ESPERANZA


ISABEL GÓMEZ-ACEBO


1. Introducción 
El espectáculo que ofrece nuestro mundo es desalentador y no 
propicio a la esperanza. Cuando parecía que los campos de 
concentración alemanes eran cosa de un pasado reciente, pasan ante 
nuestros ojos las imágenes de la guerra de Yugoslavia, el hambre de 
Somalia, las violaciones de niñas posteriormente asesinadas... Noticias de todos los días que contribuyen a crear en el hombre un pesimismo generalizado.

¿Puede este hombre violento e injusto tener alguna esperanza de 
salvación y felicidad? ¿Somos una pasión inútil, como proclamaba 
Sartre? Ante la vida sin sentido que defienden muchos filósofos, es 
tarea del cristianismo abrir ventanas de esperanza en un mundo que 
huele a muerte. La técnica, la ciencia y el progreso, donde depositaron su confianza numerosas personas, no han mostrado su capacidad para resolver los problemas del ser humano. El hombre postmoderno, frente a la oscuridad de su futuro, se aferra a vivir, a disfrutar al máximo del momento presente mientras cierra la puerta a preguntas para las que no encuentra respuesta.

H/UTOPIA: «Ser hombre es tener una utopía», decía ·Bloch-E. 
Frase que cobra especial relevancia con el derrumbamiento de los 
sistemas ideológicos comunistas, en los que el propio Bloch creía. Ha 
quedado la utopía cristiana como única oferta de salvación en nuestra 
sociedad occidental.

Pero la Buena Nueva, posiblemente por haber perdido su carácter 
novedoso, ha visto desvanecerse la pujanza de los primeros tiempos y 
contempla impotente el quebranto de las convicciones. Se ha 
convertido en «una esperanza que nada espera» (1). Muchos 
cristianos viven su fe sin ilusión, y la poca que les queda está 
agonizante. Y sin embargo, urge salir de esta coyuntura y presentar 
nuestro credo, fuente inagotable de gozo y esperanza, de forma 
atractiva y ajustada al vocabulario y a los tiempos que vivimos.

El mundo entero se vuelve hacia los cristianos. Vosotros, ¿qué 
ofrecéis? Preguntan los ricos saciados, los hombres sin rumbo, los 
pobres sin pan, la tierra agostada y los animales en peligro de 
extinción. Y se nos pregunta a las mujeres recién incorporadas al 
mundo de la teología qué podemos aportar. Y nosotras, con nuestras 
voces todavía balbucientes, intentamos buscar ángulos nuevos para 
los cristianos viejos. Ofrecer caminos a los pueblos que se abren 
desde el comunismo, a los pobres que mueren de hambre y a los que 
ven sus derechos pisoteados, para que no sólo mejoren su nivel de 
vida, sino que puedan esperar para ser.

Vivimos en un mundo donde han primado en exceso los valores 
masculinos, relegando al olvido su complemento, que es el principio 
femenino. La salvación para el varón se expresa con símbolos 
ascensionales: hay que escalar, conquistar, y para ello es importante 
el poder, y las cosas grandes son más útiles que las pequeñas (2). Por 
el contrario, el mundo del simbolismo femenino no intenta huir para 
salvarse. Frente a los símbolos ascensionales, valorará la penetración 
de un centro, el calor acogedor de la sustancia, el retorno al claustro 
materno; frente al gigantismo y la fuerza, mostrará debilidad por la 
«gulliverización» y predilección por los débiles; frente a la luz y al sol, 
será la noche el lugar privilegiado para la unión amorosa; frente a la 
conquista, abogará por el bienestar, y Dios «no estará allá arriba, 
lejano, sino alrededor, próximo, como fuente y renuevo de la vida» 
(3).

El propósito de este trabajo es introducir valores del eterno femenino 
en nuestra civilización, valores que aporta el cristianismo, pero que han 
sido relegados. Para ello, empezaré analizando dos líneas de 
esperanza que corren paralelas en la Sagrada Escritura. La primera 
pone toda su confianza en el poder omnímodo de Dios; la segunda 
crece en el corazón de los oprimidos y pone su acento sobre el 
consuelo y la cercanía amorosa de la divinidad. La salvación no pasa 
por el éxito y el poder, sino por la debilidad y la pequeñez.

Nuestro segundo paso será contemplar la llegada de la humanidad 
nueva desde la perspectiva de una maternidad salvífica. La imagen del 
nacimiento conlleva siempre cercana la presencia tranquilizadora de la 
madre, tranquilidad que en este caso se acentúa, pues la madre es 
Cristo. Para finalmente analizar a María, mujer nueva, y lo que las 
mujeres actuales podemos ofrecer para presentar el cristianismo con 
renovada pujanza.

Pero hay que ser conscientes de que no bastarán las palabras si no 
van acompañadas de la acción, máxime en cuanto que «el discurso de 
los saciados en temas de esperanza está abocado a la frivolidad» (4). 
Se las llevará el viento, y el mensaje perderá credibilidad. Esperemos 
que estos planteamientos intelectuales sirvan para activar actitudes 
dormidas, salven estos escollos y puedan arrojar alguna luz.

2. La esperanza en el Antiguo Testamento EP/AT
Todo empezó cuando un Dios jardinero dedicó varios días a la 
creación de un maravilloso planeta. Y satisfecho del vergel que había 
creado, quiso compartir su obra con un ser a quien poder confiar su 
cuidado. Tomó barro y sin utilizar el torno, para no dañar su trabajo, 
con la suave presión de sus dedos fue dando forma al hombre (5). 
Puso en ello todo su cariño de artesano y como colofón le concedió la 
palabra a la nueva criatura. Con ella pretendía Dios que se 
estableciera un diálogo de amor entre la humanidad y su creador. Un 
diálogo que acabara, si el hombre daba su consentimiento, en la unión 
de la humanidad con la divinidad. Lo inverosímil se convertía en 
posibilidad.

Pero aquella experiencia falló, pues el hombre no quiso interpretar el 
papel que se le había destinado. Desobedeció al creador, derramó la 
sangre de sus hermanos, profanó la tierra... Y nos dice el Génesis que 
«el Señor se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra» (6,6). 
¿Acabaría allí toda la posible esperanza humana? 

No fue así. Comprendió el todopoderoso que tenía que buscar unos 
interlocutores más cercanos a su persona, que frenaran este camino y 
sirvieran de guía a los demás hombres. El primero, de cuya estirpe 
nace el pueblo elegido, es Abrahán, al que se le pide que abandone su 
país para asentarse en otro definitivo; allí se convertiría en una gran 
nación. Y aquel cabeza de familia de un pequeño clan de nómadas 
cree lo que parecía una quimera y se pone en camino. A este padre de 
la fe se le concretiza por primera vez la promesa y la esperanza: Una 
tierra y un pueblo; el pueblo de la promesa.

Hoy se siente un rechazo ante la idea de la elección, pues el 
igualitarismo aboga por un tratamiento semejante para todos. Pero uno 
de los motivos que pudo tener Dios para escoger al pueblo israelita fue 
su implicación apasionada en la realidad, su incapacidad para flotar 
valiéndose de ideologías y mitos, sus pies anclados en la tierra (6). Y 
eso era importante, pues la esperanza en Dios no debe nunca alejar 
su vista de la tierra.

La elección demuestra además que Dios es buen psicólogo, pues el 
hombre necesita para afrontar la realidad dura de su vida saberse 
querido y protegido. Son precisamente estas líneas del poder y del 
consuelo las que utilizará Dios para mantener la esperanza de su 
pueblo y las que vamos a analizar en este capítulo. Símbolos que 
reflejan su doble faceta de hombre y mujer, de padre y madre, de la 
humanidad y del mundo. «La realidad de Dios frente a mi vida tiene 
tanto de poder como de maternidad», dice Olegario González de 
Cardedal (7).

Desde el momento de la elección, desde la puesta en camino de 
Abrahán, la vida de Dios se implica con la de su pueblo, y sus 
vicisitudes no le son indiferentes. Precisamente es el sufrimiento que le 
causa verle esclavo en Egipto lo que le empuja a su liberación. Un acto 
liberador que es el primero de muchos y por el que se da a conocer a 
Israel. Posteriormente, ese Dios que libera, muestra su cariño maternal 
en el desierto, preocupándose del alimento y los cuidados elementales 
del nuevo pueblo.

Cuando considera que ha llegado al momento de su madurez, le 
pide, en la alianza del Sinaí, que se convierta en agente del proceso 
esperanzador, y a partir de ese momento el hombre es parte activa de 
la historia de la esperanza. Dios ha puesto en él una semilla que le 
empuja hacia adelante, elementos cinéticos que no se pierden en el 
choque con el estatismo cananeo (8), sino que perduran a lo largo de 
toda la historia de Israel. Son ellos los que arrastran al pueblo a no dar 
nunca por satisfechas sus esperanzas.

