ESENCIA DEL JUICIO


1. Apocalipsis de San Juan 
El Anticristo espera asegurar su poder aniquilando la gran ciudad y 
matando a los secuaces poco dignos de confianza. En realidad está al 
servicio de las intenciones de Dios y se convierte en sepulturero de su 
reino. Su sabiduría resulta locura. De la ciudad cuya destrucción ha 
sido proclamada por el ángel, sólo queda un montón de ruinas y 
escombros. En las murallas que parecían construidas para milenios ya 
no habitan hombres orgullosos, sino espíritus impuros y horrendos 
animales. La ciudad, imagen de la plenitud de la vida y de la riqueza, 
de la seguridad y protección (Geborgenheit), se ha convertido en 
lugar de desolación y pobreza, de horror y vacío. Han desaparecido la 
luz, la vida y la alegría y en su lugar imperan las tinieblas, la tristeza y 
la muerte (Ap/17). 
Por grande que sea la seducción de los poderes antidivinos a 
través de los siglos y por destacados que sean sus éxitos, al fin de los 
tiempos Cristo, al volver, los desenmascarará como impotentes y 
vacíos. Su fin será prologado, según contempla San Juan en sus 
visiones, por la destrucción de la escatológica capital del reino 
mundial anticristiano. Muchas veces las imágenes describen la 
realización y ejecución del juicio. El vidente contempla en varias 
visiones la gran ciudad del Anticristo llena de poder y riqueza; la llama 
Babilonia; tal nombre no significa en el Apocalipsis la antigua ciudad 
del imperio babilónico, sino que la ciudad del Anticristo lleva ese 
nombre porque Babilonia era para los israelitas el ápice del poder 
ateo e idólatra, su enemigo mortal en el ámbito político y mucho más 
en el religioso. La Hybris humana se construyó allí en remotísimos 
tiempos un monumento en forma de torre-espiral (Gen. 11, 1-8). 
Continuamente humilló Dios el orgullo titánico de esa ciudad (Is. 
13-14; Jer. 50-51, Dan. 2, 31-32). Orgullosamente había llamado 
Nabucodonosor a su residencia Babilonia la grande; inmediatamente 
fue castigado por ello desde el cielo (Dan. 2, 31 s.). BABILONIA/SION:Esta Babilonia histórica yacía desde hacía mucho 
en ruinas, pero seguía siendo el símbolo de ciudad atea e inmoral. En 
el Apocalipsis, Babilonia es el nombre de la capital escatológica del 
mundo en el imperio del Anticristo, del centro de todo ateísmo e 
inmoralidad, del punto de partida de todo odio contra el reino de Dios 
y de Cristo. Es el revés del monte de Sión, sobre el que San Juan 
contempla al Cordero, invicto y poderoso (Apoc. 14 1;2). Mientras que 
los poderes anticristianos proceden de la profundidad en que reinan 
las tinieblas y el caos, el Cordero viene del monte, de la altura, de los 
dominios de Dios. De Sión está prometida la salvación. (Is. 28, 16-17; 
30, 19; 40, 9; 52, 7-8; 59, 20; 60; 62; Joel. 3, 5- Mt. 18 20; Jo. 4, 18). 
El Salvador que viene de arriba y no de abajo impera en el monte 
santo de la cercanía de Dios (Sal. 2, 6; 48 [47], 2-3; 110 [109], 2). Es 
descrito como cordero, porque vive entregándose por el mundo. 
Mientras que el Anticristo oprime y destruye al mundo, Cristo se 
sacrifica por su salvación. Los cristianos forman su séquito. San Juan 
ve un gran número -144.000- en el séquito y guardia del Cordero; 
todos llevan su nombre. El número es símbolo de plenitud y 
perfección. 
La ciudad anticristiana es vista por San Juan bajo la imagen de una 
ramera (17, 1-8). Está sentada sobre un animal rojo escarlata y 
sobrecargada de joyas. Es símbolo de la desvergüenza, idolatría y de 
la embriaguez de sangre (17, 18). 
Antes de que la ciudad anticristiana sea destruida, Dios hace oír la 
última advertencia; un poderoso ángel le anuncia; tiene forma de un 
eterno mensaje de salvación. Su contenido dice: Dios es el rey. Quien 
se le someta, participará de su gloria. El mensaje se dirige a todos los 
pueblos, tribus, idiomas y naciones: a toda la Humanidad. El ángel que 
lo anuncia vuela por el espacio del cielo; está ante los ojos de todo el 
mundo. Con voz sonora clama: "Temed a Dios y dadle gloria, porque 
llegó la hora de su juicio, y adorad al que ha hecho el cielo y la tierra, 
el mar y las fuentes de las aguas" (14, .7). Quien no se someta al 
reinado de Dios, tendrá que caer. Su juicio está pronunciado (14, 8). 
