era con base en esto que la Inquisición del Medievo comenzó a existir.
¿Cuál era la provocación inmediata? Las fuentes contemporáneas no producen
ninguna respuesta positiva. El Obispo Douais, que quizás ordena el mejor
material contemporáneo original que cualquier otra persona, ha procurado en su
último trabajo (l'Inquisition, Ses Origines. Sa Procedure, París, 1906) explicar
el aspecto por una ansiedad supuesta de Gregorio IX para prevenir las
usurpaciones de Federico II en el tema estrictamente eclesiástico de la
doctrina. A este propósito parecería necesario que el papa estableciera una
corte distinta y específicamente eclesiástica. Desde este punto de vista, la
hipótesis no puede ser probada completamente y sigue siendo obscura la situación
sobre el tópico. Había sin duda una razón de temer tales usurpaciones imperiales
en una edad llena de los conflictos del Imperio y de sacerdocio. Necesitamos
solamente recordar al respecto, las maneras clandestinas del emperador y de su
impaciencia fingida para la pureza de la fe, de su legislación cada vez más
rigurosa contra heréticos, de las ejecuciones numerosas de sus rivales
personales con el pretexto de herejía, de la pasión hereditaria de la familia
Hohenstaufen para el control supremo sobre la iglesia y sobre el estado, su
demanda de la autoridad divina, sobre ambos, la responsabilidad en sus dominios,
etc. ¿Cuál era la vía más natural que la iglesia debía reservarla
terminantemente a su propia esfera, mientras que al mismo tiempo se esfuerza por
evitar ofender al emperador? Un tribunal religioso puramente espiritual o papal
aseguraría la libertad eclesiástica y la autoridad porque esta corte se podría
confiar a los hombres de experiencia y de reputación libre de culpa, y sobretodo
a hombres independientes en cuales la iglesia podía confiar con seguridad una
decisión en cuanto a la ortodoxia o la heterodoxia de cierta enseñanza. Por otra
parte, para resolver los deseos de los emperadores hasta lo permisible, el
código penal del imperio se podría asumir como el de control tal como era (cf.
Audray, "Regist. de Grégoire IX", n. 535).
(2) El Tribunal Nuevo
(a) Su característica esencial
El papa no estableció la Inquisición como tribunal distinto y separado; lo que
hizo fue designar a los jueces especiales pero permanentes, que ejecutaron sus
funciones doctrinales en el nombre del papa. Donde se sentaron las bases para la
Inquisición. Debe ser observado cuidadosamente que la característica distinta de
la Inquisición no era su procedimiento peculiar, ni la examinación secreta de
testigos y de la acusación oficial consecuente: este procedimiento era común en
todas las cortes a partir de la época de Inocencio III. Ni era la búsqueda de
heréticos en todos los lugares: ésta había sido la regla desde el Sínodo
Imperial de Verona bajo Lucio III y Federico Barbarossa. Ni estaba la tortura,
que no fue prescrita o aún no fue tenida en cuenta décadas después del principio
de la Inquisición, ni, finalmente, las varias sanciones, encarcelamiento,
incautación, la muerte por fuego, etc. Castigos que existían generalmente mucho
más antes de la Inquisición. El Inquisidor, en sentido estricto, era un juez
especial pero permanente, actuando en el nombre del Papa y con autoridad de él
para ocuparse legalmente de ofensas contra la fe; él tenía sin embargo, que
adherirse a las reglas establecidas del procedimiento canónico y pronunciar los
castigos acostumbrados.
Muchos lo miraron como intervención de Dios, al tiempo que se originaban dos
órdenes religiosas nuevas, los dominicos y los franciscanos, que por su
entrenamiento teológico superior y otras características, parecían aptos para
realizar la tarea inquisitorial con gran éxito. Era seguro asumir que no fueron
dotados simplemente con el conocimiento indispensable, sino que también hacían
lo que tenían que hacer absolutamente no por egoísmo y sin la influencia de
motivos terrenos, y hacían lo que parecía su deber para el bienestar de la
Iglesia. Además, había razón de esperar que, debido a su gran popularidad, no
encontrarían demasiada oposición. Al parecer, por lo tanto, natural que los
inquisidores debían ser elegidos por los papas principalmente de estas órdenes,
especialmente lo de los Dominicanos. Se debe observar, sin embargo, que los
inquisidores no eran elegidos exclusivamente de los órdenes mendicantes, aunque
sin duda fue lo que busco el Senado de Roma cuando en su juramento de oficina
(1231) se mencionó a los inquisidores datos ab ecclesia. En su decreto del año
1232 Federico II les llamó inquisidores ab apostolica sede datos. El dominico
Albérico, en noviembre del año 1232, pasó por la Lombardía como inquisidor
haereticae pravitatis. Al prior y al secundario-prior de los Dominicanos en
Friesbach les dieron una comisión similar desde el 27 de noviembre del año 1231;
el 2 de diciembre de1 1232, el monasterio de Strasburgo, y un poco más tarde los
monasterios de Wurzburg, de Ratisbon, y de Bremen, también recibieron la
comisión. En el año 1233 un edicto de Gregorio IX, refiriéndose a estas
materias, fue enviado simultáneamente a los obispos de la Francia meridional y a
los priores del la orden de los dominicos. Sabemos que los dominicos fueron
enviados como inquisidores en el año 1232 a Alemania a lo largo del río Rin, a
los Diócesis de Tarragona en España y a Lombardía; en el año 1233 a Francia, al
territorio de Auxerre, a las provincias eclesiásticas de Bourges, de Burdeoux,
de Narbonne, y de Auch, y a Burgundy; en el año 1235 a la provincia eclesiástica
de Sens. En fin, cerca del año 1255 encontramos la Inquisición en plena
actividad en todos los países de la Europa central y la Europa occidental en el
condado de Toulouse, en Sicilia, en Aragón, en Lombardía, en Francia, en
Burgundy, en Brabant, y en Alemania (cf. Douais, op. cit., p. 36, y Fredericq,
"Corpus documentorum inquisitionis haereticae pravitatis Neerlandicae,
1025-1520", 2 vols., Ghent, 1884-96).
La creencia de que Gregorio IX, por nombrar a los dominicos y franciscanos como
inquisidores, retiró la supresión de la herejía de las cortes apropiadas (por
ejemplo, de los obispos), es una idea que no se puede generalizar. Tan poco
pensaba él en desplazar la autoridad episcopal que, al contrario, él proporcionó
explícitamente que ningún tribunal de la inquisición trabajara dondequiera sin
la cooperación diocesana de los obispos. Y si, por la fuerza de su jurisdicción
papal, los inquisidores manifestaron de vez en cuando una inclinación demasiado
grande de actuar independientemente de la autoridad episcopal, era precisamente
por ello que los papas los trataron de mantener dentro de sus límites. En el año
1254 Inocencio IV prohibió de nuevo el encarcelamiento perpetuo o la condenación
a la muerte por el fuego sin el consentimiento episcopal. Órdenes similares
fueron publicados por Urbano IV en el año 1262, Clemente IV en el año 1265, y
Gregorio X en el año 1273, hasta que finalmente Bonifacio VIII y Clemente V
declararon solemnemente nulo y sin valor todos los juicios publicados en
procesos referentes a la fe, a menos que fueran entregados con la aprobación y
la cooperación de los obispos. Los papas siempre mantenían con sinceridad la
autoridad episcopal, e intentaban liberar los tribunales de la inquisición de
cada clase de carácter arbitrario y de caprichos.
