EL JUSTO SOLIDARIO DE LOS PECADORES


REDENCION/QUE-ES J/SALVADOR:SV/REDENCION:
El pensamiento cristiano no cesa de escrutar este misterio que está 
en el centro de su fe. ¿Cómo se cumple esta salvación mediante la 
Cruz? ¿Qué significa: «murió por nosotros, derramó su sangre por 
nuestros pecados?». ¿Cómo la muerte de uno solo puede ser 
salvación para todos? Siguiendo a Pablo, a la carta a los Hebreos, al 
Apocalipsis, reflexionando sobre los datos evangélicos, la teología se 
orientará en dos vías divergentes y complementarias para obtener 
una comprensión más profunda de esta muerte y resurrección de 
Cristo por nosotros. El primer camino es el de la «sustitución»: murió 
«por nosotros», es decir, «en lugar nuestro»; el segundo es el de su 
«solidaridad» murió «por nosotros» porque, por amor, El no forma 
más que uno con nosotros. Explorar estos dos caminos es descubrir 
una luz nueva acerca de lo que será la entraña del proyecto de Dios y 
el centro de la historia de los hombres: la realización de la salvación 
de todos mediante la Cruz de Cristo. 

La línea de la sustitución 
Esta línea de búsqueda teológica nos viene sugerida por las 
palabras mismas que Jesús emplea en los evangelios para anunciar y 
esclarecer su muerte en la Cruz: «Dar su vida como rescate por la 
multitud» (Mc 10,45). «Esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que 
va a ser derramada por la multitud» (Mc 14,24). 
Todo permite pensar que estas palabras son «palabras mismas» 
del Señor. Tales palabras orientan ya la reflexión cristiana hacia dos 
modos de expresión: el lenguaje cultual y el del derecho penal. Uno y 
otro se hallan profundamente enraizados en el Antiguo Testamento. 

El lenguaje del culto: Cristo derramó 
su sangre como sacrificio por nosotros 
La sangre de Cristo derramada por la multitud es la sangre del 
Cordero sin mancha, en razón de la cual Dios preserva en Egipto las 
casas de los israelitas. Jesús toma una de las tres copas de bendición 
que circulaban durante la comida pascual que conmemoraba la salida 
de Egipto por parte de los judíos y su comentario explicativo hace de 
ella la copa de su sangre derramada por todos. Junto con Juan y la 
primera carta de Pedro, antes del Apocalipsis, Pablo recogerá este 
tema de la sangre del Cordero ofrecido en sacrificio de expiación por 
la salvación de todo el pueblo. Jesús murió «como sacrificio por el 
pecado» (Rm 8,3) porque «Dios le destinó a que sirviera de expiación 
por su propia sangre» (Rm 3,25). En efecto, «Cristo nos amó y se 
entregó a sí mismo a Dios por nosotros como ofrenda y víctima de 
suave aroma» (/Ef/05/02). 
J/MU/POR-NOSOTROS:Pero he aquí que nos vuelven a la 
memoria las palabras con las que Jesús mismo anunció e interpretó 
su muerte: murió por nosotros. «Porque el Hijo del Hombre no ha 
venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la 
multitud» (Mc 10,45). Y en la hora misma de su pasión, al instituir la 
Eucaristía, que la realiza entre nosotros hasta el fin de los tiempos, 
dice: «Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros» (/1Co/11/24), 
y también: «Esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que será 
derramada por la multitud» (Mc 14,24). Cuando dice «por vosotros», 
«por la multitud», significa por todos. San Pablo resume esta certeza 
de fe escribiendo a los Corintios: «Cristo murió por nuestros pecados» 
(/1Co/15/03). «El término por nosotros (en griego: hyper) tiene en 
estos textos un triple significado: 1) a causa de nosotros; 2) por 
nosotros, en favor nuestro; 3) en lugar nuestro. Los tres significados 
están presentes y son pretendidos porque se trata de afirmar que la 
solidaridad de Jesús es verdaderamente el centro de su humanidad» 
(1). Jesús murió por todos y nos salvó mediante su Cruz porque su 
sangre derramada como sacrificio a Dios fue aceptada por El como 
expiación por los pecados del mundo (cfr. Rm 5,9; Col 1,20; Ef1,7). 
Este tema fundamental tiene la ventaja inmensa de ligar el misterio 
de salvación en Jesucristo a toda la liturgia sacrificial del Antiguo 
Testamento, a la Pascua judía, y de introducir maravillosamente la 
realización y la superación de todos estos sacrificios en la Eucaristía, 
como demostrará la carta a los Hebreos. 

El lenguaje del derecho: Cristo da su vida 
como rescate por la multitud
Por rico que sea el tema que hemos considerado de la ofrenda 
expiatoria de la sangre de Jesús por la salvación de todos, no dice 
todo y no agota la riqueza del misterio. Hay otro lenguaje, tomado esta 
vez del derecho penal, que acabará por ser preponderante y por dar 
su nombre al conjunto del misterio, que vendrá a denominarse en el 
lenguaje teológico «la redención». 
Una frase del propio Jesús abre la investigación en este sentido, 
cuando dice que El ha venido para dar «su vida como rescate por la 
multitud» (/Mc/10/45). 
También esta expresión trae a la memoria el Antiguo Testamento. Y 
en primer lugar, los grandes textos de Isaías: «No temas, gusano de 
Jacob, oruga de Israel..., tu redentor es el Santo de Israel (Is 41,14). 
«Habiendo pagado con su persona, mi Siervo... llevó los pecados de 
las multitudes y por los pecadores vino a interponerse» (Is 53,11-12). 
Estos textos evocan en sí mismos la primera «redención», la de 
Egipto, cuando Dios se interpone para liberar a su pueblo (Ex 6,6; Sal 
74,2). San Pablo recoge este tema en la carta a los Romanos: «Todos 
los que creen en El... son gratuitamente justificados por su gracia en 
virtud de la redención (apolytrosis) realizada en Cristo Jesús» (Rm 
3,24). Aquí el término evoca a la vez «la redención de la esclavitud 
egipcia otorgada por Dios a su pueblo..., pero también el precio 
pagado por la redención de un prisionero o el rescate de un cautivo» 
(2).
Los términos «remisión», o rescate, o «redención», son, pues, de 
una gran riqueza de sentido y poder de evocación. En el plano 
colectivo es la liberación de un pueblo de la esclavitud; en el plano 
personal es la liberación de un esclavo. «Frente a un viviente caído 
en la miseria o en la esclavitud, el redentor paga sus deudas o le 
rescata él mismo» (cfr. Lev. 27) (3). 
Todavía hay más: cuando Pablo escribía, la esclavitud causaba 
todavía estragos y ocurría, como se vería en tiempos de las 
Cruzadas, que un cristiano se entregaba a sí mismo como esclavo 
para libertar a un hermano caído en esclavitud. Se entregaba, pues, 
en el sentido más fuerte de la palabra, como «rescate», a fin de 
liberarle. ¿Cómo imaginar una expresión más fuerte del amor que ese 
entregar la propia libertad en favor de la liberación de otro hermano? 

Todo ese conjunto tan rico de realidades espirituales es el que 
evoca para siempre el término redención. Caídos bajo la esclavitud 
del pecado y de la muerte, nosotros éramos incapaces para siempre 
de liberarnos a nosotros mismos, como esclavos que no poseen nada 
propio para pagar el rescate de su liberación. Llegó Jesús, el único 
Justo que no tenía ninguna deuda que pagar por sí mismo, tomó 
sobre sí todas nuestras deudas y pagó nuestro rescate, no a precio 
de oro ni de plata, sino al precio de su sangre, es decir, dándose a sí 
mismo en lugar nuestro, para reconciliarnos con Dios. De este modo, 
renueva en su sangre la Alianza y nos da la señal del amor más 
perfecto: «Porque no hay mayor amor que el dar la propia vida por los 
que uno ama» (Jn 15,13). 
Sin embargo, estas expresiones del misterio de la salvación 
conforme al registro del derecho penal, con sus términos de 
redención o de rescate, tienen sus límites y hasta sus inconvenientes. 