Afecta también a todos los que han caído en el ateísmo de la ciudad 
anticristiana. Quien adore al animal o a su imagen y lleve su signo en 
la frente o en la mano derecha, deberá beber el vino de la ira de Dios, 
que está sin mezclar en el cáliz de su ira (14, 9). La decisión es 
definitiva (14, l l; 16, 19). 
La caída de los poderes anticristianos es un acontecimiento tan 
increíble que es conveniente profetizarla varias veces y con creciente 
claridad y precisión. San Juan oye la segunda proclamación de la 
decisión celeste de destruir Babilonia. El heraldo es de nuevo un 
ángel poderoso; brilla reflejando la plenitud de la luz divina; su brillo y 
esplendor iluminan la tierra. Otro ángel da a conocer la destrucción de 
la ciudad con un gesto simbólico; levanta una piedra, pesada como la 
rueda de un molino, y la precipita en el mar clamando: "Con tal ímpetu 
será arrojada Babilonia, la gran ciudad, y no será hallada. Nunca más 
se oirá en ella la voz de las citaristas, de los músicos, de los flautistas, 
y de los trompeteros, ni artesanos de ningún arte será hallado jamás 
en ti, y la voz de la muela no se oirá ya más en ti, la luz de la lámpara 
no lucirá más en ti, ni se oirá más la voz del esposo y de la esposa, 
porque tus comerciantes eran magnates de la tierra, porque con tus 
maleficios se han extraviado todas las naciones, y en ella se halló la 
sangre de los profetas y de los santos y de todos los degollados sobre 
la tierra" (18, 21-24). Los que piensan terrenamente cantan una 
lamentación a la caída de Babilonia; son los que habían caído en la 
embriaguez del poder y del dinero, en la inclinación al placer y a la 
glotonería. Al terminar la ciudad pierden todo lo que llenaba su 
corazón. En una hora todo se ha acabado, como si no hubiera 
existido. Pero los "celestiales" entonan un canto de júbilo, un himno de 
alabanza a Cristo vencedor, al amor, a la verdad y a la justicia. 
La caída de los poderes anticristianos anunciada por el poderoso 
mensajero de Dios es provocada por las obras enemigas y 
destructoras del mundo hechas por el Anticristo mismo; sólo 
aparentemente es salvador; en realidad es el enemigo y corruptor del 
mundo por su misión diabólica. Los poderes anticristianos se 
destruyen a sí mismos. San Juan contempla la autodestrucción de los 
poderes anticristianos en una horrorosa visión. El Anticristo se 
enciende en celos y odio contra la ramera, que encarna su propia 
ciudad. La roba hasta dejarla desnuda y después la mata y junto con 
sus vasallos la descuartiza y la incinera (Apoc. 17, 16). La naturaleza 
diabólica y de animal de presa que tiene el Anticristo irrumpe en la 
locura de destruir por la destrucción misma. Su dominio no soporta 
competidor ni competidora y la ciudad debe perecer porque ha 
empezado a ser demasiado poderosa y peligrosa. En su ira no se da 
cuenta que al destruir la ciudad sepulta su propia existencia; corre 
desbocado y ciego hacia su perdición. 
El primero que es arrastrado en la caída de la ciudad es el Anticristo 
mismo. Por un momento parece que al destruir la ciudad ha 
aumentado su poder; ya no hay rivales y puede emplear todo el poder 
político y militar de la tierra contra Cristo y los cristianos (Apoc. 16, 
16). Lo reúne todo y hace sus planes. Pero su hora ha llegado. Su 
poder es sólo aparente. No necesita mucho esfuerzo para caer; basta 
la venida de Cristo. San Juan contempla a Cristo, vencedor, en una 
luminosa visión (Ap 19, 11-21). 
Mientras que de la destrucción de Babilonia sólo oye el tumulto, San 
Juan contempla en una serie de visiones la caída de la tríada infernal. 
Por tercera vez (cfr. 4, 1, 11, 19) se abre el cielo. San Juan ve a Cristo 
jinete en un caballo blanco, es decir, como vencedor y triunfador, a la 
cabeza de un gran ejército que viene de la ciudad celeste y entra en 
el mundo, donde no fue recibido la primera vez (Jn 1, 11); pero ahora 
somete y destruye todo lo que se le opone y lleva a los suyos a la vida 
celestial. Lo que el vidente contempla no es todavía la profetizada 
vuelta de Cristo, sino su prólogo e introducción. San Juan contempla 
la destrucción de los poderes anticristianos en una gran visión: el 
triunfo del triunfador celestial. Contempla a Cristo entre el esplendor 
de numerosas diademas y con los símbolos de la dignidad regia. El 
dragón se había puesto siete diademas y diez el animal del abismo. 
Cristo tiene innumerables diademas. A El compete la máxima dignidad 
de dominador. Es Señor y Rey de todos los señores y reyes de la 
tierra. Por eso su ser es misterioso. Nadie puede entenderlo del todo. 
