El realismo humano de la santidad
Joaquín
Navarro-Valls
Cartagena,
6-VI-2000
La
santidad es hoy una palabra enigmática. No siempre lo fue así pero
una época de ambigüedad de valores
como la nuestra presenta el concepto mismo de
santidad como una quimera.. Y
cuando con el lenguaje que hoy utilizamos nos enfrentamos con esa palabra, no
sabemos qué hacer con ella.
Análoga
perplejidad sentimos con el concepto de santo. Fuera de las hornacinas de las
Iglesias, al Santo no sabemos dónde colocarlo. Esto es en parte consecuencia de
la crisis de modelos que caracteriza nuestra cultura. Al héroe se le reconoce
vigencia sólo en la literatura. Y al santo, en la penumbra inofensiva de los
templos. Pero en la vida, es decir, en nuestra realidad inmediata, ambos viven sólo
como sombras irreales, como arquetipos más cercanos al mito que al modelo de
quien se puede aprender o a quien se debe imitar.
Esto plantea varios
problemas, pero ante todo uno: ¿cómo nos hacemos una idea de lo que es un
santo? O dicho de otro modo, ¿de dónde
proviene la idea que la mayoría de personas tiene de la santidad?
Probablemente la
primera noción de la santidad nos ha llegado a través
de las artes plásticas: la iconografía y
la imaginería religiosa, de
la que, por cierto, nuestra región
es particularmente rica. Y en segundo lugar a través de la literatura en su género
hagiográfico y apologético. Ninguna de esas artes, me parece, hace honor a lo
que fueron las vidas de los santos.
El
santo – la santa – que aparece
en la mayor parte de la iconografía y de la imaginería católica responde
sobre todo – y esto parece lógico
–a los criterios del simbolismo plástico que
trata de representarlos en un momento paradigmático de su existencia. El
arte – en primer lugar el barroco - hace abstracción
de lo habitual, lo cotidiano que es, precisamente, lo que ocupa la
mayor parte del tiempo y de las energías espirituales y humanas de una
persona. Y se concentra en lo episódico y grandioso, quizás porque en el arte
lo excepcional parece ofrecer más posibilidades expresivas que lo cotidiano.
Esto
ha hecho que la imagen plástica de la santidad aparezca frecuentemente en un
contexto de circunstancias excepcionales dando así la impresión de que son las únicas capaces de encuadrar la vida del
santo.
Naturalmente
hay algo de verdadero en ese modo de representar la santidad, pero la
grandiosidad no tiene nada que ver
con circunstancias extraordinarias sino con la realidad misma de la santidad. El
santo no es alguien que descubre un ideal humano y dedica sus energías a
realizarlo. El santo es quien percibe un proyecto personal divino y
al no poner obstáculos para que se realice lo hace suyo. A aquel
proyecto divino la teología católica lo llama justamente vocación
porque se trata de una verdadera llamada a una realidad que supera completamente
a la persona humana. Si alguien puede aspirar a la santidad no es porque se vea
capaz de alcanzarla sino – sigue diciendo la teología católica – porque su
naturaleza humana ha sido elevada por la gracia a algo
- la unión con Dios – que no sólo es superior a lo que el hombre o la
mujer puede esperar sino incluso de lo que en sus más altos sueños es capaz de
concebir el corazón humano. El Beato Escrivá recoge en pocas palabras esta
aparente paradoja: “Es más asequible ser santo que sabio, pero es más fácil
ser sabio que santo” (Camino 282). Recordado
este principio, el tema sobre el
que reflexionar es si aquella llamada al proyecto divino está sólo reservada a
personas excepcionales o si sólo puede ser realizado a través de
circunstancias no menos excepcionales.
