SOBRE LA VIDA Y LA MUERTE
ACERCAMIENTO PSICOLÓGICO


Josu CABODEVILLA
Psicólogo clínico. Pamplona


«Nunca podrás, dolor, acorralarme. 
Podrás alzar mis ojos hasta el llanto, 
secar mi lengua, amordazar mi canto, 
sajar mi corazón y desguazarme. 

Podrás entre tus rejas encerrarme, 
destruir los castillos que levanto, 
ungir todas mis horas con tu espanto. 
Pero nunca podrás acorralarme. 

Puedo amar en el potro de tortura. 
Puedo reír cosido por tus lanzas. 
Puedo ver en la oscura noche oscura. 

Llego, dolor, adonde tú no alcanzas.
Yo decido mi sangre y su espesura.
Yo soy el dueño de mis esperanzas»
(DOLOR-PO-Martin-Descalzo)

A modo de introducción
Abordaré este tema despacio, sosegada y serenamente. Me resulta arriesgado y 
comprometido reflejar en pocas palabras y de forma ordenada el acontecimiento más 
importante de la vida, «la confrontación con la muerte». Estas reflexiones no son más que 
notas, apuntes registrados en mi memoria de cientos de personas que he visto morir. He 
observado cómo la proximidad de la muerte, en muchos casos, nos coloca de un modo 
distinto del habitual respecto de nosotros mismos, de los demás, de la colectividad o de 
cada tú con el que nos relacionamos. Poseo piezas de un «puzzle» que no me atrevo ni a 
intentar recomponer, porque sospecho que son muchas más las piezas que me faltan. Las 
que poseo, sin embargo, son tesoros que encontré, que cuido, reconozco y valoro. Voy a 
referirme aquí a hombres y mujeres concretos que conocí, a los que acompañé en el final 
de su existencia, y que tal vez pudieran ser prototipos de otras muchas personas. 
Es cierto también que mi observación está sesgada por mi biografía, por mi cultura, por 
mi medio social, por mi formación como psicoterapeuta, por mis creencias y valores, y 
seguramente por muchas otras cosas que desconozco y colorean mis ojos, mis oídos y 
todos mis sentidos. 