Partiendo de esos datos escriturísticos, la tradición teológica se 
preguntó indefinidamente a quién había podido Jesús crucificado 
entregar el precio de nuestra redención. 
SATISFACCION/EXPIACION:Llegaron algunos a 
imaginar un tipo de retención por parte del demonio sobre la 
Humanidad a partir del pecado original, un derecho que habría 
adquirido sobre el hombre por el pecado de éste. En ese caso, Cristo 
entregaría su sangre en la Cruz y daría su vida al diablo como rescate 
por la liberación de los hombres. Esta teoría de los «derechos del 
demonio», cuya fuente se ha querido ver en San Ireneo, está 
desprovista de fundamento escriturístico; las refutaciones de San 
Gregorio Nacianceno y de San Juan Damasceno la desacreditaron 
definitivamente. 
La teología de la «satisfacción», elaborada por ·Anselmo-SAN, 
tendrá mayor vigencia y continúa inscrita en muchas conciencias 
cristianas. El hombre pecador ha menoscabado el honor de Dios, 
cuya dignidad es infinita. El es incapaz de reparar el mal que fue 
capaz de hacer. Dios, entonces, en su misericordia, y para respetar 
los derechos de su justicia, envía a su Hijo, quien se encarna entre los 
hombres, para pagar en nombre de éstos el precio de su redención 
mediante su sangre derramada en la Cruz. El peso de su sufrimiento 
inocente compensará y superará el peso del pecado. He ahí por qué 
«Dios se hizo hombre», «Cur Deus homo», y cómo su sangre fue 
entregada por la multitud (4). 
Una teología de este género tiene la ventaja de una perfecta 
racionalidad. ¡Parece tan perfectamente clara que se llega con ella a 
una especie de explicación del misterio! 
No obstante, se escapa en ella lo esencial. El espeso velo del 
juridicismo oculta para siempre, a la mirada del creyente, el verdadero 
rostro de Dios. 
Para reparar la injuria sufrida por el Padre, el Hijo sufre y muere. 
¿Qué Padre es éste, encolerizado contra sus propios hijos, que no se 
aplaca si no es recibiendo, en la debida forma, la sangre del Hijo 
único derramada en la Cruz? Tal intercambio en forma de contrato 
reduce la Alianza a una cuenta de «debe» y «haber» entre el hombre 
y Dios. ¡Con la muerte de Cristo, Dios obtiene su cuenta y queda 
«satisfecho»! 
En tal perspectiva es sólo la pasión la que salva, la sangre 
derramada que paga por el pecado. Semejante manera de concebir 
las cosas dejará por mucho tiempo en la sombra el valor salvífico de 
la resurrección de Cristo y el significado fundamental del misterio 
pascual como paso por la muerte para entrar en la Vida. Estamos 
apenas saliendo de la gran tiniebla que tales teorías proyectaron 
sobre la esencia misma del misterio de la salvación, 
A/SUFRIMIENTO/SV:SV/A-SUFRIMIENTO:SFT/A/SV:Tales 
deformaciones no han dejado de tener consecuencias prácticas 
extremadamente graves. De ahí proviene esa búsqueda del 
sufrimiento físico y de los derramamientos de sangre en los 
monasterios de otros tiempos. De ahí también esa tranquila y casi 
satisfecha indiferencia de tantos superiores ante el sufrimiento de sus 
hermanos o de sus hermanas. De ahí esa resignación fácil ante el 
sufrimiento de los pueblos y esa apatía colectiva para luchar contra el 
mal del hombre y el sufrimiento de los pobres. Teresa del Niño Jesús 
encontrará todavía en el Carmelo de su tiempo, expresadas y vividas, 
las secuelas de tales mentalidades doloristas. Ella traerá al Carmelo y 
a toda la Iglesia una verdadera liberación espiritual al revelarnos, en 
la luz de Jesús, que «sólo el Amor salva». 
Efectivamente, un grave daño causado a la Iglesia por tales teorías 
es el haber ocultado casi por completo, durante siglos, el verdadero 
lenguaje en que ha de expresarse el misterio de la salvación mediante 
la Cruz, que es el de la solidaridad por amor 

El lenguaje del amor: el justo se 
hace solidario de los pecadores 
Escribe Walter ·Kasper: «El futuro de la fe dependerá en gran parte 
de la forma en que se logre conciliar la idea bíblica de representación 
y la idea moderna de solidaridad» (5). 
Desde esta perspectiva, es toda la vida de Jesús, todo su misterio 
desde su encarnación en el seno de la Virgen María hasta su 
exaltación para siempre a la derecha del Padre, pasando por su 
muerte y su resurrección, los que son para nosotros y para todos 
fuentes de salvación. En todo su ser, en todo su obrar, en toda su 
misión, El es el Salvador. 
Sin embargo, sigue siendo verdad que si se quiere captar en un 
momento preciso de su historia y en un acto determinado de su vida 
la realización del misterio de la salvación, es al pie de la Cruz donde 
hemos de detenernos. 

La Cruz: solidaridad de Cristo con los pecadores 
J/MU:VIERNES SS: Nos resulta difícil actualmente darnos cuenta 
de lo que la Cruz, el suplicio de la Cruz, representaba para los 
contemporáneos de Jesús. Parece ser que Jesús tomó conciencia 
bastante rápidamente durante su ministerio público, sobre todo 
después de la muerte sangrienta de Juan Bautista y de la amenaza de 
muerte que pesaba sobre El. Nada permite afirmar que todos los 
anuncios de la pasión que se encuentran en los evangelios se hayan 
añadido posteriormente. Desde el momento de la profesión de fe de 
Pedro de Cesarea, Jesús habla de ello a sus discípulos: «Desde 
entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que El debía ir 
a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos 
sacerdotes y los escribas, y ser condenado a muerte y resucitar al 
tercer día» (Mt 16,21; cfr. Mc 8,32; Lc 9,22). 
Pero se puede pensar que El prevé para sí la muerte de los 
profetas, la lapidación. Se situaba a sí mismo en la descendencia de 
los profetas. A sus compatriotas de Nazaret que rehúsan creer en El, 
Jesús les dice: «Un profeta sólo en su tierra y en su casa carece de 
prestigio» (Mt 13,57). Anuncia persecuciones a sus discípulos porque 
es la suerte de los profetas: «De la misma manera persiguieron a los 
profetas anteriores a vosotros» (Mt 5, 12; cfr. Mt 23,30-31). 
El profeta acaba su misión siendo mártir: su sangre derramada 
apela a la justicia de Dios: «Desde la sangre del justo Abel hasta la 
sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el 
Santuario y el altar» (Mt 23,35). La muerte del profeta, bajo los golpes 
de quienes le abaten, es una muerte violenta, pero se convierte en 
seguida en una muerte gloriosa. Dios justifica a aquellos a quienes los 
hombres condenaron; los hijos de sus verdugos les levantan 
mausoleos. Es una especie de ley de la historia. Los fariseos la 
conocen bien: «Hipócritas, que edificáis los sepulcros de los profetas 
y adornáis los monumentos de los justos» (Mt 23,29). La lapidación es 
casi el término normal de la misión de un profeta y también el 
cumplimiento y casi la consagración de esa misión. Su martirio 
completa, cierra su mensaje, y Dios mismo ratifica la misión que el 
mártir ha sellado con su sangre. 
No ocurre lo mismo con la Cruz. Jesús no tendrá la muerte de los 
profetas, sino la de los bandidos. Será entregado a los romanos para 
sufrir el suplicio más infamante, el que un judío no puede imponer a 
otro judío, ni un romano hacer padecer a otro ciudadano romano, el 
reservado a los malhechores y a los esclavos. Aparecerá desnudo a 
los ojos de todos, clavado en el patíbulo de la infamia, a las puertas 
de la ciudad, con el motivo de su condena inscrito encima de su 
cabeza. 
CZ/MALDICION:CZ/GLORIFICACION:Y algo peor aún. El clavado 
en el madero de la cruz no sólo es despreciado de todos, sino que es 
maldito de Dios. Todo el mundo conoce el texto del Deuteronomio: 
«Maldito el que pende del madero» (/Dt/21/23). La crucifixión de 
Jesús es, al parecer de todos, la desaprobación de Dios: es maldito. 
Este hombre que anunciaba una religión nueva, una superación de la 
ley, este hombre que se oponía a las más altas autoridades religiosas, 
a las instituciones más venerables, al sábado, al templo, pudo, por un 
instante, ser tenido como un enviado de Dios, debido a los signos que 
hacía. Se pudo pensar que era un nuevo profeta, el profeta. Era tal su 
prestigio, que hasta el último momento cupo esperar que se levantara 
un testigo de descargo o se produjera una intervención de Dios en su 
favor, como antaño en favor de Daniel. Pero no se levantó nadie y 
Dios no intervino. Le han cogido y El no se ha soltado; le han 
condenado y nadie le ha justificado; le clavaron en la cruz entre dos 
malhechores y no hubo señal alguna de que Dios le protegiera. Por lo 
tanto, se acabó. Se acabó todo. Sus enemigos triunfan; es Dios 
mismo quien les da la razón: «Los sumos sacerdotes, junto con los 
escribas y los ancianos, se burlaban de El diciendo: A otros salvó y a 
sí mismo no puede salvarse...; que baje de la cruz y creeremos en El. 
Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de 
verdad le quiere, ya que dijo: Soy Hijo de Dios» (/Mt/27/43). Pero 
nada, ninguna respuesta a este desafío. A excepción de unos pocos 
fieles, entre los que se encuentra María, su madre, sus discípulos 
están desconcertados. Está en cruz, ha muerto en cruz, despreciado 
de los hombres, rechazado por Dios: ¡nos hemos equivocado! 
Es a la luz de la resurrección como la Iglesia naciente descubrirá el 
significado de la Cruz. No hace falta endulzar el escándalo: «Nosotros 
predicamos un Mesías crucificado: escándalo para los judíos, locura 
para los paganos, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, 
es Cristo, poder de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1,23). De este 
Jesús crucificado, de este Salvador mediante una cruz, hace Pablo el 
centro y como el todo de su predicación. Escribe a los Corintios: «He 
decidido no saber nada entre vosotros más que a Jesucristo 
crucificado» (1 Co 2,2). Y a los Gálatas: «En cuanto a mí, Dios me 
libre de gloriarme más que de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo (Ga 
6,14 ) . 
A su vez, nosotros necesitamos entrar hoy en esa «sabiduría de 
Dios» que es la realización de la salvación de todos mediante 
Jesucristo crucificado «expuesto a nuestros ojos» (Ga 3,1). 
No es preciso retroceder ante la paradoja de esta «maldición» del 
Salvador. Hay que asumirla por completo y hacer que brote de ella 
una luz maravillosa. No es casualidad que los discursos de Pedro en 
los Hechos de los Apóstoles evoquen la muerte de Jesús bajo este 
aspecto, el más desconcertante del «maldito sobre el madero»: «El 
Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros habíais 
ejecutado colgándole del madero» (Hech 5,30). Y en casa de Cornelio 
habla también de Jesús en estos términos: «A El, a quien los judíos 
suprimieron colgándole del madero Dios le resucitó al tercer día» 
(Hech 10,39; cfr. 1 Pe 2,24). 
Con mayor fuerza aún, dice Pablo a los Gálatas: «Cristo nos 
rescató de la maldición de la ley, haciéndose El mismo maldición por 
nosotros pues dice la Escritura. Maldito todo el que está colgado de 
un madero» (/Ga/03/13). Y de forma más paradójica aún, a los 
Corintios: «A quien no había conocido pecado, por nosotros le 
identificó con el pecado, a fin de que, por su medio, viniéramos a ser 
justicia de Dios (/2Co/05/21). Jesús maldito por nosotros identificado 
con el pecado por nosotros. Ese es, para terminar, el misterio de la 
salvación mediante la Cruz. Todas las etapas de su suplicio cobran 
valor a esta luz que nos revela el desconcertante designio de Dios 
sobre El: «fue entregado en manos de los pecadores», «fue colocado 
en la categoría de los malhechores», murió entre dos bandidos, al 
nivel mismo que ellos, el de la cruz. Se cumplió así en El lo que Isaías 
anunciaba del Siervo sufriente: 
No tenía apariencia ni presencia; 
ni aspecto que pudiésemos apreciar. 
Despreciable y deshecho de hombres, 
varón de dolores y sabedor de dolencias... 

