LA IGLESIA DE LA ESPERANZA
y LA ESPERANZA DE LA IGLESIA



1: I/ESPERANZA EP/I 

El antiguo israelita se consideraba heredero de las promesas 
mesiánicas gracias a su vinculación al pueblo elegido por Dios. Se 
diría que le importaba menos su destino particular que la orientación y 
el futuro del pueblo al que pertenecía.
También los datos del Nuevo Testamento nos llevan a considerar la 
vocación del cristiano en su dimensión comunitaria. El cristiano está 
inserto en un pueblo que vive en la tensión entre el ya de la salvación 
ofrecida por Cristo y el todavía no de la consumación que esperamos. 
Esta inserción en la Iglesia como comunidad peregrinante por medio 
de la fe y el bautismo pone de relieve el aspecto comunitario de la 
esperanza.
En realidad, se podría afirmar que sólo el pertenecer a un pueblo 
peregrino confiere su pleno significado a la vocación de la esperanza 
personal. Precisamente por el hecho de estar injertado en una 
comunidad que aguarda la manifestación del reino de Dios, anunciado 
y significado por Jesucristo, el cristiano es llamado a vivir esperando 
el futuro en la paciencia y en la confianza.
La misma reflexión filosófica, por ejemplo, la de Gabriel Marcel, nos 
ha ayudado a comprender que no puede haber particularismos en la 
esperanza: que «la esperanza se vacía de su significación y de su 
virtud si no es la afirmación de un todos nosotros, de un todos 
juntos».
Pero también la reflexión teológica nos ha hecho volver a la 
hondura y riqueza que se esconde tras la expresión paulina: «Con 
esta esperanza nos salvaron. Ahora bien, esperanza de lo que se ve 
ya no es esperanza; ¿quién espera lo que ya ve?» (Rom 8,24). Con 
razón podía afirmar E. Mersch que la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, 
es «el esperante», el esperante absoluto, el esperante que espera 
por su misma estructura. Sus miembros, añadía, viven en una 
continua ruptura de equilibrio: inclinados peligrosamente hacia el más 
allá, hacia el futuro del mundo y de la historia.
Y, sin embargo, tanto la reflexión personal como nuestra 
experiencia pastoral nos dicen que la vivencia de esta esperanza 
comunitaria supone un estado de ánimo difícilmente conseguible. Nos 
parecemos bastante a los discípulos que se repliegan a Emaús. La 
tradición cristiana, al recordarlos, ha subrayado siempre que el 
eclipse de la esperanza no tarda en dislocar la unión de la comunidad. 
Y tal vez también lo contrario sea igualmente cierto: la falta de 
verdadero sentido comunitario termina por sofocar la verdadera 
esperanza.
Una y otra vez es necesario recordar que hemos sido llamados a 
una Iglesia y a una única esperanza (/Ef/04/04). La Iglesia es una, 
porque hay una esperanza. De ahí que debamos siempre recordar 
por qué la Iglesia se levanta como señal de la esperanza y, además, 
cuáles son las notas que definen esa esperanza que la Iglesia 
significa y presencializa.
Ese será el esquema de esta reflexión.

I. LA IGLESIA DE LA ESPERANZA 
La Iglesia no es fundamentalmente una sociedad asistencial. Como 
Pedro y Juan ante la puerta Hermosa del templo de Jerusalén, la 
Iglesia ha de reconocer que no tiene oro ni plata y que sólo puede 
entregar lo que le es propio: los signos de la presencia de Jesús el 
Cristo (Hch 3,6).
Tampoco es la Iglesia un movimiento ideológico. Y ni siquiera es 
exclusivamente una comunidad de culto (cf.1 Cor 1,17-29). La Iglesia 
ha sido convocada para anunciar el evangelio de Jesucristo (1 Cor 
1,17; Rom 1,1-6), lo cual incluye sin duda la celebración de la fe y la 
asistencia compasiva y amorosa a los que, en su desvalimiento, 
constituyen para ella el rostro del Cristo, como recuerda el Documento 
de Puebla (nn. 31-39).
La Iglesia está llamada a anunciar la buena nueva de que Cristo se 
ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención 
(1 Cor 1,30; cf. Rom 5,9-16). Una justicia y una nueva vida que ya han 
sido realizadas e inauguradas por Cristo (Rom 5,1), pero que todavía 
es objeto de búsqueda y de esperanza (Gál 5,5; cf. Ef 2,6; Col 1,5).
La Iglesia es, por tanto, la comunidad del recuerdo y de la espera. 
Vive evocando la vida y el mensaje de su Señor: quiere ser el 
memorial de su Señor y su Maestro. Pero no permanece anclada al 
pasado. Como María Magdalena y sus amigas, en la amanecida del 
primer día de la semana se encuentra a sí misma «regresando del 
sepulcro» y «anunciando estas cosas» (cf. Lc 24,9). El sepulcro no es 
para ella una morada, tan sólo una reliquia. Su patria es el camino y 
su tarea la misión. Por algo Tomás de Aquino describe como «tiempo 
del evangelio» el tiempo que transcurre a partir de Jesús de Nazaret 
(S. Th., 1-2, q. 106, a. 4 ad 4).
Este tiempo en el que vive y camina es para la Iglesia el tiempo de 
la evangelización, el tiempo de la proclamación, el tiempo del 
anuncio.
El anuncio impregna su vida toda. A él está dedicada. Y lo realiza ya 
con su misma existencia, con su palabra pronunciada a tiempo y a 
destiempo, con los signos inteligibles que, más o menos desgarbados, 
brotan de sus manos.