Era una carga pesada de responsabilidad -casi demasiado pesada para un mortal
común- la que caía sobre los hombros de un inquisidor, quien era obligado, por
lo menos indirectamente, a decidir entre la vida y la muerte. La Iglesia tenía
que insistir que el inquisidor debe poseer, a un grado supremo, las calidades de
un buen juez; que debe ser animado con un celo que brilla intensamente para la
Fe, la salvación de almas, y el extirpación de la herejía; que entre todas las
dificultades y todos los peligros él nunca debe rendirse a la furia o a la
pasión; que debe resolver la hostilidad sin miedo; que no debe rendirse a ningún
estímulo o amenaza, pero al mismo tiempo no debe ser despiadado; que, cuando las
circunstancias lo permitían, él debe observar misericordia en la asignación de
penas; que debe escuchar los consejos de otros y no confiar mucho a su propia
opinión, puesto que lo probable es a menudo falso. Así Bernard Guildonis y
Eymeric, inquisidores los dos por años, describieron el inquisidor ideal. De tal
inquisidor también estaba pensando Gregorio IX sin duda cuando él impulsó a
Conrado de Marburg: "ut puniatur sic temeritas perversorum quod innocentiae
puritas non laedatur" - es decir, "no castigar al sospechoso para lastimar al
inocente." La historia nos muestra cómo los inquisidores contestaron a este
ideal. En vez de ser inhumanos, eran, en general, se dijo oficialmente: hombres
de carácter inmaculado y a veces de una santidad verdaderamente admirable.
Varios de ellos han sido canonizados por la Iglesia. No hay ninguna razón de
mirar al juez eclesiástico medieval como intelectualmente y moralmente inferior
al juez moderno. Nadie negaría que los jueces de hoy, a pesar de decisiones
ásperas ocasionales y los errores de algunos, persiguen una profesión altamente
honorable. Semejantemente, los inquisidores medievales deben ser juzgados en su
totalidad. Por otra parte, la historia no alinea la hipótesis que los heréticos
medievales eran prodigios de la virtud, mereciendo nuestra condolencia
anticipadamente.
(b) Procedimiento
Esto comenzó regularmente con un término de un mes "de la tolerancia",
proclamado por el inquisidor cuando él viniera a un distrito en donde se
sospechaba había herejía. Convocaba a los habitantes a aparecer ante el
inquisidor. A los que confesaron por cuenta propia, un castigo apropiado (por
ejemplo, un peregrinaje) fue impuesto, pero nunca fue impuesto un castigo severo
como el encarcelamiento o la entrega a los poderes civiles. Sin embargo, estas
relaciones con los residentes de un lugar a menudo daban paso a situaciones más
graves, indicaban la área apropiada para la investigación, y a veces mucha
evidencia contra individuos era obtenida así. Estas personas, entonces fueron
citados ante jueces -generalmente por el sacerdote de la parroquia, aunque de
vez en cuando por las autoridades seculares- y el proceso daba inicio. Si el
acusado inmediatamente daba una confesión completa y libre, el asunto era pronto
concluído, y no operaba a desventaja del acusado. Pero en la mayoría de los
casos el acusado se negó, aun después de jurar en los cuatro Evangelios, y esta
negación era obstinada en la medida que el testimonio le incriminaba. David de
Augsburg (cf. Preger, "Der Traktat des David von Augsburg uber die Waldenser",
Munich 1878 pp43 sqq.) precisó al inquisidor cuatro métodos de extraer la
admisión abierta:
el miedo de la muerte, es decir permitiendo que el acusado entienda que la
muerte por el fuego le aguardaba si él no confesaría;
más o menos el confinamiento estricto, posiblemente acentuado por la falta de
alimento;
visitas de los hombres probados que procurarían inducir la confesión libre con
la persuasión amistosa; la tortura, lo que será discutido más adelante.
(c) Los testigos
Cuando no se hizo ninguna admisión voluntaria, la evidencia fue sospechada.
Legalmente, tuvo que haber por lo menos dos testigos, aunque los jueces
conscientes se contentaban raramente con ese número. El principio había sido
llevado hasta aquel tiempo por la Iglesia que el testimonio de un herético, de
una persona excomulgada, de un perjuro, en otras palabras, de un "infame, "era
sin valor ante las cortes". Pero en su propósito de lograr más confiabilidad, la
Iglesia suprimió esta práctica, y de validar la evidencia de un herético a casi
su valor completo en procesos tratando de la fe. Esto aparece desde el siglo XII
en el "Decretum Gratiani". Mientras que Federico II fácilmente consintió a esta
nueva medida, los inquisidores parecían al principio con dudas respecto al valor
de la evidencia de una persona "infame". Nuevas medidas fueron adoptadas en el
año 1261 por Alejandro IV, tanto en teoría como en práctica. Las modificaciones
fueron importantes y se mantuvo relativamente en secreto. De esa misma forma
actuaban los herejes. Incluso antes del establecimiento de la Inquisición los
nombres de los testigos fueron retenidos a veces de la persona acusada, y este
uso fue legalizado por Gregorio IX, Inocencio IV, y Alejandro IV. Bonifacio VIII,
no obstante, lo abrogó por su Bula Pontífica "Ut commissi vobis officii"(Sext.
Decret., 1. V, tit. ii); y ordenó que en todos los procesos, incluso los de tipo
inquisitoriales, los testigos deben ser nombrados al acusado. No había
confrontación personal de los testigos ni había interrogatorio.
Los testigos para la defensa casi nunca se aparecieron, porque infaliblemente
serían sospechados de ser herejes por si mismos o considerados favorables a la
herejía. Por la misma razón a esos acusados raramente les concedieron asesores
jurídicos, y por lo tanto fueron obligados a hacer respuestas personales a las
preguntas principales. Ésta sin embargo, no era tampoco innovación nueva, ya que
en el año 1205 Inocencio III, en la publicación de la Bula Pontífica "si
adversus vos" prohibió ayuda alguna de caracter legal de cualquier tipo para los
herejes: "A Uds. les prohibimos terminantemente, abogados y notarios, que ayuden
a los herejes de ninguna manera, por el consejo o por el apoyo, y en tal manera
como creer en ellos, unirse con ellos, darles ninguna ayuda, ni defenderlos de
ninguna manera". Pero esta severidad pronto se relajó, y también en la época de
Eymerico parece haber sido la costumbre universal conceder a los herejes un
asesor jurídico, quien, sin embargo, tenía que ser sin ninguna sospecha,
"vertical, de lealtad indudable, experta en ley civil y en la ley Canónica, y
entusiasta hacia la fe".
Mientras tanto, aun en esas épocas duras, se creían tales severidades como algo
legal y excesivo, y habían propuestas para hacerlas más atenuadas de varias
maneras para proteger los derechos naturales del acusado. Primero él podría
contar al juez los nombres de sus enemigos: si la carga originaria con ellos,
los testigos falsos serían derogados sin dificultad adicional. Además, estaba
indudablemente una ventaja para el acusado que ellos fueron castigados sin
misericordia. El inquisidor antedicho, Bernard Gui, relaciona un caso de un
padre que acusó falsamente a su hijo de la herejía. La inocencia del hijo fue
rápidamente evidente, y de pronto el acusador falso fue prendido y condenado a
prisión de por vida (solam vitam ei ex misericordia relinquentes). Además, él
fue empicotado por cinco domingos consecutivos frente a la iglesia durante el
servicio, con la cabeza calva y las manos atadas. El perjurio en esos días contó
como una ofensa enorme, en particular cuando lo cometió un testigo falso. Por
otra parte, el acusado tenía una ventaja considerable en que el inquisidor tenía
que conducir el proceso con la cooperación del obispo diocesano o sus
representantes, a quienes todos los documentos referentes al proceso tenían que
ser remitidos. Ambos, el inquisidor y el obispo, tenían que convocar y consultar
con un número de hombres virtuosos con experiencia (boni viri), y tenían que
decidir de acuerdo el uno con el otro (vota). Inocencio IV (el 11 de julio del
año 1254), Alejandro IV (el 15 de abril del año 1255 y el 27 de abril del año
1260), y Urbano IV (el 2 el de agosto de1 año 1264) prescribieron estrictamente
a esta institución de los boni viri - quiere decir, consulta en los casos
difíciles de hombres con experiencia, bien educados en teología y la ley
Canónica. A esos hombres les dieron los documentos del proceso o en su totalidad
o, por lo menos, en un extracto elaborado por un notario público; también eran
hechos conocidos de los nombres de los testigos, y su primer deber era decidir
si los testigos fueran creíbles o no.