En
el caso concreto del santo o la santa mártir, las artes plásticas repiten en
mil formas la ocasión
violenta en la que ocurrió – normalmente entre grandes sufrimientos
- la afirmación de fe con
que se clausuró la vida en el tiempo de aquel o aquella mártir. Pero esta
reiteración del sufrimiento podría quizás desfigurar la realidad de la
santidad porque tiene el riesgo de confundir el efecto con la causa. No es que
el mártir sea santo por haber sufrido en grado intolerable, sino que fue santo
por haber hecho suyo aquel proyecto divino aceptando verse privado del bien de
su vida. S. Agustín formula
magistralmente la distinción entre la violencia que sufre el mártir y el hecho
por el que la Iglesia lo considera santo: “Martires non facit pena, sed
causa”. La razón por la que la
Iglesia considera santo al mártir no está en su sufrimiento sino en la causa
y el motivo que lo hizo enfrentarse con las circunstancias de su
martirio. Por esto, el mártir de la religión católica
no es un amante del dolor, ni de la muerte, ni desdeña la existencia,
que por otra parte ama apasionadamente. No es, en definitiva, un suicida. Es una
persona que aún rehuyendo del dolor y la amenaza de perder su vida, somete ese
temor a una razón superior aún a costa del sacrificio supremo. Basta leer por
ejemplo lo que Tomás Moro escribió desde su prisión en la Torre de Londres
antes de su ejecución para confirmar lo que digo.
Este
modo de representar la santidad ha dado un gran número de excepcionales obras
artísticas. Pero permanece la duda de si ese éxito artístico no ha
contribuido a situar la meta de la santidad en confines que la alejan de las
aspiraciones del cristiano de a pie. Porque la santidad así representada
resulta adecuada para poquísimas personas cuya vida estaría
marcada por los rasgos de lo extraordinario, lo inusitado, incluso lo
raro.
Al
menos dos son los peligros de esta representación artística y literaria de la
santidad. Por una parte confunde la dificultad con la virtud. O mejor, sugiere
que la virtud es materia que se ejercita sólo en momentos estelares
y dramáticos de la existencia. Y por otra parte sugiere que una vida
normal – sobre todo con aquella normalidad hecha de lo cotidiano, repetitivo,
habitual y sin relieve estético o histórico -
no tiene relevancia moral. El resultado es la división entre la llamada
que recibe el ser humano y el sendero que uno sigue en el itinerario habitual e
irrelevante de la propia existencia. Parece como si seguir el ideal alejara
necesariamente de la realidad. Si así fuera, ideal de la vida y realidad
cotidiana no se encontrarían nunca. Y
el resultado sería aquel desdén por lo cotidiano que llamamos
irresponsabilidad.
Un
texto del Beato Escrivá de Balaguer describe magistralmente esta situación:
“Pienso que causan mucho mal a los cristianos esas biografías de santos en
las que no se habla más que de cosas extraordinarias, de milagros
llamativos..., y no nos relatan nada de la vida interior de aquella persona, que
fue – como tu y como yo – una criatura con defectos, con miserias. No nos
cuentan sus luchas, ni sus derrotas, ni sus victorias. No se nos dice que, a
veces, ¡trepidaban!; no se nos enseña que eran hombres o mujeres de carne y
hueso. Parecen seres de otro planeta. Y no es así. Las vidas de los santos –
lo que deberían recoger las verdaderas biografías – han sido como la tuya,
como la mía. Eran borriquitos de Dios, que luchaban, trabajaban, sufrían, vencían
... y eran vencidos; pero entonces se alzaban rápidamente y continuaban la
pelea. Personas que se fijaban en el detalle, con amor...Éste es el camino, y
no hay otro, para alcanzar la santidad. (Mientras nos hablaba en el camino,
pag. 27-28). La audacia de esta formulación es sorprendente.
