UNA EDUCACIÓN INTEGRAL DESDE EL CRISTIANISMO
Felisa ELIZONDO
profesora del Instituto Superior de Pastoral
y Centro "San Dámaso" de Madrid,
en "Educar en valores hoy"
Madrid 1993
1. El horizonte de una educación integral
Si hay un leit motiv en los planteamientos y propuestas educativas
cristianas de estos años (La Escuela Católica, El laico católico testigo
de la fe en la escuela, etc.) es el de una educación o formación
integral como aspiración. Así, en el segundo de los documentos
citados:
"La formación integral del hombre como finalidad de la educación
incluye el desarrollo de todas las facultades humanas del educando,
su preparación para la vida profesional, la formación de su sentido
ético y social, su apertura a la trascendencia y su educación religiosa.
Toda escuela, y todo educador en ella, debe procurar formar
personalidades fuertes y responsables, capaces de hacer opciones
libres y justas. Debe preparar así a los jóvenes para abrirse
progresivamente a la realidad y formarse una determinada concepción
de la vida (El laico católico testigo de la fe en la escuela, núm. 17).
Si esa es la meta de toda educación verdaderamente tal, el
educador cristiano está llamado a guiarse conscientemente en esta
tarea por una concepción que, como el mismo texto expresa:
" ... incluyendo la defensa de los derechos humanos, coloca al
hombre en la más alta dignidad, la de hijo de Dios, en la más plena
libertad, liberado por Cristo del pecado mismo; en el más alto destino,
la posesión definitiva y total del mismo Dios por el amor. Lo sitúa en la
más estrecha relación de solidaridad con los demás hombres por el
amor fraterno y la comunidad eclesial; lo impulsa al más alto desarrollo
de todo lo humano, porque ha sido constituido señor del mundo por su
propio Creador; le da, en fin, como modelo y meta a Cristo, Hijo de
Dios encarnado, perfecto Hombre, cuya imitación constituye para el
hombre una fuente inagotable de superación personal y colectiva. De
esta forma, el educador católico puede estar seguro de que hace al
hombre más hombre. Corresponderá, sobre todo, al educador laico
comunicar existencialmente a sus alumnos que el hombre inmerso
cotidianamente en lo terreno, el que vive la vida secular y constituye la
inmensa mayoría de la familia humana, está en posesión de tan
excelsa dignidad" (Ibídem, núm. 18).
Bastaría subrayar algunas formulaciones usadas, y los propios
términos: todas las facultades humanas, preparación para la vida,
sentido ético y socíal, derecho, dignidad, libertad, amor, destino,
desarrollo y humanidad, junto con darse cuenta de que, en el intento
de lograr una integralidad en la educación desde una
inspiración/potenciación cristiana, están implicados la totalidad
personal del educando, la calidad humana del educador y todo el
horizonte de la tarea educativa.
Y si ya "educar" -acompañar la marcha de uno mismo entre otros y
entre las cosas hacia un ser más sí mismo, como podría deducirse de
la propia etimología de educere- es un concepto imposible, de manera
que algunos prefieren hablar de "educación" más como designación
de una enorme tarea que como definición de algo inabarcable, una
"educación integral cristiana" aparece con los visos de una utopía a
perseguir, eso sí, esperanzadamente.
Pero cuando apuntábamos, la aspiración a esa integralidad está
implícita en el mismo contenido de la palabra "educar", considerada
desde antiguo como arte y saber en donde se conjugan la creatividad
y la atenencia a datos que las ciencias proporcionan, las posibilidades
y la aspiración. Educar es una tarea que tiene algo de oficio sin dejar
de ser llamada, que es vivida como un trabajo y sentida también como
una misión.