Por eso no existe tampoco un nombre con el que pueda llamársele 
perfectamente. Su verdadero nombre es conocido por el Padre 
solamente (Mt. 11, 27). Es un nombre sobre todo nombre (Act. 4, 2; 
Philip. 2, 9). En nombres distintos intenta la visión explicar al vidente el 
ser de Cristo; lleva el nombre de "fidelidad" y "verdad", "palabra de 
Dios", "rey de reyes" y "señor de los señores". Cada nombre revela un 
aspecto de su ser; Cristo ha permanecido fiel a los suyos. Antes de 
marchar del mundo, en que ellos tenían que seguir estando, prometió 
que volvería y que marchaba a preparar las moradas de los suyos en 
la ciudad celestial. Ahora cumple sus promesas. 
Los orgullosos adoradores del animal habían gritado en otro tiempo: 
¿quién puede compararse al animal?, ¿quién puede luchar con él? 
(Apoc. 13, 4). Ahora les alcanza la ira del Hijo del hombre. El fuego del 
juicio salta de sus ojos; nadie puede resistirlo. Los enemigos han 
hecho frente contra El (Apoc. 11, 18; 16, 14; 17, 14). Pero El es más 
fuerte, el que maniata a los fuertes de este mundo (Mc. 3, 27; Lc. 11, 
21). Con majestad y sosiego divinos va a la lucha, que está decidida 
antes de que empiece. Basta una palabra de la boca de Cristo para 
arrojar al polvo a los enemigos orgullosos. Su palabra de juicio es 
como una espada afilada que pasa entre los enemigos y los aniquila 
(Sab. 18, 14-16). San Pablo escribe a los Tesalonicenses, que el 
Anticristo será matado por Cristo con el aliento de su boca (2 Ts 2, 8). 

El Anticristo y su profeta serán arrojados al abismo de que salieron 
para dominar al mundo. Del infierno habían recibido su misión y sus 
poderes y al infierno vuelven. El infierno es descrito en la imagen de 
un charco de fuego lleno de azufre mal oliente. En la escritura es 
descrita muchas veces con esa imagen la justicia punitiva de Dios 
(Gen. 19, 24; Num. 16, 30; Is. 34, 9; 66, 24; Ez. 38, 22; Dan. 7, 1; 
Apoc. 14, 10). Después estudiaremos el infierno más detenidamente. 

La aniquilación de las fuerzas antidivinas ocurrirá en un momento.
Primero será vencido el dragón. Antes de su derrota definitiva 
estará atado mil años (Apoc. 20, 1-10). 
Este texto del Apocalipsis ha dado ocasión al milenarismo. Los 
quiliastas (de chilioi= 100) o milenaristas suponen que antes de la 
venida de Cristo habrá un reinado de paz de mil años. Tales 
esperanzas fueron alimentadas también por los sueños de la edad de 
oro, tan difundidos entre la paganía y por la apocalíptica del judaísmo 
tardío, que interpretó las promesas viejotestamentarias como referidas 
a un estado paradisíaco de la tierra. Se suponen dos resurrecciones: 
una al principio del reino milenarista, concedida a los santos, y otra -al 
fin de los mil años- para todos los demás. El milenarismo ha vacilado 
entre esperanzas burdamente materialistas e ideas 
perespiritualizadas. Así, por ejemplo, algunos milenaristas suponen 
que se concederán cien mujeres a quien renuncie a su mujer en este 
mundo. 
En la Antigüedad fue defendido el milenarismo por algunas sectas y 
por una serie de escritores cristianos. San Agustín rechazó 
decididamente la interpretación milenarista de forma que desapareció 
casi totalmente de la conciencia de su tiempo, hasta que volvió a 
renacer en la modernidad. San Agustín interpreta los mil años 
aludidos por el Apocalipsis no como determinación temporal, sino 
como definición cualitativa de la época que empieza con Cristo. Parte 
con razón del supuesto de que los números del Apocalipsis deben ser 
entendidos simbólicamente y de que la interpretación literal comete la 
grave falta metodológica de desconocer el sentido de la visión y tomar 
al pie de la letra lo que debe interpretarse simbólicamente, Según 
·Agustín-san, el estar atado Satanás significa la superación 
fundamental de los demonios por la obra salvadora de Cristo. Los mil 
años significan la época empezada por Cristo y fundamentalmente 
liberada de Satán; se extiende desde la ascensión hasta la vuelta de 
Cristo. Antes de volver Cristo el diablo será puesto en libertad por 
corto tiempo y hará todo lo posible por perseguir a los cristianos. Por 
primera resurrección entiende San Agustín el tránsito de la vida mortal 
y pecadora a la vida libre de pecado y unida a Dios. 