La misma idea aparece
en el magisterio de Juan Pablo II. Por ejemplo cuando en el documento de
clausura del Jubileo del año 2000 afirma que “el ideal de perfección no se
ha de confundir como si implicara una especie de vida extraordinaria,
practicable sólo por algunos genios de la santidad”. Por esto, añade el
Papa, “agradezco al Señor que me haya concedido beatificar y canonizar en
estos años tantos cristianos y, entre ellos, a muchos laicos que se han
santificado en las condiciones más ordinarias de la vida” (Nuovo millennio
ineunte, 31)
Será el mismo Juan Pablo II quien canonizará el próximo 6 de Octubre a Josemaría Escrivá de Balaguer. El Magisterio infalible de la Iglesia confirma, al Canonizar, que la persona canonizada – en este caso el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer – goza de la visión Beatífica y que, en cuanto Santo Fundador, aquella senda abierta por él en la historia humana, es itinerario cristiano seguro para otros. En los santos Fundadores, la llamada a la santidad no es solo una exigencia que se agota en la biografía personal sino que se convierte en una misión por desarrollar en el mundo. ‘El no consideró su vida y su obra sólo como una vocación para sí mismo sino también como una tarea que se dirigía a los otros. Aquello en lo que se resumió su vida fue en devolver a la idea de la santidad humana la universalidad que siempre debió tener pero que circunstancias en las que ahora no podemos entrar habían reducido a tarea de excepción, para personas excepcionales, en circunstancias vitales excepcionales y conseguida a través de hechos excepcionales. Rescatar el ideal de la santidad del marco de esa excepcionalidad fue, me parece, la revolución que el Beato Escrivá de Balaguer cumplió en la Iglesia de nuestro tiempo.
*
* *
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Que
ser santo sea una meta para todos
los cristianos no ha sido un pensamiento común en los escritos de numerosos
autores espirituales al menos de los de los últimos diez o doce siglos. Cuando
ese pensamiento aparece en algunos de aquellos
escritos es para afirmar su posibilidad teórica pero añadiendo que se
trata de algo excepcional para quien vive su vida en las circunstancias normales
de la sociedad.
En
esos escritos es aún menos común
la idea de que las realidades que hoy llamamos “civiles” y que
el lenguaje frecuente de los escritos espirituales llama “mundo” –
es decir, todo lo que constituye la profesión, la familia, las relaciones
sociales etc. – no sólo pueden
ser el escenario de la santidad sino que son sobre todo el medio, el
instrumento y la materia de esa santidad. Por el contrario se afirma
que “a pesar de” esas
circunstancias humanas el ideal cristiano podía ser posible. Que esas mismas
circunstancias fueran precisamente el lugar y la ocasión del encuentro con Dios
no era, ni de lejos, tenido en seria consideración.
“La
palabra “santo” – escribe el Cardenal Josef Ratzinger – ha sufrido en el
curso del tiempo una peligrosa restricción, operante todavía hoy. Pensamos en
los santos representados en los altares, en milagros y en virtudes heroicas, y
sabemos que se trata de algo reservado a pocos elegidos, entre los que nosotros
no podemos contarnos. Dejamos la santidad a esos pocos desconocidos y nos
limitamos a ser como somos. Josemaría Escrivá ha sacudido a las personas de
esa apatía espiritual” (J. Ratzinger, Homilía, 19-V-1992)
Si,
como dice Ratzinger, la palabra “santo” ha sufrido con el tiempo una
peligrosa restricción, con el Beato Escrivá ese concepto recupera su amplitud
original. Para él, la santidad es el ideal en el que toma forma la llamada
divina a cada ser humano aunque a veces él mismo lo ignore. Un ideal no para
excepciones sino para todos. Pero es un ideal concreto, realizable,
identificable, asequible. Ciertamente, la santidad es un ideal propuesto por
Dios al hombre y hecho posible por su gracia. Por eso es un ideal que debe
desvincularse del idealismo
y de la utopía pues no pertenece a un mundo de
ideas atrayentes pero inasequibles sino a la realidad cristiana de cada
momento. Y uno de los elementos de la fuerza del mensaje de Josemaría Escrivá
consiste en la claridad con que avisa de las evasiones
y las excusas que apartan al ser humano del sano realismo. Sobre todo
cuando de lo que se trata es de realizar aquel proyecto y no sólo de
admirarlo.