2.1 La esperanza en el poder 
Los años que corresponden a la infiltración en la tierra, que era la 
primera esperanza de los judíos, nos relatan una serie de sucesos más 
beligerantes y guerreros de lo que comúnmente se piensa. La historia 
de los patriarcas había sido pacífica (o se desposeyó de sus 
elementos bélicos en la añoranza de tiempos pasados mejores), y 
tampoco tenía el pueblo israelita en la descripción de sus orígenes una 
mitología guerrera de los dioses o del caos.

Pero los pueblos de su entorno consideraban que sus dioses eran 
potencias primordiales en cuyas manifestaciones numerosas se 
apreciaba su fuerza, y esta fuerza la ponían a favor de sus fieles. Israel 
pronto hizo estas ideas suyas y consideró que Yahvé ganaba sus 
batallas.

Pero este poder guerrero de Yahvé se manifestó a menudo rodeado 
de violencia. Hay unos 1.000 pasajes en el AT en los que se inflama la 
cólera de Yahvé y «castiga con la ira y la ruina, entabla el juicio como 
fuego devorador, toma venganza y amenaza con el exterminio» (9). 
Este Dios guerrero fue el que consiguió para su pueblo la Tierra 
Prometida, y convirtió su esperanza en realidad. Sobrevivir, hacerse 
con «su tierra», neutralizar a los enemigos... justificaron las armas, el 
poder y el liderazgo real (10).

Que Dios guerreaba quería decir que era el autor principal de la 
salvación, pero no el único. Contribuyen también los hombres a la 
realización de sus esperanzas. La fuerza del varón y la distribución de 
las cargas hizo que el mundo del poder y de la vida pública estuviera 
pronto en sus manos exclusivamente. Con todo, el AT ofrece una 
pequeña lista de mujeres que, junto a los hombres, disfrutaron de un 
poder que pusieron al servicio del pueblo para mantener sus 
esperanzas.

MUJERES/BI:Débora es la única que aparece en el libro de los 
Jueces como «madre de Israel», profetisa y líder de todo el pueblo; su 
condición femenina no le impide proseguir la tarea bélica. Es ayudada 
por otra mujer, Jael, que mata a Sísara, el enemigo de Israel. Ambas 
contradicen la frase del Éxodo: «Vosotros, estad quietos, que Yahvé 
luchará por vosotros» (14,14); y combaten junto «a los voluntarios del 
pueblo que lucharon como héroes» (Jc 5,9).

Pero, más que las armas, tienen las mujeres en sus manos otro 
poder: su belleza y atracción sexual. Hay otras dos mujeres que se 
sirven de sus encantos para salvar a Israel poniendo en juego lo único 
que tienen, su cuerpo. «Judit, tan bella estaba que atraía las miradas 
de cuantos hombres se encontrase» (Jdt 10,4), emborracha a un 
Holofernes seducido para, acto seguido, cortarle la cabeza. El caso de 
la reina Ester no difiere mucho del anterior. «Radiante de hermosura» 
se presentó frente al rey, y éste, tras un primer momento de furor, le 
concede lo que quiere; Amán, enemigo acérrimo del pueblo judío, 
muere en la horca.

Al lado de estas heroínas de Israel, aparecen quienes utilizaron su 
atractivo para hacer el mal, y sin embargo aquello redundó en un bien 
para el pueblo. Dalila al cortar el cabello de Sansón hizo que, preso 
éste, derrumbara las columnas de una sala: «y los muertos que mató al 
morir fueron más que los que había matado en vida» (Jc 16,30). Y 
¿quién hubiera pensado jamás que la esperanza del nuevo reino 
israelita pudiera surgir del fruto del asesinato? Murió el primer hijo de 
David y Betsabé, pero el siguiente fue Salomón, «al que Dios amó» 
(11). 

Curiosamente, los hombres poderosos tienen mezcladas sus 
biografías con relatos en los que queda de manifiesto que deben su 
vida a personas humildes y débiles. Tal es el caso de Moisés, que no 
muere en su niñez gracias a la acción de varias mujeres y, años más 
tarde, a la rápida intervención de su mujer Séfora. Es como si Dios 
quisiera recordar al hombre su entramado solidario, algo que tiene 
tendencia a olvidar el poderoso.

No podemos escandalizarnos con exceso de todas estas 
descripciones de violencia, de todos los pasajes donde casi se 
confunden Dios y la guerra. Los pueblos, desde tiempo inmemorial, 
han intentado legitimar los derramamientos de sangre y las extorsiones 
cometidas poniendo a sus dioses por testigos. El hecho no es ajeno a 
la propia historia de la Iglesia, y es bueno tener conciencia de ello para 
no volver a caer en la tentación.

2.2. Dios es fiel 
Hemos visto cómo gracias al brazo poderoso de Yahvé y a los 
hombres que le secundaron obtuvieron los israelitas su primera 
esperanza: la Tierra Prometida. Pero consiguieron algo mucho más 
importante: descubrieron en estos actos continuos de asistencia que 
su Dios es «el fiel».
«La palabra de nuestro Dios permanece para siempre» (Is 40,8). 
«¿Lo ha dicho él y no lo hará? ¿Lo ha prometido y no lo mantendrá?» 
(Nm 23,19).

Se elaboran pasajes y crónicas de todas las hazañas de Yahvé para 
con su pueblo, pues lo que ha pasado una vez es promesa y garantía 
del futuro, la base siempre renovada de la fe y la esperanza (12). 
Cuando los momentos no sean favorables, estos recuerdos impulsarán 
esa esperanza, y podrá gritar el salmista confiado: 
«Aunque pase por valle tenebroso, nada temeré, porque tú vas 
conmigo» (23, 4).

La esperanza entonces se convierte más en una idea sobre Dios 
que sobre el destino del pueblo. Yahvé no es un Dios para sí mismo, 
sino el de Abrahán, el de Isaac, el comprometido con unos hombres 
determinados (13).

Esa experiencia de la fidelidad de Dios tiene como condición esencial 
la fidelidad del propio pueblo exigida en el Sinaí. Numerosos salmos 
son testigos de esta actitud y numerosos hombres viven esta fidelidad. 
En esta obra escrita por mujeres, no podemos dejar de mencionar el 
texto de Isaías que compara la fidelidad de Yahvé con la de una 
madre:
«¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del 
hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas llegaran a olvidar, yo no te 
olvido» (49,15).

Pero además aparece en el AT una mujer como el paradigma de la 
fidelidad. Rut, que ha quedado viuda, sin hijos, comunica a su suegra: 
«Donde tú vayas, yo iré; donde habites, habitaré. Tu pueblo será mi 
pueblo, tu Dios será mi Dios». Son las palabras que Yahvé dice a los 
suyos, y las pronuncia una mujer joven que renuncia a buscar marido y 
ser madre por no abandonar a Noemí. Dios recompensa a Rut, y su 
hijo con Booz será el abuelo de David. En cuanto a Noemí, su fe se 
restaura y comprueba que la fidelidad de Dios se manifiesta a través 
de agentes humanos.

La esperanza desde entonces se mezcla con una raza no deseada, 
los moabitas; con una clase pobre, los que cosechan espigas en el 
campo, y con el sexo débil que es proclamado: «Mejor para Noemí que 
si tuviera siete hijos» (4,18). El relato nos recuerda a Gál 3,28, pues 
caen las barreras del sexo, racismo o clase, y la esperanza surge de 
los desposeídos.

Es esta fidelidad sin fisuras la que hace proclamar a Natán su 
oráculo sobre la casa de David. Pase lo que pase, y cueste lo que 
cueste, un descendiente de este rey gobernará sobre Israel. No asusta 
el riesgo de los fracasos, pues se avanza siempre con la mirada puesta 
en la fidelidad de Dios. Curiosamente, desde el poder que generó esta 
idea se pasa a desdeñar el éxito momentáneo, ya que la victoria final 
está asegurada.

2.3. La esperanza que nace del sufrimiento 
Muy pronto descubrió Israel que «su Tierra Prometida» no 
correspondía a sus esperanzas. Se había obtenido una riqueza cuyo 
reparto era desigual, y mientras los marginados por la sociedad no 
gozaban de sus frutos, el estómago saciado de los ricos había hecho 
que numerosos israelitas olvidaran a Dios. El peligro que anunciaba el 
proverbio se había hecho realidad: «Dame, Señor, el pan de cada día, 
no vaya a ser que me sacie y te olvide» PATER/PAN-CADA-DIA.

Fueron los profetas los primeros en elevar sus voces discordantes, 
mientras que se va abriendo paso la idea de colocar la esperanza en 
un bien más integral: «Tu gracia es mejor que la vida» (Sal 63,4) (14). 


