Arquitectura Gótica
El término “gótico” fue empleado primeramente
con intención despectiva, durante el Renacimiento tardío. Según Vasari,
“aparecieron nuevos arquitectos, quienes levantaron, a la manera de sus
naciones bárbaras, edificios en el estilo que llamamos gótico”, en tanto que
Evelyn no puede menos que expresar la actitud mental de su tiempo al escribir:
“La arquitectura de griegos y romanos de la Antigüedad cumplía todas las
perfecciones esperadas en un edificio sin tacha y bien logrado”, pero los
godos y los vándalos la destruyeron e introdujeron “en su lugar una manera
fantástica y licenciosa de construir: hacinamientos de pilares, gruesos,
oscuros, melancólicos, monacales, sin proporción justa, utilidad o propósito”.
Se hacía por primera vez el intento de destruir una forma de arte instintiva
y, por lo que a Europa concierne, casi universal, sustituyéndola con otra
levantada sobre reglas artificiales y teorías premeditadas; por tanto, era
necesario librar el terreno de un brote alguna vez abundante y aún vital, para
lo cual, las escuelas de Vignola, Palladio y Wren se vieron obligadas a
burlarse del arte que se proponían desacreditar. En su ignorancia, tanto del
verdadero entorno del estilo como de su naturaleza, los italianos lo llamaron
“maniera Tedesca”, y dado que la palabra “godo” implicaba barbarie a la
perfección, es natural que la aplicaran al estilo que deseaban destruir. El
estilo desapareció, pues llegó a su fin ese tipo particular de civilización al
que expresaba, pero el nombre permaneció y ya a principios del siglo XIX,
cuando en los inicios de una nueva época aparecieron nuevos apologistas, el
antiguo apelativo fue recuperado, siendo el único disponible. Desde entonces,
se hacen constantes esfuerzos por definirlo con mayor exactitud, por darle un
nuevo significado o por sustituirlo con uno más expresivo de la idea que se
desea transmitir.
La palabra en sí misma, según su uso actual, repele todo sentido de
pensamiento preciso; en lo étnico, el arte al que describe es de origen
franco-normando, en tanto que un golfo racial, religioso y cronológico se
tiende entre los godos arios de una ribera y los francos y normandos católicos
de la otra. “La raza y el nombre de los ostrogodos pereció para siempre” (Bryce,
"The Holy Roman Empire", III, 29) con la conquista de Italia y Sicilia a cargo
de Justiniano (535-553), cinco siglos antes de los inicios del arte que lleva
su nombre. La investigación moderna indaga más allá de las tendencias raciales
acerca de la raíz del impulso artístico en cualquiera de sus formas, y al
margen de la deseable enmienda un anacronismo histórico, se estima que el arte
medieval (del cual la arquitectura no es sino una de sus categorías) exige un
nombre exacto y significativo, puesto que su existencia se debe a influencias
y tendencias más fuertes que las de la sangre, un nombre que indique la
estimación más justa en la que actualmente se le tiene.
No obstante, los intentos de definir el término han tenido poco éxito. Ese
esfuerzo ha producido resultados tan variados como los epítetos de Vasari y
Evelyn, las nebulosas y sentimentales paráfrasis de los románticos a
principios del siglo XIX, las estrechas definiciones arqueológicas de De
Caumont y los rígidos formalismos de rigoristas y especialistas estructurales
como Viollet le Duc, Anthyme Saint-Paul, Enlart y el profesor Moore. El único
intento científico es aquél del cual el primero fue el creador y el último, su
exponente más erudito y puntual. En síntesis, lo que esta escuela afirma es
que todo el esquema constructivo está determinado no por muros sino por una
armazón exquisitamente organizado y francamente expuesto, donde reside toda su
fuerza. Esta armazón, hecho de pilares, arcos y contrafuertes, se fabrica en
todas sus partes tan esbelto como se puede sin comprometer su solidez, libre
de todo el estorbo innecesario que pudieran representar los muros, y la
estabilidad del edificio no necesita la masividad inerte más que para
apuntalar en la periferia las partes activas, cuyas fuerzas opuestas se
neutralizan unas a otras. Se trata, por lo tanto, de un sistema de empujes en
equilibrio, opuesto al antiguo sistema de estabilidad inerte. La arquitectura
gótica es un sistema tal, ejecutado con un consumado espíritu artístico
(Charles H. Moore, "Development and Character of Gothic Architecture", I, 8).
Este es un admirable enunciado sobre el elemento estructural, que es
fundamental para la arquitectura gótica; pero dejándose arrastrar por su
entusiasmo hacia el logro cimero del intelecto humano en el ámbito de la
construcción, quienes han demostrado su preeminencia con mayor claridad
usualmente han caído en el error de afirmar que esta cualidad única es la
piedra de toque de la arquitectura gótica, lo cual minimiza la importancia de
todas las consideraciones estéticas y niega el nombre “gótico” a todo aquello
donde el sistema de empujes en equilibrio, bóvedas de nervadura y cargas
concentradas no figura coherentemente. Moore mismo afirma que “dondequiera que
esté ausente una armazón que se sostiene bajo el principio de empuje y
contraempuje, nos falta el gótico” (Moore, op. cit., I, 18). El resultado es
que se le niega el título de gótica a toda la arquitectura medieval de Europa
occidental, a excepción de la producida durante siglo y medio, principalmente
dentro de los límites del antiguo Dominio Real de Francia. De toda la
arquitectura inglesa producida entre 1066 y 1528, se dice que “deben
desecharse las pretensiones inglesas de haber participado en el desarrollo
inicial del gótico, o tener la arquitectura ojival de la isla como propiamente
gótica” (Moore, op. cit., prefacio a la primera edición, 8). Otro tanto se
debe decir de la arquitectura coetánea en Alemania, Italia y España.
Lógicamente aplicada, esta regla también excluiría todas las iglesias con
cubierta de madera y las estructuras civiles y militares erigidas en Francia a
la par de las catedrales, inclusive las fachadas oeste de construcciones tan
reconocidamente góticas como las catedrales de París, Amiens y Reims (si bien
no se insiste sobre ello). Como lo afirma un comentarista de la arquitectura
gótica, “una definición tan restringida carga dentro de sí su propia condena
(Francis Bond, "Gothic Architecture in England ", I, 10).
Un argumento de mayor peso en contra de la aceptación de esta definición
estructural reside en el hecho de que si bien como lo declara Moore (op. cit.,
V, 190), “un monumento gótico, al que tenemos por maravilloso organismo
estructural, es aún más admirable como obra de arte”, este formidable
componente artístico, predominante a lo largo de más de tres siglos en la
mayor parte de Europa occidental, existió independientemente de ese supremo
sistema estructural, variando sólo en pequeños detalles de preferencia racial
o presentación, sea en Francia o Normandía, en España o Italia, Alemania,
Flandes o la Gran Bretaña, y esto, que por sí mismo es manifestación de los
impulsos sustentatorios y los verdaderos logros del periodo al cual connota,
aparece como un accesorio de la evolución estructural y queda desprovisto de
nombre, como no sea el superficial término “ojival”, aún menos descriptivo que
la misma palabra “gótico”.
La definición estructural carece de aceptación general, dado que el
temperamento de la época tiene cada vez menos paciencia con las definiciones
materialistas, y existe la exigencia de interpretaciones más amplias, que
darán cuenta de los impulsos sustentantes más que de las manifestaciones
materiales. Se reconoce el hecho de que en torno y más allá de los aspectos
estructurales de la arquitectura gótica residen otras cualidades de igual
importancia y alcance más amplio, de modo que si la palabra ha de continuar
usándose en el sentido general con el que siempre se le ha usado, vgr., para
denotar específicamente la expresión arquitectónica de ciertos pueblos que
respondían a ciertos impulsos dentro de límites temporales definidos, un
principio estructural completamente desarrollado no puede servir como prueba
única de ortodoxia, si excluye un gran número de obras ejecutadas en ese
lapso, que en todos los demás aspectos presentan uniformidad y consistencia de
significado.
Se puede decir de la arquitectura gótica que es un impulso y una tendencia,
más que un logro perfectamente acabado; en lo estético, no alcanzó nunca la
perfección en algún monumento o grupo de monumentos, y sus posibilidades no se
trabajaron al máximo como no sea en relación a la ciencia de la estructura. En
ello, sólo los constructores de catedrales de la Isla de Francia alcanzaron el
culmen, pero este hecho no puede dar a su trabajo exclusividad sobre el
término. El arte de cualquier época es la expresión de ciertas capacidades
raciales, modificadas por herencia, tradición y entorno, que se resuelven a sí
mismas bajo el control de impulsos religiosos y seculares. Cuando estos
elementos son sólidos y vitales, se combinan en proporciones correctas y
operan durante un lapso suficiente, el resultado es un estilo definido,
presente en una o más de las artes. La arquitectura gótica es un estilo tal, y
es a este estilo, considerado en su aspecto más amplio, al que se le aplica
por acuerdo generalizado el término “gótico”, y es en ese sentido en el que
aquí se le usa.
La arquitectura gótica y el arte gótico son la expresión estética de aquella
época de la historia europea en la que el paganismo estaba ya extinguido, las
tradiciones de la civilización clásica, destruidas, se había rechazado o
cristianizado o asimilado a las hordas de invasores bárbaros, y la Iglesia
católica se había establecido no sólo como el poder espiritual único, supremo
y prácticamente indisputado como autoridad, sino también como árbitro de los
destinos de soberanos y pueblos. Durante los primeros cinco siglos de la Era
Cristiana, la Iglesia había luchado por sobrevivir, primero contra el
imperialismo agonizante, luego contra las invasiones bárbaras. El traslado de
la autoridad temporal a Constantinopla había prolongado las tradiciones de la
civilización en la que elementos griegos, romanos y asiáticos se fundían en un
curioso crisol, del que uno de sus resultados fue un estilo arquitectónico que
posteriormente, modificado por numerosos pueblos, sirvió como primera piedra
de la arquitectura católica de Occidente. Entretanto, en este ámbito imperaba
el caos absoluto, mas el fin del oscurantismo estaba a la mano y durante todo
el periodo del siglo VI acontecieron eventos que sólo podían desembocar en su
redención. En el desarrollo de esta nueva civilización, no puede
sobreestimarse el papel desempeñado por la orden de san Benito y el Papa san
Gregorio Magno: con aquélla, la fe católica se convirtió en un atributo más
vivo y personal para el pueblo y comenzó, al mismo tiempo, a imponerse sobre
la barbarie, al tiempo que los ideales de ley y orden, largamente perdidos, se
restablecieron por su conducto en cierta medida. En cuanto a San Gregorio
Magno, casi puede considerársele la piedra fundacional de la nueva época. La
redención de Europa se consumó durante los cuatro siglos que siguen a su
muerte, en gran medida a manos de los monjes de Cluny, y el Papa San Gregorio
VII (1073-1085), quien libró a la Iglesia del dominio secular. Durante el
siglo XII ocurrirían la reforma cisterciense, la revitalización y purificación
del episcopado y del clero seglar con los cánones del regular, el desarrollo
de las grandes escuelas fundadas en el siglo precedente, las comunas, las
órdenes militares y las cruzadas; en el siglo XIII, con ayuda del Papa
Inocencio III, Felipe Augusto, san Luis y los franciscanos y dominicos
llevarían a su cúspide espiritual y material los potenciales desarrollados en
el pasado inmediato.
Esta es la época de la arquitectura gótica. Conforme analicemos los agentes
que en conjunto hicieron posible una civilización que floreció sólo en un arte
preeminente, encontraremos que caen dentro de ciertas categorías precisas. En
lo étnico, la sangre septentrional de lombardos, francos y escandinavos
proveería la vitalidad física de la nueva época. En lo político, el Sacro
Imperio, los reyes Capetos de los francos y los duques de Normandía
restaurarían un sentido de nacionalidad sin el cual es imposible la
civilización creadora, en tanto que el papado, sirviéndose de la irresistible
influencia de las órdenes monásticas, dio el impulso fundamental. La Normandía
del siglo XI no es más que Cluny en plena acción y durante ese periodo se
crearon los elementos estructurales de la arquitectura gótica. El siglo XII
fue el siglo de cistercienses, cartujos y agustinos, en el que los primeros
infundieron a toda Europa de un entusiasmo religioso que clamaba por expresión
artística y en el que, antagonizando con el opulento arte de sus mayores, los
benedictinos, hicieron de lado lo decorativo y centraron su atención sobre
planta, forma y construcción. Las reformas cluniacense y cisterciense, por
conducto sus propios miembros, y las otras órdenes a las que dieron origen
fueron el brazo móvil y eficiente de un papado reformador, y se convirtieron
en la manifestación visible de la ley y el orden desde el día en el que san
Benito promulgó su regla. Al llegar el siglo XII, el episcopado y el clero
regular se unieron a la labor de dar expresión adecuada a una fe religiosa
unida e incontestada, y podemos decir, por lo tanto, que la civilización de la
Edad Media fue lo que de ella hizo la fe católica, organizada e invencible. Se
puede, por lo tanto y con buenas razones, sustituir el título “gótico”, no
descripitivo, con el término “arte católico”, exacto y razonablemente amplio.