Recientemente algunos seguidores de San Agustín han añadido 
que las ataduras de Satanás son relativas: sólo frente a los creyentes 
(Allo, Karrer). Según el Apocalipsis (7, 3) llevan un signo en la frente 
para que el mal no pueda nada contra ellos. Para los mundanos no 
está atado el diablo. La palabra "después" de la expresión "después 
de mil años", no debe ser entendida, según estos teólogos, 
temporalmente, sino como referida a un cambio de lugar. Quien 
abandone la comunidad de Cristo y se adscriba al mundo 
anticristiano, entra en el reino del diablo. Satanás está a la vez atado 
y suelto. Su libertad dura sólo un poco de tiempo, no en sentido de 
duración temporal, sino en el sentido de una determinación de rango. 
Apenas tiene importancia frente a la plenitud mesiánica de 
bendiciones. Temporalmente puede durar mucho tiempo. 
En la modernidad ha sido aceptada la interpretación milenarista por 
muchas sectas, por ejemplo, por los apocalípticos, los flagelantes, los 
taboritas, los hermanos bohemios, los anabaptistas, los pietistas 
-sobre todo A. Bengel-, los adventistas, los mormones, los "primeros 
investigadores de la Biblia". Lo que San Agustín dijo contra los 
milenaristas de la antigüedad, se puede aplicar también a los 
modernos. A eso se añade que el Apocalipsis no promete 
textualmente un reinado de paz, sino sólo que Satanás será atado. No 
se promete, por tanto, que no habrá más pecados, necesidades, 
enfermedades o muertes. Sólo son excluidos los tormentos causados 
inmediatamente por el demonio. Pero la tierra seguirá siendo valle de 
lágrimas, porque seguirán las tribulaciones causadas por los hombres; 
es lo que los milenaristas pasan por alto. 
Sin embargo, la interpretación de San Agustín podría no ajustarse 
al sentido del texto. San Agustín y los teólogos que le siguen 
infravaloran los ataques que el demonio puede dirigir contra los 
hombres. Da vueltas alrededor como un león rugiente buscando a 
quién devorar (2 Pet. 5, 8). Satanás ruge contra el descendiente de la 
mujer celestial, contra todos los que se aferran al testimonio de Cristo 
(Apoc. 12, 17). Pero antes del fin del mundo el diablo será atado 
durante algún tiempo. No sabemos cuánto durará. La expresión "mil 
años" alude a que será un tiempo relativamente perfecto. Se 
concederá a la Iglesia una posibilidad especial de desarrollo. Los 
cristianos tendrán que habérselas con los ataques humanos, pero no 
con las impugnaciones diabólicas. No es imposible que tengamos ya 
detrás ese momento de descanso. 
Satanás ha encarcelado a muchos hombres durante la historia; al 
fin de los tiempos él mismo será atado. Pero poco antes de la 
segunda venida de Cristo al mundo se le concederá una corta 
libertad. Pero él abusará de ella hasta la última lucha contra la ciudad 
amada, contra la Iglesia, cuyo símbolo es Jerusalén. Empeña todas 
sus fuerzas en la lucha final. El vidente llama Gog y Magog al ejército 
de sus seguidores. Los nombres proceden de Ezequiel (cap. 37-39). 
Allí las hordas salvajes del príncipe Gog de Magog caen furiosamente 
sobre Israel. A pesar de su gran numero serán aniquilados. A lo largo 
de los tiempoS, Gog y Magog se han convertido en denominaciones 
simbólicas de los ejércitos ateos del fin de los tiempos. Todos sus 
esfuerzos son las últimas llamaradas del fuego que se apaga 
(Stauffer). El juicio de Dios irrumpe sobre los ateos guerreros con 
poder violento. "Cayó fuego del cielo y los devoró" (Apoc. 2, 9). El 
diablo, cabecilla de todo ateísmo desde el principio, es sometido 
definitivamente. Ya no se levantará más. Será arrojado para siempre 
de la comunidad humana a la que tiranizó y sedujo, atormentó y 
engañó durante tanto tiempo. Ya no habrá nada que temer de él. 
Ahora es aplastada la cabeza de la vieja serpiente, final y 
definitivamente. La promesa con que empezó la historia humana se 
cumple (Gen. 3, 15). 

El Juez 
En la Escritura es llamado Juez unas veces el Padre y otras Cristo. 
Aparece el Padre como Juez, por ejemplo, en Rom. 2 5; 3, 6; 14, 10; I 
Cor. 5, 13; Hebr. 12, 13; I Pet. 1, 17; Apoc. 6, 10; 11, 18. Por otra 
parte, Cristo es llamado Juez en lo. 5, 22. 27-30; Mt. 7, 21-23; 13, 41; 
25, 31-46; Rom. 2, 2. 3. 16; 3, 6; 14, 10; I Cor. 1, 8; 4, 4; 5, 13; II Cor. 