Una educación o formación integral desborda, pensando con un
mínimo de realismo, las posibilidades de la escuela y del tiempo
escolar. De ahí que la escuela tenga que abordar esa tarea con la
conciencia de ser "un laboratorio" de la integración que sólo puede
ser centrada en el sujeto. Es él quien ha de elaborar los datos, influjos
y tensiones que le llegan desde otras instancias: familia, sociedad,
medios de comunicación, grupos de libre adscripción, etc. En todo
caso, una relación más amplia y fluida de escuela-sociedad-iglesia,
aumentará la capacidad integradora de la escuela. Sin que se pueda
olvidar lo que, hoy por hoy, es una constatación sociológica: el
importante peso que tienen los grupos y las relaciones "informales" en
el entero proceso de socialización.
2. Algunas comprensiones de la educación integral
Vamos a detenernos en algunas maneras de presentar la educación
que atienden a esta preocupación. En un trabajo reciente, J. García
Carrasco habla de la educación como de "el conjunto de
modificaciones adaptativas del sistema de disposiciones humanas en
función de las cuales el hombre responde ordenadamente a los
incentivos situacionales del medio o a los requerimientos de su propia
iniciativa, dirigida hacia sí mismo o hacia el campo de relaciones en las
que se desenvuelve".
Se trataría -proseguimos leyendo- de "una totalidad del proceso por
el que se constituye, en el tiempo, el sistema de comportamientos y
disposiciones para la acción de que dispone el hombre como
persona". Un proceso en el que se dan distintas variantes de la acción
educadora, que son para este autor las acciones de grupos primarios,
instituciones, la sociedad entera con su influjo difuso, pero que, como
él mismo señala, Inciden sobre zonas del comportamiento intelectual,
afectivo, motor y sobre complejos psíquicos como son las actitudes".
En síntesis, en una visión así, la integralidad estaría traduciendo el
alcance de una formación que atendiera a la configuración humana en
todos los aspectos.
También la aspiración aparece en definiciones como éstas: "dejar
que el hombre se abra a la trascendencia, a una trascendencia que le
respeta" (Grygiel). Una trascendencia que es la del amor y del don;
posibilidad que avista el creyente dedicado a la educación. De ahí,
escribe este autor que, "el educador y el educando marchan hacia un
país que no ven como los objetos que están 'aquí' o 'allá', delante de
ellos. Lo ven más bien de la misma manera que el centro de
perspectiva de un cuadro, en el que cada detalle está ordenado y
hace adquirir a la imagen su armonía estética. Su mirada -el educador
y educando- no obstante, se hace particularmente penetrante cuando
ven ese país desde una situación de humillación, cuando la
experiencia de la dignidad escarnecida es, al mismo tiempo, nostalgia
de ésta y fe en ella".
En esta manera de concebir su tarea, el educador "marcha hacia
ese país, no gracias a un saber que se sostiene sobre un objeto, sino
sobre la base de una fe llena de esperanza".
Efectivamente, la fe en la dignidad se muestra especialmente
abridora de horizontes ante lo humano disminuido o degradado, pues
no desiste de que lo último de lo humano sigue siendo también
humano. De ahí que hablar de una educación cristiana sea,
enseguida, hablar de una educación en la que priman el respeto
incluso de lo "menos educable", de lo menos prometedor para
proyectos que cifran su validez en ciertas metas brillantes o
rentables.
La fe nos asoma a "otra dimensión" a contemplar en la educación. Y
nos da otra medida para valorar su alcance.
3. La inspiración cristiana en una educación integral
Conviene advertir desde el principio que el adjetivo de cristiana
vertido sobre la educación integral, de la que se habla también desde
perspectivas no necesariamente creyentes, no ha de ser comprendido
como un término que se yuxtapone o se adosa a una propuesta
previamente elaborada. Ni siquiera ha de entenderse como una
pretendida sustitución de los múltiples datos que proporciona la
observación, ni del esfuerzo de pensamiento y de previsión de
actuaciones que todo proyecto educativo que se quiera amplio,
integrador, requiere.
Para descubrir qué relación tiene lo cristiano con lo educativo sirve
considerar cómo plantea hoy la relación fe-cultura. Así la «nueva
alianza" entre los logros de las "ciencias de la educación" y las
convicciones creyentes postula lo que I. Prigogine reclama para un
encuentro de la razón científica y la filosófica: una apertura recíproca
y una intercomunicación fecunda.