Los inicios de ese arte que señaló el triunfo de la cristiandad católica se
encuentran en Normandía. Ciertos elementos pueden rastrearse hasta los
consrtuctores carolingios, los lombardos en Italia, los coptos y sirios del
siglo IV y de ahí, a los griegos de Bizancio. No son más que elementos,
gérmenes que no se desarrollaron sino hasta infundírseles de pujanza
escandinava y animarles del espíritu de la reforma cluniacense. El estilo
desarrollado en Normandía durante el siglo XI contenía la mayor parte de estas
normas elementales que después serían amalgamadas y armonizadas aún más por
los francos, llevadas a su perfección final y transfiguradas por el espíritu
que fue el de todo el mundo medieval. Por maravilloso que fuera este logro, el
de los normandos fue aún más notable pues en el estilo que entregaron a los
francos yacía inherente todos su potencial esencial. En ese momento, Normandía
era el foco de la vitalidad septentrional y casi, el centro religioso de
Europa misma. La fundación de monasterios rayaba en manía y el resultado fue
un notable renacer del estudio; las abadías de Bec, Fécamps y Jumièges se
hicieron famosas en toda Europa, atrayendo estudiantes de todas partes; en
este particular, inclusive Cluny misma quedó en segundo lugar. Fue una
civilización muy vigorosa y extendida, en la que la expresión arquitectónica
se volvió un imperativo. Convencida de formar parte y desempeñar el papel
protagónico de la civilización de Europa… Normandía percibió e imitó los
progresos arquitectónicos de otras naciones, aún las alejadas de sus
fronteras. En este tiempo, no había ningún país europeo que pudiera
compararse, en logros arquitectónicos, con Lombardía. Fue por lo tanto allá
hacia donde los normandos voltearon para inspirar sus propias edificaciones.
Adoptaron lo vital del estilo lombardo, lo combinaron con lo que ya habían
aprendido de sus vecinos franceses y agregaron un cuantioso elemento de su
propio carácter nacional (Arthur Kingsley Porter, "Mediaeval Architecture", VI,
243, 244).
¿Cuáles son esos elementos que se tomaron prestados de los lombardos y los
francos y formarían el cimiento de la arquitectura gótica? De aquéllos, son:
- La columna en haz y la arquivolta.
- El sistema alterno.
- Las bóvedas de nervadura y vaída.
De éstos (es decir, de los vestigios carolingios):
la planta basilical modificada, con sus naves triples, atravesadas por un
crucero extendido, y con tres ábsides. Esto, la base de la típica planta
normanda y gótica, deriva directamente de la iglesia de la Natividad en Belén,
desconociéndose su fecha de origen. Pudo ser construida por Constantino o por
Justiniano, o en cualquier momento entre ambos. En todo caso, ni antes de 300
ni después de 550 d.C. las torres pareadas, hacia el oeste, la linternilla o
torre central, sobre el crucero, y
el sistema interior triple, compuesto por arquería, triforio y clerestorio.
Se verá que las principales disposiciones de la planta gótica derivan del
desarrollo carolingio sobre las modificaciones bizantinas hechas a la basílica
cristiana temprana, que en sí misma era una adaptación de la Roma pagana;
empero, de los lombardos se habían adquirido tres elementos que están en la
base de la construcción gótica. Se rechazaron muchas de las características
más típicas de las arquitecturas bizantina, carolingia y lombarda, lo cual
demuestra que no se siguió un proceso de imitación servil sino de selección
consciente; no se apreciaron las vastas posibilidades inherentes en otras
características, por ejemplo, en el motivo de domo poligonal, rodeado por un
ambulatorio abovedado, presente en San Vitale y Aquisgrán, de donde los
francos desarrollaron la girola gótica, o en el arco ojival, nunca usado por
los normandos con todo y que debieron conocer o imaginar su existencia.
Por fortuna, se conservan los pasos genuinos en el desarrollo de lo que puede
llamarse “el orden gótico”, desde la primitiva basílica hasta la plena
perfección de Chartres, y podemos rastrear el progreso año tras año, a manos
de los varios pueblos. Ya a principios del siglo X, agotadas las existencias
de columnas de la antigüedad, los pilares cuadrados, hechos de piedras
pequeñas, ocupaban el lugar de los fustes monolíticos, pero el sistema
basilical de antaño permanecía intacto (excepto en las iglesias carolingias
poligonales), con sus arquerías cargando los muros portantes de la cubierta,
éstos perforados por ventanas estrechas, más el muro envolvente, construido
por separado, que limita las naves laterales cerradas con tejado de madera. En
Sant’ Eustorgio, Milán (hacia 900), encontramos evidencia de arcos
transversales, tendidos desde cada pilar de la arquería al muro circundante,
lo que hacía necesario agregar una pilastra plana a cada pilar, para tomar el
arranque del arco. Estos arcos pudieron surgir del propósito de reforzar la
fábrica, de razones ornamentales o por imitación de arcos similares en las
iglesias de domo carolingias, pero al margen de su origen subsiste el hecho de
que en lo estructural constituyen el paso inicial hacia la evolución del
sistema gótico de construcción. Posteriormente se tendieron arcos
transversales sobre la nave, siendo el primer ejemplo registrado el de la
iglesia de los santos Felice y Fortunato en Vicenza, fechada en 985. No era
necesario, ni por razones estructurales ni estéticas, disponer un arco en cada
pilar, de modo que sólo se colocaron alternados, lo que llevó a suprimir el
correspondiente arco sobre la nave lateral y a reducir aquel pilar que no
portaba ya arco alguno. Para cargar los grandes arcos de la nave se adosaron
pilastras por la cara del pilar que ve hacia la nave central y estas
pilastras, lo mismo que las que ven hacia la nave lateral, se hicieron de
sección semicircular. Si suponemos, como es válido hacerlo, que en otros
ejemplos se retuvieron todos los arcos transversales de la nave lateral, en
tanto que sólo cada tercer pilar cargó un arco sobre la central, tendremos una
planta formada por pilares en haz, que cargan arcos portantes, en sentidos
longitudinal y transversal, los cuales dividen toda la superficie en
cuadrados, grandes y pequeños, donde con frecuencia los cuadrados grandes
ocupan cuatro veces la superficie de cada uno de los de la nave lateral.
El siguiente de aquél pueblo en la vía del progreso sería abovedar estos
cuadrados con mampostería, pues las cubiertas de madera eran tan inflamables;
más aún, los constructores carolingios siempre habían abovedado sus áreas
cuadrangulares pequeñas. El progreso inició de inmediato, por supuesto en los
cuadrados laterales, donde el problema estructural era más sencillo. No hay
fecha registrada; no quedan ejemplos tempranos en Lombardía, pero en Normandía
encontramos, hacia 1050, iglesias que poseen naves laterales cubiertas por
bóvedas de arista, cuadradas, donde se muestran los arcos transversales. El
siguiente paso lo fue, desde luego, el abovedado de los grandes cuadrados de
la nave, pero antes de intentar tal cosa se ideó la bóveda de nervaduras, lo
que simplificó la tarea en lo estructural. Los antiguos arcos transversales
proveyeron el indicio; cuando se quería abovedar una nave lateral así
atravesada, los arcos ya existentes eran una plataforma por demás conveniente
sobre la cual podían descansar los sillares de la bóveda, ahorrando, en igual
medida, parte del encofrado temporal. El intelecto no dejaría de sugerir que
un recurso tan útil en lo transversal podría serlo también en las diagonales,
mucho más difíciles de construir y más susceptibles de ceder en el caso de
bóvedas de arista, sin nervaduras. ¿Cuándo ocurrió esta invención, gestadora
de una época, y a manos de quiénes? Dónde, es probable que no lo sepamos
nunca, ni cuándo, con exactitud, pero no pudo ser antes de 1025 ni después de
1075. San Flaviano Montefiascone, fechada con certeza en 1032, tiene naves
laterales con bóvedas nervadas de origen, que son las más tempranas que se
conozcan, mientras la bóveda central de Sant’ Ambrogio Milán (hacia 1060) es
una construcción nervada completa. “Las autoridades más reacias (como Venturi,
Storia dell’ Arte Italiana, 1903, quien cita a Stiehl, 1898), aceptan el punto
de vista que las bóvedas son fábrica extranjera, derivada de Borgoña, más o
menos coetáneas de la torre del campanario [1129]… La evidencia parece
obligarnos a suponer que Sant’ Ambrogio derivó su esquema de construcción de
Normandía. Puede ser que el origen de las bóvedas deba buscarse inclusive en
Inglaterra, pero hay muchas razones para pensar que la semilla de la idea,
como tantas otras, provino de Oriente". (W. R. Lethaby, "Mediaeval Art", IV,
100-111.)
Lo más probable es que los originadores de un recurso tan preñado de
posibilidades futuras fueran los lombardos. La nueva bóveda, de arista,
nervada, cupular, era todo un tipo nuevo, distinto de cualquier cosa anterior.
Difería de la bóveda romana particularmente en que ésta tenía un coronamiento
a nivel, resultado de usar arcos de medio punto, laterales y transversales,
más arcos de arista elípticos (que se forman naturalmente con la intersección
de dos bóvedas de cañón de radios iguales), en tanto que la bóveda “lombarda”
se construía con diagonales de medio punto y el resultado presentaba esa forma
de cúpula que los constructores góticos de Francia siempre mantuvieron, dada
su belleza intrínseca. Por último, las nuevas diagonales sugerían nuevos
soportes en los ángulos del pilar y de ahí obtenemos la columna en haz
completamente desarrollada, la que posteriormente, a manos de los ingleses,
alcanzaría extremos de belleza, siendo también un poderoso factor en el
desarrollo del sistema estructural gótico.
Faltaba dar el último paso en la elaboración de la planta de bóvedas gótica:
la sustitución de áreas abovedadas cuadradas por rectangulares. Esto se logró
por fin en la Isla de Francia, luego de numerosos experimentos normandos de
los que quedan evidencias en las bóvedas de San Jorge de Bocherville y en dos
grandes abadías de Caen. El abovedado sexpartita de la última, junto al de
otras cinco iglesias normandas de similar cubierta y al del coro de San
Dionisio en París ha sido siempre una incógnita arquitectónica, pues estando
claro que se trata de una fase en el desarrollo de la bóveda cuatripartita
rectangular, aparece en los casos dichos algunos años después de que el
sistema ulterior, según se sabe, fuera comprendido plenamente en Francia y
tres cuartos de siglo luego de las bóvedas de Sant’ Ambroglio. Hay una razón
para suponer que se trata del retorno a alguno de los experimentos más
tempranos en el desarrollo de la bóveda rectangular, amplia y elevada, a
partir de la pequeña y cuadrada, de las naves laterales. Puede suponerse que
las bóvedas sexpartitas existieron en Lombardía antes de desarrollarse la
cuatripartita, lo cual explicaría la persistencia, en Sant’ Ambroglio, de los
fustes en los pilares intermedios, para los que no hay razón de ser aparente.
La bóveda de la Abbaye aux Dames puede considerarse como bóveda nervada
cuatripartita de planta cuadrada, bisectada y reforzada con un arco
transversal de enjuta cerrada, o como una serie de arcos transversales, uno en
cada par de pilares, con los espacios de la cubierta cerrados por superficies
de piedra curvas, cargadas por nervaduras diagonales que se encuentran entre
sí en el coronamiento de cada tercer arco transversal. El primer caso
indicaría el temor de confiar en la estabilidad de una bóveda cuatripartita
tan grande hasta que se demostrara la eficiencia del experimento; el segundo,
un paso en la evolución de la gran bóveda de Sant’ Ambroglio, de la que se ha
perdido toda evidencia local. La bóveda de la Abbaye aux Hommes es un paso más
en este desarrollo: los espacios abovedados se curvan tanto desde el arco
transversal como del intermedio, que de esta manera deja de ser un arco —como
en la Abbaye aux Dames— y se convierte en una verdadera nervadura. El
resultado es un sistema de abovedado muy sólido, particularmente efectivo por
su juego de luz y sombra y por su composición lineal, por lo cual no sorprende
que de tiempo en tiempo, los constructores normandos lo usaran de nuevo, o que
el abad Suger mismo lo empleara para su magnífica abadía, por su solidez o su
belleza, en lugar de la bóveda cuatripartita, más simple y abierta.
