LA CIUDAD SIN TEMPLO

SCHMAUS

1.TEMPLO/SENTIDO:
Sentido de la construcción de templos dentro de la historia 
Después de la caída del templo viejotestamentario, también los que fueron reformados por 
Cristo en el Espíritu Santo para constituir una nueva comunidad, caracterizada por la presencia 
de Dios, construyeron por su parte una casa que iba a ser símbolo de su unión, lugar de su 
reunión, de su sacrificio y de su oración. Se puede entender este proceso de la manera 
siguiente: la comunidad de los hombres que creen en Cristo viven en este mundo, sienten la 
oposición en que están frente al mundo y la contradicción que eI mundo levanta contra ellos. El 
mundo tiene que contradecirlos porque se cierra frente a Dios, se diviniza a sí mismo y cae así 
bajo el poder de los demonios. Los hombres que viven en su ateo orgullo arrastran las cosas a 
su propio ateísmo, de forma que manan en cierto modo ateísmo. En el mundo caído bajo el 
poder de los demonios, edifica la comunidad de los cristianos una casa en la que quieren servir 
a Dios. Elevan esta casa desde un espacio sustraído al mundo, sustraído al ateísmo. Se 
expresa esto visiblemente en la consagración de los templos. Por la consagración del templo se 
sustrae al poder de los demonios un determinado espacio y es entregado a Dios. La liturgia de 
la consagración de los templos 
aparece como una acción que quiere arrebatar a los poderes diabólicos un espacio en el 
que no imperen ya los dioses, sino que esté presente la gloria de Dios. Esta lucha contra 
los demonios se continúa más allá de la consagración del templo en toda la acción cultual 
que se desarrolla en el templo consagrado por medio de la proclamación de la palabra y de 
la administración de los sacramentos. Se ve con especial claridad cuando el templo es 
construido en un lugar en el que los hombres han servido y sacrificado a los dioses de su 
patria. También después de que los hombres han vuelto hacia Cristo, intentan los viejos 
dioses mantener su poder sobre las almas. Pero los cristianos deben liberarse cada vez 
con más intensidad del poder de los dioses o de los demonios. Símbolo de esto es la 
entrega del espacio visible del templo a Dios. 

Ausencia de templos en la ciudad celestial 
El sentido de los templos e iglesias -lugar de instauración del reino de Dios, entrega del 
mundo al Padre- se cumplirá definitivamente cuando venga Dios al fin de los tiempos. 
Desde aquella hora ya no serán necesarios más templos de madera o de piedra, ni lugares 
apartados del mundo, para que Dios sea servido y vencidos los demonios. La gloria de Dios 
estará entonces presente en toda la tierra y no sólo en este lugar o en el otro; y estará 
presente en su forma plena y revelada, no como antes, velada y ocultamente; ya no 
necesitará el testimonio de la palabra, porque todos le verán; ya no serán necesarias las 
conmemoraciones de la Pasión y Resurrección del Señor, porque el Señor mismo estará 
presente; no será necesario separar unos lugares de otros para consagrarlos a Dios, 
porque toda la tierra será espacio del reino de Dios para siempre (I Cor. 15, 24-28). 
H/ADORADOR:La adoración no cesará en aquella hora; símbolo de ella es el hecho de 
que San Juan ve un templo en el cielo nuevo y en la tierra nueva (Ap 06, 09; 7, 15; 9, 13; 
11, l9; 14, 15. 17; 15, 5, 16, 1). Pero este templo no es una construcción de materiales 
creados, sino Dios mismo. La adoración pertenece al ser del hombre tan ineludiblemente 
que cuando no adora a Dios adora a los ídolos. El hombre es necesariamente adorador. 
Cuando deja de adorar se dedica a destruir su propio ser, porque entra en contradicción 
consigo mismo. Y viceversa: la adoración perfecciona su propio ser; en el mundo 
transfigurado alcanzará esa perfección su máxima intensidad. San Juan oye el eterno canto 
de alabanza de los celestiales (Apoc. 4, 8-11; 5, 11-14; 9, 1-6). Pero para eso no se 
necesita ya ningún lugar especial apartado del mundo, porque Dios mismo estará presente 
en la Jerusalén nueva y los habitantes de ella podrán encontrarle y adorarle en todas 
partes. 
