La
Sagrada Eucaristía como Sacramento
EnciCato
Dado que Cristo está presente bajo las apariencias de pan y vino en una forma
sacramental, la Sagrada Eucaristía es incuestionablemente un sacramento de la
Iglesia. De hecho, en la Eucaristía se verifica la definición de un sacramento
cristiano como "signo externo de una gracia interna instituida por Cristo".
La investigación de la precisa naturaleza del Santísimo Sacramento del Altar,
cuya existencia no niegan los Protestantes, está sitiada con cantidad de
dificultades. Su esencia ciertamente no consiste en la Consagración o en la
Comunión, la primera siendo la acción meramente sacrificial, la última la
recepción del sacramento. La cuestión puede ser eventualmente reducida a si la
sacramentalidad debe ser buscada o no en la especie Eucarística o en el Cuerpo y
Sangre de Cristo ocultos bajo ellos. La mayoría de los teólogos responden
correctamente al cuestionamiento diciendo que ni las especies por si mismas ni
el Cuerpo y la Sangre de Cristo por si mismos, sino la unión de ambos factores
constituyen el todo moral del Sacramento del Altar. La especies indudablemente
pertenecen a la esencia del sacramento, puesto que es por medio de ellas, y no
por medio del Cuerpo invisible de Cristo, que la Eucaristía posee el signo
externo del sacramento. Igualmente cierto es que el Cuerpo y la Sangre de Cristo
pertenecen al concepto de la esencia, porque no son las meras apariencias
insustanciales que se dan para alimento de nuestras almas, sino Cristo oculto
bajo las apariencias. El número doble de elementos Eucarísticos de pan y vino no
interfiere con la unidad del sacramento; puesto que la idea de refección abarca
comer y beber, consecuentemente tampoco nuestras comidas doblan su número. En la
doctrina del Santo Sacrificio de la Misa hay una cuestión de relación más
elevada, en cuanto que las especies separadas de pan y vino representan también
la separación mística del Cuerpo y la Sangre de Cristo o el incruento sacrificio
del Cordero Eucarístico. El Sacramento del Altar puede ser considerado bajo los
mismos aspectos que los otros sacramentos, siempre y cuando se tenga siempre
presente que la Eucaristía es un sacramento permanente. Cada sacramento puede
ser considerado por si mismo o en referencia a las personas que concierne.
Ignorando la Institución, que se discute en otra parte en conexión con las
palabras de Institución, los únicos puntos restantes de importancia esencial son
el signo externo (materia y forma) y la gracia interna (efectos de la Comunión),
a los que se puede sumar la necesidad de la Comunión para la Salvación. Respecto
a las personas concernientes, distinguimos entre el ministro de la Eucaristía y
el receptor o sujeto.
(1) La Materia o Elementos Eucarísticos
Hay dos elementos Eucarísticos, pan y vino, que constituyen la materia remota
del Sacramento del Altar, mientras que la materia próxima no puede ser otra que
las apariencias Eucarísticas bajo las cuales están verdaderamente presentes el
Cuerpo y la Sangre de Cristo
(a) El primer elemento es el pan de trigo (panis triticeus), sin el cual la
"confección del Sacramento no tiene lugar" (Missale Romanum: De defectibus, secc.
3), Siendo verdadero pan, la Hostia debe ser horneada, puesto que harina sola no
es pan. Además, dado que el pan requerido es el formado por harina de trigo,
para tener validez no se permite cualquier clase de harina, como por ejemplo las
de avena, centeno, cebada, maíz molidos, aunque sean clasificados botánicamente
como granos (frumentum). Por otra parte, las diferentes variedades de trigo
(como triticum astivum spelta, amylum, etc.), son válidas ya que puede probarse
que son botánicamente genuinos trigos. La necesidad de pan de trigo se deduce
inmediatamente de las palabras de la Institución: "El Señor tomó pan " (ton
arton), en conexión con que -debe ser resaltado- en la escritura (artos), sin
ninguna condición calificativa, siempre significa pan de trigo. No cabe duda
también, de que Cristo se adhirió incondicionalmente a la costumbre judía de
usar solo pan de trigo para la cena de Pascua; y por las palabras, "Haced ésto
en conmemoración mía" decretó su uso para todos los tiempos siguientes.
Adicionalmente, una tradición no interrumpida, sea testimonio de los Padres o
práctica de la Iglesia, muestra que el pan de trigo jugó un papel tan esencial
que aún los Protestantes se resistirían a considerar el pan de cebada o de
centeno como elemento apropiado para la celebración de la Cena del Señor.
La iglesia mantiene una posición más fácil en la controversia respecto al uso de
pan fermentado o no fermentado. Por pan con levadura (fermentum, zymos) se
entiende pan de trigo que en su preparación requiere levadura o polvo para
hornear, mientras que se entiende por pan ázimo (azyma, azymon) un pan formado
por una mezcla de harina de trigo y agua que ha sido amasada y luego horneada.