1. La misma existencia de la Iglesia 
constituye el anuncio de un mundo nuevo 
PARAISO/ALIENACION:Los hombres de todos los tiempos han 
soñado un paraíso. Perdido ya, unas veces, o inexplorado en otras 
ocasiones. La mayor tentación, sin embargo, se presenta cuando los 
hombres conciben el paraíso como un lugar al que hay que regresar o 
como otra tierra a la que hay que trasladarse. Porque el paraíso de 
todos los sueños utópicos no consiste tanto en una plataforma local 
como en una situación relacional. No es un lugar para estar, sino un 
modo de ser.
Esta es la fe de la Iglesia. Y ésta la honda experiencia de la Iglesia. 
El Concilio Vaticano II hace de ello una explícita confesión: «La 
restauración prometida que esperamos ya comenzó en Cristo, es 
impulsada con la misión del Espíritu Santo y por él continúa en la 
Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del 
sentido de nuestra vida temporal, mientras con la esperanza de los 
bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos encomendó 
en el mundo y labramos nuestra salvación (d. Flp 2, 12)» (LG, 48).
La Iglesia misma se sabe y confiesa la comunidad de los últimos 
tiempos, la realización comunitaria del mundo proyectado por Dios. 
Solamente desde la fe puede afirmar que «la plenitud de los tiempos 
ha llegado a nosotros (cf. 1 Cor 10,11), y la renovación del mundo 
está irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa 
realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está 
adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta» (LG, n. 
48). Repetir, con absoluta sinceridad, estas palabras del Concilio 
supone un ánimo agradecido hacia el Dios que ha querido elegir a la 
comunidad creyente como signo del nuevo mundo. Pero supone 
también la serena humildad de reconocer que el signo queda 
empañado en la diaria actuación de la comunidad.
Esta es la grandeza y la debilidad de la Iglesia. Reconocerse como 
signo del mundo nuevo la lleva a vivir en la confianza y en la serena 
certeza de los que se saben en el buen camino. Decididamente 
acepta la gratuidad del mundo nuevo que ante ella se abre y se 
compromete a vivir en la gratitud.
Pero al mismo tiempo reconoce la continua tentación de convertirse 
a sí misma en meta del proceso. Sabe y cree que ella, la Iglesia, no es 
el reino de Dios, sino tan sólo su germen y su «anticipación». Ha de 
estar atenta a no perder nunca este carácter referencial.
Signo de un mundo nuevo y sacramento de la esperanza humana, 
la Iglesia puede a veces resultar una señal incomprensible. O puede 
multiplicar señales que nada significan. Ocurre lo primero cuando, fiel 
al contenido de su mensaje, desea comunicar el sentido de sus más 
hondas esperanzas, pero no encuentra el lenguaje que refleje ante 
los hombres la hondura y riqueza de lo que puede saciar sus anhelos 
más sentidos. Pero ocurre lo segundo cuando su lenguaje se asemeja 
tanto a los discursos de todos los que ofrecen inmediatas 
satisfacciones, que en nada se percibe la trascendencia radical de su 
alternativa y de su oferta.
La Iglesia no es el paraíso. Pero es el recordatorio del paraíso. Ha 
sido convocada para recordar a los hombres que la historia humana 
no es una aventura sin sentido, para anunciar el reino que completará 
los esfuerzos más nobles de la historia humana, superándolos a la vez 
de forma asombrosa.
Una comunidad que se sabe señal y sacramento de lo definitivo no 
puede ella misma enzarzarse en el camino convirtiendo su pequeña 
peripecia en algo absoluto. Su estar en camino debería librarla 
siempre de los ídolos. Pero, al mismo tiempo, no puede trivializar esa 
misma meta absoluta a la que se orienta. De ahí que deba mantener 
enhiesta la bandera de la crítica contra todo lo que, dentro o fuera de 
ella, se erige en absoluto. De ahí que su orientación al futuro absoluto 
la exija vivir en adoración y respeto su relación con el misterio al que 
se orienta su camino. Su esperanza se refleja en su fidelidad 
martirial.
Pero, por otra parte, su significatividad está tejida con los hilos de 
esta tierra. La Iglesia no puede ser anuncio del mundo futuro sin 
representarlo y «significarlo» con los elementos de este mundo 
presente. De ahí que su penultimidad y su futureidad tenga 
necesariamente que traducirse en presencialidad. Su trascendencia 
en inmanencia. O, dicho de otra forma, será promesa del mundo 
futuro e invitación al mundo futuro en la medida en que se inserte 
amorosamente en el mundo presente. Su esperanza no es evasión. 
Su esperanza no es desprecio de esta tierra. El Concilio ha recordado 
que «la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas 
temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo 
para su ejercicio» (GS, 
La misma existencia de la Iglesia, de esta Iglesia nuestra, brillante y 
opaca a la vez, es anuncio de un paraíso: del reino de Dios que la 
orienta como una meta y la invita al esfuerzo activo y renovador sobre 
los surcos de esta tierra que amamos.
Si faltara este anuncio, si faltara esta referencia futura, si faltara 
esta esperanza, hasta la dignidad humana sufriría lesiones gravísimas 
y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, 
quedarían sin solucionar (cf. GS, 21). Una comunidad de creyentes 
que es signo y sacramento del futuro nos recuerda a todos que el 
hombre es más hombre por lo que espera ser que por lo que es. Y 
eso nos obliga a brindarle un voto de confianza y a rendirle un acto de 
rendido respeto. El mundo es más mundo por la promesa que 
encierra que por la cáscara que nos presenta. Y eso nos exige 
dedicarle esfuerzo y asombro, trabajo y contemplación.