5, 10; II Thess. 4, 6; 1, 5-9; II Tim. 4, 1; 8; 14. También en el "Credo" 
rezamos: "Y está sentado a la derecha del Padre y desde allí vendrá a 
juzgar a los vivos y a los muertos." A primera vista parece que hay una 
contradicción. Se resuelve por el hecho de que Dios cumple y realiza 
sus obras por medio de Cristo y Cristo no hace más que las obras del 
Padre; el Padre le ha confiado el oficio de juez (lo. 5, 22; Act. 10, 42; 
17, 31). Cristo al juzgar cumple la voluntad del Padre. "Yo no puedo 
hacer por mí mismo nada; según lo oigo, juzgo, y mi juicio es justo, 
porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió" (lo. 
5, 30). 
Es, pues, el Padre quien dice la última palabra sobre los destinos de 
los hombres, pero habla por medio de Cristo, que es el eterno Verbo 
encarnado del Padre. Por eso tiene El la palabra en aquella hora. Lo 
que habla es hablado por el Padre y, por tanto, decisivo. Ante esta 
Palabra todos tienen que callar. Durante la historia terrena los 
hombres pudieron decir muchas ruidosas palabras contra El y El se 
calló. A la hora del juicio hablará sólo El y toda la creación tendrá que 
oírle. 
El cielo y la tierra pasan, según el Apocalipsis. De la nada fueron 
llamados por Dios y tenían que servir al hombre, que debía ser señor 
suyo y administrarlos según el mandato del Señor. El hombre se 
rebeló contra Dios al principio de la historia e incorporó la creación a 
su rebelión; ahora tiene que sentir lo que hizo en el mundo, que fue 
por su causa entregado a la caducidad (Rom. 8, 7-13). Como ahora 
se levanta el rostro de Dios desde su ocultamiento, el mundo, 
entregado a la caducidad, no puede subsistir en su forma actual. No 
puede soportar la santa faz del Omnipotente, que irrumpe como fuego 
devorador sobre el mundo. Ante la omnipotencia de Dios se revela su 
inseguridad y debilidad. De ello se deduce, para los que creen en el 
mundo y que ahora están ante el juicio de Dios, que ya jamás podrán 
encontrar sosiego y consuelo, protección y paz, porque les ha 
abandonado la tierra que lo era todo para ellos, que era para ellos lo 
que debía haber sido Dios. Y así, la derrota de la criatura es la 
privación de todas las posibilidades de existencia. 
Pero también es un consuelo. La tierra no será testigo de la 
vergüenza y debilidad de su señor. 
La tercera razón de la silenciosa huida de la tierra es el hecho de 
que ya no tienen ninguna razón de existir y, por tanto, no puede 
justificarse su existencia. Ya no puede prestar su servicio al hombre. 
Desde el día del juicio el hombre ya no puede ser su señor en la 
forma en que lo era antes. Los cristianos sufren una transformación, a 
consecuencia de la cual la tierra ya no es el lugar apropiado para 
ellos. Los enemigos de Cristo sufren también una transformación y se 
hacen tan informes, deformes y desfigurados, que tampoco se ajustan 
a la forma actual del mundo.
Después de la huida del cielo y de la tierra lo único que se ve en el 
espacio infinito -según la visión de San Juan- es el trono blanco y 
quien se sienta en él como juez de vivos y muertos, ante el que se 
reúnen, silenciosos, todos los muertos para oír su sentencia. 
Desnudos y sin protección deben resistir todos la mirada escrutadora 
de Dios; es la mirada de la verdad que todo lo traspasa; ilumina al 
hombre hasta los últimos rincones de su ser y nada quedará oscuro (I 
Cor. 4, 3-5). Entonces se revelará el amor y el egoísmo de los 
hombres. Nada será pasado por alto ni olvidado. Los "libros" que son 
abiertos son símbolos de la justicia de Dios que todo lo ilumina. Todo 
lo hecho, dicho, sucedido, faltado y omitido está ante Dios. Quien no 
esté en el libro de la vida, será condenado. El libro de la vida es el 
libro del cordero degollado (Apoc. 13, 8). La inclusión en los demás 
libros no basta. Esto significa que de cualquier modo que se haya 
hecho una vida, ante el juicio de la verdad de Dios sólo tendrá 
consistencia si ha sido cumplida en comunidad (consciente o 
inconsciente) con Cristo. Pues sólo por Cristo llega el hombre al Padre 
(lo. 4, 6). La decencia y humanismo naturales -si es que pueden 
darse- no sirven para librarse de la condena, sin Cristo el hombre 
permanece en tinieblas (Rom. 13, 12), sin El la vida está muerta 
(Hebr. 6, 1; 9, 14). 
Ante el Juez desaparecen las diferencias de rango. Los poderosos 
de la historia no serán más que los pequeños y desaparecidos. 