Entretanto, el otro gran problema estructural, apuntalar los empujes de la
bóveda, lo habían resuelto los normandos. La construcción romana neutralizaba
el empuje de las bóvedas de cañón con muros de gran espesor, y el de las
bóvedas de arista con el mismo y torpe recurso o con muros transversales;
cuando los lombardos tendieron por primera vez arcos transversales sobre sus
estrechas naves laterales, agregaron breves pilastras exteriores en el punto
de contacto, dado que los muros ya eran suficientemente fuertes como para
tomar el leve empuje de esos pequeños arcos. El problema se agravó al abovedar
la nave; en Sant’ Ambroglio no se atrevieron a levantar el arranque de la
bóveda por encima del piso del triforio y el empuje fue recibido con dos arcos
masivos que salvan la nave lateral, uno abajo y otro arriba de dicho piso,
escondiendo el arco superior bajo el tejado de la nave, que se continuó hasta
el muro circundante. Por supuesto, no se trataba de otra cosa que del muro
transversal romano, perforado mediante vanos en arco; el resultado no es bello
y quedó a los normandos el desarrollo de un método mejor y más científico. En
sus manos, la breve pilastra de los lombardos se convirtió de inmediato en un
contrafuerte funcional y no un aditamento decorativo, al tiempo que los pasos
sucesivos en el desarrollo del arbotante están registrados y son de particular
interés. En la Abbaye aux Hommes se emplearon como recurso medias bóvedas de
cañón, que arrancan en los muros circundantes y se apoyan contra las bóvedas
de la nave por abajo del tejado. Aunque se trata en realidad de arbotantes
ocultos, lo eran de mala manera, ya que sólo una pequeña parte de su acción
recibía el empuje concentrado de las bóvedas que estabilizaban, mientras el
resto operaba sobre los muros entre los pilares, donde no se requería
apuntalamiento alguno (Moore, op. cit., I, 12, 13).
En la Abbaye aux Dames se remediaron estos defectos, pues se suprimió la
bóveda de cañón excepto en la pequeña porción donde se apoya contra el
arranque de la bóveda. He ahí el arbotante. Aún estaba escondido bajo el
tejado del triforio, sin declararse a la vista, pero en lo funcional estaba
completo.
El fruto de la reforma cluniacense actuando en sangre normanda fue la
evolución de los lineamientos principales de la planta gótica (excluyendo la
terminación oriental o girola), junto al desarrollo del sistema gótico de
abovedado y el principio gótico de concentrar empujes que se reciben con
contrafuertes y arbotantes. El verdadero “sistema gótico” es, entonces, un
producto de Normandía. Entretanto, ¿qué se había hecho para resolver la otra
mitad de la idea gótica, léase el redescubrimiento de los principios
fundamentales de belleza pura, su análisis dentro de los elementos de forma,
composición, proporción, relación y ritmo, línea y color, más claroscuro, y
qué se había logrado en la vía de desarrollar esa nueva calidad de
forma-expresión que, distinguiéndose de todas las escuelas del pasado, da al
arte gótico su personalidad peculiar? Nada, por lo que a Normandía concierne,
salvo lo relativo a ciertas cualidades arquitectónicas reveladas primeramente
en Jumièges y, enseguida, en las abadías de Caen y San Jorge de Bocherville.
La Abbaye aux Hommes es la norma de todas las catedrales francesas, la Abbaye
aux Dames, del orden inglés; mientras Jumièges, antecesora, permanece como una
de las más asombrosas construcciones de la historia. Si tuvo antecedentes, si
ocurrió como culminación de una larga y progresiva serie de experimentos en el
desarrollo de la forma arquitectónica, la evidencia se ha perdido para siempre
pues como están hoy las cosas, permanece aislada, casi sobrenatural. Hasta
donde sabemos, no tuvo precursoras, pero ahí está, la majestuosa ruina de una
iglesia monástica más grande que ninguna otra desde tiempos de Constantino y
tanto más avanzada, por lo que a diseño y desarrollo se refiere, que ninguna
estructura coetánea. Montier en Der, una abadía del alto Marne, construida por
los abades Adso y Berenger (960, 998), es la única estructura registrada que
tenga cierto parentesco con Jumièges y la diferencia entre las dos, a una
distancia de sólo 50 años, es la que hay entre barbarie y civilización. Todo
lo bueno en la arquitectura lombarda está asimilado y por añadidura,
encontramos fijadas para el resto del periodo gótico esas magníficas y
enaltecidas proporciones, esa magistral disposición de la planta, el poderoso
agrupamiento de las elevadas torres; encontramos ya completo el organismo de
triforio en arquería y clerestorio, que juntos establecerían el carácter de la
arquitectura gótica durante toda su duración y seguirían sin cambio, si bien
perfeccionados una y otra vez mientras la civilización cristiana de la Edad
Media permaneció operativa. Luego de Jumièges, las abadías de Caen fueron
fáciles y, dada la continuación de las condiciones culturales, Amiens y
Lincoln resultan inevitables.
Durante la segunda mitad del siglo XI, estas condiciones culturales
desaparecieron de Normandía. Tiempos difíciles le vinieron al ducado luego de
la muerte de Guillermo el Conquistador, y la elaboración del estilo, hasta su
suprema y lógica culminación, quedó en otras manos, vgr. las de los franceses
del antiguo Dominio Real y las de los normandos trasplantados a Inglaterra. En
Francia, al siglo XI lo distinguió la ineficiencia real, la tiranía feudal sin
freno, la rebeldía de los obispos al control papal, la indiferencia hacia la
reforma cluniacense y en general, la anarquía. A mediados de siglo, Cluny ya
había cumplido su labor inmediata y comenzaba a faltar a sus enaltecidos
ideales, pero otros ocuparían su lugar y harían su labor, y en 1075, san
Roberto de Molesme fundó en Borgoña la primera casa del orden cisterciense,
que desempeñaría en el siglo XII el papel de Cluny durante el siglo XI. La
contienda preliminar que despejaría el terreno francés comenzó con el concilio
de Reims, convocado por el Papa León IX (1049-1054), en el que el pontífice y
las órdenes monásticas hicieron causa común contra la simonía, el mundanidad y
la independencia del episcopado local. Esta lucha se libró al mismo tiempo que
otra aún mayor contra el imperio, y al igual que en ésta, la victoria fue del
papado. Con el final del siglo XI, las condiciones en Francia eran tales que
la antorcha caída de las manos de los decadentes normandos pudieron recogerla
y portarla, en su ascenso, los francos.
La explosión de vigor arquitectónico en la Isla de Francia durante la primera
mitad del siglo XII es de notar. Soissons, Amiens y Beauvais se convirtieron
simultáneamente en centros de actividad y la bóveda nervada aparece al mismo
tiempo en muchos lugares. Durante la primera fase de la transición, 1100 a
1140, los constructores lucharon por dominar la bóveda de nervaduras en sus
cuestiones más simples: aprendieron a construirla sobre plantas cuadradas y
rectangulares, e inclusive sobre las incómodas curvas de los ambulatorios,
pero sus experimentos siempre fueron en pequeña escala. Durante la segunda
fase (1140-1180), se abordó el problema de abovedar grandes naves; la
evolución se centra en el peculiar desarrollo que el genio de los
constructores franceses dio a los arbotantes ocultos y a la bóveda sexpartita,
los dos tomados de Normandía (Porter, op. cit., II, 54).
El ambulatorio circular de Morienval (hacia 1122), con sus bóvedas apoyadas en
nervaduras de planta curva, y la iglesia de San Esteban en Beauvais (hacia
1130), de la que el profesor Moore dice que a excepción de San Luis en Poissy
es “la única estructura románica conservada en suelo francés diseñada sin duda
alguna con bóvedas nervadas de arista, lo mismo en nave central que en
laterales”, son valiosos hitos de ese desarrollo. La otra tarea de los
constructores franceses se simplificó con la introducción de la ojiva. Al
igual que con la bóveda nervada, no hay manera de conocer la fuente precisa de
donde se tomó. Se le usaba en el Oriente desde casi mil años antes de su
aparición en Occidente; para 1050 se ha consolidado en el sur de Francia como
la manera efectiva y económica de dar sección a las bóvedas de cañón y de ahí
emigró a Borgoña y luego a Berry (donde aparece en 1110), aunque siempre en
relación a bóvedas más que a arcos. El arco ojival estructural más temprano
que se tenga registrado en Francia es el del ambulatorio de Morienval,
mencionado antes, y data de 1122.
Esta forma, tan preñada de posibilidades estructurales y artísticas, tal vez
llegó con los peregrinos de Tierra Santa, o tal vez se desarrolló por su
propia cuenta. Cualquiera que sea su origen, sus ventajas son tan grandes
desde un punto de vista práctico que resulta difícil de creer que las razas
que produjeron Sant’ Ambroglio y Jumièges no elaboraran por sí mismas la idea
del arco ojival. Sus dos grandes virtudes son la brevedad de su empuje lateral
en relación al del arco de medio punto, y su infinita posibilidad de variar su
altura. Las diagonales elípticas de los romanos no convencieron a los
constructores septentrionales y las formas cupulares que resultan del uso
uniforme de arcos de medio punto, aunque no ofendan al usarse en superficies
cuadradas, son imposibles cuando se quiere cubrir espacios rectangulares, no
teniéndose en ese tiempo todavía el recurso de peraltar los arcos
longitudinales. Con la ojiva, todas las dificultades desaparecen. En unos
cuantos años luego de introducida, se volvió forma universal, y su belleza era
tal que de inmediato suplantó al arco de medio punto para salvar cualquier
claro. Casi a la par de la aceptación del arco ojival apareció el recurso de
peraltar, como se hizo con los arcos transversales de Bury (hacia 1125). Esto
sugeriría que para los constructores góticos, el valor de este arco estaba más
bien en su empuje comparativamente pequeño y su belleza intrínseca, más que en
la facilidad con la que podía usársele para obtener coronamientos a nivel al
cubrir áreas rectangulares. Desde el principio, peraltar los arcos
longitudinales fue casi constante en Francia: en lo estructural, concentra el
empuje de la bóveda sobre una línea vertical comparativamente estrecha, donde
es fácil de recibir con arbotantes, permite la más amplia superficie de
ventana en el clerestorio, y la composición de líneas y superficies
delicadamente onduladas o torcidas resulta por sí misma tan hermosa, que una
vez descubierto, los francos, amantes de la lógica y la belleza, no pudieron
ya abandonarlo.
Los avances estructurales y estéticos procedieron con ímpetu. Unos años luego
de Bury se construyó Saint Germer de Fly, siendo 1130 la fecha aproximada que
Moore le asigna. Aquí encontramos un edificio casi tan sorprendente como
Jumièges, pues si la fecha citada arriba es correcta, la iglesia no tiene ni
prototipo ni fases experimentales que la anuncien. El abovedado, tanto del
ambulatorio como del ábside, está peraltado y tiene todas sus nervaduras, las
columnatas todas están finamente articuladas, las dimensiones son señoriales,
las proporciones, justas y efectivas y la extremidad oriente es un ábside
perfectamente desarrollado, con capillas rudimentarias; una girola en
potencia. Los arbotantes aún se ocultan bajo el triforio y por fuera, el
edificio carece de todo carácter gótico, pero el organismo gótico está casi
completo.
San Dionisio, creación del abad Suger cuya terminación oriente se data de 1140
y es totalmente nueva, ostenta casi completamente desarrollados la planta, el
orden y el sistema góticos, incluida una genuina girola, de capillas y doble
ambulatorio absidial. Este último atributo, de entre las partes de la iglesia
gótica quizás el más genial en concepto y esplendoroso en efecto, tal vez
deriva de la terminación triabsidial de la basílica carolingia o de las
estructuras de domo poligonal de la misma época. Formas de transición se
encuentran a todo lo largo del siglo XI y el desarrollo a partir de plantas
como la de San Generou por un lado y Aquisgrán por el otro, hasta San
Dionisio, presupone grados de fuerza inventiva y vitalidad desbordante como
los que de hecho existieron durante los siglos XI y XII.
Con la girola tan acabada como lo está en San Dionisio, sólo queda el gradual
perfeccionamiento y refinamiento del sistema estructural y el dotarlo de esa
cualidad de singular belleza en cualquier aspecto que vendría a ser el
florecimiento mismo de la civilización católica durante la Edad Media. Desde
mediados del siglo XII, ambos procesos avanzaron parejos y simultáneos. Noyon
vino enseguida y aquí, se dice, los arbotantes emergieron por primera vez
sobre el tejado, para mostrar de manera lógica el sistema constructivo y
situar el apuntalamiento arriba del arranque de la bóveda, donde se da de
hecho el empuje más fuerte, lo cual permitió bajar el techo del triforio de
modo que las ventanas del clerestorio obtuvieran mayor altura y, de paso,
mejores proporciones en relación a la arquería y el triforio. Senlis, de la
misma fecha, demuestra un gran avance de pericia mecánica y exactitud lógica,
con una innovación que atrae menos admiración: la sustitución de los pilares
intermedios por columnas cilíndricas, en cuyos remates descansan los ejes de
las nervaduras intermedias de la bóveda sexpartita.