Después que el patriarca griego Michael Cærularius de Constantinopla buscó en
1053 paliar la renovada ruptura con Roma mediante la controversia sobre el pan
ácimo, las dos iglesias llegaron en 1439 a una decisión dogmática unánime en el
Decreto de Unión de Florencia, que la distinción entre pan con y sin levadura no
interfería con la confección del sacramento, aunque por justas razones basadas
en la disciplina y práctica de la Iglesia, los latinos fueron obligados a
conservar el pan ácimo, mientras que los griegos se sostuvieron en el uso de pan
con levadura (cf, Denzinger, Enchirid., Freiburg, 1908, no, 692). Ya que desde
antes del Concilio de Florencia los cismáticos habían tenido dudas sobre la
validez de la costumbre latina; no estaría fuera de lugar hacer aquí una breve
defensa del uso del pan ácimo. Tan antiguamente como 1054, el Papa León IX había
emitido una protesta contra Michael Cærularius (cf. Migne, P. L., CXLIII, 775),
en la que se refirió al hecho de la Escritura, que de acuerdo con los tres
sinópticos la Ultima Cena fue celebrada "en el primer día de los ácimos " y por
tanto la costumbre de la Iglesia Occidental recibió su solemne sanción del
ejemplo del mismo Cristo. Además, aún en el día antes del decimoprimero de Nisan,
los judíos acostumbraban deshacerse de toda la levadura que llegara a estar en
sus casas, de manera que desde ese tiempo compartieran como pan el llamado
mazzoth. Respecto a la tradición, no nos corresponde resolver la disputa de
doctas autoridades, en cuanto a si también los latinos durante los primeros seis
u ocho siglos celebraron la misa con pan de levadura (Sirmond, Döllinger, Kraus),
o si han observado siempre la presente costumbre desde el tiempo de los
apóstoles (Mabillon, Probst). Contra los griegos es suficiente hacer notar el
hecho histórico que en el Oriente los maronitas y los armenios han usado pan
ácimo desde tiempo inmemorial y de acuerdo a Origen (En Mat., XII, n. 6) la
gente del Oriente "a veces", y por ende no como regla, hicieron uso de pan de
levadura en su liturgia. Hay, además, considerable fuerza en el argumento
teológico que el proceso de fermentación con levadura u otros fermentadores no
afecta la substancia del pan, sino solo su calidad. Las razones de congruencia
propuestas por los griegos a favor del pan con levadura, que nos harían
considerarlo como un hermoso símbolo de unión hipostática, así como una
atractiva representación del sabor de este Alimento Celestial, serán aceptadas
más diligentemente siempre y cuando se de debida consideración a las bases de
corrección establecidas por los latinos con Santo Tomás de Aquino (III:74:4),
ésto es, el ejemplo de Cristo, la aptitud del pan ácimo para ser considerado
como símbolo de la pureza de Su Sagrado Cuerpo libre de toda corrupción de
pecado, y finalmente la instrucción de San Pablo (I Cor. 5,8) de observar la
Pascua no con la levadura de la malicia y la corrupción, sino con el pan ácimo
de la sinceridad y la verdad.
(b) El segundo elemento requerido de la Eucaristía es el vino de uva (vinum de
vite). Por tanto quedan excluidos no solo los jugos extraídos o preparados de
otras frutas (como cidra y licor de pera), sino también los llamados vinos
artificiales, aún cuando su constitución química sea idéntica al genuino jugo de
la uva. La necesidad de vino de uva es resultado no tanto de una decisión
autoritaria de la Iglesia, ya que lo presupone (Concilio de Trento, Ses. XIII,
cap. iv), y está basado en el ejemplo y mandamiento de Cristo, quien en la
Última Cena ciertamente convirtió el vino natural de uva en Su Sangre. Esto es
deducido en parte del rito de la Pascua Judía que requería que la cabeza de la
familia pasara el "copón de bendición" (calix benedictionis) conteniendo el vino
de uva, y especialmente de la expresa declaración de Cristo que de entonces en
adelante no bebería del "fruto de la vid" (genimen vitis). La Iglesia católica
no conoce de ninguna otra tradición y en este aspecto ha coincidido siempre con
los griegos. Los antiguos Hydroparastatæ, o Aquarianos, que usaban agua en vez
de vino, eran heréticos para ella. El contra argumento de Ad. Harnack ["Texte
und Untersuchungen", nueva serie, VII, 2 (1891), 115 sqq.], que las más antiguas
Iglesias eran indiferentes en cuanto al uso del vino y se preocupaban más de la
acción de comer y beber que de los elementos del pan y del vino, pierde toda su
fuerza a la vista no solo de la más antigua literatura sobre la materia (el
Didache, Ignacio, Justino, Irineo, Clemente de Alejandría, Origen, Hipólito,
Tertuliano y Cipriano), sino también de escritos apócrifos no católicos que
testimonian el uso de pan y vino como únicos y necesarios elementos del
Santísimo Sacramento. Por otra parte, una muy antigua ley de la Iglesia, que sin
embargo no tiene nada que ver con la validez del sacramento, prescribe que se
agregue un poco de agua al vino antes de la Consagración (Decr. pro Armenis:
aqua modicissima), una práctica cuya legitimidad fue establecida bajo pena de
anatema por el Concilio de Trento (Ses. XXII, can. ix). El rigor de esta ley de
la Iglesia puede ser rastreada hasta la antigua costumbre de los romanos y de
los judíos, que mezclaban agua con los fuertes vinos sureños (ver Proverbios
9:2), a la expresión de calix mixtus encontrada en Justino (Apol. 1, 65), Ireneo
(Adv. hær., V, ii, 3), y Cipriano (Ep. LXIII, ad Cæcil., n. 13 sq.), y
especialmente al profundo significado simbólico contenido en la mezcla, ya que
así es representado el fluir de agua y sangre del costado del Salvador
Crucificado y la íntima unión de los fieles con Cristo (cf. Concilio de Trento,
Ses. XXII, cap. 7).
(2) La Forma Sacramental o las palabras de la Consagración
Para proceder a la verificación de la forma, que siempre está hecha de palabras,
podemos empezar por el dudoso hecho de que Cristo no consagró por el mero fiat
de Su Omnipotencia que no encontró expresión en palabras articuladas, sino por
pronunciar las palabras de la Institución: "Este es mi cuerpo. . . esta es mi
sangre", y que por la adición de: "Haced ésto en conmemoración mía", ordenó a
los apóstoles que siguieran Su ejemplo. Si las palabras de la Institución
hubiesen sido una mera expresión declaratoria de la conversión, que pudiera
haber tenido lugar en la no anunciada y no expresada "bendición", entonces los
apóstoles y sus sucesores, de acuerdo al mandato de Cristo, habrían estado
obligados a consagrar de esta muda manera también, una consecuencia que difiere
totalmente del depósito de la fe. Es cierto que el Papa Inocente III (De Sacro
altaris myst., IV, vi) antes de su elevación al pontificado sostenía la misma
opinión, que después los teólogos etiquetaron de "temeraria", de que Cristo
consagró sin palabras por medio de una mera "bendición". Sin embargo no muchos
teólogos lo siguieron en este sentido, entre esos pocos estaban Ambrosio
Catarino, Cheffontaines, y Hoppe, el mayor número prefirieron permanecer con el
unánime testimonio de los Padres. Mientras tanto, Inocente III también insistió
muy urgentemente que por lo menos en el caso del sacerdote celebrante fueran
prescritas las palabras de la Institución como la forma sacramental. Además, no
fue sino hasta su comparativamente reciente adherencia en el siglo diecisiete a
la famosa "Confessio fidei orthodoxa" de Pedro Mogilas (cf. Kimmel, "Monum.