2. La palabra profética de la Iglesia 
ilumina el sentido de la esperanza de los hombres 
La esperanza es la virtud de los caminos. Pero los caminos se 
abandonan cuando el caminante cree haber llegado ya a la meta. O 
cuando las dificultades del sendero lo empujan a abandonarlo, 
pensando que nunca será capaz de llegar hasta el final. Por 
presunción -anticipación de la plenitud- o bien por desesperación 
-anticipación de la no plenitud- puede el peregrino desertar de su 
primera decisión y de su ruta.
Pero la desesperación y la presunción son hoy tentaciones que no 
sólo acechan a los individuos. Envenenan el aire que respira un 
pueblo oprimido, una raza masacrada, un continente explotado. O el 
aire que corrompen los opresores, los asesinos, los explotadores.
Una comunidad de creyentes en Jesucristo, como es la Iglesia, sabe 
que «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los 
consuelos de Dios», por decirlo con las palabras de san Agustín, 
recordadas por el Concilio Vaticano II (LG, 8). Su itinerancia la acerca 
a los hombres que tienen todas las razones para caer en la 
desesperación. Pero su confianza la hace disfrutar, ya en el camino, 
de los consuelos del mundo futuro.
Por eso, este pueblo santo de Dios que participa en la función 
profética de Cristo (LG, 12) puede con todo derecho anunciar con su 
palabra profética el sentido del dolor o la villanía de los desgarros 
padecidos por los hombres.
Estas observaciones no son solamente nuestras. La misma Iglesia 
las ha hecho suyas en el mensaje autorizado de los obispos que 
fueron convocados al Sínodo de 1971:
«Escuchando el clamor de quienes sufren violencia y se ven 
oprimidos por sistemas y mecanismos injustos, y escuchando también 
los interrogantes de un mundo que con su perversidad contradice el 
plan del Creador, tenemos conciencia unánime de la vocación de la 
Iglesia a estar presente en el corazón del mundo predicando la buena 
nueva a los pobres, la liberación a los oprimidos y la alegría a los 
afligidos. La esperanza y el impulso que animan profundamente al 
mundo no son ajenos al dinamismo del evangelio, que por virtud del 
Espíritu Santo libera a los hombres del pecado personal y de sus 
consecuencias en la vida social».

La esperanza cristiana es en sí misma oposición al estancamiento y 
apertura a la novedad liberadora del futuro de Dios. A un futuro que 
ha sido prometido como mundo de justicia (cf. 2 Pe 3,13), la 
esperanza no es un soporífero, sino la vigilia del que acecha un 
nuevo amanecer. La esperanza no es evasión de la existencia 
dolorida de los hombres, sino empeño por la superación del dolor en 
la existencia de los hombres.
El coraje de la esperanza en la lucha por la liberación de los 
hombres es hoy el criterio de credibilidad -de esperabilidad, si se 
quiere- que se busca en el testimonio de la comunidad cristiana.
La palabra profética de una Iglesia peregrina desenmascara y 
critica las vanas esperanzas, las presunciones y los optimismos de los 
presuntuosos, que colocan su seguridad en su tener, en su poder o 
en su placer.
La palabra profética de una Iglesia peregrina ofrece a los 
desesperados de este mundo el testimonio de su cercanía, la buena 
nueva de su liberación (cf. Lc 4,18ss) y la seguridad de su opción y su 
compromiso en favor de los pobres, los olvidados y los desposeídos.
Eso significa afirmar con el Concilio que la Iglesia peregrina va 
anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Cor 11,26; LG, 
8).

3. Los signos de la Iglesia peregrina reflejan 
y presencializan su orientación a un mundo nuevo 
Como Jesús, que vino a derramar el bien sobre los necesitados (cf. 
Mc 7,37), también la Iglesia considera misión suya no sólo la de 
anunciar la liberación a los oprimidos, sino también la de rodear de su 
afecto y «abrazar con su amor a todos los afligidos por la debilidad 
humana» (LG, 8).
La Iglesia que cree y espera un mundo nuevo, en el que tenga su 
asiento la paz mesiánica y la justicia de Dios, debe esforzarse en 
crear un clima de libertad y de acogida, de afecto y de hospitalidad. 
La hospitalidad y la acogida son las grandes virtudes de los nómadas, 
que ha vuelto a subrayar recientemente Juan Pablo II, por ejemplo en 
la Familiaris consortio (41).
La esperanza exige una postura de vigilancia. Pero la esperanza ha 
dejado de ser vigilante en el que se adormece, como nos dice Marcos 
(13,33-37), pero más especialmente en el que renuncia a construir la 
fraternidad, como prefieren subrayar Mateo (24,48-51) y Lucas 
(12,45-46). El hombre que olvida su situación en un tiempo de espera 
es fácilmente tentado de autosuficiencia. Uno olvida las normas del 
respeto y de la convivencia cuando ha dejado ya de esperar. Si la 
más sencilla amistad humana debe contar con la categoría de lo 
temporal y lo progresivo, el amor cristiano vive sobre todo de la 
esperanza. Cuando el cristiano deja de vivir en la espera de su Señor, 
su corazón se cierra a la cordialidad. El siervo que olvida su condición 
y maltrata a sus consiervos es una dramática imagen del hombre que 
ha renunciado al futuro de la esperanza, absolutamente el presente 
del sinsentido.
Pero el amor no puede detenerse en las palabras. Ha de mostrarse 
en obras y en signos genuinos (cf. 1 Jn 3,18). El Señor, en la venida 
que preparamos y aguardamos, nos juzga por los frutos del amor que 
hemos presentado a los «condenados a la lejanía» (cf. Mt 25,31-46), 
por llamarlos con una frase de J. Moltmann. Si ser cristianos implica 
vivir en la expectación de su venida, esa esperanza nos empuja a 
buscar su rostro en los más débiles y a consagrarnos a su servicio. 
Sólo así podremos un día reconocerlo y constituir entre tanto un signo 
de esperanza.
El futuro sólo es digno de ser esperado si ya desde ahora es 
aguardado en el amor. De lo contrario, el futuro -como el ser- 
carecería de sentido y el progreso de la humanidad sería un mito 
utópico sin fuerza creadora, tan absurdo como el presente. Si bien el 
amor es capaz de esperarlo todo (cf. 1 Cor 15,7), también la 
esperanza fortalece y sostiene al amor, le infunde creatividad, alegría 
y fidelidad.
Ahora bien, una esperanza nacida del amor nunca podrá 
subordinar las relaciones interpersonales a la meta utilitarista del éxito 
o la eficacia. El éxito del amor está sólo en amar. Aunque, como 
gratuita recompensa, el amor logre el milagro de liberarnos de 
nuestras propias alienaciones. Esta afirmación no quisiera evocar una 
caridad paternalista que no lograría superar nuestros egoísmos en la 
salida hacia los demás, sino que los aumentaría al utilizar a los demás 
como medio de autoliberación. El amor nacido de la esperanza nos 
libera en cuanto que la redención es un regalo que la riqueza de los 
pobres ofrece gratuitamente a la pobreza de los ricos.
Pero la muerte es la última de las alienaciones. Ante ella terminan 
por estrellarse todos los optimismos e ilusiones de liberación que los 
hombres proyectan. A imitación de Jesús, el «ser para los otros», 
como decía D. Bonhoeffer, los cristianos superan con la esperanza la 
limitación de la muerte, que amenaza siempre los proyectos humanos, 
mediante el abandono al riesgo que supone el servicio a los demás. 
También en este sentido el amor es más fuerte que la muerte. El amor 
es para los cristianos fuente y signo de esperanza, también en esta 
situación límite: sólo es posible vencer la angustia de la muerte 
entregándose cada día a la muerte por los otros (cf. 1 Jn 3,14).
Este ir muriendo por los hermanos es, en el fondo, el resumen de la 
misión de la Iglesia. El amor es el signo privilegiado de una Iglesia 
peregrina que invita a la construcción de la paz y ruega para no 
confundir las etapas con la meta, como evocaba Juan Pablo II en 
Montserrat, comentando el salmo 121.
La Iglesia, que se presenta en el mundo como sacramento de 
esperanza y comunidad peregrina, ofrece así los signos de la paz, la 
concordia y el gozo, regalos de Dios a las tribus peregrinas del nuevo 
Israel.

