DISCERNIMIENTO
Puestos a hablar del discernimiento de espíritus y de las tensiones que pueden
surgir cuando
se busca la fidelidad total al Espíritu de Dios, me atrevo a insinuar algunos
puntos que es
necesario tener en cuenta en todo discernimiento correcto. Son puntos que
habría que
desarrollar más plenamente, pero al menos podemos apuntar algunos indicadores
del camino.
1º.-El
espíritu auténtico sólo nos puede llevar al misterio de la "kénosis",
de la crucifixión y de
la muerte de Jesús, para después resucitar. Nos llevará a compartir y a
compadecer, nos llevará
a la solidaridad. La vida de Jesús es asumir la situación de los otros y ver
cómo dentro de esa
situación se puede crear la relación filial con el Padre y fraternal con los
hermanos. Hay que
empezar por ponerse en el punto de vista del otro, asumir el interés del otro.
Hemos oído
muchas veces aquello del Evangelio: «quien quiera ser mi discípulo, que tome
mi cruz y me
siga". Y ¿cómo hay que tomarla? Mira el ejemplo de Jesús: deja tu
«condición divina» -porque
todos nos creemos de condición divina, nos hacemos absolutos y nos creemos
dioses- y ponte
en la condición del otro y procura sentir desde dentro al otro y padecer desde
su situación. El
Espíritu no es que revele nada nuevo, porque ya está todo revelado en Jesús.
Lo que hace es
hacer eficaz la revelación ya dada en Jesús. El Espíritu
nos hace volver hacia Jesús, humillado, crucificado y resucitado. Cuando nos
sentimos
llevados a seguirle en esto, nos lleva el Espíritu de Jesús. Cuando nos
sentimos llevados a
la autoafirmación de nosotros mismos, en cualquier forma que sea, con
disensiones,
disputas y demás, nos arrastra un espíritu que no tiene nada que ver con el
Espíritu de
Jesús.
2º.-El
Espíritu sólo puede formar comunidad. Nunca crea división. Cuando las
posturas
llegan a tal extremo que todo está a punto de romperse y se rompe, es que, de
alguna
manera, hemos negado al Espíritu. El sectarismo nunca es cosa del Espíritu; y
el
autoritarismo tampoco. El Espíritu no divide, sino que une. Hay muchas clases
de división.
Hay un genero de división por la que cada uno se va por su lado, dando lugar a
la
anarquía. Y hay otro género de división en la que uno, o un grupo, aplasta a
todos los
demás. Es el autoritarismo, la simple eliminación del otro como
"otro". Se dice, y es verdad,
que la Iglesia está edificada sobre el principio de la comunión, no sobre el
principio de la
autoridad o de la institución; lo cual no quiere decir que no sea necesario un
mínimo de
autoridad y de institución, precisamente para que se salvaguarde mejor la
comunión. Esto
es válido para la Iglesia y para cualquier tipo de comunidad, no sólo
religiosa, sino también
civil. Según el tipo de comunidad, la organización y la autoridad tendrán que
ser diferentes.
Pero yo diría que la Iglesia, que es precisamente la comunidad que se hace por
la fuerza
del Espíritu, tendría que tender al máximo de comunión y con el mínimo de
institución.
¿Como determinar este máximo-minimo, punto óptimo? El Señor Jesús, que
sabía bien lo
que daba de sí nuestra condición humana, determinó lo que era realmente
esencial:
encargó a algunos de sus seguidores -a los Apóstoles, y a Pedro como primero
entre ellos-
que cuidaran de la unidad y de la fidelidad en la comunidad. Los constituyó,
podemos decir,
con su misma «autoridad» en la Iglesia: "Quien a vosotros oye, a mí me
oye". ¿Cómo
habían de ejercer esta «autoridad»? El Señor no quiso concretar demasiado.
O, mejor
dicho, sólo lo concretó de manera negativa, porque sabía los peligros que
habría. No tenía
que ser con la autoridad de los príncipes y poderosos de este mundo. Tenía que
ser una
autoridad no de dominio, sino de servicio (Lc 22,24-30; Jn 13,4-15). No
concretó mucho
más. La autoridad en la Iglesia vendrá determinada por lo que pueda requerir
el servicio de
la comunión en la misma Iglesia. Y esto podrá depender de diversas situaciones
y
momentos. En momentos de más dificultad, de más peligro, de tensiones o
situaciones
difíciles, puede ser que se tenga que reforzar la autoridad o la institución.
En momentos, por
así decir, de plenitud de vida, la autoridad tendría que tender a retirarse, a
dejar que se
manifieste la fuerza creadora y renovadora del Espíritu.