fidei eccl. orient.", Jena, 1850, I, p. 180), que la cismática Iglesia Griega
adoptara la visión según la cual, el sacerdote absolutamente no consagra por
virtud de las palabras de Institución, sino solo por medio de la Epiklesis que
ocurre poco después de ellas y que en las liturgias orientales expresa una
petición al Espíritu Santo, "que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y
la Sangre de Cristo". Si los griegos hubieran estado justificados en mantener
esa posición, el resultado inmediato hubiese sido que los latinos, que no tienen
cosa tal como Epiklesis en su Liturgia presente, no poseerían ni el verdadero
Sacrificio de la Misa ni la Sagrada Eucaristía. Afortunadamente a los griegos se
les puede demostrar el error de sus costumbres en sus mismos escritos, ya que
puede probarse que ellos situaban la forma de la Transubstanciación en las
palabras de la Institución. No solo Padres tan renombrados como Justino (Apol.,
I, lxvi), Irineo (Adv. hær., V, ii, 3), Gregorio de Nyssa (Or. catech., XXXVII),
Crisostomo (Hom. I, de prod. Judæ, n. 6), y Juan de Damasco (De fid. orth., IV,
xiii) mantuvieron esta posición, sino que también antiguas literaturas griegas
lo atestiguan, de ahí que el cardenal Bessarion en 1439 en Florencia llamó la
atención a sus coterráneos sobre el hecho de que tan pronto han sido
pronunciadas las palabras de la Institución, se debe supremo homenaje y
adoración a la sagrada Eucaristía, aunque la famosa Epiklesis suceda algún
tiempo después.
La objeción de que la mera recitación histórica de las palabras de la
Institución tomadas de la narración de la Ultima Cena no poseen fuerza
consagratoria intrínseca, estaría bien fundada si el sacerdote de la Iglesia
Latina intentara por medio de ellas solo narrar algún evento histórico, en vez
de pronunciarlas con el propósito práctico de efectuar la conversión, o si las
pronunciara en su propio nombre y persona en lugar de la Persona de Cristo, de
quien es ministro y causa instrumental. No es válida ninguna de las dos
suposiciones en el caso de un sacerdote que realmente intenta celebrar misa. Por
tanto, aunque los griegos en su mejor fe sigan manteniendo erróneamente que
consagran exclusivamente en su Epiklesis, ellos sin embargo, como es el caso de
los latinos, realmente consagran por medio de las palabras de la Institución
contenidas en sus liturgias, si Cristo ha constituído estas palabras como las
palabras de Consagración y la forma del sacramento. De hecho podemos ir un paso
más lejos y aseverar que las palabras de la Institución constituyen la única y
completamente adecuada forma de la Eucaristía y que consecuentemente, las
palabras de la Epiklesis no poseen poder consagratorio intrínseco. El desacuerdo
que las palabras de la Epiklesis tienen valor esencial conjunto y constituyen la
forma parcial del sacramento fue mantenido individualmente por algunos teólogos
latinos como Toutée, Renaudot y Lebrun. Si bien esta opinión no puede ser
condenada como errónea en la fe, ya que concede a las palabras de la Institución
su valor consagratorio esencial aunque parcial, sin embargo parece ser
intrínsecamente repugnante. Puesto que el acto de la Consagración no puede
permanecer como si estuviera en un estado de suspenso, sino que se completa en
un instante, surge un dilema: o las palabras de la Institución por si solas, y
por tanto no la Epiklesis son productivas en la conversión, o las palabras de la
Epiklesis por si solas tienen tal poder y no las palabras de la Institución. De
considerablemente mayor importancia es la circunstancia de que la cuestión
completa surgió a discusión en el concilio para unión celebrado en Florencia en
1439. El papa Eugenio IV urgió a los griegos que llegaran a un acuerdo unánime
con la fe romana y suscribieran las palabras de la Institución como forma
sacramental única y que abandonaran el argumento de que las palabras de la
Epiklesis también poseían una fuerza consagratoria parcial. Pero cuando los
griegos argumentaron, no sin fundamento, que una decisión dogmática traería
vergüenza sobre todo su pasado eclesiástico, el sínodo ecuménico quedó
satisfecho con la declaración verbal del cardenal Bessarion registrado en las
minutas del concilio para el 5 de Julio de 1439 (P. G., CLXI, 491), es decir,
que los griegos siguen la enseñanza universal de los Padres, especialmente del
"bendito Juan Crisóstomo, familiarmente conocido de nosotros", según quien las
"Divinas palabras de Nuestro Redentor contienen la completa y entera fuerza de
Transubstanciación".