II. LA ESPERANZA DE LA IGLESIA EP/CUALIDADES 
Si la comunidad de los creyentes en Jesús Mesías se levanta en el 
horizonte, confiada pero humildemente, como señal y sacramento de 
esperanza, también ha de estar pronta para interrogarse en todo 
tiempo cómo es y cómo se configura su propia esperanza.
Como la fe y como el amor, la esperanza constituye una experiencia 
rica y multifacética. Por eso se presta con frecuencia a múltiples 
ambigüedades. Si confundimos a veces la fe con la credulidad, 
cambiamos a veces el amor por el intercambio interesado y 
presentamos la esperanza como una sublimación del deseo o una 
máscara del optimismo.
Y, sin embargo, la esperanza de la Iglesia, como su fe y su caridad 
está dotada de una radicalidad tal que no se puede hacerla 
intercambiable con otras aspiraciones, por más legítimas que sean. Es 
cierto que las esperanzas de los hombres, como sus lamentos, son 
también y en absoluta sinceridad las esperanzas y los lamentos de los 
creyentes en Jesucristo (GS, 1). Pero esos mismos creyentes han de 
estar siempre «dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida 
razón de su esperanza» (1 Pe 3,15). Con dulzura y respeto, añade la 
Escritura. Con sencillez y ánimo dialogante, la Iglesia se pregunta y 
ofrece, al mismo tiempo, la especialidad de su propia esperanza 
Esto es lo que vamos a hacer a continuación. Pretendemos ir 
siguiendo el camino peregrinante del pueblo de Dios, por ver si 
podemos descubrir en él algunas características de la esperanza que 
anima y sostiene a este nuevo pueblo que Jesús ha reunido con los 
hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11,52).
La experiencia exodal y caminante de Israel va marcando mi 
esperanza -nuestra esperanza- en el seno de este nuevo Israel 
eclesial que anima y sostiene nuestro caminar hacia el reino de Dios.

1. Mi esperanza no brota de un vago sentimiento,
sino de la llamada del Dios de la esperanza 
y la liberación (/Ex/03/07-12) 
Los hijos de Israel están en Egipto padeciendo una dura esclavitud. 
No es difícil imaginarla, porque la historia nos recuerda opresiones 
semejantes en cada una de sus páginas, hasta las más recientes. La 
excusa de una leve diferencia de raza o de lengua parecen justificar 
en cada siglo un genocidio más cruel que el anterior.
Pero el pueblo o el grupo más aplastado no es el que más aguda 
conciencia ha alcanzado de su propia esclavitud. Con frecuencia 
ocurre precisamente lo contrario. Los hombres más aplastados 
pierden en el fango el tesoro de su propia dignidad. Y hasta logran 
disfrutar con un regusto de libertad sólo porque han conseguido 
satisfacer sus necesidades más elementales. Se dan por satisfechos 
porque comen un poco mejor o porque han conseguido unos pocos 
elementos de una nueva cultura del consumo.
Por eso se ha podido afirmar, con razón, que el pueblo de Israel era 
hasta tal punto esclavo que Dios ha tenido que «obligar» a soñar la 
epopeya de la liberación.
La libertad no es su ambiente. La libertad no es siquiera el postre 
de sus banquetes. La libertad es un sueño imposible, al parecer. 
Imposible de ser soñado, incluso.
Cuando la libertad se convierta en esperanza, lo será por el camino 
de la oferta y de la dádiva. La libertad es una esperanza que es 
ofrecida, gratuita e inesperadamente, por el Dios que ve la aflicción y 
escucha los clamores.
Para la Iglesia, como para Israel, la esperanza no brota de su misma 
insatisfacción. Demasiado satisfecha se muestra con frecuencia. Ni 
surge del manantial de las nostalgias más hondas. Demasiado 
arraigada se encuentra en la tierra de sus dependencias y 
esclavitudes.
La esperanza de la Iglesia amanece como una llamada inesperada. 
Como una «vocación». La iniciativa llega siempre necesitada, pero 
siempre imprevista. Siempre trascendente. La esperanza es una 
invitación a la libertad. Es un regalo que sacude de la modorra y hace 
al pueblo descubrir lo mejor y más dormido de si mismo. Es un don 
que no suplanta ni aniquila la dignidad humana de la comunidad, sino 
que la despierta y la pone en pie.
La llamada a la esperanza es una merced que la Iglesia tendrá 
siempre que evocar agradecida.