La fe no cuenta con canales privilegiados de información que suplan
en su terreno a los datos de observación, experiencia y toma de
conciencia que trazan la carrera del educador. Este tiene que respetar
la dureza de lo real y su complejidad, redoblada cuando se trata de la
realidad única de cada ser humano.
Pero la fe conduce en la visión de lo humano a la raíz y a la meta, y
despliega -según la imagen insustituible de la semilla o la leyenda- un
potencial humanizador que desborda otros saberes, y el saber-hacer,
hasta acrecentar el ser. Por ello aporta su propio caudal a los
planteamientos de la educación y ejerce su crítica. Lo hace a partir de
lo que la fe es radicalmente: una vida en relación con quien funda y
planifica el vivir de los humanos. Por afirmar esa relación fundamental,
la fe reclama también un alza de calidad en la relación interhumana.
Y para mostrar la incidencia propia de la fe en la tarea educativa,
incluso cuando ésta es una educación preocupada por humanizar,
cuando trata de una educación integradora de múltiples factores, vale
la advertencia de P. Ricoeur: "Creo que la religión se distingue de la
ética por el hecho de que es preciso pensar la libertad bajo el signo
de la esperanza". La fe ensancha el saber y vigoriza la ética, pero no
es reductible a esos campos en los que incide, sino que mantiene su
peculiaridad.
Así, en el clima de la fe y de la esperanza, la dignidad humana y sus
horizontes cobran nueva altura; la libertad merece nueva confianza y
soporta otros riesgos. Así también, apostar cristianamente por lo
humano es apostar a "fondo confiado" más que a "fondo perdido, por
el despliegue de esta libertad con la que Dios ha querido dotarnos,
aun a riesgo de que, como expresa la parábola, mal perdiéramos la
herencia y nos perdiéramos nosotros mismos al alejarnos de la casa
paterna que es también el lugar de la fraternidad.
De ahí que las convicciones creyentes no son algo abandonable por
inservible en cualquier tarea de humanización. Sin tener en cuenta la
posible réplica de quienes viven una fe fecunda y dialogante, en un
libro de hace pocos años, y a propósito de la incidencia del creer en el
proyecto vital, se dice: "Se podrá ser creyente por originalidad,
desesperación, inercia, o quién sabe qué tipo de conveniencia... Si a
nivel personal alguien, razonablemente instruido, sigue siendo un
creyente, se da por supuesto que esa misma persona, en cuanto
normal y partícipe en los cánones teóricos y prácticos vigentes,
orientará su vida prescindiendo de tal religiosidad".
De hecho, estas afirmaciones encuentran una respuesta bien
matizada cuando se muestra la necesidad de que la razón que se
quiera tal no ha de eludir sino aceptar honradamente las difíciles y
últimas preguntas:
"De este género -señala Ruiz de la Peña- es la razón de la fe
cristiana. La fe tiene la pretensión, por cierto bien audaz, de contar
con una palabra que no disuelve el misterio del mundo, pero lo
ilumina; de anunciar un mensaje significativo, portador y comunicador
de sentido. Cualquiera puede pensar... que su plazo de validez ha
caducado y que los creyentes son una especie en trance de extinción.
Pero sólo podrá pensar así honestamente a condición de tomar a su
cargo las últimas preguntas".
Arraigada en el corazón de lo humano, la fe incide en la manera de
pensar, guiar y transformar la vida y la comunidad de los humanos. Se
inscribe en el arranque y en las acciones del empeño educativo que
quiere prolongar al máximo las virtualidades dadas a cada persona y a
la humanidad en su conjunto. La fe esperanzada descubre
posibilidades, explora nuevas vías, soporta interrogaciones y consuela
de determinados fracasos. La fe -se podría decir- "sabe lo que hay en
el hombre" y sabe "a qué alta vocación ha sido llamado".