La venerable antigüedad de la Epiklesis oriental, su peculiar posición en el
Canon de la Misa y su unción espiritual interior, obligan al teólogo a
determinar su valor dogmático y tomar en cuenta su uso. Tomemos por ejemplo la
Epiklesis de la Liturgia etíope: "nosotros Te imploramos y suplicamos, oh Señor,
que envíes al Espíritu Santo y su Poder sobre este pan y este Cáliz y los
conviertas en el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo." Ya que esta
oración sigue siempre después que las palabras de la Institución han sido
pronunciadas, surge la cuestión teológica de como puede hacerse que armonice con
las palabras de Cristo, que por si solas poseen el poder consagrado. Se han
sugerido dos explicaciones, las que sin embargo pueden ser fusionadas en una. La
primera postura considera que la Epiklesis es meramente una declaración del
hecho de que la conversión ya ha tenido lugar, y que en la conversión una parte
justamente tan esencial debe ser atribuida al Espíritu Santo como Co-Consagrador,
como en el aliado misterio de la Encarnación. Sin embargo, debido a que por la
brevedad del instante real de la conversión, la parte tomada por el Espíritu
Santo no podría ser expresada, la Epiklesis nos regresa en la imaginación al
precioso momento y considera la Consagración como a punto de ocurrir. Una
similar transferencia retrospectiva puramente psicológica se encuentra en otras
porciones de la Liturgia, así como en la Misa de los Muertos, donde la Iglesia
ora por los que se han ido como si aun estuvieran en su cama de agonía y aun
pudieran ser rescatados de las puertas del infierno. Así considerada, la
Epiklesis nos lleva de regreso a la Consagración como centro alrededor del cual
gira todo el significado contenido en sus palabras. Una segunda explicación está
basada no en la Consagración realizada, sino en la Comunión que se aproxima, ya
que esta última, siendo el medio efectivo de unirnos más íntimamente en el
cuerpo organizado de la Iglesia, hace surgir en nuestros corazones el Cristo
místico, como se lee en el Canon Romano de la Misa: "Ut nobis corpus et sanguis
fiat", v.gr. que sea hecho para nosotros el cuerpo y la sangre. Fue de esta
puramente mística manera como los griegos se explicaban el significado de la
Epiklesis en el Concilio de Florencia (Mansi, Collect. Concil., XXXI, 106).
Puesto que mucho más que este verdadero y profundo misticismo está contenido en
las simples palabras, es deseable combinar ambas explicaciones en una sola y así
consideramos la Epiklesis tanto como punto de liturgia como punto de tiempo,
como el significante eslabón de conexión colocado a la mitad entre la
Consagración y la Comunión con el fin de enfatizar la parte que toma el Espíritu
Santo en la Consagración del pan y del vino y, por otra parte, con la ayuda del
mismo Espíritu Santo para obtener la realización de la verdadera presencia del
Cuerpo y la Sangre de Cristo por sus fructíferos efectos en el sacerdote y la
gente
(3) Los Efectos de la Sagrada Eucaristía
La doctrina de la Iglesia, con respecto a los efectos o los frutos de la Sagrada
Comunión, se centra en dos ideas: (a) la unión de Cristo por amor y (b) el
alimento espiritual del alma. Ambas ideas se verifican frecuentemente en uno y
el mismo efecto de la Sagrada Comunión.
(a) La unión con Cristo por amor
El primero y principal efecto de la Sagrada Eucaristía es la unión con Cristo
por amor (Decr. pro Armenis: adunatio ad Christum), esta unión como tal no
consiste en la recepción sacramental de la Hostia, sino en la unión mística y
espiritual con Jesús por la virtud teologal del amor. Cristo mismo designó la
idea de la Comunión como una unión de amor: "El que coma mi Carne y beba mi
Sangre, habita en mi y Yo en él " (Juan 6, 57). San Cirilo de Alejandría (Hom.
en Juan 4, 17) representa hermosamente esta mística unión como la fusión de
nuestro ser en el del Dios-Hombre, como "cuando la cera derretida se funde con
otra cera ". Puesto que el Sacramento del Amor no es satisfecho con solo un
aumento del amor habitual, sino que tiende especialmente a aumentar la flama del
amor real hasta un intenso ardor, es que la Sagrada Eucaristía se distingue
especialmente de los otros sacramentos, y por ello es precisamente en este
último efecto que Suárez reconoce la llamada "gracia del sacramento", que por lo
demás es tan difícil de discernir. Resta por razonar que la esencia de esta
unión por amor no consiste en una unión natural con Jesús, análoga a la del alma
y el cuerpo, ni de una unión hipostática del alma con la Persona del Verbo, ni
finalmente en una deificación panteística del comunicante, sino simplemente en
una unión moral pero hermosa con Cristo por el lazo de la más ardiente caridad.
Por lo tanto, el principal efecto de una Comunión válida es hasta cierto grado
un probar anticipadamente el cielo, de hecho la anticipación y promesa de
nuestra futura unión con Dios por amor a la Visión Beatífica. Solo podrá estimar
apropiadamente el precioso don que los católicos poseemos en la Sagrada
Eucaristía, aquel que sabe como meditar estas ideas de la Sagrada Comunión hasta
lo más profundo. El resultado inmediato de esta unión con Cristo por amor es el
lazo de caridad existente entre los fieles mismos, como dice San Pablo: "Porque
siendo muchos nosotros, somos un pan, un cuerpo, todos los que participamos de
un pan " (I Cor. 10, 17). Y así la Comunión de los Santos no es una mera unión
ideal por fe y gracia, sino eminentemente una unión real, misteriosamente
constituida, mantenida, y garantizada participando en común del uno y mismo
Cristo.
(b) El refrigerio espiritual del alma
Un segundo fruto de esta unión con Cristo por amor es un incremento de la gracia
santificante en el alma del comunicante merecedor. Permítaseme resaltar aquí al
principio que la Sagrada Eucaristía no constituye per se a una persona en el
estado de gracia, como lo hacen los sacramentos de los muertos (bautismo y
penitencia), sino que presupone tal estado. Es, por lo tanto, uno de los
sacramentos de los vivos. Es imposible para el alma en estado de pecado mortal
recibir el Pan Celestial con beneficio, de la misma manera que es imposible para
un cadáver asimilar alimento y bebida. Por tanto, el Concilio de Trento (Ses.
XIII. can. V), en oposición a Lutero y Calvino, deliberadamente definió que el
"principal fruto de la Eucaristía no consiste en el perdón de los pecados ".
Porque aunque Cristo dijo del Cáliz: "Esta es mi sangre del Nuevo Testamento,
que será derramada por muchos para el perdón de los pecados " (Mat. 26, 28),
tenía El a la vista un efecto del sacrificio, no del sacramento; ya que no dijo
que Su Sangre sería bebida para la remisión de los pecados, sino que sería
derramada para ese propósito. Es precisamente por esta razón que Pablo (I Cor.
