Cristología
EnciCato
La Cristología es la parte de la Teología que trata de Nuestro Señor Jesucristo.
Si bien abarca en su totalidad las doctrinas que se refieren tanto a la persona
de Cristo como a sus obras, sin embargo el presente artículo se limitará a la
consideración de la persona de Cristo. Del mismo modo, no invadiremos el
territorio del historiador o del teólogo veterotestamentario, quienes dan cuenta
de sus perspectivas en los artículos titulados Jesucristo y Mesías. Podemos
decir que el campo del presente escrito es la teología de la persona de
Jesucristo vista a la luz del Nuevo Testamento y desde el punto de vista
cristiano.
La persona de Jesucristo es la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Hijo
o la Palabra del Padre, quien “se encarnó de la Santísima Virgen por obra del
Espíritu Santo y se hizo hombre”. Tales misterios, aunque ya habían anunciados
en el Antiguo Testamento, fueron revelados en su totalidad en el Nuevo y
desarrollados con claridad en la Tradición Cristiana y la Teología. Por eso
estudiaremos nuestro tema bajo el triple aspecto del Antiguo Testamento, del
Nuevo Testamento y de la Tradición Cristiana.
I. Antiguo Testamento;
II. Nuevo Testamento;
(1) Cristología Paulina;
(a) La Humanidad de Cristo en las Epístolas Paulinas;
(b) La Divinidad de Cristo en las Epístolas Paulinas;
(2) Cristología de las Epístolas Católicas;
(a) La Epístola de Santiago;
(b) La Creencia de San Pedro;
(c) La Epístola de San Judas;
(3) Cristología Juanina;
(4) Cristología de los Sinópticos;
III. Tradición Cristiana;
(1) La Humanidad de Cristo;
(2) La Divinidad de Cristo;
(3) Unión Hipostática.
I. ANTIGUO TESTAMENTO
De lo anterior creemos que queda claro que aquí el Antiguo Testamento no se
considera desde la óptica del escriba judío, sino de la del teólogo cristiano.
El mismo Jesucristo fue el primero en usarlo de esa manera al repetir sus
referencias a los pasajes mesiánicos de los escritos proféticos. Los apóstoles
vieron en esas profecías muchos argumentos a favor de las enseñanzas y
proclamaciones de Jesucristo. También los evangelistas están familiarizados con
ellas, aunque su recurso a ellas es menos frecuente que el de los escritores
patrísticos. Incluso los Padres o proponen el argumento profético en términos
generales o citan profecías específicas. Pero con ello prepararon el terreno
para una comprensión más profunda de la perspectiva histórica de las
predicciones mesiánicas que comenzaron a tener fuerza en los siglos XVIII y XIX.
Dejaremos la explicación del desarrollo histórico de las profecías mesiánicas
para el escritor del artículo Mesías y haremos una sencilla llamada de atención
a las predicciones proféticas acerca de la genealogía, el nacimiento, la
infancia, los nombres, los oficios, la vida pública, los sufrimientos y la
gloria de Cristo.
(1) Las referencias a la genealogía humana del Mesías son numerosas en el
Antiguo Testamento. Se le representa como la semilla de la mujer, el hijo de Sem,
el hijo de Abraham, Isaac y Jacob, el hijo de David, el príncipe de los
pastores, el retoño de la rama del cedro (Gen 3, 1-19; 9, 18-27; 12, 1-9; 17,
1-9; 18, 17-19; 22, 16-18; 26, 1-5; 27, 1-15; Num 24, 15-19; II Re 7, 1-16; 1
Cro 17, 1-17; Jer 23, 1-8; 33, 14-26; Ez 17). El Salmista real exalta la
genealogía divina del futuro Mesías en las palabras: “Tú eres mi hijo, yo te he
engendrado hoy“ (Sal 2,7)
(2) Los profetas frecuentemente hablan del nacimiento del Mesías esperado y lo
ubican en Belén de Judá (Mi 5,2-14); determinan su tiempo por de la sucesión del
cetro de Judá (Gn 49,8-12), por las setenta semanas de Daniel (9,22-27) y por el
“breve tiempo” mencionado en el libro de Ageo (2,1-10). Los visionarios del
Antiguo Testamento también vieron que el Mesías había de nacer de una madre
virgen (Is 7,1-17) y que su apariencia, al menos la pública, sería antecedida
por un precursor (Is 40, 1-11; Mal 4,5-6).
(3) Ciertos eventos conectados con la infancia del Mesías fueron considerados
tan importantes que constituyen el objeto de predicciones proféticas. Entre esas
está la adoración de los magos (Sal 81,1-17), la matanza de los Inocentes (Jer
31,15-26) y la huída a Egipto (Os 11,1-7). Indudablemente que en el caso de
estas tres profecías, como en el de muchas otras, su cumplimiento es su mejor
comentario, pero ello no ignora el hecho de que los eventos a que aluden fueron
realmente predichos.