Los boni viri eran invitados con mucha frecuencia. Treinta, cincuenta, ochenta o
más personas -laicos y sacerdotes; seculares y regulares- eran convocados, todos
eran hombres altamente respetados e independientes, y habían sido juramentados
sólo para dar veredicto sobre los casos ante ellos según su mejor de su
conocimiento y creencia. Substancialmente se les llamaron siempre para decidir
dos preguntas: si había culpabilidad o cuál culpabilidad poner, y qué castigo
debía ser infligido. No debían ser influenciados por consideraciones personales.
El caso era sometido a ellos en abstracto, por ejemplo, el nombre de la persona
incriminada no se les daba. Aunque, en sentido estricto, los boni viri tenían la
derecha solamente a un voto consultivo, la decisión final estaba generalmente de
acuerdo con sus opiniones, y si su decisión era revisada, estaba siempre en la
dirección de la clemencia, la mitigación de los resultados ocurriendo con
frecuencia. A los jueces también tenían la ayuda de un consejo permanente,
compuesto por otros jueces jurados. En estas disposiciones hay seguramente las
garantías más valiosas para la operación pretendiendo ser todo objetiva,
imparcial, y justa de las cortes de la Inquisición. Aparte de la conducta de su
propia defensa, el acusado era dispuesto a otros medios legales para
salvaguardar sus derechos: él podría rechazar a un juez que había mostrado
prejudicio, y en cualquier etapa del proceso podría apelar a Roma. Eymerico nos
conduce a deducir que en Aragón las súplicas a la Silla Santa no eran raras. Él
mismo como inquisidor en una ocasión tuvo que ir a Roma a defender en persona su
propia posición, pero él aconsejaba a otros inquisidores contra esta idea, como
significaba simplemente la pérdida de mucho tiempo y dinero; era más sabio, él
dice, ver un caso en tal manera que ningún defecto podría ser encontrado. En el
acontecimiento de una súplica, los documentos del caso debían ser enviados a
Roma bajo sello, y Roma no sólo les escudriñaba, sino también daba el veredicto
final. Aparentemente, las súplicas a Roma eran un tanto más suaves o por lo
menos se ganaba más tiempo.
(d) Los Castigos
El autor no pudo encontrar nada que sugiriera que los acusados estaban
encarcelados durante el período del proceso. Era ciertamente la costumbre
conceder a la persona acusada su libertad hasta el sermo generalis, si era el
acusado implicado tan fuertemente por testigos o por su confesión; él no era
considerado culpable todavía, aunque le obligaron que prometiera bajo juramento
siempre estar listo a aparecer ante el inquisidor, y al final a aceptar con
buena tolerancia su sentencia. El juramento era por cierto una arma terrible en
las manos del juez medieval. Si la persona acusada lo guardó, el juez estaba
inclinado a favorecer al acusado; por otra parte, si el acusado lo violó, su
crédito empeoraba. Se sabía que muchas sectas odiaban los juramentos en
principio; por lo tanto la violación de un juramento hacía fácil incurrir la
suspicacia de la herejía. Además del juramento, el inquisidor pudo asegurarse
exigiendo una suma de dinero como fianza, o a los fiadores confiables que eran
garantes de la seguridad para el acusado. Ocurría, también, que los fiadores
emprendieron bajo juramento entregar a los acusados "muertos o vivos". Era
quizás desagradable vivir bajo la carga de tal obligación, pero, de todos modos,
era más soportable que aguardar un veredicto final en el confinamiento rígido
por meses o por más tiempo.
Curiosamente, la tortura no fue mirada como modo del castigo, sino puramente
como un método de sacar la verdad. No estaba en el precepto eclesiástico, y fue
prohibida por mucho tiempo en las cortes eclesiásticas. Ni era originalmente un
factor importante en el procedimiento inquisidor, siendo desautorizada hasta
veinte años después de la institución de la Inquisición. Primero fue autorizada
por Inocencio IV en su Bula Pontífica "Ad exstirpanda" del 15 de mayo del año
1262 que fue confirmada por Alejandro IV el 30 de noviembre del año 1259 y por
Clemente IV el 3 de noviembre del año 1265. El límite puesto sobre la tortura
era citra membri diminutionem et mortis periculum - quiere decir, no podía
causar la pérdida de vida o miembro o poner en riesgo la vida del acusado. La
tortura debía ser usado solamente una vez, y después de ser aplicada a menos que
los acusados fueran inciertos en sus declaraciones, y se parecía ser ya
condenados virtualmente por las pruebas múltiples y abundantes. En general, este
testimonio por métodos violentos debía estar diferido por el mayor tiempo
posible, y su uso se permitía sólo cuando todas las otras medidas fueran
agotadas. Los jueces concienzudos y sensibles correctamente no daban ninguna
gran importancia a las confesiones extraídos por la tortura. Después de la
experiencia Eymerico declaró: Quaestiones sunt fallaces et inefficaces -la
tortura es engañosa e ineficaz.
Si esta legislación papal había sido adherida en la práctica, el historiador de
la Inquisición tendría pocas dificultades a satisfacer. En el principio, la
tortura era considerada tan odiosa que se prohibían a los clérigos estar
presentes bajo la pena de la irregularidad. Tuvo que ser interrumpida a veces
para permitir al inquisidor continuar su examen. Por lo tanto, el 27 de abril
del año 1260, Alejandro IV autorizó a los inquisidores que absolvieran el uno al
otro de esta irregularidad. Urbano IV el 2 de agosto del año 1262, renovó el
permiso, y éste pronto fue interpretado como autorización formal para continuar
el examen del compartimiento de la tortura. Los manuales de los inquisidores
fielmente notaron y aprobaron este uso. La regla general se ejecutó en términos
de que la tortura debiera ser usada solamente una vez. Pero esto fue evitado a
veces -primero, si se asume eso con cada nueva evidencia la tortura se podía
utilizar de nuevo, y en segundo lugar, imponiendo tormentos frescos ante la
pobre víctima (a menudo en diversos días), no por la repetición, sino como una
continuación (non ad modum iterationis sed continuationis), según lo defendido
por Eymerico; "quia, iterari non debent, nisi novis superventibus indiciis,
continuari non prohibentur". ¿Pero qué se debía hacer cuando el acusado, dejado
libre tortura, negó lo que ya había confesado? Algunos sostenían con Eymerico
que el acusado debe quedar en libertad. Otros, sin embargo, como el autor del
"Sacro Arsenale" sostenían que la tortura debe ser continuada porque el acusado
se había incriminado demasiado seriamente por su confesión anterior. Cuando
Clemente V formuló sus regulaciones para el empleo de la tortura, él nunca se
imaginaba que eventualmente los testigos serían también sujetos de torutura. Del
silencio del papa se concluyó que un testigo podía ponerse en tortura por la
discreción del inquisidor. Por otra parte, si el acusado fue condenado por
testigos, o había abogado por culpable, la tortura se podía utilizar todavía
para obligarle que atestigüe contra sus amigos y sus compañeros. Sería opuesto a
toda la equidad -así se lee en el "SacroArsenale, ovvero Pratica dell Officio
della Santa Inquisizione" (Bologna, 1665) -se podrá infligir tortura a menos que
el juez fue personalmente persuadido de la culpabilidad del acusado.
Pero una de las dificultades del procedimiento es porqué la tortura fue
utilizada como medio para establecer la verdad. Por una parte, la tortura duró
hasta que el acusado aceptaba culpa o estaba a punto de aceptarla. Por otra
parte, no fue deseable, y de hecho no fue posible, obtener una confesión
libremente, sin la coacción de la tortura.
Es clara la poca confianza que se puede tener sobre la aserción citada tan a
menudo en los ensayos "confessionem esse veram, non factam vi tormentorum" (la
confesión era verdadera y libre); aunque no se ha leído en las páginas
precedentes que después de ser bajado del estante (postquam depositus fuit de
tormento) el acusado confesara libremente de esto o de aquello. Sin embargo, no
es tan relevante decir que a la tortura se le menciona raramente en los
expedientes de ensayo de la inquisición ( por ejemplo, de 636 condenaciones
entre 1309 y 1323 se le menciona sólo una vez), esto no prueba que la tortura
fue aplicada raramente. Debido a que la tortura fue infligida originalmente
fuera del cuarto de la Corte por los funcionarios asignados y puesto que
solamente la confesión voluntaria era válida ante los jueces, allí no hubo
ninguna oportunidad para mencionar en los expedientes el hecho de la tortura.