Repetido este recurso astuto pero poco convincente en Nuestra Señora de París,
se le abandonó por insatisfactorio al demostrarse que no era más que un
experimento, y los más grandes monumentos del gótico francés como Chartres,
Reims, Bourges y Amiens se ciñen al recurso específicamente gótico de la
columna de haz, donde cuando menos las nervaduras
transversales se conducen franca y firmemente hasta el pavimento.
La construcción de la catedral de París inició en 1163 por el coro y se
completó en 1235 con la construcción de las torres occidentales. Del extremo
oriental al occidental, por conducto de la belleza de la forma y la línea, van
desarrollándose la certidumbre del toque, la eficiencia estructural y la
expresión de civilización medieval en su culmen. El orden interior muestra los
defectos de imperfecta organización del sistema normando, particularmente en
la altura del triforio abovedado, tan grande que no hay ritmo en la relación
entre arquería, triforio y clerestorio, junto al esquema columnar de Sens y
Noyon (la imposición de los ejes de la bóveda sobre remates de columnas
cilíndricas sin mérito), el cual debe considerarse un retroceso en la perfecta
articulación del sistema gótico. Con todo, la planta se desarrolla con
nobleza, refinada en cierto grado en sus relaciones de altura y ancho,
mientras el diseño gótico de la fachada oeste (1210-36) llega, tal vez, al más
alto nivel alcanzado hasta entonces en lo que a sencillez, poder y proporción
clásica se refieren. La semilla de Jumièges ha fructificado a plenitud. La
fachada de Nuestra Señora debe considerarse como uno de los pocos logros
arquitectónicos perfectos. En la catedral de París, además, se muestra la
maravillosa capacidad incluyente del nuevo arte; el diseño, como materia
distinta de la ciencia constructiva, fluye abundante en el tratamiento
exterior; el rosetón lombardo se ha desarrollado al máximo; el detalle
decorativo, por su diseño y emplazamiento, alcanza seguridad y maestría; por
su parte, la escultura, el vitral y la pintura, por lo que los documentos nos
dicen, han progresado cuando menos a la par de su hermana, la arquitectura. Es
particularmente en la escultura es donde ocurre un avance asombroso. Durante
generaciones se sostuvo que devolver la escultura a las bellas artes se debió
a Italia, particularmente a Niccolo Pisano, pero el hecho es que esto se logró
en Francia desde un siglo antes. Ese renacimiento comenzó en el sur, donde los
vestigios bizantinos eran numerosos y la tradición permanecía. En Clermont-Ferrand,
a fines del siglo XI se desarrolló una escuela de hábiles escultores; Toulouse
y Moissac siguieron y para 1140, en la Isla de Francia se producían obras que
demuestran “gracia y maestría de diseño, verdad y ternura de sentimiento, más
una delicadeza y precisión en el cincelado sin paralelo en ninguna otra
escuela como no sea las de la Grecia de la Antigüedad e Italia en el siglo XV
(Moore, op. cit., XIII, 366). Las piezas en San Dionisio, Chartres, Senlis y
París son perfectos ejemplos de escultura más allá de toda crítica en sí misma
y exquisitamente adaptada a la función arquitectónica; la estatua de Nuestra
Señora en el portal del transepto norte de París puede compararse, sin nada
que pierda, con las obras maestras de la escultura helenística. Quedan
suficientes vitrales, aquí y en otros lugares, como para demostrar cuán
maravilloso fue ese arte nuevo, creado por el medioevo; nos hace creer que
pintura y dorado de las superficies interiores estuvo al mismo grado de
perfección. Puesto que lo que nos queda son las catedrales e iglesias —dado
que muchos vitrales fueron destruidos por iconoclastia y brutalidad salvajes,
dado que han desaparecido todos los rastros de color de las paredes, y con
éstos, los altares originales, con sus ornamentos y ricos cortinajes (ocupando
su lugar monstruosidades como la de Chartres), dado que relicarios, rejas y
tumbas, todos maravillosamente forjados en colores y dorados, fueron
destrozados y arrojados al montón de escombros—, tenemos sólo una idea,
inadecuada en el mejor sentido, de la naturaleza de ese arte cristiano que
surgió en los siglos XII y XIII como resultado de la fusión de todas las
artes, cada cual llevada ya a su más alto grado de eficiencia. Acerca del
color del arte gótico, ya perdido, Prior sostiene: Podemos estar seguros que
en el esquema colorístico de la Edad Media no hubo nada crudo, pues ¿no
tenemos como evidencia los manuscritos miniados? Por su armonía, pura y
delicada, una página de manuscrito de los siglos XIII o XIV puede competir con
las obras de los más grandes maestros del color que el mundo ha conocido, y no
podemos dudar que la misma maestría de tintes brillantes y armoniosos se
mostró en la pintura de las catedrales (op. cit., Introd., 19).
Indicios de lo desaparecido pueden obtenerse en los desteñidos frescos de
Cimabue y de los pintores de Siena, según puede vérseles hoy en Asís,
Florencia y Siena misma. Los defectos de París desaparecen casi todos en
Chartres, que entre todas las catedrales góticas es la más próxima a la
perfección, en concepto tanto como en los detalles de ejecución. Se trata, sin
duda, del más noble interior de la cristiandad, aunque las porciones bajas del
coro han sido arruinadas por el vandalismo más agresivo del siglo XVIII. Sus
relaciones de tamaño son del mismo tipo de la fachada de París, acabado y
clásico, y se encuentra en ese punto intermedio en el que los defectos del
sistema normando ya fueron eliminados y aquellos de vitalidad demasiado
exuberante del siglo XIII aún no aparecen. Como ya se dijo, la arquitectura
gótica es un impulso y una tendencia, más que un logro perfectamente
alcanzado; como elemento, la personalidad interviene como en ningún otro de
los grandes estilos y por lo tanto estuvo sujeta no sólo a los deslumbrantes
vuelos del genio espontáneo sino también a las imaginaciones desviadas de
atrevidos innovadores. A la noble serenidad de la fachada de París la siguió
la inquieta complejidad y falta de relación de Laon. Apenas cinco años luego
de lograrse la obra maestra de Nuestra Señora, se reconstruyeron los
arbotantes de la girola y en lugar de la sencillez y lógica del sistema de
arcos dobles, que declaran perfectamente la planta, se acudió a los actuales
arcos, audaces y sorprendentes pero ilógicos y desgarbados, que desde los
puntales exteriores vuelan sobre ambas naves hasta el arranque mismo de la
bóveda superior. Del mismo modo, al construir Amiens, el orgullo de la pericia
estructural sacrificó las exactas proporciones de Chartres, y la armonía sin
tacha en partes y proporciones cedió ante la enjuta elegancia y las
inquietantes alturas que en Beauvais, poco después, serían la derrota del arte
gótico. Finalmente, el sistema de cargas concentradas que posibilitaba esa
estructura de mampostería reducida a un esqueleto portador de bóvedas de
piedra y cerrado por muros de vidrio tentó el sentido de audacia y la
inevitable lógica del genio francés, y lo condujo a una imprudente reducción
de sólidos tal que debe considerarse apartada de la justeza y grandiosidad de
un esquema arquitectónico clásico, como el que se encuentra en Chartres, por
mucho que se justificara estructuralmente y por maravillosos que pudieren
haber sido los resultados que hacía posibles en cuanto a arrebolados muros de
colores apocalípticos.
Fue la lógica del parisino lo que trajo a su gótico tanto la excelencia
extrema como la decadencia: la ciencia de la construcción de bóvedas encajaba
con sus inclinaciones. Atrapado por el concepto, se vio obligado a
desarrollarlo hasta el final por su facultad lógica. Alzó sus bóvedas más y
más alto; aplomo y apuntalamiento, trabazón de empuje y esfuerzo se volvieron
más complejos y audaces, hasta que la masa material desapareció del diseño y
las catedrales se volvieron especies de mallas de piedra prendidas al suelo
mediante pináculos (Edward S. Prior, "A History of Gothic Art in England", I,
9).
No debe ignorarse el hecho de que aún en los monumentos culminantes del siglo
XIII en Francia, la manía de construir esqueletos condujo a subterfugios
desafortunados. La reducción de la mampostería se llevó más allá de su mínimo
posible y su insuficiencia se suplementó con barras, anclas y cadenas de
hierro escondidas.
Las ventanas se subdividieron mediante fuertes rejas de hierro forjado, con
barras horizontales que en algunos casos atraviesan los pilares. En la Santa
Capilla, una cadena perimetral se ahogó dentro de los muros y las nervaduras
de piedra se reforzaron por los costados con listones curvos de hierro,
remachadas a éstas (W.R. Lethaby, “Mediaeval Art”, VII, 161).
A pesar de estos errores por la excesiva perfección en el dominio del arte de
la construcción, al grupo de catedrales surgido en Francia durante el siglo
XIII deberá considerársele como la cúspide de la arquitectura católica.
Bourges, Reims y Amiens, junto a incontables ejemplos de un arte
perfeccionado, desde el canal de la Mancha hasta los Pirineos, desde los Alpes
hasta el océano, forman el más grande ciclo constructivo que el hombre jamás
produjera en un estilo, definido y altamente desarrollado, y son la más
sobresaliente demostración histórica de la capacidad humana de desarrollar la
perfección material con belleza absoluta y significado espiritual, todo bajo
el control y el impulso de una fe religiosa predominante e indivisa.
Hay tres asuntos, abstrusos y relativos a la naturaleza y desarrollo de la
arquitectura gótica, sobre los que se ha escrito mucho, sin que podamos
considerar nada como terminante: los Commacini, o gremio de constructores del
siglo VII;
los “refinamientos estructurales”, a los que Goodyear ha dedicado tanto
estudio; el uso de ciertos números místicos y su relación con la solución de
los problemas de proporción.
Sobre los Commacini, cuyo nombre aparece por primera vez en un documento de
mediados del siglo V, Lethaby afirma:
Los estudiosos sostienen por lo general que la palabra no se refiere a un
centro en Como sino que debe considerarse que significa una asociación o
gremio de constructores, y que la importancia de los Magistri Commacini de los
que se habla en el siglo VII no era menor. Parece probable, sin embargo, que
la propagación del arte italiano septentrional hacia muchas partes de Europa,
aparentemente ocurrida en los siglos XI y XII, puede rastrearse al hecho de
que los gremios en Italia gozaban privilegios que daban a sus miembros la
libertad de viajar en una época, en Occidente, en la que los constructores
estaban sujetos a casas solariegas o monasterios (W.R. Lethaby, “Mediaeval Art”,
IV, 114).
Puede suponerse que el profesor Goodyear demostró que las irregularidades en
la planta, las variaciones en el espaciamiento, la inclinación de los muros y
todas las otras variadas peculiaridades de la construcción medieval son en
gran medida premeditadas y no el resultado de negligencia o accidente. Pero la
justificación estética que él argulle no es obvia ni ha establecido regla
general alguna que se cumpla con la congruencia de las que gobiernan los
refinamientos de la arquitectura griega. Las deducciones místicas sobre la
continuación de ciertas leyes numéricas, las ocultas propiedades de los
números y del ángulo llamado “pi”, desde tiempos de los constructores de las
pirámides, todo los cual se supone que expresa ciertas leyes fundamentales que
gobiernan el universo y fueron transmitidas de padres a hijos durante miles de
años hasta aparecer como los principios que gobiernan la proporción gótica y
la disposición de sus plantas, pueden encontrarse en "Ideal Metronomy", del
Rev. H.G. Wood (Boston, 1909).
En 1254, al terminarse la girola de Le Mans, los inicios registrados en
Jumièges dos siglos antes ya se habían agotado a un punto más allá del cual
cualquier desarrollo saludable era imposible. Los francos perfeccionaron lo
que los normandos empezaron; el esquema estructural inherente en Jumièges
había progresado paso a paso hasta su conclusión; las grandes armonías
arquitectónicas de forma, proporción y dimensión, los misteriosos y evocativos
poderes de las relaciones sutiles y rítmicas ya habían dado su mejor fruto en
Chartres y Reims, en tanto que una categoría de arte completamente nueva, sin
rasgo alguno atribuible a los normandos, renació a manos de los francos, vgr.,
el de la absoluta belleza de la decoración, ya en piedra o vidrio o pigmento,
ya por sí misma como detalle aislado o en relación a su emplazamiento o
disposición. Más aún, esta manifestación artística se expresable en términos
radicalmente distintos a nada que ocurriera antes, aunque sus principios se
identificaran con los de cualquier otro gran arte. “En cuanto a amplitud de
diseño, acomodo de las partes y graduada repetición de los elementos
estructurales y ornamentales, el artista gótico obedeció las mismas leyes
primordiales que rigieron a los griegos de la Antigüedad, si bien de manera
diferente” (Moore, op. cit., I, 22). Lo mismo puede decirse de su sentido de
belleza abstracta y concreta; y en los contornos de sus molduras, el labrado
de sus remates, medallones y enjutas y el desarrollo de sus composiciones
decorativas de masa y línea, luz y sombra, no quedó a la zaga de sus hermanos
griegos, sino superó a los de Bizancio. Las formas eran distintas, del todo
suyas y originales, pero el espíritu esencial fue el mismo.
