EL CIELO COMO ADORACIÓN

 

1. Dios es misterio incluso para los bienaventurados. 

Por íntimo que sea el intercambio vital entre Dios y el 
bienaventurado, Dios sigue siendo infinitamente superior al hombre. 
Cierto que Dios y el hombre se sientan como compañeros de 
banquete a la misma mesa, pero Dios es el anfitrión. El es quien invita 
a los hombres a comer en la mesa preparada por El. El diálogo 
celestial sólo puede producirse cuando Dios toma la iniciativa, cuando 
se dirige al hombre y le da la capacidad de oír su palabra y de darle 
respuesta. El diálogo celestial significa, por tanto, la imposición del 
reino de Dios en el hombre, del reino de la verdad y del amor. 

Sin embargo, la superioridad de Dios va más lejos todavía. Incluso 
en el estado del cielo Dios y el hombre siguen diversos entre sí como 
creador y criatura. También en el estado del cielo sigue siendo Dios 
un impenetrable misterio para el hombre. Cierto que el 
bienaventurado ve a Dios inmediatamente, pero no lo penetra hasta la 
raíz de su ser. Lo rodea con la mirada del amor, pero no lo traspasa 
totalmente. Lo ve totum, no totaliter. Podemos comparar este proceso 
con la contemplación de una obra de arte. El contemplador ve, sin 
duda, la sinfonía de colores, pero puede ser que le sea negado 
percibir toda la profundidad de la obra de arte. 

Ningún hombre sobre la tierra ve tan clara y vivamente que Dios es 
un misterio como el bienaventurado, porque contempla a Dios 
inmediatamente y ve, por tanto, con claridad hasta qué punto está 
Dios elevado sobre la criatura. Comprende que Dios tiene que ser un 
misterio. Su mirada a Dios es una mirada al misterio en propia 
persona. El misterio de Dios, o mejor, el Tú divino que es un misterio, 
está patente ante sus ojos espirituales. Está incluso desposado con él 
en lo más íntimo. Conoce y ama el misterio. La incomprensibilidad de 
Dios no puede ser eliminada para la criatura jamás, ni siquiera en el 
estado del cielo. Por eso el hombre no puede entender todo el diálogo 
celestial que el Padre comunica al Hijo. Su capacidad receptiva es 
limitada. Sólo el Hijo puede percibir perfectamente la infinita palabra 
del Padre con su riqueza y profundidad. El hombre tendría que ser 
Dios para poder equipararse al Hijo. 

2. Bienaventuranza y misterio. 

Podría surgir la angustia de que el cielo es un estado de tragedia, 
de que el hombre está eternamente venteando la tragedia, de que, 
por tanto, la última palabra no es felicidad eterna, sino eterna 
oscuridad. Sin embargo, tales temores son ilusorios. Pues la 
incomprensibilidad de Dios no deja en el bienaventurado ningún 
aguijón de insatisfacción. No tiene para él nada de opresivo o 
enigmático, nada de angustioso y esclavizante. El bienaventurado 
recibe, en efecto, a Dios en la medida en que es capaz de ello. Si Dios 
se la infundiera con más fuerza no lo haría feliz, sino que tendría que 
perecer, porque sería cegado por la luz de Dios y consumido por su 
fuego. No sería capaz de recibir más. Eso sería para él un esfuerzo 
exagerado que no soportaría. Si Dios le explicara más que lo que 
puede entender su espíritu y su corazón no serían por ello iluminados 
con más fuerza, sino que se oscurecerían, como el ojo corporal 
cuando mira hacia el sol. No tiene, por tanto, que recibir de Dios más 
de lo que recibe. No puede siquiera tal deseo. Sino que para el 
bienaventurado la máxima alegría es vivir inmediatamente y estar 
unido al impenetrable misterio del amor y verdad personales, de la 
santidad y justicia personificadas. Lo que siente precisamente como 
felicidad es que existe Dios, el incomprensible, el elevado sobre toda 
medida humana, porque sólo Dios puede sacarlo de la estrechez de lo 
puramente humano y llevarlo a la amplitud y a la riqueza. El eterno 
misterio de Dios no es, por tanto, ninguna eterna tragedia para el 
hombre, sino su eterna felicidad. El hombre, destinado a trascenderse 
a sí mismo, vive como plenitud feliz de su ser el confiado diálogo con 
el abismal misterio revelado del amor y de la verdad personales. 

