LOS SANTOS VAN AL INFIERNO
Si Cristo ha llegado como Salvador desde lo más alto de los cielos hasta lo más profundo
de los infiernos, entonces es que en El se ha cumplido todo. ¿Qué queda aún por hacer? En
un sentido es cierto: por su muerte y su resurrección, Cristo, solidario de la Humanidad
entera, ha realizado la salvación de todos. Todo concluye en su Pascua, la historia toca a su
fin.
Y no obstante, todo comienza. En la Cruz, Jesús entrega su Espíritu al Padre y da el
Espíritu a la Iglesia, presente en María, Juan, las santas mujeres y el centurión que se
convierte. Empieza el tiempo de la Iglesia. No es un tiempo vacío. Como dice
misteriosamente Pablo, «completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en
favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). No les falta nada, sino que se verifiquen
en nosotros. No estamos llamados únicamente a recibir la salvación de Cristo, sino a
participar en ella con El.
Esta Buena Noticia de la salvación en Jesucristo que nosotros hemos recibido hemos de
transmitirla, anunciarla hasta los confines del mundo. Que todos los pueblos y todos los
tiempos conozcan a su Salvador, que le reconozcan por la fe, le celebren en la liturgia y
formen en torno a El el pueblo de los rescatados, el sacramento de salvación universal: la
Iglesia.
Más aún, no sólo estamos llamados a anunciar el misterio de la salvación, sino a
realizarlo. Lo que hemos contemplado en Cristo se hace vida en nosotros ¡Más de lo que se
piensa! Una teología de la salvación centrada en el sacrificio termina poniendo en primer
plano dentro de la Iglesia el culto, la liturgia y a veces también el sacrificio expiatorio.
¡Cuántos santos han llegado al don total y a la perfección del amor por este camino, que
siempre será actual...!
Pero, siguiendo a Jesús mismo, el mundo actual descubre una nueva dimensión del
misterio de la salvación: la solidaridad por amor: llegar a ser, bajo el impulso del Espíritu,
hombre entre los hombres, pobre entre los pobres, trabajador entre los trabajadores,
emigrante con los emigrantes.
Que la vida de ellos se convierta en nosotros en ofrenda de amor por la salvación de
todos.
La solidaridad misionera
La Iglesia se hace solidaria. Este proceso penetra la ciudad y el campo, la fábrica y el
desierto.
En el origen de esta gran corriente de renovación evangélica encontramos al Padre de
Foucauld. El hecho de seguir a Cristo le lleva a la solidaridad de vida por amor con los más
pobres, estén donde estén en el mundo. Es el camino de sus discípulos: «Pequeños
hermanos» y «Pequeñas hermanas de Jesús». Lo que persiguen es la comunidad de vida
con todos los hombres, tanto en los suburbios superpoblados de las grandes ciudades
como con los nómadas del desierto: lo esencial es reproducir la solidaridad de amor de
Jesús con todos para salvarlos a todos.
La convergencia de movimientos provenientes de distintos horizontes, en el sentido de
esa solidaridad, es una invitación a que reconozcamos ahí la acción del Espíritu en la
Iglesia. Se trata de una corriente que atraviesa ahora todas las formas de vida, que remonta
desde la periferia hacia el centro. Una gran etapa de la misión, una renovación del
dinamismo del Evangelio.
TEREC:Es de este estilo hoy día, por ejemplo, el movimiento de la Madre Teresa de
Calcuta, las Hermanas y los Hermanos misioneros de la Caridad. Foucauld en África y la
Madre Teresa en la India: la inspiración es la misma. La Iglesia se renueva bajo la acción
del Espíritu sumergiéndose entre los más pobres. Procedente de una gran Institución de
enseñanza secundaria para las jóvenes de los medios más acomodados de la ciudad, la
Madre Teresa se siente impulsada por el Espíritu a vivir con los más pobres de entre los
pobres, aquellos a quienes todos abandonan, los que agonizan en las aceras o los leprosos
que andan errantes por los campos. Viviendo con ellos les trae la presencia de Jesucristo;
una amistad que les confiere su dignidad humana; una solidaridad que los salva.
Es el mismo movimiento que mueve en América del Sur a sacerdotes y laicos a
solidarizarse con los más pobres en su aspiración a la justicia y en su combate por la
liberación. Si no se trata sólo de una solidaridad de clase, sino de una solidaridad de amor
abierta a todos en Jesucristo, resulta el lugar en que se realiza el misterio de la salvación.
Tal es en sus orígenes la corriente que difundió a través del mundo la Acción Católica ya
hace cincuenta años, para hacer a los cristianos solidarios por amor de toda la vida, de
todos los sufrimientos, de todas las aspiraciones y los compromisos de sus hermanos, para
transformar las solidaridades de los medios en solidaridad en Cristo para la salvación de
todos.
Y tal es también el sentido del movimiento de miles de sacerdotes en el trabajo que han
querido vivir, en el mundo entero, la condición obrera. Su apostolado es en primer término
«vivir con»; el Espíritu que les anima es el mismo que hace a Cristo solidario de todos los
hombres para salvarlos. Son ante todo testigos de Aquel que quiso compartir la vida de los
hombres y su trabajo para revelarles el Amor de Dios, a Dios que es Amor.
Quisiera elegir aquí un solo testimonio por ser el de un amigo y porque me parece
significativo de todo lo que esta inmensa corriente de solidaridad representa. Es el de un
sacerdote que, desde hace diez años, ha compartido todas las condiciones de vida de los
trabajadores inmigrados en Francia, ese cuarto mundo al que se encargan entre nosotros
los trabajos más duros, las condiciones de vida más inhumanas y que sufre las opresiones
más injustas. Cuenta que «cierta tarde, un amigo de mi hermano mayor se acercó a las
barracas y preguntó a los allí instalados: ¿Conocéis a un tal Bernardo? Respondió
entonces uno: ¡Ah!, sí, es el albañil que trabaja al lado mío en las regueras de la fundición;
estará para vaciar el hormigón. Y volviéndose hacia sus camaradas, añadió: Es el que nos
ama» (1).
Se necesitaron diez años de compartir la vida para que corriera ese mensaje. Pero, ¿no
es lo más esencial: revelar «a aquel que nos ama»?
Hechos como éste son hoy demasiado numerosos en todos los países y en todos los
medios para que se los pueda enumerar y demasiado diversos para que los podamos
analizar. Basta señalar algunos para revelar esa inmensa corriente que atraviesa toda la
Iglesia. Más allá de las formas eclesiales, de acción, afianzadas en el prestigio, el dinero y a
veces la violencia, que no eran sino derivados de las formas seculares de actuar, he aquí,
siempre nuevo, el Misterio de la salvación mediante la solidaridad en el amor. Esta
purificación de la misión es de una inmensa trascendencia para el anuncio del Evangelio a
todos; lleva en sí una extraordinaria esperanza. Sólo los medios evangélicos podrán
asegurar para siempre la irradiación del Evangelio.
Sin embargo, dentro de estos hechos bien conocidos y más allá de ellos, los hay más
ocultos en las profundidades de la vida de la Iglesia que no son menos importantes para su
futuro. Más allá y dentro de la solidaridad de los misioneros con los más pobres,
descubrimos ahora la solidaridad de los santos con los pecadores. Ahí, en lo más íntimo de
los corazones, es donde se juega, en última instancia, el misterio de la salvación. Es el
camino abierto a todos, porque es el camino de Cristo, el de su bajada a los infiernos.
La solidaridad mística
Todo el mundo entiende el lenguaje de la solidaridad humana. Llega a todos los pueblos,
a todas las clases sociales. Es el lenguaje del amor: lenguaje humano, lenguaje cristiano.
Es portador del Evangelio, presencia de Jesucristo incluso en este mundo actual
desacralizado y a menudo deshumanizado. Un lenguaje de hoy para los hombres de estos
tiempos. Por eso podemos denominarlo lenguaje misionero.
Pero existe otra manera de vivir la misma misión, enraizada también en el misterio de
Cristo. Es otra manera que le alcanza no sólo en su vida oculta de trabajador en Nazaret,
en su anuncio profético por los caminos de Galilea, en lucha contra todas las injusticias de
su tiempo, sino que se une a El en su agonía, en su pasión. Una solidaridad por dentro que
alcanza a la Humanidad entera bajo la acción del Espíritu, no sólo en la fatiga de sus
trabajos, en los sufrimientos de sus condiciones de vida, en la aspereza y los riesgos de
sus combates, sino en el corazón de la soledad, del abandono y de la miseria de su
pecado. Ahí es donde de verdad, sin romanticismos, los santos van al infierno. Ya no se
trata de descripciones míticas, sino de experiencias espirituales.