El nuevo y último tabú
En la película «Antonia» (un film de Marleen Gorris, Oscar 1996 a la mejor película 
extranjera), la protagonista -una mujer que amó la vida en un medio rural de Centroeuropa- 
un buen día, siendo ya mayor y estando rodeada de sus personas queridas, les avisa: 
«Bueno, ¡adiós!, me voy a morir». Se quedó en la cama y se murió. 
Esta mujer muere muriéndose, experimentando su propia muerte, consciente de que 
termina su vida biológica de la misma manera que terminó la vida biográfica de su madre, 
de la madre de su madre... Es una muerte acompañada, en la que, moribunda, preside su 
propio final junto a su familia y su entorno. 
Algo impensable hoy en día, cuando la muerte se ha convertido en una nueva categoría 
de lo obsceno, de lo impronunciable, en algo que se oculta y sobre lo que se considera de 
mal gusto hablar, reflexionar, debatir. Vivimos en una sociedad que nos aleja de pensar 
sobre la muerte; una cultura que esconde la enfermedad (como antesala de nuestra finitud) 
y silencia la muerte. Un ocultamiento del morir que alcanza casi el ridículo. 
MU/TABU: Recientemente, en el pasado mes de diciembre, participé en una mesa 
redonda en la Escuela Universitaria de Estudios Sanitarios de la UPNA (Universidad 
Pública de Navarra) sobre el tema «Cómo afrontar la muerte». En ella, una de las ponentes 
relató cómo en algunas ciudades se ha llegado a prohibir la circulación de los coches 
fúnebres durante el día. Estamos frente al nuevo y último de los tabúes que persisten en 
nuestro mundo aparentemente desinhibido. 
En esta sociedad de la que somos parte y de cuyos valores y contravalores participamos, 
ya no se habla de la muerte y se fantasea la posibilidad de la omnipotencia; incluso se la 
oculta a quien la vivencia como cercana e inapelable, con lo que se le dificulta hasta 
extremos impensables la posibilidad de integrarla como una parte más, y muy importante, 
de su vida. 
Conocí a una mujer, ya mayor, y a su entorno familiar. El ocultamiento de su situación 
llegó hasta el extremo de engañarle en el traslado a nuestra Unidad de Cuidados Paliativos, 
haciéndole pensar que tan sólo era trasladada de habitación dentro del centro hospitalario 
en el que llevaba algún tiempo ingresada. 
Vivimos como si la muerte no nos concerniera. En general, no queremos vivir nuestra 
propia muerte; preferimos una muerte súbita, no preparada de antemano. He escuchado 
decenas de veces frases como éstas: «¡Qué bien!, no se ha enterado de nada»; «Por lo 
menos no se da cuenta...»; «Está sufriendo mucho, porque se entera de todo»... 
Parece como si hubiéramos escogido vivir de espaldas a la muerte, ignorándola. La 
muerte ha dejado de ser considerada como natural al ser humano y se ha convertido en 
algo que se combate y que sólo ocurre cuando la ciencia falta. Nuestra sociedad vive 
privada de la consciencia de su propia finitud. 
Esto me recuerda el mensaje del Gran jefe Settie al presidente de los Estados Unidos de 
América en el año 1855. La tribu india de los Duwamish había habitado desde siempre en el 
territorio situado en el actual estado de Washington, en el noroeste de los Estados Unidos. 
A mediados del siglo pasado, el gobierno federal quiso comprar este territorio a la tribu, 
derrotada y agotada tras años de guerra. El decimocuarto Presidente de los Estados 
Unidos, el demócrata Franklin Pierce, les propuso a los Duwamish que vendiesen sus 
tierras a los colonos blancos y se fuesen a una reserva. Trascribo parte de la respuesta del 
jefe de los indios, que presenta una visión de la vida y de la muerte dotada de una gran 
sabiduría: 

«... ¿Quién puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? No podemos imaginar 
esto si nosotros no somos dueños del frescor del aire, ni del brillo del agua. (...) 
Los muertos de los blancos olvidan la Tierra en que nacieron, cuando desaparecen para 
vagar por las estrellas. (...) Nuestros muertos nunca olvidan esta maravillosa Tierra, pues 
es la madre del Piel Roja. 
Nosotros somos una parte de la Tierra, y ella es una parte de 
nosotros. (...) Para el hombre blanco, una parte de la Tierra es igual a 
otra, pues él es un extraño que llega de noche y se apodera en la 
Tierra de lo que necesita. 
La Tierra no es su hermana, sino su enemiga; y cuando la ha 
conquistado, cabalga de nuevo. 
Abandona la tumba de sus antepasados y no le importa. 
Él roba la Tierra de sus hijos, y no le importa nada. 
Él olvida las tumbas de sus padres y los derechos de nacimiento 
de sus hijos. Trata a su madre, la Tierra, y a su hermano, el Cielo, 
como cosas que se pueden comprar y arrebatar y que se pueden 
vender, como ovejas o perlas brillantes. 
Hambriento, se tragará la Tierra, y no dejará nada, sólo desierto. 
(...) 
Enseñad a vuestros hijos lo que nosotros enseñamos a los 
nuestros: que la Tierra es nuestra madre. 
Lo que acaece a la Tierra, les acaece también a los hijos de la 
Tierra». 