Se abre un nuevo camino en el que el Gran Dios, el creador 
todopoderoso, el guerrero no desaparece, como dice Bloch, pero sí 
cede terreno a otras imágenes de Dios menos grandiosas, pero más 
próximas. La debilidad, el destierro, el sufrimiento hacen que unos 
valores nuevos entren en consideración. Al lado de los sueños de 
conquista, se valoran como esperanzadores los momentos de la 
intimidad con Dios:
«Como jadea la cierva tras las corrientes de agua, así jadea mi alma 
en pos de ti, mi Dios» (Sal 42,1); «Con tal de tenerte, no me importa ni 
el cielo ni la tierra» (Sal 73).

El Dios de la promesa y la promesa se empiezan a identificar. Dios 
se convierte en Deus spes, y el hombre no espera nada sino a Dios 
mismo. Santo Tomás muchos años después dirá que: «Todo tiende a 
asemejarse a Dios», y ·Malraux en lenguaje de nuestro tiempo: «El 
que os pide fuego para su cigarrillo, si aguardáis cinco minutos, os 
acabará pidiendo a Dios».

Las imágenes guerreras ceden su sitio a descripciones de la nueva 
tierra, donde las lanzas serán sustituidas por podaderas y donde los 
animales convivirán en paz, el león junto al cordero. El deseo de 
violencia ya no tiene que ejercitarse contra los hombres, pues ha 
encontrado en la víctima sacrificial, que derrama su sangre en el 
templo, su escape y su venganza (15). Incluso por primera vez se 
piensa, en los cantos del siervo, que el sufrimiento humano a modo de 
sacrificio puede tener un sentido vicario:
«El soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales 
hemos sido curados» (Is 53,5).

¿Quiénes eran las personas que sufrían en el AT? Todo ser humano 
tiene su parte de sufrimiento, pero la Biblia hace especial mención de 
las viudas, los esclavos, los niños, los pobres, los enfermos... A 
nosotras, mujeres, hay un texto que nos sobrecoge leer:
«Aquí está mi hija que es doncella. Os la entregaré. Abusad de ella y 
haced con ella lo que os parezca» (Jc 20,24).

Todo este dolor exige una explicación, que es la que pide Job, y 
aunque Dios no le ofrece argumentos justificadores, queda tranquilo 
cuando oye su voz; le sabe cercano, y eso le basta. Pero, además, 
este compartir la suerte de los desposeídos hace que Job cambie su 
actitud frente a la vida. Cuando todo le sonreía, no participaba en las 
celebraciones de su familia y su única preocupación era que se 
purificaran sus hijos ante Dios.

SFT/HUMANIZA Pasado su calvario, comparte su mesa y cambia 
radicalmente su actitud en relación con la mujer. El hombre que 
silenció a su esposa en los diálogos y que clamó contra el cuerpo que 
le dio a luz, quiere ahora escoger el nombre de sus tres nuevas hijas, 
algo totalmente inusual: Canela, Paloma y Perfume, exóticos nombres 
que demuestran que Job ha descubierto la naturaleza, la belleza, la 
fragancia... Fue el dolor lo que le abrió los ojos al atractivo de ese otro 
mundo que antes despreciaba y comprendió que volver la vista a Dios 
no exige desviarla de esta tierra (16). 

Escojo otro relato de sufrimiento cuya protagonista es una mujer, 
Ana, «que acongojada desahogaba su alma ante Yahvé» (1 Sm 1,15). 
Era estéril y por esa causa vejada y preterida de continuo por la otra 
esposa de su marido Elcaná. Cuando su oración es escuchada y da a 
luz un hijo, cumple su promesa y entrega a Samuel, su primogénito, al 
templo. Le devuelve a Dios lo que graciosamente le ha concedido, 
convirtiéndose su gesto en paradigma de la generosidad de los pobres 
que dan todo lo que tienen.

Gozosa en su generosidad, entona un canto de alabanza a Dios, 
que describe el reino que muchos años después proclama Jesucristo. 
Un reino donde los arcos de los poderosos se han quebrado, donde 
los hartos se contratan por pan y los humildes se levantan del polvo. 
Una mujer ignorante sólo podía expresar estas ideas desde su 
conocimiento profundo del Dios de los que sufren.

Experiencias de sufrimiento personal obligaron a buscar una 
esperanza para los justos individualmente, y no sólo como miembros 
del pueblo. Y próximos de nuestra era, la injusticia cometida en los 
mártires de Yahvé reivindicó una esperanza después de la muerte. No 
abandonará Dios a los que derramaron la sangre por su causa (Dn 
12,2).

2.4. Dios sufre 
Si las manifestaciones de poder en favor del pueblo habían 
generado la idea de la fidelidad de Dios, la experiencia del exilio y del 
sufrimiento le hicieron comprender que ese Dios fiel no podía 
permanecer indiferente. Son fundamentalmente los profetas los que 
nos introducen, como dice Abraham Heschel, en el «pathos divino», en 
los sentimientos de Dios.

Yahvé contempla la aflicción de su pueblo en Egipto y decide 
liberarlo (Ex 3,7); sufre y protesta por la opresión de los débiles (Am 
4,1); «se duele del quebranto de la hija de su pueblo» (Jr 8, 21); y 
expresa la situación en que se encuentra: «Mi corazón está en mí 
trastornado y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11,8). Está 
dispuesto a defender a su pueblo: «Yahvé será un refugio para su 
pueblo... y los extranjeros no pasarán más por ella» (Joel 4,16-17), y a 
castigar a los propios israelitas injustos: «Prepárate, Israel, a afrontar a 
tu Dios» (Am 4,12). Pero su corazón acaba ablandándose siempre: 
«¿Cómo voy a dejarte Efraín; cómo entregarte, Israel?» (Os 11,8).

Incluso otros sentimientos acompañan a la compasión y a la cólera, 
los celos que siente Yahvé, impotente ante el desdeño de Israel. Dice 
Cervantes en La casa de los celos (CELOS/A): «Aquel que celos no 
tiene, no tiene amor verdadero». Un nuevo motivo de afianzamiento de 
la esperanza de Israel: sabe que cuenta con el amor apasionado de su 
Dios. 

2.5. La esperanza: maternidad salvífica 
Hemos visto cómo el poder de Dios, su fidelidad, la necesidad de 
acabar con el sufrimiento y las desigualdades, «el pathos divino»... 
movieron las esperanzas de Israel. Todos estaban de acuerdo en que 
era necesario un cambio, y la experiencia pasada servía para entender 
algo de lo nuevo que se avecinaba. Categorías de antaño se utilizaron 
para expresarlo: Nueva Tierra, Nueva Jerusalén, Nuevo Paraíso, Nueva 
Alianza, Nuevo Éxodo..., pero faltaba acuerdo en la consistencia de 
esa nueva creación. Unos creían en la resurrección de los muertos, 
otros en un juicio; se piensa que afectará a todas las naciones, que 
vendrá de la mano de un mesías: ¿sacerdote, guerrero, profeta? 

Confluyen dos líneas de pensamiento en estos momentos previos al 
nacimiento de Cristo. La escatológica, que sigue el camino del 
profetismo y no piensa en una ruptura con el viejo mundo; el futuro es 
para ella la conversión en el presente. Y la apocalíptica, para quien 
hay una cesura total, pues el presente es radicalmente malo y tiene 
que venir algo fundamentalmente distinto.

«Sin la apocalíptica, la escatología hubiera quedado limitada por la 
historia de los pueblos o del individuo... mientras que ésta la ha abierto 
hacia el espacio situado más allá de la realidad cósmica dada» (l7). 

Dentro de esas categorías del pasado, yo voy a escoger un símil 
femenino para reflejar la situación de la tierra en estos momentos, el 
de la maternidad salvífica. La idea me es especialmente querida, 
desde mi doble condición de mujer y de madre, pero pienso que 
también puede ser muy sugerente para todos aquellos que hayan 
mantenido una buena relación materno-filial.

El tema es muy utilizado por la SE, que ya desde Abrahán considera 
todo nacimiento como un signo de la bendición divina. Incluso 
anteriormente oímos exclamar a Eva: «He producido un hombre con la 
ayuda de Dios» (Gn 4,1). Con frecuencia, las concepciones de 
personas importantes en la historia de Israel tenían su origen en 
intervenciones especiales de Yahvé.

Al principio, se valoraba sólo la cantidad de hijos, para más tarde 
considerar su calidad. Los miembros del pueblo elegido están 
destinados, primero y sobre todo, a dar frutos de santidad en su vida 
personal (18), Esto limita el número de los elegidos a ese «resto», en 
su mayor parte pobre, humilde e incluso, paradoja de las paradojas, 
estéril: «Dichosa la estéril sin mancilla» (Sab 3,13).

El tema se amplía cuando se atribuye una maternidad salvífica 
especial a la hija de Sión. La ciudad ve a sus hijos muertos y es 
incapaz de concebir nueva vida, pero cuando la gloria de Israel vuelva 
a su casa, sus calles rebosarán de seres humanos, convirtiendo su 
parto doloroso en signo claro de libertad y redención del nuevo Israel: 
«Tuvo dolores y dio a luz Sión a sus hijos» (Is 66,8).