Podríamos imaginar a priori dos posibles actitudes de los santos con respecto al infierno.
Indiferencia: el infierno es un mundo distinto del de la santidad, un mundo que vuelve la
espalda a Cristo y a sus santos. Un mundo por el que ya no hay nada que hacer y al que
no hay ya nada que decir: «Entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo» (Lc
16,26). Así que, puesto que Dios lo quiere, olvidemos para siempre el infierno y sus
condenados, para ser, unidos, los dichosos elegidos del Gozo de Dios...
Triunfo: No es posible el olvido. No es posible vivir eternamente en el olvido total de una
parte de la Humanidad, de buen número de personas a quienes ha conocido uno. Así que,
si no es posible olvidar eternamente el infierno en el cielo, si tampoco puede uno
entristecerse por ello, sólo queda regocijarse. Razones no faltan. ¿No será el triunfo eterno
de los mártires sobre sus verdugos, el triunfo de los elegidos sobre los que les
persiguieron, el triunfo de Dios sobre todos sus enemigos?
Pero no son éstas las actitudes de los santos. Por el contrario, cuanto más se adentran
en la unión con Cristo, más disponibles se hallan al Espíritu de Dios e, invadidos por su
amor, más se distancian de la indiferencia y del triunfo con respecto al infierno y a los
condenados, y más entran en una especie de participación en su sufrimiento.
El pensamiento de los condenados y de su inmenso sufrir no puede ser ni por un
momento motivo de alegría para ellos. ¿Qué hay, pues, en su corazón? Compasión: sufrir
con; un inmenso sufrimiento. Se puede incluso decir que cuanto más cerca de Dios están,
más misteriosamente descubren la angustia inmensa, la soledad absoluta, el atroz
sufrimiento de quienes se ven separados de Dios. Sólo los santos saben lo que es ir al
infierno. Cuanto más cerca están de Dios mayor es su odio hacia el pecado y su compasión
hacia los pecadores.
TEREN/A-PECADORES:Ahí está, bien cerca de nosotros, Teresa de Lisieux. ¿Quién no
sabe que su amor por Jesús se convirtió en un amor ardiente a los pecadores? Es conocida
su apremiante plegaria por Pranzzini, el asesino condenado a muerte. Jesús le da la señal
que ella había pedido: Pranzzini besará el crucifijo antes de subir al cadalso. Toda su vida
sentirá una especial ternura por el Padre Loyson, el célebre dominico que, después de
haber predicado en Notre-Dame, abandonó el ministerio y se casó con gran escándalo de
todos. Por él ofrecería su última comunión antes de morir, ofreciendo su vida con Jesús por
todos los pecadores.
Más aún, al final de Historia de un alma, cuando una primera hemoptisis le anuncia su
muerte próxima, el día de Viernes Santo de 1897, escribe: «Fue como un dulce y lejano
murmullo que me anunciaba la llegada del Esposo» (2). Desde el 9 de junio de 1895 se
entregó por entero a Dios en su Acto de ofrenda al Amor misericordioso. Sabe que va a
entrar en la última etapa de su vida mortal, que será la decisiva configuración con Jesús
Crucificado. Va a sufrir ampliamente en su cuerpo. Pero no es su prueba más rigurosa.
Escribe: «¿Hay un alma menos probada que la mía, a juzgar por las apariencias? ¡Ah!, si la
prueba que sufro desde hace un año apareciese a las miradas, ¡qué sorpresa! (3). Nos
hace entonces esta confidencia:
«En los días tan gozosos del tiempo pascual, Jesús me hizo sentir que hay en realidad
almas que no tienen fe, que por abuso de las gracias pierden este precioso tesoro, fuente
de las únicas alegrías puras y verdaderas. Permitió que mi alma se viera invadida por las
tinieblas más espesas y que el pensamiento del cielo, tan dulce para mí, no fuera ya sino
motivo de lucha y de tormento. Esta prueba no había de durar unos días, unas semanas, no
había de colmarse más que a la hora señalada por el Buen Dios... y esa hora no ha llegado
aún.
Quisiera poder decir lo que siento, pero ¡ay!, creo que es imposible. Hay que haber
viajado por este sombrío túnel para comprender su oscuridad...
Señor, vuestra hija ha comprendido vuestra divina luz, y os pide perdón por sus
hermanos; acepta comer por el tiempo que vos queráis el pan del dolor, y no quiere
levantarse de esta mesa colmada de amargura en la que comen los pobres pecadores
antes del día que Vos habéis señalado. Por eso, puede decir en su nombre y en el de sus
hermanos: «Tened piedad de nosotros, Señor, porque somos pobres pecadores». Que
cuantos no se ven iluminados por la ardiente llama de la fe, la vean por fin lucir. ¡Oh Jesús!,
si hace falta que la mesa manchada por ellos sea purificada por un alma que os ama,
quiero en ella comer yo sola el pan de la prueba, hasta que os plazca introducirme en
vuestro luminoso Reino» (4).
Su amor por los pecadores que hay que salvar la sitúa en comunión con ellos en el
sufrimiento mismo de su pecado y esta solidaridad de amor se hace, en Cristo, misterio de
salvación. Su amor por Dios, su Bien-amado, la arrojaría incluso al infierno, si eso fuera
preciso, para glorificarle:
«Una tarde, no sabiendo cómo decir a Jesús que yo le amaba y cuánto deseaba yo que
fuera amado y glorificado en todas partes, pensaba con dolor que El no podría recibir jamás
del infierno un solo acto de amor; dije entonces al Buen Dios que, por darle contento, yo
aceptaría de mil amores verme metida allí para que fuera eternamente amado en aquel
lugar de blasfemia» (5).
El amor la ofusca... o quizá la ilumina: ella quisiera transformar el infierno del odio en
infierno del amor.
Esa es la reacción de un santo ante el infierno: ir allá para llevar un rayo del amor de
Dios y gracias a su amor, hacer que el infierno entre en el misterio de la salvación.
Aquí podemos encuadrar, dentro de la línea de la tradición oriental, el mensaje de un
monje ruso que vivió en el monte Atos en momentos en que su pueblo se encontraba
sometido a la persecución más atroz: el starets Simeón Silvano.
Este hombre vive en el ambiente de oración y ascesis de los monjes. Se ve inundado de
gracias de oración, pero también asaltado por las peores tentaciones, las de orgullo
«Silvano no sabía cómo librarse de todas aquellas sugestiones interiores que no le dejaban
ningún reposo. Se quejó de ello una noche a su dulce Señor y recibió al fin la respuesta de
Dios que le dejó tranquilo: «Permanece conscientemente en el infierno y no te desesperes»
(6).
Esta llamada misteriosa no hace sino revelar progresivamente a Silvano su profundidad.
Es, ante todo, una llamada a una humildad absolutamente radical. Pecador en el pasado
-por haber cometido antaño un crimen-, sigue siéndolo siempre y es digno del infierno.
Pero en esta bajada espiritual a lo más profundo de su miseria, al vacío de su propio
pecado, se descubre a sí mismo solidario de todo hombre pecador: «Bajando al fondo, al
abismo de su nada, en el vivo sentimiento de su indignidad radical para 'permanecer
conscientemente en el infierno', se descubre Silvano solidario de todos los hombres» (7).
Esta compasión es comunión y esta comunión se hace intercesión:
«Llevaba el peso de todo el dolor del mundo, especialmente de todos los que se
constituían en enemigos de Cristo. Intercedía por todos los hombres. Sus sufrimientos, sus
pecados, le estaban siempre presentes, habitaban su corazón, se sentía herido por ellos.
Por eso gemía dulcemente ante Dios e intercedía por todos. Se hacía solidario de toda la
creación, de la Humanidad entera. No era ya Silvano, se había convertido en el hombre que
ha perdido a Dios y le busca sin descanso» (8).
Solidario de todos, «no forma más que uno con los enemigos mismos de la Iglesia y de
Cristo, se hace el pecado de ellos, implora en su favor con la sangre de su corazón» (9).
El propio infierno no puede escapar al universalismo de su amor y de su ofrenda «por la
salvación de todos»: «Tanto el paraíso como el infierno -dice- nos son visibles, los hemos
descubierto en el Espíritu Santo» (10).
¡Qué mirada, qué compasión la de estos monjes! Silvano nos cuenta: «Había un
podvishnik que contemplaba incesantemente la Pasión de Nuestro Señor; derramaba
raudales de lágrimas día tras día y un día le pregunté por qué. Me respondió: ¡Oh!, si fuese
posible arrancaría a todos los hombres del infierno; sólo entonces mi alma se sentiría
tranquila y gozosa» (11). Podrán otros desear la muerte y el castigo eterno a sus enemigos
y a los enemigos de la Iglesia, pero él no: «Ellos no conocen el Amor de Dios al pensar así.