2. Mi esperanza no se realiza en la espera pasiva 
de la liberación, sino en la ruptura 
y la marcha de los esclavos (/Ex/14/05-18) 
EP/DON-TAREA:Si la esperanza es un don, es también una tarea. 
Es una dádiva y un quehacer. Al igual que la fe y el amor, se le 
entrega a la Iglesia como uno de esos regalos que es preciso armar 
pacientemente para que puedan ser disfrutados o compartidos.
El relato del Éxodo ha conservado antiguas tradiciones, 
magnificadas y embellecidas, sobre las dificultades de la partida. El 
pueblo no cree a los mensajeros de la libertad. Los opresores no se 
resignan a dejar partir a los esclavos. Las señales de la liberación 
nunca ofrecen una lectura unívoca e infalible. Para unos son plagas 
habituales. Para otros, lo habitual se torna de pronto en señal de la 
novedad de una esperanza.
Al pueblo le cuesta despegarse de lo conocido y lo cotidiano, 
aunque haya sido duro y despersonalizador. Le cuesta enfrentarse 
con lo desconocido, aunque sea el camino de la liberación. Pero le 
cuesta, sobre todo, responder, de una forma consciente y 
comprometida, a la iniciativa liberadora que le ha llegado de forma 
gratuita. Parece que el mismo Dios ha de empujar a la aventura. Que 
si la vocación se percibe en la reflexión orante sobre la situación 
desmayada, ha de realizarse en el esfuerzo arriesgado y vigilante.
«Di a los israelitas que se pongan en marcha». La orden del Señor 
es válida también para el nuevo Israel. La esperanza de la Iglesia 
nace de la iniciativa de su Señor, pero nunca se realizará si el pueblo 
de Dios no se decide a salir a los caminos. «La virtud del peregrino es 
la esperanza», dijo Juan Pablo II en Montserrat.
La esperanza de la Iglesia nace de la escucha de la oración, pero 
se hace en la aventura de la acción. El Dios al que corresponde el 
mérito de la iniciativa no quiere reservarse el mérito de la itinerancia. 
Nada ni nadie podrá eximir a la Iglesia de la lenta fatiga o el arduo 
aprendizaje de los caminos. El milagro está en la llamada, no en la 
exención del esfuerzo.
El pueblo de Dios no debe nunca aguardar una liberación mágica. 
El mismo tendrá que construirse como pueblo y tendrá que aprender 
a buscar la libertad.

3. Mi esperanza no me ofrece la comodidad de los oasis, 
sino el riesgo incesante del que camina en el desierto 
en busca de una patria (/Ex/16/01) 
No es fácil vivir siempre en camino. Ni es fácil asimilar la actitud del 
caminante. Uno desearía detenerse en algún lugar, contar con 
anclajes sustantivos. Por eso la primera tentación contra la esperanza 
es la presunción. La tentación de convertir en meta el camino. La 
tentación de considerar que ya se ha llegado al final de toda 
búsqueda y que nada queda ya por explorar.
Los hombres, como los pueblos, intentan con frecuencia detener su 
marcha y eternizar un determinado momento de la existencia, como si 
hubiera ya llegado a la plenitud. Hacen del sosiego su ideal y 
renuncian a seguir manteniendo la tensión de la itinerancia.
I/DESIERTO:DESIERTO/I:También Israel debió de sentir la 
tentación de los oasis. El libro santo utiliza números simbólicos -doce 
fuentes y setenta palmeras- para evocar la fascinación paradisíaca 
que Elim debió de producir en las tribus que escapaban de la 
esclavitud. Pero más que un lugar, Elim es una situación: la situación 
que amenaza al pueblo que pretende convertir las metas parciales en 
metas absolutas.
Una pretensión que no es ajena a la Iglesia. Llamada a buscar y a 
anunciar el reino de Dios, no debe caer en la tentación de detenerse 
en otros reinos. Llamada a caminar hacia el futuro de Dios, no debe 
instalarse plácidamente en las comodidades que el presente pueda 
brindarle.
El desierto es la patria espiritual de la Iglesia. El desierto es la 
situación de la desnudez y de la autenticidad. Allí no vale lo que se 
«tiene», sino lo que se «es», y más aún lo que se «espera ser». El 
desierto simboliza la simplicidad del que camina en la confianza.
El pueblo de Israel partió de Elim y se internó en el desierto. 
También la mujer del Apocalipsis, que representa a la Iglesia de los 
creyentes, ha de huir al desierto, «donde tiene un lugar preparado 
por Dios» (Ap 12,6). Sólo ahí logra vencer la tentación de la 
presunción y mantener viva su insatisfacción y sus anhelos.

4. Mi esperanza no se sacia a costa de los otros caminantes, 

sino que me invita a compartir con ellos 
el hambre y el maná (/Ex/16/16-21) 
También el individualismo egoísta es una tentación contra la 
esperanza. A veces el peregrino parece olvidar que no es él el único 
caminante. Parece olvidar que pertenece a un pueblo que va 
haciendo camino.
En el pueblo de Israel siempre hubo algunos que quisieron 
acaparar el maná que el Señor les ofrecía como sustento en el 
desierto. Con una cierta intención el libro santo subraya que los que 
recogían mucho nunca lograban tener de más.
El nuevo pueblo de Dios no debería olvidar la lección del 
desprendimiento de los primeros creyentes, que compartían los 
bienes según la necesidad de cada uno (Hch 2,45). Ese recuerdo, 
convertido en ideal en el libro de los Hechos de los Apóstoles, no 
puede perder su valor ni su urgencia. El pueblo que camina no puede 
olvidar la experiencia del compartir que aprendiera de la mirada 
compasiva (Mc 6,34) y de las manos repartidoras de su Maestro (Jn 
6,1-15).
Esperar es, en efecto, compartir con otros la inquietud por la 
búsqueda y la alegría de los hallazgos. Sólo espera quien espera con 
otros. Quien ha aprendido a compartir el hambre y el maná. O mejor, 
quien va aprendiendo a compartir, que también el aprendizaje es una 
tarea que nos acomuna y hermana.
Por otra parte, la diaria recogida, comunitaria y respetuosa, es 
también un signo cuasi sacramental de la confianza del que espera. 
Entre los israelitas hay algunos que intentan almacenar una porción 
de maná para el día siguiente. De nada sirve. Es necesario confesar 
cada día, en la humilde y rutinaria recogida, la situación de un pueblo 
que se va haciendo, en la dependencia de su Dios generoso y en la 
disposición madrugadora del que sale a los campos.
También la Iglesia vive en esperanza cuando reza: «Danos hoy 
nuestro pan» (Mt 6,12). La itinerancia es indigencia. Un pueblo que 
camina en el desierto ha de vivir en el «hoy» de Dios. Lejos de luchar 
por asegurarse «su» futuro, tiene que preocuparse por testimoniar 
cada día en absoluta sinceridad, su dependencia y confianza en el 
Dios que constituye su única riqueza, su imprescindible y exclusiva 
seguridad.