Pero es el texto de Is 42,13-14 al que yo quiero referirme. Allí se nos 
habla de una mujer encinta que es el mismo Dios, Yahvé que ha 
guardado silencio durante los meses de gestación y que ahora rompe 
su mutismo con los dolores de parto. El dios guerrero grita y vocifera y 
se presenta en paralelo con esta mujer que gime y se retuerce, llegada 
su hora. Pero ni el poder, ni el silencio, ni los gritos, ni las convulsiones 
consiguen traer al mundo a la humanidad nueva.

La culpa es «del hijo necio que no se presenta a tiempo por donde 
rompen los hijos» (Os 13,13). No sabe colocarse en el cuello del útero 
y por su incapacidad la tierra nueva se retrasa. Y es que la historia de 
los hombres necesita un «novum» que cambie sus corazones de 
piedra. La nueva tierra es esa donación graciosa del Espíritu de 
Yahvé. Hasta que éste llegue, no se producirá ese parto esperado, esa 
salvación venidera, nueva y jamás contemplada (19). 

3. La esperanza en el Nuevo Testamento EP/NT
«Se mantenía sin haber tú nacido, en el vacío nuestra madre la 
tierra, vacilante, colgando sobre nada» (M. de Unamuno) (20).

Si la espiral del alejamiento entre creador y criatura se empezó a 
estrechar con la fe de Abrahán en las palabras de Yahvé, ahora es 
una mujer, casi una niña, la que descorre el velo definitivo de lo que 
ofrecía Dios. Su «fiat» a lo inverosímil da luz verde al proyecto divino, y 
Dios se hace hombre.

Veíamos cómo antes de su nacimiento toda la creación estaba en 
fase de gestación.
«Mientras la esperanza judía se mueve desde lo no cumplido a un 
cumplimiento que va haciéndose, la esperanza cristiana ilumina desde 
el cumplimiento conseguido en Cristo a lo dolorosamente no cumplido 
en el hombre y en el mundo» (21).

Ese «novum» que era necesario para que llegara el «dies natalis», 
llega con Cristo; nos llega dejándonos su Espíritu, capaz de 
transformar al hombre y la tierra.

El rostro de Dios, tradicionalmente tapado por la nube, resplandece 
en el rostro de Jesús: «Quien me ve a mí, ve a mi Padre» (Jn 14,9). Un 
Padre que nos describe con los brazos abiertos, en los que puede 
refugiarse el hombre al final de la cucaña de su vida. Esa es, en suma, 
la esperanza cristiana que tiene su comienzo en esta vida.

3.1. La esperanza en el poder de Jesucristo 
«¿Qué es esto? Una nueva doctrina llena de poder» (Mc 1,27), 
exclaman todos al ver que los espíritus le obedecen. Jesús tiene una 
personalidad en la que sus contemporáneos descubren una gran 
autoridad moral. Desde pequeño, sus preguntas y respuestas 
admiraron a los doctores de Jerusalén, y a lo largo de su vida pública 
su palabra se convierte en la autoridad del mismo Dios: «Se os ha 
dicho, pero YO os digo».

Un Dios que anuncia por boca de Jesús que ha llegado su reino, 
liberando la idea de todos los malentendidos de su tiempo, políticos y 
nacionales. Es una donación graciosa de Dios, que en efecto 
establece su poder, pero frente al dominio del mal, del pecado y de la 
muerte.

¿Hubiera bastado la autoridad que emanaba de su persona para 
hacer su mensaje creíble? ¿Tenía que recurrir a las demostraciones 
de poder? ¿No se había movido el AT en una línea cada vez más 
abierta a la salvación, que llega desde lo oculto, desde figuras como e} 
siervo de Yahvé, como los mártires? La verdad es que Dios es buen 
conocedor de la naturaleza humana y sabe que «la reacción primaria, 
casi instintiva, de las capas profundas de nuestra sensibilidad prefiere 
negar, o dejar en la sombra, la bondad de Dios antes que poner en 
cuestión su omnipotencia; evidentemente da menos miedo» (22). Ya lo 
decía Machado: «No quiero cantar ni puedo a ese Jesús del madero, 
sino al que anduvo en la mar».

El hombre que se sabe débil pone su confianza en el poderoso, pero 
para ello tiene que saber quién detenta ese poder. Por ello, Jesucristo 
acompaña su palabra con gestos prodigiosos que dan fe de que la 
llegada del reino es auténtica. Pero su recurso al poder nunca va 
acompañado de violencia, ni lo utiliza en provecho propio; busca llamar 
la atención, convencer, pero no avasallar. Incluso la condena, cuando 
uno de sus discípulos intenta defenderle y corta la oreja de un criado 
(Mt 26,52). En el recurso al poder violento no está la clave del reino.

Con todo, y para no dejar lugar a los malentendidos, colocan los 
evangelistas el bautismo del Señor y las tentaciones del desierto al 
inicio de la vida pública. La voz de Dios que alude a su Hijo predilecto 
nos remite a las profecías del siervo, a la víctima vicaria que sustituye 
a todo el pueblo; y el episodio de las tentaciones nos advierte que 
Jesús renuncia al camino fácil del poder. Ceder a ellas hubiera sido 
optar por la inmediatez del reino, hubiera desnaturalizado la 
comunicación divina que es lo contrario de la prisa y del poder (23). 
Dios quiere que el hombre le ame y no que le tema.

Incluso la muerte de Cristo en la cruz nos habla de la propia 
debilidad de Dios que se niega a jugar el juego de este mundo y que 
se hace solidario con todos los oprimidos y los que sufren. No es 
casual que el que renuncia al poder se vea condenado por la 
conjunción de dos poderes: el religioso y el político.

Hemos visto que Dios siempre pide la colaboración de los hombres. 
La faceta poderosa está en gran medida ejercida por varones, pero 
próximas al poder aparecen en el NT dos mujeres. Una de ellas, la 
mujer de Poncio Pilato, solicita misericordia para el condenado. Una 
palabra que en hebreo (rahamim) significa entrañas maternas. ¿De 
qué esperanza hablaríamos si Pilato le hubiera hecho caso? 

La otra, Salomé, hija de Herodías, tiene, como las dos heroínas del 
AT, Judit y Ester, el poder de su belleza y atractivo: «Danzó y gustó 
mucho a Herodes y los comensales» (Mc 6,22). Pero su éxito 
desembocó en la violencia: aconsejada por su madre, pidió la cabeza 
de Juan el Bautista.

3.2. Esperanza en el servicio y la entrega 
Antes de empezar la vida pública de Jesús, una mujer había intuido 
en qué consistía el mensaje de su hijo. Algo que no es de extrañar en 
una madre. Se había acabado el vino de una boda, y el hecho no pasa 
inadvertido para un ama de casa, que sabe medir la vergüenza de los 
anfitriones. Se lo hace saber a Jesús, y aunque éste no parece que 
está dispuesto a intervenir, ella ordena a los criados que hagan lo que 
él les diga. Maravilloso poder el de la madre que sabe que su hijo no 
dejará de complacerla. Poder que pone al servicio de los demás.

FELICIDAD/SERVICIO SERVICIO/FELICIDAD Pero hay un gesto de 
Cristo que resume mejor que cualquier palabra en qué consiste esta 
actitud del poderoso hacia el débil. Lo cuenta Juan durante la última 
cena. La introducción al pasaje nos habla de «que el Padre lo había 
puesto todo en sus manos» (Jn 13,3); el mundo era suyo. Podía hacer 
que la humanidad entera se arrodillara a sus pies, y escogió ponerse 
él de rodillas y lavar los pies de sus discípulos. Conociéndoles, temió 
que no entendieran el gesto. «¿Comprendéis lo que he hecho con 
vosotros?» (13,12), y después de pedirles «que también vosotros 
hagáis como yo he hecho», les aseguró que allí encontrarían la 
felicidad. «Dichosos seréis si lo cumplís» (13,17). Es decir, que el 
camino del reino, la esperanza del hombre, para cualquiera que 
ostente la menor parcela de poder, pasa por ponerla a los pies de los 
demás.

Otra mujer, mucho más modesta y de la que poco sabemos, había 
asimilado bien cuál era la doctrina de Jesús antes de que se dieran 
estos hechos. A raíz de su curación, la suegra de Pedro, nos narran 
los evangelistas, «se levantó y se puso a servirles» (Mt 8,15). Poco se 
dice de ella, no importa siquiera la descripción de su persona. Había 
convivido mucho con el Maestro y no dudó, una vez curada, acerca de 
cuál tenía que ser su actuación.

Pero hay otras muchas mujeres en el evangelio que comprenden 
que el cristianismo es una doctrina solidaria. La Virgen María no se 
queda en casa meditando las grandes cosas que han ocurrido en su 
vida, sino que corre a visitar a Isabel, que necesita su presencia. 
Marta, después de la catequesis que le hace el Maestro sobre la 
resurrección, no sopesa sus palabras en soledad y llama a su hermana 
para que ella también se haga partícipe de la Buena Nueva. La misma 
samaritana, sospechando que Jesús pudiera ser el Cristo, no tardó 
mucho en comunicarlo en el pueblo para que todos pudieran 
conocerle. A María Magdalena, es el mismo Jesús el que le pide que 
vaya a los hermanos a decirles que le ha visto resucitado. Todas 
comprendieron, desde su propia debilidad, que la llegada del reino se 
hace en comunión y solidaridad.

