REFLEXIONES Y BALBUCEOS SOBRE “EL MÁS ALLÁ”

O modo de vivir ‘a tope’ la vejez

JUAN LUIS HERRERO DEL POZO, 02/06/04

LOGROÑO (LA RIOJA)

Primera parte

ECLESALIA, 03/06/04.- “Vivir a tope” es afirmación privativa de jóvenes, se piensa, y sorprende más bien en boca de ancianos, sobre todo cuando se va a hablar del ‘más allá’ de la muerte. Depende de cómo se haya realizado la carrera de la vida. Cuando se ha buscado vivir intensamente (carpe diem), el sprint final tiene posibilidades de recorrerse con brío, no como declive, por más que se acartone la piel, crujan los huesos y se nuble la vista. Lo que no obsta, al contrario, para que se olfatee ya la meta hacia la que se corre como umbral definitivo. Existe una diferencia abismal entre vivir la vejez con mirada apagada de resignación o con paso decidido de plenificación. La vejez goza de las virtudes de una fruta en sazón, otoñal, serena, jugosa, tierna, gratificante. La esperanza le ha ganado la partida al desasosiego, la inquietud o el miedo. La paz interior tiene más fuerza que el deterioro físico. Han permanecido las amistades que no se alimentaban del interés y el mercantilismo. La mirada se torna más tierna que censora. El bien está venciendo al mal y cada día parece más una broma de mal gusto admitir que tal moderado pero indudable gozo naufragará en la frustración. Al contrario, más que aferrarse al consuelo del recuerdo -frágil- que nos dedicarán los vivos nos anima confiar que los asistiremos nosotros siempre con cercana solicitud por más que no funcionen los móviles entre ambas dimensiones. Tal felicidad se puede vivir sin recelo porque se siente como un anticipo. Entonces sí que cobra sentido el encuentro familiar o de amigos en torno a la mesa (la única eucaristía) como anticipo del festín del Reino. El “más acá” vivido a tope da la medida del “más allá”.

Así pues, algo se puede decir del “más allá” cuando se ha tomado en serio el resto de la carrera previa. Laboriosamente en serio: en las primeras etapas, con inevitables pedagogos -a veces embarazosas andaderas y sumisiones sofocantes- ahora ya aligerado el equipaje de es excesivo lastre religioso, con tono de liberación. Se nos había enseñado a desconfiar de la razón y esperar respuestas externas prefabricadas y caídas del cielo. De tal guisa, se mos había distraído del silencio clamoroso de nuestra conciencia, de la “soledad sonora” en la que susurra Dios en lo profundo del ser, desde siempre y a todos. Cuando Pilato preguntó a Jesús por la verdad, de estar presente, la autoridad religiosa hubiera respondido con una algarabía de palabras y definiciones; Jesús, en cambio, como mejor maestro, permaneció en silencio. Con su vida lo había dicho todo. Por mi parte, a ésta prefiero remitirme, pues, en el silencio de mi conciencia, acompañado de tanta gente honesta que ha escuchado el silencio.

Por ello mismo temo cada día más la palabrería sobre todo si se queda en logomaquia. De tal modo que no aventuro sin verdadero pudor estas ya viejas reflexiones, algunas más especulativas de juventud, otras más enjundiosas de la vejez.

Reflexionando desde la razón integral

Para hablar del “más allá” no parto de ninguna afirmación dogmática. Tampoco puedo encerrarme, en plan positivista, en la razón instrumental, en lo empíricamente verificable: nadie ha vuelto a contarnos nada. Pero entiendo que la razón humana ‘integral’, mente y corazón, afincada en los sentidos, no se agota en ellos, permanece abierta y se interesa también por los enigmas del ser pese a que, no siendo éste transparente, el buceo en él no arroje resultados evidentes; es decir, sin ser ‘universalizables’ apodícticamente, tampoco son rechazables y menos indignos de consideración. Pertenecen a ese ámbito de explicación sensata y coherente de las cosas que no constriñe a la afirmación aunque serena la búsqueda y libera el espíritu para la acción.

De qué se trata

Se trata de una tesis muy limitada: es razonable apostar por la permanencia del ser humano más allá de la muerte (tal vez, precisamente a causa de ella); no de la creencia popular tradicional en un retorno a la vida o revivificación del cuerpo, ni ahora ni al final de la historia. Esto sí que choca no sólo con toda verificación empírica, sino con lo sensatamente razonable e incluso con la teología actual no integrista. Dicho de otro modo, sólo afirmamos que, pese a la muerte, la persona como tal no tiene porqué quedar abocada a la inexistencia y que parece más razonable que sea indestructible. La que en la tradición judía tardía y posterior cristiana se ha denominado ‘resurrección’ no es un retorno a la vida entre los vivos, ni un don milagroso y sobrenatural después de la muerte, ni es algo nuevo y específico sólo debido a la resurrección de Jesús. Para el cristiano, ésta no fue un hecho nuevo en la historia y, menos aún, empíricamente constatado en el sepulcro vacío o las apariciones. Pero en la medida en que fue vivida por los discípulos como experiencia interior fuerte, como relectura liberadora del itinerario y fracaso final de Jesús, puede constituir para otros una experiencia recuperable, dadora de sentido y esperanza. Pero no adelantemos etapas. Entiendo, pues, como afirmación razonable que, pese a la muerte la persona es indestructible y pervive de modo plenificado. No sin embargo conforme a la secuencia tradicional: muere lo físico, se libera el alma y se separa y, al final de los tiempos, volvemos todos a recuperar el cuerpo vuelto a la vida. Entiendo antes bien la muerte como enigmática metamorfosis de lo orgánico en lo espiritual, en el mismo instante en que aquella adviene.