5. Mi esperanza no adora las imágenes que me atan al 
pasado, 
sino que me invita a seguir al Dios 
que nos precede en las promesas (/Ex/32) 
Esta parece ser la tentación por excelencia para el pueblo de Israel. 
Tal vez las engloba a todas. Si la esperanza brota de la iniciativa de 
Dios, ahora es el pueblo quien pretende escoger a su guía. Si Dios 
ofrece una alianza en el monte, el pueblo decide allá abajo desligarse 
de su Dios. Si Dios ha elegido a su pueblo, ahora es el pueblo el que 
quiere elegirse un Dios. Un Dios fabricado con lo mejor de «sus 
tesoros».
La adoración del becerro es un pecado contra la esperanza. No 
sólo porque significa la sustitución de la esperanza que Dios brinda 
por las esperanzas que el mismo pueblo se forja. No sólo porque la 
idolatría, toda idolatría, significa un cierto cansancio y una definitiva 
absolutización de lo relativo. No sólo porque se sustituye el ideal 
invisible por la concretez de lo tangible y lo inmediato.
BECERRO-ORO:Todo eso es cierto, pero aún hay más. La 
adoración del becerro es el signo de la gran nostalgia. En lugar de 
seguir al Dios que marca un camino hacia el futuro, el pueblo decide 
adorar a un dios que le recuerda la esclavitud satisfecha de los 
tiempos de Egipto. Yahvé, el Dios invisible, sólo ofrece un futuro de 
libertad que nadie ha experimentado todavía. El novillo recuerda al 
dios Apis, que en Egipto tutelaba la pequeña seguridad y el guiso de 
las ollas bien abastecidas.
También para la Iglesia ésta es la gran tentación. La de renunciar a 
las metas que se le ofrecen para refugiarse en el recuerdo nostálgico 
de pasadas comodidades. La de sustituir el Dios celoso y difícil por los 
pequeños dioses, manejables y fáciles, que justifiquen nuestra 
instalación.
Todos en la Iglesia tenemos la tentación de adorar más a nuestros 
tesoros y posesiones que al Dios invisible que nos desinstala y 
precede. Adoramos los tesoros que Dios nos da en lugar de adorar al 
Dios que nos da los tesoros. Menos mal que él, el Señor, sigue con 
los ojos fijos en la meta: «Ahora ve y conduce al pueblo adonde te he 
dicho» (Ex 32,34).

6. Mi esperanza no se impacienta por los retrasos 
de la liberación, sino que madruga para escrutar 
a lo lejos la señal para avanzar (/Nm/09/15-23) 
Generalmente los hombres están más dispuestos a dejarse fascinar 
por un gran proyecto que a poner sus manos a la obra lenta de su 
realización. Nos apasionan las empresas brillantes, sobre todo cuando 
su éxito es inmediato. Pero nos resulta tediosa la lentitud con que se 
gestan las cosechas.
PACIENCIA/ESPERANZA: Y, sin embargo, la paciencia es la otra cara de la esperanza. La paciencia es la esperanza hecha cotidianeidad. La paciencia no es la señal de la debilidad, sino el signo de la fortaleza y de la tenacidad del que no se resigna a abdicar de los ideales.
También la comunidad de los creyentes cae con frecuencia en el 
pecado de la impaciencia. Dedicada a anunciar el reino de Dios, 
desearía que el reino apareciese por sorpresa, como al conjuro de su 
voz. De lo contrario, teme quedar en ridículo, como Jonás ante la 
ciudad de Nínive. La comunidad que proclama el reino desearía 
siempre señalar al mismo Dios los plazos precisos y el tiempo exacto 
del cumplimiento. La comunidad se «impacienta» cuando decae su 
esperanza. O cuando pretende elaborar «su» propia esperanza, que 
al fin es lo mismo. Es decir, cuando se resiste a aceptar que sea su 
Señor quien proponga las metas y el ritmo del caminar.
Y, sin embargo, confiar pacientemente en el proyecto de Dios y 
aceptar su iniciativa no debe significar caer en la pasividad. El pueblo 
de Israel no deja de amar la libertad por aceptar la guía de Dios. Pero 
la aceptación de la dirección de Dios no lo exime de mirar 
atentamente a las señales que invitan a ponerse en marcha. Israel se 
detiene cuando la nube se detiene. Pero Israel no deja de mirar 
anhelante a la nube, por si puede descubrir una señal para partir.
El pueblo de Dios peregrinante ha de vivir su esperanza en la tensa 
paciencia del labrador que observa «inactivo» la maduración de los 
frutos (Sant 5,7). Pero no puede eximirse de levantar la vista para 
observar los signos de los tiempos. En el momento más insospechado 
aparece la nube del Señor, que invita a su pueblo a plegar las 
tiendas.
Son muchas las señales que invitan a la Iglesia a abandonar sus 
instalaciones de acampada. La iniciativa del Señor se hace nube 
orientadora que invita a continuar el camino hacia la plenitud del 
reino. Pero es preciso estar pendiente de la nube.