(4) Probablemente haya menor necesidad de insistir en las predicciones
referentes a los más conocidos nombres y títulos mesiánicos, dado que significan
menor dificultad. En las profecías de Zacarías el Mesías es llamado “Oriente” o,
según el texto hebreo, “el Germen” (3; 6,9-15) ; en el libro de Daniel es el
“Hijo del Hombre” (7); en Malaquías es el “Ángel de la Alianza” (2,17; 3,6); en
Isaías es el “Salvador” (51,1; 52,12; 62); el “Siervo del Señor” (49), el
“Emmanuel” (8,1-10), el “Príncipe de la Paz” (9,7).
(5) Los oficios mesiánicos se consideran en forma general en la parte posterior
de Isaías (61). En particular, se considera al Mesías como un profeta en el
libro del Deuteronomio (18,9-22); como rey en el cántico de Ana (I Re 2,1-10) y
en el canto real del Salmista (44); como sacerdote en la figura sacerdotal de
Melquisedec (Gn 14,14-20) y en las palabras del salmo 109: “sacerdote para
siempre”; como Goel, o libertador, en la segunda parte de Isaías (63,1-6); como
mediador del Nuevo Testamento, bajo la forma de una alianza con el pueblo (Is
42,1; 43,13), y de la luz de los gentiles (Is 49).
(6) En cuanto a la vida pública del Mesías, Isaías nos da una idea general de la
totalidad con que el Espíritu se le da al Ungido (11,1-16), y del trabajo
mesiánico (4). El Salmista presenta una descripción del Buen Pastor (22). Isaías
resume los milagros mesiánicos (35). Zacarías exclama: “Regocíjate grandemente,
Hija de Sión”, prediciendo así la solemne entrada de Cristo a Jerusalén. El
Salmista se refiere a ese mismo evento cuando menciona la alabanza que sale de
la boca de los infantes (8). Y para citar de nuevo el libro de Isaías, el
profeta predice el rechazo del Mesías a través de una alianza con la muerte (27)
y el salmista alude al mismo misterio cuando habla de la piedra rechazada por
los constructores (117, 22).
(7) ¿Hará falta mencionar que los sufrimientos del Mesías fueron totalmente
predichos por los profetas del Antiguo Testamento? La idea general de una
víctima mesiánica aparece en el contexto de las palabras “ni sacrificio ni
oblación querías” (Sal 39,7), en el pasaje que inicia con la resolución
“queremos poner madera en su pan” (La Biblia de Jerusalén traduce: “Destruyamos
el árbol en su vigor”. Véase la nota explicativa, N.T.) (Jer 11), y en el
sacrificio descrito por el profeta Malaquías (1). Además, la serie de
acontecimientos particulares que constituyen la historia de la Pasión de Cristo
ha sido descrita por los profetas con notable minuciosidad. El Salmista se
refiere a la traición en las palabras: “Hasta mi amigo íntimo (“mi hombre de
paz”. Cfr. Biblia de Jerusalén. N.T. ) en quien yo confiaba, el que mi pan
comía, levanta contra mi su calcañar” (40,10); y Zacarías sabe de las “treinta
piezas de plata” (11); el Salmista que ora desde la angustia de su alma es
figura de Cristo en su agonía (54); su captura está profetizada en las palabras
“perseguidle... apresadle” y “Se atropella la vida del justo” (Sal 70,11;
93,21); el juicio fundado en falsos testimonios puede encontrarse representado
en las palabras “Pues se han alzado contra mi falsos testigos, que respiran
violencia” (Sal 26,12); la flagelación está retratada en la descripción del
Varón de dolores (Is 52,13; 53,12) y en las palabras “Ellos se ríen de mi caída,
se reúnen, sí, se reúnen contra mi; extranjeros que yo no conozco desgarran sin
descanso” (Sal 34,15); la suerte del traidor queda dibujada en las imprecaciones
del salmo 108; la crucifixión es mencionada en los pasajes “¿Qué son esas llagas
en medio de mis manos?” (Zac 13), “Condenémosle a la muerte más vergonzosa” (Sal
2), y “Han taladrado mis anos y mis pies” (Sal 21). La oscuridad milagrosa
sucede en Am 8; la hiel y el vinagre son mencionados en el salmo 68; la herida
del costado de Cristo es anunciada en Zac 12. El sacrificio de Isaac (Gn
21,1-14), el cordero sacrificial (Lev 16, 1-28), las cenizas de la purificación
(Num 19, 1-10) y la serpiente de bronce (Num 21, 4-9) tienen un lugar prominente
entre las figuras del Mesías sufriente. El capítulo tercero de las Lamentaciones
es considerado correctamente como el discurso funerario de nuestro Redentor
sepultado.