3.3. Esperanza en lo pequeño 
Aquella casi-niña que dijo sí, aquel pequeño pueblo donde se 
produjo el mayor nacimiento del mundo, eran para los baremos de este 
mundo personas y lugares insignificantes. Pero el que renuncia al 
poder ya sabe que entra en el mundo de lo pequeño.

RD/PODER:PODER/RD Y por ello, todas las comparaciones del 
reino nos hablan de una pequeña semilla de mostaza que se convierte 
en la mayor de todas las hortalizas, de un reino que crece solo, de una 
mujer que encuentra una pequeña moneda al barrer, de una perla 
chiquita pero de gran valor, una semilla que fructifica, brota y crece sin 
que el sembrador sepa cómo... Mensajes que, desde un presente 
pequeño, nos remiten a un futuro glorioso. La propia vida de Jesús no 
apresura la llegada del reino, pues utiliza unos modestísimos medios 
para su implantación: su actitud, su palabra, sus seguidores. Los 
mismos que tenemos nosotros hoy.

Los «grandes» de este mundo, los poderosos, para entrar en el 
reino tienen que hacerse pequeños, pues sólo los que son como niños 
tienen cabida dentro de él. Esos, que no se fían de sí mismos, sino que 
tienen la vista puesta en la voluntad del Padre.

La abundancia de las riquezas tampoco sirve. La limosna de la viuda 
que echó dos moneditas, todo lo que tenía, se pone como ejemplo de 
generosidad. El Padre revela los secretos del reino a los sencillos. La 
puerta de entrada no es monumental, sino estrecha, y el último asiento 
tiene primacía sobre el primero. Pero el tamaño pequeño, incluso 
insignificante, no implica falta de eficacia; la sal de este mundo no se 
puede desvirtuar.

Desde esta línea de lo pequeño que crece, debemos contemplar 
todos los imperativos que hace Jesús sobre la vigilancia, la espera, la 
preparación, la lucha:
«Sólo por la esperanza somos salvados, pero una esperanza que se 
ve cumplida no es esperanza. Esperando lo que todavía no vemos, 
perseveremos en la paciencia» (Rom 8,24-25).

Y fue la paciencia de una mujer, Ana, y su confianza, las que premió 
Dios haciéndola contemplar «al salvador de Jerusalén». Viuda tras sólo 
siete años de matrimonio, se había pasado la vida sin apartarse del 
templo. Esperaba, aunque pasaban los años, con la confianza puesta 
en Dios, sabiendo que éste actuaría según lo prometido. Pasó mucho 
tiempo, y ella se mantuvo sirviendo en espera activa y sin desfallecer. 
Fue su firme relación con Dios y su vida oculta y sencilla los que le 
permitieron reconocer, junto a Simeón, en aquel niño de pecho, la 
redención de su pueblo.

3.4. Esperanza desde el sufrimiento 
Todo el mensaje de Jesús se centra en el anuncio de que con él ha 
llegado lo que se esperaba, el reino. Allí hay prioridad absoluta para 
los que sufren. Esa es la respuesta que da a los enviados de Juan el 
Bautista:
«Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los 
sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena 
Nueva» (Mt 11, 5).
«Todos los designados coinciden en el denominador común de la 
desesperanza: son desheredados de esta tierra» (24). 
La respuesta desconcierta, pues no era la esperada.

Se especifica en las bienaventuranzas, por si no estaba claro, de 
quién será el reino de los cielos: los pobres, los que lloran, los que 
tienen hambre, los pacíficos. Es el reverso de una sociedad que 
proclama el éxito de los ricos, poderosos y violentos.
Para ellos, esos «... bienes y valores profanos desaparecen ante la 
dicha de la participación en el reino de Dios» (25). Para garantizar que 
la palabra es cierta, los milagros actúan sobre estas personas y 
anuncian que lo realizado sobre unos pocos es una muestra de lo que 
pasará con todo el que sufre.

Los desgraciados de este mundo son los primeros que se dan 
cuenta de sus privilegios: «... en su angustia me buscarán...» (Os 
5,15). No nos debe extrañar, pues para ellos el anuncio supone la 
restauración de su humanidad y la entrada en una nueva era que 
rompe la vara del dolor. Los privilegiados, en cambio, tienen que pasar 
por una fase previa de perplejidad, de ruptura de sus sistemas de 
privilegio, de caída de sus ideologías y verdades.

Corre como la pólvora por todo Israel que hay un hombre llamado 
Jesús que atiende a los pobres, les trata con cariño, les cura y hace de 
sus problemas los suyos. Y de todas partes vienen los miserables y 
marginados de la sociedad buscando esos dones especiales que 
Jesús pone a su disposición. Unos vienen por su cuenta, otros 
transportados por sus familiares, algunos tropiezan con Cristo de 
casualidad; todos buscan ser comprendidos y depositan su confianza 
en él.

Entre la numerosa lista de milagros que relata el NT, escojo dos 
realizados sobre mujeres, pues las mujeres, dentro de los oprimidos y 
marginados, son las representantes más genuinas de los pobres: 
«Cargan con el doble fardo de ser de clase social pobre y del sexo 
débil» (26). Relata Lucas (8,40s) que una mujer que padecía flujo de 
sangre desde hacía doce años se acercó a Jesús, sin atreverse a 
hablarle, pues su enfermedad la hacía impura. Cree en sus palabras, 
confía que su fuerza le puede curar y le toca, esperando pasar 
inadvertida, tanto si se realizaba el milagro como si no. Incluso calla 
aterrada cuando Jesús que ha notado la fuerza del milagro pregunta 
quién le ha tocado.

Sólo la evidencia le hace salir del anonimato y confiesa temblorosa 
su historia. Cristo le había restaurado la salud, y con ella la confianza 
en sí misma. El contacto con Jesús le reintegró a la vida social y le 
devolvió su dignidad humana.

No difiere mucho el caso de la mujer cananea de Mc 7,24, que tiene 
una hija poseída por espíritus inmundos. Ella se postra a sus pies e 
implora. Incluso se atreve a razonar con el Maestro (muchas mujeres 
en los evangelios lo hacen), ella, una ignorante pagana, pues Jesús no 
atiende en primera instancia su petición. Consigue con su insistencia 
que Cristo se avenga a redimir a los gentiles.

Un ejemplo que ilustra que el reino no es paternalista. Dios acepta el 
diálogo con el hombre, le convence su razonar e incluso está dispuesto 
a salir de su camino y a cambiar sus planes.

Si los pobres, contemporáneos de Jesús, pusieron su confianza 
plena en el Maestro, los desheredados de la sociedad pueden poner 
también su esperanza en los seguidores de Cristo: «Tened los mismos 
sentimientos que tuvo Cristo» (Flp 2,5). Jesús fue el primero de una 
larga serie de hermanos (Rom 8,29), y su seguimiento se convierte en 
el nuevo principio de la conducta moral y la regla por la que se dictará 
sentencia en el juicio final (Mt 25,40) (27). Lo más novedoso de esta 
doctrina es que el discípulo que atiende las necesidades de pan, 
vestido, sed, enfermedad... de los hermanos, está socorriendo al 
mismo Cristo.

3.5. La esperanza en un Dios que sufre 
La sucesión de actos en beneficio de los más necesitados tuvo 
necesariamente que suscitar entre los contemporáneos de Jesús la 
pregunta sobre el por qué de esas actuaciones. Una de las respuestas 
que nos dan los evangelistas era que Jesús sufría ante la miseria 
humana.

Numerosos textos nos abren el corazón de Cristo. Dicen que sintió 
compasión de los que le seguían, pues andaban como ovejas sin 
pastor, porque no tenían nada que comer o habían perdido a un hijo. 
Describen cómo su vista se posó en el joven rico y le amó, y que lloró 
ante la muerte de Lázaro. Cristo aparece haciéndose solidario del 
dolor de toda la humanidad, pues el dolor tiene dimensión universal, y 
lo hace desde la profundidad de su corazón que sufre viendo sufrir.

Y es precisamente esta facilidad que tiene Jesús para vibrar ante el 
sufrimiento humano la que hace pensar a los afligidos que pueden 
confiar en él. Como diría Lutero, la suya es la ética del amor enraizado 
en el dolor.

Pero no sólo contempla el sufrimiento desde la barrera, sino que le 
vemos en el huerto de los olivos sudando sangre y acongojándose 
ante el trance por el que debe pasar. Incluso en la cruz se siente lejano 
del Padre, oprimido por la ausencia de Dios y el fracaso aparente de 
su vida. Pero el dolor y el sinsentido no le hacen perder la esperanza, 
y sus últimas palabras lo confirman: «Padre, en tus manos encomiendo 
mi espíritu» (Lc 23,46).