Un
texto de Josemaría Escrivá nos
puede ilustrar esta verdad: “(...)
debéis comprender ahora – con una nueva claridad – que Dios os llama a
servirle “en y desde” las tareas civiles, materiales, seculares de la
vida humana; en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel,
en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el
hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada
día. Sabedlo bien: hay “un algo” santo, divino, escondido en las
situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir” Y continúa
con esta afirmación audaz: ”
(...)o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo
encontraremos nunca” (Conversaciones, 114)
Estas
palabras marcan con precisión el lugar, el marco, en donde buscar e
intentar realizar el ideal de la santidad cristiana. Ese lugar, para quien vive en el ámbito de la sociedad, no es otro que el de la vida ordinaria. Naturalmente
las consecuencias de esta afirmación son
numerosas. Pero la primera, sin embargo, es la de repensar y ver ese marco
inmenso de la realidad del mundo a la luz de su idea original en la creación
que nos narra el Génesis: “Y dios vio – dice el Génesis – que cuanto había
hecho era muy bueno” (Génesis, I, 31). La
primera razón del optimismo cristiano no es ni la ingenuidad ni siquiera la
confianza en las propias capacidades intelectuales o morales sino la convicción
de esa bondad original del cosmos que salió del Creador y de El conserva
la huella.
Es
este quizás el primer nivel de realismo en el que introduce la enseñanza de
Escrivá de Balaguer: identificar en la vida ordinaria el lugar de la
santidad cristiana.
Pero
aún para quien vive instalado en el mundo y en sintonía con él hay espacio en
el que se pueda vivir de irrealidad y de utopía. Es aquella situación en la
que se imagina una circunstancia personal ideal que contrasta con las
circunstancias reales – de carácter, de posición, de medios económicos, de
representación social – en las que cada ser humano se encuentra. Un texto de
Josemaría Escrivá refleja magistralmente esta situación.
“Es fácil – escribe - que la imaginación se desate y busque un
refugio en la fantasía que, alejando de la realidad, acaba adormeciendo la
voluntad. Es lo que repetidas veces he llamado la "mística ojalatera",
hecha de ensueños vanos y de falsos idealismos: ¡ojalá no me hubiera casado,
ojalá no tuviera esa profesión, ojalá tuviera más salud, o menos años, o más
tiempo! (Conversaciones, 88)
Esta
frase del Beato Escrivá que se ha hecho ya clásica en la literatura ascética
contemporánea, no es sólo una llamada vigorosa al realismo. Es, sobre todo, el
fundamento primero y más sólido del itinerario ascético que puede conducir a
la santidad. La representación estética del santo a que me refería antes,
va en una dirección opuesta a lo que aquí se apunta. El “deber
ser”, es decir, aquella meta a la que apuntan el hombre o la mujer
para construir lo mejor de ellos mismos, puede ser imaginada como una
serie de circunstancias distintas a
las del aquí y ahora que determinan
la vida.
Esa
situación podría ser descrita así: se es sensible al ideal de la mejora
moral; se conoce incluso en qué aspectos y dimensiones aquella mejora podría
afectar a la propia vida. Se siente la fascinación de la virtud. Y hasta se
reconoce la llamada a una amistad mayor con Dios que es la nota característica
de la santidad. Pero al mismo tiempo
se demora la respuesta , la determinación para decidir, esperando un cambio de
circunstancias – que pueden ser de trabajo o familiares o de salud o de carácter
- porque las circunstancias que
definen el momento biográfico actual no parecen adecuadas para la realización
del propio ideal, es decir, de la santidad.
Uno
de los obstáculos mayores – y más frecuentes – que el ser humano invoca
para ser mejor es el de no
encontrarse en las circunstancias adecuadas para intentarlo. El Beato Escrivá
describe esa situación como la mística del ojalá mis circunstancias fueran
distintas. En su enseñanza esta falacia es denunciada con decisión y
claridad. El aquí y el ahora de la propia existencia es la ocasión
para intentar ser mejor. Y no un conjunto de circunstancias ideales imaginadas y
tan irreales como la posible vida que se podría construir pero que, de
hecho, no se construirá nunca.