El que tiene el Amor y la humildad de Cristo llora y ora por todo el mundo» (12).
«Traemos a la memoria la conversación que tuvo con un eremita. Le decía este último
con aire de evidente satisfacción: 'Dios castigará a todos los ateos y arderán en el fuego
eterno'. Visiblemente apenado le replicó el starets Silvano: 'Pues bien, te ruego me digas: si
te pusieran en el Paraíso y desde allí pudieses ver a alguien que arde en el fuego del
infierno, ¿podrías sentirte en paz? ' '¿Y qué le vamos a hacer?, es por su propia culpa',
respondió el otro. Entonces, con expresión afligida, le contestó el starets: 'El amor no puede
soportar eso; hay que orar por todos los hombres'. Y verdaderamente él oraba por todos los
hombres» (13).
Todos los pecados no forman sino un único pecado; todos los hombres no forman más
que un hombre en cada uno de nosotros. Profundizando cuanto sea posible en cada uno de
nosotros, en medio de una solidaridad de amor con todos los hombres y en una comunión
de sufrimiento con todos los pecados, tocamos por fin el mal en su raíz para aniquilarlo en
su totalidad: «El campo de batalla contra el mal, el mal cósmico, se halla en nuestro propio
corazón» (14). Así es cómo Silvano descubre toda la profundidad de la palabra que le fue
dirigida: «El Señor me instruyó en mantener mi espíritu en el infierno y en no desesperar
jamás: ¡Está El tan cerca de allí!» (15).
A/PECADORES:Este entrar en el abismo lleva hasta él la salvación. Esa pérdida se
vuelve ganancia. El espíritu de los santos experimenta los sufrimientos del infierno, pero su
amor se alimenta de eso. «Ama a los hombres hasta el punto de que asumas sobre ti el
peso de su pecado, le dijo Jesús» (16). Pero no es el infierno, cuyo sufrimiento le penetra,
lo que transforma el alma del santo en infierno, sino el alma del santo, bajando hasta el
abismo, es la que lo esclarece y lo transforma con su presencia: «Los santos ven y viven en
el infierno, pero el infierno no hace presa en ellos» (17). «Bajo la acción del Espíritu, el
infierno del pecado se transforma en infierno del amor de Cristo» (18).
Entonces fue cuando se realizó la plenitud de su vocación. La llamada divina para todo
cristiano consiste en «seguir a Cristo». Nada se puede añadir fuera o más allá de este
camino. Pero para él se trata de seguir a Cristo hasta allí; al Cristo que baja a los infiernos:
«¡Está El tan cerca de allí!»
Esa es su convocatoria al corazón del misterio pascual, al centro del misterio de la
salvación; y tal vez esta luz ilumina una dimensión oculta de toda vocación monástica e
incluso de toda vocación cristiana (19).
«Sabemos que, en sus líneas generales, es necesario que nuestra vida reproduzca lo
que el Hijo del Hombre llevó a cabo durante su vida terrestre. Si el Señor fue tentado,
¡inevitablemente nosotros debemos pasar a través del fuego de las tentaciones. Si el Señor
fue perseguido inevitablemente seremos nosotros perseguidos... Si el Señor fue
crucificado, también nosotros lo seremos, aunque sea en cruces invisibles... Si el Señor fue
glorificado, nosotros también seremos elevados al cielo por el poder del Espíritu Santo»
(20).
«Si el Señor bajó a los infiernos hasta hacerse solidario de todo el pecado del mundo,
también nosotros, impulsados por el mismo Espíritu de amor, estamos llamados a bajar a
los infiernos, a solidarizarnos con todos los pecadores y a llevar el peso de todo el pecado
para que el mundo sea salvado. Fuera de esta experiencia de la bajada a los infiernos, que
forma parte del misterio de Cristo, es imposible conocer verdaderamente la inmensidad de
su amor y entrar totalmente en el universalismo de la salvación (21).
La intercesión de los santos COMPASION/PECADORES Por mucho que nos
adentremos en el corazón de los santos, a la hora misma de su muerte, cuando más cerca
están de Dios, no encontramos ni indiferencia ni menosprecio para con los reprobados y
menos aún alegría por su sufrimiento; en ellos encontramos siempre y por todas parte, en
Oriente lo mismo que en Occidente, compasión.
Esa compasión viene de Dios, es comunión con Cristo. No es desesperanza; acaba en
intercesión. Aquel que, como Cristo, sufre con los pecadores, sufre como El por los
pecadores.
El Hermano Carlos de Jesús no se cansaba de repetir: «Dios mío, haz que todos los
hombres se salven.»
El Santo Cura de Ars decía con una extraña ternura de «Buen Pastor»: «¡Si se dijera a
esos pobres condenados que llevan en el infierno tanto tiempo: 'Vamos a poner un
sacerdote a la puerta del infierno'... !» (22). A él le hubiera gustado ser ese sacerdote por
toda la eternidad a la puerta del infierno para proseguir su ministerio de perdón hasta llegar
al último de los condenados. Se puede discrepar de la teología de semejante propuesta, no
de su inspiración. «Esos pobres condenados...». Tal es el corazón de los santos, su ternura
es tal, que ni siquiera el infierno puede detenerla.
Hoy, Silvano ya ha muerto. Y Teresa del Niño Jesús, y el Santo Cura de Ars. Pero no lo
dudemos, hay otros que llevan en su cuerpo y en su espíritu el llamamiento de Cristo a
bajar con El, en solidaridad con todos los pecadores, hasta el fondo de los infiernos, y a
ofrecer con El «la sangre del corazón». Esta intercesión durará hasta el fin del mundo.
En esta oración, en esta ofrenda por la salvación de todos los hombres, los santos no
están muertos, sino vivos. ¿Cómo podríamos imaginar que quienes toda su vida
alimentaron por la gracia del Espíritu, en lo más profundo de su ser, el deseo de la
salvación de todos y la ofrenda por la salvación de todos, vayan a dejar de vivir aquello que
constituyó lo mejor de sí mismos y vayan a dejarlo a partir del momento en que entran en la
plenitud de vida del cielo? El sufrimiento pasa, pero la intercesión sigue. La carta a los
Hebreos nos muestra en el cielo «a Cristo siempre vivo para interceder por nosotros; de ahí
que esté en condiciones de salvar de forma definitiva» (cfr. Heb 7,25). Y todos los santos
con El.
....................
(1) BERNARD HANROT, Les sans-voix au pays de la liberté, Ed. Ouvrières, p. 38.
(2) TERESA DEL NIÑO JESUS, Histoire d'une âme. Manuscrits autobiographiques, Cerf. París ms c, fº 51, 240
(trad. cast.:Historia de un alma, Ed. Espiritualidad, 1963).
(3) Ibid., ms C, fº 41, p. 239.
(4) Ibid., ms C, fº 61, p. 24l.
(5) Ibid., ms A, fº 52, p. 130.
(6) LOUIS-ALBERT LASSUS, Silouane, «Spiritualite orientale», n. 5, Abbaye de Bellefontaine, p. 14.
(7) Ibid., p. 19.
(8) Ibid., p. 15 (9)
(9) Ibid., p. 20.
(10) Ibid., p. 52.
(11) Ibid., p. 77.
(12) Ibid., p. 29.
(13) Archimandrita SOFRONIO, Starets Silouane, Ed. Présence, p 48.
(14) Lassus, op. cit., p. 45.
(15) Ibid., p. 65.
(16) Ibid., p. 69.
(17) Ibid., p. 70.
(18) SOFRONIO, op. cit., p. 205.
(19) LASSUS, op. cit., p. 57.
(20) SOFRONIO, op. cit., p. 206.
(21) Ibid., p. 206.
(22) D. NODET, Jean-Marie Viannet, Curé d'Ars, Ed. Mappus, p 137.
(Págs. 129-145)
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El misterio de la historia:
tiempo de salvación
Esta perspectiva nos abre una dimensión nueva del misterio de la historia. La historia
santa del pueblo de Dios no termina con la historia de la Iglesia en la tierra, acaba en el
cielo. Más allá de la muerte es donde cada uno dará la plena medida de la irradiación de su
amor, ya sin medida, puesto que bebe en las fuentes de Dios. Teresa del Niño Jesús decía
al morir: «Va a empezar mi misión».
