EL INFIERNO COMO AFIRMACIÓN ANTIDIVINA
1. Al morir, el pecado mortal cometido en la vida y no arrepentido se
convierte en estado inmutable. Quien muere sin arrepentimiento, en
pecado mortal, vivirá eternamente en él. Tal vez se pueda suponer
que en el momento de la muerte Dios concede al hombre la
posibilidad de decidirse a su favor o en contra de El. Esta decisión es
definitiva.
En todo caso, el pecador grave ve inmediatamente después de la
muerte su estado con una claridad como jamás había tenido durante
su vida. Ve en cierto modo el pecado en su pura figura, en la medida
en que el hombre puede penetrar su oposición a Dios. Pero no se
aparta del pecado. Persevera en él. Se queda en su voluntad
pecadora. No acaba de afirmarse orgullosamente contra Dios. Se
estaciona para siempre en su autoafirmación antidivina. Se endurece
en su voluntad de pecado. Se petrifica en ella. Continúa, por tanto, sin
fin la autoafirmación contra Dios que comenzó en la vida. Se puede
preguntar si podría apartarse del pecado. El pecador tendría
posibilidad metafísica de ello, porque la libertad es inseparable del
hombre, sin embargo, le falta la posibilidad psicológico-existencial,
porque le falta la gracia de la conversión.
La obstinación y endurecimiento en la autoafirmación antidivina no
será fundada después de la muerte por un nuevo acto de voluntad. El
condenado no puede decir: Me libero de mi autodivinización, y
decidirse en realidad en un nuevo acto pecaminoso por la
autodivinización diciendo: "No quiero inclinarme a Dios ni adorarle
eternamente." Tal decisión nueva a favor de una vida alejada de Dios
no ocurre después de la muerte, sino que el pecador permanece en la
decisión tomada durante la vida. No elige de nuevo la forma de vida
del ateísmo, sino que se mantiene en la ya elegida.
2. No puede decidirse ya a favor de Dios, porque Dios no le da la
gracia de la conversión. Como el condenado está petrificado en su
pecado y quiere vivir siempre en él, no siente la negación de la gracia
de la conversión como signo de falta de misericordia por parte de
Dios. Pues no quiere convertirse. Visto desde Dios, la razón de la
incapacidad de convertirse del condenado consiste en la negación de
la gracia, y desde el punto de vista humano aparece como falta de
voluntad de conversión. Al condenado le es concedido vivir del modo
que desea: en lejanía de Dios, en autoafirmación antidivina, en ateo
orgullo.
3. En la historia de la teología se ha defendido a veces la opinión
de que la autoafirmación contra Dios se convierte en el infierno en
odio a Dios. A favor de esta idea parece hablar el hecho de que el
pecador posee después de la muerte un conocimiento de sí más
profundo y amplio que durante la vida y que posee también un
conocimiento de Dios mayor que en su vida de peregrinación. Se
posee a sí mismo con fuerza y visión incomparablemente mayores que
en el transcurso de su peregrinación terrena, pues se ve a la luz de
Dios. Cierto que no puede contemplar a Dios, pero se valora a sí
mismo y valora sus pecados con la medida de Dios. En consecuencia,
se rebela contra Dios con mayor compromiso de su yo que el que le
era posible durante su vida terrena. Esta visión no implica que el
hombre cometa nuevos pecados después de la muerte, sino que a
consecuencia de su nueva situación y de la perfecta claridad de ella
desarrolla su disposición de ánimo pecaminosa hasta su forma plena
y madurada.
Esta tesis no debe ser confundida con la opinión de que sólo el odio
formal a Dios lleva al infierno. Tal doctrina es errónea y fatal. Pero es
distinta de ella la opinión de que todo pecado grave se convierte por
necesidad psicológica, después de la muerte, en odio a Dios, odio
cuyo germen está en todo pecado mortal, pero cuyo grado de
intensidad es diverso en cada uno de los pecados graves.
