LA MUERTE: DESTINO HUMANO Y ESPERANZA CRISTIANA
Introducción
QUIEN SE ACERQUE hoy a la temática de la muerte habrá de
comenzar evocando la trayectoria en zigzag que el binomio
muerte-inmortalidad ha descrito en los últimos tiempos. De la persuasión
cuasi unánime en una sobrevida, vigente hasta el siglo XIX y sus
«maestros de la sospecha», se pasó a una convicción antiinmortalista,
mayoritaria primero en pensadores y filósofos y después ampliamente
popularizado a nivel de calle, como lo muestran las numerosas
encuestas sobre el asunto realizadas en los últimos decenios.
Últimamente, en fin, vuelve a ser objeto de consideración, desde diversas
e
inesperadas perspectivas, la tesis de una posible victoria
sobre la muerte; baste citar a JASPERS, MORIN,
BLOCH, ADORNO, GARAUDY, como hitos sintomáticos
de la reactivación de la idea inmortalista. JASPERS ve en
la muerte el acceso a una trascendencia, no por incógnita
menos real. MORIN proponía en los años
cincuenta su teoría sobre una esperable inmortalidad
biológica, lo que él denomina «la amortalidad»,
alcanzable por procedimientos clínicos. BLOCH detecta
en lo humano un «núcleo exterritorial» a la muerte,
inexpugnable a su asalto. GARAUDY (REVOLUCION/RS ) estima que el compromiso
revolucionario está postulando la resurrección; por lo
demás, algo semejante había escrito antes ADORNO:
«Allí donde el materialismo es más materialista -sostiene
el autor de la Dialéctica negativa-, su anhelo sería la
resurrección de la carne»; de otro modo no se ve cómo
«se pueda seguir viviendo después de Auschwitz». Por
eso -concluye el filósofo frankfurtiono- hay que dejar
abierta la puerta a «la esperanza que se refiere a una
resurrección corporal».
Este rastro zigzagueante de
nuestro tema delata su carácter agónico (nunca mejor
dicho), su esencial ambigüedad y oscuridad, su
capacidad para comprometer apasionadamente a cuantos
lo encaran. De una parte, la muerte, como la vida, es
indefinible; las ciencias experimentales más
directamente involucradas en su análisis -la medicina, la
biología- confiesan la perplejidad en que se ven sumidas
cuando tratan de fijar su esencia. En realidad, si
pudiésemos decir exactamente en qué consiste la
muerte, la habríamos vencido;- definir una cosa equivale
a enseñorearía. No podemos definir la muerte porque no
la podemos dominar, es ella la que nos domina a
nosotros. De la muerte el hombre no tiene, no puede
tener, ciencia; tiene vivencia. La ciencia versa sobre el
antes y el después de la muerte, sobre el aún vivo o el ya
muerto, pero no sobre el en sí de la muerte misma.
Ahora bien, lo que no se deja definir no es sin más lo
incomprensible, lo irracional; puede ser lo misterioso. En
efecto, éste es el caso: la muerte es (guste o no, quiérase
o no) misterio; convendría releer a este respecto las
páginas antológicas de BLOCH glosando a MONTAIGNE
y su célebre «grand Peut-étre» («me voy -exclamaba el
MONTAIGNE moribundo- hacia el gran Quizás»). Es el
misterio de la vida; volveremos sobre esto más tarde.
De otra parte, esta realidad indefinible, inasible y
enigmática que es la muerte es, a la vez, lo más
propiamente humano. Lo ha dicho en versos memorables
un poeta alemán contemporáneo, E. FRIED:MU/POEMA
Un perro
que muere
y que sabe
que muere
como un perro
y que puede decir
que sabe
que muere
como un perro
es un hombre.
Cobra expresión aquí, nítidamente, brutal- mente, lo
que años atrás estipulara en su oscura jerga ("el Dasein
es ser-para-la-muerte») un ilustre compatriota del poeta,
corroborado por cierto por el actual alcalde de esta Villa y
Corte («no hay nada más humano y que mejor defina la
finitud que perecer»).
Resulta por ello escandalosa la censura previa que
hoy ejerce nuestra civilización tecnocrática sobre el
hecho de la muerte. Su escamoteamiento es una praxis
hasta tal punto habitual que se ha convertido en objeto de
conocidos estudios sociológicos. Al hombre de la
sociedad postindustrial, que pretendería aclararlo todo, el
enigma-muerte se le hace insufrible. No pudiendo
esclarecerla, la reprime, dimite de su presentimiento,
delega su cuidado en instituciones especializadas y en
personal profesionalizado.