Estas palabras de gran belleza, escritas hace más de un siglo, nos ponen frente a la 
inconsciencia del hombre actual, frente a las prisas y el estrés, frente al consumismo. 
En nuestro medio, con la desaparición vertiginosa de la cultura rural, sumergidos y 
aislados en el anonimato urbano, la realidad de los que mueren queda sumergida muchas 
veces en un lugar aséptico y frío; mueren alejados de la reunión familiar y social, niños 
incluidos, privados de todo el ritual que acompañaba en nuestros pueblos, ya abandonados 
y solitarios, a los moribundos. 
Otras veces el moribundo se encuentra con una soledad de amargo sabor, ya que, 
rodeado de todos los suyos, no se le permite hacer la mas mínima referencia en su 
conversación a ese momento tan fundamental de su existencia que ve próximo. La persona 
que, a pesar del ocultamiento, adquiere conciencia de su final, ha de vivir muchas veces su 
experiencia en solitario, sin posibilidad de intercambiar sus impresiones con los que le 
rodean, y privado de poder ser director, guionista y actor de su propia muerte. 
Recuerdo ahora a una mujer de 66 años que se moría de un cáncer de mama con 
metástasis pulmonares. La llamaré Juana. Casada y con tres hijos, también casados, y seis 
nietos, gozaba continuamente de la presencia amorosa de algún familiar. 
Una mañana, estando con ella en su habitación y con alguno de sus familiares (su marido 
y algún hijo), exclamó haciendo referencia a la muerte de otro enfermo ingresado en la 
habitación de al lado: «¡Cuánto cuesta morirse... !». 
Bastaron aquellas palabras para que toda su familia allí presente saltara al unisono: 
«Mamá, no hables de eso. Sólo tienes que pensar en recuperarte». 
Aquella mujer, Juana, ya no pudo compartir con sus seres queridos sus miedos, sus 
esperanzas, todo aquello que estaba viviendo tan de cerca. 
La sociedad actual, en nuestro medio social, ha terminado con esa muerte consciente y 
hogareña de la película «Antonia», a la que hacia referencia anteriormente. 
Es cierto también que cada vez más, y desde distintos medios y distintas visiones, se 
quiere prestar más atención al tema. Un ejemplo de ello es este monográfico sobre la 
muerte. Cada vez son más los profesionales, médicos, enfermeras, agentes de pastoral, 
trabajadoras sociales, etc. que están interesados en ofrecer una atención de calidad a esta 
situación final de la vida, en la que aparece más claro aún, si cabe, hasta qué punto la 
dicotomía cartesiana del dualismo cuerpo-espíritu resulta obsoleta, y hasta qué punto hay 
que dar por buena la unidad cuerpo-mente y su interdependencia. Es así como los 
profesionales que atienden a las personas en el final de vida se preparan para una 
atención interpersonal del yo profundo y existencial del moribundo, desde el propio tú que 
atiende y que no siempre cuenta con respuestas a los interrogantes que surgen de lo más 
hondo del ser humano. 