4. El condenado realiza justamente la posición opuesta de la de los
salvados: lo opuesto de la adoración. Mientras que el cielo es eterna
adoración, el infierno es rebelión eterna. A consecuencia de su
rebelión contra Dios el condenado perderá también todas las demás
disposiciones de ánimo buenas. Sobre todo se verá vacío de amor,
porque se rebela contra el amor que es Dios. ·Bernanos-G (Diario de
un cura de aldea) describe el estado de la falta absoluta de amor de
la manera siguiente:
"El más miserable de los hombres, aunque crea que ya no ama,
conserva todavía la capacidad de amar. Incluso en nuestro odio
resplandece todavía. E incluso el demonio menos atormentado se
dejaría diluir como en una luminosa mañana vencedora en lo que
nosotros llamamos desesperación. El infierno es el no amar ya. No
amar ya suena algo así... como que no existiera ya nada. Para un
hombre que vive, no amar ya, significa amar menos o amar otra cosa.
¿Y si pudiera desaparecer totalmente esta capacidad que parece
inseparable de nuestro ser e incluso parece constituir nuestro ser
mismo, porque hasta la comprensión es una especie de amor? No
amar ya, no comprender ya y vivir, sin embargo... ¡Qué milagro
incomprensible! El error común a todos consiste en conceder a esas
criaturas abandonadas algo de nosotros mismos, algo de nuestra
continua movilidad, cuando en realidad están fuera del tiempo y fuera
del movimiento para toda la eternidad. Si Dios nos tomara de la mano
y nos llevara hasta uno de estos monstruos dolorosos, ¿en qué
lenguaje le hablaríamos, aunque hubiera sido en otro tiempo nuestro
amigo más fiel? Si un hombre que vive todavía, igual a nosotros, el
último de todos, inútil entre los inútiles, fuera arrojado tal como es en
un barranco de fuego, querría compartir su suerte e intentaría
arrebatarlo de su verdugo. ¡Compartir su suerte!... La desgracia, la
incomprensible desgracia de estas piedras calcinadas que en otro
tiempo fueron hombres es precisamente el no poseer nada en que se
pueda tener parte."
Al. Winklhofer (o. c., 90) dice en el mismo sentido lo siguiente:
"Allí no hay ya comunidad porque en el condenado no hay nada
bueno que haga buscar a los demás. Atadas las manos: esto significa
falta de proximidad confiada; atados los pies: jamás caminará
fraternalmente hacia otro; y tinieblas en torno suyo: nadie existe ya
para él; no ve ya; cada uno odia por su cuenta; cada uno sufre por su
cuenta; las tinieblas les cierran perfectamente en sí mismos. No tiene
nada que pueda dar; pero tampoco a él le puede dar nada nadie; y su
lenguaje son los aullidos, la voz animal de quien ha desdeñado ser
hombre, y el crujir de dientes, gesto de quien se quiere destruir a sí
mismo en irritada furia. No habla (Mt. 22, 13-14). La ultima soledad. El
estado del absoluto sin sentido e inutilidad de su existencia. Sólo que
precisamente por el absoluto sin sentido y vacío de su existencia
sigue glorificando terriblemente la idea de la creación de Aquel a
quien odia y que lo creó de forma que sin El no puede ser
bienaventurado en la eternidad. El mundo y la vida continúan sin él.
Lo que de bueno perviva todavía en el mundo, aunque fuera obra
suya, le ha sido expropiado; nada tiene que ver ya con él. ¡Un árbol,
del que tal vez en otro tiempo cayeron frutos deliciosos, pero del que
él mismo se ha separado deshojado, cortado y arrojado al fuego! Su
morada no es la creación glorificada, sino una pequeña parte de la
misma no glorificada, tal vez vaciada: el fuego."
EL INFIERNO COMO LEJANÍA DE DIOS INFIERNO/PENAS
I. El infierno como inacabamiento
Por estas reflexiones podemos intentar determinar la terribilidad de
la forma de existencia infernal. Si el pecado es aversión de Dios y
desordenada conversión a las criaturas, el condenado tendrá que
padecer un doble horror. El uno proviene de la lejanía de Dios, el otro
de la desordenada conversión a la creación (poena damni, poena
sensus).