(8) Por último, la gloria del Mesías ha sido prevista por los profetas del
Antiguo Testamento. El contexto de frases tales como “Me he levantado porque el
Señor me ha protegido” (Sal 3), “Mi carne descansará segura” (Sal 15), “Él se
levantará al tercer día” (Os 5,15; 6,3), “Oh muerte, yo seré tu muerte” (Os
13,6-15 a), y “Sé que mi redentor vive” (Job 19, 23-27) llevaban al devoto
creyente judío a algo más que una simple restauración temporal, cuyo
cumplimiento comenzó a cumplirse en la resurrección de Cristo. Este misterio
también está implícito, al menos como tipología, en las primeras frutas de la
cosecha (Lev 23, 9-14) y en el rescate de Jonás del vientre de la ballena (Jon
2). Pero no es sólo la resurrección del Mesías el único elemento de la gloria de
Cristo que fue predicho por los profetas. El salmo 67 trata de la ascensión; los
versos 28-32 del capítulo 2 de Joel se refieren al Paráclito; el capítulo 11 de
Isaías a la llamada de los gentiles; Mi 4,1-7, a la conversión de la sinagoga;
Dn 2, 27-47, al reino del Mesías comparado con el reino del mundo. Otras
características del reino mesiánico son tipificadas por el tabernáculo (Ex 25,
8-9; 29, 43; 40, 33-36; Num 9, 15-23), el trono de misericordia (Ex 25, 17-22;
Sal 79,1), el maná (Ex 16, 1-15; Sal 77, 24-25) y la roca del Horeb (Ex 17, 5-7;
Num 20, 10-11; Sal 104,41). En el capítulo 12 de Isaías aparece un cántico de
acción de gracias por los beneficios mesiánicos.
Los libros del Antiguo Testamento no son la única fuente que los teólogos
cristianos pueden utilizar para conocer las ideas mesiánicas del judaísmo
precristiano. Los oráculos sibilinos, el Libro de Enoc, el Libro de los
Jubileos, los Salmos de Salomón, la Ascensión de Moisés, la Revelación de Baruc,
el IV Libro de Esdras y varios libros talmúdicos y escritos rabínicos son ricos
veneros de visiones precristianas referentes al Mesías esperado. Ello no quiere
decir que todas esas obras hayan sido escritas antes de la venida de Cristo,
pero aunque su autoría sea parcialmente postcristiana, preservan una imagen del
mundo del pensamiento judío que data, al menos en su esquema básico, de siglos
antes del nacimiento de Cristo.
II. NUEVO TESTAMENTO
Ciertos autores modernos nos dicen que hay dos Cristos: el Mesías de la fe y el
Jesús histórico. Ellos ven al Señor y Cristo, a quien Dios exaltó al resucitarlo
de entre los muertos, como el objeto de la fe cristiana; a Jesús de Nazaret, el
predicador y obrador de milagros, como el objeto de los historiadores. Esos
autores afirman que es prácticamente imposible convencer incluso al menos
experimentado de los críticos que Jesús enseñó, en términos formales y
simultáneamente, la cristología de Pablo, la de Juan, las doctrinas de Nicea, de
Éfeso y de Calcedonia. Por otra parte, la historia de los primeros siglos
cristianos les parece a esos autores como algo inconcebible. Se dice que al
cuarto Evangelio le falta la información que sustenta las definiciones de los
primeros concilios ecuménicos y que, por el contrario, aporta un testimonio que
no complementa sino corrige el retrato de Jesús elaborado por los Sinópticos.
Esas dos referencias del Cristo se ven, según eso, como mutuamente excluyentes:
si Jesús habló y actuó como lo hace en los Evangelios Sinópticos, eso significa
que no habló ni actuó como dice Juan que lo hizo. Revisaremos aquí brevemente la
cristología de San Pablo, de las Epístolas Católicas, del Cuarto Evangelio y de
los Sinópticos. Daremos al lector una cristología completa del Nuevo Testamento
y también los datos necesarios para defenderse de los modernistas. Pero no será
una cristología completa en el sentido que abarque todos los detalles referentes
al Jesucristo enseñado por el Nuevo Testamento, sino en el sentido de que nos
dará sus características esenciales según las enseña la totalidad del Nuevo
Testamento.
(1) Cristología Paulina
San Pablo insiste en la verdad de la real humanidad y divinidad de Cristo, a
pesar de que, a primera vista, el lector se enfrenta a tres objetos en los
escritos del Apóstol: Dios, el mundo humano y el Mediador. Pero este último es a
la vez divino y humano, hombre y Dios.