Pero ocurre que lo sabe con la típica certeza oscura del creer. De
una fe que conoce la verdad sólo en su vislumbre, y espera confiada
en una promesa. Todo ello coloca al creyente a la escucha atenta de
cualquier rastro o aspiración de más. Le hace sensible a todo bien, a
toda justicia. No le exime de debilidad, le mantiene vulnerable al dolor
y no le evita perplejidades. Pero le ayuda a ser lúcido y tenaz en el
intento y a proseguir la búsqueda de respuestas sin caer en la falsa
seguridad de quien no siente necesidad de seguir preguntando.
4. Una comprensión del ser humano
En la base de una educación que pretenda armonizar persona y
comunidad, singularidad y autonomía con apertura y responsabilidad,
que intente tender puentes entre lo que se es y lo que se debería ser,
está el descubrimiento de lo que la persona es, y sus múltiples
dimensiones. También en su nivel más misterioso: aquel que no llegan
a desvelar el cúmulo de datos y los varios saberes que sobre lo
humano los siglos han ido forjando.
Todo verdadero educador acepta esa "totalidad única" que es la
persona: realidad abierta, siempre incumplida y, en su último fondo,
incomunicable, aunque necesitada de comunicar con los otros para
ser ella misma. Y atender o dar cuenta de esa Iotalidad única" es la
aspiración de las antropologías que no quieren ser reductoras: no se
puede mirar un rostro como si fuera un lugar común, dicen quienes
advierten el enigma de nuestro yo, vuelto hacia sí mismo a la vez que
volcado a los otros.
Algunos análisis de la situación problemática de los mundos
juveniles destacan hoy como determinante de su "malestar" o de su
incomodidad algo que tiene mucho que ver con la aceptación de esa
irremediable "unicidad" u "originalidad incambiable" de cada ser
humano. Construir la propia identidad en un cruce de mil influjos,
diseñar el propio proyecto en una sociedad y en una cultura que cada
vez aparecen más fragmentadas, es la tarea que les aguarda, la
salida deseable que requiere entrar más profundamente a tocar las
fuentes de su propio ser; algo bien distante del abandono al
presentismo o a la desgana.
No es nueva la advertencia de que en nuestro tiempo, que na hecho
acopio de datos y de conocimientos desde puntos de vista muy
diversos, hay que seguir reconociendo espacios al "asombro ante lo
humano" para no traicionar el "objeto mismo" en estudio. Las
antropologías respetuosas hablan de una corporal¡dad humana de la
que entienden otros saberes -pensemos en la biología o la genética.
Pero se trata de una corporalidad transida de lo que llamamos
"espíritu", inseparable de una conciencia. Una corporalidad
humanizada y por humanizar. Capaz de interioridad y comunicación,
que reconoce a los otros y las cosas como distintas de sí y en relación
con ella. Esas antropologías entienden que el término "persona"
apunta a la hondura de un ser que es -y se sabe- "a solas" ante Otro.
Un fondo que no nos es dado descifrar del todo. Que no nos es
permitido invadir.
Y hablar respetuosamente del ser humano es hablar de una libertad
originaria que conoce la fatiga de crecer. Un crecimiento que podemos
favorecer sin sustituir al sujeto que sólo crece ejercitando esa misma
libertad.
Todo esto, y más que todo esto (puesto que topamos con un fondo
inalalizable y una tensión que no se detiene sino que traspasa a cada
persona hacia más allá de sí misma) despierta también en el educador
ese "estupor ante lo humano" del que Juan Pablo ll, en el comienzo de
su pontificado, dijo que "se llama Evangelio".
Además, la persona humana, mirada atentamente, se nos revela en
una fundamental y permanente interrelación con los otros. La calidad
del "entre" -escribió M. Buber- es la calidad humana.
Al educador creyente le llega desde las primeras páginas de la
Biblia una convicción que le invita a reconocer mayor peso de misterio
-de "peso de gloria" habla la misma Escritura- en la realidad que son
el hombre y la mujer "creados a imagen". Hechos para la interlocución
con Dios, meta que representa a la vez su propio logro como criaturas.