La salvación está conseguida para todos y para siempre en Jesús muerto y resucitado
por nosotros. Pero el anuncio, la irradiación, el cumplimiento de esta salvación hasta los
confines del mundo, es obra de larga duración. Se necesitará mucho tiempo hasta que la
última oveja perdida sea devuelta al aprisco. ¿Cuánto tiempo? Es el secreto de Dios.
Ese tiempo, ese día de la plenitud de la salvación, será el Día del advenimiento de Cristo
salvador del mundo. Dijo Jesús: «Nadie sabe el día ni la hora, ni siquiera el Hijo, sino
únicamente el Padre» (Mt 24,36).
Ese instante está más allá del tiempo. No se sitúa en la sucesión de los días y de las
horas, de los años y de los siglos de nuestros calendarios. Ya sabemos que antes de la
aparición de la tierra y del sistema solar, en la evolución cósmica, no había años, ni días, ni
horas. Pero nosotros tenemos dificultad en imaginarnos una duración misteriosa cuya
medida era la maduración del mundo con la aparición del sol, de la tierra y del hombre. Eso
duró «el tiempo necesario» para que el mundo se hallara dispuesto para la aparición de la
tierra y del hombre. Tal es el sentido de la historia cósmica en los dos primeros capítulos
del Génesis.
Lo mismo al otro cabo de la historia: el tiempo de la intercesión en el cielo, de Cristo, de
María y de los santos no se mide en días y años. Durará «el tiempo necesario» para el
pleno cumplimiento del misterio de salvación y la plena glorificación de Cristo creador y
salvador del universo. Hasta que en la tierra todos los pueblos hayan escuchado la Buena
Noticia y en el cielo todos los hombres hayan sido reunidos en Cristo.
La medida de esta duración espiritual de la historia de la salvación es la paciencia de
Dios: «No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos suponen,
sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que
todos lleguen a la conversión» (2 Pe 3,9).
El misterio de la historia es ser a la medida de la misericordia de Dios: nadie conoce sus
límites, ¡si es que existen! Tiempo de gracia, tiempo de perdón, tiempo de misericordia, era
de la salvación hasta que todos sean reunidos en Cristo: «Porque plugo a Dios reconciliarlo
todo por El y para El, sobre la tierra y en los cielos, habiendo establecido la paz mediante la
sangre de su Cruz» (Col 1,20).
Ese será «el advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos» (1 Tes
3,13). Sí, allí se encontrarán todos, a la vez como testigos de la gloria del Creador y del
Salvador y como participantes con El para siempre de la salvación de todos los hombres,
que constituirá su felicidad.
Toda la historia se halla en camino, en tensión hacia ese término dichoso. Lo espera y lo
prepara. Será una última manifestación del amor gratuito de Dios más allá de cuanto
hayamos podido hacer y aun esperar. Al mismo tiempo, será el fruto de todo el esfuerzo, de
toda la ofrenda, de toda la oración de la Virgen y de todos los santos. Entonces
descubriremos que toda la historia es la progresiva manifestación de su misericordia
infinita, la epifanía de Dios que es Amor, la irradiación de su gloria hasta los confines del
mundo, y no sabremos sino cantar nuestro agradecimiento.
Toda la historia del mundo aparecerá iluminada por su Rostro, embellecida por su gracia,
y toda criatura proclamará a Jesús, Hijo del Hombre, Creador y Salvador del mundo:
«Cuando hayan sido sometidas a El todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá
a Aquel que ha sometido a El todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Co
15,28).
Lo que yo creo
Si hay un pequeño grupo de lectores que me haya seguido hasta aquí, creo oír entre
ellos cierzo murmullo: «En definitiva, ¿adónde quiere usted llegar? Semejante enseñanza,
¿no es una forma encubierta de suprimir el infierno y la libertad? Si esa es su intención, es
preferible que lo diga claramente, será mucho más honesto».
Seamos, pues, honestos y a la gran luz de la Palabra de Dios que nos revela su designio
de salvación, proclamemos nuestra fe.
¿Cree usted en el infierno?
Vayamos directamente al corazón del problema. «Sí, creo en el infiernos.
INFIERNO/CREERLO:Creo en el infierno porque esta dimensión del misterio del hombre
y del misterio de Dios aparece clara y fuertemente afirmada por la Palabra de Dios, aunque
no se haga con ese mismo término. No es que haya un versículo extraviado y dudoso del
Evangelio en el que se anuncie el misterio de la reprobación, sino que son cincuenta
pasajes terminantes y claros. Nada nos permite decir que no haya en ellos una enseñanza
del mismo Cristo. Todo nos hace pensar, por el contrario, que es un misterio claramente
cristiano. El Antiguo Testamento conoce el sheol, la existencia disminuida y confusa de los
que se ven sepultados en las tinieblas de la muerte. Jesús revela la alegría del cielo para
los que creen, las tinieblas y el fuego eterno para quienes se niegan a creer y a amar.
Paradójicamente, se trata de un misterio cristiano.
Este misterio, como el del cielo, no sólo forma parte de la fe, sino también de una cierta
experiencia cristiana. Iba a decir, con el estilo de André Frossard: «El infierno existe, yo lo
he encontrado». Para nosotros se da como un acercamiento del infierno en el encuentro de
los extremos.
Es cierto: en algunos, tenemos la sensación de una realidad dura e implacable. Hay
personas que ya en esta vida parecen hundirse en el rechazo, en la amargura del mal. El
odio, la crueldad, la violencia, el endurecimiento de la conciencia, la negación de Dios, el
desprecio de los santos, el gusto por envilecer, pervertir y hacer sufrir, la postración en la
noche de la desesperación, son realidades espantosas que experimentamos muchas veces
en el mundo que nos rodea y ante las que a veces nos vemos como sobrecogidos de
vértigo. El corazón del hombre es tan vasto que el universo entero inscribe en él su misterio
y llevamos en nosotros mismos, al hilo de los días y de las horas y de nuestras propias
opciones, la nostalgia del cielo o el presentimiento del infierno.
Estas dimensiones, que son las del hombre, revelan toda su profundidad en el corazón
de los santos. Estos se establecen fijamente en Dios y su amor inaugura en ellos la alegría
del cielo.
No obstante, por una extraña paradoja, por hallarse cerca de Dios, por amar
apasionadamente a sus hermanos, sólo ellos miden lo que es el infierno y pueden sufrir la
condenación sabiendo un poco lo que es; sólo ellos conocen la atroz miseria del pecado,
ellos que saben ya qué amor rechaza ese pecado y de qué bienes nos priva. Son los
únicos que conocen y, por decirlo así, experimentan la inmensa angustia de los
condenados: ellos que se han acercado realmente a Dios. Por eso el infierno es un misterio
cristiano. Es ante Cristo, en quien Dios se muestra y se da, donde se afirma el rechazo de
Dios. Para terminar, únicamente Cristo conoce el atroz desamparo del pecador, porque El
solo en verdad conoce a Dios. Sólo Cristo puede revelar al hombre lo que es el infierno.
Esta revelación de la condenación, como misterio cristiano, no deja de tener un contenido
actual para la fe. Todo el Evangelio nos es necesario. En consecuencia, este aspecto del
misterio cristiano debe hoy día ser anunciado y meditado. Las palabras de Jesús son una
luz para nuestra vida. A través de estas palabras y de estas imágenes, a través de El
mismo que nos habla, se nos revelan para siempre el verdadero rostro de Dios y el
verdadero rostro del hombre.
¿Podremos hablar de indiferencia de Dios ante el mal, la injusticia, el odio, las torturas
que causan estragos en el mundo? Las palabras de Jesús sobre el juicio, la reprobación de
los malos ricos, la condenación de los que se han negado a amar, nos revelan la violencia
de Dios ante el mal del mundo, la potencia de su reacción y de su reprobación ante la
injusticia y el odio. No, Dios no es indiferente. No nos confundamos con su paciencia; su
reacción será terrible, inevitable. ¿Quién podrá huir de la cólera de Dios?
Esta catástrofe final está inscrita en la naturaleza misma de las cosas y del hombre: quien
rechaza el amor rechaza la felicidad; quien se aparta de Dios se hunde en las tinieblas. El
mundo vive en la ilusión, hay que rasgar el velo.