3. Medida del juicio 
La medida del juicio, su canon y ley, es el amor, pero no cualquier 
amor, sino el amor de Dios revelado en Cristo; un hombre se libra de 
la condenación en la medida en que se ha dejado configurar por ese 
amor. Cristo es la norma según la que el Juez dará la ultima sentencia; 
no serán norma ni el bien y mal en general, ni la idea del bien y del 
mal, ni un valor impersonal. La relación con la persona viva de Cristo, 
con el Señor histórico y glorificado decidirá el último destino. El amor a 
Cristo se realiza en el amor a los hermanos. Viceversa: todo amor 
efectivo a un hermano es amor a Cristo y toda negación de ayuda a 
un hombre es en definitiva negación hecha al Señor. 
Cristo es el prototipo y conjunto de todo lo verdadero y bueno; por 
esa razón esta definición personalista de la salvación y condenación 
da al principio del bien y del mal la última explicación y su seriedad 
absoluta. 
El "sí" a Cristo es afirmación del bien, y el "no" a Cristo es negación 
del bien, del bien absoluto que es Dios mismo y no sólo de una 
imagen o principio abstracto. El hombre es bueno en la medida en que 
se asemeja a su modelo. Su medida es Cristo, Verbo de Dios, hecho 
hombre. 
El juicio consiste, por tanto, en que el hombre es valorado según la 
norma absoluta que es Cristo. El amor, santidad, justicia y verdad que 
se revelaron en Cristo irrumpen sobre el hombre en el juicio. Ante esa 
irrupción, lo no santo y lo insincero no pueden subsistir. Mientras dura 
la historia, Dios se contiene y el hombre pecador puede existir a pesar 
de su contradicción. Pero en el juicio final la santidad y verdad de Dios 
se revelarán en su absoluto poder. Vendrán sobre los hombres como 
"fuego devorador". En la imagen del fuego simboliza la Escritura la 
fuerza con que caen la santidad y verdad de Dios sobre el hombre 
pecador; tendrá que perecer. Si el hombre está dominado por la 
mentira hasta tal punto que ella es su principio vital, será condenado. 
Si lo no santo e insincero sólo llenan fugazmente algunos estratos del 
hombre, la verdad y santidad de Dios lo superarán. 
·Guardini-R describe el proceso de la manera siguiente: 
VERDAD/PODER: 
"La verdad es el fundamento de la existencia y el pan del espíritu. 
Pero en el espacio de la historia humana está separada del poder. La 
verdad vale, el poder fuerza. A la verdad le falta el poder inmediato, 
tanto más cuanto más noble es. Las verdades pequeñas tienen 
todavía poder, porque confirman el impulso y la necesidad; pensamos, 
por ejemplo, en las que afectan a nuestras inmediatas necesidades de 
existencia. Cuanto más alto rango compete a una verdad, tanto más 
débil se hace su fuerza inmediatamente eficaz, con tanta mayor 
libertad debe abrirse a ella el espíritu. Cuanto más noble es la verdad, 
tanto más fácilmente es orillada por las grandes realidades, o 
ridiculizada, tanto más se atiene a la caballerosidad del espíritu. Esto 
vale de toda verdad, pero en sentido especial de la verdad santa. 
Corre el peligro de escandalizar. Tan pronto como entra en el mundo 
depone ante sus puertas la omnipotencia y llega en la debilidad de la 
figura de los siervos. No sólo porque es altísima en rango y según la 
ley que hemos dicho tiene que ser, por tanto, la menor en poder, sino 
porque viene de la gracia y amor de Dios, llama a conversión al 
hombre pecador y excita en él la rebelión precisamente por eso. Así 
pudo suceder lo que dice San Juan en su Evangelio: "En El estaba la 
Vida y la Vida era la Luz de los hombres, y la Luz alumbró en las 
tinieblas y las tinieblas no la aceptaron. Estaba en el mundo, y el 
mundo fue hecho por ella y el mundo no la reconoció" (/Jn/01/04-05). 
Pero algún día la verdad y el poder se unificarán. La verdad tendrá 
tanto poder cuantos sean su validez y valor. Cuanto más alto sea el 
sentido de una verdad, tanto más poderosa será en su imperio. 