11, 28) demanda ese riguroso "auto- examen", para evitar la abominable ofensa de
ser culpable del Cuerpo y Sangre del Señor por "comerlo y beberlo
inmerecidamente", y que los Padres no insisten tan enérgicamente en ninguna cosa
como en una conciencia pura e inocente. A pesar de los principios recién
expuestos, podría hacerse la pregunta si el Santísimo Sacramento no podría a
veces per accidens liberar al comunicante del pecado mortal, si se acercara a la
Mesa del Señor inconsciente del estado de pecaminoso de su alma. Presuponiendo
lo que es evidente por si mismo, que no es cuestión de una Comunión sacrílega
consciente ni una falta de contrición imperfecta (attritio), que estorbarían
totalmente el efecto justificante del sacramento, los teólogos se inclinan por
la opinión de que en esos excepcionales casos la Eucaristía puede restituir el
alma al estado de gracia, pero todos sin excepción niegan la posibilidad de la
reanimación de una Comunión sacrílega o infructuosa después de que se efectúe la
restauración de la condición moral apropiada del alma, siendo la Eucaristía
diferente en esto de los sacramentos que imprimen un carácter en el alma
(bautismo, confirmación, y Orden sacerdotal). Junto con el aumento en la gracia
santificante está asociado otro efecto, el de un cierto alivio espiritual o
deleite del alma (delectatio spiritualis). Justo como la comida y la bebida
deleitan y refrescan el corazón del hombre, así este "Pan Celestial que contiene
en si mismo toda la dulzura" produce en el alma del comunicante devoto una
inefable alegría que, empero, no debe ser confundida con el gusto emocional del
alma o con dulzura sensible. Aunque ambos pueden ocurrir como resultado de una
gracia especial, su verdadera naturaleza se manifiesta en un cierto fervor
alegre y deseoso en todo lo que se relaciona con Cristo y Su Iglesia, y en el
consciente cumplimiento de los deberes del estado de vida de uno, una
disposición del alma que es perfectamente compatible con la desolación interior
y la sequía espiritual. Una buena Comunión se reconoce menos en la transitoria
dulzura de las emociones que en sus duraderos efectos prácticos sobre la
conducción de nuestras vidas diarias.
(c) Perdón del pecado venial y preservación del pecado mortal
Aunque la Sagrada Comunión no perdona per se el pecado mortal, tiene sin embargo
el tercer efecto de "borrar el pecado venial y preservar el alma del pecado
mortal " (Concilio de Trento, Ses. XIII, cap. 2). La Sagrada Eucaristía no es
solo un alimento, sino también una medicina. La destrucción del pecado venial y
de todo afecto a él, se entiende claramente sobre la base de las dos ideas
centrales mencionadas arriba. Así como el alimento material borra debilidades
menores del cuerpo y preserva de debilitamiento la fuerza física del hombre, así
este alimento de nuestras almas hace desaparecer nuestras afecciones
espirituales menores y nos preserva de la muerte espiritual. Como unión basada
en amor, la Sagrada Eucaristía limpia con su flama purificadora las más pequeñas
manchas que se adhieren al alma, y al mismo tiempo sirve como un efectivo
profiláctico contra pecados atroces. Solo nos queda definir con claridad la
manera como se ejerce esta preservadora influencia contra recaídas en el pecado
mortal. Según las enseñanzas del Catecismo Romano, se efectúa mediante la
mitigación de la concupiscencia, que es la fuente principal de pecado mortal,
particularmente de impureza. Es por ello que los escritores espirituales
recomiendan la Comunión frecuente como el más efectivo remedio contra la
impureza, ya que su poderosa influencia se siente aún después que otros medios
no han producido resultados (cf. Santo Tomás: III:79:6). Si la Sagrada
Eucaristía es o no conducente directamente al perdón del castigo temporal debido
al pecado, es disputado por Santo Tomas (III:79:5), puesto que el Santísimo
Sacramento del Altar no fue instituido como medio de satisfacción; sin embargo
produce un efecto indirecto en este sentido, el cual es proporcionado al amor y
devoción del comunicante. El caso es diferente en relación a los efectos de la
gracia a favor de un tercero. La costumbre piadosa de los fieles de "ofrecer su
comunión " por parientes, amigos y las almas de los que ya partieron debe
considerarse que posee un valor incuestionable, en primer lugar debido a que una
seria oración de petición en presencia del Esposo de nuestras almas será
escuchada prontamente, y además porque los frutos de la Comunión como medio de
satisfacción por el pecado pueden ser aplicados a una tercera persona, y
especialmente per modum suffragii a las almas en el purgatorio.
(d) La promesa de nuestra resurrección
Como último efecto podemos mencionar que la Eucaristía es la "promesa de nuestra
gloriosa resurrección y eterna felicidad " (Concilio de Trento, Ses. XIII, cap.
2), de acuerdo a la promesa de Cristo: "El que coma mi carne y beba mi sangre,
tendrá vida perdurable: y lo resucitaré el último día." Por ende, la principal
razón de que los antiguos Padres, como Ignacio (Efes., 20), Irineo (Adv. haer.,
IV, XVIII, 4) y Tertuliano (De resurr. carn., VIII), así como escritores
patrísticos ulteriores insistieran tan fuertemente en nuestra futura
resurrección, fue la circunstancia de que es la puerta por la que entramos a
felicidad sin fin. No puede haber nada impropio o incongruente en el hecho de
que el cuerpo también comparte este efecto de la Comunión, pues por su contacto
físico con la especie de la Eucaristía, y por ende (indirectamente) con la Carne
viva de Cristo, adquiere un derecho moral a su futura resurrección, como la
Bendita Madre de Dios, porque fue la anterior residencia de la Palabra hecha
carne, adquirió el derecho moral a su propia asunción corporal al cielo. La
discusión adicional de si algo como alguna "cantidad física " (Contenson) o una
"clase de germen de inmortalidad " (Heimbucher) es implantada en el cuerpo del
comunicante, no tiene fundamento suficiente en las enseñanzas de los Padres, y
por tanto puede ser descartada sin daño al dogma.