Por otra parte, es históricamente verdad que los Papas sostenían que la tortura
no debería de arriesgar la vida del acusado y que también intentaban suprimir
determinados abusos cuando tales eran conocidos. Así, Clemente V ordenó que los
inquisidores no deberían aplicar la tortura sin el consentimiento del Obispo
diocesano. Desde mediados del siglo XIII ellos no rechazaron el principio en sí
y como las restricciones a su uso no fueron siempre seguidas, su severidad
aunque se dice exagerada, fue en muchos casos extrema.
Los cónsules de Carcasone en 1286, se quejaron al Papa, al Rey de Francia y a
los vicarios del obispo local contra el inquisidor Jean Garland, lo acusaron de
infligir tortura de una manera absolutamente inhumana y este caso no fue
aislado. El caso de Savonarola (q.v.) nunca ha sido totalmente aclarado a este
respecto. El informe oficial dice que él tuvo que sufrir tres y medio el "trato
drástico". Cuando Alexander VI mostró descontento con lo referido, el gobierno
florentino se excusó indicando que Savonarola era un hombre de extraordinaria
resistencia y que lo habían torturado vigorosamente en muchos días (assidua
quaestione multis diebus, protonotario papal; Burchard, dice siete veces) pero
con poco efecto. Se debe observar que la tortura fue utilizada lo más cruelmente
posible donde los inquisidores fueron expuestos mayormente a la presión de la
autoridad civil. Frederick II, aunque siempre jactándose de su celo por la
pureza de la fé, abusó del estante y la inquisición para apartar a sus enemigos
personales. La ruina trágica de los templarios es atribuida al abuso de la
tortura por Philip el Justo y sus verdugos. Por ejemplo, treinta y seis
templarios en Paris y veinticinco templarios en Sens murieron como resultado de
la tortura. La bendecida Juana de Arco no habría sido enviada a la estaca como
una recalcitrante hereje, si sus jueces no hubieran sido herramientas de la
política inglesa. Los excesos de la inquisición española son en gran parte
debido al hecho de que en sus propósitos civiles, la administración eclipsó el
eclesiástico. Cada lector de los "criminalis de Cautio " del padre jesuita
Friedrich Spee sabe a quién principalmente se debe establecer los horrores de
los ensayos de la brujería. La mayoría de los castigos que se atribuían a lo
inquisidor no eran inhumanos, ya sea por su naturaleza o por la manera de su
inflexión. Frecuentemente eran pedidos ciertos trabajos buenos, por ejemplo, la
construcción de una iglesia, visitar un templo, un peregrinaje más o menos
distante, el ofrecimiento de una vela o de un cáliz, la participación en un
cruzada, y cosas similares. Otros trabajos eran más de carácter real y hasta
cierto punto, algunos castigos que degradaban; por ejemplo, multas que fueron
dedicadas con propósitos públicos tales como el edificar iglesias, carreteras y
cosas similares; el azotar con barras durante servicio religioso, el cepo, el
cargar cruces, etcétera.
Las penas más duras fueron el encarcelamiento en varios grados, la exclusión de
la comunión de la iglesia y la entrega generalmente a la autoridad civil. "Cum
ecclesia " ejecutó la expresión regular, "ultra no habeat quod faciat pro suis
demeritis contra ipsum, idcirco, eundum reliquimus brachio et iudicio saeculari",
puesto que la iglesia no puede castigar más lejos sus delitos, ella lo deja a la
autoridad civil. Naturalmente, el castigo como sanción legal es siempre una cosa
dura y dolorosa, bien sea decretado por la justicia civil o eclesiástica. Sin
embargo, siempre hay una distinción esencial entre el castigo civil y
eclesiástico. Mientras que el castigo infligido por la autoridad secular se
refiere principalmente a la violación de la ley, la iglesia busca sobre todo la
corrección del delincuente; de hecho su bienestar espiritual, que frecuentemente
está tanto en consideración que el elemento de castigo casi se pierde de vista.
Mandatos para oír santa misa los domingos y días de fiesta, para mantener los
servicios religiosos, para abstenerse del trabajo manual, para recibir la
comunión en las principales festivades del año, para abstenerse de profecías y
de usurar, etc., pueden ayudar eficazmente hacia el cumplimiento del deber
cristiano. Lo que era además titular en el inquisidor para considerar no
simplemente la sanción externa sino también el cambio interno del corazón, su
sentencia perdió la perspectiva mecánica tan a menudo característica de la
condenación civil. Por otra parte, las penas incurridas fueron en numerosas
ocasiones remitidas, mitigadas o conmutadas. En los expedientes de la
inquisición leemos con frecuencia que debido a la vejez, enfermedad o pobreza en
la familia, el castigo fue reducido materialmente debido a la compasión del
inquisidor o a la petición de un buen católico. El encarcelamiento de por vida
fue alterado por una multa, y ésta por limosna; la participación en una cruzada
fue conmutada en un peregrinaje, mientras que un peregrinaje distante y costoso
se convirtió en una visita a un santuario o a una iglesia vecina, etcétera. Si
se abusaba de la clemencia, los inquisidores, estaban autorizados a restablecer
por completo el castigo original. En conjunto, la inquisición fue conducida
humanamente. Así leemos que un hijo obtuvo la libertad de sus padres simplemente
pidiéndola, sin proponer ningunas razones especiales. La licencia de salida
levantada para tres semanas, tres meses o un período ilimitado, dígase hasta la
recuperación o el deceso de padres enfermos no era infrecuente. Los inquisidores
fueron censurados o desposeídos por la misma Roma porque eran demasiado ásperos,
pero nunca porque eran demasiado piadosos.
El encarcelamiento no fue siempre considerado castigo en el sentido apropiado:
fue más bien visto como una oportunidad para el arrepentimiento, una precaución
contra la reincidencia o el afectar a otros. Se le conocía como Enmuración (del
latin murus, pared) o encarcelamiento y era aplicado por un tiempo definido o de
por vida. "Enmuración" de por vida fue aplicada a aquellos quienes dejaron de
beneficiarse por el antedicho término de tolerancia o que quizás se habían
retractado solamente por miedo a morir. El murus strictus seu arctus, or carcer
strictissimus, implico un confinamiento cerrado y solitario, agravado de vez en
cuando por el ayuno o encadenamientos. En la práctica, sin embargo, estas
regulaciones no siempre fueron cumplidas literalmente. Leemos de personas
encarceladas que recibían visitas algo libremente, practicando juegos o cenando
con sus carceleros. Por otra parte, el confinamiento solitario algunas veces fue
juzgado insuficiente y entonces los enclaustrados fueron puestos en hierros o
encadenados a la pared de la prisión. Miembros de una orden religiosa, cuando
eran condenados de por vida, fueron encarcelados en su propio convento y sin que
les fuera permitido hablar con nadie de su fraternidad. El dungeon o la celda
eufemisticamente fue llamado " en paso " que era de hecho, la tumba de un hombre
enterrado vivo. Fue visto como un favor notable cuando en 1330, a través de los
buenos oficios del Arzobispo de Toulouse, el Rey francés permitió que un
dignatario de cierta orden visitara el " en paso " dos veces al mes y consolara
a sus hombres encarcelados; en contra de dicho favor los Dominicanos alojaron
con Clemente VI una protesta infructuosa. Aunque las celdas de la prisión fueron
ordenadas a ser mantenidas de tal manera que no pongan en peligro la vida o la
salud del prisionero, su condición verdadera era deplorante, como se puede ver
en un documento publicado por J. B. Vidal (Annales de St-Louis desFrancais,
1905P. 362):
En algunas celdas los infortunados estuvieron en cadenas, incapaces de moverse
alrededor, y forzados a dormir en piso de tierra.... Había poco respeto para la
limpieza. En algunos casos no había luz o ventilación y el alimento era escaso y
muy pobre.