Y si Cristo sufrió, ¿qué supuso para el mismo Dios la muerte de su 
Hijo? Es natural el pensar que la muerte de Jesús tuvo que resultar 
una agonía espiritual para el Padre; que sufrieron ambos, el Hijo 
muriendo y el Padre viendo morir al Hijo. Un sufrimiento que hace tan 
importante el dolor de uno como la muerte del otro; que Dios al perder 
al Hijo perdía de alguna manera su categoría de Padre (28).

Y es desde esta perspectiva desde donde nace con más fuerza la 
esperanza del cristiano. Ante la cruz del Hijo, ante su propio dolor, Dios 
le resucitó, y en esa resurrección el hombre adquirió la certeza de que 
la muerte no podía separarle de Dios. Y desde allí, el sufrimiento se 
convierte en alegría, y el resucitado en el principio de una nueva 
creación en la que se acaban las lágrimas

4. La humanidad nueva 
Llegada la hora, nació Jesús de Nazaret. El nacimiento tuvo lugar en 
una cueva pobre y oscura, un simbolismo que sirve para anunciar 
desde el principio que no hay poche oscura para Dios. La hora de la 
madre hizo irrumpir en el mundo a la trascendencia, colmó las 
esperanzas de Israel y aportó la fuerza capaz de renovar a la 
humanidad. Años más tarde, con otros dolores, los de Cristo en la cruz, 
parió Dios a un hombre nuevo y se lo entregó a su madre que 
representaba a la Iglesia (/Jn/19/26). Unamuno lo expresa en El 
Cristo de Velázquez con estas palabras: «La humanidad en doloroso 
parto, de última muerte que salvó a la vida».

Veíamos cómo al final del AT gemía la creación entera con dolores 
de parto. Ahora la gestación ha terminado y podemos imaginar la 
esperanza como un misterio de alumbramiento. Esto nos permite 
abordarla con confianza, ante la seguridad de que la madre está 
cerca.

Ha sido la irrupción del Espíritu, primero en María y luego en los 
hermanos de Cristo, el que ha producido la rotura de las aguas y ha 
dejado el camino expedito. Pierde el nuevo ser con la placenta, el 
molde endurecido de arcilla para dejar al descubierto su meollo 
secreto, un corazón de carne. Y a ese corazón se le encomienda que 
viva haciendo el bien como hizo Cristo, en comunión con el Padre; así 
empezará a vivir su cielo en la tierra.

El proceso empieza a partir de la adhesión a Cristo por la fe. Pero se 
nace niño y pequeño, aunque nuestro genoma sea el de la plenitud. 
Cuidados, alimentos, educación, abrigo, cariño, reprensión, miedos... 
son todas las fases por las que tiene que pasar el niño-hombre 
cristiano para llegar a ser hombre auténtico. Es un progreso que 
avanza hasta la consumación del hombre nuevo. Se ha dado el 
cumplimiento, pero falta la magnificencia, que es el llegar a ser imagen 
de Dios.

Son la gracia de Dios y el poder del Espíritu los que deben hacer el 
papel de madre para convertir el alma de cada uno y la tierra entera en 
una novia resplandeciente. La vida es el período del noviazgo de Dios 
con cada ser humano. El día de los desposorios, la prometida 
abandonará su país y la plenitud de este mundo, y será visitada por la 
plenitud de Dios (Sal 45,14) (29). Es la muerte del hombre su condición 
para dar este paso superior. El mismo Cristo tuvo que sufrirla, pasar 
por la incertidumbre y aguardar tres días para que el Padre le 
escuchara; pero esa muerte hizo posible el camino que todos los 
hombres tienen que ratificar. Los desasimientos continuos a los que 
nos somete la vida nos preparan para ese momento final, para ese 
entorno que desconocemos. Cansados del largo camino, 
pronunciaremos como santa Teresa ·TEREJ: «Ha llegado el tiempo de 
vernos, mi Bien Amado». MU/TEREJ

Pero la esperanza de un futuro individual no debe hacernos olvidar 
el planeta en que vivimos. Hay que entender el cuerpo resucitado 
dentro de una textura, de una tierra y de una multitud que dan soporte 
al individuo. Aunque sólo fuera desde una reflexión interesada, no 
debemos olvidar que las plantas pueden producir su proceso de 
fotosíntesis sin el hombre, pero nosotros no podemos vivir sin la 
fotosíntesis de las plantas. La naturaleza está involucrada y toma parte 
de la maldad o bondad del desarrollo humano. No olvidemos que aquel 
Dios jardinero de los orígenes estaba enamorado de su obra y quería 
que el hombre se ocupara de ella.
«La esperanza de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más 
bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el 
cuerpo de la nueva familia humana» (30).
Encuentro sugerente la idea de Clara Lubich:
«La tierra nos come como nosotros comemos la eucaristía, no tanto 
para transformarnos en tierra, sino la tierra en cielos nuevos y tierra 
nueva» (31).

Relaciona humanidad, tierra y Cristo, y los conduce a un destino 
común.

Es claro que el plan salvador de Dios tiene carácter cósmico. 
Aunque ignoremos el tiempo de la consumación de la tierra, sabemos 
que tiene estructura cristológica y que eso supone la reunión de la 
humanidad en el Cristo total. Para Teilhard, la historia natural y la 
humana son fases de un mismo proceso que avanza desde lo sencillo 
a lo complejo, y Cristo es la cabeza de ambos. Todo el universo está 
sometido al influjo de Cristo salvador, pues en caso contrario Dios 
sería el gran ausente de la historia.

Con la palabra reino designamos el destino social de tierra y 
hombre, mientras que con la palabra resurrección hablamos del 
destino particular de cada uno. Los cristianos esperamos ambas cosas 
a la vez, pues el regreso de Cristo trae la plenitud del reino (32).

- María y la humanidad nueva M/MUNDO-NUEVO
Hemos visto el origen de la humanidad nueva, el nacimiento del ser. 
humano que debe culminar, en la medida de sus capacidades, en la 
plenitud. La compañía de Dios, la experiencia del amor a través de la 
relación con Cristo y la gracia del Espíritu hacen posible la empresa 
para todo ser humano. Nadie como Cristo realizó el camino antes que 
nosotros, pero «si la condición divina de Jesús nos dejara dudas» (33), 
podemos seguir el camino de una mujer, María, que también ha sido 
glorificada en cuerpo y alma, para quien las puertas del cielo se 
abrieron de par en par. En ella se contempla el proyecto divino para la 
humanidad, y cómo ésta sabe responder a la iniciativa.

M/FE:No le dedica mucho espacio el NT a la madre del Señor. Dice 
Rahner que «es una mujer pobre, del pueblo, que aprende y vive 
inmersa en la situación histórica, social y religiosa de su pueblo». Visitó 
a parientes y fue a bodas; hizo el bien y fue solidaria con los 
necesitados.

Su camino comenzó aceptando que su pequeñez fuera 
engrandecida, que la gracia del Espíritu actuara y que de su seno de 
anawim surgiera la esperanza de la humanidad. Su «fiat» no fue 
irresponsable, sino razonado; pidió explicaciones y, una vez 
satisfechas, se embarcó en el proyecto divino con su corazón y su 
cerebro. Un proyecto que le obligaba a poner su amor y obediencia a 
Dios por encima de su respetabilidad.

El itinerario no fue fácil, nunca lo es. El Hijo pronto creció y le vino 
grande, viviendo una tensa relación entre ellos (34). Ella no 
comprende que la familia de los hijos de Dios pase antes que la familia 
natural; no quiere que se arriesgue en aventuras irresponsables que le 
pueden llevar a la muerte, y es proclive a la tentación de que traiga el 
reino mediante su poder taumatúrgico. Qué madre no caería en esa 
tentación: ver al hijo admirado y venerado por parientes, amigos y 
desconocidos.

Su poder de madre lo puso en juego para atender las necesidades 
de los demás. Su corazón abierto al prójimo le hizo descubrir que una 
simple falta de vino podría ensombrecer la alegría de unos novios.

Su fe, su disponibilidad para con Dios y su docilidad a la palabra le 
hicieron comprender poco a poco, paso a paso, cuál era el camino 
auténtico del reino que desde el principio ella había barruntado como 
liberador de los pobres y destructor de los planes de los orgullosos.

Y descubierto el camino, lo siguió con fidelidad absoluta, aunque le 
llevara al pie de la cruz. Allí, de pie, como un árbol, asistió sin 
desmayos exteriores a la humillación del Hijo, sin perder su esperanza. 
Ella, podemos estar seguros de que no lo hubiera hecho así, pero lo 
aceptó, posiblemente sin comprender.
«Posteriormente, continuó en la comunidad sin colocarse por encima 
de nadie, ni capitalizar su dolor, simplemente ocupada en la aventura 
de vivir» (35).