(a) La humanidad de Cristo en las epístolas paulinas
Las expresiones “condición de siervo”, “apareciendo en su porte como un hombre”,
“en carne semejante a la del pecado” (Fil 2,7; Rom 8,3) pueden parecer como
lesivas a la humanidad real de Cristo en la enseñanza paulina. Mas en realidad
ellas únicamente describen un modo de ser o dejan entrever la presencia de una
naturaleza superior en Cristo que no es visible a los sentidos. O contrastan la
naturaleza humana de Cristo con la de la raza pecadora a la que aquella
pertenece. Por otro lado, el Apóstol habla abiertamente de Nuestro Señor
manifestado en la carne (I Tim 3,16); poseedor de un cuerpo de carne (Col 1,22);
“nacido de mujer” (Gal 4,4); nacido de la simiente de David según la carne (Rom
1,3); perteneciente según la carne al pueblo de Israel (Rom 9,5). En cuanto
judío, Jesucristo nació bajo la Ley (Gal 4,4). El Apóstol hace énfasis en la
verdadera participación de Nuestro Señor en nuestra debilidad humana física (II
Cor 13, 4), en su vida de sufrimiento (Heb 5,8) (Estudios recientes han
demostrado que la Epístola a los Hebreos, durante siglos atribuida a San Pablo a
raíz del encabezado de la misma en la Vulgata, no es obra del Apóstol, aunque sí
parece notarse en ella la influencia de sus ideas. Su autor permanece anónimo,
N.T.) que culmina con la pasión (Ibíd., 1, 5; Fil 3,10; Col 1, 24). En sólo dos
aspectos difiere la humanidad de Nuestro Señor del resto de los hombres.
Primero, en su ausencia total de pecado (II Cor 5, 21; Gal 2, 17; Rom 7, 3).
Segundo, en el hecho de que Nuestro Señor es el segundo Adán, que representa a
todo el género humano (Rom 5, 12-21; I Cor 15, 45-49).
(b) La divinidad de Cristo en las epístolas paulinas
Según San Pablo, la superioridad de la revelación cristiana sobre toda otra
manifestación divina, y la perfección de la Nueva Alianza con su sacrificio y
sacerdocio, se derivan del hecho que Cristo es el Hijo de Dios (Heb 1, 1ss; 5,
5ss; Rom 1, 3; Gal 4, 4; Ef 4, 13; Col 1, 12; 2, 9ss). El Apóstol entiende la
expresión “Hijo de Dios” no como una mera dignidad moral, ni como una relación
puramente externa con Dios, iniciada en el tiempo, sino como una relación eterna
e inmanente entre Cristo y el Padre. Compara a Cristo con Aarón y sus sucesores,
Moisés y los profetas, y lo encuentra superior a éstos (Heb 1,1; 3, 1-6; 5, 4;
7, 1-22; 10, 11). Eleva a Cristo sobre el coro de los ángeles y lo hace Señor de
los mismos (Heb 1, 3; 2, 2-3; 14); lo sienta a la derecha del Padre como
heredero universal (Heb 1, 2-3; Gal 4, 14; Ef 1, 20-21). Si San Pablo se ve
obligado a usar los términos “forma de Dios” e “imagen de Dios” al hablar de la
divinidad de Cristo, para poder mostrar la distinción personal entre el Padre
Eterno y el Hijo Divino (Fil 2, 6; Col 1, 15), Cristo no es simplemente la
imagen y la gloria de Dios (I Cor 11, 7), sino también el primogénito de toda
creatura (Col 1, 15), en quien, por quien y para quien fueron hechas todas las
cosas (Col 1, 16), en quien la plenitud de la divinidad reside junto con la
realidad actual que nosotros atribuimos a los cuerpos materiales perceptibles y
mensurables a través de nuestros sentidos (Col 2, 9), en una palabra, quien
“está por encima de todas las cosas, Dios bendito por todos los siglos” (Rom 9,
5).
(2) Cristología de las Epístolas Católicas
Las epístolas de San Juan serán consideradas junto con los demás escritos del
mismo Apóstol en el siguiente apartado. Bajo el presente encabezado señalaremos
brevemente los puntos de vista sostenidos por los apóstoles Santiago, Pedro y
Judas relativos a Cristo.
(a) La Epístola de Santiago
El objetivo principal de la Epístola de Santiago no nos permite esperar que la
divinidad de Nuestro Señor quede en ella expresada formalmente como una doctrina
de fe. Empero, esa doctrina está implícita en el lenguaje del escritor
inspirado. Él profesa que su relación con Cristo es idéntica a la que tiene con
Dios, y que es siervo de ambos (1,1). Aplica el mismo término al Dios del
Antiguo Testamento y a Jesucristo (passim). Jesucristo es tanto el juez soberano
como legislador independiente, que puede salvar y destruir (4, 12). La fe en
Jesucristo es la fe en el Señor de la gloria (2,1). Si no se admite la firme fe
del autor en la divinidad de Jesucristo el lenguaje de la epístola constituiría
una forzada exageración.
(b) La creencia de San Pedro
San Pedro se presenta a si mismo como siervo y apóstol de Jesucristo (I Pe 1, 1;
II Pe 1, 1), quien fue anunciado por los profetas del Antiguo Testamento de modo
tal que esos mismos profetas fueron también siervos, heraldos e instrumentos de
Jesucristo (I Pe 1, 10-11). Es el Cristo preexistente quien modula las
expresiones de los profetas de Israel al proclamar sus anuncios de su venida.