(4) La necesidad de la Sagrada Eucaristía para la Salvación
Distinguimos dos clases de necesidad,
La necesidad de medios (necessitas medii) y
La necesidad de precepto (necessitas præcepti).
En el primer sentido una cosa o acción es necesaria porque sin ella un fin dado
no puede ser alcanzado; el ojo, por ejemplo, es necesario para la visión. La
segunda clase de necesidad es aquella que es impuesta por el libre albedrío de
un superior, por ejemplo la necesidad de ayunar. Respecto a la Comunión debe
hacerse una distinción más entre infantes y adultos. Es fácil probar que en el
caso de los infantes la Sagrada Comunión no es necesaria para la salvación, ya
sea como medio o a partir de un precepto. Puesto que aún no han alcanzado el uso
de razón, son libres de la obligación de leyes positivas; consecuentemente, la
única cuestión es si la Comunión, como el Bautismo, es necesaria para ellos como
medio de salvación. Ahora, el Concilio de Trento bajo pena de anatema,
solemnemente rechaza esa necesidad (Ses. XXI, can. IV) y declara que la
costumbre de la primitiva Iglesia de dar la Sagrada Comunión a los niños, no
estaba basada en creencia equivocada de que se necesitaba para la salvación,
sino en las circunstancias de los tiempos (Ses. XXI, cap. 4). Puesto que según
la enseñanza de San Pablo (Rom. 8, 1) "no hay condenación" para quienes han sido
bautizados, cada niño que muere en su inocencia bautismal, aún sin comunión,
debe ir directo al cielo. Esta última postura fue adoptada usualmente por los
Padres, con excepción de San Agustín, quien de la costumbre universal de la
Comunión de los niños dedujo la conclusión de su necesidad para la salvación
(ver COMUNION DE NIÑOS). Por otra parte, la Comunión está prescrita para los
adultos, no solo por la ley de la Iglesia, sino también por mandato Divino
(Juan, vi, 50 sqq .), aunque para su absoluta necesidad como medio de salvación
no hay más evidencia que en el caso de los infantes. Ya que tal necesidad pudo
ser establecida solo bajo la suposición de que la Comunión per se constituía a
una persona en estado de gracia o que este estado no podía ser preservado sin la
Comunión. Ninguna de las suposiciones es correcta. La primera no, por la simple
razón que la Sagrada Eucaristía, siendo un sacramento de los vivos, presupone el
estado de gracia santificante; la segunda no, porque en caso de necesidad, como
pudiera surgir, e.g., en un largo viaje por mar, las gracias Eucarísticas pueden
ser provistas por gracias actuales. Solo cuando se ve bajo esta luz es que
podemos entender como la primitiva Iglesia, sin llevar la contra al mandato
Divino, rehusó la Eucaristía a ciertos pecadores aun en su lecho de muerte.
Empero existe una necesidad moral de parte de los adultos de recibir la Sagrada
Comunión como medio, por ejemplo, de sobreponerse a violenta tentación, o como
un viático para personas en peligro de muerte. Teólogos eminentes, como Suárez,
sostienen que la Eucaristía, si no absolutamente necesaria, es por lo menos un
medio relativo y moralmente necesario para la salvación, en el sentido de que no
hay adulto que pueda mantener por largo tiempo su vida espiritual y sobrenatural
si en principio descuida acercarse a la Sagrada Comunión. Esta posición está
soportada no solo por las solemnes y serias palabras de Cristo cuando prometió
la Eucaristía, y por la misma naturaleza del sacramento como alimento espiritual
y medicina de nuestras almas, sino también por el hecho de la indefensión y
perversidad de la naturaleza humana y por la diaria experiencia de confesores y
directores de almas.
Puesto que Cristo no nos ha dejado un precepto preciso acerca de la frecuencia
con que desea que recibamos la Sagrada Comunión, corresponde a la Iglesia
determinar el mandato Divino más precisamente y prescribir que límites de tiempo
habrá para la recepción del sacramento. En el curso de los siglos la disciplina
de la Iglesia ha sufrido considerable cambio en este aspecto. Mientras que los
primeros Cristianos estaban acostumbrados a recibirla en cada celebración de la
Liturgia, que probablemente no se celebraba diario en todos los lugares, o
tenían el hábito de comulgar privadamente en sus hogares todos los días de la
semana, desde el siglo cuarto se hace notable una disminución en la frecuencia
de la Comunión. Aún en su tiempo el Papa Fabiano (236-250) hizo obligatorio
acercarse a la santa Mesa tres veces en el año, en Navidad, Pascua, y
Pentecostés, y esta costumbre prevalecía aún en el siglo sexto [cf. Sínodo de
Agde (506), c. xviii]. Aunque San Agustín dejó la Comunión diaria a la opción
libre del individuo, su admonición, en vigor aún hasta el presente día, fue: Sic
vive, ut quotidie possis sumere (De dono persev., c. XIV), i. e. "Vive de manera
que la recibas cada día." Del siglo décimo al décimo tercero, la práctica de ir
a la Comunión más frecuentemente durante el año era más bién rara entre el
laicado y se observaba solamente en comunidades enclaustradas. San Buenaventura
muy reticentemente permitió a los hermanos legos de su monasterio que se
acercaran semanalmente a la Santa Mesa, mientras que la regla de los Cánones de
Chrodegang prescribían esta práctica. Cuando el Cuarto Concilio de Letrán
(1215), que tuvo lugar bajo Inocente III, mitigó la anterior severidad de la ley
de la Iglesia al grado que todos los católicos de ambos sexos deberían comulgar
por lo menos una vez al año por Pascua, Santo Tomás (III:80:10) atribuyó esta
orden principalmente al "reino de la impiedad y la creciente frialdad de la
caridad ". El precepto de la Comunión pascual anual fue solemnemente reiterado
por el Concilio de Trento (Ses. XIII, can. ix). Los teólogos místicos de fines
de la Edad Media como Tauler, San Vicente Ferrer, Savonarola, y posteriormente
San Felipe Neri, la Orden Jesuita, San Francisco de Sales y San Alfonso Liguiori
fueron celosos campeones de la Comunión frecuente; mientras que los Jansenistas,
bajo el liderazgo de Antoine Arnauld (De la fréquente communion, Paris, 1643),
esforzadamente se opuso y demandó como condición para cada Comunión la "más
perfecta disposición penitencial y el más puro amor de Dios". Este rigorismo fue
condenado por el Papa Alejandro VIII (7 Dic., 1690); el Concilio de Trento (Ses.