Los papas, de vez en cuando, tuvieron que poner un fin a las condiciones de
semejantes atrocidades a través de sus Obispos o Cardenales. Después de examinar
las prisiones de Carcassonne y de Albi en 1306, los legados Pierre de la
Chapelle y Bedranger de Fredol despidieron al guardia, quitaron los
encadenamientos de los cautivos y rescataron algunos de quienes se hallaban en
los subterráneos. Se esperaba que el Obispo local proporcionara los alimentos de
la propiedad confiscada del preso. Para aquellos condenados a un confinamiento
cerrado, era bastante, apenas más que el pan y el agua. Sin embargo, no pasó
mucho tiempo antes de que permitieran a los presos otros alimentos, vino y
también dinero de afuera, esto básicamente fue tolerado.
No era oficialmente la iglesia quien condenaba a muerte a herejes impertinentes,
más preciso a la estaca. Como legados de la iglesia romana incluso Gregorio IV
nunca fue más lejos que las ordenanzas penales requeridas de Inocencio III, ni
nunca infringió un castigo más severo que la ex-comunicación. No fue hasta
cuatro años después del comienzo de su pontificado que él admitió la opinión,
entonces frecuente entre los jurisconsultos, que herejía debería debía ser
castigada con pena de muerte, viendo que esta confesión no era una ofensa menos
seria que la alta traición. Sin embargo él continuó insistiendo en el derecho
exclusivo de la iglesia para decidir de manera auténtica en materias de herejía,
pero al mismo tiempo no fue su oficina la que pronunciaba la sentencia de
muerte. A partir de entonces la iglesia expulsó de su seno al herético
impenitente, con lo cual el estado se encargó de ejecutar temporalmente el
castigo. Frederick II opinó de la misma manera, en su constitución de 1224, él
dice que el hereje condenado por una corte eclesiástica, en autoridad imperial,
sufrirá la muerte por el fuego (auctoritate nostra ignis iudicio concremandos) y
en algo semejante en 1233 "praesentis nostrae legis edicto damnatos mortem pati
decernimus. " De esta manera Gregory IX podía ser visto como si no hubiera
tenido parte directa o indirecta en la muerte del hereje condenado, ni tampoco
los papas sucesores. En la aprobación papal de Inocencio IV el "anuncio
existirpanda " (1252) dice:
Cuando los encontrados culpables de herejía han sido entregados al poder civil
por el Obispo o su representante, o el magistrado jefe de la ciudad los tomarán
inmediatamente y en el plazo máximo de cinco días deberán ejecutar las leyes
contra ellos.
Por otra parte, él ordena que esta aprobación papal y las regulaciones
correspondientes de Frederick II sean incorporadas en cada ciudad entre los
estatutos municipales bajo pena de excomunicación, la cual fue ejecutada en
aquellos que no seguían los decretos papales e imperiales. Ni podría haber
ninguna duda en cuanto a qué regulaciones civiles fueran aplicadas para los
pasajes que ordenaron quemar los heréticos impenitentes. Esto fue incluido en
los decretos papales de las constituciones imperiales "Commissis nobis " e "
Inconsutibilem tunicam ". La aprobación papal antedicha continuó siendo desde
entonces un documento fundamental de la inquisición, renovado o reforzado por
varios papas, Alejandro IV (1254-61), Clemente IV (1265-68), Nicolás IV
(1288-02), Bonifacio VIII (1294-1303) y otros. Las autoridades civiles, por lo
tanto, fueron impuestas por los papas bajo pena de excomunicación para ejecutar
las sentencias legales que condenaron heréticos impenitentes a la hoguera. Es de
anotar que la excomunicación en sí mismo no era ninguna bagatela; si la persona
excomulgada no se liberaba de la excomunicación dentro de un año, la legislación
de ese período la consideraba como un herético e incurría en todas las
penalidades que afectaban la herejía.
El número de víctimas
No se puede indicar con exactitud el número de víctimas entregadas a la
autoridad civil. Sin embargo, tenemos cierta información valiosa sobre algunos
de los tribunales de la inquisición y sus estadísticas no dejan de ser
interesantes. En Pamiers, de 1318 a 1324, de veinticuatro personas condenadas
cinco no fueron entregadas a la autoridad civil. En Toulouse, de 1308 a 1323,
sólo cuarenta y dos de novecientos treinta llevan la nota siniestra "el relictus
culia saeculari". Así, en Pamiers uno de trece, y en Toulouse uno de cuarenta y
dos parecen haber sido quemado por herejía, aunque estos lugares eran sedes de
los centros de herejía y por lo tanto sedes principales de la inquisición.
También podemos agregar que éste fue el período más activo de la institución.
Estos datos y otros de la misma naturaleza indican para la versión oficial que
la inquisición marca un avance substancial en la administración contemporánea de
la justicia y por lo tanto en la civilización general de la humanidad. Un
destino más terrible le aguardó el herético o hereje cuando era juzgado por una
corte secular. En 1249, el Conde Raymundo VII de Toulouse permitió que se
quemara en su presencia a ochenta confesados herejes, sin permiso a retractarse.
La gran cantidad de los quemados detallados en varias historias no han sido
autentificados completamente y son ya sea invención, o se basan en materiales
que pertenecen a la inquisición española de épocas posteriores o de los ensayos
alemanes de la brujería (Vacandard, CIT de Op. Sys. 237 y sig.).
Una vez que la ley romana concerniente al crimen laesae majestatis había sido
creada para cubrir el caso de herejía, fue solamente natural que la tesorería
real o imperial imitara la fiscalía romana y reclamara los bienes de las
personas condenadas. Se considera una fortuna, aunque la justicia haya sido
inconsistente y ciertamente no estricta, que ésta pena no afectó a cada persona
condenada sino solamente a quienes eran condenados a confinamiento perpetuo o a
la estaca (por fuego). Aun así, esta circunstancia no dejo de agregar un poco a
la pena, especialmente como en este respecto a la gente inocente, la esposa y
niños del condenado eran las principales víctimas. El embargo fue también
decretado contra las personas difuntas, y hay un número relativamente alto de
tales juicios. De los seiscientos treinta y seis casos que se dieron ante el
inquisidor Bernardo Gui, ochenta y ocho pertenecieron a gente muerta.
(e) El Veredicto Final
La decisión final fue generalmente pronunciada con una ceremonia solemne en el
sermo generalis--o el auto-da-fé (acto de fe), como fue llamada más adelante.
Uno o dos días antes de éste sermo, rápidamente se leía las acusaciones a cada
uno de los acusados y en el vernáculo, la noche anterior se les decía dónde y
cuándo aparecer para oír el veredicto. El sermo, un discurso corto o
exhortación, comenzaba muy temprano por la mañana seguido por el juramento de
los funcionarios seculares quienes rendián voto de obediencia al inquisidor en
todas las cosas que pertenecían a la supresión de la herejía. Luego seguían
regularmente los "supuestos decretos de la misericordia" (es decir las
conmutaciones, las mitigaciones, y remisión de penas previamente impuestas) y
finalmente los castigos debidos fueron asignados al culpable, después de que sus
ofensas hubieran sido enumeradas otra vez. Este aviso comenzaba con los castigos
de menor importancia y continuaba al más severo; es decir, encarcelamiento
perpetuo o muerte. Los culpables eran entregados a la autoridad civil y con éste
acto se cerraba el sermo generalis y los procedimientos de la inquisición
llegaban a su fin.