Naturalmente
en todo esto cabría una objeción que es preciso afrontar. Y es sencillamente
que el mundo que hoy y ahora se nos presenta
ya no es como salió de las manos de Dios en su acto creador. Omisiones,
errores y debilidades humanas han cambiado el aspecto de esa realidad. A veces
de tal manera que parece irreconocible. Junto a la tensión hacia Dios coexiste
la tendencia a alejarse de El. ¿Cómo es posible que vida ordinaria y
circunstancias personales puedan ser materia de mejora humana cuando esas mismas
circunstancias han perdido la inocencia original que tuvieron al salir de
las manos de Dios? Y aquí la reflexión tiene que entrar en una valoración
realista de nuestro paisaje cultural. Y sin pretensión de un análisis
exhaustivo parece obvio que vivimos en una época que se acostumbra a la normalidad
de ser extraña a Dios; en donde a Dios se le invita a salir de la vida
ordinaria para confinarlo dentro de los muros de una Iglesia, en algún rincón
lejano de la propia conciencia o en
las páginas de libros sobre historia de las religiones. Si se acepta a Dios es
sólo como un Dios periférico. Periférico precisamente a las circunstancias
ordinarias de la vida que se convierten así en espacios neutros entre los que
discurre una existencia máximamente acomodaticia y mínimamente exigente. Se
crea así una cultura de la ausencia
de trascendencia en la que el ser humano vive la desolación de quien ha
sido desposeído de la raíz de su existencia.
Incluso
hablar de Dios resulta a veces problemático. El lenguaje hoy nace y se elabora
en los sectores de la innovación técnica y económica, y en los espacios de
entretenimiento de los medios de comunicación. Con ese lenguaje reducido, es
difícil hablar de Dios y de los grandes temas del hombre porque
las palabras resultan inadecuadas, carentes. Hablando ese lenguaje con
los presupuestos que aquellos conceptos implican, el tema de Dios simplemente
desaparece de la escena.
Parecería
que en tal contexto, las opciones son sólo dos: o mimetizarse en ese paisaje
cultural adoptando sus modos aún con riesgo de disolver en él la propia
identidad, o construirse un ecosistema propio con las características del ghetto
aún a costa de reducir dramáticamente
las capacidades personales de interacción con la cultura y con los demás. Para
el Beato Escrivá es preciso superar ambas opciones porque ninguna de las dos se
corresponde con lo que es la esencia del Cristianismo.
Para
entender cómo esto es posible repito el
siguiente texto, ya citado, de una de sus homilías más conocidas: “Sabedlo
bien: hay "un algo" santo, divino, escondido en las situaciones más
comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir”. Y continúa: “
No hay otro camino( ...): o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria
al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita
nuestra época devolver -a la materia y a las situaciones que parecen más
vulgares- su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios,
espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro
continuo con Jesucristo”. (Conversaciones, 114)
Es
la audaz formulación con que el Fundador del Opus Dei
responde a aquella consideración minimalista del ser humano
relativamente difundida en algunas parcelas del pensamiento contemporáneo.
Sobre todo en la cultura que se propone como una forma de teorización sobre la
lejanía – o incluso la ausencia – de Dios. Aquí, en las palabras del Beato
Escrivá, la cercanía de Dios no se mide con términos espaciales – metros,
kilómetros, años luz etc. – sino que se funda sobre las categorías del ser:
allí donde el ser humano vive su vida, en todas las circunstancias de su
quehacer ordinario, hay “un algo divino”, que es como un abismo de
trascendencia escondida que hay que descubrir.
El
tema de fondo que aquí aparece no es ya el del lugar en donde se realiza
– o puede realizarse - la
santidad, ni el realismo con el que se viven las circunstancias que
configuran el hoy y el ahora, sino concretamente el de cómo realizar el
ideal cristiano en un mundo que es como es y con unas circunstancias personales
que son las que son.