En este capítulo vamos a tratar de la lejanía de Dios. Los
condenados no pueden contemplar a Dios. Están apartados de su
proximidad. Son arrojados de la comunidad con El. No les está
permitido sentir el amor y la verdad. Les está negado lo que para los
salvados es la mayor felicidad: el encuentro con el amor y la verdad
personales. Así es descrito el infierno en la Sagrada Escritura. Los
condenados viven lejos de la gloria de Dios. Tienen que oir de El las
palabras "Apartaos de mí" (Mt. 25, 41). Estas palabras pesan para
siempre sobre su vida. Son apartados para siempre del amor de Dios
con poder irresistible. Son apartados, por tanto, de la luz y de la
alegría, pues Dios es la luz y la alegría. Tienen que vivir en las
tinieblas, en el frío y en la oscuridad. Dios no conoce a los
condenados (Mt. 25, 12). No quiere saber nada de ellos. El rostro de
su amor permanece apartado de ellos. Y así al apartamiento del
hombre respecto a Dios corresponde el apartamiento de Dios
respecto al hombre.
Basándose en sus experiencias, el pecador podría sospechar,
mientras vive en la tierra, que la lejanía de Dios no es un estado del
todo insoportable, puesto que durante su vida terrena no siente la
contradicción a Dios que hay en el pecado como la máxima desgracia.
Sin embargo, tal "esperanza" sería una fatal ilusión. Durante la vida
terrena el hombre puede engañarse sobre su estado de pérdida de
Dios con las alegrías de los bienes y valores transitorios de la tierra.
En la vida terrena le ayudan muchos consoladores y consoladoras. La
gloria del mundo le encubre misericordiosamente el horror de la
pérdida de Dios. Pero en el estado del infierno siente su contradicción
a Dios con terrible y suprema claridad. Su estado no le será ya velado
por nada, pues ya no dispone de ningún bien criado. Al morir ha
tenido que abandonar el mundo, al despedirse se ha alejado de él.
Mientras que en su vida terrena lo violentaba para placer suyo, en
lugar de administrarlo en obediencia a Dios, ahora es abandonado
por él a la soledad. Tiene que padecer, por tanto, la lejanía sin velos
ni encubrimientos.
Esta vivencia significa para él un horror sin medida, pues por su
esencia más íntima está ordenado a Dios. Su ser más íntimo está
sellado por el origen divino; está emparentado con Dios; por eso
tiende hacia El. La ordenación de su ser a Dios penetra en su
conciencia y se manifiesta como anhelo de Dios. El yo humano tiende
con todo el corazón hacia Dios, hacia la verdad y hacia el amor.
Aunque en sus días terrenos el hombre se hubiera dedicado a odiar y
mentir y hubiera sepultado el auténtico anhelo de su corazón, ahora
irrumpe de nuevo en la hora en que se desvela la verdadera
situación, aunque sea sólo a modo de egoísmo y sin amor. Dios ha
dispuesto que para los hombres sólo haya cumplimiento y
acabamiento de su ser en la participación de su propia vida trinitaria.
Como sólo Dios puede llenar el ser del hombre y calmar su anhelo,
el corazón humano permanece inquieto mientras no está junto a Dios.
El hombre siente la unión con Dios como cumplimiento de su ser,
como habitar en la casa del Padre (lo. 14, 2).
El inacabamiento del condenado debe ser entendido ontológica y
existencialmente, metafísica y psicológicamente. El condenado sigue
siendo hombre, pero es para siempre un resto humano. Se sabe y se
siente como tal. Con ardiente anhelo desea ser liberado de este
estado. Sabe que sólo Dios puede salvarlo. Lo anhela con todo el
poder de su ser humano, aunque a la vez odia a quien es su creador
y Señor, a quien no quiere someterse. Tiene un anhelo inútil y estéril.
El condenado no realiza el anhelo del amor, sino el anhelo del
egoísmo. En el fondo incluso en su anhelo se busca a sí mismo.
Eternamente sigue estando inmaduro y tiene que vivir su propia
inmadurez con espíritu despierto.