Entretanto, la arquitectura gótica siguió un curso paralelo de desarrollo en
Inglaterra, al tomar prestado directamente de Normandía y Francia, asimilar lo
que por esa vía obtuvo y darle al todo un carácter nacional propio, que de año
en año alejaba del gótico de todos los demás, tanto en lo estructural como en
lo artístico. Apenas consumada la conquista en 1066, inició la construcción de
abadías, catedrales e iglesias normandas. De hecho, la introducción del
románico normando ocurrió 16 años antes, vgr., en 1050, cuando san Eduardo el
Confesor inició la construcción de Canterbury. Las primeras obras no se
distinguen en nada esencial a las de Normandía, salvo por el tamaño, que en
muchos casos fue sorprendente; las abadías no sólo fueron mucho más grandes
que cualquiera en Normandía, sino también las más grandes construcciones de
Europa. En superficie, Winchester y la de San Pablo fueron más del doble que
la Abbaye aux Hommes, en tanto que la catedral londinense y Bury St. Edmund
fueron cada una un cuarto más extensas que la enorme Cluny. Desde el inicio,
fue conspicua la peculiaridad inglesa de gran longitud combinada a naves
comparativamente estrechas (30-35 pies de claro). Conforme se destruyeron las
construcciones normandas para rehacerlas bajo la influencia gótica, la
disposición original se mantuvo y rara vez se encuentran naves góticas de
amplitud superior a la de la normanda. Muy temprano, también, se da el típico
coro inglés, muy largo, con Canterbury (1096), de nueve tramos. Esta longitud
excesiva de la porción oriente se debe tanto a consideraciones prácticas como
a estéticas. En Inglaterra, la religión fue popular varios siglos luego de la
conquista y había que dar cabida a grandes cantidades de feligreses. En
España, el coro de monjes o clero secular se extendía hasta medio camino hacia
la puerta principal; en Francia, normalmente abarcó al menos el crucero; las
catedrales de la Isla de Francia eran seculares y los anchos coros fácilmente
alojaban los pocos canónigos. En cambio, en Inglaterra el número de monjes y
canónigos era tan grande y tantas catedrales eran monásticas en su origen que
esos coros enormemente largos eran necesarios, para dar en su estrechez
asiento a quienes estaban permanentemente sujetos a cada iglesia.
Rara vez se cubrieron con bóveda las grandes abadías y catedrales, cerrándolas
tejados de madera de escasa pendiente, salvo por las naves laterales, fáciles
de abovedar. Ocasionalmente se usaron bóvedas de cañón y las de arista eran
frecuentes. La bóveda de arista nervada ocurre por primera vez en Durham, en
1093, una fecha sorprendente ya que la primera en Francia está en la diminuta
iglesia de Rhuis, una estructura cuya fecha se desconoce pero que se sitúa en
torno a 1100. La bóveda de arista más temprana que se conozca es, según
Rivoira, la de San Flaviano en Umbría, pero hay ciertas dudas sobre si se
trata de la cubierta original en una iglesia cuya construcción se sabe que
ocurrió hacia 1032. San Nazzaro Maggiore, en Milán, tiene una auténtica bóveda
de nervadura de 1075, de lo cual parece que la bóveda del coro de Durham es
más temprana que cualquier ejemplo en Francia, por pequeño que sea, y que fue
construida durante las dos décadas luego de la primera bóveda de nervadura
fechada en Lombardía. Las bóvedas de la nave de Durham son ojivales y nervadas,
y no son de después de 1128, seis años luego que la ojiva apareciera en la
pequeña iglesia francesa de Morienval.
No hay en Inglaterra mayor avance hacia el gótico sino hasta mediados del
siglo XII. Por toda Inglaterra se levantaron las grandes abadías del estilo
normando completamente desarrollado, como Kirkstall y Fountains, Malmesbury,
Peterborough, Norwich y Ely, pero la influencia monástica prevaleciente fue la
benedictina, en lo arquitectónico siempre conservadora, pero también
magnífica. Ábsides con ambulatorios circundantes eran casi inevitables, y el
transepto oeste figura con frecuencia, como en Bury y Ely. A fines del periodo
normando, la influencia cluniacense intensificó notablemente la natural
riqueza decorativa del arte benedictino y a ello debemos en gran medida lo
rico e intrincado del labrado normando tardío que pervive inclusive hasta la
capilla de Nuestra Señora de Glastonbury, construida en 1184. Antes de esta
fecha, ocurrieron dos acontecimientos que iniciarían y, en diferente grado,
controlarían la propagación del gótico en Inglaterra: la llegada de los
cistercienses y la reconstrucción del coro de Canterbury, a cargo de Guillermo
de Sens. Los cistercienses siempre favorecieron el gótico sobre el románico de
benedictinos y cluniacenses, masivo y grandioso, por su austeridad inicial y
las ahorros en construcción que hacía posibles. Por razones similares, los
canónigos regulares también adoptaron la nueva manera, y esta doble influencia
siempre obró en favor de la sencillez estructural y artística, cosa afortunada
para el nuevo estilo, puesto que evitaba el florecimiento demasiado anticipado
de la riqueza y abundancia del detalle fino.
Que Guillermo de Sens introdujera a Inglaterra y mostrara ante ojos ingleses
cuanto podía de lo que entonces había del gótico francés es cierto, pero no
parece que el suyo fuera el primer gótico realizado en Inglaterra o que
tuviera una influencia
amplia y duradera. Bond divide la adaptación local del gótico en tres escuelas
—la del oeste, la del norte y la del sur— dándole a la primera prioridad en el
tiempo. Afirma: El primer gótico inglés no inicia con el coro de Lincoln sino
el de Wells, comenzado por Reginald FitzBohun, quien fuera obispo de 1174 a
1191… Fue en el oeste de Inglaterra donde primero se logró dominar el arte del
abovedado gótico; primero, según sabemos, en Worcester, y fue en el oeste,
aparentemente primero en Wells, que cada arco fue ojival y que al de medio
punto se le exterminó (op. cit., VII, 105).
Esta evolución ya estaba en camino en Worcester, Dore, Wells, Shrewsbury y
Glastonbury, por mencionar sólo algunos ejemplos citados, cuando el trabajo en
Canterbury pasó de las manos de Guillermo de Sens a las de Guillermo el
Inglés, y hay poca evidencia que tuviera algún efecto particular en la
evolución iniciada. En el norte, el coro de Lincoln siguió de cerca al de
Canterbury, que lo influyó manifiestamente y de varias maneras, mas como Bond
lo asegura, “resulta igualmente claro que la deuda en diseño se tiene casi por
completo con la parte inglesa, no la francesa” (op. cit., VII, 111-12), pues
no todo el coro de Canterbury es francés, incluso en el caso del trabajo de
Guillermo de Sens mismo; los esbeltos fustes de mármol de Purbeck, el arranque
de las nervaduras al nivel del los remates del triforio y no al de la hilada
superior, las entrantes en el clerestorio, los elaborados pilares en haz de
las esquinas, con su anillo de columnas exentas, son todos ingleses y son
precisamente estas cualidades las que St. Hugh copió para Lincoln. En el
trascoro de Chichester, iniciado al tiempo que Guillermo de Sens regresara a
Francia, tampoco aparece evidencia alguna que su trabajo estableciera el
precedente principal; el trabajo es aquí de una naturaleza marcadamente local,
particularmente las columnas de la arquería, originales en buen grado y de la
más notable belleza.
El elemento exótico en Canterbury resultó no ser más que un episodio y el
gótico inglés continuó desarrollándose con su manera propia e independiente.
El coro de Lincoln ejerció una influencia mucho mayor, convirtiéndose en el
modelo para cualquier punto de Inglaterra. En algunos casos se hizo el
intento, exitoso, de hacer de lado la bóveda, como en Hexham, Tynemouth y
Whitby, donde se conservó la techumbre de madera de la abadía anglonormanda y
se dio la mayor atención a refinar y mejorar el detalle y la composición del
diseño de muros, obteniéndose resultados extremadamente hermosos, como el de
Whitby, mediante la elaboración típicamente inglesa de las molduras del arco y
el perfilado de las secciones de pilar. El arbotante fue de lenta aceptación y
de hecho, nunca fue una característica sobresaliente, como en todos los
edificios franceses del siglo XIII. A los ingleses les importaba poco la
lógica y aún menos el alarde estructural o su congruencia. Las metas a las que
apuntaron fueron la belleza en todas sus formas, la expresión individual, lo
novedoso y original, cualidades que obtuvieron no pocas veces a costa de la
integridad estructural. El gótico de Francia fue singularmente constante;
rápidamente se convirtió en un sistema clásico del que no hubo desviaciones
radicales y en el que a duras penas llegó a introducirse el elemento de la
iniciativa individual, una vez fijado el cuerpo de reglas y precedentes. El
gótico inglés nunca poseyó un canon tal, ni de lógica ni de gusto. Cada
obispo, abad o maestro constructor trató de superar a sus semejantes, de
forjar una nueva y asombrosa obra maestra, y si la construcción medieval
inglesa careció, en consecuencia, de la certidumbre y uniformidad de la
francesa, logró una variedad y una personalidad mucho más avanzada que nada
que pueda encontrarse al otro lado del Canal. La segunda importación de ideas
francesas, vía la abadía de Westminster, parece haber sido tan incapaz de
cambiar el carácter inglés como lo fuera el coro de Canterbury. Una vez más,
la disposición francesa, el ábside y el sistema estructural quedan recubiertos
de cualidades inglesas.
Sin dificultad alguna podemos admitir la máxima influencia francesa en el caso
de Westminster, pues a tal punto se traduce a los términos del detalle inglés
que el resultado es inequívocamente inglés. Es, en efecto, notable que esta
iglesia, tan influida por los hechos franceses, sea de espíritu un edificio
tan inglés entre los ingleses (Lethaby: "Westminster Abbey and the King's
Craftsmen", V, 125).
Los “hechos” franceses aparentemente eran tan incapaces de ejercer control
sobre la actividad constructora de un pueblo como lo fueron de limitar a los
trabajadores ingleses en los detalles, y luego de terminarse la gran basílica,
Inglaterra siguió su camino. En ese tiempo, la calidad estilística del gótico
inglés ya estaba bastante establecida, con obras como el coro y los transeptos
de Beverly, con Christ Church y San Patricio en Dublín, con el presbiterio de
Ely, el coro de Southwell, las abadías de Netley y Rievaulx, más las capillas
de los “nueve altares” en Durham y en Fountains, todo terminado entre 1225 y
1250, con las cualidades peculiares del trabajo inglés adoptando una forma
definida y muy hermosa. Se trata de un periodo comúnmente denominado “inglés
temprano”, que no muestra grandes progresos en el desarrollo estructural, y
registra un notable cambio en cuanto a diseño. Prácticamente toda la atención
de los constructores se dedica a resolver los problemas de belleza de forma y
línea, detalle y composición, principalmente en interiores. Las proporciones
de arquería, triforio y clerestorio, los varios diseños de este último con los
sutiles acomodos de esbeltos fustes y delicadas lancetas, las hermosas
secciones de los pilares y perfiles de las molduras, junto al labrado de
capiteles, medallones, enjutas y remates —con las variaciones propias de las
muchas subescuelas de las cuatro principales provincias arquitectónicas pero
siempre distinguidas por calidad y bellezas rara vez logradas en la Isla de
Francia— distinguen todos un desarrollo artístico nacional, aunque siga líneas
diferentes a las del otro lado del canal de la Mancha.
Con la construcción de Westminster coinciden otros trabajos, como el trascoro
de Exeter, la nave de Lichfield y la abadía de Tintern, donde se encuentran
las primeras señales del tránsito hacia el gótico geométrico. Este proceso
continuó hasta finales de siglo y en las obras de los 25 años postreros se
encuentran los más altos logros del arte inglés. El coro y la fachada este de
Carlisle, los coros de Peterborough y Pershore, y la abadía de Santa María en
York, son todos expresión de un tipo de arte que se alza al más alto nivel
entre los logros del hombre. La exquisita composición lineal de las abadías de
Pershore y York, el refinamiento combinado con fuerza masculina, las ágiles y
aceradas curvas de los perfiles de las molduras, la perfecta belleza de los
follajes labrados, junto al magistral acomodo de las líneas y espacios de luz,
los huecos y profundidades de sombra, todo se conjunta para dar forma a un
arte supremo. Mucho de lo que este tiempo produjo ha desaparecido e inclusive
de la abadía de York, que parece marcar la cúspide del diseño inglés puro, no
queda más que un destrozado muro de nave lateral, un pilar de crucero y
algunos montones de fragmentos de mármol. Aunque a principios del siglo XIX,
la mayor parte de la fábrica permanecía intacta, hacia 1820 fue vendida a
especuladores que la convirtieron en cal.