XIII, cap. 8; Ses. XXII, cap. 6) e Inocente XI (12 Feb., 1679) habían enfatizado
ya la autorización de hasta la Comunión diaria. Para erradicar hasta los últimos
vestigios del rigorismo Jansenista, Pío X emitió un decreto (24 Dic., 1905) en
el que permite y recomienda la Comunión diaria a todo el laicado y requiere solo
dos condiciones para su autorización que son: el estado de gracia y una pía y
correcta intención. Respecto al no- requerimiento de la comunión en ambas
especies como medio necesario para la salvación, ver COMUNION BAJO AMBAS
ESPECIES.
(5) El Ministro de la Eucaristía
Siendo la Eucaristía un sacramento permanente, y la confección (confectio) y la
recepción (susceptio) de la misma separadas entre si por un intervalo de tiempo,
el ministro puede ser y de hecho es doble: (a) el ministro de consagración y (b)
el ministro de administración.
(a) El Ministro de Consagración
En la primera era cristiana los Peputianos, Coliridianos, y Montanistas
atribuyeron poderes sacerdotales aún a las mujeres (cf. Epiphanius, De hær.,
XLIX, 79); y en la Edad Media los Albigenses y Waldenses atribuyeron el poder de
consagración a todo laico de correcta disposición. Contra estos errores el
Cuarto Concilio Letranense (1215) confirmó la antigua enseñanza Católica, que
"nadie, sino el sacerdote [sacerdos], ordenado regularmente de acuerdo a las
claves de la Iglesia, tiene el poder de consagrar este sacramento". Rechazando
la distinción jerárquica entre sacerdocio y laicado, Lutero declaró más tarde de
acuerdo con su idea de un "sacerdocio universal" (cf. I Pedro 2, 5), que
cualquier lego estaba calificado, como representante designado de los fieles, a
consagrar el Sacramento de la Eucaristía. El Concilio de Trento se opuso a esta
enseñanza de Lutero, y no solo confirmó de nuevo la existencia de un "sacerdocio
especial " (Ses. XXIII, can. i), sino que autorizadamente declaró que "Cristo
ordenó a los Apóstoles verdaderos sacerdotes y les mandó así como a otros
sacerotes, que ofrecieran Su Cuerpo y Su Sangre en el Santo Sacrificio de la
Misa " (Ses. XXII, can. ii). Por esta decisión fue declarado también que el
poder de consagrar y el de ofrecer el Santo Sacrificio son idénticos. Ambas
ideas son mutuamente recíprocas. A esta categoría de "sacerdotes" (sacerdos,
iereus) pertenecen, según las enseñanzas de la Iglesia, solo obispos y
sacerdotes; diáconos, subdiáconos y aquellos en ordenes menores están excluidos
de esta dignidad.
Escrituralmente considerada, la necesidad de un sacerdocio especial con el poder
de consagrar válidamente es derivado del hecho que Cristo no dirigió las
palabras "Haced esto", a toda la masa del laicado, sino exclusivamente a los
Apóstoles y sus sucesores en el sacerdocio; de aquí que solo los últimos puedan
consagrar válidamente. Es evidente que la tradición ha entendido el mandato de
Cristo en este sentido y ningún otro. Aprendemos de los escritos de Justino,
Origen, Cipriano, Agustín y otros así como de las más antiguas Liturgias, que
siempre fueron los obispos y los sacerdotes, y sólo ellos, quienes aparecieron
como los celebrantes propiamente constituidos de los Misterios Eucarísticos, y
que los diáconos actuaban solamente como asistentes en esas funciones, mientras
que los fieles participaban pasivamente en ellos. Cuando en el siglo cuarto
surgió el abuso de sacerdotes que recibían la Comunión de manos de diáconos, el
Primer Concilio de Nicea (325) emitió una estricta prohibición al respecto, que
"quienes ofrezcan el Santo Sacrificio no recibirán el Cuerpo del Señor de manos
de quienes no tengan tal poder de ofrenda ", porque tal práctica es contraria a
la "regla y costumbre". La secta de los Luciferianos fue fundada por un diácono
apóstata llamado Hilario, y no contaba con obispos ni sacerdotes; por tanto San
Jerónimo concluyó (Dial. adv. Lucifer., n. 21), que a falta de celebrantes no
conservaban más la Eucaristía. Está claro que la Iglesia siempre ha negado al
laicado el poder de consagrar. Cuando los Arios acusaron a San Atanasio (d. 373)
de sacrilegio porque supuestamente por orden suya el Cáliz consagrado había sido
destruido durante la Misa que estaba siendo celebrada por un cierto Iscares,
tuvieron que retirar los cargos como totalmente infundados cuando fue probado
que Iscares había sido inválidamente ordenado por un pseudo obispo llamado
Colluthos, y que por lo tanto, ninguno de los dos podía validamente consagrar ni
ofrecer el Santo Sacrificio.