II. El infierno como hastío
La pérdida de Dios da desasosiego, inseguridad, inacabamiento,
falta de cobijo en la vida humana. ·Nietzsche-F (Fröhliche
Wissenschatt, en G. W., 1906, VI, 1897) ha visto este estado en toda
su terribilidad y lo ha descrito conmovedoramente:
"¿No habéis oído hablar de aquel hombre loco que al claro
mediodía encendió una candileja, corrió al mercado y gritó
inacabablemente: "¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!" Como allí
precisamente se reunían muchos que no creían en Dios, provocó una
gran carcajada. "¿Está loco?", decía el uno. "¿Se ha perdido como un
niño?", decía el otro. "¿O juega al escondite? ¿Nos tiene miedo? ¿Se
ha embarcado, emigrado?" Así gritaban y se reían tumultuosamente.
El loco saltó en medio de ellos y los traspasó con su mirada. "¿Dónde
está Dios?", gritó. "Voy a decíroslo: lo hemos matado, vosotros y yo.
Todos somos sus asesinos. ¿Pero cómo lo hemos hecho? ¿Cómo
pudimos bebernos el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar
todo el horizonte? ¿Qué hicimos cuando separamos esta tierra de su
sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora la tierra? ¿Hacia dónde nos
movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos
continuamente en el vacío? ¿Y hacia atrás, hacia el lado, hacia
adelante, hacia todas las partes? ¿Hay todavía arriba y abajo? ¿No
vagamos por una infinita nada? ¿No nos alienta el espacio vacío?
¿No hace más frío? ¿No anochece continuamente y es siempre otra
vez de noche? ¿No tenemos que encender candilejas al mediodía?
¡Dios ha muerto: Dios está muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!
¿Cómo consolarnos, nosotros, asesinos entre todos los asesinos? Lo
más santo y poderoso que el mundo poseía hasta ahora se ha
desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos lavará la sangre?
¿Con qué agua podremos limpiarnos? ¿Qué expiación celebraremos,
qué santos juegos nos inventaremos? ¿No es la grandeza de esta
acción demasiado grande para nosotros? ¿No tendremos que
convertirnos en Dios nosotros mismos, para ser dignos de ella? Jamás
hubo acción más grande, y todo el que nazca después de nosotros
pertenece por esta acción a una historia más alta que todas las
historias anteriores." Aquí calló el hombre loco y miró de nuevo a sus
oyentes: también ellos callaron y le miraron extrañados. Finalmente él
arrojó su candileja al suelo, que se hizo trozos y se apagó. "Vengo
demasiado pronto -dijo después-, no he llegado a tiempo." Este
enorme suceso está todavía de camino y viaja, todavía no ha entrado
en los oídos de los hombres. El rayo y el trueno necesitan tiempo, la
luz de las estrellas necesita tiempo, las acciones necesitan tiempo,
incluso después de ser hechas, para ser vistas y oídas. Esta acción
es para ellos más lejana que las más apartadas estrellas, y, sin
embargo, ellos mismos la han hecho." Se cuenta también que el loco
entró el mismo día en diversas iglesias y cantó en ellas su Requiem
aeternam a Dios. Sacado de ellas y obligado a hablar, contestó sólo
esto: "¿Y qué son estas iglesias sino fosas y mausoleos de Dios?"
La pérdida de Dios es vista y descrita por Nietzsche como soledad y
desvalimiento. Lo que llamamos pecado aparece aquí en su
verdadero aspecto: el hombre no quiere que Dios exista.
D/ENEMIGOS: La razón de ello es dicha también. "En el valle Muerte
a Golpes se encuentra Zaratustra al más feo de los hombres. "Bien te
conozco -le dice con voz airada-, eres el asesino de Dios. Déjame
seguir. Tú no soportas a quien te vio siempre de pies a cabeza, tú, el
más feo de los hombres. Te has vengado del testigo." A lo que el más
feo de los hombre contestó: "... Adivinas cómo se siente el que lo
mató ¡Quédate! Y si quieres seguir, impaciente, no sigas el camino
que yo llevé. El camino es malo... Te prevengo incluso de mí mismo.
Has adivinado mi mejor, mi peor enigma, a mí mismo y lo que hice.
