El cristianismo como mensaje de salvación
Desfiguraciones y nueva posibilidad


JUAN MARTÍN VELASCO 
Prof. de Teología. 
Instituto Superior de Pastoral 
y Seminario Metropolitano. Madrid.


Los esfuerzos de los cristianos por hacer presente el cristianismo en nuestro mundo 
tropiezan hoy con una paradoja fundamental: nosotros anunciamos el Evangelio, la buena 
noticia de la salvación, la liberación y la alegría, y muchos de nuestros contemporáneos 
perciben nuestro mensaje como una amenaza para su libertad, una represión para sus 
deseos de felicidad, una carga que les torna insoportable la vida.
¿Cuál será la razón de este hecho que subyace al sordo malestar que experimenta 
nuestro mundo frente al cristianismo y a las dificultades no siempre formuladas con que 
tropieza nuestro anuncio del Evangelio?

Salvación cristiana y cruz de Cristo
Podría parecer que la razón está en el contenido mismo del anuncio cristiano. El 
Evangelio de Jesucristo pasa por la cruz que él asume y que ha invitado a asumir a todos 
los que quieran ser sus discípulos. Y el mensaje de la cruz, como ya experimentó San 
Pablo, es escándalo para unos y necedad para otros. Pero no podemos olvidar, que para 
los que creen, la cruz (la de Cristo y la propia) se integra en ese conjunto que llamamos 
"experiencia pascual" y que hace de ella un signo del amor de Dios a nosotros, de la 
victoria sobre la muerte, de la entrega de Jesús por los hermanos; y que, integrada en la 
experiencia de la pascua, la cruz se convierte en parte de esa buena noticia del amor de 
Dios a los hombres hasta el fin y del descenso de Dios hasta el infierno que puede llegar a 
ser la vida del hombre, para hacer subir a éste hasta el cielo de la vida misma de Dios. Por 
eso, para los llamados, ya sean judíos o griegos, el crucificado se convierte en sabiduría de 
Dios, y la cruz en parte del mensaje de la salvación.
FELICIDAD/DESEOS: La presencia de la cruz de Cristo como 
parte integrante -que nunca puede ser desvirtuada (1 Cor 1,17)- del mensaje cristiano 
confiere su irrenunciable peculiaridad a la salvación ofrecida por el cristianismo. Jesucristo 
no vino a satisfacer las necesidades inmediatas del hombre; por eso responde al tentador: 
"No sólo de pan vive el hombre" (Mt 4,4) y se queja de los que acuden a él tan sólo porque 
les ha dado de comer (Jn 6,26). Su acción y su mensaje parecen suponer, más bien, que la 
desgraciada situación de la humanidad tiene su origen en el hecho de que el hombre ha 
hecho de sus deseos el señor de su vida, por lo que se ha esclavizado a los objetos que los 
satisfacen y ha convertido a la vida en esa lucha despiadada por la conquista de los bienes 
que genera violencia, injusticia y desigualdad entre los hombres y la opresión y marginación 
de los más débiles. La presencia de la cruz de Cristo -con todas las circunstancias 
históricas que le condujeron a ella y con todo el peso de la actitud humana con que la 
asumió- orienta el mensaje cristiano de salvación no hacia la conquista a toda costa de la 
felicidad entendida como satisfacción de los deseos inmediatos, sino al descubrimiento de 
unos deseos y unas necesidades más profundas, que se manifiestan en la actitud con que 
Cristo asume la cruz y a la que viene a responder la "actitud" de Dios para con el hombre 
que en ella se revela. Así, por ejemplo, en la cruz de Jesucristo y en la respuesta que el 
Padre le ofrece en la resurrección se hace patente que las victimas inocentes con las que el 
crucificado se ha identificado pueden esperar una satisfacción a la injusticia que padecen; 
en la cruz integrada en la pascua se manifiesta el valor del amor a fondo perdido -que tiene 
su origen en el misterio de Dios- y la verdad de que en la entrega de sí el hombre se realiza 
de la forma más plena; en la resurrección del crucificado se revela que la aceptación de la 
propia condición y la entrega de si mismo a través de la confianza conducen a esa 
realización total de si mismo presentida en este estadio de la vida, pero sólo realizable por 
el hombre cuando es introducido en la vida de Dios.