Los hombres vivirán en comunidad de habitación con Dios. Vivirán tan cerca y estarán 
tan estrechamente unidos como los habitantes de una tienda. Trasciende la imaginación 
humana lo que dice San Juan: "Del mismo modo que los visitantes del templo terreno se 
mueven en el santuario, los habitantes de la ciudad celestial viven y se mueven en Dios" 
(Apoc. 17, 18; I Cor. 15, 28). Los hombres no necesitarán recogerse ante Dios ni 
necesitarán ir desde los distintos lugares para reunirse al Espíritu Santo ante la faz del 
Padre; estarán siempre reunidos en el Espíritu Santo ante el rostro de Dios. 
La unión de Cristo y los cristianos y de los cristianos entre sí expresada, asegurada y 
profundizada continuamente en la comunidad eucarística, alcanzará entonces su perfección 
y plenitud. Ininterrumpidamente fluirá de sus corazones y de su espíritu la adoración a Dios. 

Y Cristo seguirá siendo el camino hacia el Padre por toda la eternidad. En su muerte se 
entregó al Padre y le entregó el mundo representado y recapitulado en El. A este acto de 
ofrecimiento y entrega ha sido incorporada parte de la humanidad y del cosmos por la 
celebración eucarística y por el dolor; logra su sentido definitivo en el acto de entrega que 
Cristo realiza al fin de los tiempos (I Cor. 15, 21); en ese acto entrega al Padre todo el 
cosmos cuya Cabeza es, y el movimiento de entrega alcanza su plenitud, aunque no por 
eso termina, porque Cristo lo realizará desde aquel momento con suma intensidad y para 
siempre. La comunidad de justos participará en ese acto, porque será incorporada a la 
entrega del Señor. La ciudad celestial vive así en continuo movimiento hacia Cristo en el 
Espíritu Santo y a través de Cristo hacia el Padre. Este movimiento hacia el Padre es 
esencial a la ciudad celestial y de él recibe su nombre. Así se entiende que Ezequiel 
profetice que el nombre de la ciudad futura será: Dios está aquí (Ez. 48, 359. 

Vida y alegría en la ciudad celestial. 
CIELO/ALEGRIA:La presencia de Dios elimina la oposición que domina el eón presente, 
la oposición entre cielo y tierra, mundo de Dios y mundo de los hombres. Así será 
satisfecha la necesidad de Dios con que empezó la historia humana y la acompañó hasta 
su fin. Mientras dura la historia, los paganos pueden reírse de los cristianos diciéndoles: 
¿Dónde está vuestro Dios? (/SAL/073/11:Ps. 73 [72], 11). Los creyentes no pueden 
contestar a esa pregunta diciendo que Dios se revela en tal o cual hecho histórico, ya que 
Dios permanecerá escondido mientras dure la historia humana. Ellos mismos tienen que 
preguntar: "¿Dónde está nuestro Dios?" (Ps. 42 [41], 11; 74-80). Pero ahora enmudece 
para siempre el grito de sarcasmo y el tormento de esa pregunta y dan paso al himno de 
alabanza con que los justos glorifican y dan gracias al Padre. San Juan oye voces 
poderosas que claman desde el cielo: "Ya llegó el reino de nuestro Dios y de su Cristo 
sobre el mundo, y reinará por los siglos de los siglos" (Apoc. 11, 15). Este himno es acogido 
por los veinticuatro ancianos, que representan a toda la humanidad: "Dámoste gracias, 
Señor, Dios Todopodoroso, el que es, el que era, porque has cobrado tu gran poder y 
entrado en posesión de tu reino" (Apoc. 11, 17). 
La presencia de Dios destierra el dolor de la ciudad celestial. La lejanía de Dios era la 
raíz de todas las miserias, lágrimas y dolores del hombre; al ser vencidas las lágrimas, se 
secan y se curan las heridas. El hambre y la sed del cuerpo y del alma serán satisfechos. 
Durante su vida terrena Cristo llamó a sí a los hambrientos y cansados (Mt. 11, 28; cfr. Mt. 
S, 5). Rechazó a los satisfechos. El mismo se llamó pan de vida y prometi6 el agua de vida 
a los que creyeran en El (lo. 6 4, 10-14). Mientras dure la historia, los hombres no podrán 
calmar su hambre y sed últimas. El anhelo de plenitud vital no será satisfecho en esta vida 
terrena. Incluso ese anhelo es una gracia (Mt. 5, 6; lo. 4, 10. 14; 7, 37-38; Apoc. 7, 17; 22, 
17; ls. 12, 3). El hambre y la sed de vida serán calmadas para siempre en la ciudad 
celestial, y no porque los justos ya no tendrán alegría en el comer y beber, sino porque -así 
lo ve San Juan en la visión (Apoc. 21, 9; 22, 1-2)- podrán incorporarse ininterrumpidamente 
todo lo que es necesario a la plenitud de su vida. El vidente lo describe bajo el símbolo de 
continuo comer y beber. 