La apertura a un mayor sentido.

Esta perspectiva, diferente de la tradicional del imaginario cristiano, responde, a mi entender, a un porqué más inteligible, de mayor sentido y coherente con una razón abarcadora e integral, en lo personal y en lo histórico. De mayor sentido que su negación, aunque ésta parezca avalada por la experiencia sensible. Para ésta todos morimos y no existe ninguna evidencia de que permanecemos después de la muerte, salvo en el recuerdo y las consecuencias de nuestra actividad. Pero tampoco prevalece la evidencia de lo contrario. Más bien, en una comprensión holística del ser humano y de la historia, parece haber mejores razones y mayor sentido y coherencia en la supervivencia de la persona que en su desaparición total.

¿Dónde encontramos ese mayor sentido?

Pienso que existe un dato histórico: todas las culturas lo dan por bueno al actuar con sus difuntos en conformidad con la convicción, o la confianza al menos, de algún modo de permanencia después de la muerte. Hasta la propia tradición hebrea, más ‘materialista’ que sus coetáneas, alcanzó aunque muy tarde (tiempo de los Macabeos) la esperanza de la resurrección. Antes creían en una cierta pervivencia oscura y difusa (el sheol).

Sin duda, tal convicción es un hecho constatable aunque, pudiendo ser ilusoria, no alcanza la categoría de prueba. Podía simplemente significar una finta del instinto vital exagerado, simple repugnancia a lo inexorable de la muerte. Ahora bien, de eso precisamente se trata, de indagar si tal no resignarse a la muerte es pura aspiración ilusoria o si, al contrario, traduce algún mecanismo estructural profundo del ser inteligente ¿Es simple y pura quimera o más bien la manifestación de una necesidad innata de sentido? ¿Algo denotativo y específico del ser inteligente?

Anhelo universal e irreprimible de felicidad.

En este punto es precisamente donde, en los tanteos de las culturas acerca de lo que ocurre después de la muerte, muchos pensadores han detectado una aspiración, un anhelo del ser humano; deseo con frecuencia adormecido aunque jamás superado por cualquier racionalidad, por ser constitutivo de la felicidad perseguida en su plenitud. Un deseo tan hondo que su frustración parece atentar a la misma configuración radical del ser y a las condiciones de su inteligibilidad. En este ámbito es donde reaparece una y otra vez, insoslayable, la pregunta tenaz de la mente por un ‘mayor sentido’: si el ser humano (o la historia) desaparecerán un día y se sumirán en la nada, ¿no parece una contradicción de la naturaleza, un fraude existencial el hecho -no explicable sólo por la cultura- de albergar una ansia irreprimible de supervivencia? ¿no se da mayor sentido en su satisfacción que en su frustración? El argumento, que J. A. Marina opone a González Faus contra la valoración supuestamente engañosa que éste hace de tal deseo, a mi entender yerra manifiestamente el tiro. Marina arguye: la sed no demuestra la existencia de la fuente. De acuerdo, pero un organismo, compuesto casi enteramente de agua y que nunca pudiera saciar su sed por no existir el agua constituiría una contradicción. Estaría tan mal diseñado como un motor de explosión para el que no existiera carburante alguno. El argumento se vuelve en contra del insigne filósofo que es J.A. Marina: es precisamente la existencia de carburante lo que explica un semejante motor. Es Dios, reverso oculto del ‘más allá’, quien no puede hacer emerger dentro de la evolución cósmica (sería una contradicción, si bien se analiza) una mente inteligente y libre que no esté abierta por su esencia a la infinitud del deseo. Dios y ‘el más allá’ entran dentro del mismo paquete de la pregunta existencial por la trascendencia. Se aceptan o se rechazan juntos. (Más a la raíz de la tensión del deseo habría que remontarse a la dinámica de la evolución: ¿puro azar o finalismo? ¿ciego determinismo o ‘mente’ ordenadora (Alfred R. Wallace versus Darwin, Bateson versus Monod)?)

Lo que sí importa subrayar es que tal ‘deseo innato’ no es igualmente perceptible en todos los casos: aparte de que se manifiesta de muy diversas maneras, lo hace con acentos más o menos acusados en cada psicología humana concreta. La conciencia es enormemente modulable: puede arrastrarse por el suelo de lo trivial, obturar su horizonte y limitarlo a lo estrictamente empírico o bien afinarse abriéndose a perspectivas altamente altruistas y espirituales. La conciencia orienta el comportamiento y las opciones de vida pero, a su vez, éstos la condicionan. Así, por ejemplo, no cabe duda que el consumismo, el afán de lucro o la ambición ciegan otras muy diversas modulaciones de la vivencia.