En
las páginas de muchas de sus obras –
Camino, Surco, Forja – y en toda sus enseñanza el Beato Escrivá enseña cómo
buscar y descubrir ese “algo divino” que está ya en la vida
ordinaria. Diría que para él la santidad está precisamente en mantener
esa actitud de búsqueda de lo divino en todas las ocasiones humanas. Esa sería
la tarea de quien se toma en serio el ideal cristiano.
La
búsqueda de lo divino en lo ordinario no es un nuevo trabajo que se añade a lo
que cada día hay que hacer, sino un nuevo modo de relacionarse con las cosas y
con las personas. Lo que se descubre es precisamente
el cuadro en el que cada tarea y ocupación – desde la más relevante a
la más insignificante - encuentra
su lugar. No es una nueva fatiga que se añade a lo que ya se hace sino lo que
da proporción y sentido a lo que se hace. Desaparece, en la enseñanza de
Escrivá, el dilema de quien, hombre o mujer, se encuentra con una vocación
secular, laical, una de cuyas características más evidentes es la de
enfrentarse cada día con una agenda llena de deberes que cumplir en un periodo
de tiempo que no supera las 24 horas del ciclo solar. ¿Cómo añadir a ese
programa ya lleno la nueva tarea de la santidad?
El dilema queda
resuelto si la realización del ideal cristiano y la del ideal profesional no
apuntan, como tensiones divergentes, hacia direcciones opuestas. En una de sus
homilías el Beato Escrivá enseña a superar esa disyuntiva que podría
angustiar el centro del alma humana: “Yo solía decir a aquellos
universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años
treinta, que tenían que saber "materializar" la vida
espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y
ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con
Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar,
profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.
¡Que no, hijos míos! Que no puede haber
una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser
cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la
que tiene que ser -en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios
invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.”
(Conversaciones 114)
Este extraordinario párrafo
clarifica la idea contenida en la cita anterior que hablaba de
“espiritualizar” las situaciones que parecen más vulgares. En aparente
contradicción el Beato Escrivá
afirma ahora la necesidad de “materializar” la vida espiritual. En realidad
lo que nos hace ver es que el único modo de espiritualizar la realidad y
devolverle su sentido original, es “materializando” la santidad en y con
las mismas realidades ordinarias. Esta
materialización es necesaria porque la persona humana está instalada en un
cuerpo, se relaciona con las cosas y con los demás desde y con su
corporeidad. Por lo tanto ha de “materializar” – es decir, concretar en
realidades y en acciones temporales – hasta sus deseos más espirituales. De
nuevo el realismo del Beato Escrivá nos aleja de un angelismo deshumanizante
en el que parecen vivir aquellas representaciones artísticas
a que me refería al principio de estas consideraciones. El fundamento último de esta enseñanza está en la figura
de Cristo con quien Dios irrumpe en la historia de los hombres no como idea o
como inspiración sino asumiendo en El la humanidad y haciéndose, Dios mismo,
hombre. De este modo, todo lo que es humanamente noble, en virtud de la
Encarnación, queda divinizado. Por eso Escrivá audazmente y con una aparente
paradoja dice que “a ese Dios invisible lo encontramos en las cosas más
visibles y materiales”. Este ir más allá
de las percepciones cotidianas es lo
que da a la vida del cristiano el
sereno realismo de quien ve el mundo como es y no como parece ser.
*
* *
Superado
el dilema de la división interior
entre actividades humanas y participación divina, el obrar humano puede
adquirir una dimensión trascendente insospechada. En palabras del Beato Escrivá:
“Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es
oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe
llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con El, de la mañana a la noche.
Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es
apostolado”. ( Es
Cristo que pasa, 10). Con estas palabras llegamos al centro mismo del cambio que
la santidad introduce en la naturaleza de las cosas materiales y las convierte
en realidades con trascendencia. Si todo puede y debe llevar a Dios, las pequeñas
o grandes peripecias de los hombres dejan de ser intrascendentes y todo
proyecto humano puede convertirse en un modo de relacionarse con Dios es decir, literalmente en oración. Si el trabajo es
instrumento de santidad, la acción misma del trabajo vibra de eternidad.