El rechazo de Dios, el desprecio de los demás, el triunfo del egoísmo, la explotación de
los pobres, jamás son «un buen negocio». A pesar de todas las apariencias, la peor
catástrofe que puede sucederle al hombre es el pecado; la enfermedad más grave que
puede afectarle es la falta de amor; el sufrimiento más atroz que puede torturarle es la
aversión de Dios. El hombre lo ignora, pero hay que advertírselo. Estas realidades, que
pertenecen al ámbito cristiano, son de tal modo desconocidas en un mundo en que Dios es
olvidado y el hombre reducido a las dimensiones de producción y consumo, que necesitan
más que nunca ser proclamadas. Son revelación de una dimensión teológica de la historia
que está ya en marcha en el corazón de los hombres de este tiempo: ya están ahí los
síntomas, hay que denunciar el mal; el fuego arde ya y es urgente gritar antes de que lo
devore todo. Ese fuego es por sí mismo un fuego eterno, porque el hombre, dejado a sí
mismo, es incapaz de extinguirlo; y cuando ha caído en él, es incapaz de salir. Como
escribe el P. Urs von Balthasar: «Pertenece a la esencia de este castigo el que sea eterno
"de derecho": es lo que expresan ya los himnos y los salmos cuando subrayan que el
infierno es un lugar sin esperanza» (1).
Es como el reverso del misterio de la salvación. Porque no se puede entender la obra de
Cristo, la salvación que El nos trae más que si algún día descubrimos hasta qué punto
estábamos perdidos sin El. Hoy corremos el riesgo de desconocerlo y de ignorar, en
consecuencia, a nuestro Salvador. A todos los que esperan la salvación de parte del
hombre hay que revelarles que no existe salvación más que en Dios. Hay que ponderar
bien lo perdidos que estábamos sin El, para comprender que verdaderamente estamos
salvados por El.
«Es una laguna de la teología occidental -escribe también el P. Urs von Balthasar- no
sopesar suficientemente en serio de qué nos ha rescatado Dios. Este 'de qué' que la
teología oriental contempla atentamente, es nada menos que el infierno» (2).
Pero precisamente por ser un misterio cristiano, nuestra fe en el infierno no puede
separarse de nuestra fe en la totalidad del misterio de Cristo. No es otro misterio; es el
mismo. Como el misterio de Cristo es misterio de salvación, nuestra fe en el infierno es una
dimensión de nuestra fe en el misterio de la salvación. Yo creo en Jesús Salvador de todos
desde lo más alto de los cielos hasta lo más profundo de los infiernos. El infierno pertenece
al misterio de la salvación en la que desemboca el señorío salvífico de Cristo sobre todo el
universo. La definición mejor del infierno no puede ser sino una definición cristiana que lo
enlace con Cristo y lo ilumine con su luz. El infierno es ese sufrimiento total del hombre
separado de Dios y de los demás, del que Cristo nos ha liberado para siempre. «Por haber
bajado Jesús a los infiernos, los infiernos no son ya el infierno... Las imágenes del
infierno... son la realidad de lo que sería el mundo sin El» (3).
El infierno es eterno, es imposible salir de él. ¡Ciertamente! Pero si aceptamos con
certeza la palabra de Dios que nos dice que ese fuego es eterno y, por lo tanto, que es
imposible salir de él, es preciso que aceptemos con la misma certeza la otra palabra que
nos dice: «Para Dios nada hay imposible».
La encontramos escrita dos veces. Primero, a propósito de la concepción virginal de
Jesús en María (Lc 1,37). Y una segunda vez, precisamente a propósito de la salvación y
de los excluidos de ella, «los ricos», y no sólo los que tienen dinero, sino los que están
apegados a él. El propio Jesús anuncia su incapacidad radical para entrar en el Reino: «Es
más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de
Dios» (Lc 18,25). Los oyentes presienten para sí mismos lo irremediable: «Pues, ¿quién se
podrá salvar?». Jesús responde no con una restricción a sus palabras, sino con una
apelación absoluta a la misericordia infinita de Dios, su omnipotencia salvífica: «Lo
imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc 18,27).
D/OMNIPOTENCIA/SV: La omnipotencia de Dios es una
omnipotencia comprometida en la historia humana para hacer siempre algo nuevo, para
abrir una salida donde no la hay, para llamar a la vida a lo que está muerto, para salvar lo
que está perdido. La revelación de su omnipotencia es la revelación del poder absoluto de
su misericordia para hacer de la aventura humana la historia de la salvación.
Que haya un camino donde no hay camino es algo contradictorio. Contradictorio para
nosotros, pero no para El. La historia santa nos muestra siempre que allí donde no existe
camino, El abre un camino. El es «aquel-que-abre-un-camino-alli-donde-no-hay-camino».
En una palabra: Es Jesús mismo, El es ese Camino donde no hay camino.
El infierno es el lugar donde no hay camino. Y ahí se revela Dios Señor de lo imposible.
Por su Cruz, Jesús desciende a los infiernos para ser el Camino allí donde no hay camino.
Con la revelación del infierno nos muestra el horror absoluto de Dios por el pecado y con
su Cruz nos revela su infinita misericordia para con los pecadores.
Bajando a los infiernos, Jesús quebrantó para siempre los poderes del mal mediante la
fuerza de su Cruz.
En el infierno no hay esperanza, pero el propio infierno
está dentro de la esperanza. Dejad aquí toda esperanza, escribe Dante en el umbral del
infierno, porque el condenado es incapaz de salir de él y ya no hay esperanza y amor para
volverse a Dios y salir de allí. Esta desesperanza es la amargura más absoluta de la pena
de los condenados. «¡Para siempre!». Pero el infierno está en la esperanza porque todo el
universo, y el infierno mismo, están en la mano de Dios. En Jesucristo, el Creador se revela
Salvador, y nosotros confiamos plenamente en El, en el sentido de que todo lo que ha sido
creado por el don de su amor, será salvado por el perdón de su misericordia. Nada queda
fuera de nuestra esperanza porque ésta es a la medida de Dios, que es sin medida.
«Así -escribe el P. Urs von Balthasar-, este acto de esperanza queda abierto a toda
verdad, no fijando de antemano, ni de un lado ni de otro, el juicio del Señor; no
estableciendo en ninguna parte a priori una imposibilidad de principio, como por ejemplo
que ningún hombre pueda perderse o que hay quienes ciertamente se pierden» (4). Todo
concluye para nosotros en un acto de total abandono que pone en las manos de Dios
nuestra entera existencia y la de nuestros hermanos en medio de una total confianza,
simplemente porque El es bueno. Esta misma confianza es uno de los resortes de la
salvación universal que será la revelación última de la omnipotencia de Dios en medio de
su demasiado grande amor hacia nosotros.
¿Qué hace usted de la libertad humana? LBT/INFIERNO
Hay quienes han pensado que el infierno era la garantía de la libertad del hombre. «La
libertad de amar u odiar a Dios es el último don de Dios que nadie puede quitarle al
hombre» (5). «Donde estoy yo está mi voluntad libre y donde está mi voluntad libre está en
potencia el infierno absoluto y eterno» (6). «El infierno no es más que la horrible garantía
de la libertad humana. Los hombres no son verdaderamente libres frente al Creador más
que si Dios les ha dado el poder de negarle eternamente su amor» (7).
¿Qué clase de libertad es, pues, ésta que necesita para existir «la horrible garantía del
infierno»? ¿Es cierto que no somos libres frente al Creador más que en la medida en que
nos fuera «dado» decirle «no» y negarle nuestro amor para siempre? Como si el hombre
fuese tanto más libre cuanto fuera más capaz de escapar a la gracia y volver la espalda a
Dios...
Eso es definir la luz por la sombra que proyecta sobre el suelo.
Nosotros no podremos dilucidar la plena conciliación entre la libertad y la acción de Dios
más que cuando tengamos una clara visión de Dios mismo y de su acción en nosotros.
Mientras no nos encontremos en visión, continúa siendo para nosotros un misterio. Ello no
quiere decir absurdo o insignificancia. Dios, por el contrario, centro de luz y fuente de
significado, nos concede entrar en este misterio por la fe y vivirlo en el amor.
Nuestra primera certeza es la absoluta soberanía y libertad de Dios. El es quien realiza
todo en todos. Nada escapa a la acción creadora de Dios Esta acción nos sobrepasa, va
más allá de cuanto podemos concebir o desear. Dicha certeza es alegría y esperanza,
fuente de acción de gracias: «A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas
incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa
en nosotros, a El la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos
los tiempos» (Ef 3,20).
El es quien «opera en nosotros el querer y el hacer», «según el previo designio del que
realiza todo conforme a la decisión de su voluntad» (Ef 1,11 ) . Y también: «Usa de
misericordia con quien quiere y endurece a quien quiere» (Rm 9,18), cosa que, en
referencia al Éxodo, significa sencillamente el poder absoluto de Dios sobre el hombre y
sobre la creación entera.