Afrontar la muerte
algunas actitudes psicológicas de nuestro entorno 
Después de cinco años trabajando en la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital 
«San Juan de Dios» de Pamplona, se aprende muy pronto que la muerte no está sólo 
reservada para la gente de edad. Morir, al igual que vivir, puede ser una pesadilla, pero 
también puede ser un tiempo de crecimiento, creatividad y paz. Creo que nadie pondrá en 
duda que la muerte es un tema central en la existencia humana. 
Frente a la persona que va a morir se reacciona de una manera especial, como ante 
alguien que tiene que realizar una tarea difícil. 
Las personas nos situamos de diferentes modos frente al hecho de morir. Así, en esta 
etapa final de la vida, podemos solicitar ayuda, podemos gritar, podemos llorar y 
convertirnos en inválidos totales mucho antes de lo necesario. Podemos dirigir nuestra 
rabia hacia otros. Y también tenemos la oportunidad de completar el ciclo de nuestra vida 
actuando como seamos capaces y dando sentido al final de nuestra existencia. 
Muchos moribundos quieren, desean y necesitan hablar. Hablar de la muerte, de su final 
próximo. Pero no encuentran respuesta, sienten pena del familiar o amigo, y guardan para 
si mismos lo que hubieran querido compartir con otros seres humanos. 
Debemos evitar que la muerte de un ser querido trunque asuntos y deje cosas sin 
resolver. Cuando no ha habido posibilidad de despedirse de alguien, cuando nunca hemos 
sido capaces de decirle «te quiero», es cuando nos quedamos llenos de rabia, de dolor, de 
remordimiento y culpa. Entonces es cuando nos sentimos mal, con algo enquistado en 
nuestro interior y de lo que nos cuesta desprendernos. 
Existen también, ciertamente, moribundos que necesitan desesperadamente negar su 
situación. Es un periodo de rechazo de esta realidad. Lo mejor que podemos hacer por 
ellos es aceptar esta necesidad y permitirles tal negación, sin que ello les haga sentirse 
culpables o indignos, evitando asimismo tacharles, consciente o inconscientemente, de 
«poco valientes». Se han servido de la negación a lo largo de toda su vida y no tienen por 
qué querer abandonarla ahora en la fase final. Para ellos morir dignamente significa 
mantener esa negación. Es el momento en que el moribundo necesita ser escuchado y 
aceptado, incluso en sus negaciones, sin pretender imponerle la amarga verdad. En 
nosotros está el permitirles que vivan a fondo sus expectativas y necesidades. Ha de 
hacerse a su manera. 
Hay otros que no dejarán de luchar hasta el final. Sienten rabia. Es importante no sedar a 
estos pacientes, permitirles que ventilen y exterioricen su ira, su rabia. Resulta 
imprescindible advertir a los familiares y amigos más cercanos que las reacciones de 
indiferencia y agresividad, de las que son víctimas, no quieren y no deben ofenderles. 
Estaria fuera de lugar ofenderse y sentirse culpables de tales reacciones, porque no están 
motivadas por su comportamiento. Pertenecen a una etapa del proceso, como natural 
expresión del disgusto que experimenta el moribundo. 
En esta etapa final hay muchas personas que tienen la necesidad de la cercanía 
tranquilizadora de otro ser humano. Y, por otro lado, la necesidad de un espacio psicológico 
para elaborar la síntesis definitiva de su propia vida, para despedirse, ir arrancando una 
tras otra las mil raíces que nos ligan a la existencia terrena. Es fundamental hacer 
comprender el sentido psicológico de este desasimiento del moribundo con su familia, 
ayudando con ello al mantenimiento de una comunicación que no por silenciosa deja de ser 
significativa y de gran valor afectivo. 
El moribundo entra, por último, en un estado de conciencia que no le permite ya 
comunicarse verbalmente. Todo este proceso puede resultar duro y exigente, tanto para el 
protagonista como para quien lo vive de cerca. Y, sin embargo, es una nueva y última 
oportunidad de seguir madurando en el ciclo de la vida. 
Nada tranquiliza tanto en estos momentos difíciles como el diálogo confiado y abierto. 
Nada agrava tanto el dolor y la ansiedad como la soledad, la sensación de abandono y la 
imposibilidad de expresar el final de la vida a las personas que aman. 