La plenitud de vida significa, en particular, la liberación de la muerte y de la angustia de 
la muerte. Los justos han dejado detrás la angustia de la muerte; de ellos puede decirse, lo 
que dice San Juan: "Tomó la palabra uno de los ancianos, y me dijo: Estos vestidos de 
túnicas blancas, ¿quiénes son y de dónde vinieron? La respondí: Señor mío, eso tú lo 
sabes. Y me replicó: Estos son los que vienen de la gran tribulación, y lavaron sus túnicas y 
las blanquearon en la sangre del Cordero. Por eso están delante del trono de Dios, y le 
sirven día y noche en su templo, y el que está sentado en el trono extiende sobre ellos su 
tabernáculo. Ya no tendrán hambre, ni tendrán ya sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor 
alguno, porque el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará y los guiará a las 
fuentes de aguas de vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos" (Apoc. 7, 13-17). La 
muerte es el enemigo más poderoso del hombre; es el pago del pecado (Rom. 6, 23; cfr. 5, 
12). Es el último que abandona su poder, pero al fin también será aniquilado y los hombres 
nada tendrán que temer de ella (I Cor. 15, 26-27; Apoc. 20, 14). Entonces se cumple lo que 
profetizó Isaías (65, 16-25). Según este texto, en la ciudad celestial de Jerusalén no hay 
esfuerzo ni trabajo inútil, ni ley de caducidad, ni colisión de intereses. De modo parecido 
describe Isaías la vida futura en otro texto: "Y destruirá a la muerte para siempre, y enjugará 
el Señor las lágrimas de todos los rostros, y alejará el oprobio de su pueblo lejos de toda la 
tierra" (25, 8). En la nueva Jerusalén reinará la alegría; traer la alegría era la tarea del 
Mesías (Mt. 25, 21-23; Lc. 4, 18; lo. 15, 11; 16, 20; 17, 13; Rom. 14, 17). Mientras dura la 
historia puede parecer que no se ha logrado. Pues la historia está llena de lamentaciones y 
tristezas. Pero la ciudad celeste de Jerusalén revelará que la promesa de Cristo no era 
ilusión; en ella reinará la alegría de modo perfecto. Dice Isaías: "Vendrán a Sión cantando 
cantos triunfales, alegría eterna coronará sus frentes. Los llenará el gozo y la alegría y 
huirán las tristezas y los llantos." 
La consecuencia de la presencia de Dios en la Jerusalén celestial es la irradiación de 
una luz que lo ilumina todo. La gloria de Dios se representa a los habitantes de la ciudad 
como el más claro resplandor. No necesita, para que siga siendo día en ella, ni el sol ni la 
luna. Lo que es el sol para este mundo es Dios para la ciudad celeste. Sol y luna son 
metáforas de Dios. La luz terrena en sus diversos grados es símbolo de la gloria divina. Lo 
que ella significa y quiere esté realizado en Dios perfectamente. La luz terrena, incluso la 
más brillante, es sólo una sombra que proyecta la gloria de Dios. Dios es luz y no hay 
tiniebla alguna en El (I lo. 1, 5). 
J/LUZ:La luminosidad de Dios se concentra en Cristo como en un foco. El es el portador 
de la luz y el que trae la luz. Metáfora de ello fue el hecho de dar vista a los ciegos (lo. 9). 
El es la luz misma, la verdadera, auténtica, real y propia luz (Jn/01/07-09; /Jn/03/19; 
/Jn/08/12
; véase la bendición de la luz el día de sábado santo). Toda luz terrena alude a El. 