CZ/CASTIGO-VICTORIA: Así se comprende que el cristianismo, no a pesar de la cruz 
de Cristo, sino gracias a ella, pueda ser vivido y presentado como buena nueva y mensaje 
de salvación. Y se comprende también que, si nuestro mundo encuentra dificultades 
aparentemente insalvables para percibirlo así, la razón tal vez no esté tan sólo en la 
presencia en el corazón del mensaje cristiano de la cruz, que genera el escándalo del 
mundo, sino, sobre todo, en el hecho de que los cristianos no conseguimos presentar la 
original síntesis que supone una experiencia pascual que cuenta con la cruz, pero no como 
castigo, amenaza, resignación o derrota, sino como señal de la victoria de la justicia y el 
amor de Dios sobre la tendencia del hombre al egoísmo, la insolidaridad y la injusticia y, a 
través de esto, como señal de la victoria de la vida con Dios sobre la muerte a la que se ve 
condenado el hombre que elige realizarse por sí solo.

Desfiguraciones cristianas del mensaje de salvación
¿Por qué se ha roto en la presentación del cristianismo esa síntesis que hace del 
cristianismo un mensaje de salvación para el hombre y no una oferta de felicidad fácil que 
halague sus oídos, pero le hunda más en una situación que le llevaría a perpetuar la 
perdición a la que le conduce el no prestar oídos más que a sus deseos? Pienso que la 
razón fundamental está en la incapacidad de los cristianos para incorporar en su vida esa 
maravillosa síntesis que resume el núcleo del mensaje cristiano: que Jesús fue crucificado 
por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación. Es más, pienso que con frecuencia 
nuestra presentación del cristianismo ha cedido a la lógica del mundo y que, de acuerdo 
con ella, hemos predicado la salvación cristiana como la respuesta por parte de Dios a los 
pequeños deseos de felicidad inmediata trasladada al más allá de esta vida, al cielo, 
imaginado como jardín de las delicias. El cristianismo se reduciría así a la oferta de una 
salvación en la otra vida, merecida mediante el sacrificio y la represión de las tendencias a 
la felicidad inmediata en ésta. Se diría que, de la promesa del Señor de dar el ciento por 
uno en esta vida y después la vida eterna a los que dejen todo para seguirle, nos hemos 
quedado con la vida eterna. Pero con una vida eterna entendida como resarcimiento de 
todo aquello de lo que aquí nos hemos privado. De esta forma hemos pervertido el cielo, 
representado como el estado de la satisfacción de todos nuestros deseos; hemos 
pervertido la representación de Dios, reducido a una especie de reserva inagotable de 
bienes que responde a nuestra inagotable necesidad de felicidad; hemos convertido a Dios 
en objeto del hombre y suma de bienes a su servicio. Y hemos pervertido la tierra y la vida 
del hombre sobre ella, reducidas a mero lugar de adquisición de méritos, a preludio, sin 
valor en sí mismo, de lo que después ha de venir.
Así, por un mecanismo complejo, la comprensión del cielo desde el modelo de la tierra ha 
llevado a pervertir la representación del cielo para, desde esa representación pervertida del 
cielo, pervertir la experiencia de la tierra, aguando toda fiesta humana en ella y condenando 
al sabor a ceniza a todos los placeres terrenos.