7. Mi esperanza no me otorga derechos exclusivos 
al espíritu, sino que me introduce 
en un pueblo de profetas (/Nm/11/24-29) 
Los creyentes se preguntan con frecuencia en qué se fundamenta 
la unidad de la Iglesia. Más allá de las primeras evidencias, intuyen 
que es -que ha de ser- el Espíritu de Dios. La Iglesia, como un navío, 
es empujada por el viento -el espíritu- de Dios. Esa es la fe de la 
comunidad. Pero ése es también un programa de vida: dejarse 
impulsar por el vendaval de Dios.
Más que proyectos e instituciones, la Iglesia necesita la fuerza del 
Espíritu. Más que diseñar complicadas estructuras, necesita 
aprestarse a la escucha del susurro de Dios. El viento de Dios juzga y 
somete a crisis a todas las estructuras: es decir, las derriba o las 
vivifica.
Lo admirable, sin embargo, es que el Espíritu no es patrimonio 
exclusivo de nadie. En el pueblo de Israel, Yahvé reparte entre los 
ancianos el espíritu que aletea sobre Moisés, y ellos comienzan a 
profetizar, es decir, a hablar como portavoces del Señor. También dos 
hombres que han quedado en el campamento reciben este don 
desbordante, que no se sujeta a límites. Ante el celo del joven Josué, 
que pretende impedirlo, Moisés responde con un lamento que es en sí 
mismo un anhelo: «¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y 
recibiera el espíritu del Señor!» (Nm 11,29) .
El lamento de Moisés suena como una plegaria y una profecía. El 
Espíritu es inaferrable, como el viento, y como él, sopla donde quiere 
(Jn 3,8). El nuevo pueblo reunido por Jesús saldrá a la calle el día que 
se sienta llena del Espíritu de su Señor resucitado (Hch 2,14-21). Es 
el Espíritu quien lo saca de su encierro, de su miedo y de su 
nostalgia, para lanzarlo a los caminos y a la peregrinación, a la 
proclamación, al anuncio y a la denuncia profética.
El Espíritu suscita la itinerancia de la Iglesia y alienta su oración 
mientras camina en la esperanza. Con la mirada fija en el horizonte 
por el que ha de aparecer la plenitud del reino, el Espíritu y la esposa 
dicen «¡Ven!» (Ap 22,17). Y gracias al Espíritu, la esperanza se hace 
certeza.
Es el Espíritu, como reconoce el Concilio, quien «guía la Iglesia a 
toda la verdad (cf. Jn 16,13), la unifica en comunión y ministerio, la 
provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la 
embellece con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1 Cor 12,4; Gál 5,22). Con la 
fuerza del evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva 
incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo» 
(LG, 4).

8. Mi esperanza no me cierra en una caprichosa autonomía, 
sino que me abre a la colaboración 
y a la corresponsabilidad (/Nm/12/01-09) 
El camino de la esperanza no es una aventura para exploradores 
solitarios. Es el peregrinaje de todo un pueblo. Hay que armonizar el 
paso y aunar las voluntades en la marcha. Y el de unificar los ideales 
y los esfuerzos no es el menor de los carismas. También ahí, y en 
grado eminente, se ejerce el don de la profecía.
El texto del libro de los Números presenta, en efecto, a Moisés como 
profeta y más que profeta: él es el hombre de toda confianza en la 
casa del Señor. Aarón y María, sus hermanos, se sienten, sin 
embargo, tentados a enfrentarse sordamente con el guía del pueblo. 
Es triste comprobar que el argumento, aparentemente religioso, 
encubre un sucio resentimiento por privilegios aparentemente 
desplazados.
En el pueblo de Dios reunido por Jesucristo son frecuentes las 
exhortaciones a formar un solo cuerpo en el que se integren los 
dones diferentes (Rom 12,3-13) y en el que la caridad se valore como 
el carisma por excelencia (1 Cor 12,31). La súplica de que no se 
juzguen unos a otros los hermanos tiene un marcado carácter 
escatológico: es necesario caminar en paz, deJando el juicio al Señor 
de la meta y el cumplimiento: «No os quejéis, hermanos, unos contra 
otros para no ser juzgados; mirad que el Juez está ya a la puerta» 
(Sant 5,9).
Eso no significa que la esperanza del pueblo caminante se parezca 
a la actitud acrítica y sumisa de los animales de un rebaño. El mismo 
Concilio invita a los creyentes a exponer su parecer en los asuntos 
concernientes al bien de la Iglesia. La responsabilidad de cada uno se 
traduce en entusiasmo. Y, al mismo tiempo, se caracteriza por las 
actitudes típicas de la veracidad, la fortaleza y la prudencia (LG, 37).
Mientras el pueblo de Dios se encuentra en camino, la «reverencia 
y caridad» hacia los que lo conducen evita la división y hace de la 
colaboración un signo de la esperanza compartida. Pero, por otra 
parte, el respeto a la responsabilidad de todos es un signo de la 
humildad de la esperanza que se realiza en la cotidianidad y 
gradualidad del amor.