San Pedro ha sido testigo de la gloria de Jesús en la Transfiguración (II Pe 1,
16). Parece disfrutar la enumeración de los títulos de su Señor: Jesús Nuestro
Señor (II Pe 1, 2); Nuestro Señor Jesucristo (1, 14, 16); Señor y Salvador (3,
2); Nuestro Señor y Salvador Jesucristo (1, 1); cuyo poder es divino (1, 3); a
través de cuyas promesas los cristianos participan de la naturaleza de Dios (1,
4). Es como si a lo largo de su carta, San Pedro experimentase la divinidad que
confiesa respecto de Jesucristo.
(c) La Epístola de San Judas
También San Judas se presenta a si mismo como siervo de Jesucristo, gracias a
cuya unión los cristianos perseveran en la vida de la fe y santidad (1). Cristo
es nuestro único Señor y Salvador (4), que castigó a Israel en el desierto al
igual que hizo con los ángeles rebeldes (5). Él vendrá a juzgarnos rodeado de
miríadas de santos (14). Los cristianos dirigen a Él su vista en busca de
misericordia y Él se la mostrará cuando venga (21) y su contenido es la vida
eterna. ¿Puede un Cristo meramente humano ser el objeto de esa clase de
lenguaje?
(3) Cristología Juanina
Aunque no hubiera nada más en el Nuevo Testamento para probar la divinidad de
Cristo, los primeros catorce versículos del Cuarto Evangelio bastarían para
convencer a cualquiera que creyera en la Biblia acerca de ese dogma. La doctrina
del prólogo de ese evangelio constituye la idea fundamental de toda la teología
juanina. El Verbo hecho carne, por un lado, es idéntico al Verbo que existía
desde el principio y , por otro, con Jesucristo, el protagonista del Cuarto
Evangelio. El Evangelio todo es la historia de la Palabra Eterna viviendo entre
los hombres.
La enseñanza del Cuarto Evangelio también se halla en las epístolas juaninas.
Desde las palabras de apertura el autor informa a sus lectores que la Palabra de
vida ha sido manifestada y que los Apóstoles han visto, escuchado y tocado al la
Palabra encarnada. La negación del Hijo significa la pérdida del Padre (I Jn 2,
23), y “quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él
en Dios” (Ibíd. 4,15). Es más enfático aún el escritor hacia el fin de la
epístola: “Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia
para que conozcamos al Verdadero Dios. Nosotros estamos en el Verdadero Dios, en
su Hijo Jesucristo” (Ibíd. 5, 20) .
Según el Apocalipsis, Cristo es el primero y el último, el alfa y el omega, el
eterno y el todopoderoso (1, 8; 21, 6; 22, 13). Es el Rey de reyes y Señor de
los señores (19, 16), el Señor del mundo invisible ( 12, 10; 13, 8), el centro
de la corte celestial (5, 6). Él recibe la adoración de los ángeles más elevados
(5, 8) y objeto de adoración ininterrumpida, en asociación con su Padre (5, 13;
17, 14)
(4) Cristología de los Sinópticos
Hay una diferencia real entre la presentación del Señor que hacen los tres
primeros evangelistas y la que hace San Juan. La verdad presentada por estos
escritores podrá ser idéntica, pero es vista desde diferentes puntos de vista.
Los tres Sinópticos resaltan la humanidad de Cristo en su obediencia a la ley,
en su poder sobre la naturaleza, y su ternura hacia los débiles y afligidos. El
Cuarto Evangelio no subraya los aspectos de la vida de Cristo que pertenecen a
su humanidad, sino los que denotan la gloria de la Persona Divina, manifestada
ante los hombres bajo forma visible. Pero a pesar de esas diferencias, los
Sinópticos, a través de sus sutiles sugerencias, prácticamente anticipan la
enseñanza del Cuarto Evangelio. Tal sugerencia está implícita, primero, en la
aplicación sinóptica de la palabra “Hijo de Dios”a Jesucristo. Jesús es el Hijo
de Dios, no meramente en sentido ético o teocrático, ni tampoco para decir que
es uno entre varios hijos sino dejando claro que Él es el único, amadísimo Hijo
del Padre, con una filiación no participada por nadie más y totalmente única (Mt
3, 17; 17, 5; 22, 41; 4, 3, 9; Lc 4, 3, 9). Su filiación se deriva del hecho de
la venida del Espíritu Santo sobre María y de que el Altísimo la ha cubierto con
su sombra (Lc 1, 35). Igualmente, los Sinópticos implican la divinidad de Cristo
en su descripción de la Navidad y de las circunstancias que rodearon a ésta; Él
es concebido por obra del Espíritu Santo (Lc 1, 35) y su Madre sabe que todas
las generaciones la llamarán dichosa porque el Poderoso ha hecho en ella grandes
cosas (Lc. 1, 48). Isabel la llama “bendita entre todas las mujeres”, bendice al
fruto de su vientre y se maravilla de que la Madre de su Señor haya ido a
visitarla (Lc 1, 42-43). Gabriel saluda a Nuestra Señora llamándola “llena de
gracia”, “bendita entre las mujeres”; le vaticina que su Hijo será grande y
llamado Hijo del Altísimo y que su reino no tendrá fin. (Lc 1, 28, 32). Cristo
recién nacido es adorado por los pastores y los magos, representantes de los
mundos judío y gentil; gloria de su pueblo, Israel (Lc 2, 30-32). Esas
narraciones difícilmente caben en la descripción de un niño humano normal, pero
sí adquieren significado a la luz del Cuarto Evangelio.