(3) Los escenarios principales de las actividades de inquisición fueron Europa
central y meridional. Los países escandinavos fueron considerados de reserva en
su conjunto. La inquisicion aparece en Inglaterra solamente en la ocasión del
ensayo de los templarios, no se le conocía en Castilla y Portugal hasta el
arribo al poder de Fernando e Isabel. Fue presentada en los Países Bajos con la
dominación española, mientras que en Francia del norte era relativamente poco
conocida. Por otra parte, ya sea debido al peligroso y prevaleciente sectarismo
o a la gran severidad de los gobernantes eclesiásticos y civiles, la inquisición
tuvo un gran peso en Italia, en Francia (especialmente Lombardía), en Francia
meridional (particularmente en Toulouse y en Languedoc) y finalmente en el reino
de Aragón y en Alemania. Honorato IV (1285-87) la presentó en Serdeña y en el
siglo XV ésta mostró un celo excesivo en Flandes y Bohemia. Los inquisidores
eran en general irreprochables, no simplemente en la conducta personal sino en
la administración de su oficina. Algunos sin embargo, como Roberto le Bougre, un
búlgaro convertido al cristianismo y posteriormente un dominicano, parecen
haberse rendido a un fanatismo ciego y haber provocado deliberadamente
ejecuciones en masse. El 29 de Mayo de año 1239, en Montwimer en Champágnen,
Roberto consignó a las llamas simultáneamente a alrededor de ciento ochenta
personas a la vez, cuyos ensayos habrían comenzado y terminado en el plazo de
una semana.
(4) ¿Cómo podemos explicar la inquisición en la luz de su propio período? El
trabajo del verdadero historiador no es el de defender hechos y condiciones,
sino el de estudiarlos y entenderlos en su curso y relación natural. Es
incuestionable que en el pasado cualquier comunidad o nación concedió la
tolerancia perfecta a aquellos que instalaron un credo diferente del que era la
generalidad. Un tipo de la ley del hierro sería el de disponer la humanidad a la
intolerancia religiosa. Incluso mucho antes de que el estado romano haya tratado
de controlar con violencia las usurpaciones rápidas del cristianismo, Platón ya
había declarado uno de los deberes supremos de la autoridad gubernamental en su
estado ideal en no mostrar ninguna tolerancia hacia los "sin dios" (ateos). Esto
es, hacia aquellos que negaron al estado de religión aunque estaban contentos de
vivir reservados y sin ganar prosélitos, su propio ejemplo, él dijo, sería
peligroso. Debían de haber sido mantenidos en custodia "en un lugar en donde uno
crece sabio" (sophronisterion), como el lugar del encarcelamiento
eufemísticamente fue llamado. Debían de ser relegados a aquel sitio por cinco
años y durante dicho tiempo escuchar instrucciones religiosas todos los días.
Los opositores más activos y persuasivos de la religión del estado debían ser
encarcelados de por vida en calabozos terribles y después de la muerte que se
privaran del entierro. Es así evidente la poca justificación que hay con
respecto a la intolerancia como producto de las edades medias. En el pasado los
hombres siempre creyeron que nada debía crear problemas a la paz pública y el
bienestar común. Por otra parte, una fé pública uniforme era la garantía más
segura para la estabilidad y la prosperidad de los estados. Mientras más se
complementa la religión como parte de la vida nacional y cuanto más fuerte es la
convicción general de su inviolabilidad y origen divino, más dispuestos estarían
los hombres a considerar cada ataque contra él como un crimen intolerable contra
Dios y una amenaza criminal muy alta a la paz pública. Los primeros emperadores
cristianos creyeron que uno de los deberes principales de un gobernante imperial
debía ser el de colocar su espada al servicio de la iglesia y del ortodoxo,
especialmente cuando sus títulos de " Pontifex Maximus " y el de" Obispo del
exterior " parecían discutir a sus divinamente designados agentes del cielo.
No obstante, los prelados principales de la iglesia por siglos no aceptaban la
práctica de los gobernantes civiles en esta materia y se restringieron de tales
medidas estrictas contra la herejía como castigo, la que juzgaban contraria con
el espíritu del cristianismo. Sin embargo, en la Edad Media, la fe católica
llegó a ser la fe dominante y el bienestar de la Cámara del Estado llego a
integrarse cercanamente con la causa de la unidad religiosa. El rey Pedro de
Aragón, por lo tanto expresó la convicción universal cuando él dijo: "los
enemigos de la cruz de Cristo y violadores de la ley cristiana son además
nuestros enemigos y los enemigos de nuestro reino deberían por lo tanto ser
tratados como tal". El emperador Frederick II acentuó esta visión más
vigorosamente que cualquier otro príncipe y la hizo cumplir en sus
promulgaciones draconianas contra los herejes. Los representantes de la iglesia
también fueron hijos de su propio tiempo y en su conflicto con la herejía
validaron la ayuda que su edad libremente les ofreció. Teólogos y canonistas,
los más altos y más bendecidos, se dirigían por el código de sus días e
intentaron explicarlo y justificarlo. El docto y santo Raymundo de Peñafuerte,
estimado altamente por Gregorio IX, estaba satisfecho con las penalidades que
venían de Inocente III; por ejemplo, la interdicción del imperio, de la
incautación de la propiedad, del confinamiento en la prisión, etc. Pero antes
del final del siglo, Santo Tomás de Aquino (Summa Theol., II-II 11:3 y II-II
11:4) ya había abogado por el castigo capital para la herejía, aunque no se
puede decir que sus argumentos no eran convincentes. El doctor angelical, no
obstante habla solamente de una manera general del castigo de muerte y no
especifica más de cerca la manera de su inflicción. El celebrado Henry de
Segusia (Susa), nombrado Hostienes por sus episcopales Mar de Ostia (muerto en
el año 1271) y no la menos eminente Juana Andrea (muerta en el año 1345) cuando
al interpretar el decreto " ad abolendam" de Lucius III, toman debita
animadversio (debido castigo) como sinónimo con ignis crematio (muerte por el
fuego), un significado que no asoció ciertamente a la expresión original de
1184. Los teólogos y los juristas basaron su actitud hasta cierto punto en la
semejanza entre herejía y el alto crimen (crimen laesae maiestatis), una
sugerencia que debieron a la ley de la Roma antigua. Por otra parte, discutieron
en que si la pena de muerte se podría infligir directamente en ladrones y
falsificadores que nos roban mercancías, cuán más justo en aquellos que nos
engañan fuera de cosas materiales, fuera de la fe, de los sacramentos, de la
vida del alma. En la legislación severa del Viejo Testamento (Deut., xiii, 6-9;
xvii, 1-6) encontraron otro argumento. Y al fin algunos deban impulsar que esas
ordenanzas fueron abrogadas por la cristiandad, las palabras de Cristo eran
repetidas: "no he venido a destruir sino a satisfacer" (Mateo V, v. 17); también
su otro refrán (Juan, xv 6): " el que no cree en mí será echado como una rama,
marchitará, lo recogerán, lo echarán al fuego y se quemará " (in ignem mittent,
et ardet).
Es bien sabido que la creencia en la justicia de castigar herejía con muerte era
tan común entre los reformadores siglo XVI -Lutero, Suinglio, Calvino y sus
seguidores- y podemos decir que su tolerancia comenzó cuando su poder terminó.
El teólogo reformado, Hierónimo Zanchi declaró en una conferencia entregada en
la universidad de Heidlelberg:
Ahora no preguntamos si las autoridades pueden ejercer la sentencia de muerte
sobre los herejes; de eso no puede haber duda y todos los hombres doctos y sanos
de mente lo reconocen. La única pregunta es si las autoridades están obligadas a
realizar este deber.
Zanchi contesta afirmativamente en términos de la autoridad de " todos los
hombres doctos y piadosos que han escrito en el tema en nuestro día " (politische
Blatter, CXL de Historisch-, (1907), p. 364). Puede ser que en los tiempos
modernos, los hombres ven con más clemencia los puntos de vista de otros, pero
¿esto inmediatamente hace que sus opiniones sean objetivamente más correctas que
las de sus precursores? ¿No hay más inclinación a la persecución? Como el
profesor Friedberg escribió en 1871 en Holtzendorffs "Jarhbuch fur Gesetzebung":
"Si una nueva sociedad religiosa fuera a ser establecida hoy con los principios
tales como los del consul del Vaticano, la iglesia católica declara una cuestión
de fe indudablemente la consideraríamos una tarea del estado para suprimir,
destruir y desarraigar por la fuerza " (Kolnische Volkszeitung, No. 782, 15 de
sept. de 1909). ¿Indican estos sentimientos una capacidad justa de valorar las
instituciones y opiniones de siglos anteriores, no según sensaciones modernas
sino a los estándares de su edad?