¡Enorme suceso! ¡Cumplimiento de todos los anhelos del espíritu! La 
infinita verdad de Dios. Infinito poder. La santa verdad de Dios: santo, 
conmovedor, revolucionario, devorador poder. Estallará, fluirá a 
torrentes, dominará todo. ¿Y cómo ocurrirá eso? Por la palabra de 
Cristo. Por la palabra que hablará a la última hora de la historia y que 
después se mantendrá eternamente: como ley, espacio, aire, luz de la 
existencia definitiva. En su primera palabra la verdad era débil; débil 
como El mismo, hasta el punto que las tinieblas pudieron cerrarse a 
ella. En su segunda palabra la verdad será fuerte, como su sentido, y 
eso quiere decir omnipotente. Terrible suceso para quien no quiere la 
verdad. Todo lo nuestro que no quiere la verdad no tendrá ya espacio 
alguno. Ahora puede existir la falsedad, porque la verdad es débil; 
también el pecado puede existir porque Dios deja el incomprensible 
espacio que hace posible a la voluntad decidirse contra El. Ahora, por 
poco tiempo -tanto cuanto tarde volver Cristo- hay libertad para errar 
y mentir. Pero cuando la verdad se haga poder la mentira no podrá ya 
existir, porque todo estará lleno de verdad. La mentira será expulsada 
del sentido y sólo seguirá existiendo en una forma para la que no hay 
conceptos: en la forma de la condenación... Pero para quien quiere la 
verdad, para aquellos de nosotros que anhelan la verdad..., ¡qué 
liberación. Le ocurrirá como a un hombre que se está ahogando y 
llega de una vez al aire puro. Todo lo existente florecerá, será libre y 
bello. Bello, pues la belleza, como Santo Tomás de Aquino dice, es el 
esplendor de la verdad que se hace realidad." 

La verdad omnipotente es la verdad del santo amor de Dios, 
aparecido en Cristo. Quien esté lleno de él, resistirá el golpe que dará 
contra todo lo real. Si no está lleno de él caerá en el estado que la 
Escritura llama segunda muerte (Apoc. 20, 14). 
Como a la luz de la verdad de Dios destacarán los verdaderos 
valores, el Juicio incluye la revisión de las opiniones terrenas. Puede 
ocurrir que uno que fue muy ensalzado públicamente sea condenado 
y que uno que fue condenado por todos sea muy honrado. Ya no 
habrá encubrimientos. Con la mirada puesta en el juicio final el 
cristiano debe ser reservado y comedido en el juicio sobre sí mismo, 
ya que es el Señor quien dice la última palabra. El cristiano tampoco 
debe conmoverse ante la condenación del mundo, si su conciencia le 
declara inocente ante Dios. Dios defenderá su causa ante el mundo. 
El herido sentimiento de justicia, nunca satisfecho mientras dura la 
historia, puede mirar esperanzado hacia ese día del juicio final. Dios 
hará justicia perfecta. En el caos de injusticias culpables y 
disculpables surge así la confianza de que un día todas las cosas y 
todos los hombres tendrán su derecho. 

4. Efecto del juicio 
El juicio final hará separación de lo malo y lo bueno (Hebr. 4, 12). 
Ninguna criatura podrá ocultarse ante Cristo Juez. Todo estará 
patente y desnudo a los ojos del Señor, a quien tenemos que rendir 
cuentas (Hebr. 4, 13; cfr. Sab. 18, 14 16). Los buenos serán liberados 
para siempre de la compañía de los malos y los malos serán arrojados 
para siempre de la comunidad de los buenos (Mt. 10, 22; 25, 46; Mc. 
13, 13; 13, 20. 27; Phil. 1, 28; Thess. 1, 5-10; Apoc. 21, 8. 27). 

5. Circunstancias del juicio 
Nada hay revelado sobre el lugar y duración del juicio. El profeta 
Joel dice que Dios juzgará a los pueblos paganos en el valle de 
Josafat (loel 4, 2. 12). Por esa razón se dice muchas veces que el 
juicio final se hará en el valle de Josafat, junto a Jerusalén. Pero esa 
determinación local tiene significación simbólica. 
Se puede suponer que Dios ilumina a cada hombre para que en un 
momento pueda ver el paso de la historia humana y la parte de cada 
hombre en el transcurso total del tiempo y para que juzgue según la 
medida de la justicia divina. En la luz de Dios recibe el auténtico 
conocimiento y el impulso de someterse a su juicio. 
Los ángeles y santos toman parte en el juicio. San Pablo advierte a 
los Corintios que llevan sus disputas ante jueces paganos, que 
deberían ser capaces ellos mismos de poner orden en sus querellas. 
Deberían ser capaces de arreglar sus asuntos terrenos sin ayuda de 
jueces paganos, ya que podrán hacer algo mucho más importante: 
tomar parte en el juicio final (I Cor. 6, 1-7). "¿Cómo debe entenderse 
esta participación en el juicio? Los "santos" serán juzgados. Pero si 
han podido oír de boca de Dios su sentencia de salvación, ya 
conocerán claramente las influencias funestas y las tentaciones de los 
malos espíritus en todo el pasado personal e histórico y así apartarse 
de ellas definitiva e irrevocablemente y arrojarlas de sí con la fuerza 
de la verdad y santidad divinas con que Dios mismo las arroja" (Kuss, 
Comentario a I Cor. 6, 1-7). 

6. Objeto del juicio 
Respecto al objeto del juicio podemos decir en general: todas las 
acciones y pensamientos de la criatura desde el principio hasta el fin. 
Pero surge una dificultad: Cada criatura en particular será juzgada por 
Dios según sus acciones y pensamientos, y será iluminada respecto al 
sentido de su vida particular y de la del universo. Parece, entonces, 
que el juicio final no tiene objeto propio. 