Durante la primera mitad del siglo XIV, el progreso arquitectónico fue
acumulativo y alcanzó su apogeo durante el reinado de Eduardo III. La refinada
sencillez y sensibilidad casi helenística por la línea, que se aprecia en el
trabajo del medio siglo previo y le da un sitio de precedencia respecto del
quehacer gótico de cualquier otro pueblo o época, cede ahora ante la riqueza
decorativa, la multiplicación del ornamento y el detalle y una intrincada
composición de luz y sombra. El incomparable labrado en Lincoln y Wells, la
abadía de York, West Walton y Llandaff, destinado a la arquitectura pero con
todas las cualidades formales que se encuentran en la escultura más noble,
primero cede al tipo de la sala capitular de Southwell, encantador pero
naturalista, y luego a las formas globulares, el modelado bulboso y las
afeminadas curvas de Patrington, Heckington y las tumbas del siglo XIV en
Beverly y Ely. La tracería curvilínea de las ventanas, con toda su afable
gracia, a partir de Netley ocupa el lugar de las formas finas y vigorosas, un
paso adelante de los prototipos franceses. Por último, la bóveda de red,
brillantemente articulada, con nervaduras intermedias que acentúan la
verticalidad de la composición y llevan a término en la cubierta el fino
dibujo de las columnas y arcos moldurados, vira en dirección de la tracería de
nervaduras puramente decorativa sobre las superficies de la bóveda, tipo
injustificado, que justo antes de la bóveda de abanico y viola el principio
estructural.
Decadencia y logro perfecto van de la mano: por un lado, la nave de Exeter, el
más refinado interior inglés que permanece intacto; por el otro, el
presbiterio de Wells. Pero cualesquiera que fuesen las debilidades que
asomaban, su participación fue poca en la realización de las grandes iglesias
parroquiales que dan cuenta, más que las estructuras obispales y monásticas,
del genio de ese periodo. Esta fue una de las tres grandes épocas de esa
arquitectura parroquial en Inglaterra y no debe olvidarse que las verdaderas
cualidades del arte gótico inglés se revelan con igual plenitud en los
edificios menores que en los principales. A lo largo de todo un siglo, es
decir, de 1350 a 1450, la historia del gótico inglés es más que nada la de la
construcción de parroquias. La Peste Negra golpeó al país en 1349 reduciendo
la población a casi a la mitad, siguiéndola la guerra de Las Rosas, y la paz y
la prosperidad de Eduardo III no volvieron sino hasta la asunción de Enrique
VII. No obstante, las notables innovaciones iniciadas por el abad Thokey en
Gloucester (1330) y continuadas por Guillermo de Wykeham en Winchester desde
1380, durante este largo periodo cambiaron por completo la dirección del
desarrollo estilístico.
La suprema importancia de Gloucester en la historia del gótico tardío nunca se
ha reconocido adecuadamente. Viró a la arquitectura inglesa en una dirección
totalmente nueva. De no ser por Golucester, el estilo decorado inglés podría
haberse convertido en un flamígero tan rico e imaginativo como el francés.
Incontables peregrinos al santuario de Eduardo Segundo en el coro de
Gloucester llevaron esa influencia a catedrales, abadías, colegiatas y
parroquias de todo el país, salvo los rincones más apartados (Bond, op. cit.,
VII, 134).
Se atajaron las manifiestas tendencias del estilo decorado —no lo más
prometedoras, ha de confesarse—, instituyéndose un nuevo progreso hacia el
desarrollo de lo que hoy conocemos como perpendicular, primer estilo de
arquitectura al que podemos llamar “inglés” con propiedad. Hasta entonces, el
gótico inglés había sido más bien un encantador barniz, una singular
decoración racial y cierta delicada exquisitez por el diseño, aplicado sobre
los principios de tierra firme con mínimas modificaciones en planta y sistema,
que dejaba intactos los cimientos tanto cuanto se les había aprehendido y
asimilado.
Ahora vendría la manifestación perfectamente independiente en la que sistema,
diseño y decoración son todos exclusivamente ingleses. Por fin se adopta el
esquema francés del armazón estructural, los muros no siendo ya de mampostería
sino de vidrio dispuesto en una esbelto andamiaje de parteluces de piedra,
pero su realización prácticamente no tiene relación con el método francés.
Antes de esa revolución arquitectónica, hubo indicios de deterioro en cuanto a
proporción y composición, por ejemplo, en la capilla de Nuestra Señora en Ely
(1321), la que casi carece de cualidades arquitectónicas que la ensalcen, pero
sea por Guillermo de Wykenham o por influencias psicológicas más profundas, el
hecho es que se evitó el peligro e Inglaterra recuperó principios más sólidos
dando nueva vida al gótico, el cual prevaleció hasta que Enrique VIII y los
regidores durante Eduardo VI dieron fin a toda la época de civilización
medieval y abandonaron en manos de la Reforma a un pueblo no dispuesto. La
nave de Winchester y el coro de York, Westminster Hall, la capilla de King’s
College en Cambridge, St. George’s Windsor, Sherborne y Malvern, la bóveda del
coro de la catedral de Oxford y la capilla de Enrique VII en Westminster,
junto a la mayor parte de los colegios de Oxford y Cambridge, las grandes
torres centrales en muchas de las catedrales y abadías y, por último,
parroquias de todos tamaños, casi sin número, son indicativas de la renovada
vida artística y, por lo tanto, de la fuerza y solidez de la civilización
católica en Inglaterra. La belleza del nuevo estilo, su integridad estructural
y su fecunda variedad son dignas de admiración. Lo que le faltaba en cuanto a
majestad de forma y serena reserva de una época anterior casi se compensa con
la delicadeza de la línea, la riqueza de un diseño sin opulencia y un
esplendor de color que encuentra pocos antecedentes en la historia, en tanto
que la bóveda de abanico toma su lugar como una de las grandes invenciones
arquitectónicas. “En estos espléndidos abovedados del siglo XV tenemos, de
hecho, la obra postrera del arte monástico inglés” (Prior, op. cit., VII, 95).
Paso a paso, desde su punto de partida del gótico francés, Inglaterra elaboró
al máximo su propia forma de expresión gótica. Los precedentes franceses la
tocaron sólo en la superficie y no estaba ella dispuesta a la coerción. En
planta, se siguió al tipo normando y borgoñón y en lugar de la concentración
que en Francia produjo un paralelogramo con un extremo semicircular, ocurrió
una expansión que resultó en la plantas de cruz de Lincoln, Beverly y
Salisbury, obispales o arzobispales: naves largas y estrechas, coros
igualmente largos, extensos transeptos, con naves laterales, y también, con
frecuencia, transeptos de coro, con una capilla para la virgen continuando el
eje principal aún más hacia el este. La planta de la catedral francesa, como
la de París o la de Amiens, anuncia con indiferencia la jerarquía; la de la
inglesa, con exactitud. Exteriormente, aquélla es poco más que una masa
montañosa, sin composición, vasta y sobrecogedora pero sin énfasis ni variedad
salvo por su fachada oeste, si se la considera por sí misma. La segunda —con
su larga fachada lateral, formada de planos sucesivos, tanto horizontales como
verticales, con su capilla de la virgen, su coro, torre central y torres
occidentales, sus audaces transeptos, pórticos y capillas— se vuelve una
composición de luz y sombra, brillante e infinitamente variada, elaborada y
con todo, monumental. Salvo por Hales, Lincoln y Beaulieu (hoy destruida),
Tewkesbury y Westminster, la girola no arraigó en Inglaterra, y la terminación
absidial no se ostentó prominentemente; en lugar de eso, la terminación recta
al oriente se convirtió en el tipo establecido y cuando a ésta se añadía el
trascoro con una capilla para la virgen aún más baja, más al este, el
resultado fue un esquema arquitectónico independiente, igual de admirable que
la compleja gloria de la girola francesa.
Prior plantea la interesante teoría de que la terminación recta al oriente era
una característica fija de las iglesias sajonas tanto como las celtas, que fue
llevada a Borgoña por san Esteban Harding, monje inglés en Sherborne, Dorset,
donde la antigua tradición nacional sobrevivió la invasión normanda, y que
ésta regresó con los cistercienses, quienes fueron capaces de imponerla tanto
a la abadía benedictina como a la catedral con nada más que su fuerza
dinámica, dando así nueva presencia a un recurso local. Inclusive, afirma: En
esta materia, el coro de Canterbury de Guillermo de Sens fue una supervivencia
más que el patrón del hábito inglés. Para finales del siglo XII, el pequeño
santuario de Keltic se había impuesto en los coros de nuestras grandes
iglesias normandas más decididamente aún que en su uso basilical en San
Agustín (A History of Gothic Art in England, II, 79).
En cuanto a altura en relación al ancho, nunca se sobrepasaron las razones
francesas del principio, más reservadas, sino que se disminuyeron
frecuentemente; hasta la época tudor, la eliminación del muro a favor de la
construcción en armazón combinada con pantallas de vidrio gozó de pocos
seguidores, preservándose una relación grave y conservadora entre sólidos y
vanos. La torre central, la culminación que ata de la composición, era casi
inevitable, mientras que la fachada oeste usualmente se subordinaba al todo.
La elaborada articulación de pilares y arquivoltas, hasta convertirse ambas en
composiciones de delgadas líneas de luz y sombra, en Inglaterra se llevó más
lejos que en ninguna otra parte y la introducción de terceletes o nervaduras
auxiliares, con las nervaduras de arista recibiéndolos, correspondía al
instinto que sentía la sutil belleza de las líneas múltiples. El sentido
lógico, que exigía aterrizar cada empuje descendente de nervadura, ya en el
pavimento o en el ábaco del pilar o columna, no operaba y en la mayoría de los
casos, los ejes de la bóveda terminaban en ménsulas sobre los capiteles de la
nave. Dada la aversión cisterciense al ornamento y tal vez también en parte
por el uso de fustes torneados de mármol oscuro adosados a los pilares y
afianzados con anillos de piedra o espigas de bronce, apareció el remate
torneado y moldurado, con ábaco circular. Con sus salas capitulares
poligonales, Inglaterra desarrolló un concepto enteramente suyo, y casi lo
mismo podría decirse de su iglesia parroquial, mientras que en el diseño de
tumbas, altares, rejas para coro y carpintería para el presbiterio, la
delicada imaginación del inglés intervino a plenitud en la creación de un
exquisito conjunto de escultura y ebanistería que no tiene contraparte. Si
lógica y congruencia son la nota del gótico francés, personalidad y audacia lo
son del inglés. Las fachadas occidentales de Peterborugh, Bury St. Edmunds,
Wells, Ely y Lincoln, las salas capitulares de York, Salisbury, Lincoln y
Westminster, el octágono de Ely, las bóvedas de abanico de Gloucester,
Sherborne, Oxford y Westminster, son todos ejemplos de pujanza en el impulso,
fertilidad en la concepción, altísima imaginación y alegre desinterés por el
precedente erudito que dan al gótico inglés una calidad propia, tan importante
en la conformación de la expresión artística de la Europa católica del
medioevo como la maestría y definitivo logro estructural de la Isla de
Francia.
Fuera de Francia e Inglaterra, las adaptaciones raciales del impulso gótico
son mucho menos vitales y singulares. Gales desarrolló desde temprano una
escuela que tuvo gran influencia en el desarrollo de la escuela del oeste de
Inglaterra, pero pronto se fusionó con ésta y no sostuvo su identidad mucho
tiempo. Irlanda muestra cualidades peculiares y muy individuales en su
reducido quehacer monástico. En Escocia, la influencia francesa es más
pronunciada que en el sur y el normando de Jedburgh y Kelso, el gótico de
Dryburgh, Melrose y Edimburgo merecen un estudio más cuidadoso del que se les
ha dado. Sin embargo, en todas sus particularidades esenciales pertenecen a la
escuela inglesa, sin mostrar desviaciones radicales del tipo establecido al
sur por los benedictinos, cluniacenses, cistercienses, agustinos y
franciscanos. En Alemania, la expresión gótica tardó en establecerse,
mostrándose pocas evidencias antes que el estilo gótico alcanzara su
perfección en Francia e Inglaterra.
Un razón de esto puede tal vez encontrarse en el hecho de que durante el siglo
XII, Alemania poseyó una arquitectura románica de admirable carácter y bien
ajustada a los gustos del pueblo germánico, particularmente en las importantes
iglesias a lo largo del Rin, (Moore, op. cit., VII, 237).