Ha bastado que el hombre tome una conciencia más aguda del valor de su vida en el 
mundo, mejore su situación en este valle de lágrimas y tenga más posibilidades de disfrute 
de los manjares de la tierra, para que la presentación de la salvación cristiana aparezca 
como la invitación a renunciar a unos bienes (pequeños, si se quiere, pero ciertos) en favor 
de otros, tal vez muchos más intensos y duraderos, pero inciertos. Y el hombre de nuestros 
días parece inclinarse cada vez más a la satisfacción inmediata de sus deseos, en lugar de 
esa especie de "compra a plazos" de la salvación en la otra vida que le propone una 
inadecuada presentación del cristianismo.
El hecho es que, ante la presentación del cristianismo como mensaje de salvación, 
muchos de nuestros contemporáneos responden con la más completa indiferencia, como si 
careciesen de oídos para ese mensaje que a los creyentes les parece lo único necesario; y 
otros rechazan agresivamente esa oferta de salvación que parece suponer la 
descalificación, como situación de perdición, de la vida a la que, bien que mal, están 
tratando de acomodarse.
Pues bien, ¿cómo responder a esta situación? Aludamos en primer 
lugar a algunas respuestas que nos parecen equivocadas o insuficientes. Equivocado nos 
parece responder a esta situación limando las aristas del cristianismo, haciendo un esfuerzo 
de plausibilización de sus contenidos, adivinando los gustos de nuestro tiempo para adaptar 
a ellos el mensaje cristiano. Tal proceder supondría tomar como criterio para la 
presentación del mensaje unos deseos que tal vez sea lo primero que el hombre tenga que 
reformar para poder orientarse hacia la salvación. Tal respuesta ignoraría, además, que el 
mensaje de salvación no se presenta como respuesta de Dios a los deseos del hombre sino 
como ofrecimiento de una perfección que saca al hombre de la órbita de sus necesidades y 
exige de él como primer paso la conversión.
Pero equivocado nos parece también reducir el mensaje cristiano a exigencia puramente 
penitencial y, sobre todo, poner el centro del mismo en la negación de la aspiración del 
hombre a la felicidad o en la resignación o la aceptación masoquista del dolor como único 
camino para merecer una felicidad que se situaría exclusivamente en la otra vida. Tal 
proceder exigiría eliminar del mensaje cristiano una infinidad de elementos que le son 
consustanciales: desde el nombre mismo de Jesús, el salvador, a la descripción de su 
mensaje como buena noticia, pasando por la formulación de su núcleo fundamental en 
términos de bienaventuranza, y desembocando en la descripción de la obra de su vida 
como la obtención para los hombres de una situación en la que se hacen realidad las 
promesas mesiánicas de la paz, la reconcialización, la justicia, la novedad de vida y la 
felicidad.
¿Cómo hacer para que una generación como la nuestra, que ha aprendido con mucho 
esfuerzo a mejorar sus condiciones de vida en este mundo, que ha comenzado a extender a 
capas cada vez más amplias de la población el disfrute de los bienes del mundo, que está 
haciendo de la búsqueda de la felicidad y del cultivo del deseo el motor de todas sus 
acciones, perciba y acepte el mensaje cristiano como mensaje de salvación, sin que este 
mensaje se diluya en un producto más que consumir al servicio de los propios deseos, pero 
también sin que la aceptación de la salvación cristiana elimine de la vida del hombre las 
pequeñas dosis de felicidad que ésta puede procurarle? 

Convertíos y creed en la buena noticia 
Se ha acusado al cristianismo de comenzar por sumir al hombre en una sima muy 
profunda, con su doctrina sobre el pecado y con su visión pesimista de la naturaleza 
humana y de la historia, para después tenderle la mano ofreciéndole la salvación. O de 
cultivar en la conciencia del hombre el sentimiento muy agudizado de sus limites, haciendo 
así crecer en él el sentimiento de la necesidad de una ayuda para superarlos. La verdad es 
que el cristianismo no necesita de estos recursos poco nobles para hacer presente el 
ofrecimiento de la salvación cristiana. Pero el ofrecimiento de la salvación comporta 
ciertamente, como primer paso, una llamada a la conversión.