La mujer del Midi d'Ossau: un ejemplo de dignidad
Quisiera contar ahora cómo murió una mujer joven, de 34 años, a la que llamaré «la 
Mujer de Midi d'Ossau». El Midi d'Ossau es un monte de los Pirineos centrales, cabecera 
del valle de Ossau, en territorio francés, muy cerquita de la frontera, que, con sus 2.884 
metros de altitud y sus murallones verticales, resulta inconfundible. Montaña de horizontes 
amplios, con sus silencios, con el misterio de sus soledades, con el deleite secreto de 
caminos desdibujados, escasamente hollados. En él todo está más cerca y más cercano: la 
tierra, el cielo, la roca, el sol, el viento, el frío, la nieve, el silencio, la soledad, la paz... el 
aliento del corazón. 
La montaña es el lugar de encuentro entre la persona y lo innombrable. ¿No ha sido 
acaso en la montaña, desde siempre y a lo largo de la historia, desde el Olimpo hasta el 
Sinaí, donde se han manifestado los dioses? Universo simbólico.
La mujer del Midi d'Ossau era, como ya he dicho, joven, de pelo oscuro, de tez blanca, de 
grandes ojos de color verde que recordaban los valles pirenaicos. Se moría de SIDA, virus 
que había contraído hacía unos 10 ó 12 años en alguna «noche loca», según sus propias 
palabras. 
Mantuvo el secreto, su secreto, durante años, cuidando de no infectar a otros. Sólo 
cuando se sintió empeorar reveló su secreto, primero a su pareja, de la que acabó 
separándose, después a su familia, que, tras la primera reacción de sorpresa e indignación, 
acabó aceptándola y volcándose en su cuidado. 
Ingresada primero en una unidad de infecciosos, y tras informarle que la enfermedad 
estaba muy avanzada y sugerirle el traslado a nuestra unidad de cuidados paliativos, tuvo 
una reacción autodestructiva: se negó a comer: «Quiero morir cuanto antes», solía 
responder a los requerimientos para que ingiriera alimentos. 
Algunos dias más tarde, aceptó el hecho de que la muerte ocurriria cuando tuviera que 
ocurrir, y que con su actitud apenas iba a modificar ese momento. Desde entonces empezó 
a disfrutar de unos enormes bocadillos, cargados de mimo y de afecto, que le preparaba su 
madre. 
Esta fase del proceso fue breve pero intensa. Su horizonte se aproximaba demasiado 
aprisa. Una mañana, viéndola con dificultades para respirar, llamamos al médico que la 
atendía. Le explicó que la única posibilidad de mejorar su respiración era durmiéndola. Ella, 
con tono solemne y sereno, aceptó la sugerencia, posponiéndola para el día siguiente. 
Quería despedirse de todos los suyos. 
Estando ya solo con ella, hicimos una breve relajación y una visualización. Se imaginó un 
día radiante de invierno, esquiando (había sido una de sus pasiones), formando estelas en 
las ondas del mar de nieve y mirando el Midi d'Ossau con unos ojos diferentes, con esa 
mirada sensible que capta cómo, al mediodía, la vibración del aire arranca tenues 
llamaradas transparentes a las rocas. Una mirada que detenta el tiempo y encerraba en su 
memoria el color del sol coloreando las paredes de la montaña y la pendiente que parecía 
huir debajo de sus esquís. 
Aquélla, sin yo saberlo, fue la última vez que pude hablar con esa mujer. Todo se 
precipitó aún más deprisa. Me consta que pudo despedirse de su familia y que, tras 
hacerlo, se quedó dormida para siempre. Se fundió en esas cumbres, en esas mismas 
montañas pirenaicas que pocas horas antes habla visualizado y que sirvieron de referencia, 
de símbolo, a las miradas inquietas de quienes se han perdido, de los desterrados, de los 
que bajan hacia el sur o huyen hacia el norte. Silueta recortada, clara, inconfundible, 
sinónimo de esperanza y de libertad. Más allá todo es posible, es el otro lado, la otra cara 
del Pirineo. El tiempo ya remoto y olvidado de estrecha relación entre la persona y la 
montaña se enraizan en el drama, en el devenir de la vida, la muerte y el renacer a la luz de 
esta Mujer. 
Desaparecieron esos grandes ojos de color verde, pero aquí, ante nosotros, siguen 
quedando imágenes grabadas por esos ojos. Esas pendientes fueron sin duda las últimas 
visiones que pasaron por el aliento de su memoria antes de que ésta se apagase. Querido 
lector o lectora, cuando mires el Midi d'Ossau, acuérdate que unos ojos de Mujer se 
buscaron en él, y que esa Mujer tuvo como escenario de su final, como telón de fondo, esa 
misma montaña idéntica e inmutable. En ella está grabada para siempre su tragedia, su 
drama. 
Fueron muchos los momentos que compartí con la mujer del Midi d'Ossau, algunos llenos 
de amargura, como aquel en que revivió el hecho de sentirse rechazada y abandonada por 
su marido al enterarse de que era sero-positiva. Fueron muchas miradas silenciosas las 
que se cruzaron en el océano del espacio, pero todo ello pertenece a esa zona de «lo 
vivenciado», difícil de transcribir en palabras. 