La ilusión está en pensar que esta omnipotencia de Dios se oponga a la libertad del
hombre, siendo así que es su fuente. El nos hace libres. Nuestra libertad no queda
aplastada bajo la poderosa acción de Dios que nos crea, o de Jesús que nos salva, sino
que se afirma y se despliega en la irradiación de la gracia. Aun si nos apartamos de El, El
tiene el poder de volver a llamarnos a sí, no sustituyendo nuestro querer por su poder, sino
renovando nuestra libertad con la acción de su gracia. Es el poder de su amor el que nos
llama y nos hace libres.
La acción creadora de Dios en el hombre y la acción salvífica de la gracia en su corazón,
lejos de anular su libertad cuando se le concede el don de convertirse al bien, la crean y la
llevan a cumplimiento en El. La oposición gracia-libertad es un fantasma nocturno que
desaparece en cuanto sale el sol del día de Dios. No, el novio no obliga a su novia a
amarle, pero, ¿quién puede impedir a su amor despertar en ella la libertad de amar?
Dios está presente en el infierno porque los condenados mismos siguen siendo criaturas
de Dios y Dios está presente en todas partes donde crea. Está presente para siempre para
mantener en la existencia a quien se opone a El, y sufre por ello. Pero el Nombre de Dios
Creador nos es revelado en Cristo: se llama Jesús, Dios-salva. La libertad del condenado
es incapaz de volverse por sí misma hacia Dios, porque el infierno está en él mismo, sin
salida. Pero la libertad de Dios que está presente en el infierno, ¿es capaz de actuar allí
como Salvador? Dios que crea el ser ¿puede en el interior del ser, por ese lazo que le
religa a su criatura, recrear en el interior de ella una libertad nueva? Nadie puede
responder en su lugar: «Sus juicios son insondables y sus caminos impenetrables. En
efecto, ¿quién ha conocido el pensamiento del Señor? ¿Quién ha sido su consejero?» (Rm
12,34).
«Dios hace misericordia a quien quiere» (Rm 9,18). ¿Hasta dónde se extenderá esta
misericordia? ¿Existe un límite que no pueda o no quiera franquear? ¿Una barrera que le
detenga? ¿Existe algún corazón humano tan duro, tan impenetrable como para negar
siempre y sin fin todas las iniciativas de Dios y las intercesiones de los santos? Es el
secreto de Dios. El secreto de su Amor.
Lo que sé es que si Dios un día perdona, renueva, transforma «hasta el corazón de sus
enemigos», no será forzando su libertad, sino restaurándola y realizándola en ellos para
siempre.
¿Qué hace usted de la justicia de Dios?
El juicio de Dios es una obra de justicia. Da a cada uno según sus obras. La justicia,
tantas veces zaherida en las sociedades humanas, será por fin restablecida en el Reino de
Dios. A los justos, que han hecho el bien, la felicidad eterna; a los impíos, que han hecho el
mal, la desgracia eterna: «E irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna» (Mt
25,46). La condenación de los pecadores es obra de la justicia divina. Es el pecador quien
lo ha querido, no se le puede sacar de allí sin menoscabar la justicia de Dios.
JUSTICIA-D/QUÉ-ES:¿Qué justicia? Podemos preguntarnos si una concepción así de la
justicia, como «retribución equitativa», a cada uno según sus obras, no es la proyección en
Dios de nuestras categorías humanas
No esa ésa la justicia de Dios, tal como nos ha sido revelada en la Escritura.
¿Qué es, entonces, la justicia de Dios? El profeta Isaías nos habla más de veinte veces
de esa Justicia de Dios. Pero en El no es lo que nosotros pensamos. «Más que el reparto
equitativo que asegura la justicia distributiva, esta justicia aparece como la misericordiosa
fidelidad conforme a la cual Dios mantiene sus promesas de salvación; tanto es así, que
justicia y salvación prácticamente se identifican» (8). «Que se abra la tierra, que brote la
salvación y que germine al mismo tiempo la justicia» (Is 45,8). «No hay otro Dios fuera de
mí, Dios justo y salvador, no hay otro fuera de mí» (Is 45,21). «Mi justicia se acerca y mi
salvación no tardará» (Is 46,13).
Sí, nuestro Dios es un Dios justo y fuerte: «Reinará sobre el trono de David, al que
establecerá y afirmará sobre el derecho y la justicia» (Is 9,6). Pero su justicia es
misericordia: «Su justicia consiste en conceder gracia» (9). «Se levantará Yahvé para
manifestarnos su misericordia, porque el Señor es un Dios justo; ¡dichosos todos los que
esperan en El!» (Is 30,18).
Esta justicia de Dios desconcierta al hombre. No está en proporción al trabajo y a las
obras del hombre, sino que es la manifestación de la gratuidad de Dios y de su amor.
Extraña justicia, que llena de indignación a los que han estado trabajando toda la jornada y
ven a los obreros de la hora undécima cobrar el mismo salario que ellos. Protestan, pero el
dueño de la viña les replica: «¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que yo quiero? ¿O va
a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?» (Mt 20, 15).
En la historia de los hombres, la justicia de Dios es la manifestación de su bondad, de su
gratuidad, de su misericordia infinita. En ella se revela Dios como es: El es caridad, ágape,
amor gratuito. Su Nombre es Jesús: el que salva. El propio Cristo es la revelación última de
esta justicia de Dios que es salvación del hombre y don de sí.
Sin embargo, es cierto que esta bondad misericordiosa no suprime el juicio, sino que lo
transforma. Dios es equitativo. El pecado es un mal, un mal que lleva en sí la semilla de las
desgracias más terribles, de la muerte y de un sufrimiento sin fin. Esa es la luz que Dios nos
da sobre el pecado, mediante la revelación del infierno. Pero la justicia de Dios, que no
forma sino una única cosa con su amor, abarca con una misma mirada el mal del pecado y
la miseria del pecador.
P/IGNORANCIA:He aquí el trono en que se sienta el Rey. El tribunal en que Dios juzga
al mundo es la Cruz de Cristo. Los teólogos acusan a los pecadores: Su falta no tiene
medida porque el ofendido es de una majestad infinita. La pena ha de ser proporcionada a
la falta y, por lo tanto, sin medida, eterna.
Jesús dice: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (/Lc/23/34). Las
palabras de Jesús en la Cruz tienen un alcance universal. Desde luego que se trata de
verdugos, pero esos verdugos son todos los pecadores cuyos crímenes son la causa de su
muerte. ¡Qué buen abogado para ellos! Sí, la falta humana es inmensa, puesto que clava
en la Cruz al Hijo de Dios. Pero no son culpables más que de lo que han querido; y no han
querido lo que no han conocido. No saben. Es en parte su falta y en parte su excusa. Jesús
atiende a la excusa.
En su bondad, realiza El mismo, hasta el fin, lo que nos dijo que hagamos: «Perdonad a
vuestros enemigos y seréis perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.» Si Dios
perdona, ¿quién condenará? Si Jesús, víctima inocente, aboga por sus verdugos ante Dios,
¿quién volverá a entablar proceso contra ellos? ¡Eso es justicia! Justicia de Dios: su
bondad que perdona; y, al mismo tiempo, equidad de Dios, porque sabe lo que hay en el
hombre y que su pecado es el fruto amargo de su miseria y de su ignorancia. La suprema
expresión de la justicia de Dios es su misericordia con los pecadores.
San Pablo resume este misterio de justicia y de amor con estas palabras sorprendentes:
«Si le negamos, también El nos negará; si somos infieles, El permanece fiel, pues no puede
negarse a sí mismo» (2 Tim 2,12-13). La misericordia de Dios es su fidelidad: El no puede
negarse a sí mismo. Permanece fiel a su criatura infiel: el Creador se vuelve Salvador. El
paralelismo de estiquios queda roto: la lógica de la justicia se rompe ante el amor del
Salvador.
Conclusión ¿Se salvarán todos? SV/CUANTOS
Oigo a alguien decir: «En último término, lo que usted nos propone como línea de
reflexión y de interpretación de las Escrituras, ¿no es una vuelta encubierta a la teoría de
Orígenes conocida con el nombre de apocatástasis? El anunciaba la restauración final en
la unidad de todas las criaturas, aun las condenadas y los demonios purificados por el
fuego, dentro de la amistad de Dios. El origenismo fue condenado ya en 543 por el Sínodo
de Constantinopla; es inútil volver a él. Responda, pues, claramente a esta pregunta: ¿Cree
usted que todos serán salvados?»
Pregunta fundamental, en efecto. Afortunadamente, se la plantearon ya al mismo Señor
Jesús de diversas formas. No poseemos otra certeza más que la que nos viene dada en su
enseñanza, ni otra esperanza que la luz que El nos da.
La pregunta se plantea primero de esta forma: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?»