Naturalmente, con esta consideración se impone revisar aquella alternativa –
vida contemplativa y vida activa – que parecía separar radicalmente la una de
la otra.
Es
ahora necesario mencionar un aspecto al que por falta de tiempo sólo haré una
referencia aunque se trata de algo esencial en la enseñanza del Beato Escrivá.
Aquella búsqueda del “algo” santo,
divino, escondido en las situaciones más comunes”, que toca a cada cristiano
descubrir, no es consecuencia sólo de un esfuerzo humano. Si hay en eso algo
heroico es consecuencia de una cooperación estrecha entre el ser humano y la
acción divina que no puede tener lugar más que en el ámbito sacramental. Es
la acción de la gracia que el hombre recibe con los Sacramentos lo que hace
posible, en frase del Beato Escrivá abrirse
“los caminos divinos de la tierra” y mantener
la orientación de búsqueda de lo divino en la actividad continua de la vida
ordinaria. No es posible, en la
enseñanza de Escrivá de Balaguer, perseverar en esa búsqueda sólo con el
esfuerzo humano. La religión católica – como una vez oí decir a Juan Pablo
II - es la religión del permanecer en Dios. Pero esa permanencia
sólo es posible si el trabajo del
hombre y la acción de Dios operan juntas. Esto explicaría la insistencia del
Beato Escrivá en el recurso inexcusable a aquella realidad de la gracia divina
que son los Sacramentos. El santo
siempre ha tenido conciencia tanto de las posibilidades de la naturaleza humana
como de sus límites. Precisamente porque conoce a lo que está destinado, tiene
la audacia de proyectarse hacia la santidad.
Y porque conoce sus límites naturales, lo espera todo de la iniciativa divina.
La suprema audacia del Beato Escrivá
en su vida y en lo que con su enseñanza propone a otros, es sólo comparable a
su confianza en que la acción de la gracia de Dios es indispensable para todo,
incluso para proponerse ser mejor. El camino que él siguió y enseña es,
literalmente, un camino sacramental.
*
* *
En
el siglo XX hemos asistido a la clarificación del papel del
cristiano común en la Iglesia. Un elemento fundamental de esa obra de
clarificación es la conciencia de su llamada a la plenitud de la vida cristiana
en y desde las circunstancias de su vida en el contexto de las
actividades corrientes. Documentos decisivos del Concilio Vaticano II que se
clausuró en 1965 recogen ya esa ampliación de la teología del laicado. Y la
aportación del Beato Escrivá a esa nueva conciencia, desde que en 1928
fundara el Opus Dei, ha sido inmensa.
Volviendo
por un momento, antes de terminar, a aquellas imágenes de santos que mencioné
al inicio, creo que se podría afirmar
lo siguiente: cuando se ha conocido a un santo, cuando nuestra vida se ha
cruzado con la suya, uno tiene que modificar la idea que tenía de la santidad y
que quizás había formado en la contemplación de aquellas imágenes.
La
tiene que cambiar porque, posiblemente, a
aquella idea de la santidad faltaba realismo, consistencia, proporción. Se había
quizás buscado en aquellas representaciones señales de lo extraordinario y, si
se encontraron, pudo parecer que en
aquello que era completamente distinto
del orden de lo natural radicaba fundamentalmente la santidad.
Como la santidad tiene que ver con Dios, podría parecer que no tuviera
nada que ver con la realidad material y con lo humano.
El
Beato Escrivá, por el contrario, nos hace ver que el santo se mueve en este
mundo no de sombras y de
apariencias sino de realidades
humanas y concretas en que ese “algo divino”
está ya ahí esperando que el hombre sepa encontrarlo. Ese mundo
real es precisamente la materia que se ofrece al cristiano para ser santo.
La misma materia con la que cada uno de nosotros se enfrenta cada día en
la propia existencia cotidiana que podría estar llena, en todos sus momentos,
de trascendencia