H/DESEOS: Porque la realidad es que el hombre es un ser que, por tener su origen en 
Dios, tiene una aspiración de profundidad insondable a la que ni él mismo -finito por los 
cuatro costados- ni los objetos del mundo son capaces de responder adecuadamente. Y la 
realidad es también que el hombre tiende a ocultarse a si mismo su propia condición en el 
olvido de si y en el divertimiento sistemático, como una persona que se vendase los ojos 
para así correr más despreocupadamente hacia el precipicio (Pascal). La realidad es, 
igualmente, que el hombre se complace con frecuencia en identificar como exclusivamente 
propia esa orientación infinita y en proclamarse dueño absoluto de si. La realidad es, por 
último, que el hombre está permanentemente tentado a investir su aspiración infinita sobre 
los objetos finitos llamados a satisfacer sus deseos inmediatos, absolutizando así las 
posesiones, el poder sobre los demás, la vana gloria, el placer sensible, sin caer en la 
cuenta de que al hacerlo se condena a ser esclavo de lo que tiene un valor 
incomparablemente menor que él mismo y a verse, más tarde o más temprano, 
decepcionado o hastiado por ello en su interior y expuesto a todas las divisiones y 
violencias en relación con los demás, competidores de esos bienes finitos.
La llamada a la conversión no crea en el hombre esta situación. Tan sólo le ayuda a 
descubrirla. Y cuando esa llamada procede del Espíritu de Dios, desvela esa situación al 
hombre, iluminándole a la vez para que capte su sentido y orientándole hacia su 
superación. A la luz de la llamada a la conversión, el hombre se descubre como un ser con 
el centro de gravedad fuera de si mismo y abierto al infinito como horizonte para su 
realización. A la luz de la revelación que opera la llamada a la conversión, la vida en la tierra 
no se vive necesariamente como destierro de una situación paradisíaca anterior, ni como 
valle de lágrimas en el que estamos por un castigo divino. Pero si aparece como 
peregrinación orientada a una patria en la que será posible la consumación perfecta de una 
realización a la que el hombre tiene que aproximarse con cada paso de esta vida. La 
llamada a la conversión no impone, pues, al hombre una situación de desgracia; más bien 
le ayuda a descubrir su verdadera condición como primer paso para orientarse hacia su 
superación. La conversión que exige la presentación de la salvación cristiana no comporta, 
pues, renuncia a la propia realización: exige, eso si, descubrir los engaños de un proyecto 
de realización que se agote en los bienes mundanos y pretenda conseguirse con los 
propios recursos, y pide reconocer al infinito como fuente y término de su realización. La 
llamada a la conversión exige abandonar la representación de Dios como prolongación y 
satisfacción de los propios deseos y descubrirse a si mismo como destinatario de la acción 
salvadora de Dios.

"Salus tua ego sum.":
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
Por eso la salvación, presente bajo las más variadas formas en las tradiciones religiosas, 
se representa en ellas, en las formas más débiles, como bien que procede de la realidad 
superior al hombre o, en las formas más definidas, como esa realidad misma convertida en 
Bien del hombre. "La Salvación es la Potencia vivida como Bien" (G. Van der Leeuw). La 
tradición judía expresa esta concepción de la salvación haciendo de la presencia de Dios 
con el profeta y con el pueblo el centro de la promesa: "yo estaré contigo"; "vosotros seréis 
mi pueblo y yo seré vuestro Dios", resumida en los salmos en la expresión "yo soy tu 
salvación". Y, dado que Jesucristo aparece para la fe cristiana como la realización perfecta 
de esa promesa de presencia (Emmanuel, Dios con nosotros), el anuncio de la salvación se 
condensa y se personaliza para el cristianismo como anuncio del evangelio de Jesucristo, 
es decir, anuncio de la buena nueva que es Jesucristo. Sólo que también este número del 
mensaje cristiano de la salvación puede ser desvirtuado. La historia del cristianismo y la 
vida de los cristianos están llenas de ejemplos de una desfiguración a la que tampoco 
nosotros escapamos. Recuperarlo en su originalidad supondrá descubrir en la persona de 
Jesucristo la revelación del designio salvífico de Dios, descubrir en su condición de Hijo 
unigénito del Padre el paradigma que el hombre está llamado a realizar; reconocer en su 
destino, es decir, en su vida, actitudes, gestos, palabras, acciones, muerte y resurrección, 
el prototipo de la vida salvada, y adoptar en las propias circunstancias su misma forma de 
vida. En una palabra, aceptar la buena nueva de la salvación que es Jesucristo significa 
creer en él como revelación definitiva de Dios y seguir sus pasos; vivir la propia vida 
encarnando en ella las actitudes y los sentimientos que configuraron la suya.