En El se hizo presente la eterna luz de Dios dentro de la historia humana. Pero lució tan 
escondida que los hombres pudieron no verla. En la nueva Jerusalén celestial irrumpe con 
poder manifiesto desde su cuerpo glorificado. Su brillo ilumina la ciudad celeste. La luz que 
ilumina desde el Señor es distinta de toda luz terrena. Aunque ésta ilumine al mundo con 
tanta claridad, el mundo con su indigencia y sus pecados puede parecer, sin embargo, 
oscuro al hombre. En este sentido dice San Buenaventura que el mundo está lleno de 
noches. En el mismo sentido, en el drama de Claudel, El padre humillado, pregunta el ciego 
pensamiento al deber que le va a abrir los ojos: "¿Puedes asegurarme que vale la pena 
abrir los ojos? ¿Puedo ver la justicia si los abro?" Aunque el sol parezca tan claro, no puede 
expulsar la noche de la injusticia y de la vulgaridad. La luz de Cristo no sólo ilumina de otra 
manera, sino que transforma el mundo de forma que en él no queda ya ni desgracia ni 
miseria. Por eso es la verdadera luz. Comparada con su fuerza luminosa, toda luz terrena 
es una turbia apariencia. La luz de Cristo no conoce puesta de sol. Por eso la ciudad 
celestial no conoce la noche, sino sólo un día eterno. Sus habitantes son transfigurados por 
la luz procedente de Cristo glorificado. Se hacen luminosos. Se cumple lo prometido en 2 
Cor. 3, 18: "Todos nosotros, a cara descubierta, contemplamos la gloria del Señor como en 
un espejo y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra 
en nosotros el Espíritu del Señor." 

Los pueblos en la ciudad celeste. 
Los habitantes de la ciudad celestial constituyen una comunidad viviente. Los hombres 
han buscado siempre la unidad. Pero quisieron conseguirla por caminos torcidos, por sus 
propias fuerzas y prescindiendo de Dios. Por eso fueron dispersados por Dios al comienzo 
de la historia (Gen. 11). La formación de pueblos procede, por tanto, de la voluntad divina. 
Dios ha dado a cada pueblo una tarea terrena. Si no la acepta se revela contra Dios. Cristo, 
cabeza de la creación, ha redimido también a los pueblos. Lo mismo que todo el cosmos, 
también los pueblos han recibido una consagración y bendición de Cristo. Desde los 
pueblos, razas y naciones así bendecidos son llamados los hombres a formar la nueva 
comunidad formada por Cristo. También ella es llamada pueblo. Pero es pueblo de modo 
distinto de todos los pueblos de la tierra. A éstos les ha sido encargado configurar el 
mundo. Su tarea termina con el fin de la historia. Los pueblos no pueden dar la salvación. 
Nadie se hace feliz o desgraciado por el hecho de pertenecer a un pueblo. Cada uno 
anhela la salvación como perteneciente a un pueblo, pero no por pertenecer a él. La 
salvación debe ser predicada a todos los pueblos (Isa. 2, 4; 55, 4 y sigs., Mt. 24, 9. 14; 25, 
32- 28, 19; Mc. 11, 17; 13, 10; Lc. 21, 24; 23, 47; Rom. 15, 10; Gal. 3, 8, Apoc. 5, 9; 10, 11; 
11, 9; 13, 7; 14, 6). La predicación entre los pueblos significa una llamada de Dios a los 
reyes, a los dirigentes y a los dirigidos. Los así llamados son situados ante la decisión de 
agotarse y perecer en la vida de su pueblo, es decir, en la vida de este mundo, o 
convertirse a Cristo por encima de este mundo. Los que se confían a Cristo son llamados 
desde la existencia intramundana y nacional, y sin perder la pertenencia a su pueblo ni 
sustraerse a sus tareas, a una comunidad formada por el cielo en la tierra, a la Iglesia, 
neotestamentario pueblo de Dios. Los pueblos no entran en la Iglesia en cuanto pueblos, 
sino en sus miembros convertidos. La Iglesia no es la comunidad de pueblos, idiomas, 
familias y naciones, sino de los creyentes de todos los pueblos, idiomas, familias y 
naciones. El pueblo de Dios así formado no tiene que configurar lo terreno inmediatamente. 
Le incumbe la tarea de predicar el reino de Dios y servir así a la salvación. 