3. Bienaventuranza y adoración. 

La superioridad e incomprensibilidad de Dios hacen justamente que 
sea posible satisfacer la necesidad de adorar que tiene el hombre. En 
cierto sentido, es ya satisfecha en el encuentro con Cristo, ya que el 
hombre que encuentra a Cristo no sólo vive con El cara a cara, sino 
que puede adorarle también. Esta satisfacción logra su carácter 
definitivo con el Padre. Es el encuentro con el sumo y último "tú" del 
hombre; después no es posible que haya más encuentros. Como el 
Padre es el Amor, verle a El significa ver al Amor personificado. La 
adoración al Padre se convierte en adoración al Amor personificado. 
Podemos decir, pues, que la forma de vida del cielo es el amor 
adorador del amor personificado o la adoración encendida de amor, 
del Amor en su propia persona. La gloria del bienaventurado es poder 
adorar al Amor, saber que el Amor -que a la vez es Verdad y 
Santidad- es digno de adoración; que sólo el amor es digno de 
adoración. 

4. Liturgia celestial. 

Este aspecto del cielo está testificado en la Escritura, cuando al 
símbolo del banquete se añade el símbolo de la liturgia del cielo. San 
Juan la describe en las grandes visiones del Apocalipsis con los 
medios intuitivos de fines del siglo primero, con los símbolos políticos 
que le son familiares por haber visto el culto al emperador (Apoc. 4, 
1-11). 

En esta visión puede San Juan echar una mirada al cielo; contempla 
la majestad de Dios, elevada sobre todo lo terrestre. El nombre de 
Dios es silenciado con santo temor. El trono significa el sosiego del 
dominador, el dominio omnipotente de Dios, que vive sobre las 
tormentas del tiempo y conduce con mano segura los destinos 
humanos hacia la meta por El determinada. Su trono es eterno. 
Subsistirá eternamente, aunque caigan todos los tronos de la tierra. 
Dios está revestido de luz y gloria; está rodeado de una numerosa 
corte. Quienes le pertenecen participan de su gloria; viven 
transfigurados y están adornados con diademas de vencedor. La 
expresión "ancianos" significa que los hombres que viven con Dios 
son perfectos. La ancianidad es expresión de madurez. 

La representación del homenaje celestial a Dios se continúa en el 
capítulo V del Apocalipsis de San Juan. Ya hemos citado antes el texto 
como testimonio de la adoración tributada a Cristo glorificado. 
También en el capítulo VII se atestigua el agradecimiento y alabanza 
que Dios recibe continuamente de las criaturas bienaventuradas. 
En él se dice: "Después de esto miré y vi una muchedumbre 
grande, que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y 
lengua, que estaban delante del trono y del Cordero vestidos de 
túnicas blancas y con palmas en sus manos. Clamaban con grande 
voz diciendo: "Salud a nuestro Dios, al que está sentado en el trono, y 
al Cordero." Y todos los ángeles estaban en pie alrededor del trono y 
de los ancianos y de los cuatro vivientes y cayeron sobre sus rostros 
delante del trono y adoraron a Dios diciendo: "Amén. Bendición, gloria 
y sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fortaleza a nuestro Dios 
por los siglos de los siglos, amén" (/Ap/07/09-12). Los 
bienaventurados del cielo ensalzan en su himno de alabanza a Dios 
como a salvador y redentor. Saben que no hay otro salvador para los 
hombres. Sólo Dios ha podido liberarles de toda necesidad. Por eso le 
dan gracias y le alaban para siempre. 

Las criaturas que viven con Dios le adoran continuamente y le dan 
gracias porque El es digno de ello. En ello se cumple el sentido de 
toda la creación. Los cuatro seres representan a toda la creación: a 
los hombres, a los animales domésticos y salvajes y a los pájaros. 
La adoración del cielo es distinta de la de la tierra. Es la plenitud de 
la adoración terrena. Esta está ordenada a la celestial y sólo en ella 
alcanza su última y suprema intensidad. Los bienaventurados cantan 
un "cántico nuevo" (Apoc. 5, 9). No conocen por sí mismos este himno 
de alabanza a Dios. Sólo pueden cantarlo aquellos a quienes han sido 
abiertas las puertas del cielo (Apoc. 4, 1), los que han sido admitidos 
en la vida propia de Dios, en la intimidad de Dios.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961