9. Mi esperanza no me paraliza en el llanto y la nostalgia, 
sino que me asocia a la misión de los pioneros 
que anuncian un mundo nuevo (/Nm/13-14) 
Si la esperanza a la que hemos sido convocados (Ef 4,4) no se 
apoya en anhelos ni en razones humanas, no por eso es irracional ni 
imprudente. Sabemos de quién nos hemos fiado y, de alguna forma, 
hemos ya atisbado el esplendor de la tierra hacia la que caminamos. 
El reino de nuestras utopías no nace de nuestros sueños. Sabemos lo 
que hemos dejado y vislumbramos ya la tierra que justifica la dureza y 
el riesgo de los caminos por el desierto.
Durante el peregrinaje del pueblo de Israel, Moisés envía unos 
exploradores para que traigan al pueblo la noticia del país al que se 
dirigen. Diez de ellos regresan trayendo malas informaciones y 
ofreciendo el desaliento como único pan para las hambres del 
pueblo.
/Nm/13/23:Sólo dos entre ellos, Josué y Caleb, vuelven trayendo 
palabras de esperanza. Y no sólo palabras. Traen los sarmientos y 
racimos, las granadas y los higos de la tierra que ha mantenido la 
esperanza. Traen las primicias de la promesa.
El pueblo prefiere escuchar a los profetas de calamidades y rompe 
en llanto y en nostalgia. Una vez más considera que el futuro no 
merece la pena de los caminos del presente. Sólo el pasado merece 
los afectos y las nostalgias.
Tanto los profetas de calamidades como el pueblo que sigue 
añorando una cómoda esclavitud perecen en el desierto, porque el 
futuro sólo pertenece a aquellos que han tenido el coraje de soñarlo, 
de anunciarlo, de anticiparlo.
«Mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde 
mora la justicia (cf. 2 Pe 3,13), la Iglesia peregrina lleva en sus 
sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen 
de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que 
gimen con dolores de parto al presente en espera de la manifestación 
de los hijos de Dios (cf. Rom 8,19-22)» (LG, 48c).
Pero mientras dura el camino hacia esa tierra nueva, la Iglesia se 
presenta ante el mundo con la osada humildad de los exploradores. 
Ella se ha adentrado ya en la tierra de la nueva justicia. Y ha 
regresado entre sus hermanos para liberarlos del nudo del llanto y de 
la nostalgia. La Iglesia, como los exploradores, no puede volver ante 
el mundo con el solo testimonio de sus palabras, que los hombres ya 
no creen a los grandes palabreros. Ha de volver con los frutos 
primiciales de la patria de las mejores utopías. La Iglesia ha de volver 
ofreciendo, hecho modelo y realidad, el fruto de la paz y la justicia, el 
fruto de la liberación integral. El fruto de una «bienaventuranza capaz 
de saciar v rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el 
corazón humano» (GS, 39).
Al «devolver la esperanza a quienes desesperan ya de sus destinos 
más altos» (GS, 21), el pueblo de los exploradores recuerda a los 
hombres que merece la pena caminar. Porque «el reino está ya 
misteriosamente presente en nuestra tierra» (GS, 39).
El pueblo peregrino ofrece su gran esperanza, simbolizada en los 
frutos más frescos de las esperanzas humanas: la alegría, la armonía, 
la compasión, la lucha contra la insolidaridad. Ese pueblo sabe y 
confiesa «que la esperanza escatológica no merma la importancia de 
las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos 
de apoyo para su ejercicio» (GS, 21).

10. Mi esperanza no se vacía en ingenuas seguridades, 
sino que prende su mirada 
de una cruz alzada en el desierto (/Nm/21/04-09) 
La proclamación de las utopías no debe restar seriedad a la 
constatación realista de la finitud. Si la meta es espléndida y 
fascinante, no por eso el desierto deja de ser escabroso. La 
esperanza cristiana no se reduce a un optimismo vacío que se 
fundamenta solamente en las previsiones lógicas o en las 
posibilidades que ofrece el presente.
El pueblo de Israel ha tenido que aprender que si el desierto era la 
situación de su realización y del encuentro con su Dios y consigo 
mismo, el desierto estaba erizado de peligros. La plaga de las 
serpientes parece indicar que es necesario superar la última 
tentación: la de convertir el mismo desierto en morada definitiva.
Contra la amenaza de las serpientes, Moisés levanta un mástil y 
coloca sobre él una serpiente de bronce. Evocación de antiguas 
leyendas y creencias populares y, a la vez, invectiva contra los cultos 
cananeos, el texto subraya de todas formas que la iniciativa salvadora 
viene de Yahvé. El pueblo olvida este dato fundamental cuando 
convierte los signos de la salvación en mágicos instrumentos 
salvadores. La misma serpiente de bronce será un día adorada 
indebidamente (2 Re 18,4). El libro de la Sabiduría ofrece la reflexión 
adecuada: «El que a ella se volvía, se salvaba, no por lo que 
contemplaba, sino por ti, Salvador universal» (/Sb/16/07). El remedio 
para la desesperanza y para la presunción del pueblo peregrino no 
eran las hierbas o los emplastos: era la palabra del Señor, que todo lo 
sana (Sab 16,12).
El nuevo pueblo de los creyentes en Jesucristo no debe olvidar esa 
lección. Su Maestro en persona se encargó de recordarla: «Como 
Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado 
el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida 
eterna» (/Jn/03/14). Estas palabras, susurradas a Nicodemo en el 
corazón de la noche, encuentran su eco en las que Jesús pronuncia 
el día de su entrada en Jerusalén: «Cuando yo sea levantado de la 
tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). El evangelista se 
apresura a subrayar la alusión a su muerte que se encerraba en esa 
exclamación.
CZ/ESPERANZA:En el desierto por el que peregrina el pueblo de Dios se alza una cruz. Inolvidable. Inevitable. Las esperanzas de la Iglesia no se mantienen en la medida en que su camino esquiva el encuentro con la cruz. La esperanza que la Iglesia atesora y proclama brota del escándalo de la cruz. La esperanza cristiana comienza a nacer cuando los peregrinos reconocen que en la cruz han muerto las esperanzas de limitada liberación que ellos abrigaban (Lc 24,21). Pero entonces se abren los ojos de los 
caminantes y reconocen al Señor presente y vivo.
El Concilio no podía evitar esta referencia pascual al anunciar la 
esperanza de la Iglesia peregrinante: «Cristo, levantado sobre la 
tierra, atrajo hacia sí a todos (cf. Jn 12,13); habiendo resucitado de 
entre los muertos (Rom 6,9), envió sobre los discípulos a su Espíritu 
vivificador, y por él hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento 
universal de salvación» (LG, 48).
Para el pueblo de los creyentes, la esperanza no puede alejar los 
ojos de la cruz. Por eso es crítica y desconfiada ante todos los 
espejismos y paraísos que se le ofrecen. Por eso rehuye siempre los 
fáciles optimismos y se acerca, realista y compasiva, a las llagas de la 
humanidad dolorida.
Pero la esperanza de los creyentes no olvida que la cruz ha sido 
bañada en la luz de la resurrección. Por eso es confiada y acariciante 
ante todos los bienes de la naturaleza y del esfuerzo humano, que 
espera reencontrar un día iluminados y transfigurados: humanizados 
al fin y humanizadores (GS, 39).

J. ROMAN FLECHA
SOIS IGLESIA. Reflexiones sobre la Iglesia
como pueblo de Dios y sacramento de salvación
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1983.Págs. 139-161