¡Pero tenía que morir! Miraba con ojos que lo ven todo. Veía la
hondura y las raíces del hombre, toda su encubierta ignominia y
fealdad... Un Dios que todo lo veía, incluso al hombre, tenía que morir.
El hombre no soporta que viva un testigo así" (Also sprach
Zarathustra, VII, pág. 382).
En este texto se ve el abismo del infierno. La lejanía de Dios
significa una contradicción con el ser humano. El no a Dios es un no
al verdadero núcleo esencial propio. Pues el hombre es imagen de
Dios y sólo puede entenderse y afirmarse con sentido cuando se
acepta de manos de Dios como imagen suya. Quien se rebela contra
Dios se hace a sí mismo violencia. El condenado vive por tanto en
contradicción consigo mismo en su núcleo más íntimo. Siente esa
contradicción como disolución interna y hastío de la vida. El
condenado no puede sustraerse a ese hastío, sino que tiene que
soportarlo para siempre. Tiene que soportar no llegar jamás a
completar su propio ser. El infierno es, desde el punto de vista
psicológico, la experiencia del eterno e ineludible inacabamiento del
propio ser, fundado en el apartamiento de Dios. Ese inacabamiento
eterno significa para el condenado un tormento inimaginable. Es tan
terrible, porque el corazón humano es un grito hacia Dios. El hombre
se queda en una obra incompleta mientras no se es concedida la
unión con Dios.
El ardiente anhelo del condenado no puede ser aplacado jamás
porque no puede librarse de su actitud antidivina, porque no puede
dirigirse jamás a Dios con amor a consecuencia de su obstinación.
Mientras que podemos describir el estado del cielo como eterno
comer y beber, el estado del infierno es hambre eterna y eterna sed.
Como el condenado no puede alcanzar la comunidad con Dios, tiene
que vivir eternamente en la soledad. Como no puede existir en diálogo
con el amor, está condenado al eterno mutismo. No tiene idioma
alguno. Como no puede abrirse a nadie, se siente atado.
III. El infierno como desesperación
Ya en esta vida puede el hombre caer en la desesperación, cuando
le es inaccesible la persona humana amada y anhelada. El seguir
viviendo puede parecer entonces absurdo e inútil. En la literatura este
estado ha sido descrito en las penas del joven Werther (H. Schöffler,
Das Leiden des jungen Werther). De un modo inimaginablemente más
agudo se apodera la desesperación de quien es arrojado sin
esperanza alguna a la amarga soledad eterna, a que el pecador es
condenado, o mejor se condena a sí mismo. Con todas las fuerzas de
su corazón anhela el condenado la verdadera vida, sin que pueda
alcanzarla jamás. Por eso su existencia le parece absurda. Tiene que
soportar este sin sentido y desesperanza con vigilante conciencia. No
puede huir de ellas suicidándose o durmiéndose. Ni en la locura ni en
el desmayo se le concede salvación alguna de su tormento. Tiene que
soportar una vida que ya no es vida, porque le falta totalmente lo que
nos parece ser inseparable de la vida: el amor y la esperanza. No
carece sólo de esta o de aquella esperanza, sino de toda esperanza.
No tiene futuro, sino sólo un presente eternamente igual, eternamente
horroroso. Cuando en la vida terrena se nos hunde una esperanza
tras otra, siempre nos agarramos a alguna. Cuando se oscurece cada
vez más el horizonte del futuro, nos volvemos continuamente hacia un
futuro nuevo. Pero el condenado no tiene esos consuelos.
Como le falta Dios tiene que resistir sólo consigo mismo. Antes
hemos visto ya que la soledad es un estado terrible para el hombre.