(b) El ministro de administracion
El interés dogmático que se da al ministro de administración o distribución no
es tan grande, por la razón de que la Eucaristía, siendo un sacramento
permanente, puede recibirla validamente cualquier comunicante que tenga las
disposiciones apropiadas, sea que lo reciba de las manos de un sacerdote, un
laico o mujer. Por ello, la cuestión tiene que ver no con la validez, sino con
la administración por el laicado. En este asunto solo la Iglesia tiene el
derecho de decidir, y sus reglas en relación al rito de la Comunión pueden
variar de acuerdo a las circunstancias de los tiempos. Es en general de derecho
Divino, que el laicado, como regla, solo reciba de la mano consagrada del
sacerdote (cf. Trent, Ses. XIII, cap. viii). La práctica de que el laicado se
administre a si mismo la Sagrada Comunión, fue permitida anteriormente y aun lo
es hoy solo en caso de necesidad. En antiguos tiempos Cristianos era usual que
los fieles se llevaran el Sacratísimo Sacramento a sus casas y comulgaran
privadamente; una práctica (Tertuliano, Ad uxor., II, v)a la que hace referencia
San Basilio (Ep. XCIII, ad Cæsariam) tan tardíamente como el siglo cuarto. Fue
usual, hasta el siglo noveno, que el sacerdote colocara la Sagrada Hostia en la
mano derecha del receptor, quien la besaba y la transfería a su propia boca; a
partir del siglo cuarto, en esta ceremonia se obligaba a las mujeres a tener su
mano derecha envuelta en una tela. En los primeros tiempos la Preciosísima
Sangre se recibía directamente del Cáliz, pero después del siglo octavo en Roma
la práctica era recibirla a través de un pequeño tubo (fistula); en el presente,
esto se observa solamente en la misa del Papa. Este último método de beber el
Cáliz se extendió a otras localidades, particularmente a monasterios
Cistersianos, donde la práctica fue parcialmente continuada hasta entrado el
siglo dieciocho.
Donde el sacerdote es tanto por derecho Divino como por derecho eclesiástico el
distribuidor ordinario (minister ordinarius) del sacramento, el diácono es, por
virtud de su orden, el ministro extraordinario (minister extraordinarius), que
sin embargo no puede administrar el sacramento excepto ex delegatione, esto es,
con permiso del obispo o del sacerdote. Como ya se ha mencionado arriba, en la
Iglesia primitiva los diáconos estaban acostumbrados a llevar el Santísimo
Sacramento a quienes estaban ausentes de los servicios, y también a presentar el
Cáliz al laicado durante la celebración de los Sagrados Misterios (cf, Cyprian,
De lapsis, nn. 17, 25), y esta práctica fue observada hasta que la Comunión en
ambas especies fue descontinuada. En el tiempo de Santo Tomás (III:82:3), a los
diáconos se les permitía administrar solo el Cáliz al laicado, y en caso de
necesidad la Sagrada Hostia también cuando lo solicitaba el obispo o el
sacerdote. Después que fue abolida la Comunión bajo las especies de pan y vino,
los poderes del diácono fueron restringidos más y más. Según la decisión de la
Sagrada Congregación de Ritos (25 Feb., 1777), aún en vigor, el diácono debe
administrar la Sagrada Comunión solo en caso de necesidad y con la aprobación de
su obispo o su pastor. (Cf. Funk, "Der Kommunionritus" en su "Kirchengeschichtl.
Abhandlungen und Untersuchungen", Paderborn, 1897, I, pp. 293 sqq.; ver también
"Theol. praktische Quartalschrift", Linz, 1906, LIX, 95 sqq.)
(6) El receptor de la Eucaristía
Deben ser distinguidas las dos condiciones de capacidad objetiva (capacitas,
aptitudo) y merecimiento subjetivo (dignitas). Solo la primera es de interés
dogmático, mientras que la segunda es tratada en teología moral (ver COMUNION y
COMUNION DE LOS ENFERMOS). El primer requisito de aptitud o capacidad es que el
receptor sea un "ser humano", ya que fue solo para la humanidad que Cristo
instituyó este alimento Eucarístico de almas y mandó su recepción. Esta
condición excluye no solo los animales irracionales, sino a los ángeles también,
ya que ninguno de los dos posee un alma humana, que solo ella puede ser nutrida
por este alimento hacia la vida eterna. La expresión "pan de Ángeles" (Ps, 77,
25) es una mera metáfora que indica que en la Visión Beatífica donde El ya no
esté oculto bajo los velos sacramentales, los ángeles festejan espiritualmente
al Dios-hombre; esta misma expectativa se mantiene ofrecida a quienes
gloriosamente se levanten el Día Final. El segundo requisito, deducción
inmediata del primero, es que el receptor esté aún en "estado de peregrinaje "
hacia la siguiente vida (status viatoris), pues es solo en la presente vida que
el hombre puede Comulgar válidamente. Exagerando la necesidad de la Eucaristía
como un medio de salvación, Rosmini aventuró la insostenible opinión que al
momento de la muerte este pan celestial se entrega en el otro mundo a las
creaturas que acaban de dejar esta vida, y que Cristo podría haberse dado en
Sagrada Comunión a las santas almas en el Limbo para " hacerlas aptas para la
visión de Dios". Este evidentemente insostenible punto de vista, junto con otras
proposiciones de Rosmini, fueron condenadas por León XIII (14 Dic., 1887). En el
siglo cuarto el Sínodo de Hippo (393) prohibió la práctica de dar la Sagrada
Comunión a los muertos como un burdo abuso, y asignó como razón que "los
cadáveres ya no tenían la capacidad de comer". Sínodos ulteriores, como los de
Auxerre (578) y el de Trullan (692), tomaron muy enérgicas medidas para poner un
alto a una costumbre tan difícil de erradicar. El tercer requisito, finalmente,
es el bautismo, sin el cual ningún otro sacramento pude ser recibido
válidamente; pues en su concepto fundamental, el bautismo es la "puerta
espiritual " a los medios de gracia contenidos en la Iglesia. Un judío o
Mahometano podría ciertamente, recibir materialmente la Sagrada Hostia, pero no
se trataría en este caso de una recepción sacramental, aunque por medio de un
perfecto acto de contrición o de puro amor a Dios se hubiera puesto en estado de
gracia santificante. De aquí que en la Iglesia Primitiva los catecúmenos
estuvieran estrictamente excluidos de la Eucaristía.
J. POHLE
Transcrito por Charles Sweeney, SJ
Traducido por Javier L. Ochoa Medina