Si a los pueblos les ha sido confiado el servicio histórico a la tierra, perderán su razón de 
existir tan pronto como se acabe la historia. No vivirán como tales en el futuro eón. Los 
pueblos no van en cuanto tales ni al cielo ni al infierno. Sin embargo, se puede hablar en 
algún sentido de su pervivencia. Perduran en la ciudad celestial aquellos de sus miembros 
que fueron recibidos en ella. Pues éstos tendrán para siempre el sello de la pertenencia a 
un determinado pueblo. Así habría que entender el hecho de que San Juan vea que los 
pueblos entran al fin de los tiempos en la ciudad celestial y llevan consigo su gloria. Lo 
valioso de sus características será para siempre conservado en la ciudad celeste, aunque 
de manera transformada (Apoc. 21, 24). Nada se perderá. Los pueblos se reunirán por 
medio de sus miembros salvados en un solo pueblo de Dios. Todas las tensiones y 
oposiciones serán desterradas de en medio de ellos para siempre. Sus características se 
estructurarán en una feliz armonía. En la forma cuadrada de la ciudad celeste se simboliza 
la armonía. Allí desaparecerán todos los privilegios de raza. Pues la comunidad de los 
habitantes de la ciudad no funda en la carne ni en la sangre, sino en el Espíritu Santo. Allí 
encontrarán su definitiva acogida las oraciones que la Iglesia hace la noche de Pascua. "Oh 
Dios vemos de nuevo brillar tu anterior milagro en nuestro tiempo. Pues lo que diste con tu 
poderosa diestra a un pueblo liberándolo de los perseguidores egipcios lo obras para 
salvación de los pueblos por medio del agua del renacimiento; haz que todo el mundo entre 
con su plenitud en la filiación de Abraham y en la filiación de Israel." "Oh Dios, Tú has 
conducido a la pluralidad de los pueblos a alabar tu nombre y a la unidad: danos voluntad y 
poder de hacer lo que mandas, para que el pueblo llamado a la eternidad se haga uno con 
creyente disposición de ánimo y piadoso obrar."

Grandeza y gloria de la ciudad celeste. 
NU/144000-SELLADOS: El número de los que forman esa comunidad es incalculable. 
Esto se expresa en la grandeza de la ciudad representada en dimensiones sobrehumanas. 
En la misma dirección apunta el número 144.000 (Apoc. 7, 4, 14, 1). Es el número de la 
perfección. "Contiene como factores el número perfecto de 12 al cuadrado y la cifra mil, que 
por sí sola y en sus múltiplos simboliza una gran cantidad; el ejército de los elegidos 
alcanza, por tanto, la perfección determinada por Dios". 
La comunidad de la ciudad celestial está fundada sobre el fundamento de los profetas y 
de los apóstoles. Lo que prometieron los profetas en el AT y predicaron los apóstoles en el 
NT se cumple en ella. 
La ciudad posee gloria y dignidad. Signos de ello son sus murallas. No las necesita para 
protección. San Juan contempla muchas veces las murallas porque en ellas está 
simbolizada la dignidad de la ciudad según la idea antigua. Los habitantes de la ciudad 
viven en plenitud y seguridad de vida. La plenitud se expresa en que todo lo que nos 
podemos imaginar de costoso y glorioso está incluido en ella. La seguridad de vida 
encuentra su expresión en el hecho de que sus guardianes son ángeles. Como una alegre 
comunidad festiva, caminan los pueblos por sus resplandecientes calles y plazas. 
Habría que caracterizar como un fanatismo el hecho de que esperáramos de los 
esfuerzos humanos un paraíso futuro. Cierto que es esperado y prometido por todos los 
fanáticos y revolucionarios pero tales esperanzas siempre resultan ilusiones. Tales 
promesas exigen siempre un precio demasiado alto. Sangre y sudor, desesperación y 
tormento son los caminos por los que los hombres tienen que pasar para llegar al paraíso 
terreno. El sabio no se deja engañar por los hombres. Sin embargo, espera un estado de 
paz definitiva, no como resultado de los esfuerzos humanos, sino como regalo de Dios. Las 
que El acaricia son esperanzas prudentes. Sólo porque tiene una garantía fidedigna de 
ellas, puede entregarse a ellas en este mundo, en que por todas partes imperan los signos 
de la muerte y de la catástrofe, que está lleno de melancolía y lágrimas. 
Como si Dios tuviera preocupación de que tal imagen del futuro nos parezca increíble, a 
mitad de la descripción de la ciudad de Jerusalén se dirige inmediatamente al vidente con 
las palabras: "Estas son las palabras fieles y verdaderas." La promesa de Dios es tan cierta 
que San Juan ve ya su cumplimiento. Dios habla: "Ha ocurrido. Yo soy el alfa y la omega, el 
principio y el fin." Es como si Dios no pudiera darse por satisfecho asegurando que no se 
trata de vacía palabrería, sino de realidad. Al hombre que vive continuamente la muerte, el 
peligro y la indigencia, nunca se le puede meter en la conciencia con suficiente energía que 
estos poderes no durarán eternamente. Por eso Dios al final de la gran visión de la ciudad 
celestial hace que un ángel anuncie la verdad de lo que Juan ha contemplado y tiene que 
comunicar al mundo: "Y me dijo: Estas son las palabras fieles y verdaderas, y el Señor, 
Dios de los espíritus de los profetas, envió su ángel para mostrar a sus siervos las cosas 
que están para suceder pronto" (Apoc. 22, 6).

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 19617.Pág.277-292