Aceptar que todo ser humano es "a imagen" es aceptar que lleva en sí
un destello de lo divino, un resplandor débil, pero siempre luminoso.
Y el cristiano sabe que la condición humana decaída ha recibido,
por Cristo, una ayuda inestimable que restaura la amistad con Dios y
la fraternidad rota. Un auxilio que aminora la desproporción entre su
debilidad y las aspiraciones más nobles que lleva, por vocación nativa,
impresas en su centro más personal.
Por último, quien cree que cada uno ha sido creado y es amado
"por sí mismo", según reza uno de los textos más felices del Vaticano
ll, no se resignará a dejar que nadie, por pequeño que sea, quede en
la insignificancia. E intentará disminuir la soledad que aísla, y rescatar
del anonimato. Una lucha en la que coinciden la conciencia cristiana y
la sensibilidad de un verdadero educador.
La antropología que sigue al creer habla de la persona en su
totalidad, porque habla de su profundidad. Descubre la singular
relación de Dios con cada ser humano, una relación que es la fuente
última de su dignidad personal. Señala que ese estar referido es su
distinción mayor, y que ahí radica el que el ser humano exija todo
respeto: está investido de una prerrogativa que le distingue de todos
los seres y que no puede perder. Por ello, asombro, reconocimiento,
respeto y amor son términos que se enlazan a partir de esa
percepción de lo humano que la fe hace posible. Actitudes que
comparten en buena medida también todos aquellos que no reducen
lo humano porque sospechan lo inagotable de su realidad.
Una comprensión así es punto de partida y base adecuada para
plantear con garantía una educación que atienda a la persona en su
totalidad personal.
5. El alcance de una educación integral hoy
La persona crece desplegando al mismo tiempo, sin disociar, su
originalidad y su capacidad-necesidad de relación. Este desarrollo,
que abarca el arco de toda la vida, se ensaya y se afirma muy
sígnificativamente en las etapas en que el educando cubre las etapas
de escolarización.
Sin entrar en los detalles de cuanto una filosofía de la educación de
corte humanista viene afirmando sobre la educación personalizada y
solidaria a la par, señalaremos las grandes líneas que han de tenerse
en cuenta en el diseño de una educación integral:
- El aprendizaje significativo, donde hechos, datos, observaciones,
experiencias e información son incorporados críticamente y puestos
en relación gracias a una elaboración que permite robustecer el
verdadero yo de quien realiza el aprendizaje. Una preocupación por
ayudar a ello no puede descuidar hoy la necesidad de establecer
conexiones entre los saberes. 0 la de ensanchar las capacidades
cognitivas mostrando lo legítimo de los diversos modos de acceder a
la realidad que son la intuición, el saber práctico, la contemplación, el
análisis, la imaginación y la lógica rigurosa, cada uno de los cuales
tiene su propia valía.
En este orden sigue siendo un reto el superar la partición estricta de
un cuadro de materias y favorecer la comunicación entre las áreas.
Como es exigido no contraponer indebidamente la necesaria
especialización a un saber de conjunto, ni a una sabiduría, ya que el
ser humano queda desasistido si desconoce las coordenadas
fundamentales en las que se inscribe su existencia. Las
preocupaciones de globalizar que aparecen en todos los proyectos
educativos van en esta dirección. Y todo el esfuerzo de
una,interdisciplinariedad lo favorece.
En este planteamiento, el saber propio de la fe cobra su propio
estatuto en el conjunto, y adquiere su debida significación, puesto que
también la fe tiene su propia mirada hacia la realidad que ayuda a
desvelar e interpretar.
- El mundo de la afectividad y de las actitudes, que forman parte de
la unidad viva que somos y acompañan, con incidencia bien estimable,
al conocimiento. Educar para la decisión, la responsbilidad, el don y la
servicialidad, requiere no considerar ajena al diseño de los contenidos
la vertiente de los deseos ni la resonancia afectiva, ni el dinamismo de
la libertad.