Y no hay que saber demasiado de su vida para constatar que sufrió 
mucho. Sintió miedo de que mataran a su bebé recién nacido, tuvo que 
emigrar a una nación extraña, enviudó joven sintiendo la soledad del 
que ha perdido a su media vida, para finalmente perder también al hijo 
único, que es el mayor desgarro que puede sufrir una madre.

Y barruntando este sufrimiento, comprendió que era labor de todos 
acabar con el de los demás y entonó un canto medio revolucionario de 
solidaridad con los necesitados (36); un programa de liberación que 
descarta el odio, mientras que asegura la necesidad de que se 
terminen todas las relaciones de poder opresoras que defienden los 
grandes de este mundo.

Y de esta mujer dice Pablo VI:
«La figura de la virgen no defrauda esperanza alguna profunda de 
los hombres de nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto del 
discípulo del Señor» (37).

Pero esa figura de mujer es muy distinta de la reina refulgente, de la 
mujer etérea que nos han pintado tantos teólogos varones; es una 
mujer corriente, inculta de saberes profanos, pero sabia de Dios, que 
busca comprender y pregunta, que afronta los problemas del diario 
vivir con serenidad, que respeta la personalidad del hijo sin 
comprenderla, que asume la tragedia sin perder la esperanza y que 
por encima de todo tiene su vida fuertemente anclada en Dios. Desde 
ahí, no hay huracán que arranque la esperanza de su alma.

5. Mujer y esperanza cristiana MUJER/EP-CR
Describíamos al principio de este capítulo la situación de 
desesperanza en la que vivía nuestro mundo y cómo era deber de los 
cristianos presentar el evangelio de forma nueva y atractiva. Hemos 
visto cómo la esperanza en el poder de Dios ha sido compañera de 
viaje del hombre bíblico y cómo a su lado crecían también otras 
esperanzas que desgraciadamente han sido relegadas.

Fue sobre todo a raíz del matrimonio de la Iglesia con el imperio 
cuando se acentuaron los signos de la omnipotencia de Dios. Incluso 
se cayó en el error histórico de colocar en el césar, en los césares, los 
atributos de poder y dominio que sólo eran de Dios. Con ello se 
reforzaba el deseo humano, siempre latente, de un poder absoluto, 
pero se desatendía el mundo de la esperanza que nace de los débiles, 
de las mujeres, de los que sufren.

Palacios-iglesias para Dios-rey, objetos de oro y plata en el culto, 
una clase sacerdotal apartada, unos ritos que no entendía el pueblo... 
contribuyeron a que sólo se escucharan las voces de los poderosos.

Pero cuando el poder, aunque se ejerza de buena voluntad, no logra 
las metas esenciales de paz, libertad y justicia para todos, puede caer 
en la desesperación. Acostumbrado a vencer, le desilusionan las 
victorias parciales, le producen cinismo los parches a los grandes 
problemas y acaba aceptando, al no contemplar otra alternativa, los 
triunfos del poder injusto.

No fiemos nuestra esperanza en grandes planteamientos. Tengamos 
fe en ese reino que se hace poco a poco, en el mundo de los humildes, 
en el rostro materno de Dios que tiene sus preferencias por los niños. 
Ahí está la sal de la tierra, y muy poca cantidad, tan poca que no se 
advierte a simple vista, sirve para dar sabor.

Sería bueno que utilizáramos nuevos signos y símbolos adaptados a 
esta idea. Quizá habría que sustituir el concepto de reino de Dios, 
pues cuando hablamos de reino inmediatamente pensamos en 
conquistas y victoria final, costando admitir las limitaciones. Tenemos 
que referirnos al pueblo de Dios unido en el amor. Es un concepto más 
modesto, que permite celebrar la vida, potenciar el cariño y considerar 
que las victorias parciales son eslabones colocados desde donde 
intentar nuevos logros (38).

Ese pueblo está unido entre sí y con Dios mediante los lazos del 
amor, un amor que sale del mismo Dios. A través suyo participamos de 
la divinidad, y eso nos permite deleitarnos con la belleza de la 
humanidad y sufrir con la destrucción de cualquier forma de vida. Esa 
fue precisamente la intención del creador.

La participación activa del ser humano en la esperanza exige que se 
trabaje en varios frentes. Hoy se ha puesto el énfasis sobre el amor 
que actúa sobre los desamparados, pero no se debe olvidar una fase 
previa: la relación amorosa de cada individuo con el Padre común.

Habiéndose socializado en nuestras sociedades industrializadas 
muchas formas de amor al prójimo, es más fácil llegar a Dios, al amor 
desinteresado por él. Podemos emanciparle, en parte, de sus 
funciones de salvamento a la humanidad, de su faceta de Dios 
tapa-agujeros, y amarle por sí mismo, sin esperar nada a cambio.

Las mujeres podemos ofrecer nuestras experiencias en este campo. 
Alejadas tradicionalmente del poder, supimos mantener la imagen 
tierna y acogedora de Dios en medio de un cristianismo que temblaba 
ante la imagen del Dios juez. Jugamos con ventaja, pues el anima 
religiosa femenina es más sensible que el animus del varón y puede 
entrar mejor en las profundidades de Dios.

Allí la persona intenta querer y deleitarse con el Otro, y su esfuerzo 
se premia cuando encuentra alegría en darse, salir de sí y recibir el 
flujo de vuelta. Aquí nos introducimos de lleno en el mundo de la 
mística, donde la sensación primordial es el deseo de estar unido con 
el Todo; una unión casi física, donde no hay una respectividad 
distante, pero donde se respeta la identidad del alma mística. No hay 
un simbolismo mejor para explicar este estado que la relación de la 
madre encinta con el hijo que lleva en su seno; la nueva vida comporta 
una unión con la vida divina, sin eliminar las distinciones entre creador 
y criatura.

Desde la fortaleza que nos da este castillo interior, podemos dar el 
siguiente paso: usar nuestra limitada vida temporal para mejorar la 
situación de los hombres que conviven con nosotros y el entorno en el 
que van a vivir nuestros hijos.

Tradicionalmente, manos femeninas se han dedicado durante siglos 
a curar las heridas externas del hombre, su desnutrición y 
desamparo.

«Ningún remedio de los nuestros, pobres médicos, tiene el poder 
maravilloso de una mano de mujer que se posa sobre la frente 
dolorida», dice ·Marañón-G (39).MUJER/CURADORA

Mientras el hombre se dedicaba a la caza y a la guerra, la mujer 
estaba inmersa en la experiencia cumbre de su vida: el nacimiento, la 
nutrición y el cuidado de los nuevos seres que emergen en la tierra.

Eso nos ha hecho expertas en remediar las situaciones injustas de la 
humanidad, que es uno de los quehaceres primordiales del cristiano: 
hacer que el reino se vaya implantando en la tierra. La esperanza en 
un futuro mejor asegurado nos debe llevar a esta espera activa, 
laboriosa, en beneficio de los demás. Pero todo ello, con la tranquilidad 
de encajar que lo que no se puede eliminar, sí se puede afrontar y 
sobrevivir; que incluso la muerte se puede contemplar como una parte 
del ciclo de la vida, como algo que hay que llorar, pero que sirve para 
que otros puedan participar de esta misma vida.

El hecho de que Cristo haya vencido a la muerte debe dar al 
cristiano un impulso suplementario que le haga capaz de vencer 
cualquier frustración, que le permita permanecer en la brecha cuando 
los esfuerzos por mejorar resultan una y otra vez infructuosos, e 
incluso que celebre la satisfacción de la vida bajo condiciones injustas, 
pues todo sufrimiento integrado en Cristo es aceptado.

Su acción no estará motivada por el deber o la conciencia, sino por 
el amor y la esperanza que nacen de su seno. Esa esperanza activa irá 
acompañada de una alegría profunda a los que dan cobijo y alimento, 
educan a los niños y festejan la belleza de la vida; «a los que se 
empeñan en una labor transformadora del mundo y consiguen 
porvenires provisionales que van quedando superados» (40).

La experiencia de ese amor proporciona unos momentos que Maslow 
llama «experiencias cumbre» y que nos aproximan a lo que será la 
plenitud final.

«La persona que se encuentra en la cumbre deviene deiforme en el 
sentido que acepta completa, amorosamente, compasiva y gozosa el 
mundo y la persona... Los efectos posteriores se pueden definir como 
el regreso a la tierra desde una visita a un cielo personal» (41).

Son estas experiencias de plenitud, adquiridas en el servicio y la 
entrega a los demás, las que nos hacen empezar a gustar de la 
esperanza aquí en la tierra.