Otra razón también puede encontrarse en el hecho adicional de que, durante su
gran periodo formativo, la presión de la influencia cisterciense se orientó
hacia Francia e Inglaterra más que en dirección de Alemania, mientras que el
aliento creativo de la civilización del siglo XII fue de sangre normanda y
franca, más que teutona. Cuando los arquitectos franceses comenzaron la
construcción de la catedral de Colonia hacia mediados del siglo XIII, según la
exagerada manera de Beauvais, casi podrían haberla calificado como primera
estructura gótica en Alemania. Arcos apuntados y bóvedas de arista habían
aparecido esporádicamente en algunas de las más grandes iglesias a fines del
siglo XII, como Worms, Maguncia y Bamberg, pero los arcos laterales no están
peraltados y por lo que a proporción, diseño y tratamiento exterior se
refieren, estas iglesias son rigurosamente del tipo románico renano, como de
hecho lo son, torpemente, las de Magdeburgo y Limburgo, un tanto más góticas
en lo interior, San Gereon en Colonia y la Liebfraukirche de Tréveris, la
primera terminada en 1227, la segunda comenzada el mismo año; en planta, ambas
son novedosas, cada una aparentemente resulta del esfuerzo de hacer de la
girola francesa la iglesia misma, repitiendo su diseño para lograr una planta
próxima al círculo, que de cierta modo remite a las iglesias poligonales
carolingias, con domo; en ambos casos, los esquemas y formas franceses se han
usado más bien superficialmente y con poco aprecio. A pesar de estos ejemplos,
Colonia permanece como la primera iglesia en Alemania que es estrictamente
gótica en planteamiento y desarrollo, pero aun aquí, detalle y ornamento son
alemanes más que franceses. Tuvo considerable influencia en el desarrollo
superficial del estilo y a fines de siglo, obras como Santa Isabel de Marburgo
y las catedrales de Estrasburgo y Friburgo muestran la propagación de un
estilo que llegó demasiado tarde como para alcanzar un florecimiento completo.
Hasta fines de la Edad Media, en la que curiosas fantasías de diseño y
decoración dieron al gótico alemán cierta individualidad incuestionable, las
contribuciones al desarrollo de esta fase no son notables; la más conspicua es
el esquema “de salón” (Hallenbau), que consiste en elevar una o más de las
naves a los lados de la central todas a la misma altura, o más bien en
construir un gran salón, con bóvedas a nivel cargadas por hileras de esbeltos
fustes separando las naves. Lübeck tiene cinco de estas iglesias, otras
poblaciones no menos de siete. Al margen de su ancho, la iglesia “de salón”
habitualmente estaba cubierta por un tejado enorme y el resultado, adentro
como afuera, cae tan lejos como se puede de la idea gótica del ensamblado
lógico, donde cada parte muestra una hermosa proporción en relación a las
demás, todas interrelacionadas y formando un organismo altamente articulado,
cuyo exterior explícitamente anuncia cada forma estructural en planta y
jerarquía. Las agujas “afiligranadas”, como la de Friburgo, son una
elaboración alemana del concepto flamígero, con mucho a su favor en lo
estético, por el efecto de encaje que frecuentemente se le dio a las caras.
El gótico flamenco es a todas luces una subescuela del francés más que del
alemán. La nave de Tournai, construida en 1060, es todavía románico renano, a
pesar de sus ojivas y el asomo de ciertas cualidades borgoñonas; así y todo,
sus proporciones participan del sentir más refinado de los francos, aunque su
concepción general es renana. Durante la primera mitad del siglo XIII,
aparecen ejemplos tan poderosos y refinados de gótico auténtico como san
Martín de Ypres, St. Bavon y San Miguel de Gante, su calidad muy distante de
los inciertos esfuerzos en la Alemania propiamente dicha. Las obras civiles de
Flandes son tal vez la creación nacional más distintiva, y si bien la lonja de
telas de Ypres y el grupo de ayuntamientos del siglo XIV —Brujas, Bruselas,
Lovaina, Odenarde, Alost y Gante— son excesivos en sus detalles flamígeros,
retienen dos elementos esenciales, refinada composición y vigoroso diseño.
En Italia, la introducción de las formas góticas demoró tanto como en
Alemania, mas por lo que a la obra local se refiere, los principios
fundamentales de la construcción gótica nunca fueron aceptados. Se trataba en
lo esencial de un arte septentrional y en Italia, ni la disposición mental de
la gente ni las condiciones espirituales y temporales tenían aprecio alguno
por ideas que, en sí mismas, les eran racialmente ajenas. Con todo, una vez
introducidas produjeron en muchos casos resultados muy bellos, particularmente
en decoración y diseño, de modo que el gótico italiano sí aporta elementos
valiosos al todo del arte medieval. Durante el siglo XI aparecieron una
escuela tras otra prácticamente en cada parte de Italia, todas basadas más o
menos en modificar localmente la idea basilical primitiva aunque apuntando en
direcciones distintas, según lo determinaban las influencias peculiares de
cada región. En Torcello, Murano y Venecia, éstas fueron naturalmente
bizantinas, más o menos modificadas por las variaciones de Ravena. En Sicilia,
la influencia bizantina se mezcló con ecos de fuentes mahometanas y la fuerte
influencia traída por el rey Roger y sus seguidores normandos. Pisa y
Florencia trabajaron según sus propias líneas y un leve agregado lombardo,
mientras aquellas porciones de la península bajo control lombardo
desarrollaron, a partir de la persistente tradición carolingia, su estilo
pujante e inspirado. La abstracta belleza de mucho de esta producción italiana
durante el siglo XI es muy marcada; San Marcos en Venecia, San Miniato en
Florencia, Cefalu, Monreale y la Capilla Palatina en Sicilia, Troja,
Toscanella, San Miguel en Pavia, San Zenón en Verona, todas poseen los
elementos del arte en plenitud pero ninguno de los estilos indicados por
cualquiera de estos edificios estaba destinado a encontrar condiciones
culturales que hicieran inevitable la plenitud de su elaboración. El
desarrollo durante el siglo XII fue casi por completo local en su diseminación
y decorativo en su alcance y no fue sino hasta la llegada de los cistercienses
a inicios del siglo XIII, con su gótico de Borgoña, que los modos locales,
incipientes o aún vivos, fueron extinguidos y se hizo un intento generalizado
de unificar el estilo.
Aparentemente, la influencia gótica llegó demasiado tarde. La época en la que
la arquitectura fue el modo favorito de expresión artística de la civilización
estaba, al menos en el sur, cerca de su fin, la pintura y la escultura
tomarían su lugar y por lo tanto, la arquitectura gótica en Italia seguiría
siendo racialmente ajena y de naturaleza anecdótica. En la primera clase están
aquellas iglesias cuyos diseños aparentemente fueron importadas físicamente de
Borgoña por los monjes cistercienses, tales como Fossanova, Casmari y San
Galgano, todos trabajos de gran belleza en forma y proporción, todas
abovedadas en piedra, las dos primeras con bóvedas de nervaduras plenamente
desarrolladas, con arcos laterales peraltados de buena factura gótica, aunque
ninguna con sistema de arbotantes. Poco después llega Sant’ Andrea, Vercelli
(1219-53), diz que el trabajo de un arquitecto inglés pero francesa de
manifiesto, con un sistema de arbotantes completo, San Francisco en Asís
(1228-53), atribuida a un arquitecto alemán por Vasari, inconfundiblemente
francesa en su inspiración primordial pero considerablemente modificada por lo
que bien puedo ser la influencia franciscana local, y San Francisco en
Bolonia, de la que puede decirse mucho de lo mismo.
El primer desarrollo gótico verdaderamente local parece haber ocurrido a manos
de los frailes; la Santa Cruz y Santa María Novella en Florencia, que datan de
fines del siglo, difieren tanto de cualquier forma del gótico coetánea que sus
peculiaridades deben atribuirse sea a los frailes mismos o al influjo de la
personalidad italiana. Una de las características fundamentales del gótico es
el sentido de proporción justa y la fina relación entre las partes, combinados
con la pasión por la belleza de la línea, la forma, la luz y un asomo de
color, y sus relaciones, no siempre logradas pero siempre buscadas con un
ansia que consume. Estas cualidades están prácticamente ausentes en las
iglesias mencionadas antes, tanto como en la catedral misma, que participa de
casi todas sus peculiaridades. Sabemos que en Inglaterra, cuando los
franciscanos y dominicos construyen sus iglesias, grandes y visitadas, al
buscar los mismos grandes espacios y economía de materiales nunca perdían de
vista las cuestiones de proporción y belleza pura, de lo cual parece
inevitable concluir que no es la naturaleza de los mendicantes sino cierta
incapacidad racial, como era en ese entonces, a la que debemos las radicales
insuficiencias del trabajo de Arnolfo y sus colegas en Italia. Con todo,
persiste el hecho de que las grandes iglesias de los frailes son las
principales transgresoras. San Juan y San Pablo y Los Frailes en Venecia, la
catedral de Arezzo, San Petronio, Bologna y la catedral de Florencia, junto a
las iglesias de los frailes en la última ciudad citada, son brillantes
ejemplos del lamentable resultado que puede obtenerse cuando se ignoran o
malentienden las leyes estructurales y estéticas del gran estilo. Las
catedrales de Siena y Orvieto evitan la desnuda fealdad de esa clase de
trabajo pero en su estructura no tienen parentesco alguno con el gótico,
mientras que en relación a la fachada, la única cualidad gótica que poseen en
alguna medida es un cierto sentido de belleza en el ornamento, que resulta de
acudir a las formas de la naturaleza como inspiración, de combinarlas con un
intenso refinamiento en la línea y el modelado, y de fundir las artes de
escultura y color en una composición poética y encantadora. Tal vez la
aproximación más cercana al verdadero sentimiento gótico y sus logros se
encuentre en la fachada inconclusa de la catedral de Génova; siendo del siglo
XII, es suficientemente temprana como para haber recibido algo del gran
impulso inicial del gótico y es una obra maestra de delicadas proporciones y
exquisito detalle. El mejor trabajo gótico no es eclesiástico sino secular,
encontrándose en los palacios de Venecia, Siena, Florencia y Bolonia. El
palacio del Dogo y las innumerables estructuras privadas en la primera ciudad
dicha tienen en su diseño y detalle todas las cualidades de la belleza pura,
más el infalible sentido de proporción y relación infalible que caracterizan
al arte gótico, mientras las formas mediante las que éste se expresa son
totalmente medievales, con un dejo del todo racial que las levanta casi a la
dignidad de una escuela de diseño nacional.
Salvo por una reducida área de territorio inconquistado, próxima a los
Pirineos, España no existió en calidad de Estado cristiano sino hasta el siglo
XII, cuando Fernando III, canonizado después, unió a Castilla y León,
reconquistó Sevilla y Córdoba y estableció la victoria final de la cruz sobre
el Islam en la península ibérica. Hasta ese entonces, el espíritu gótico
apenas si había franqueado las montañas, siempre como importación directa de
Borgoña o Aquitania; la catedral de Salamanca, San Vicente en Ávila, las
catedrales de Lérida, Tudela y Tarragona, la abadía de Verula y la iglesia de
Las Huelgas en Burgos, construidas todas entre 1120 y 1180, muestran un tipo
de construcción gótica temprana muy poco desarrollada, en combinación con un
tratamiento románico meridional, rico e imaginativo, en los exteriores.
Salamanca y San Isidoro en León poseen ambas cúpulas o linternillas sobre el
crucero, notables en cuanto a ingenio estructural y belleza de diseño interior
y exterior. Si ese esquema se tomó del otro lado de los Pirineos, fue
transformado y glorificado por completo y esta brillante innovación, preñada
de amplias posibilidades de desarrollo que no llegaron más allá, puede con
justeza atribuirse al genio español nativo. Empero, no hubo crecimiento
progresivo en los siguientes cincuenta años y la arquitectura gótica en el
verdadero sentido no apareció en España sino hasta que las contundentes
victorias de san Fernando hicieran posible la nacionalidad española y la
llegada de los cistercienses diera el necesario impulso espiritual, haciéndolo
como importación directa de Francia más que como desarrollo de las cualidades
raciales latentes, contenidas en Salamanca. Burgos, Barcelona, Toledo y León
son muy francesas en su disposición y ordenamiento, pero en cuanto a detalle,
varían ampliamente respecto de los precedentes franceses. En Burgos, por
ejemplo, hay riqueza y romance meridionales, tanto en el diseño exterior como
en el interior, lo mismo que en otras obras españolas desde mediados del siglo
XIII, lo que arroja cierta personalidad, muy diferente de cualquier otra
escuela gótica. La suntuosidad de detalle y color, la composición de luz y
sombra, participan en cada detalle; altares y retablos, los últimos
frecuentemente de gran tamaño y riqueza de materiales; rejas de metal
intrincadamente forjado y cincelado; tumbas esculpidas, sillerías con el
labrado más elaborado; grandes pinturas, tapices y estatuas a tutiplén, junto
a un tipo de vitral flamenco del más brillante colorido, todo se vertió
abundante en cada iglesia, y dado que España escapó el saqueo y destrucción de
las revoluciones religiosas, permanece mucho de la totalidad medieval, aunque
considerablemente recubierta de una gruesa capa renacentista, por lo cual sólo
en iglesias españolas podemos cobrar cierta idea del efecto general de una
iglesia medieval como alguna vez fue antes de verse sometida
al maltrato de revolucionarios, iconoclastas y restauradores.