¿Apuesta, pues, por el sentido o por el absurdo?

¿Se puede afinar más en el porqué coherente del ‘más allá’? Opino afirmativamente, aunque sean variaciones de la misma melodía.

La muerte es la experiencia bruta de la finitud; la supervivencia sería la apertura a la trascendencia. Finitud y trascendencia serían los dos extremos de la paradoja de la realidad y traducirían el modo dialéctico que parece exigir la realidad para ser más bien inteligible y coherente que opaca y sin sentido: siempre aspiramos a algo más allá de lo que alcanzamos en la inmediatez. Lo limitado y finito está preñado de deseos y posibilidades de infinito. Sería achatar y reducir la realidad suprimiendo uno de los dos polos que mantienen la dialéctica en tensión.

Otra variante en la que se acrecienta el absurdo frente a la aceptación del sentido es la estridencia intolerable del dolor de las víctimas. Por supuesto que de la mayor parte de las víctimas somos nosotros responsables y sería puro cinismo y abyecta insensibilidad delegar en otros o en Dios, aquí o en el más allá, nuestra responsabilidad. Los agnósticos humanistas sí que dan ejemplo en esto a tantos creyentes perversamente narcotizados (el famoso ‘opio del pueblo’). Pero nuestra incuria irresponsable recae ante todo sobre nosotros mismos porque no puede afectar, de modo irreversible, a los millones de inocentes, víctimas irredentas caídas en la cuneta de la historia ¿No es el mayor de los absurdos pensar que el verdugo triunfará finalmente y de forma tan universal sobre las víctimas? Precisamente porque un ‘más allá’ beatífico sin un ‘más acá’ laboriosamente samaritano es repugnante cinismo, éste último no tolera quedar suplantado por aquel. El ‘más allá’ es sólo despliegue del quehacer histórico y, en cualquier eventualidad, su recuperación y sanación.

Toda esta argumentación responde a una constante de la naturaleza humana inteligente, la búsqueda de sentido. ¿Es posible avanzar algo más en la comprensión del más allá? ¿Se puede dar algún paso ulterior en la resolución de la aporía entre la muerte como hecho ineluctable y alguna supervivencia del ser? Aquí es donde tal vez aparecen más preguntas que respuestas. Pero merece la pena intentarlo. Pidiendo disculpas por la osadía lo haré desde dos ángulos, una lectura sensata del caso Jesús (entre otros) y una reflexión sobre la paradójica vivencia de la vejez.

Cómo la muerte no es meta sino umbral

¿Es la muerte la última palabra de la vida? Cada persona, cada religión ha articulado en un determinado imaginario religioso la expresión de su esperanza en un futuro superador de la finitud y, al parecer, necesitado de trascendencia. El “más allá” es la otra cara del salto a la trascendencia de Dios, pero una transcendencia/inmanencia, un Dios-para-nosotros, sentido último de nuestro peregrinar, reverso del cosmos y su cálido útero nutricio (ver mi art. “La Diosa-Madre o el útero tibio del cosmos”, inédito).

Todas las culturas y/o religiones tienen sus buenos maestros. Para los creyentes cristianos uno de los grandes reveladores del sentido de la historia, personal y colectiva, y por lo mismo revelador de Dios, es Jesús de Nazaret. A Dios no lo podemos conocer en sí mismo: todo lo que digamos más allá de la afirmación de ‘lo que no es’ es huera especulación. De Dios sólo se puede decir ‘lo-que-es-para-alguien’ y, en este ámbito, Jesús ha sido y es como un espejo-de-Dios-para muchos y, en virtud de ello, un manifestador de sentido en la historia. Jesús descubre cómo vive a Dios cuando le trata como “papá” (‘abba’, ¡algo inaudito!), el suyo y el de todos (“mi padre y vuestro padre”) y cómo es justamente esto lo que le empuja a apostar hasta dejarse la piel a favor de los que no cuentan, los huérfanos, los marginados, los pecadores, los vencidos, los pobres. Finalmente Jesús de Nazaret manifiesta la mejor forma de vivir a Dios cuando, mediante nuestro seguimiento de esa su opción de vida, emerge en la historia un poco más de sentido, de alegría y de esperanza y, sobre todo, la urgencia de una apuesta samaritana fuerte. Al cristiano le basta esto que es lo único importante. El resto, teología, liturgias, instituciones, poderes sagrados... más vale mantenerlos a raya y desconfiar, no sea que perturben y desplacen lo único importante. No sirven más que en la estricta medida en que en todo ello se trasparenta la vivencia diaria de la experiencia de Jesús a la que el cristiano suele traicionar demasiado ¿Hemos caído en la cuenta realmente quienes nos pretendemos cristianos de en qué medida el hecho Jesús iluminó la historia y hoy ayuda a interpretarla como preñada de sentido?

Fin de la primera parte.

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