Los Sinópticos concuerdan con la enseñanza del Cuarto Evangelio acerca de la
persona de Jesucristo no únicamente en cuanto al uso que dan a la palabra “Hijo
de Dios” y en las descripciones del nacimiento de Cristo y sus detalles. También
lo hacen en las narraciones de la doctrina, vida y trabajos de Nuestro Señor. El
mismo término Hijo del Hombre, aplicado frecuentemente por ellos a Jesús, se
utiliza de tal manera que demuestra a Jesucristo como a alguien consciente de si
mismo y para quien el elemento humano no es algo primario, sino secundario e
sobreinducido. Muchas veces Cristo es simplemente llamado Hijo (Mt 11, 27; 28,
20) y, correspondientemente, Él nunca llama al Padre “nuestro” Padre, sino “mi”
Padre (Mt 18, 10, 19, 35; 20, 23; 26, 53). Él recibe el testimonio del cielo
durante su bautismo y transfiguración acerca de su filiación divina; los
profetas del Antiguo Testamento no son rivales sino siervos en comparación con
Él (Mt 21, 34). El título de “Hijo del Hombre”, así, significa una naturaleza
para la que la humanidad de Cristo era accesoria. Igualmente, Cristo declara
tener el poder de perdonar los pecados y da soporte a esa declaración con sus
milagros (Mt 9, 2-6; Lc 5, 20, 24). Insiste en la fe hacia si (Mt 16, 16, 17);
incluye su nombre en la fórmula bautismal entre la del Padre y el Espíritu Santo
(Mt 28, 19); sólo Él conoce al Padre y sólo el Padre lo conoce a Él (Mt 11, 27);
instituye el sacramento de la Eucaristía (Mt 26, 26; Mc 14, 22; Lc 22, 19).
Padece y muere para resucitar al tercer día (Mt 20, 19; Mc 10, 34; Lc 18, 33);
sube al cielo pero no sin antes prometer que estará con nosotros hasta el fin
del mundo (Mt 28, 20).
¿Será necesario añadir que las afirmaciones de Cristo respecto a tener la más
alta dignidad personal están claras en los discursos escatológicos de los
Sinópticos? Él es el Señor del universo material y moral. Como supremo
legislador, Él es el punto de referencia de toda ley; como juez final, Él
determina el destino de todos. Quitemos el Cuarto Evangelio del canon del Nuevo
Testamento y aún tendríamos en los Evangelios Sinópticos una doctrina idéntica a
la que se nos da en el Cuarto Evangelio acerca de la persona de Jesucristo.
Algunos puntos de esa doctrina quizás estarían menos claramente expuestos que lo
que están ahora, pero seguirían siendo substancialmente iguales.
III. TRADICIÓN CRISTIANA
La cristología bíblica muestra que Jesucristo es a la vez Dios y hombre.
Mientras que la tradición cristiana siempre ha sostenido la triple tesis de que
Cristo es verdadero Dios, verdadero hombre y que el hombre-Dios, Jesucristo, es
una única e indivisible persona, las teorías erróneas y heréticas de varios
líderes religiosos han forzado a la Iglesia a insistir más fuertemente en uno u
otro de los elementos de su cristología. Una clasificación de los principales
errores y de las correspondientes afirmaciones eclesiásticas nos muestran el
desarrollo histórico de la doctrina de la Iglesia con suficiente claridad. El
lector podrá encontrar una descripción más detallada de las principales herejías
y concilios bajo sus respectivos encabezados.
(1) La Humanidad de Cristo
Desde los primeros tiempos de la Iglesia fue negada la verdadera humanidad de
Jesucristo. El docetista Marción y los priscilianistas solamente admiten que
Jesús tenía un cuerpo aparente. Los valentinianos, un cuerpo traído del cielo.
Los seguidores de Apolinar o niegan que Jesús tuviera un alma humana, o que
poseyera la parte superior del alma humana y por ello sostienen que el Verbo
provee la totalidad del alma de Cristo o por lo menos sus facultades superiores.
Más recientemente, no ha sido la verdadera humanidad de Cristo lo que ha sido
negado, sino la realidad histórica de la misma. Según Kant el credo cristiano
trata del Cristo ideal, no del histórico. Para Jacobi, los cristianos adoran a
un Jesús que constituye un ideal religioso, no un personaje histórico. Fichte
afirma que entre Dios y el hombre existe una unidad absoluta, la cual fue
detectada y enseñada primeramente por Jesús. Schelling sostiene que la
encarnación es un hecho eterno, que alcanzó su momento culminante en Jesucristo.