Algunos pensarán que todo esto es demasiado teórico y que es necesario que
esté bien
determinado el alcance exacto de la autoridad en la Iglesia. Es cierto que sólo
he querido
indicar un principio teórico, pero me atrevo a defender que en la práctica no
se podrá
acabar de fijar exactamente el alcance de la autoridad de la Iglesia: en
principio es posible
extenderla a prácticamente todo, porque la vida cristiana abarca a todo el
hombre en su ser
individual y social; pero dejándolo todo siempre abierto a la posible acción,
humanamente
imprevisible y siempre creadora y renovadora, del Espíritu. Y esto no es
defender la
anarquía o menospreciar la autoridad de la Iglesia. Al contrario, estoy
convencido de que la
autoridad viene del Espíritu y que el Espíritu actúa a través de ella; los
que queremos
seguir al Espíritu no podremos nunca menospreciar la autoridad o prescindir de
ella.
Precisamente por esto, la autoridad misma queda abierta a la acción del
Espíritu y, a la
larga, es juzgada -positiva o negativamente- por ella, como lo muestra la
historia de los
santos que han vivido y han sabido superar las tensiones entre el Espíritu y la
institución en
la Iglesia.
3º.-Finalmente,
otra señal del Espíritu es que el Espíritu siempre sostiene la esperanza.
Porque creer en el Espíritu es creer en la novedad de Dios. Y la novedad de
Dios tenemos
que pensar que es siempre más poderosa que la maldad de los hombres. Esto es
importante, porque suele suceder que hay personas que se creen movidas por el
Espíritu, y
hasta quizá lo son realmente, cuando propugnan algo nuevo o importante en la
Iglesia;
pero, si no están muy arraigados en el mismo Espíritu, se cansan o se amargan
y pierden la
esperanza cuando encuentran una cierta resistencia o incomprensión. Quien está
realmente al servicio del Espíritu no se cansa nunca. Mejor dicho, se puede
cansar
físicamente, pero nunca abandona lo que puede ser servicio de Dios. La
esperanza, o la
capacidad de mantener viva la esperanza, es quizá la señal más clara de que
el Espíritu
está con nosotros. Cuando empezamos a perder la esperanza es que empezamos a
perder
el Espíritu de Dios. Un espíritu que lleva al desánimo, a la cerrazón, al
hastío, al pesimismo
o al pasotismo, nunca es el Espíritu de Dios.
CONSOLACION/AUTENTICA ·Ignacio-Loyola-San,
hablando de la consolación espiritual, dice:
«Sólo es del buen espíritu dar consolación espiritual», la auténtica. En
cambio, «el mal
espíritu a veces da falsas consolaciones y, sobre todo, da desolaciones,
desánimo y cosas
semejantes». Y emplea aquella comparación: el buen espíritu es como el agua
que cae
sobre una esponja, suavemente. El malo es como la gota que cae sobre la piedra,
duramente. Siempre que hay dureza, aristas y actitudes semejantes, hay algo que
no ha
sido asumido desde la fe. Estas cosas no son siempre fáciles de controlar,
porque, además
del buen o mal espíritu, está el carácter de cada uno, que a menudo nos pone
dificultades.
Lo que no podemos hacer nunca es pactar con la negatividad, con la ruptura, el
cansancio,
el desánimo... Dios no está entonces con nosotros, porque Dios nunca viene a
descorazonarnos. El es la fidelidad. Dios nos ama, pase lo que pase; su amor es
incondicional, como es incondicional la esperanza que El tiene puesta en todos y
cada uno
de nosotros, por débiles o malos que seamos.
Acabo con un bello texto del Cardenal ·Suenens: EP/ES ES/ESPERANZA:
"Soy hombre de esperanza, porque creo que Dios es nuevo cada mañana. Creo
que Dios
está creando el mundo hoy, en este mismo instante. Dios no creó el mundo hace
muchísimo
tiempo y luego se olvido de él. Por tanto, esto quiere decir que debemos
esperar lo
inesperado y considerar que ésta es la manera normal con que trabaja la
providencia de
Dios. Precisamente lo inesperado de Dios es lo que nos salva y nos libera del
determinismo
y del sociologismo de las sombrías estadísticas. Lo inesperado, al venir de
Dios, es algo
que procede del amor que nos tiene, para el mejoramiento de sus hijos.
Soy un hombre de esperanza, y no porque sea optimista por naturaleza o por
razones
humanas, sino porque creo que el Espíritu Santo se halla presente en la Iglesia
y en el
mundo, aunque la gente no lo sepa.
Soy un hombre de esperanza, porque creo en que el Espíritu Santo es todavía el
Espíritu
Creador y porque creo que, si nos abrimos a El, nos dará cada mañana una
naciente
libertad, gozo, una provisión de esperanza.
Creo en las sorpresas del Espíritu. El Concilio fue una sorpresa de este tipo,
y el Papa
Juan, otra. Ambos nos han dejado atrás. ¿Por que vamos a creer que la
imaginación y el
amor de Dios se han agotado? La esperanza es una obligación y no solo una
delicadeza.
La esperanza no es un sueño, sino una manera de hacer que los sueños sean
realidad.
Bienaventurados aquellos que tienen sueños y están dispuestos a pagar el
precio para que
se conviertan en realidad».
CREER EL CREDO
EDIT. SAL TERRAE
COL. ALCANCE 37
SANTANDER 1986.Págs. 168-173