Nosotros le tuvimos por azotado, 
herido de Dios y humillado. 
Pero El ha sido herido por nuestras rebeldías, 
molido por nuestras culpas... 
y con sus cardenales hemos sido curados (Is 53,2-5) 
.
El Cordero que lleva
el pecado del mundo 
J/CORDERO: Nos quedaríamos en la superficie de las cosas si 
hiciéramos un viacrucis que nos llevara a contemplar solamente los 
sufrimientos físicos de Jesús y aun simplemente su humillación 
humana en el plano social. El misterio es interior. Así como la 
resurrección no es sólo una victoria sobre la muerte física en orden a 
una renovación de vida biológica, sino una victoria sobre el pecado en 
orden a una vida nueva en la justicia con Dios, así en su pasión Jesús 
no paga únicamente el tributo del sufrimiento físico en sus miembros y 
en su cuerpo, en participación con todo el sufrimiento humano de la 
tortura y de la abyección de los hombres, sino que, más todavía, se 
hace solidario del sufrimiento más oculto, el más atroz, el más 
insuperable, el sufrimiento mismo del pecado. 
Tal es la paradoja de la salvación: el que es inocente llevó en su 
carne y en su corazón, en su alma y en su espíritu, el indecible 
sufrimiento de los pecadores. Y esto, no en virtud de una imputación 
jurídica que haría cargar al inocente con la pena de los culpables, 
sino por una solidaridad de amor que hace que el que ama se 
identifique por amor con aquel a quien ama, aunque sea miserable 
por ser pecador. Tal es la lógica del amor, la revelación del misterio 
de Dios. 
J/SOLIDARIO:Hay dos grandes momentos de la pasión que nos 
hacen presentir este misterio de la solidaridad de amor de Jesús con 
los pecadores: su agonía y su oración en la Cruz. 
Algunos exegetas, tanto protestantes como católicos, han querido 
hacer de Cristo crucificado «un condenado» en el sentido más fuerte 
de la palabra: Cristo rechazado de Dios, el Hijo maldecido por el 
Padre. Semejante pensamiento es absolutamente aberrante. Jamás 
estuvo Jesús tan unido a su Padre en el Espíritu de amor filial como 
en el Huerto de Getsemaní, cuando ora: «Abba, Padre, no mi 
voluntad, sino la tuya», o cuando en la cruz dice: «Padre, en tus 
manos encomiendo mi espíritu». Afirmar lo contrario es tan insensato 
como pretender que Teresa del Niño Jesús perdió la fe al final de su 
vida. Jamás la fe de Jesús fue tan ardiente y tan viva como en aquella 
noche. Tiene razón el P. Feuillet al escribir: 
«Hay que rechazar absolutamente la idea de que Cristo fuera 
realmente abandonado por Dios y mirado por El como el mayor de los 
pecadores. Es imposible que aquel que hasta en la escena de la 
agonía atestigua su conciencia de ser el Hijo de Dios en un sentido 
único, cuando exclama: «¡Abba, Padre!», haya podido estar ni un solo 
instante separado de Dios» (6). 

J/PASION-MU:Pero es muy cierto afirmar que el Señor Jesús en su 
agonía no sólo sufrió por el pecado, sino que sufrió muy 
profundamente el pecado. No sólo tomó sobre sí de manera jurídica la 
pena del pecado, que habría expiado mediante sus sufrimientos 
físicos y su sangre derramada en la Cruz; experimentó en sí mismo 
todos los sufrimientos de los pecadores, aun aquellos mismos -los 
más crueles- que nacen de su alejamiento de Dios. El no fue pecador, 
pero antes que Teresa, y más que ella, se hizo solidario del 
sufrimiento de los pecadores. El no fue condenado, pero aun 
permaneciendo perfectamente unido al Padre, padeció el sufrimiento 
de los réprobos. En el Huerto de los Olivos «Jesús estaba más unido 
al Padre que nunca, pero en la angustia y el sudor de sangre, en la 
experiencia del desamparo...» (7). Les dice a sus discípulos: «Mi alma 
está triste hasta morir de esa tristeza» (Mt 26,38). Como escribe 
también el P. A. Feuillet: «Parece que en el curso de su Pasión, 
primero en Getsemaní y quizá más todavía en el Calvario, Jesús, para 
expiar los pecados de la Humanidad, quiso voluntariamente 
experimentar en su humanidad la angustia y la soledad de los 
hombres separados de Dios por sus pecados» (8), es decir, el 
sufrimiento mismo de los réprobos.
Como escribe el P. Urs von Balthasar: «La angustia del monte de 
los Olivos es una solidaridad en el sufrimiento con los pecadores» (9). 

Es este, sin duda, el aspecto más profundo, el más atroz, pero 
también, en definitiva, el más salvífico de la Pasión de Jesús. Fue por 
nosotros, pecadores, por lo que El sufrió la congoja del pecado en lo 
que de más cruel tiene esa angustia: la soledad de parte de los 
hombres y la soledad misma de parte de Dios. Agonía: misterio de la 
soledad de Jesús, misterio de Jesús abandonado. 
¿No es eso también lo que Jesús quiere hacernos entender con el 
gran grito que lanza desde lo alto de la cruz?» «A partir del mediodía 
hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta las tres. Hacia las tres, 
exclamó Jesús con fuerte voz: Eli, Eli lamá sabactaní», es decir: «¡Dios 
mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). El 
evangelio de Mateo nos transmite la versión aramea de las palabras 
de Jesús, como si aquel grito del Crucificado se hubiera grabado para 
siempre en el corazón de los discípulos o como para garantizar su 
absoluta autenticidad. 
Se ha dicho que, en el mundo judío, citar el primer verso de un 
salmo es evocarlo completo. Jesús ora desde lo alto de la cruz con el 
primer verso del Salmo 22, que acaba con la acción de gracias y con 
el gozoso anuncio del triunfo final. Es cierto. 
Pero es seguro que Jesús hizo suya la llamada angustiosa del 
salmo: vivió ese abandono. Además, el mismo salmo prosigue con la 
expresión de ese inmenso sufrimiento físico, moral y espiritual que 
Jesús sintió en la Cruz: 
¡Lejos de mi salvación las voces de mi rugido! 
Dios mío, de día clamo, y no respondes, 
también de noche y no hay reposo para mí...

Y yo, gusano, que no hombre, 
vergüenza de lo humano, asco del pueblo... (Sal 22 2-7). 