Para Hegel, Cristo no es la encarnación genuina de Dios en Jesús de Nazaret,
sino el símbolo de la encarnación de Dios en la humanidad en general. Por
último, algunos autores católicos distinguen entre el Cristo de la historia y el
de la fe, destruyendo con ello la realidad histórica del Cristo de la fe. El
nuevo Syllabus (Nombre dado a dos series de proposiciones que contienen errores
religiosos condenados, respectivamente, por Pio IX, 1864, y Pio X, 1907. N.T.),
en sus proposiciones 29 y siguientes, y la encíclica “Pascendi dominici gregis”
(de Pio X, acerca de las teorías modernistas, promulgada el 8 de septiembre de
1907) pueden ser consultados al respecto.
(2) La Divinidad de Cristo
Ya desde los tiempos apostólicos la Iglesia veía la negación de la divinidad de
Cristo como algo eminentemente anticristiano (I Jn 2, 22-23; 4, 3; II Jn 7). Los
primeros mártires, los Padres más antiguos y las primeras liturgias
eclesiásticas concuerdan en su profesión de la divinidad de Cristo. Aún así, los
ebionitas, teodocianos, artemonitas y fotinianos veían a Cristo como un simple
hombre, si bien dotado de una sabiduría divina, o como una apariencia de un eón
emanado del Ser divino según la teoría gnóstica, o también como una
manifestación de ese mismo ser, pero siguiendo las aseveraciones de los
sabelianos y patripasionistas teístas y panteístas. Finalmente, otros lo
reconocían como el Verbo encarnado, pero concebido de acuerdo a la opinión
arriana, una creatura intermedia entre Dios y el mundo, distinta esencialmente
del Padre y del Espíritu Santo. Si bien las definiciones de Nicea y de los
concilios subsecuentes, especialmente el IV de Letrán, tratan directamente de la
doctrina de la santísima Trinidad, también enseñan que el Verbo es
consubstancial con el Padre y el Espíritu Santo, estableciendo así la divinidad
de Jesucristo, el Verbo Encarnado. En tiempos más recientes, nuestros primeros
racionalistas intentaron evitar el problema de Jesucristo y tenían poco que
decir al respecto, haciendo a San Pablo el fundador de la Iglesia. Pero el
Cristo histórico era una figura demasiado atractiva para seguir siendo ignorada.
Y es más lamentable aún que la negación de la divinidad de Cristo no se
circunscribe a los socinianos y a tales autores como Ewald y Schleiermacher.
Incluso quienes profesan ser cristianos ven en Cristo la perfecta revelación de
Dios, la verdadera Cabeza y Señor de la raza humana, pero, al fin y al cabo,
terminan con las palabras de Pilato, “He ahí al Hombre”.
(3) Unión Hipostática
En Jesucristo se reúnen hipostáticamente su naturaleza humana y su naturaleza
divina. O sea, están unidas en la hipóstasis o persona del Verbo. También este
dogma encontró acerbos enemigos desde los tiempos más tempranos de la Iglesia.
Nestorio y sus seguidores admitían en Jesús una persona moral, del mismo modo
como una sociedad humana forma una persona moral. Esta persona moral resulta de
la unión de dos personas físicas, así como hay dos naturalezas en Cristo. Y
estas dos personas están unidas no física sino moralmente, por medio de la
gracia. La herejía de Nestorio fue condenada por Celestino I en el Sínodo Romano
del año 430, y por el Concilio de Éfeso, en 431. La doctrina católica fue
reafirmada posteriormente durante el Concilio de Calcedonia y en el segundo
Concilio de Constantinopla. De esa doctrina se deduce que las naturalezas divina
y humana están físicamente unidas en Cristo. Los monofisicistas concluyeron, de
eso, que en tal unión física o la naturaleza humana había sido absorbida por la
divina, como afirmaba Eutiques, o que la naturaleza divina fue absorbida por la
humana, o que de la unión física de las dos resultó una tercera naturaleza
gracias a una especie de mezcla física, o de su composición física. La verdadera
doctrina católica fue sostenida por el Papa León Magno, el Concilio de
Calcedonia y el V Concilio Ecuménico, en 553. El canon duodécimo de este último
concilio también excluye la visión de que la vida moral de Cristo se desarrolló
gradualmente para alcanzar su total maduración en la resurrección. Los
adopcionistas renovaron en parte el nestorianismo porque consideraban al Verbo
como el hijo natural de Dios y al hombre Cristo como un siervo o hijo adoptivo
de Dios, el cual había otorgado su propia personalidad a la naturaleza humana de
Cristo. Esta opinión fue rechazada por el Papa Adrián I, el Sínodo de Ratisbona,
en 782, el Concilio de Frankfurt, en 794 y por León III en el Sínodo Romano de
799. No hace falta señalar que, según la posición sociniana y racionalista, la
naturaleza humana de Cristo no está unida al Verbo. Dorner demuestra qué tan
extendida está esta opinión entre los protestantes, dado que hay pocos teólogos
protestantes de renombre que rechacen la personalidad propia de la naturaleza
humana de Cristo. Entre los católicos, Berruyer y Günther reintrodujeron un
nestorianismo modificado pero fueron censurados por la Congregación del Índice
(17 de abril de 1755) y por el Papa Pio IX (15 de diciembre de 1857). La herejía
monofisista fue retomada por los monotelitas, quienes sólo admitían una voluntad
en Cristo y con ello contradecían las enseñanzas de los papas Martín I y Agatón
y del VI Concilio Ecuménico. Tanto los cismáticos griegos como los reformadores
del siglo XVI deseaban mantener a doctrina tradicional referente al Verbo
encarnado, pero ya desde el principio los seguidores de la Reforma cayeron en
errores que incluían las herejías nestorianas y monofisistas. Por ejemplo, los
ubiquitarianos definen la esencia de la encarnación no como la adopción de la
naturaleza humana por parte del Verbo, sino como la divinización de la
naturaleza humana al participar de las propiedades de la naturaleza divina. Los
siguientes teólogos protestantes se separaron aún más de los puntos de vista de
la tradición cristiana. Para ellos Cristo era el sabio de Nazaret, quizás mayor
que los profetas, cuya aparición bíblica, parte mito y parte historia, no es
otra cosa sino la expresión de una idea popular acerca de la perfección humana.