Por eso la presentación del mensaje cristiano de salvación pasa por la vida de los 
cristianos y por la prolongación en la vida de la Iglesia de la vida de Jesucristo, en la que ha 
aparecido para los hombres la salvación de Dios.

La Iglesia, sacramento de salvación
Es bien sabido que el régimen de la encarnación adoptado por el designio salvífico de 
Dios comporta la prolongación sacramental en la historia humana de la vida de Jesús, 
glorificado junto al Padre. Y es en el nuevo pueblo congregado por él donde tiene que 
hacerse presente al mundo la salvación a la que Dios quiere llamar a todos los hombres. 
Con frecuencia hemos reducido esta función sacramental de la Iglesia a su realización de 
los actos específicamente sacramentales como momentos de comunicación de la gracia. De 
esta forma hemos reducido la salvación a una realidad religiosa, interior y mística que se 
comunicaría exclusivamente a través de las acciones sacramentales dispensadas por los 
ministros de la Iglesia. Esta reducción litúrgica y religiosa de la condición sacramental de la 
Iglesia conducía en la práctica a que pudiera estar anunciando la salvación de Jesucristo 
una Iglesia visibilizada y encarnada en comunidades y formas de organización cuya vida no 
tuviera nada que ver con la salvación revelada en la persona y la vida concretas de Jesús. 
Desde este alejamiento se explican las frecuentes deformaciones de la propuesta de la 
salvación cristiana: deformación de la reducción escatológica, según la cual la salvación se 
reservaba exclusivamente para la otra vida; deformación de la interpretación de las 
privaciones y sufrimientos de esta vida como forma de "colaborar" en la "satisfacción" por 
los pecados propios o de los demás; deformación, por último, que convertía la vida en la 
tierra exclusivamente en fuente de méritos para el cielo.
El resultado, en cualquier caso, es que la Iglesia pretendía anunciar la salvación al 
margen de la vida de las comunidades en que se encarnaba, llegando en algunos casos 
extremos a proclamar la salvación bajo unas formas de vida y de organización en las que se 
manifestaban aquellas situaciones de miedo, opresión y violencia y aquellos valores 
(posesión, dominio, exclusión de los débiles) contra los que se rebeló con todas sus fuerzas 
Jesús y por cuya abolición había entregado la vida.