P/MALICIA:Sí, realmente Jesús descendió al fondo del abismo, 
abismo de todos los sufrimientos humanos, los del cuerpo y los del 
alma, desamparado de sus amigos, rechazado por su Pueblo y como 
abandonado del mismo Dios. Todos los sufrimientos que vinieron por 
el pecado, hasta los más extremos, los tomó sobre sí, los vivió en sí 
mismo, por solidaridad de amor con todos los pecadores para 
salvarlos a todos. Ante este abismo de sufrimiento hemos de 
permanecer en silencio, con María y Juan, al pie de la Cruz. Esta 
solidaridad de amor de Jesús con los pecadores supera cuanto 
podamos imaginar, concebir o experimentar: en El todos los 
sufrimientos de todos los pecadores. 
Más aún, es mucho más y algo totalmente distinto. El corazón del 
pecador, debido al peso mismo de su pecado, permanece ofuscado 
aun acerca de la malicia de su pecado y la inmensidad de su 
desdicha. No ama a Dios lo bastante, no le conoce suficientemente 
como para descubrir plenamente el atroz error y miseria del pecado 
que le separa de El. Sólo Jesús, Hijo de Dios, Hijo muy amado del 
Padre, sufre todo el mal del hombre, toda la malicia de todo el pecado 
del mundo, en la luz de Dios y en la plenitud del amor. Es el Inocente 
que gusta voluntariamente toda la amargura y la aversión, la tristeza y 
el horror de los pecadores; el Justo abatido por la iniquidad de los 
impíos, el Cordero de Dios que lleva el pecado del mundo. Como dice 
Pascal: «Un suplicio de una mano no humana, sino omnipotente, que 
hay que ser omnipotente para sostener» (10). Sólo la omnipotencia 
del amor le permite aceptar y ofrecer el abismo de la prueba. 
Esta dimensión espiritual de la Pasión nos revela su significado 
último. Debemos releerla entera centrados en esta luz: toda ella por 
entero es la expresión de esa solidaridad de amor de Jesús con los 
pecadores. El fue «contado entre los malhechores», visiblemente, 
socialmente condenado con los condenados de derecho público, 
ejecutado entre dos ladrones, preferido para la cruz al criminal 
liberado Barrabás. Todo ello es algo más que una historia que se 
desarrolla un día en Jerusalén, entre el palacio de Herodes y el de 
Pilatos.
En lo más íntimo de su entraña, es el misterio de Jesús, que bebió 
hasta las heces «la copa de la ignominia, el cáliz» de los sufrimientos 
de todos los pecadores, porque quiso ser como uno de ellos. El gustó 
la muerte y no sólo el amargo sabor de nuestra muerte física, el 
anonadamiento de la sepultura y de la bajada al sheol, sino más 
todavía el indescriptible sufrimiento de la muerte espiritual, la de los 
reprobados. Todo cuanto asume en su cuerpo en solidaridad con el 
sufrimiento y la soledad de los muertos, nos revela todo lo que sufrió 
en su corazón en solidaridad con el sufrimiento y la soledad de los 
pecadores. Una solidaridad que nos salva... 
La solidaridad que nos salva SV/SOLIDARIDAD:
He aquí un inicio de respuesta a la pregunta que planteábamos al 
principio: ¿qué lenguaje emplear pare revelar al hombre de hoy el 
misterio de los fines últimos? 
Con el lenguaje de la solidaridad es como mejor podremos anunciar 
hoy el misterio de la salvación. Murió y resucitó por nosotros, esa es 
la realidad inagotable que jamás habremos acabado de expresar. Las 
expresiones de este misterio en términos de «sacrificio expiatorio» o 
en términos de «rescate» en favor de los pecadores y de 
«redención», son ricos de significado, pero se refieren a un ambiente 
histórico y a un mundo cultural superados. Los creyentes están 
acostumbrados a ellas -¡tal vez demasiado!-, pero no llegan sino con 
dificultad al espíritu y al corazón de las masas, por falta de referencias 
humanas. Se puede hablar de la Eucaristía en términos de comida o 
de fiesta, porque es una realidad rica en valor y sabor humanos para 
todas las gentes del mundo. Se puede hablar de la penitencia en 
términos de reconciliación, porque es una realidad humana grande y 
magnífica para todos los hombres. 
Hablar del misterio de la salvación en términos de «solidaridad» es 
también tocar una realidad humana siempre actual, es un vocablo de 
todos los días, una realidad de todos los países. ¿Quién no vive de 
solidaridades? ¿Quién no ha oído hablar de solidaridad? 

Solidaridad, acto de amor humano 
A-H/SOLIDARIDAD:
Es tal vez una de las realidades más bellas que conocemos: 
solidaridad familiar, solidaridad obrera, solidaridad étnica, solidaridad 
africana. El mundo entero aspira a una solidaridad universal que sería 
la prenda de la paz mundial. 
La solidaridad humana es a la vez un dato y una elección. Yo he 
nacido en una familia, en un medio social, en una patria, y por ese 
mismo hecho soy solidario de ellos. Pero vivir estas solidaridades es 
una gran opción. Así, en los momentos difíciles, en las horas 
dolorosas, acepto ser solidario con mi familia: cuando uno de sus 
miembros se ve amenazado, me expongo por él, doy mis bienes y 
hasta mi vida por él, me hago solidario. No soy sino una unidad con él 
por la sangre y no quiero sino ser uno con él por el amor. Así, la 
solidaridad étnica en África: si uno de los miembros de la gran familia 
es amenazado, todos se hacen solidarios para defenderle. Así, la 
solidaridad obrera: si un trabajador se ve golpeado por la desgracia, 
todos se vuelven solidarios para acudir en ayuda de su familia: si es 
víctima de una injusticia, se solidarizan todos para defenderle. 
¡Cuántos hechos vienen a nuestra memoria! 
Eso es verdaderamente solidarizarse, hasta el punto de que no 
formemos más que uno con los otros por amor. Lo que les afecta me 
afecta; lo que les hiere me hiere; lo que les alegra constituye mi 
alegría. Estoy pronto a exponerme por defenderlos y a dar mi vida 
para que ellos vivan. «No hay mayor amor que dar la propia vida por 
aquellos a los que uno ama» (Jn 15,13). La solidaridad es el amor 
vivido. 
Esto todo el mundo lo sabe y todo el mundo lo siente: ser solidario 
por amor es lo que hay de más humano en el hombre. 

Jesucristo, hombre solidario 
J/SOLIDARIO:Jesús es el hombre solidario. Como proclama el 
Credo, vino al mundo «por nosotros los hombres y por nuestra 
salvación». El da su vida, derrama su sangre «por nosotros y por la 
multitud». «Es el hombre para los demás: el solidario» (11). 
Esta línea de solidaridad es la clave de interpretación de toda su 
existencia humana y de su valor para nosotros. 
Se hizo hombre por ser uno de los nuestros, miembros de la familia 
humana, solidario de la Humanidad entera. San Mateo y San Lucas 
recuerdan largamente la rama de sus antepasados, uno hasta llegar a 
Abraham y el otro hasta Adán, para situarle claramente en el tejido 
humano. San Pablo dice simplemente: «Nacido de una mujer, 
sometido a la ley» (/Ga/04/04). 
Es solidario de un pueblo, el pueblo judío, por su sumisión a la ley; 
y solidario de la Humanidad entera en cuanto nacido de una mujer, 
plenamente «humano». 
No trampeará con la condición humana. No huye al desierto. Vivirá 
como todo el mundo, con los demás, en medio de ellos. 
Crecerá como todos los niños. Trabajará para ganarse la vida como 
todos los hombres de todos los tiempos; treinta años es la duración 
media de una vida humana en su época. Tendrá penas y alegrías 
como todo el mundo. Tendrá amigos y enemigos. Irá por los caminos y 
se sentirá cansado. Se gozará con la belleza de las flores, con la 
gracia de los niños, con la generosidad de los pobres. Sufrirá la 
incomprensión de los jefes religiosos, la dureza de los corazones, la 
traición de un amigo. Es humano. 
Este hombre vive la solidaridad humana. Se hace solidario. Ha 
optado por ser solidario con todos. Solidario de los pobres y de los 
oprimidos contra las injusticias de los poderosos; solidario de los 
extranjeros, de los samaritanos, de los leprosos; los trata, come con 
ellos. Se manifiesta solidario del pecador, de la mujer adúltera, de la 
prostituta, de los publicanos. Vive la solidaridad con todos aquellos a 
quienes se rechaza, se menosprecia, se excluye. Es el hombre para 
todos. Por eso, en definitiva, esa solidaridad con los rechazados le 
lleva a ser rechazado El mismo. Es detenido, juzgado y condenado. 
Experimenta el sufrimiento del cuerpo y del corazón. Muere la muerte 
de un hombre, solidario con todos los condenados a muerte, es decir, 
con todos los hombres: «He ahí el Hombre». 

Esta solidaridad nos salva 
Esta realidad de la solidaridad de Jesús con todos los hombres es 
profundamente humana. Fue vivida en el curso de una vida de 
hombre, situada en la historia, cuyo desarrollo y peripecias 
conocemos por los evangelios. 
Pero al mismo tiempo es un misterio que descubrimos en la fe. Esa 
solidaridad humana es, al mismo tiempo, una solidaridad divina. La 
solidaridad de este hombre Jesús con todos los hombres es en El la 
solidaridad del Hijo de Dios con la Humanidad entera. Se llama 
Emmanuel, Dios-con-nosotros. He ahí a Dios mismo que ha entrado 
en la trama de las generaciones humanas, en el tejido humano. La 
sangre de Dios corre por las venas del hombre. Esto cambia todo. 
Esa solidaridad es la que nos salva. 
Solidaridad de amor. La solidaridad de Cristo con la Humanidad no 
puede reducirse a las que brotan de la familia, de la raza, de la 
nación, «de la carne y de la sangre». Viene de Dios. Es el amor lo que 
le hace solidario de todos. Por Amor se desposa con la humanidad 
entera y no forma más que uno con ella. Es el Espíritu quien lo 
encarna en María. 
A partir de entonces todo es nuevo. Comienza una Humanidad 
nueva, una creación nueva. Hay un lazo indisoluble, una Alianza de 
amor sellada entre Dios y el hombre en Cristo Jesús. Con El, por El, 
en El, la Humanidad entera, de la que El es solidario, entra en 
comunión con Dios. 
Unión de amor, intercambio de amor entre Dios y la Humanidad: en 
Jesucristo no forman más que uno. La Humanidad le da todo lo que 
ella es, todo lo que tiene: la condición humana, el cuerpo y el alma, la 
familia, la paz y la ciencia, la muerte y el peso enorme del pecado del 
mundo. Dios da todo: su Amor, su Presencia, su Vida, su Espíritu. 
Ese es el misterio de la salvación, misterio de solidaridad y de unión 
por amor entre Dios y el hombre. Con su venida a nosotros hasta 
asumir en sí mismo nuestra condición humana, nuestra miseria, 
nuestro pecado y la muerte que éste acarrea consigo, Cristo nos lleva 
en sí y no forma más que uno con nosotros, hasta arrastrarnos en su 
resurrección, su glorificación, su vida en Dios para siempre. Hecho 
solidario de la humilde condición humana y de la miseria misma del 
pecado, nos hace solidarios para siempre de su entrada en la gloria. 
Nos arrastra en su Pascua. 