En relación con la inquisición es necesario advertir, por un lado el distinguir
claramente entre los principios y el hecho histórico; por otro lado, esas
exageraciones o descripciones retóricas que revelan divisiones y una
determinación obvia de dañar el Catolicismo en vez de animar el espíritu de
tolerancia y fomentar su ejercicio. Es también esencial observar que la
inquisición, en su establecimiento y procedimiento, no perteneció a la esfera de
la creencia, sino a la de disciplina. La enseñanza dogmática de la iglesia no es
afectada de manera alguna por la pregunta de si la inquisición fue justa en su
práctica o sabia en sus métodos o extrema en su práctica. La iglesia establecida
por Cristo como una sociedad perfecta se autoriza para crear leyes y para
infligir las penas por su violación. La herejía no solo viola su ley sino que
las ataca directamente; unidad de la creencia; desde el principio, el herético o
hereje había incurrido en todas las penas de las cortes eclesiásticas. Cuando el
cristianismo se convirtió en la religión del imperio y más aún cuando la gente
de Europa del norte llegaron a ser naciones cristianas, la alianza cercana de la
iglesia y del estado hizo la unidad de la fe esencial, no solamente para la
organización eclesiástica sino que también para la sociedad civil. Por lo
consiguiente, herejía era un crimen en que los reguladores seculares estuvieron
obligados en hacer cumplir el castigo. La herejía fue vista incluso como un
crimen peor que otros crímenes, aún que la alta traición; para la sociedad de
esa época era lo que llamamos anarquía. Por lo tanto la severidad con la cual el
hereje fue tratado por la autoridad secular ocurría de hecho mucho antes de lo
que la inquisición fue establecida.
En lo que concierne al carácter de estos castigos, debe ser considerado que eran
la expresión natural no solamente de la autoridad legislativa, pero también del
odio popular a la herejía en una era que trató vigorosa y ásperamente con
criminales de cada tipo. El herético, en una palabra, era simplemente un
criminal cuya ofensa, en la mente popular, merecía (y a veces recibía) un
castigo tan sumario como el que es ejercido a menudo en nuestros propios días
por un populacho enfurecido a los autores de crímenes detestados. Dicha
intolerancia no era peculiar en el catolicismo sino que era el acompañamiento
natural de la profunda convicción religiosa en aquellos y también en quienes
abandonaron la iglesia. Es evidente por las medidas tomadas por algunos de los
reformadores contra los que diferenciaron de ellos en materias de la creencia.
Como el doctor Dr. Schaff declara en su " historia de la iglesia cristiana " (vol.
V, Nueva York, 1907, p. 524),
Para humillación de las iglesias protestantes, la intolerancia religiosa e
incluso la persecución a muerte fue continuada aún después de la reforma. En
Ginebra la teoría perniciosa fue puesta en práctica por el estado y la iglesia,
aún con el uso de la tortura y de la admisión del testimonio de hijos contra sus
padres y con la sanción de Calvino. Bullinger, en la segunda confesión
helvética, anunció el principio de que herejía podría ser castigada como se hace
al asesinato o la traición.
Por otra parte, se puede citar en prueba de eso la historia entera de las Leyes
Penales contra católicos en Inglaterra e Irlanda y el frecuente espíritu de la
intolerancia en muchas de las colonias americanas durante los siglos XVII, y
XVIII. Obviamente sería absurdo culpar a la religión protestante como
responsable de éstas prácticas. Pero instalando el principio del juicio privado
que aplicado lógicamente hizo la herejía imposible, los primeros reformadores
procedieron a tratar a los disidentes como habían sido tratados los herejes
medievales. Es trivial sugerir que esto fuera inconsistente en vista de la
profundidad que produce en el significado de una tolerancia que a menudo es
solamente teórica y la fuente de esa intolerancia es la misma que los hombres
muestran hacia el error.
B. La Inquisición en España
(1) Hechos históricos
Condiciones similares a aquellas que se tenían en el sur de Francia, hicieron
que se estableciera la inquisición en el reino de Aragón. A principios del año
1226 el rey Santiago I había prohibido el reino de los cátaros, y en 1228 había
declarado a los cátaros como ilegales, tanto a ellos como a sus simpatizantes.
Un poco más tarde y con base en recomendación de su confesor, Raymundo de
Peñaforte, pidió autorización al papa Gregorio IX con el fin de establecer la
inquisición en Aragón. Por medio de la Bula "Declinante Jam mundi" del 26 de
mayo de 1232, el arzobispo Espárrago y sus seguidores, fueron instruidos a
efecto de que utilizaran a los dominicos como agentes. Todo ello a efecto de
castigar a los herejes y a sus diócesis. En el Concilio de Lérida, en 1237, la
inquisición fue formalmente confiada a los dominicos y a los franciscanos. En el
Sínodo de Tarragona en 1242, Raymundo de Peñaforte definió los términos:
herético, receptor, fautor, defensor, etc., y delineó las penas que debían ser
impuestas. Aunque las ordenanzas de Inocencio IX, Urbano IV, y Clemente VI
fueron adoptadas de manera escrupulosa y estricta, no se tuvo un resultado
exitoso. El inquisidor Fray Ponce de Planes fue envenenado y Bernardo Travaser
ganó la corona del martirio a manos de los herejes. De todos los haragoneses, el
más conocido fue el Dominico Nicolás Eymeric (Quetif-Echard, "Scriptores ord. Pr."
I, 709 y sig.). Su "Directorium Inquisitionis" (escrito en Aragón en 1376,
impreso en Roma en 1587, en Venecia en 1595 y en 1607), daba cuenta de cuarenta
y cuatro años de experiencia, y como una fuente de documentación original tiene
un altísimo valor histórico.
La inquisición española propiamente, principió no obstante, en el reino de
Fernando e Isabel, los Reyes Católicos. La fe católica se percibió que estaba en
riesgo debido a la influencia de los judíos (marranos) y del mahometanismo
(moros). El 1 de noviembre de 1478, Sixto IV dio poder a los reyes soberanos
para establecer la inquisición. Los jueces debían tener como mínimo 40 años de
edad y de impecable reputación, distinguiéndose por la virtud y la sabiduría,
maestros en teología y doctores o licenciados en la ley canónica, además ellos
debían seguir las acostumbradas leyes y regulaciones de la ley eclesiástica. El
17 de septiembre de 1480, los Reyes Católicos nombraron primeramente en Sevilla
a los dominicos Miguel de Morillo y Juan de San Martín como inquisidores, con
dos asistentes laicos. Ante Roma, ellos fueron acusados, tiempo después de
intensos abusos de autoridad. Ante Sixto IV, el 29 de enero de 1482, se les
culpó de abuso a partir de la autoridad papal, de haber encarcelado injustamente
a gente inocente, de haber torturado, confiscado propiedades, de haber declarado
falsamente a creyentes y de haberlos ejecutado. Al principio se les conminó a
que actuaran conjuntamente con los obispos, y luego se les amenazó con
destitución y tal situación hubiese ocurrido de no ser que intercedieron por
ellos los Reyes Católicos. Fray Tomás de Torquemada (nacido en Valladolid en
1420 y muerto en Avila el 16 de septiembre de 1498), fue el verdadero
organizador de la inquisición en España. A solicitud de los Reyes Católicos
(Páramo II, tit. ii, c, iii, n.9), Sixto IV nombró a Torquemada como el Gran
Inquisidor, y al frente de ese cargo se tuvo un gran avance en la inquisición
española. Inocencio VIII aprobó el acto de su predecesor y con fecha del 11 de
febrero de 1486 y del 6 de febrero de 1487, a Torquemada se le confirieron los
títulos de Gran Inquisidor de los reinos de Castilla, León, Aragón, Valencia,
etc. La institución rápidamente se ramificó a Sevilla, Córdova, Jaen, Villareal
y Toledo. Ya para 1538 habían 19 cortes a las cuales fueron agregadas tres más
en América (México, Lima y Cartagena). Los intentos de ramificaciones en Italia
no contaron con éxito así como los intentos de expansión en Holanda, los que
resultaron desastrosos para España. La institución sin embargo, se mantuvo en
actividad en este país incluso en el siglo XIX. Al principio se declaró en
contra de las sectas secretas del judaísmo y de los moros o musulmanes. La
entidad sirvió para rechazar a los protestantes en el siglo XVI, pero fracasó en
sus intentos de expulsar a los racionalistas franceses y la inmoralidad del
siglo XVIII. El rey José Bonaparte la abolió en 1808, pero fue reintroducida por
Fernando VII en 1814 y aprobada por Pío VII bajo ciertas condiciones, entre
otras con la abolición de la tortura. Finalmente la institución fue abolida con
la revolución de 1820.