Integrar la muerte

«En los últimos momentos de un moribundo se puede encerrar el 
absoluto» (Simone de Beauvoir). 

No podemos disociar la muerte de nuestra propia existencia y de la vida de las personas 
de nuestro entorno. 
Sabemos que morimos, y conocemos nuestra constitución mortal: somos seres 
inexorablemente abocados a la muerte. La muerte sombrea la vida, es su lado oculto, tan 
real como la cara oscura de una esfera iluminada, presente desde el principio. Desde el 
inicio de los tiempos se sigue presentando como un enigma, y nunca entrega del todo su 
secreto. 
Reconocer nuestra finitud es respetar el drama de vivir y enfrentarse a la angustia, a ese 
peculiar dolor humano que nos atenaza en esa especie de agujero negro de nuestra 
existencia. Kierkegaard hacía referencia a esa angustia al señalar que «arriesgarse 
produce ansiedad, y arriesgarse lo máximo es tomar conciencia de uno mismo». Y 
justamente éste parece ser el camino de nuestra realización como seres humanos: la toma 
de conciencia de uno mismo. 
La muerte es el cese de la vida natural de la persona, el final de su existencia. Morir es 
algo único, personal e irrepetible. El protagonista es aquí el ser humano, y ni él puede 
ignorarlo ni otro puede privarle de serlo. Alguien dijo que la gran ventaja de los moribundos 
es que sólo se muere una vez. 
La vida y la muerte se sitúan dentro del marco de la existencia, en el espacio delimitado 
por el nacer y el morir. 
No hay un único modelo de actitud ante la muerte que pueda proponerse para que ésta 
sea vivida de forma humana y digna. Hoy se empieza a hablar de «vivir la propia muerte». 
Lo que proponemos es una muerte apropiada, distinta de la muerte eludida, negada, 
buscada o absurda. 
Integrar la propia muerte significa vivir sabiéndose finito, reconociéndose limitado; 
significa estar dispuesto a morir cuando nos toque; significa que intentaremos al menos vivir 
cada día como si fuese el último; significa la esperanza de tener mil días más para vivirlos. 
La muerte cercana coloca a la persona delante de su propia vida. Sitúa a cada uno frente 
a lo esencial, confrontándole con el sentido de su historia personal. El significado que 
descubrimos en nuestra vida difiere de persona a persona, incluso puede variar en una 
misma persona según el momento y la situación. Viktor Frankl señala que el significado hay 
que descubrirlo, que no es un dato, algo dado, haciendo notar que la búsqueda es más 
importante que el hallazgo. Es cierto que nunca somos enteramente libres, pues las 
limitaciones sociales, biológicas y culturales nos constriñen; pero Frankl cree que no existe 
restricción que sea tan poderosa que pueda aniquilar nuestra libertad de adoptar una 
posición para, por lo menos, escoger una actitud ante el sufrimiento, esa que tan 
bellamente plasmó José Luis Martín Descalzo en los versos con los que comenzamos este 
artículo. 
Todo hombre y toda mujer, por lo menos en algún momento de su vida, se descubren a sí 
mismos enfermos de una soledad incurable. Todos hemos de enfrentamos radicalmente a 
solas con las experiencias más importantes de la vida. Nadie puede amar, creer, sufrir, 
morir en nuestro lugar. 

A modo de conclusión
A mi entender, la muerte, la finitud de la existencia, constituye una dimensión fundamental 
de la condición humana ante la cual, como suele ocurrir con las grandes cuestiones, no se 
trata tanto de dar respuestas satisfactorias y definitivas cuanto de plantear en profundidad 
el tema y sugerir, en mi caso concreto desde la perspectiva psicológica, algunas ideas a 
modo de horizontes en el siempre arduo y complejo camino de la comprensión humana. 
Sugiero, por tanto: 