La solidaridad en Cristo nos adentra 
en la intimidad del Padre, mediante 
el Hijo, en el Espíritu 
Sería desconocer la más profunda fuente del misterio de la 
salvación, no manifestar su nexo con la vida trinitaria. El principio y el 
término de todo es la vida de Dios en Dios, la intimidad de amor del 
Padre y del Hijo en el Espíritu. 
Todo viene de la iniciativa del Padre. El creó todo por amor. Y a 
pesar de su miseria, de sus pecados, sus caídas -¿habrá que decir 
que precisamente a causa de ello?-, ama con un amor demasiado 
grande a los hijos de los hombres: «Tanto amó Dios al mundo...». 
J/ESPOSO/ALIANZA: Como un esposo incansablemente amante, viene El en busca de la esposa que le ha engañado, para unirse a ella de nuevo y renovar su Alianza. Se une a ella mediante la encarnación de su Hijo. Este se llamará Jesús, que quiere decir «Yahvé salva» . 
En El, la Humanidad entera vuelve al Padre en el impulso mismo del 
amor del Hijo hacia su Padre. En El la Humanidad entera queda 
renovada como hija de Dios mediante el don del Espíritu. 
El lugar, la manifestación, el cumplimiento de este intercambio de 
amor que nos salva, es la Cruz. 
En la Cruz, en el instante mismo de su muerte, Jesús da todo a su 
Padre y recibe todo de El en un intercambio de Amor. Jesús da su 
sangre, sus sufrimientos, su vida: «Padre, en tus manos encomiendo 
mi espíritu» (Lc 23,46). Y el Padre, en ese mismo instante, le da una 
vida nueva. Victorioso de la muerte, ésa es su victoria sobre la 
primera muerte; más aún, le da la salvación del mundo y del universo 
desde lo más profundo de los infiernos hasta lo más alto de los cielos: 
victoria sobre la segunda muerte. La primera victoria no es sino el 
signo y el anuncio de la segunda: su infiernos hasta lo más alto de los 
cielos: victoria sobre el pecado y la liberación del sepulcro donde se 
deposita a los muertos concluye en la liberación de los infiernos 
donde están encerrados los pecadores. Cae la piedra del sepulcro y 
son quebrantadas las puertas del infierno: es la hora de la salvación. 

Dar la vida, recibir la vida, comunicar la vida; Viernes Santo, 
Pascua, Pentecostés: un solo misterio. El intercambio de amor del 
Padre y del Hijo en el Espíritu pasa hoy al corazón de este hombre, 
Jesús. En El, en la Cruz, la Humanidad entera se da al Padre en el 
Espíritu del Hijo; en El el Padre nos introduce para siempre, junto con 
todo el universo, en su gloria eterna.
Puesto que ese instante es la irrupción en el tiempo de la vida 
misma de Dios en Dios, ha venido a ser el centro de toda la historia 
humana que recapitula todo su pasado y transforma todo su futuro 
para hacer de ella la historia de la salvación. 

Desde lo más alto de los cielos, 
a lo más profundo de los infiernos 
La proclamación de fe: «Descendió a los infiernos», vista a esta luz, 
reviste un significado nuevo. «Descender a los infiernos» quiere decir, 
al término de nuestra meditación sobre la Pasión, que Jesús, por 
amor, se hizo solidario de todos los sufrimientos humanos que 
proceden del pecado, de todos los sufrimientos de los pecadores, no 
sólo los sufrimientos de la tierra, sino los que penetran en las tinieblas 
de los infiernos; no sólo los de los vivos, sino también los de los 
muertos: no sólo los de su tiempo, sino los de todos los tiempos, no 
sólo los de los justos, sino los de los réprobos. En su solidaridad con 
el hombre ha ido hasta el final hasta la solidaridad con los pecadores, 
en su solidaridad con los pecadores ha ido hasta el final, llegando al 
fondo del abismo; en su solidaridad con su creación ha ido hasta el 
final, solidarizándose con todos y con todo, desde lo más alto de los 
cielos hasta lo más profundo de los infiernos. ¡Qué misterio! 
No lo olvidemos, este misterio es un misterio de salvación: el 
misterio de la salvación. 

Cristo, glorificado como Salvador en los infiernos 
Tal vez hayáis advertido cómo en el himno de la carta a los 
Filipenses, para expresar el triunfo perfecto de Jesús, se dice que «al 
Nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en 
los abismos» (Flp 2,10). Quizá no sea más que una forma de 
enumeración por contraste, que significa sólo la total irradiación de la 
gloria de Jesús. O puede referirse ya al comienzo de su glorificación 
«en los abismos», es decir, bajo tierra, es decir, «en los infiernos». 
Porque la bajada a los infiernos, al igual que la propia Cruz, puede 
considerarse como un aspecto de su abajamiento y como una 
manifestación de su glorificación. En la entraña del proyecto salvífico 
de Dios existe esta solidaridad de amor con el hombre pecador; y he 
aquí que en Cristo se realiza en la tierra e incluso en los infiernos. 
El gran principio cristológico establecido por los Padres de la Iglesia 
a partir de San Ireneo, para manifestar la integridad corporal y 
espiritual de la humanidad de Jesús, es que Cristo salva solamente 
aquello que asume, pero todo lo que asume: «Lo no asumido no 
queda sanado; lo unido a Dios queda salvado» (12); o también: «No 
habría sido salvado el hombre entero si El no hubiese asumido al 
hombre entero». Con ayuda de estos principios lucharon entonces 
firmemente contra toda forma de docetismo que negase a Cristo la 
plenitud de vida humana. Nuestro cuerpo no habría sido salvado si 
Cristo no hubiese tomado un verdadero cuerpo humano de la misma 
naturaleza que el nuestro. Nuestra alma no estaría salvada si Cristo 
no hubiera asumido un alma plenamente humana, si la Persona del 
Verbo hubiera reemplazado al alma en la naturaleza humana de 
Cristo. Todo lo que asume lo salva, porque todo lo que no forma más 
que uno con el Hijo Amado, el Padre lo recibe para siempre en su vida 
dichosa y no puede rechazar nada de cuanto llega a El en su Hijo. 
Este principio fundamental de soteriología encuentra aquí una 
aplicación nueva y decisiva. La humanidad de la que Jesús se hace 
solidario por amor es la humanidad pecadora. El asume nuestra 
condición de pecador, no sólo un cuerpo y un alma semejantes a los 
nuestros, sino todas las consecuencias del pecado, todas las 
esclavitudes y sufrimientos de la humanidad pecadora: su muerte 
dolorosa, sus padecimientos, sus divisiones, sus incomprensiones, 
sus torturas y hasta las congojas de la agonía, la atroz soledad que 
proviene de la ausencia de Dios, las tinieblas que invaden el espíritu y 
el hastío que inunda el corazón y, en fin, el desconsuelo del infierno. 
Todo lo tomó sobre sí: «Cordero de Dios, que llevas el pecado del 
mundo.» 
Y porque lo ha tomado, lo ha salvado todo: «Cordero de Dios, que 
quitas el pecado del mundo.» 
Porque todos esos sufrimientos y miserias, que eran las señales y 
consecuencias del pecado, y la misma muerte ignominiosa del 
pecador condenado, y la soledad y los suplicios del infierno, lo ha 
convertido para siempre dentro de su corazón en una ofrenda de 
amor para la gloria del Padre. Asumió todas las consecuencias que 
para el hombre suponía su autosuficiencia orgullosa e hizo de ellas el 
lugar mismo de la expresión de su obediencia filial llena de amor. 
En su corazón, ardiente con el fuego del amor, es donde todo 
cambió de signo y de valor y donde el mundo del pecado basculó por 
entero hacia El horizonte de la salvación. Y la razón es que El pudo 
remontar la escala más alta de los tiempos hasta los orígenes del 
pecado, y pudo descender al más profundo de los abismos, hasta el 
más bajo fondo de los infiernos, y asumió en sí mismo todo lo que al 
hombre y a su pecado corresponde, y lo transformó todo en El en una 
ofrenda de amor. Por eso en El empieza una historia nueva para la 
Humanidad entera y, con toda verdad, una creación nueva. 