(2) Organización
A la cabeza de la inquisición, conocida también como el Santo Oficio, se
encontraba el Gran Inquisidor, nominado por el Rey y confirmado por el Papa. En
virtud de las credenciales papales, el Gran Inquisidor disfrutaba de gran
autoridad y podía delegar sus poderes en las personas que considerara
pertinentes, así como también recibía las apelaciones de las cortes españolas.
El contaba con la asistencia de un Consejo Supremo el que consistía de cinco
miembros, llamados los Inquisidores Apostólicos, dos secretarios, dos relatores,
un abogado fiscal, y varios consultores y calificadores. Los oficiales del
Supremo Tribunal, fueron nombrados por el Gran Inquisidor luego de haber
consultado con el rey. Este último también podía libremente colocar, transferir,
remover de sus cargos, visitar e inspeccionar a los inquisidores y oficiales de
cortes menores. El 16 de diciembre de 1618, Felipe III concedió a los dominicos
la posibilidad de nombrar a un miembro de la orden dentro del Consejo Supremo.
Todo el poder para ese entonces estaba concentrado en ese tribunal. El mismo
decidía sobre los asuntos importantes, escuchaba apelaciones, sin su
autorización no podía llegar a encarcelarse a ningún sacerdote, caballero, o
persona de noble linaje, sin su aprobación no podía aprobarse ningún auto de fe.
Se elaboraba un reporte anual sobre la inquisición y cada mes se tenía un
reporte financiero. Todos estaban sujetos a este tribunal, incluyendo
sacerdotes, obispos, y aun soberanos. La inquisición española se distinguió
dentro del sistema de la constitución monárquica, por un gran sentido de
concentración y por su relación con la corona en términos de los nombramientos y
el seguimiento de los casos.
(3) Procedimiento
Los procedimientos fueron básicamente los mismos que hasta ahora se han
nombrado. En ese sentido el "término de gracia" de 30 a 40 días fue concedido
invariablemente y muchas veces prolongado. La prisión fue establecida en casos
de aprobación unánime y que se considerara que ya la falta ya había sido
establecida. Los exámenes al prisionero podían tener lugar únicamente en
presencia de dos sacerdotes neutrales. La obligación de estos últimos era evitar
cualquier arbitrariedad y determinar que los protocolos hubieran sido leídos dos
veces al acusado. La defensa estuvo siempre a cargo de un abogado. Los testigos,
aunque desconocidos al acusado, fueron juramentados y a los mismos se les podía
aplicar la pena de muerte si era demostrado que su proceder se basaba en
falsedades (León X, 14 de diciembre de 1518). La tortura fue aplicada en casos
extremos y aunque la misma fue cruel, no fue menos cruel que la aplicada por
Carlos V en Alemania.
(4) Análisis histórico
La inquisición española no merece ni la alabanza ni la condena extrema según las
fuentes oficiales. El número de las víctimas no puede ser calculado con
exactitud, los malignos autos de fe no fueron sino en realidad ceremonias
religiosas (actus fedei), los San Benito y sus contrapartes fueron aplicados de
manera generalizada, la crueldad atribuida a San Pedro Arbues, de quien ninguna
sentencia de muerte se ha podido trazar con exactitud, pertenece más bien al
terreno de la fábula. Sin embargo, no puede dudarse de la naturaleza
esencialmente eclesiástica de la institución. El Vaticano nombró las grandes
autoridades de la Inquisición y de estas el poder de decisión fue delegado a
niveles correspondientes de carácter más operativo que estuvieron dentro de las
jerarquías de control.
José de Maistre introdujo la noción de que la inquisición española fue más bien
un tribunal civil. Con anterioridad, sin embargo, los teólogos nunca discutieron
su carácter eclesiástico. Solamente de esta manera se puede inferir porque los
papas admitían las apelaciones en el Vaticano, y en ocasiones llamaban a juicios
en cualquier estado que se encontraban los procedimientos, exceptuando casos
completos de creyentes, delimitación de jurisdicciones, intervención en la
legislación, así como restitución de inquisidores y cosas por el estilo (véase
Torquemada, Tomás de).
C. El Santo Oficio en Roma
La gran apostasía en el siglo XVI, la filtración de la herejía en las tierras
del catolicismo y el progreso de las enseñanzas heterodoxas por doquier,
promovieron que el papa Paulo III estableciera el "Sacra Congregatio Romanae et
universalis inquisitions seu sancti officii" mediante la constitución del "Licet
ab initio" del 21 de julio de 1542. Este tribunal inquisidor estaba compuesto
por seis cardenales, era la corte final de apelaciones en materia de fe, y la
corte de primera instancia en los casos reservados para el papa. Los sucesivos
papas, especialmente Pío IV (por las constituciones de "Pastoralis Oficii" del
14 de octubre de 1562, "Romanus Pontifex" del 7 de abril de 1563, "Cum nos per"
de 1564, "Cum inter crimina" del 27 de diciembre de 1562), y Pio V (por el
decreto de 1566, la constitución "Inter jultiplices" del 21 de diciembre de
1566, y el "Cum felicis record" de 1566) establecieron mayores provisiones en
cuanto a procedimientos y competencia de la corte. Por medio de la constitución
"Lummensa aeterni" del 23 de enero de 1587, Sixto V llegó a ser el gran
organizador, o más bien el reorganizador de su congregación.
El Santo Oficio fue la primera de las congregaciones romanas. Su personal
incluyó jueces, oficiales, consultores y calificadores. Los jueces eran
cardenales nombrados por el papa, cuyo número original de 6 fue elevado a 8 por
Pío IV y a 13 por Sixto V. El número actualizado llegó a depender del papa
(Benedicto XIV constitución "Sollicita et Provida", 1733). Esta última
congregación se diferenció de las otras en que el papa presidía cuando se
tomaban decisiones, o las mismas eran anunciadas (coram sanctissimo). La sesión
solemne de los jueces era precedida por una sesión de cardenales los miércoles
en la iglesia de Santa María (Supra Minerva) y de una reunión de consultores los
días lunes en el Palacio del Santo Oficio. El oficial de más alto rango fue el
Commisarius Sancti Oficii, un dominicano de la provincia de Lombarda, al cual
acompañaban dos adjuntos de la misma orden. El actuaba como juez máximo durante
el caso completo hasta que la sesión plenaria concluía con su veredicto. Sin
embargo, la sesión plenaria era presidida por el Assesor Sancti Oficii, siempre
un clérigo secular. El Promotor Fiscalis era el fiscal representativo, mientras
que la defensa estaba a cargo del Advocatus reorum. El deber de los consultores
era dar consejo a los cardenales. Ellos podían ser laicos o clérigos de las
diferentes órdenes, sin embargo el General de los Dominicos, el Magister Sancti
Palatii y un tercer miembro de la orden eran siempre consultores ex oficio (Consultoris
nati). A los calificadores se les nombraba de por vida, pero sus opiniones sólo
eran escuchadas cuando se les requería. El Santo Oficio tenía jurisdicción sobre
todos los cristianos y de acuerdo a Pío IV aún sobre cardenales. En la práctica,
sin embargo, se excluyó a estos últimos. Su autoridad se basaba fundamentalmente
en la constitución de Sixto V "Immensa aeterni" (véase Congregaciones Romanas).
JOSEPH BLÖTZER
Transcripción de Matt Dean
Traducido por Glenda Tapia, Bernadette Urbani y Giovanni E. Reyes