Desdibujada la imagen de Dios omnipotente, la podemos sustituir por 
la que le contempla como dador de vida mediante el amor. Pero ese 
amor es frágil, el Dios encarnado entre los hombres tampoco quiso 
imponerse, y el poder relacional que pone en nosotros se puede 
romper con facilidad. Tanto se puede romper, que se llega incluso a 
los genocidios en los que tantas veces ha incurrido la humanidad. Pero 
cuando perdura, es un espejo de la trascendencia, pues apuesta por 
la vida, por el pobre, por el que nos ha hecho un mal, por las flores, 
por el desamparo... en una cultura que vive el mundo, humano y 
natural, exclusivamente en términos de valor.

La actividad del cristiano no debe ir sólo a liberar a la humanidad de 
sus problemas políticos o económicos; debe enseñar a cada hombre a 
recorrer el camino que él ha descubierto, a entrar en su interior y allí 
encontrar a Dios. El verdadero viaje de la esperanza comienza 
adentrándonos en la profundidad de nuestro ser, para allí descubrir el 
sentido de la vida y encontrar a Cristo como respuesta.

Atender al hombre no debe hacernos olvidar al mundo en el que 
vivimos. La cadena del mando que se implantó en la tierra: Dios, 
hombre, mujer, vida no humana, materia, nos ha colocado 
tradicionalmente a las mujeres más cercanas al mundo animal y 
material. Las propias transformaciones que sufre nuestro cuerpo: 
menstruaciones, embarazos, lactancias nos hacen comprender mejor 
los cambios y mutaciones que sufre la naturaleza.

Flores y plantas han adornado nuestra casa, aunque ello no 
reportara beneficio alguno. La belleza del color, de la fragancia, del 
tacto han impresionado nuestras almas femeninas. A nosotras nos 
corresponde abrir los ojos del mundo, como los abrió Job, a la 
naturaleza que nos rodea; mentalizar a niños y grandes de que nuestra 
suerte es común y que el agua cristalina y el aire puro, el canto de los 
pájaros y el rumor de las hojas contribuyen a nuestra felicidad.

Si somos capaces de vivir todo esto, comprenderemos «que el 
fracaso histórico no es la última palabra, que incluso en los casos más 
adversos podemos seguir confiando en Dios» (42). Descubriremos que 
el cielo prometido no es un lugar, sino una actitud de comunión con el 
Padre y que su gozo se empieza a disfrutar en esta tierra. Que quien 
está en diálogo con Dios no muere y que el alma es una dinámica de 
apertura sin fin, que a la vez participa en lo infinito (43).

Y si creemos esto de verdad, podremos cantar con Rubén Darío 
que, gracias a Cristo, «siempre hay futuros de esperanza en el útero 
eterno».
..............
N O T A S
1. J. B. Metz, El dios de mi irreductible esperanza mesiánica: Vida religiosa 66 
(1989) 26.
2. Para el mundo simbólico y sus claves se pueden consultar los libros de G. 
Durand, Les structures anthropologiques de l'imaginaire. París 1969 y de R. 
Guenon, Symboles fondamentaux de la science sacrée. París 1962.
3. R. Radford Ruether, Sexism and God Talk. Londres 1983, 49.
4. M. Fraijó, Fragmentos de esperanza. Estella 1992, 126.
5. H. Bloom, The book of J. Nueva York 1990, 28. Una de las tesis que 
defiende el libro es que el yahvista es una mujer, una mujer que trata a sus 
personajes como si fueran niños, por eso hace que Yahvé trabaje la arcilla sin 
torno.
6. J B. Metz, El dios de mi irreductible esperanza mesiánica: Vida religiosa 66 
(1989) 28.
7. O. González de Cardedal, Un dios: regazo, madre y gloria: Vida religiosa 66 
(1989) 54.
8. J J. Tamayo, Religión, razón y esperanza. Estella 1992, 269.
9. N. Lohfink, Violencia y pacifismo en el Antiguo Testamento. Bilbao 1990, 
13.
10. R. Haugthon, ¿Un dios con caracteres masculinos?: Concilium 161-163 
(1981) 76.
11. M. Dumais, Las mujeres en la Biblia. Madrid 1987, aporta toda una relación 
de mujeres que aparecen en la Sagrada Escritura.
12 H. Fries, La revelación, en Mysterium salutis, I. Madrid 3 1981, 243.
13. E. Schweizer, La resurrección, ¿realidad o ilusión?: Sel. Teol. 81 (1982) 5.
14 G. Ruiz, La salvación de Dios en los profetas: Estudios Trinitarios 10 (1976) 
373.
15 R. Girard, La violence et le sacré. París 1972,15. 
16. I. Pardes, Countertraditions in the Bible. A feminist approach. Harvard, 
Cambridge 1992,152-156.
17. J. Moltmann, Teología de la esperanza. Salamanca 3 1968, 179. 
18. G. Baril, Feminine face of the people of God. Biblical symbols of the church 
as bride and mother. Middle- green 1991, 72
19. J. Moltmann, Teología de la esperanza. Salamanca 3 1968, 
20. M. de Unamuno, El Cristo de Velázquez. Madrid 2 1957, llO.
21. H. U. von Balthasar, Las tres caras de la esperanza actual: Sel. Teol. 51 
(1974) 214.
22. A. Torres Queiruga, Creo en Dios Padre. Santander 1986, 114. 
23. Ch. Duquoc, La esperanza de Jesús: Concilium 59 (1970) 320.
24. J. I. González Faus, La humanidad nueva, I. Santander 5 1974, 94.
25: W. Kasper, Jesús, el Cristo. Salamanca 51984,103.
26. R. Radford Ruether, Sexism and God Talk. Londres 1983, 137.
27. H. Fries, La revelación, en Mysterium salutis, 1, 263.
28. J. Moltmann, The crucified God. Londres 7ª ed. 1987, 243
29. C. Moeller, Literatura del s. XX y cristianismo, III. La esperanza humana. 
Madrid 1957, 572.
30. GS 39.
31. C. Lubich, La eucaristía. Madrid 1978, 77.
32. W. Pannenberg, La resurrección de Jesús y el futuro del hombre: Sel. Teol. 
76 (1980) 359-361.
33. A. Alaiz, María, vigor y ternura. Profecía del hombre nuevo. Madrid 1989, 
164.
34. M. Rubio, Un rostro nuevo de mujer. Madrid 1989, 117.
35. A. Marriage, Life giving spirit. Responding to the feminine in God. Londres 
1989, 83. La traducción es mía.
36 «Hace un siglo, Charles Maurras felicitaba a la Iglesia por haber 
conservado en latín el Magnificat para atenuarle su veneno... y el fermento 
revolucionario que contiene» J L. Martín Descalzo, Vida y misterio de Jesús de 
Nazaret 1. Salamanca 1988, 95).
37. Marialis cultus, 37.
38. S. D. Welch, A feminist ethic of risk. Minneápolis 1990, 160-161 . 
39. G. Marañón, Soledad y libertad, en Obras completas, Il. Madrid 1973, 110.
40. J. Alfaro, Las esperanzas intramundanas y la esperanza cristiana: 
Concilium 59 (1970) 357.
41. A. H. Maslow, El hombre autorrealizado. Barcelona 5 1983, 134.
42. E. Schillebeeckx, Jesús. La historia de un viviente. Madrid 1981, 599.
43. J. Ratzinger, Más allá de la muerte: Sel. Teol. 51 (1974) 210.

(·GOMEZ-ACEBO-I._10-MUJERES.Págs. 131-166)
Isabel Gómez-Acebo 
Licenciada en ciencias políticas por la U. Complutense de Madrid y 
en teología por la U. P. de Comillas, es profesora de teología en dicha 
universidad. Es miembro fundador de la Asociación de Teólogas 
Españolas.
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Bibliografía 

Alfaro, J., Esperanza cristiana y liberación del hombre. 
Barcelona 1972.

AA.VV., La esperanza: Concilium 59 (1970).

Balthasar, H. U. von, Las tres caras de la esperanza actual: Sel. 
Teol. 51 (1974) 212-220.

Boff, L., Hablemos de la otra vida. Santander 7 1991.

Bultmann, R., Historia y escatología. Madrid 1974.

Ellacuría, I., El pueblo crucificado. Ensayo de soteriología 
histórica: Sel. Teol. 76 (1980) 325-342.

Fraijó, M., Fragmentos de esperanza. Estella 1992.

Kung, H., Eternal life? Londres 1985.

Lohfink, N., Las profecías irrealizadas sobre la esperanza del A 
T y su validez para los cristianos: Sel. Teol. 86 (1983) 111-114.

Metz, J. B., El dios de mi irreductible esperanza mesiánica: Vida 
Religiosa 66 (1989) 25-32.

Moltmann, J., Teología de la esperanza. Salamanca 1968.
El futuro de la creación. Salamanca 1979.

Pannenber, W., La resurrección de Jesús y el futuro del hombre: 
Sel. Teol. 16 (1980) 353-361.

Ratzinger, J., Escatología y utopía: Sel. Teol. 72 (1979) 313-320.
Más allá de la muerte: Sel. Teol. 51 (1974) 204-211.

Tamayo-Acosta, J. J., Religión, razón y esperanza. Estella 1992.