El misterio del Sábado Santo 
Tal es el misterio de la Cruz celebrado el Viernes Santo, el Sábado 
Santo y el día de Pascua. 
El Sábado Santo contemplamos la realización del misterio de la 
salvación en las profundidades: profundidades de la historia, 
profundidad de los abismos, donde yacen los muertos, profundidades 
del pecado. 
Debido a un admirable designio de Dios, en lo más profundo de los 
infiernos, ante la solidaridad de Cristo con el extremo desamparo de 
los reprobados, brota súbitamente la luz, estalla la Buena Noticia y se 
cumple el misterio de la salvación, cuya aurora despertará a la tierra 
entera en la mañana de Pascua. 
Es el triunfo en los abismos, al final de la bajada de Jesús a los 
infiernos, que contemplan maravillados los Padres de la Iglesia. Para 
Santo Tomás de Aquino es «una toma de posesión»: el infierno 
pertenece en adelante a Cristo. Llega allá como Salvador, «a fin de 
que, habiendo tomado sobre sí toda la pena del pecado, puede de 
este modo expiar todo pecado» (13). Entra como Rey libertador en los 
abismos más profundos abiertos por el pecado. «Hoy ha llegado a la 
prisión como Rey, hoy ha roto las puertas de bronce y el cerrojo de 
hierro; El, que como un muerto corriente fue engullido, ha aniquilado 
el infierno en Dios» (14). 
Habiendo bajado a los infiernos, transformó en camino lo que era 
prisión. Victorioso de la segunda muerte, ha abierto en lo más 
profundo del abismo, por el poderío de su amor, una salida hacia la 
luz. Explorador divino que tiene en su mano el universo, ha abierto en 
lo más profundo de los infiernos un camino hacia el cielo. Su 
exploración de las últimas profundidades transformó lo que era una 
prisión en un camino. Y así Gregorio el Grande declara: «Cristo bajó a 
las últimas profundidades de la tierra cuando fue al más profundo 
infierno para llevar las almas de los elegidos... (Así) Dios hizo de este 
abismo un camino» (15). 
Y esto no ha ocurrido sólo ante nosotros sino por nosotros y en 
nosotros. No ayer; hoy y todos los días asume Jesús a la Humanidad 
entera con su enorme peso de miserias y de pecados, para hacerla 
entrar, mediante su muerte y su resurrección, en la vida misma de 
Dios. Hoy es cuando baja a los infiernos, a los abismos que abre en 
nosotros el pecado de los hombres, para abrir allí un camino hacia el 
cielo. El mismo es ese Camino abierto que une para siempre el 
abismo de los muertos y el Reino de Dios. 
(Págs. 79-113)
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NOTAS
(1) W. KASPER, op. cit. en la nota 6 del cap. 1, p. 326. 
(2) Traduction Oecuménique de la Bible, N.T., p. 458, nota x. 
(3) Ibid., p. 834, nota a. Lo dicho en los últimos párrafos corresponde a lo que se lee 
en el texto griego o en el texto latino de la Biblia El texto hebreo es mucho más 
rico. En repetidas ocasiones emplea un término (Goel) que abre perspectivas 
completamente diferentes. En efecto, la palabra Goel evoca una costumbre 
hebrea que no tiene equivalente ni en las civilizaciones europeas ni en las 
semitas (distintas de la bíblica), de ahí la imposibilidad de traducir este término. 
El Goel es un pariente que interviene en favor de un miembro de su familia para 
liberarle de la esclavitud, o para pagar sus deudas, o para suscitarle posteridad, 
o para ser el «vengador de sangre». Es un protector providencial que realiza esta 
función por ser de la misma familia. Pues bien, los autores bíblicos nos dicen 
que Dios mismo asume la función de Goel. «Tu Goel es el Santo de 
Israel:/Is/41/14); Dios es el Goel de su pueblo; es el pariente rico, poderoso, 
amante, que libera a los suyos de la esclavitud y de la deportación; reivindica el 
derecho de los oprimidos y vela por su herencia. El termino Goel y su verbo 
correspondiente son particularmente frecuentes (23 veces) para hablar de Dios 
en Isaías 40-66. Desgraciadamente, esta expresión, una de las más bellas y 
sabrosas, una de las que mejor hablan del amor de Dios, era intraducible (El 
Protector, la Providencia serían traducciones insuficientes, puesto que no evocan 
la connotación de parentesco). Las traducciones griega, latina y otras europeas 
han suprimido el espíritu familiar y afectuoso, casi visceral, que posee el término 
en hebreo. Con ello, la teología del Goel tomó únicamente el sentido de 
«rescate».
(4) Acerca del nexo existente entre esta teología de San Anselmo y el marco feudal 
germánico de principios de la Edad Media, cfr. W. KASPER, op. cit. en la nota 6 
del cap. 1, pp. 331 ss. 
(5) W. KASPER, Ibid., p. 335. 
(6) A. FEUILLET, L'agonie de Gethsémani, Gabalda, p. 194. 
(7) JACQUES MARITAIN, De la grâce et de l'humanité du Christ, París, Brujas, 1967 
p. 64. 
(8) Cfr. A. FEUILLET, op. cit., p. 198. 
(9) URS VON BALTHASAR, «Le mystere pascal», en Mysterium Salutis, vol. III, t. II, p. 
207. Cristiandad, Madrid, 1971. 
(10) PASCAL, El misterio de Jesús, Cf. A. FEUILLET, op. cit., p. 266. 
(11) W. KASPER, op. cit. en la nota 6 del cap. 1, p. 327.
(12) Cfr. J. JEREMIAS, op. cit. en la nota 1 del cap. 5, p. 45. 
(13) TOMAS DE AQUINO, In. 3 Sent. d. 22, q. 2, a. 1; cfr. U. v. BALTHASAR, op. cit. en la 
nota 9 del cap. 6, p. 250.
(14) PROCLO DE CONSTANTINOPLA, Sermo VI, n. 1 (PG 65, 721). (Citado por U. v. 
Balthasar en op. cit., p. 259) 
(15) GREGORIO MAGNO, Moralia 29 (PL 76 480). (Citado por U. v, Balthasar, en op. 
cit., p. 259).
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A la búsqueda de Adán 
Para sostener nuestra marcha hacia las realidades más espirituales 
necesitamos de imágenes. La Biblia está llena de símbolos. Jesús nos 
habla a través de hechos que son signos. 
El universalismo de la salvación se representa, en la revelación, a 
través de dos grandes series de imágenes: en el espacio y en el 
tiempo. 
En la clave del espacio, según acabamos de ver, la salvación de 
Jesucristo se plasma desde lo más alto de los cielos hasta lo más 
profundo de los abismos. Es el registro de imágenes seguido en el 
gran himno de la carta a los Filipenses. El misterio de la salvación se 
nos presenta, por parte de Pablo, como una gran bajada seguida de 
una subida triunfal: desde lo más alto hasta lo más bajo; de lo más 
profundo a lo más sublime: «El cual, siendo de condición divina, no 
retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí 
mismo tomando condición de siervo... y se humilló a sí mismo, 
obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le 
exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre...» (Flp 
2,6-10).
J/ALFA-OMEGA:Más allá de ese movimiento que nos adquiere la 
salvación, Jesús aparece como aquel que llena todo con su 
presencia. Ahí está, Salvador desde lo más alto de los cielos a lo más 
profundo de los infiernos, y así es como es glorificado, manifestado 
para siempre como Hijo de Dios. 
En orden a revelar el mismo misterio, el Apocalipsis empleará 
preferentemente el registro del tiempo. Jesús Salvador nos es 
revelado como el principio y el fin de todo. «Yo soy el Alfa y la Omega, 
dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que viene, el 
Todopoderoso» (Apoc 1,8). El es principio de todo: «El principio de la 
creación de Dios» (Apoc 3,14). El está al final de todo: «El Primero y 
el Ultimo, el principio y el fin» (/Ap/22/13). El llena todo el espacio 
intermedio, es decir, toda la historia del mundo, porque «todo ha sido 
creado por El y para El, porque plugo a Dios que habitase en El toda 
la plenitud» (Col 1,18-19). 
J/ADAN: En la confluencia de estos dos grandes ríos de 
imágenes obtenemos el encuentro de Cristo y de Adán, tema bíblico 
inscrito en toda la tradición cristiana y cuya luz sigue siendo 
maravillosamente actual. Adán, el primer hombre, es, a la vez, el 
sepultado en lo más profundo del abismo de los muertos y el más 
lejanamente situado en los orígenes de la Humanidad.
Allí va a buscarle Jesús en su bajada a los infiernos, para que la 
salvación que El trae remonte el curso de los tiempos hasta su más 
primitivo origen y atraviese el universo entero hasta en sus últimas 
profundidades y salve a la Humanidad del pecado hasta en sus 
últimas raíces.