(La opinión protestante de las grandes iglesias reformadas, al momento, a 30
años del Concilio Vaticano II, concuerda casi enteramente con la católica en lo
referente a Cristo. Cfr. Junger Moltmann, por ejemplo. N.T.). Los escritores
católicos cuyas obras han dudado del carácter histórico de la narración bíblica
de la vida de Cristo o de sus prerrogativas como hombre-Dios han sido censurados
en el nuevo Syllabus y por la encíclica “Pascendi dominici gregis” (Hay una
serie de teólogos católicos de renombre que ejercieron gran influencia durante
el Concilio Vaticano II, y que han dejado tesis muy sólidas en la cristología
católica: Hans Urs von Balthasar, por ejemplo. El Nuevo Catecismo de la Iglesia
Católica, 430-478, recoge en forma didáctica la doctrina actual de la Iglesia al
respecto. N.T.).
Véanse también las siguientes obras: Patrística: ATHANASIO, GREGORIO NACIANCENO,
GREGORIO DE NIZA, BASILIO, EPIFANIO escribieron especialmente contra los
seguidores de Arrio y Apolinar; CIRILO DE ALEJANDRIA, PROCLO, LEONCIO DE
BIZANCIO, ANASTASIO SINAITA, EULOGIO DE ALEJANDRIA, PEDRO CRISOLOGO, FULGENCIO,
se oponen a los nestorianos y monoficistas; SOFRONIO, MAXIMO, JUAN DAMASCENO,
los Monotelitas; PAULINO DE AQUILEIA, ETERIO, ALCUINO, AGOBARDO, los
Adopconistas. Vease P. G. y P. L. Escolástica: STO. TOMAS, Summa theol., III, QQ.
I-lix; IDEM, Summa contra gentes, IV, XXVII-LV; In III Sentent.; De veritate, QQ.
XX, XXIX; Compend, theol., QQ. CXCIX-CCXLII; Opusc., 2; etc.; BUENAVENTURA,
Breviloquium, 1, 4; In III Sentent.; BELLARMINO, De Christo capite totius
ecclesioe controvers., I, col. 1619; SUAREZ, De Incarn., opp. XIV, XV; LUGO, De
lncarn., op. III. Teólogos Positivistas: PETAVIO, Theol. dogmat., IV, 1-2;
THOMASSIN, De Incarn., dogm. theol., III, IV. Escritos recientes: FRANZELIN, De
Verbo Incarn. (Roma, 1874); KLEUTGEN, Theologie der Vorzeit, III (Münster,
1873); JUNGMANN, De Verbo incarnato (Ratisbona, 1872); HURTER, Theologia
dogmatica, II, tract. vii (Innsbruck, 1882); STENTRUP, Proelectiones dogmaticoe
de Verbo incarnato (2 vols., Innsbruck, 1882); LIDDON, The Divinity of Our Lord
(Londres, 1885); MAAS, Christ in Type and Prophecy (2 vols., Nueva York,
1893-96); LEPIN, Jésus Messie et Fils de Dieu (Paris, 1904). Véanse igualmente
las obras acerca de la vida de Cristo y los comentarios principales acerca de
los pasajes bíblicos citados en este artículo. "Mysterium Salutis" II/1 (Madrid
1969); H.Urs von Balthasar, Teodramática 3. Las personas del drama: el hombre en
Cristo (Encuentro, Madrid 1993); Karl Rahner, Muerte de Jesús y definitividad de
la revelación cristiana, en AA.VV. Teología de la cruz (Sígueme, Salamanca
1979). Para las demás partes de la teología dogmática consulte la bibliografía
al final de esta sección (I.).
A.J. MAAS
Transcrito por Douglas J. Potter
Dedicado al Sagrado Corazón de Jesucristo
Traducido por Javier Algara Cossío