* Ningún humano debe ser privado del derecho que tiene a vivir su propia muerte. 
Evitaremos comunicar esta verdad sólo cuando nos conste que el otro es incapaz de 
soportarla. 
* Existen muchas formas de ayudar a un moribundo a enfrentarse con esta última etapa 
de su vida; una de ellas consiste en darle apoyo en sus necesidades emocionales. 
* En nuestro entorno cultural suele ser frecuente la «conspiración de silencio» que el 
moribundo guarda con su familia y sus seres queridos. 
* Evitar la incomunicación de la familia con el enfermo constituye, obviamente, un objetivo 
terapéutico de primer orden. 
* Debemos advertir e instruir a los familiares y amigos del moribundo que para él puede 
ser bueno y enriquecedor hablar de la proximidad de la muerte. 
* Nunca debemos olvidar que mientras la persona está viva puede descubrir la amistad, 
el amor y la solidaridad con los demás. 
* Nuestra personalidad posee agujeros, vacíos existenciales, que evitamos 
deliberadamente porque crean vulnerabilidad en nuestro interior al cuestionarnos la opinión 
que tenemos de nosotros mismos. Son sentimientos desagradables, desconectados de la 
consciencia, resultado de no haber logrado satisfacer en el pasado nuestros deseos vitales 
(cariño, aceptación, etc.). Dichos agujeros forman una gestalt inacabada, un ciclo vital que 
no ha sido completado, que frena el desarrollo de la persona. Estos impulsos 
desconectados siguen habitando en nosotros de forma inconsciente puesto que no los 
hemos expresado. Y, lo que es más importante, siguen influyendo en cada instante de 
nuestra vida. Sólo al integrarlos, descargarán toda la tensión que encierran. 
* La psicología esboza el camino que permite comprender el rico y complejo mundo de 
las emociones y los sentimientos que emergen en momentos clave. 
* Debemos ofrecer al moribundo un espacio en el que los recuerdos hirientes del pasado 
puedan aflorar y ser sacados a la luz. Es un proceso de pacificación con uno mismo. 
* Ayudar al moribundo a hacer las paces con el propio pasado, con la propia vida, es 
acompañarle a lo largo del proceso por los distintos momentos psicológicos que tan 
claramente ha desarrollado la doctora Elizabeth Kübler-Ross. 
* Las personas a punto de morir desarrollan un convencimiento de que necesitan estar 
en paz. A medida que se acerca la muerte, el moribundo se percata con relativa frecuencia 
de que algunas cosas están inacabadas o incompletas. 
* Hay personas que necesitan algo para una muerte tranquila. Algunos se percatan de 
que tienen necesidad de una reconciliación. Otros necesitan unas circunstancias 
particulares para morir en paz, como elegir el momento de su muerte o la presencia de una 
persona determinada. Otros necesitan expresar (concluir) unos sentimientos profundos y tal 
vez reprimidos durante años. 
* El comprender que hay que solucionar estos asuntos tal vez nos permita asistir mejor a 
los moribundos. 

Josu CABODEVILLA
SAL-TERRAE 1997, 2 Págs. 131-142

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Bibliografía

1. CABODEVILLA, Josu, «En el umbral del morir, todavía hay tiempo para crecer», en 
(Carlos Alemany [ed. ]) Relatos para el crecimiento personal, Desclée de Brouwer, Bilbao 
1996, pp. 73-94. 
2. ALEMANY, Carlos - GARCIA, Víctor, El cuerpo vivenciado y analizado, Desclée de 
Brouwer, Bilbao 1996. 
3. CABODEVILLA, Josu, «Un caso de asistencia interdisciplinar en una unidad de 
cuidados paliativos»: Labor Hospitalaria 231 (marzo 1994), 18-21. 
4. CABODEVILLA, Josu, «Cuando ya no es posible curar»: Humanizar 17 (nov-dic. 1994), 
28-29. 
5. CABODEVILLA, Josu, «A morir también se aprende». Humanizar 15 (agosto 1994), 
32-33. 
6. JOMAIN, Christianne, Morir en la ternura, Ediciones Paulinas, Madrid 1987. 
7. KÜBLER-ROSS, E. Vivir hasta despedirnos, Luciérnaga, Barcelona