(/Lc/13/23). Es la cuestión que nos ocupa, la del número de los elegidos: ¿Todos?, ¿un
pequeño número?, ¿muchos? La pregunta viene referida en el marco de un capítulo que
empieza por una llamada a la conversión y que prosigue con el anuncio del crecimiento del
Reino, comparable a un grano de mostaza o a un puñado de levadura, «que tomó una
mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo» (Lc 13,21). ¿Es el
anuncio de la salvación universal? ¿Se salvarán, por fin, todos o sólo unos pocos?
Jesús responde: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos
pretenderán entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta,
os pondréis los que estáis fuera a llamar a la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Y os
responderá: No sé de dónde sois» (Lc 13,23-25). Esta advertencia empalma con la de
Mateo: «¡Qué estrecha es la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos
son los que la encuentran» (Mt 7,14).
La pregunta de la apertura de la salvación a todos se plantea de nuevo un poco más
adelante, en el momento en que el joven rico rehúsa abandonarlo todo para seguir a Jesús,
porque tenía muchos bienes. «Jesús dijo: ¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren
en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico
entre en el Reino de Dios. Los que lo oyeron, dijeron: Pues, ¿quién se podrá salvar?
Respondió: Lo imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc 18, 24-26).
Respetemos la enseñanza del Señor. El es quien ha dicho: «¡Qué estrecha es la entrada
y qué angosto el camino que lleva a la Vida!...» (Mt 7,14), y el que dice también: «Yo soy la
puerta...» (Jn 10,7). El es quien ha dicho: «¡Qué angosto es el camino y qué pocos los que
lo encuentran!», y el que dice también: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a
todos hacia Mí» (Jn 12,32). El es quien ha dicho: «Entonces, el dueño os dirá: Apartaos de
mí todos los que hacéis el mal» (Lc 13,27), y el que dice también: «Porque Dios no ha
enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por
El» (Jn 3,17). Es aquel de quien Pablo escribe a Timoteo: «...Nuestro Salvador, que quiere
que todos los hombres se salven y lleguen a la verdad... El que se entregó a sí mismo como
rescate por todos» (1 Tim 2,4-6).
El lenguaje de Jesús es el de los profetas. La aparente
contradicción es de todos los profetas. No hay profetas de la amenaza que anuncien
castigos y profetas de la promesa que anuncien la salvación. Todos, impulsados por un
mismo movimiento que es el del Espíritu, anuncian terribles castigos que van a abatirse
sobre el Pueblo de Dios si no se convierte, y todos renuevan la promesa de un Salvador, el
anuncio de un restablecimiento maravilloso y de una extraordinaria extensión del Reino de
Dios.
Hay que entender el lenguaje de Jesús como perteneciente al de los profetas. Amenazas
y promesas son la expresión del mismo amor. Amor apasionado de Dios por su Pueblo, que
le pone en guardia contra todas las calamidades que le abrumarán si se aleja de su Dios;
amor fiel que no le abandonará y que, finalmente, le recogerá si vuelve a El. Amor que
llama a la conversión y promete su perdón: Dios que llama a sí y anuncia su salvación.
El mensaje de Jesús es pedagogía de salvación. El no vino a revelarnos datos históricos
del pasado o del futuro para satisfacer nuestra curiosidad. Vino para recordarnos la
urgencia de la salvación.
«A la pregunta de si habrá pocos que se salven, Jesús no responde directamente;
responde a su manera, con una llamada a la conversión: «Esforzaos por entrar por la vía
estrecha.» Respetemos esta pedagogía, aceptemos esta incertidumbre. Nos viene bien.
Nos moviliza para el esfuerzo de la conversión y del apostolado. Si nos preguntan: «¿Se
salvarán todos?», responderemos conforme al Evangelio: «No lo sé».
«No lo sé» quiere decir, en primer lugar: «No tengo ninguna certeza de que todos acaben
salvándose». El amor de Cristo aspira a atraer a todos los hombres hacia sí; por eso sube a
la Cruz y baja hasta el fondo del infierno.
Pero aun a este amor perfecto y a este sacrificio perfecto alguien puede -quién o cuántos
se ignora- responder con un rechazo aun en el plano eterno y decir: «Yo no quiero». Esta
temible posibilidad de la libertad, que la Iglesia conoce bien, es la que ha llevado a rechazar
la doctrina de los origenistas» (10).
La diferencia radical de nuestra proposición con la de los origenistas es que Orígenes
anunciaba la salvación al término de un ciclo de purificaciones e iluminaciones inspirados
por una filosofía neo-platónica; nosotros, en cambio, esperamos la salvación de todos de la
misericordia infinita de Dios, manifestada en Jesucristo.
¿Se salvarán todos? Podemos responder con San Agustín: «Entendamos bien que Cristo
libera y salva a todos los que El quiere» (11).
¿Se salvarán todos? «No lo sé». Esto quiere también decir que yo no tengo ninguna
certeza de que no se salven todos. Toda la Escritura está llena del anuncio de una
salvación que alcanza a todos los hombres, de un Salvador que reúne y reconcilia a todo el
universo. Esto basta para que esperar la salvación de todos no esté en contradicción con la
Palabra de Dios.
Esa es la verdad del Evangelio. Nos queda suficiente incertidumbre sobre la salvación de
todos para temer; tenemos suficiente luz para esperar. Este temor saludable ante la
posibilidad de la condenación nos inspira la vigilancia, nos llama a la conversión y al
compromiso apostólico. Pero al mismo tiempo, esta luz que nos permite esperar la salvación
de todos, nos llena de una indecible alegría.
Esta esperanza no es desmovilizadora. Al contrario, si la salvación de todos estuviera
asegurada desde ahora, podríamos vernos tentados de abandono. Si la condenación de
muchos estuviera ya anunciada, podríamos vernos tentados de desaliento. Esta
incertidumbre y esta esperanza respetan la densidad dramática de nuestra existencia
histórica.
La pedagogía de la Iglesia se apoya en esta esperanza:
«La Iglesia, escribe Olivier ·Clément-O, ha condenado la certeza origenista de una
salvación universal, que sería, en definitiva, automática y necesaria. Pero ha preservado la
esperanza de una salvación universal y, en su más alta espiritualidad, la ha convertido en
compasión universal y en plegaria para que todos los hombres se salven» (12).
Así, la esperanza de la salvación de todos es una dimensión de la vida de la Iglesia, una
orientación viva en su tradición:
«En Oriente, escribe el P. Urs von ·Balthasar-V, Clemente, Orígenes, Gregorio
Nacianceno. Gregorio de Nisa, mantienen una certeza de fe, oculta, de que la gracia tendrá
piedad de todos. Esta esperanza griega vive en Rusia bajo una forma más profundamente
enraizada aún: se funda en la conciencia de la solidaridad entre todos los hombres. Ese es
para los rusos no un elemento del cristianismo, sino su centro y su mismo corazón» (13).
La viva esperanza de la salvación universal sostiene la plegaria de la Iglesia, su acción y
su ofrenda. En medio de esta alegría inmensa es como anunciamos el Evangelio a todos
los pueblos. En la alegría de esta esperanza vivimos el misterio de la Iglesia, descubriendo
en su universalismo en expansión el anuncio del universalismo definitivo de la salvación en
Jesucristo.
De esta esperanza brota la oración sobre el mundo o plegaria de Jesús: oración para que
todos los hombres se salven, oración para que la creación entera sea reconciliada en Cristo
para gloria del Padre. Oración de intensidad extraordinaria, puesto que en ella se concentra
todo nuestro amor a Dios y todas nuestras aspiraciones humanas. Oración llena de la
anticipación de una inmensa alegría, puesto que se une a la de Jesús, y en El lo espera
todo del Padre, ya que El nos dijo: «Si permanecéis en Mí y mis palabras permanecen en
vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis» (Jn 15,7).
Los santos, más que nadie, son sensibles a la enormidad del pecado del mundo, a la
gravedad de su rechazo de Dios y de su menosprecio del hombre, a la atrocidad del
sufrimiento que ocasiona, al drama de la condenación. Pero eso no les impide orar por Ios
pecadores, ofrecerse por ellos, solidarizarse con su miseria, amarlos más que ellos se
aman a sí mismos. Toda su vida es la expresión de una inconfundible esperanza. ¿Cuál
puede ser el significado y la influencia de esta inmensa intercesión, inspirada por el
Espíritu, dentro del misterio de la salvación?; ¿hacia dónde impulsa a la historia del mundo,
de la que ella forma parte?