Los textos del Nuevo Testamento muestran de forma muy clara hasta qué punto se 
distanciaba de esta situación el proyecto de Jesús. Recordemos tan sólo un ejemplo: "Los 
que figuran como jefes de las naciones los tratan despóticamente, y los grandes entre ellos 
abusan de su autoridad; entre vosotros no ha de ser así; antes bien, el que quisiere 
hacerse grande entre vosotros, sea vuestro servidor... "(Mc 10,42-44). En términos 
generales, el envío por Jesús de los suyos para que sean sus testigos supone que éstos no 
sean de otra condición que su maestro, y que su forma de vida represente, como la del 
Maestro, una alternativa a la forma de vivir propia del mundo. La condición de sacramento 
de salvación exige, pues, de la Iglesia la visibilización (en la vida de las comunidades en 
que "acontece" o se encarna) de esa nueva forma de vida que apareció en Jesús y en la 
que se visibilizó la salvación de Dios. Recordemos, como rasgos principales de esa nueva 
forma de vida de la comunidad de los discípulos de Jesús, la fraternidad de los que la 
constituyen; la consagración al anuncio del Reino de Dios; la inclusión en ella de los 
marginados y los débiles como los primeros; la confianza en Dios y la resistencia al mal; 
una nueva forma de relación con los bienes, destinados a ser compartidos más que a ser 
poseídos; la disposición al perdón mutuo, la lucha por la justicia y la dedicación a la paz.
I/MUNDO: En resumen, la condición de sacramento de salvación que define el ser 
mismo de la Iglesia exige de ella hacerse presente en el mundo como una "sociedad de 
contraste" (G. Lohfink) en la que aparezca la nueva dinámica introducida en el mundo por la 
persona, la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Y la elocuencia del sacramento 
radica precisamente en el hecho de que en él brilla la salvación, como la luz en las tinieblas, 
y se manifiesta como la ciudad sobre el monte.

En Jesucristo hay una nueva creación
Porque la misma condición sacramental de la Iglesia rige para la vida de cada cristiano. 
De todos nosotros ha escrito San Pablo que, "reverberando como espejos la gloria del 
Señor, nos vamos transfigurando en la misma imagen de gloria en gloria, conforme a como 
obra el Espíritu del Señor" (/2Co/03/18). Y es en la vida de cada creyente donde tiene que 
hacerse realidad el anuncio de la salvación, gracias a la condición de "salvada" que 
presenta esa vida. Imposible resumir en unas lineas los rasgos que asigna el Nuevo 
Testamento a esta nueva humanidad, ya salvada, aunque en esperanza, que tiene que 
hacerse presente en la vida de los cristianos. Recordemos, por ejemplo, los rasgos de la 
vida según el Espíritu, fruto primero y radical de la salvación cristiana, que ofrecen las 
cartas de Pablo: en su centro está siempre el amor, que da lugar a una nueva forma de 
relación entre los miembros de la comunidad y una nueva relación con todos los hombres 
que, en lugar de hacer de ellos el objeto del propio deseo, mueve a hacer realidad los del 
prójimo: "todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros..." (Mt 7,12). 
Pero a partir del amor se organiza una existencia vivida en la libertad "para la que 
Jesucristo nos liberó" y la justicia, y caracterizada por la alegría y la paz -el gran don del 
resucitado a los suyos: el Reino de Dios... es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo (Rm 
14,17)- y que genera actitudes de bondad, paciencia, magnanimidad y templanza. Así, del 
indicativo que origina la presencia del Espíritu en la vida de los creyentes ("Dejaos 
transformar; renovad vuestro interior...": Rom 12,2) surge como su consecuencia natural un 
imperativo que da lugar a una "praxis diferente" cuyas lineas directrices había señalado el 
sermón del monte.
Bastaría representarse, con un pequeño esfuerzo de imaginación, la vida de las 
personas y la sociedad dirigidas de acuerdo con la praxis resumida en tales términos, para 
percibir la concreción y el realismo que adquiriría el mensaje cristiano de salvación. Y 
bastaría hacer efectiva esa praxis en la vida de los cristianos y de las comunidades 
cristianas esparcidas por el mundo para percibir su poder evangelizador, su capacidad de 
testimonio de la nueva vida presente ya en Jesucristo.
Su presencia en el mundo estaría haciendo realidad: "hay otra vida, y esa otra vida es ya 
ésta". Ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos.

J. MARTIN VELASCO
SAL-TERRAE 1989, 3 Págs. 229-239