Resurrección y reencarnación
Según el profesor Michael F. Hull
CIUDAD DEL VATICANO, 24 mayo 2003 (ZENIT.org).- ¿Por qué no cree el cristiano en la reencarnación? A esta pregunta respondió el teólogo Michael F. Hull de Nueva York al intervenir en la videoconferencia mundial de teología organizada el 29 de abril de 2003 por la Congregación vaticana para el Clero. Estas fueron sus palabras.
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La integridad de la persona humana (cuerpo y alma en la vida presente y la
futura) ha sido y sigue siendo uno de los aspectos de la revelación divina más
difíciles de entender. Son todavía actuales las palabras de san Agustín:
«Ninguna doctrina de la fe cristiana es negada con tanta pasión y obstinación
como la resurrección de la carne» («Enarrationes in Psalmos», Ps. 88, ser. 2, §
5). Dicha doctrina, afirmada constantemente por la Escritura y la Tradición, se
encuentra expresada de la manera más sublime en el capítulo 15 de la Primera
carta de San Pablo a los Corintios. Y es declarada continuamente por los
cristianos cuando pronuncian el Credo de Nicea: «Creo en la resurrección de la
carne». Es una expresión de la fe en las promesas de Dios.
A
menudo, aun sin el auxilio de la gracia, la razón humana llega a vislumbrar la
inmortalidad del alma, pero no alcanza a concebir la unidad esencial de la
persona humana, creada según la "imago Dei". Por ello, a menudo, la razón no
iluminada y el paganismo han visto «a través de un cristal, borrosamente» el
reflejo de la vida eterna revelada por Cristo y confirmada por su misma
resurrección corporal de los muertos, pero no pueden ver «la dispensación del
misterio escondido desde siglos en Dios, creador del universo» (Ef 3,9). La
noción equivocada de la metempsícosis (Platón y Pitágoras) y la reencarnación
(hinduismo y budismo) afirma una transmigración natural de las almas humanas de
un cuerpo a otro. La reencarnación, que es afirmada por muchas religiones
orientales, la teosofía y el espiritismo, es muy distinta de la resurrección de
la fe cristiana, según la cual la persona será reintegrada, cuerpo y alma, el
último día para su salvación o su condena.
Antes de la parusía, el alma del individuo, entra inmediatamente, con el juicio
particular, en la bienaventuranza eterna del cielo (quizá después de un período
de purgatorio necesario para las delicias del cielo) o en el tormento eterno del
infierno (Benedicto XII, «Benedictus Deus»). En el momento de la parusía, el
cuerpo se reunirá con su alma en el juicio universal. Cada cuerpo resucitado
será unido entonces con su alma, y todos experimentarán entonces la identidad,
la integridad y la inmortalidad. Los justos seguirán gozando de la visión
beatífica en sus cuerpos y almas unificados y también de la impasibilidad, la
gloria, la agilidad y la sutileza. Los injustos, sin estas últimas
características, seguirán en el castigo eterno como personas totales.
La resurrección del cuerpo niega cualquier idea de reencarnación porque el
retorno de Cristo no fue una vuelta a la vida terrenal ni una migración de su
alma a otro cuerpo. La resurrección del cuerpo es el cumplimiento de las
promesas de Dios en el Antiguo y el Nuevo Testamento. La resurrección del cuerpo
del Señor es la primicia de la resurrección. «Porque, habiendo venido por un
hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos.
Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en
Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en
su venida» (1 Cor 15,21–23). La reencarnación nos encierra en un círculo eterno
de desarraigo corporal, sin otra certidumbre más que la renovación del alma. La
fe cristiana promete una resurrección de la persona humana, cuerpo y alma,
gracias a la intervención del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, para la
perpetuidad del paraíso.
En la carta apostólica Tertio millennio adveniente (14 de noviembre de 1994),
escribe Juan Pablo II: «¿Cómo podemos imaginar la vida después de la muerte?
Algunos han propuesto varias formas de reencarnación: según la vida anterior,
cada uno recibirá una vida nueva bajo una forma superior o inferior, hasta
alcanzar la purificación. Esta creencia, profundamente arraigada en algunas
religiones orientales, indica de por sí que el hombre se rebela al carácter
definitivo de la muerte, porque está convencido de que su naturaleza es
esencialmente espiritual e inmortal. La revelación cristiana excluye la
reencarnación y habla de una realización que el hombre está llamado a alcanzar
durante una sola vida terrenal» (n° 9).