Aquí si que un clima de comunicación, de libertad y de intercambio
favorecido, un ambiente de respeto y estímulo, entran en juego. Un
clima y un ambiente difíciles de prever en los esquemas organizativos,
pero que, si no "desbordan" cualquier programa, hacen del sistema
educativo algo unilateral y carente de "factor humano", factor decisivo
por cuanto hemos visto.
- La dimensión ética, desvelada y afirmada gracias a valores que se
consideran tales, gestos y rasgos humanos. Educar la capacidad de
valorar, de estimar juntamente, a la coherencia, es quizá uno de los
cometidos más delicados del "arte" de educar. Porque mostrar que
algo vale reclama mostrar que uno lo reconoce de veras valioso, ya
que al mundo de los valores -lo exige la misma condición de "valor"- le
traiciona el indoctrinamiento y no le convienen tanto las explicaciones
como el lenguaje, a veces silencioso, del reconocimiento y el
testimonio.
Y en este terreno es insistente y grave el reclamo, en nuestros
años, de nuevos talantes éticos que evidencien -con ese modo de
"mostrar" propio a que hemos aludido- el respeto del otro, la acogida
del que es distinto y, desde luego, del que aparece desvalido o "sin
valor". Como es invocada como necesidad inaplazable a atender una
crecida en una ética que tenga sujeto plural, comunitario, que abra
posibilidades a una común y más alta humanidad.
- La dimensión trascendente, a descubrir por una "pedagogía del
umbral" que atienda a esa marca impresa en la persona que busca
emerger si no se la desatiende o se la niega. Una tarea delicada que
hoy tiene que ser abordada, no únicamente desde una materia
especializada, sino desde distintos ángulos del proyecto educativo,
puesto que pasa por los momentos de atención al silencio, a la
extrañeza, a la pregunta, a la admiración y a la experiencia, que son
momentos privilegiados para la ayuda al ser del educando.
Así la predisposición a acoger el don de la fe encuentra su lugar
propio. La percepción del propio misterio, la entrada en la propia
hondura y la convicción de que cada ser humano vale
incomensurablemente, no van por separado, sino que se apoyan la
una en la otra. Autorrealizarse y ser progresivamente más fraternos
son, en cristianismo y en humanismo profundo, posibilidades que
caminan juntas; más aún, que no sin la una son la otra.
Se trataría, en fin, de enseñar a mirar limpia y profundamente las
cosas y la vida de los humanos, de modo que a los ojos asomen las
"señales de la trascendencia". Una tarea previa, que no por ser
preambular a la fe, deja de ser auténticamente cristiana, además de
ser bien pertinente en un afán de educar ampliamente. Exigida si no
se quieren descuidar las dimensiones "enigmáticas" del ser humano.
Una tarea importante, más necesaria aún en un tiempo en que los
diagnósticos sociales hablan del "ocultamiento cultural y social" de la
dimensión religiosa.
En una educación integral nuestro mundo parece cifrar expectativas
que en la actual situación mundial se ven amenazadas, o
insuficientemente consideradas desde otras instancias. Basta leer las
páginas del último Informe del Club de Roma dedicadas a la cuestión
educativa.para descubrir la confianza, que es a la vez una llamada, en
favor de una educación que favorezca la alianza de lucidez y
compromiso ético, de capacidad de diálogo y acciones afectivas; que
no reniegue de la especialidad, pero que atienda a la globalidad
orientadora de un saber más comprensivo. Una educación que
responda mejor a lo que de deseable se indica en el término
1ntegral".
La llamada se dirige en primer término a la responsabilidad y
creatividad de los educadores. Y a su talento ético. También, aunque
no sea explícitamente dicho en un documento de este género, puede
leerse como una interpelación a la capacidad humanizadora,
educadora, que habría de desplegar en un futuro que es ya actual
nuestra fe.
Felisa ELIZONDO