Pascal dice sobre ello lo siguiente (Guardini, Christliches
BewusstSein. Versuche über Pascal, pág. 86):
ABURRIMIENTO:SILENCIO/ABURRIMIENTO:
"Los hombres tienen un secreto instinto que los impulsa a buscar
distracción y ocupación en las cosas exteriores. Procede del
sentimiento de sus continuas mezquindades. Pero también tienen otro
secreto instinto que ha quedado de la grandeza de nuestra primera
naturaleza que les hace conocer que la dicha está en realidad en el
sosiego y no en el tumulto. De estos dos instintos contradictorios nace
en ellos un confuso impulso que se oculta ante su mirada en la
profundidad del alma y los impele a tender al sosiego a través del
desasosiego y a creer siempre que llegarán a la satisfacción que les
huye, cuando superen estas o aquellas dificultades que ahora
justamente están a su vista... Pero cuando las han superado, el
sosiego mismo se les hace insoportable, pues o se piensa en la
miseria en que se está ya, o en la que nos amenaza. Y aunque uno
lograra estar asegurado en todos los aspectos, no terminaría el
aburrimiento de ascender desde la propia figura esencial del hondón
del corazón, donde tiene sus raíces naturales, y llenar al espíritu de
su veneno... Por eso los hombres aman tanto el ruido y el movimiento;
por eso significa un tormento tan terrible la cárcel; por eso es una
cosa incomprensible el placer de la soledad. Y lo que en definitiva
convierte la posición de los reyes en la más feliz de todas, es el hecho
de que todos se esfuerzan por distraerlos y procurarlos toda especie
de placeres. El rey está rodeado de gentes, que no piensan en otra
cosa que en distraer al rey e impedirle con ello que piense en sí
mismo. Pero cuando piensa también es desgraciado, por muy rey que
sea."
El condenado es para sí mismo asco y aburrimiento. Siente un
inevitable hastío, tiene que resistir un insuperable vacío.
IV. El infierno como soledad SOLEDAD/INFIERNO
La lejanía de Dios significa, como hemos visto, una terrible soledad.
De esa soledad no le puede librar la compañía de los demás
condenados. Es cierto que los condenados están unidos por su
común rebelión contra Dios; pero esa rebelión se convierte en odio de
unos contra otros. La imperfección del condenado implica que el amor
de Dios nada tenga que ver con él; por eso es incapaz de amar; no
puede pronunciar ya palabras de amor; es mudo frente a Dios y es
mudo también frente a los compañeros de condenación. Hasta se
puede preguntar si los condenados tendrán noticia unos de otros. Tal
vez hay que decir que ningún condenado sabe si tiene compañeros.
Caso de que esta tesis fuera cierta, la soledad del infierno estaría
totalmente cerrada. Pero aunque el condenado sepa que tiene
compañeros de condenación no los conoce. Todos son para él
desconocidos. Todos son para él terribles desconocidos. Son unos
para otros anónimos y no amigos íntimos. Los condenados no pueden
realizar la forma de vida esencial al hombre: el diálogo. Por eso nadie
recibe de nadie consuelo o ánimos. Allí no vale el refrán de que dolor
compartido es medio dolor. Como los condenados, en caso de que
supieran algo unos de otros, se odian mutuamente, no comparten su
dolor para poderlo soportar en recíproca participación. Cuando se
odian mutuamente, se aumentan unos a otros su tormento. Del mismo
modo que al hombre bienaventurado le fluye una bienaventuranza
accidental de su comunidad con los demás bienaventurados, a los
condenados se les aumenta su rebelión y odio y, por tanto, su
desventuranza por estar en compañía con los demás condenados (en
caso de que sepan, como hemos dicho, que tienen compañeros de
condenación).
Allí se realiza con extrema terribilidad lo que sintió Hermann Hesse
de la soledad, aunque sin la posibilidad de dedicarse a la sabiduría
que el poeta contemplaba. El infierno sólo conoce la soledad de la
desesperación.
"¡ Qué raro caminar en la niebla ! / solo está cada arbusto y cada
piedra, / ningún árbol ve al otro, / todos están solos. / Lleno de amigos
estaba para mí el mundo / cuando mi vida aún era luminosa; / ahora
que la niebla cae, / no puedo ver a ninguno. / Verdaderamente nadie
es sabio / si no conoce las tinieblas, / que inseparables y calladas / lo
separan de todos. / ¡ Qué raro caminar en la niebla ! / La vida es
estar solo. / Ningún hombre conoce a los demás. / Todos están solos"
(Die Gedichte (Berlín, 1953), 161). Véase también J. P. Sartre, Huis
clos, 1944.)
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 443-452
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