En el plano de la santidad es donde se juega el porvenir del mundo. «Las columnas de la
Iglesia son invisibles», decía San Agustín. No, la salvación de todos no está asegurada. No
está todo hecho, pero aún es posible. Mientras los santos de los últimos tiempos no hayan
vertido en el cáliz de Cristo el peso de su intercesión y de sus sufrimientos, unidos a los de
la Virgen y a los de los apóstoles de todos los tiempos, nada está aún decidido. En el
misterio de la salvación todo tiene su consistencia y quizá sean los últimos los que
perfeccionen la salvación eterna de los primeros.
«Nadie está solo, Dios no abandona a nadie -escribe Olivier Clément-; la comunión de
los santos, esos pecadores perdonados, corroe la prisión última, la del yo que se encierra
en sí mismo... La salvación universal no puede ser una certeza; eso sería vaciar la vida
espiritual de su seriedad, y la libertad humana de su grandeza trágica. Pero la salvación
universal debe constituir el objeto de nuestra oración, de nuestro amor activo, de nuestra
esperanza» (14).
«Es más bueno Dios que malo el demonio», decía el Santo Cura de Ars (15). ¡Al final se
verá bien claro!
Esta esperanza basta para llenarnos de alegría; mantiene nuestra acción, anima nuestra
plegaria, ilumina nuestros sufrimientos. Inmensa esperanza que orienta toda la esperanza
del mundo y la transforma de día en día para hacer de ella la historia de la salvación.
¿Quién podría prohibirnos esperar lo que la liturgia eucarística nos hace pedir con toda la
Iglesia: «Concédenos, Padre bueno, la herencia de la vida eterna junto a la Virgen María,
los apóstoles y todos los santos en tu Reino, donde podremos, junto con la creación entera
liberada por fin del pecado y de la muerte, glorificarte por Cristo Nuestro Señor, por quien
concedes al mundo toda gracia y todo bien»?
¿Quién podría prohibirnos pedir que todos se salven y que la creación entera se vea un
día reunida en Cristo para gloria del Padre, puesto que es precisamente el designio de
Dios, en acción en la historia del mundo: «reconciliarlo todo por El y para El» (Col 1,20)? Es
decir, que se haga su voluntad y que venga su Reino.
Yo creo en Jesucristo...
que descendió a los infiernos
La Iglesia no olvida nada de la revelación que se le ha confiado en el Evangelio. Sabe
cuál es la expresión de esa revelación que mejor nos da su sentido y es la que pone en
nuestros labios y en nuestros corazones.
La Iglesia no ignora el infierno. Demos gracias al Espíritu Santo, que le ha inspirado
expresar nuestra fe en estos términos: no «Creo en la condenación de los pecadores en el
infierno...», sino: «Creo en Jesucristo..., que descendió a los infiernos». Esa es nuestra fe.
Toda nuestra fe es en Cristo. No son cosas las que debemos creer ni artículos del
Símbolo lo que debemos proclamar, sino alguien en quien hemos puesto nuestra fe: «Creo
en Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador». En El están todas las verdades de la fe.
Creo en Dios, Padre de Jesucristo, revelado por El, creador del cielo y de la tierra. Dios
que está en el origen de todo, creador del universo. Dios fiel, que no ha abandonado jamás
su creación, aun cuando ella se apartaba de El. Dios cuya omnipotencia interviene en la
historia de los hombres con una misericordia infinita para hacer incesantemente posible lo
imposible, en provecho de su liberación y de su salvación.
Dios Padre, que amó tanto al mundo que le dio su Hijo único para salvarlo. Sí, creo en
Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador, que haciéndose hombre, plenamente humano en el seno
de la Virgen María bajo la acción del Espíritu de amor que lo encarna, se hizo solidario de la
Humanidad entera, en su dignidad de criatura y en su miseria de pecadora. Tomó de este
modo sobre sí, en sí mismo, toda la condición humana, sus penalidades, sus lazos de
amistad y de ternura, sus aspiraciones y sus combates, pero también todos los sufrimientos
de los pecadores, todas las miserias del mundo, a excepción del pecado, la muerte
corporal, la humillación de la condena y del suplicio, la ignominia de la Cruz, e incluso la
soledad del corazón y el abandono del Espíritu. Todo lo tomó sobre sí, todo lo ofreció por
amor para salvarnos en El, todo lo transformó, mediante su propia ofrenda, en Alianza
nueva con el Padre, en el Espíritu. Vencedor de la muerte, nos ha dado su vida de
resucitado; vencedor del pecado, nos otorga su justicia: el es nuestra salvación.
El nos envió su Espíritu, que suscita y dirige a la Iglesia para que la salvación sea
anunciada y comunicada hasta los confines del mundo. Y al fin de los tiempos volverá para
ser manifestado en su Gloria, para que aparezca al final de los tiempos, que en Jesucristo,
el Creador de todos, es también el Salvador de todos. En Jesús podremos reconocer para
siempre que Dios es fiel, que Dios es Amor, que Dios es Misericordia infinita, que Dios es
Padre, que Dios es Dios. Esta es nuestra fe.
En medio de esta gran luz que ilumina la totalidad de la historia y del mundo, la
revelación del infierno se convierte en una «verdad cristiana». El infierno pertenece a
Cristo, forma parte del Evangelio. Porque sólo Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, puede
decirnos la gravedad inmensa del pecado, revelarnos el sufrimiento atroz de los pecadores,
llamarnos con la insistencia del amor a convertirnos para evitar el peligro fatal que amenaza
a los que se encaminan por la vía que lleva a la perdición.
Pero a partir de su triunfo en la Cruz, la creación entera le pertenece, la tierra y el mar, el
cielo y el infierno. Nada queda exterior a su Reino. El infierno se vuelve una realidad
crística, pertenece a Cristo. En El y por El el infierno mismo queda incorporado para
siempre al «misterio de la salvación». Porque hasta allí llegó El: «El amor de Cristo aspira a
atraer a todos los hombres a El y para eso desciende hasta el fondo del infierno (16). Por el
impulso de la misericordia que le conduce hasta allí, el infierno se convierte en el lugar de
la extrema manifestación del amor excesivo que hay en Dios, que es Dios.
Nosotros proclamamos esto en medio de la alegría, celebrando la actualidad de su
misterio pascual: «Bajó a los infiernos..., subió a los cielos». Eso quiere decir que ha
alcanzado la totalidad de la creación y de la historia. Eso quiere decir que se ha
incorporado, por su amor, a la más extrema miseria del hombre pecador para hacerse
solidario de él e introducirle en la cima de su gloria, en el seno del Padre. Eso quiere decir
que a todas partes adonde ha ido, de uno al otro extremo del mundo, ha llevado la Buena
Noticia de la salvación y ha revelado el Nombre ante el que toda rodilla se dobla en e] cielo,
en la tierra y en los infiernos, el Nombre de Dios-con-nosotros, el Nombre de Jesús, que
quiere decir «Dios salva».
«Tú eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder.
Porque tú has creado el universo; por tu voluntad lo que no existía fue creado.
Tú eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y con tu sangre
compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación.
Tú has hecho de nosotros, para nuestro Dios, un Reino de Sacerdotes, y reinaremos
sobre la tierra.
Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría y la fuerza.
A El el honor, la gloria y la alabanza, por los siglos de los siglos» (Apoc 4,11; 5, 9-12).
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(1) H. URS VON BALTHASAR, op. cit. en la nota 1 del cap. 9, p. 262.
(2) Ibid.
(3) X. LEON-DUFOUR, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 1966, p. 375.
(4) Von BALTHASAR, op. cit., p. 278.
(5) Cheik AMIDOU KANE, L'aventure ambigüe, Julliard, p.137.
(6) MARCEL JOUHANDEAU, Algèbre des valeurs morales, p. 229.
(7) MICHEL CARROUGES, L'enfer, Cerf, París, p. 70.
(8) Traduction Oecuménique de la Bible, Ancien Testament, «Introduction a Issaïe», p. 739.
(9) Ibid., «Issaïe», 30,18; nota s.
(10) SOFRONIO, op. cit., p. 105.
(11) SAN AGUSTIN, Ep. 164, 14; PL 33, 715. A propósito de la bajada a los infiernos: «Recte intelligitur salvisse
et liberasse qui voluit»
(12) OLIVIER CLEMENT, Quentions sur l'home, Stock, p. 21.
(13) Von BALTHASAR, op. cit. en la nota 4, p. 253.
(14) OLIVIER CLEMENT, L'autre soleil, Stock, 1975, p. 160.
(15) D. NODET, op. cit. en la nota 22 del cap. 10, p. 60.
(16) SOFRONIO, op. cit., p. 105.
(Págs. 145-175).
LOUIS LOCHET
LA SALVACION LLEGA A LOS INFIERNOS
SAL TERRAE.Col. ALCANCE 16.SANTANDER-1980