EL CIELO COMO BANQUETE
El cielo, contemplación inmediata de Dios
La unión con Cristo funda la comunidad de vida con el Padre
celestial. Sólo cuando el hombre está ante la faz del Padre ha llegado
ya adonde debía. Cuando puede contemplar la faz del Padre celestial,
puede contemplar la faz de la Verdad y del Amor.
BANQUETE/CIELO:
La Escritura suele dar testimonio de la unión celestial con Dios bajo
el símbolo del banquete. Cristo usa el símbolo con múltiples
variaciones. Unas veces habla de la gran cena de un hombre rico (Lc.
14, 16-24), otras de la cena que el Señor que vuelve a casa ofrece a
su servidumbre (Lc. 12, 37), otras de un banquete solemne de los
pueblos que llegan desde todos los confines de la tierra (Lc. 13, 29;
Mt. 8, 11), otras del banquete nupcial de la gente humilde y otras del
banquete de una boda de reyes (Mt. 25, 1-12; 22, 1-14).
En todas las ocasiones revela Cristo, bajo símbolos y metáforas, la
íntima y familiar comunidad entre Dios y los bienaventurados. Los
compañeros de banquete forman una comunidad fraternal. Todos los
banquetes terrenos son precursores del banquete celestial, en el que
Dios, a pesar de ser el Señor, se sentará entre los invitados como
entre iguales y amigos. Se sentará frente a ellos y no será un
estar-juntos callado y mudo, sino un vivo diálogo.
Esta comunidad es fuente de alegría. El banquete que Cristo usa
como símbolo de la inefable comunidad con Dios, es un banquete de
fiesta o un banquete de amigos. Aparece especialmente clara esta
relación en el símbolo del banquete nupcial. El banquete de bodas es
la fiesta más solemne en la vida del hombre sencillo. Se hace
generosamente y se ofrece comida abundante (Mt. 22, 4) y vino hasta
saciarse (lo. 2, 1-11). El hecho de que en las bodas de Caná sobren
muchas ánforas de vino, simboliza la pródiga abundancia que habrá
en el banquete nupcial del cielo. El salón de la fiesta está
brillantemente iluminado (Mt. 22, 13; 25, 1-12); se reúnen los
invitados, vestidos de túnica nueva (Mt. 22, 11). La música y los
cantos de los invitados llenan la ciudad. Sólo la fiesta de siete días
puede expresar la alegría incontenible de todos.
VE/BANQUETE:La imagen del banquete nupcial nos representa la
vida eterna como ser con Dios, como visión del rostro divino y como
intercambio de vida con Dios. Vamos a explicar más detenidamente
estos tres puntos. Su importancia se debe a que Dios es la verdad y
el amor personales en un modo de existencia trinitario. El ser con Dios
se convierte así en vida con el amor personal; la contemplación del
rostro divino, en contemplación del amor en persona; el intercambio
vital con Dios, en intercambio vital con el amor mismo.
EL CIELO COMO UNIÓN CON DIOS
Por lo que respecta al primer punto, el bienaventurado siente que
Dios es el supremo valor, el tú que le hace feliz. El creyente lo sabe
ya durante su existencia terrena. Por eso está dispuesto a renunciar
a todas las cosas por voluntad de Dios y nada puede saciarle si le
falta Dios. La Sagrada Escritura, sobre todo el NT, está llena de
testimonios sobre este tema. La valoración más extensa de Dios la
encontramos en el /Sal/073 [72]. El historiador de las religiones N.
Söderblom ha explicado el salmo desde este punto de vista. El
salmista padece bajo la injusticia que llena el mundo y oprime su
propia vida. Cierto que Dios es bueno para los que son puros de
corazón. Pero ¿no parece regalar su amistad a los orgullosos y
malhechores? En realidad les suele ir bien. "Pues no hay para ellos
dolores; su vientre está sano y pingüe. No tienen parte en las
humanas aflicciones y no son atribulados como los otros hombres.
Por eso la soberbia los ciñe como collar y los cubre la violencia como
vestido. Sus ojos se les saltan de puro gordos y dejan traslucir malos
deseos de su corazón. Mojetan y hablan malignamente,
altaneramente amenazan" (v. 4-8). Se burlan de los piadosos y
atacan incluso a Dios. Proclaman su impotencia. Está lejos, ¿qué le
importa lo que ocurra entre los hombres? "Esos impíos son, y, con
todos, a mansalva amontonan grandes riquezas" (v. 12). Al salmista le
asalta la duda de si toda oración es absurda. Pero entonces sufre un
cambio. La dicha de los malos es hueca y pasajera. Dios se levantará,
y los impíos y malos, por muy poderosos que sean y mucho éxito que
tengan, son nada en su presencia. "Son como sueño de que se
despierta,, y Tú, Señor, cuando despertares despreciarás su
apariencia" p. 20). Pero sobre todo les falta a los impíos, mientras son
exteriormente dichosos, la principal felicidad: Dios. Dios es propio de
los piadosos, aunque su vida esté sumergida en las aguas del dolor.
En las angustiosas preguntas por la justicia de Dios y la injusticia de
la historia el salmista se sosiega y apacigua al darse cuenta de la
proximidad y amor de Dios. "¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera
de Ti nada deseo sobre la tierra. Desfallece mi carne y mi corazón; la
roca de mi corazón y mi porción es Dios por siempre. Porque los que
se alejan de Ti perecerán; arruinarás a cuantos te son infieles; pero
mi bien es estar apegado a Dios, tener en Yavé Dios mi esperanza
para poder anunciar tus grandezas en las puertas de Sión" (v. 25-28).
El salmista no puede penetrar los planes de Dios, pues Dios es
demasiado alto, demasiado sobrehumano, demasiado incomprensible.
Pero el orante sabe que Dios está cerca. Entonces se hunde todo lo
terreno. No es empequeñecido el dolor, pero pierde su importancia.
¿Qué es dicha, qué es éxito? Dios lo es todo. Aunque el cuerpo y el
alma mueran de sed y aunque el infierno de la vergüenza y el
tormento se concentren sobre el justo, Dios es su máximo bien. La
misma estima de Dios brilla brevemente cuando Abraham se
abandona a la promesa: "Yo mismo seré tu recompensa" (/Gn/15/01;
cfr. Apc. 21, 7; 22, 12). Toda promesa vivió a través de los siglos en
los corazones llenos de Dios. Encuentra su más enérgica expresión
en el estar dispuesto a sufrir por Dios, tal como lo vemos en Teresa
de Ávila y Teresa de Lisieux. Entre los terribles tormentos de la
muerte dice Teresa de Lisieux con noble orgullo: "No me arrepiento
de haberme entregado al amor (·TEREN)."
Sin embargo, la comunidad terrena con Dios, por muy íntima y
bienaventurada que sea, está oscurecida por el ocultamiento de Dios.
Por eso el que tenga la gracia de esa comunidad tiene que esforzarse
continuamente por sentir la proximidad de Dios. Tiene que intentar
darse cuenta de ella en la noche de la tentación. En el estado del
cielo el hombre podrá sentir a Dios inmediatamente como el bien
supremo. Entonces desaparecerá lo terreno que le encubre a Dios.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 534-537