Las grandes imágenes 
Nos vemos obligados a partir de representaciones.
En toda la tradición oriental los grandes iconos de la Resurrección 
nos muestran a Cristo bajando a los infiernos. Se cuartean las rocas 
para abrir el camino de los abismos, el soplo del Espíritu alza sus 
vestidos, le rodea un nimbo de gloria, las puertas bien aseguradas se 
vienen abajo, el diablo huye. Y tendidas hacia El las manos, aparece 
la muchedumbre innumerable de los muertos, de los santos y de los 
pecadores, de los profetas y los patriarcas, descubriendo todos en El 
al Salvador. Su luz atraviesa las tinieblas y transfigura ya sus rostros. 
Y al final del abismo, Adán, el primer hombre, el primer padre, el 
primer pecador, que tiende los brazos hacia su Salvador.
El P. Urs von Balthasar escribe: «Para el Oriente, la imagen de la 
Redención es la bajada de Jesús a los infiernos: la apertura violenta 
de la puerta eternamente cerrada, la mano del Redentor tendida al 
primer Adán»(1).
No sólo para Oriente es esto verdad. A su manera, Occidente 
conoce una tradición iconográfica no menos elocuente. 
Todos hemos visto esos Cristos de marfil del siglo XVII ó XVIII. Al pie 
del Crucificado aparecían habitualmente un cráneo y dos tibias 
entrecruzadas. Durante mucho tiempo, tal vez, no les prestamos 
atención o no entendimos la riqueza de ese símbolo que hunde sus 
raíces en el arte de la Edad Media. Según una tradición, Jesús habría 
muerto en el mismo sitio en que Adán había sido enterrado. Los 
restos de esqueleto al pie de la cruz significan aquel mutuo encuentro. 
«La idea de que Jesús es el nuevo Adán escribe Emilio Male era tan 
familiar a los hombres de la Edad Media que la presentaron bajo 
todas las formas posibles... Se seguía creyendo, a pesar de ciertos 
doctores escrupulosos, que Jesucristo había muerto en el preciso 
lugar en que Adán había sido enterrado, de forma que su sangre 
había corrido sobre los huesos de nuestro primer padre» (2). 
La representación de la bajada de Jesús a los infiernos ilustrará 
este encuentro de Jesús con Adán de forma sorprendente. Tanto más 
cuanto que la Edad Media alimenta su visión de los infiernos con el 
relato de un maravilloso apócrifo atribuidos a dos muertos resucitados 
el Viernes Santo, Carino y Leucio. He aquí lo que éstos cuentan: 
«Estando nosotros con todos nuestros padres en el fondo de las 
tinieblas de la muerte, nos vimos de pronto envueltos en una luz 
dorada como la del sol y un fulgor regio nos iluminó... Y al punto, 
Adán, el padre de todo el género humano, se estremeció de alegría, 
así como los patriarcas y los profetas, y dijeron: «Esta luz es el Autor 
de la luz eterna, que nos prometió transmitirnos una luz que no tendrá 
ocaso ni término...» 
Pero el infierno se inquietaba, el príncipe del Tártaro temblaba al 
ver llegar a aquel que había desafiado ya su poder resucitando a 
Lázaro... 
Y el príncipe del infierno dijo a sus impíos ministros: «Cerrad las 
puertas de bronce, empujad los cerrojos de hierro y resistid con 
valentía.» 
Entonces se oyó una voz como la de los truenos que decía: «Alzad, 
príncipes, vuestras puertas y elevaos, puertas eternas, y entrará el 
Rey de la gloria...» 
Y apareció el Señor de majestad en forma de un hombre e iluminó 
las tinieblas eternas y rompió las ligaduras; y su poder invencible nos 
visitó, a nosotros, que estábamos sentados en las profundidades de 
las faltas y en la sombra de muerte de los pecados... 
Entonces el Rey de la gloria, aplastando en medio de su majestad a 
la Majestad bajo sus pies, y agarrando a Satanás, privó al infierno de 
todo su poder y condujo a Adán a la claridad de su luz» (3). 

Este es uno de los elementos de la tradición que inspira el arte, el 
pensamiento y la piedad del pueblo cristiano en Occidente. 
La tradición oriental sigue de cerca, y casi en los mismos términos, 
este gran tema teológico: Cristo a la busca de Adán. Esta 
convergencia es significativa. EL P. Urs von Balthasar cita un texto del 
Pseudo-Epifanio: homilía para el Sábado Santo: 
«¿Qué es esto? Un gran silencio reina hoy sobre la tierra... Dios se 
ha dormido por un breve espacio de tiempo y ha despertado del 
sueño a los que moraban en los infiernos. 
El va a buscar a Adán, nuestro primer padre, la oveja perdida... 
Quiere ir a visitar a todos los que se sientan en las tinieblas y en la 
sombra de la muerte. Va a liberar de sus dolores a Adán en sus 
ataduras y a Eva, cautiva con él, Aquel que es a la vez su Dios y su 
hijo... 
¡Descendamos con El! Allí se encuentra Adán, el primer padre y, 
como primer creado, enterrado más profundamente que todos los 
condenados...
Así como en su advenimiento el Señor quería penetrar en los 
lugares más inferiores, Adán, como primer mortal retenido cautivo más 
profundamente que todos los otros, oyó el primero el ruido de los 
pasos del Señor. 
Reconoció la voz del que avanzaba en la prisión y dirigiéndose a los 
que estaban con él encadenados desde el principio del mundo, dijo: 
«Oigo los pasos de alguien que viene hacia nosotros.» Y estando él 
hablando, entró el Señor...
Y habiéndole tomado de la mano, le dijo Cristo: «Levántate, tú que 
dormías, surge de entre los muertos y Cristo te iluminará. Levántate 
porque no te he creado para que habites aquí en el infierno. 
Levántate, tú, obra de mis manos, tú, efigie mía hecha a mi imagen. 
Levántate y vayámonos de aquí porque tú estás en mí y yo en ti... 
Mira mis manos que estuvieron fuertemente clavadas al árbol por 
causa tuya, que en otro tiempo extendiste torcidamente las tuyas a 
otro árbol... El sueño de muerte te hace salir ahora del sueño del 
infierno. Levantate y partamos de aquí; de la muerte a la vida, de la 
corrupción a la inmortalidad, de las tinieblas a la luz eterna. 
Levantaos, partamos de aquí, del dolor a la alegría, de la prisión a la 
Jerusalén celestial, de las cadenas a la libertad, de la cautividad a las 
delicias del paraíso, de la tierra al cielo... El reino de los cielos que 
existía antes de todos los siglos os espera» (4). 

Los dos Adanes 
Gustosamente nos detendríamos en el esplendor de estas 
imágenes y de estos textos para dejarnos simplemente seducir por su 
belleza. Otros tal vez se sientan irritados por la candidez de 
semejantes leyendas. ¿A qué viene dejarnos acunar con mitos de una 
edad pre-crítica? No tienen ya nada que enseñar al hombre de 
nuestro tiempo. 
MITO/SIMBOLO: Pero ahora sabemos mejor que los mitos pueden ser en sí mismos portadores de verdades profundas sobre el hombre y sobre Dios. Desmitologizar no es arrancar páginas enteras de la Biblia o de la Tradición como vacías de sentido y sin valor, sino que es descubrir su sentido, según el consejo del Concilio: «Para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender cuidadosamente a las formas nativas de pensar, hablar y narrar vigentes en los tiempos del hagiógrafo, y las que se solían emplear en el trato mutuo de los hombres en aquella época» (_Dei-Verbum, 12 ) . 
Las raíces de esa vinculación misteriosa entre Adán y Cristo las 
encontraríamos ya en la Escritura, en San Pablo. 
Para él, el paralelismo a la vez de semejanza y de oposición entre el 
que él denomina «primer Adán» y Cristo, «último Adán», proyecta una 
luz decisiva sobre el misterio de la salvación. Se puede decir que toda 
la historia del mundo está dominada por esas relaciones entre estos 
dos polos del misterio humano, los dos Adanes. 
El primer Adán es el hombre que Dios moldeó con el polvo tomado 
de la tierra (Gn 2,7). Lo que hay de común entre él y Cristo es que 
uno y otro son «primero» de toda la generación humana. Ambos son 
comienzo o principio de la Humanidad. Y ello en una doble forma: en 
primer lugar, porque uno y otro son fuente de vida e incluso de toda 
vida. Pero también porque, por el hecho mismo de ser principio de 
vida, son como el arquetipo inicial, el prototipo conforme al cual es 
formada la Humanidad que ellos lanzan al mundo. Dependencia y 
semejanza ligan a toda la Humanidad, tanto con uno como con otro. 
Eso basta para que ambos puedan ser denominados «Adán». 
Ahí acaban las semejanzas y empiezan las diferencias e incluso, en 
San Pablo, los contrastes. Como escribe el P. Lyonnet: 
«El apóstol establece una comparación que continúa 
sistemáticamente hasta el final del capítulo, oponiendo la obra de 
Cristo a lo que podría denominarse «la causalidad adámica»; por un 
lado, las fuerzas del mal desencadenadas en el mundo por el pecado 
del primer hombre y que actúan sobre todos los hombres sin 
excepción; por otro, el poder de la gracia que tiene su fuente 
únicamente en la muerte voluntaria de Cristo: de un lado, el reino de 
la muerte, del otro, el reino de la vida» (5). 

«Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el 
pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por 
cuanto todos pecaron...» (Rm 5,12). Cabría esperar el otro miembro 
de la comparación: «Así por un solo hombre, Cristo...». Pero no, la 
frase queda en suspenso... El contraste que los pone, por así decir, 
en igualdad: uno fuente de pecado y de muerte y el otro principio de 
gracia y de vida, no basta. Es preciso decir más, mucho más. Porque 
la gracia que nos ha llegado en Jesucristo no es solamente 
reparación del pecado y la vida que se nos ha otorgado en Cristo no 
es sólo la que habíamos perdido en Adán. ¡Se trata de algo muy 
distinto y muy superior! «Porque si por el delito de uno solo murieron 
todos, con mayor razón la gracia de Dios otorgada por un solo 
hombre, Jesucristo, se ha desbordado sobre todos» (Rm 5,15). 
«Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Donde 
perdimos una vida mortal, se nos da en Cristo una vida eterna. De 
este modo, el contraste es perfecto entre los dos Adanes: «El primer 
hombre Adán fue un ser animal dotado de vida; el último Adán, un ser 
espiritual que da la Vida... y así como hemos revestido la imagen del 
hombre terreno, revestiremos también la imagen del celeste» (1 Co 
15,45-47). 
Por eso, podemos cantar con la liturgia pascual: «¡Oh, feliz culpa!» 
Sí, dichoso pecado que nos ha valido tan gran Redentor y tan 
magnífica redención. 
He ahí cómo esta Luz ilumina desde arriba todo el designio de Dios 
sobre la historia de los hombres. Sí, desde los orígenes de la 
Humanidad se trata de un designio de salvación que se realiza en 
Cristo. 
Tenemos que releer el capítulo 3 del Génesis a la luz del capítulo 5 
de la carta a los Romanos. 
«La Escritura no habla nunca del pecado sin evocar al mismo 
tiempo el remedio previsto por Dios, ya que Dios no permitió el 
pecado sin prever al mismo tiempo el remedio al pecado, y un remedio 
que no se contenta con reparar los daños: mirabilius reformasti, 
porque el pecado no fue permitido sino con vistas al remedio» (6).

Es lo que San Pablo afirma al decir que Adán, el primer hombre 
pecador, preparaba a Jesús porque: «Adán es figura del que había 
de venir» (/Rm/05/14).
Desde los orígenes, desde el Génesis, el designio creador de Dios 
estaba orientado hacia su realización en Cristo Jesús. El primer Adán 
prepara el último; el nuevo Adán va a la búsqueda del primero para 
revelarle, en su luz de resucitado, el sentido último de su vida, de su 
pecado y de su muerte. La historia de la Humanidad se convierte en la 
historia de su salvación en Cristo. La creación nos revela la bondad 
infinita de Dios en el don que hace de la vida a aquel que ha hecho a 
su imagen; pero la historia de la salvación nos revela la bondad 
infinita de Dios en su perdón a todos aquellos a quienes ha hecho sus 
hijos en Cristo. 

La solidaridad universal 
Pero es preciso llegar más lejos aún. En el designio de Dios no sólo 
es la aventura de la Humanidad, sino también la historia del universo, 
lo que constituye la historia de su salvación en Cristo. 
En el designio de Dios todo tiene su consistencia: el mundo y el 
hombre, todo hombre y todos los hombres, el mundo y todos los 
hombres en Cristo. Si queremos revelar a nuestros contemporáneos 
el misterio de lo que la tradición llama «el pecado original», habrá que 
expresarlo a la luz de lo que Cristo nos ha revelado de la solidaridad 
universal. La solidaridad de los hombres y del universo en el mal no 
es, en el designio de Dios, más que el anverso y la preparación de su 
solidaridad en la salvación en Jesucristo. El pecado original es una 
dimensión del misterio de la salvación, una preparación de la reunión 
universal en Cristo. Es preciso que lo iluminemos hasta que se 
convierta en un misterio cristiano. No será una Buena Noticia si sólo 
se le considera a la negra luz del primer Adán; entra en la Buena 
Noticia porque nos conduce según Dios hacia Cristo. 

El universo entero es humano 
Aun a nivel científico es cada vez más observable que en el mundo 
todo tiene su consistencia. De un extremo al otro del mundo, desde lo 
infinitamente grande a lo infinitamente pequeño, se descubren los 
mismos elementos y las mismas leyes. Esa unidad posibilita la ciencia. 
El universo entero es coherente y esta racionalidad del mundo le liga, 
mediante una secreta armonía, a la inteligencia humana. 
A nivel filosófico, la reflexión sobre los datos de la ciencia nos 
descubre un mundo orientado hacia el hombre. El estudio 
paleontológico de las formas animales no permite ya dudar que éstas 
constituyan la aparición, en la historia de la vida, de un «ascenso» 
largo y a tientas hacia el hombre. La tierra es la cuna del hombre, 
pero, como decía con gracia el P. Teilhard: «No es el hombre el que 
desciende del mono, sino más bien el mono el que asciende del 
hombre». En el dinamismo de la antropogénesis es la orientación 
hacia el hombre lo que dirige la evolución de las formas del mundo 
animal y de los mamíferos hasta nuestros antepasados. Esta actitud 
de espíritu que sitúa la finalidad en el corazón de la Naturaleza es ya 
una luz, aunque no todos la admiten. 
El nivel de la revelación es coherente con estos datos de la ciencia 
o con esa reflexión de la filosofía, pero no se confunde con ellos; 
descubre lo que está oculto, el designio de Dios. 
H/FIN-DE-LA-CREACION: Sí, en el designio de Dios todo está 
orientado hacia el hombre. El relato del Génesis da testimonio de ello. 
La totalidad de la creación está orientada hacia el hombre; y de una 
forma doble. Los cinco primeros días preparan el sexto: el hombre. 
Adán es sacado del limo de la tierra. Eso quiere decir que todo el 
universo material prepara la vida y que toda la subida de la vida 
prepara la venida del hombre. La tierra no es sólo la cuna del hombre; 
es su madre: su trascendencia le viene del soplo de Dios. Así, el 
universo es humano porque precede y prepara al hombre. Pero aún 
hay más: lo anuncia ya. El universo entero, en el proyecto de Dios, es 
solidario del hombre: si le aporta los elementos de su vida, le revela, 
por ese mismo hecho, que él es el sentido de su existencia. Es 
solidario de su destino. El pecado del hombre repercute en el mundo. 
El primer pecado del primer hombre pecador hace de él un mundo 
pecador. 
No hay que intentar racionalizar este misterio en un plano jurídico 
por imputación del pecado de uno solo a todos los demás; ni en un 
plano biológico mediante no sé qué herencia desdichada que 
transmitiera en los cromosomas los gérmenes del pecado. Lo que hay 
que hacer es descubrir el significado del misterio en el plano de la 
solidaridad del universo entero con el hombre. Cuando el hombre se 
separa de Dios debido al orgullo de su suficiencia y la desobediencia 
del pecado, todo el universo lleva su señal y anuncia sus funestas 
consecuencias. Por eso puede escribir San Pablo que «por el pecado 
entró la muerte» (/Rm/05/12). Esto ilumina la extrema ambigüedad de 
la «naturaleza»; criatura de Dios, refleja su magnificencia y su belleza: 
«Los cielos proclaman su gloria»; orientada hacia el hombre, es 
solidaria de su destino y lleva la señal de su miseria, de sus pasiones, 
de su caducidad y de la espera de su gloria. El starets Silvano decía: 

«El Señor ha entregado a los animales irracionales y a todo el resto 
de la creación a la ley de la corrupción, porque no debía ésta quedar 
libre de dicha ley mientras el hombre, para el cual había sido ella 
creada, se había hecho esclavo de la corrupción a causa de su 
pecado. 
Por eso, toda criatura sufre y se halla en conflicto, al igual que el 
hombre, en la espera de la revelación de los hijos de Dios» (7). 

Ahí es donde hay que llegar. Porque, como hemos visto en San 
Pablo, la solidaridad del mundo con la miseria del hombre a causa de 
su pecado está llamada a ser solidaria con la Humanidad salvada en 
Cristo. Por eso, dice San Pablo, la creación entera aguarda con una 
especie de impaciencia esa salvación de todos que será, con la 
irradiación de Cristo, la salvación de todo. 
Porque si es cierto que el universo entero está orientado al hombre 
para lo mejor o para lo peor, es mas cierto todavía que está orientado 
hacia Cristo por su salvación. Si es cierto que el mundo entero es 
humano porque está hecho para el hombre, es más cierto aún que es 
cristiano, porque todo ha sido hecho por El y para El. El proyecto de 
Dios ha sido, y es todavía, crear el mundo como solidario del primer 
Adán pecador para hacerle solidario del segundo Adán Salvador. 
Cuando Jesús baja a los infiernos en busca de Adán, la naturaleza 
entera se estremece porque una nueva creación empieza en El. 
.....................
(1) H. URS VON BALTHASAR, Dieu et l'homme d'aujourd'hui, Cerf, Paris, p. 
258. 
(2) E. MALE, L'art religieux du XlIIe siècle en France, t. 2, Livre de poche A. 
Colin, p. 107. 
(3) Ibid. pp. 165-166.
(4) PSEUDO-EPIFANIO, Homilia para el Sábado Santo, PG 43, 440-464. 
(5) S. LYONNET, Le message de l'èpitre aux Romains, Cerf, París, 1969, p. 91. 
(6) Ibid., p. 92.
(7) ARCHIMANDRITA SOFRONIO, El «starets» Silvanio, p. 122.

(Págs. 114-128)

LUIS LOCHET
LA SALVACION LLEGA A LOS INFIERNOS
SAL TERRAE. Col. ALCANCE 16.SANTANDER-1980