El final de la arquitectura gótica y de todo el arte católico llegó en
distintos grados de rapidez y en diferentes momentos entre las diversas
escuelas europeas. En términos generales, el toque a duelo sonó cuando el
trabajo de Gregorio Magno, san Gregorio VII e Inocencio III quedó
temporalmente desecho y la corona francesa obtuvo un control temporal sobre el
papado. El exilio de Avignon, iniciado en 1305, seguido del Gran Cisma, quebró
las ligas que ataban monarcas y pueblos a la Iglesia, hasta entonces
dominante, abrió las puertas de Italia a la oleada de neopaganismo que venía
del Oriente con la caída de Constantinopla en 1453, permitió el brote de
herejía en todas partes de Europa e hizo posible la supremacía en Italia de
los tiranos del siglo XIV: Visconti, Sforza, Medici. La Peste Negra, que
desoló Europa, y la Guerra de los Cien Años en Francia derribaron de su alto
nivel la civilización que floreció en Chartres, Reims y Amiens, y cuando la
arquitectura comenzó a recuperarse en Francia con el regreso de la paz, su
progreso ocurrió según las líneas sugeridas por el gótico del siglo XIV en
Inglaterra, que crecía rico y fértil y era la más vital escuela de arte gótico
de su tiempo. Las semillas se esparcieron durante la guerra misma, con la
capilla de san Juan Bautista de la catedral de Amiens, construida en 1375, ya
como ejemplo del estilo flamígero plenamente desarrollado. Desde entonces, el
reemplazo sería total; cualquier edificio que se levantara, era explícitamente
flamígero; el antiguo sistema lógico, la antigua amplitud y nobleza del
diseño, con el detalle siempre debidamente subordinado a la composición justa,
desaparecieron casi de un día para otro. Según Enlart:
Ce style, qui est l'exagération et la décadence de l'art gothique, n'apporte
presque aucun perfectionnement à l'art de bâtir ou de dessiner, mais seulement
un système décoratif très particulier et plus ou moins arbitraire, qui,
appliqué sans exception dans les moindres détails, produit beaucoup d'effet et
beaucoup d'harmonie d'ensemble (“Este estilo, exageración y decadencia del
arte gótico, no aporta prácticamente ningún perfeccionamiento al arte de
construir o diseñar, sino apenas un sistema decorativo muy peculiar y más o
menos arbitrario, el cual, aplicado sin excepción hasta en los detalles
menores, es muy efectivo y produce una impresión de conjunto muy armoniosa”.
“Manuel d’archéologie français”, I, 586).
No se cuestiona la delicada y fantástica belleza del detallado flamígero y,
como decoración, las delgadas redes de graciosas formas curvas, como encajes,
más las luces y sombras hábilmente localizadas, como se ven en las fachadas de
Rouen, Troyes y Abbeville y en los transeptos de Beauvais, en Louviers,
Caudebec, Nuestra Señora de l’Epine, St. Maclou en Rouen, San Miguel y San
Germán en Amiens, están entre las más encantadoras creaciones de la
imaginación artística. Debe recordarse, sin embargo, que todo es sólo una
manera de decorar, no un estilo arquitectónico ni siquiera una subescuela de
uno, excepto en esos ejemplos tan admirablemente peculiares como la fachada de
Troyes, la girola del monte Saint Michel y la muy admirable San Germán de
Amiens, donde la cualidad de integridad estructural, aún presente, combinada
con las proporciones justas y cierta inusual reserva en el emplazamiento de la
decoración justifican una dignidad poco sustentada por la inigualada licencia
de la producción flamígera en general. Hasta cierto grado, es un misterio
arquitectónico, pues se trata de una refinamiento artístico excesivo, que
aparece en medio de la guerra y la anarquía coetáneas a la degradación
religiosa, cuando se ha cerrado un periodo de civilización sólida y vigorosa,
floreciendo junto a las tendencias que en unos pocos años traerían el fin de
la civilización que connota. En esto, con todo, no estaba solo. En Italia,
condiciones similares rodeaban la culminación de las grandes artes de la
pintura y la escultura, mientras que en Inglaterra, el gótico perpendicular,
delicado y exquisito, lograba su desarrollo más elevado durante el reinado de
Enrique VIII. Al examinar el fenómeno, Potter afirma:
Así, a la hora del infortunio político y económico, en medio de la ruina
financiera y la degradación de la Iglesia, nació la arquitectura flamígera,
última floración del genio medieval. ¿Nació este arte como manifestación
profética del gran despertar nacionalista que produciría a Juana de Arco y se
sacudiría el yugo inglés? No me atrevería a asegurarlo, pues la historia de la
arquitectura es más reflejo que presagio del desarrollo económico (op. cit.,
II, X, 368).
Podría uno ir más allá y decir que el florecimiento del arte siempre está una
generación o más después de las causas de su ser. Dante y Giotto son lo último
del medioevo más que los precursores del Renacimiento. Shakespeare es
isabelino por accidente de nacimiento pero es, esencialmente, resultado de la
Inglaterra prerreformista. El Renacimiento temprano en Italia es el
florecimiento de lo medieval más que la germinación de la semilla
renacentista, y de manera similar, el arte flamígero francés, poético aunque
inorgánico, no toma su color de la ruina de la civilización católica en la
Francia del siglo XV sino de los más benignos días que precedieron la gran
caída. La magia del arte del siglo XV no está ni en la enfermiza iridiscencia
del desmoronamiento ni en los primeros fulgores hacia la alborada renacentista
sino en el arrebol de un gran día, que proyectó su luz sobre personalidades
creadoras como los santos Odo de Cluny y Robert de Molesme, Bernardo y
Norberto, Gregorio VII e Inocencio III, Felipe Augusto y el rey Luis IX.
En términos generales, la arquitectura en toda Europa durante el siglo XV es
secular, por oposición a los románicos cluniacense y normando y al gótico
cisterciense de los tres siglos anteriores. El gótico perpendicular en
Inglaterra y su derivado, el tudor, son en gran medida el producto de los
gremios de arquitectos, escultores y albañiles trabajando sobre todo para los
grandes comerciantes y los frailes, siendo los últimos la influencia religiosa
dominante de su tiempo. En Francia y Flandes, el estilo flamígero es el
producto del arquitecto individualista y el portador de lujos artísticos y
durante todo su periodo, el trabajo mejor y más significativo debe buscarse en
las lonjas, palacios, castillos, casas solariegas y colegios, y en las torres,
capillas, tumbas y otros monumentos pagados por las nuevas clases de opulentos
comerciantes y afluentes cortesanos.
El fin vino pronto. En Italia, el sentimiento tanto como las formas góticas
habían desaparecido por completo ya a fines del siglo XV, apareciendo el
último destello del instintivo arte medieval, distinto del artificio
premeditado del Renacimiento, en el trabajo de los Lombardi en Venecia y en
estructuras como la iglesia de Santa María de los Milagros y la Scuola di San
Marco (1480-95). En Francia, algo del romance y la belleza intrínseca del
gótico continuaron hasta 1550 en las casas solariegas y los castillos,
mientras en Alemania se sostuvo algunas décadas más en casos aislados. En
España, la construcción de la soberbia torre central de Burgos ocurre hasta
1567, aunque en otras partes de la península ya se ejecutaba obra cabalmente
renacentista. En Inglaterra, el suntuoso perpendicular de la capilla de
Enrique VII en Westminster rápidamente se anquilosó en los formalismos del
tudor postrero y desapareció por completo como estilo definido cuando se
detuvo la construcción de iglesias por la supresión de los monasterios, la
separación de la iglesia anglicana de la obediencia a Roma y la imposición de
los principios de la dogmática Reforma germana sobre el pueblo inglés. Con el
sometimiento final de los ingleses a la dogmática revolución que no fomentaron
pero tampoco pudieron resistir, durante el reino de Isabel, llegó la
influencia alemana que rápidamente borró la tradición misma del gótico excepto
en las universidades y en la construcción doméstica menor, colocando en su
lugar formas clásicas que se usaban con menos inteligencia que en ningún otro
momento de la historia del Renacimiento. En Oxford y Cambridge, la tradición
cultural era suficientemente fuerte como para resistir durante un siglo la
aceptación total de la nueva moda y hasta mediados del siglo XVII, la
tradición antigua persistió en obras como San Juan en Cambridge y Wadham en
Oxford, en tanto que su coacción era tan grande como para forzar a Inigo Jones
a construir la hermosa fachada hacia el jardín de San Juan, en Oxford, en un
estilo que al menos recuerda lo que dos siglos antes fuera universal. Ese
mismo impulso instintivo continuó aún después, en el caso de las casas
solariegas y las granjas, y a la fecha actual, en algunas porciones de
Inglaterra, el cantero, el carpintero o el embaldosador conservan las antiguas
reglas y tradiciones de su oficio, heredados de padre a hijo durante siglos.
Desde el año 1000 hasta 1500, la Europa católica elaboró su propia forma de
expresión artística, en gran medida a través “del más consumado arte de la
construcción que el mundo ha logrado " (Prior, "History of Gothic Art in
England", I, 7). Del modo como el paganismo lo hizo en Grecia, igualmente, la
cristiandad lo forjó en el norte. En primera instancia, fue un arte para
construir iglesias, y dar aliño a la Iglesia fue el hecho concreto e
inconfundible de la vida. “En tanto que todo los demás era inestable y
pletórico de cambio, ella, con su tradición continuada y sus ininterrumpidos
servicios reivindicaba el principio del orden y la continuidad moral de la
raza… Los servicios del los cleros regular y secular, los oficios de la fe, la
caridad y el trabajo en campiña y choza, escuela y hospital tanto como en la
iglesia fue, durante siglos, el principal testigo del espíritu de hermandad
humana (Norton, "Historical Studies of Church Building in the Middle Ages", I,
16). Por lo tanto, pisando los talones al triunfo de la iglesia en el siglo X
vino la pasión constructiva del siglo XI; como lo dice Rudolphus, monje en
Cluny, quien rodeado por todo eso escribió, "Erat enim instar ac si mundus
ipse excutiendo semet, rejecta vetustate, passim candidam ecclesiarum vestem
indueret" (Era como si el mundo, sacudiéndose y librándose de las cosas
viejas, estuviera poniéndose la blanca toga de las iglesias). En efecto, se
arrojó la vieja vestidura y la “blanca toga de las iglesias” resultó de otra
factura. Las leyes subyacentes del nuevo estilo eran idénticas a las de los
otros grandes estilos, la visión de belleza no era distinta en ningún sentido
y sólo las formas eran completamente nuevas. Durante cinco siglos, el modo
artístico de Europa occidental siguió su camino sin pausa alguna, espiritual a
dondequiera que fue.
En su naturaleza esencial, los motivos que inspiraron las grandes
edificaciones de este periodo, los principios que subyacen sus formas, el
carácter general de las formas mismas fueron los mismos en toda Europa, de
Italia hasta Inglaterra. Las diferencias en las obras de los diferentes países
no eran sino variaciones locales y externas (Norton, op. cit., I, 10).
Este modo universal fue destruido universalmente, en el espacio de unos pocos
años. Con el despertar del siglo XV, la victoria del Renacimiento estaba
definitivamente asegurada y se completó apenas un siglo después. Es
comparativamente poco lo que del resultado de estos cinco siglos de actividad
queda intacto. Como los afirma Prior, “hasta mediados del siglo XVI, a Europa
occidental podría llamársele una caja fuerte llena de gemas del genio gótico.
Profanaciones y revoluciones durante dos siglos destruyeron la mitad,
despojaron a las iglesias góticas de sus ornamentos y redujeron a polvo muchas
de las fábricas que aliñaban. Desde entonces, la incuria y el descuido y las
necesidades de reconstrucción han obrado similar desorden en mucho de lo que
no se destruyó… En su peor forma, este reconstruir y repintar y tallar de
nuevo ha sido sustitución gratuita y sin motivo… Para la generación que nos
siga, cualquier contacto directo con el genio universal del gótico será
difícil, como no sea por conducto de parodias (A History of Gothic Art in
England, I, 3, 4). Empero, queda lo suficiente como para permitirnos
reconstruir, cuando menos en la imaginación, un producto singular de la
civilización cristiana, de la que Norton puede afirmar que “avanzó
incrementando constantemente su poder de expresión, de maleabilidad y
capacidad de adaptación, la belleza de su diseño y la pericia edificadora,
hasta alcanzar, en el consumado esplendor de una catedral como la de Nuestra
Señora de Chartres o la de Amiens, una altura no rebasado jamás” (op. cit., I,
13).
RALPH ADAMS CRAM
Transcrito por Michael C. Tinkler
Traducido por Gabriel E. Breña