Para resolver esa dificultad se puede decir lo siguiente: mientras 
que en el juicio particular el acento recae sobre la responsabilidad 
individual y en la balanza del juicio pesa su buena o mala voluntad, en 
el juicio final pasa a primer plano el valor objetivo que hayan tenido las 
decisiones, pensamientos y tendencias del hombre individual. En el 
juicio universal también serán hechas públicas las luchas y peleas, las 
caídas y victorias, la obediencia y la rebelión de cada uno. Y así, 
todos podrán saber que la forma de existencia que Cristo manda es la 
verdadera y auténtica. La justicia de Dios se demuestra públicamente 
en su absoluto poder de recompensa. También será manifiesto, a los 
ojos de todos, el número de pecadores arrepentidos y perdonados. 
Pero no será para vergüenza suya, sino para alabanza de Dios, ya 
que en ellos se revelará que Dios perfecciona al hombre a través de 
todas sus negaciones y rebeliones. El agradecimiento a Dios y la 
alabanza a su misericordia crecerán con las dificultades que la 
voluntad salvífica de Dios haya tenido que vencer. Ante esa 
publicación habrá un gran asombro (Mt.7,2; 9,11; 25,37.44; Mc. 
10,27.31). 
Pero por muy importante que sea esa publicación, lo esencial del 
juicio final frente al particular es la manifestación de la rectitud objetiva 
y de la importancia histórica de todos los acontecimientos de esta 
vida. Para entender esta afirmación es importante distinguir entre la 
disposición de ánimo en que se ejecuta una acción y su contenido 
objetivo; entre ambos elementos de la acción humana puede haber no 
sólo diferencia, sino tensión y hasta contradicción. Mientras que la 
cualidad de la disposición de ánimo depende de la pureza y 
sinceridad, de la buena voluntad del agente, el valor objetivo de la 
acción depende de su significación para el orden de la totalidad de la 
creación y, en definitiva, de su importancia para la realización del 
reino de Dios. Un hombre puede hacer lo malo con la mejor intención, 
y lo que otro hace por egoísmo puede ser rico en bendiciones. 
En el juicio universal serán revelados, ante todo, la verdad y el valor 
de las obras culturales creadas por el hombre, con intención buena o 
mala, de las creaciones científicas y artísticas, de los sistemas y 
escuelas filosóficas, de las instituciones y leyes económicas, 
industriales y políticas; de las doctrinas y estructuras religiosas, del 
derecho y la injusticia, el poder histórico y la impotencia de las fuerzas 
intelectuales, éticas, religiosas y nacionales; la importancia de los 
encuentros de individuos y pueblos, de la lucha entre Iglesia y estado 
o de los grupos distintos dentro de la Iglesia, el sentido de las sectas y 
herejías, la significación de guerras y revoluciones. Y resultará que 
algo que ha parecido grande y poderoso, oportuno y lleno de 
bendición fue en realidad pequeño y corruptor, y mucho de lo que 
pareció insignificante y sin valor, peligroso y fatal, o incluso destructor, 
fue en realidad poderoso e influyente, oportuno y salvador. 
Se revelará también lo que de bueno y verdadero hubo en lo malo y 
falso y lo que de malo y falso hubo en lo bueno y verdadero. Se 
manifestará el sentido de los pecados permitidos por Dios y de los 
errores no impedidos por El, que tuvieron a veces fatales 
consecuencias incluso para los creyentes. Los absurdos que tanto 
entorpecieron la fe en Dios desaparecerán a los ojos de todos. La fe 
en el juicio universal es, por tanto, la fe en la definitiva aclaración e 
interpretación de todo lo sin sentido. 

7. Juicio de los pueblos 
Se hará juicio no sólo del individuo, sino también de los pueblos, 
porque también ellos son portadores de acciones e instituciones, de 
ideas y decisiones; porque son los agentes de la historia humana. El 
individuo puede dar a la totalidad de la historia bendición o desgracia, 
porque es miembro de una comunidad, su instrumento y configurador. 
Toda la historia es acercamiento o alejamiento de los pueblos 
respecto a Dios. En el juicio universal se revelará si los pueblos han 
cumplido la tarea que Dios les confió y en qué medida la cumplieron. 
Ante los ojos de todos se determinará el honor o deshonor, el valor o 
no-valor de cada pueblo para eterna memoria. Los pueblos, en cuanto 
tales, no van ni al cielo ni al infierno, pero supervivirán, honrosa o 
deshonrosamente, en los hombres que durante la historia 
pertenecieron a ellos. Puede ser que el honor de un justo sea mayor 
por haber pertenecido, o a pesar de haber pertenecido, a un 
determinado pueblo, y que la vergüenza de un condenado sea mayor 
por haber pertenecido, o a pesar de haber pertenecido, a un 
determinado pueblo. 

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 242-255