Así las cosas, y en trance de pronunciar una palabra
cristiana sobre la muerte, conviene sondear antes con
algún detenimiento sus reales dimensiones, lo que se
implica en el fenómeno que estudiamos. Una vez hecho
esto, podremos ya dar el paso hacia su lectura y su
comprensión desde la óptica de la fe. Exploraremos,
pues, en primer lugar, la muerte como realidad humana.
Propondremos, en segundo término, la respuesta
cristiana a los interrogantes que suscita, respuesta que el
Credo formula con sus palabras finales: «esperamos la
resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro».
Y concluiremos estas páginas con unas breves
consideraciones sobre el problema del estado
intermedio, es decir, sobre la situación (si cabe hablar
así) del difunto entre la muerte y la resurrección.
1 Muerte y condición humana
COMO SE HA SEÑALADO ANTES, la muerte es lo más propio de la condición humana;
constituye la evidencia física, empírica, brutalmente irrefutable, de esa cualidad metafísica
de la realidad del¡ ser humano que llamamos finitud.
Haber puesto en claro esto, una vez por todas, y pese a la conjura de silencio
orquestada en torno al morir en nuestros días, es el mérito indiscutible de la actual reflexión
sobre el tema. La praxis represiva de la muerte conduce a una insoportable deformación de
la conciencia personal y colectiva del hombre, porque ignorando malévolamente la
magnitud del fenómeno, falsifica las reales proporciones del contexto en que acaece; un
contexto que abarca la globalidad de la existencia humana.
No estamos, en efecto, ante un problema sectorial, sino global. La pregunta sobre la
muerte desata en cascada otras cuantas, de forma irreprimible: el sentido de la vida; el
significado de la historia; la validez de imperativos éticos absolutos (justicia, libertad,
dignidad ... ); la dialéctica presente-futuro; la posibilidad de la esperanza y la localización de
su sujeto... Pero sobre todo la pregunta sobre la muerte es una variante de la pregunta
sobre la singularidad, irrepetibilidad y validez del individuo concreto, que es en definitiva
quien la sufre.
Todas estas dimensiones de la muerte han sido tocadas, con mayor o menor
profundidad, por las tanatologías actuales, desde la de los existencialismos hasta la del
marxismo humanista. Revisemos esas dimensiones más detenidamente.
1) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre el sentido de la vida. El hombre
es, en cuanto finitud constitutiva, ser-para-la-muerte, tanto desde el punto de vista biológico
(«vivir significa morir», decía ya ENGELS) como desde el punto de vista
existencial-ontológico (como ha observado HEIDEGGER). Siendo ser-para-la-muerte en
ese doble aspecto, su vida tendrá sentido en la medida en que lo tenga su muerte. Y
viceversa: una muerte sin sentido corroe retrospectivamente a la vida con su insensatez.
Parece, pues, que no se puede dar respuesta a la pregunta por el sentido de la vida
mientras que no se esclarezca el sentido de la muerte. En tanto esto ocurra, deberíamos
demandarnos con SCHAFF: «¿Para qué todo esto si al fin hemos de morir?».
2) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre el significado de la historia. Ya
no es posible alojar la muerte en el recinto de lo que atañe sólo a los individuos, como
pretendía el marxismo clásico; ya no es lícito difamar la angustia que suscita calificándola
de egocentrismo inmaduro, de deformación pequeño-burguesa, de fijación neurótica, etc.
Según reconocía ENGELS, la muerte del individuo es índice de la mortalidad de la especie;
la mortalidad, por así decir, microscópica es mero reflejo localizado de una mortalidad
macroscópica, que constituye la atmósfera en la que se mueve y respira todo lo que vive.
La muerte individual debe ser contemplada en el horizonte de la muerte total.
Más concretamente: la finitud del hombre es trasunto y metáfora anticipatoria de la
finitud de lo humano, de todo lo humano, a saber, de la humanidad y del mundo
humanizado por el hombre. Con lo cual el ideal marxiano de una humanización de la
naturaleza como meta de la historia, como sentido de la actividad humana, se revela
cuestionable, pues a fin de cuentas lo que parece prevalecer es el cosmos sobre el logos;
lo que parece triunfar es la materia reabsorbiendo al hombre (su manifestación episódica)
por medio de una ley biológica, y no el hombre dominando a la materia por medio de la
racionalidad dialéctica.
3) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre los imperativos éticos de
justicia, libertad, dignidad. ¿Es posible atribuir estos valores absolutos a sujetos
contingentes? Si un hombre tratado injustamente muere para quedar muerto, ¿cómo se le
hace justicia?, preguntaba HORKHEIMER. Y si ya no se le puede hacer justicia a él, ¿con
qué derecho puedo exigir yo que se me haga justicia a mí? ¿Cómo se devuelve la dignidad
y la libertad a los tratados como esclavos si realmente ya no serán más porque la muerte ha
acabado con ellos definitivamente?
Son estos interrogantes los que mueven a GARAUDY -no sólo a él; también a los
postmarxistas ADORNO y HORKHEIMER- a sentar lo que él llama «el postulado de la
resurrección», supuesto previo, a su juicio, de una opción revolucionaria coherente y
honesta.
4) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre la dialéctica presente-futuro.
Vivimos en un presente poco acogedor, inhóspito, dominado por la alienación, reino de la
contradicción. Por eso soñamos con un futuro que sea «patria de la identidad» (BLOCH).
Pero entre el presente sufrido y el futuro añorado se intercala el hiato, la sima de la muerte.
¿Es posible franquear esa sima, tender un puente por el que podamos transitar del
presente al futuro? ¿Es posible que los contenidos de futuro alcancen también al presente?
¿O habrá que resignarse a considerar el presente como medio y a sacrificarlo a un futuro
considerado como fin? El papel de las generaciones intermedias ¿habrá de ser el de servir
de andamiaje o material de derribo para la revolución escatológica?
5) LA PREGUNTA sobre la muerte es la pregunta sobre el sujeto de la esperanza. Decir
contingencia ¿no será lo mismo que decir inconsistencia, falta de fundamento y, por tanto,
desfondamiento, interinidad incurable? ¿Tiene sentido conferir o demandar esperanza para
la contingencia? ¿No será más realista contentarse con adjudicarle una modesta tasa de
expectativas, pero no una esperanza? Lo finito no parece sujeto apto de esperanza. Su
fragilidad ontológica no la soporta, puesto que es por definición lo abocado a la nulidad. El
individuo ¿posee esperanza o, más bien, es la esperanza de la especie? Las generaciones
intermedias ¿tienen esperanza o son más bien lo que permite contemplar con esperanza a
las generaciones futuras? Ser esperanza para otros no es igual que tener esperanza, no es
ser sujeto de esperanza propia, sino objeto de una esperanza ajena.
6) EN FIN, LA PREGUNTA sobre la muerte es una variante de la pregunta sobre la
persona, sobre la densidad, irrepetibilidad y validez absoluta de quien la sufre. La cuestión
radical que plantea la muerte podría formularse así: todo hombre ¿es o no un hecho
irrevocable, irreversible? Si lo es, tal hecho no puede ser pura y simplemente succionado
por la nada. Si no lo es, si también el hombre pasa como pasan los demás hechos, no hay
por qué tratarlo con tanto miramiento; la realidad persona es una ficción especulativa y
debe ser reabsorbida por esa realidad omnipresente que llamamos naturaleza. Pero
entonces la muerte es un fenómeno trivial, y el pensamiento humano podría ahorrarse el
tiempo que le ha estado dedicando. Con otras palabras: si la persona singular es valor
absoluto, entonces tiene sentido la pretensión de una supervivencia personal. Si el hombre
ciertamente no es personalmente inmortal, entonces ciertamente no es valor absoluto.
En resumidas cuentas: la magnitud que se. reconozca a la muerte está en razón directa
de la que se reconozca a su sujeto paciente. Podemos decir con J. MARíAs que las dos
preguntas radicales son: ¿quién soy yo?; ¿qué será de mí? Pues bien; "si a la segunda
pregunta tengo que contestar al final "nada"..., esto anula la primera, me obliga a responder
igualmente. Si muero del todo, todo dejará de importarme alguna vez... Nada importa
verdaderamente, luego nada vale la pena».
Está claro ahora que la minimización de la muerte es el índice más revelador de la
minimización del individuo mortal. Y a la inversa, una ideología que trivialice al individuo,
trivializará la muerte. Por el contrario, si la muerte es captada como problema es porque el
hombre es aprehendido como un valor que trasciende el del puro hecho bruto.
Como se ve, se han multiplicado las preguntas; es dudoso que un discurso puramente
racional esté en grado de ofrecer las correlativas respuestas. Las más positivas entre las
elaboradas por las tanatologías actuales (JASPERS y MARCEL, BLOCH y GARAUDY) no
son, en sentido estricto, conclusiones racionales; son más bien opciones transracionales de
un discurso más meta-religioso que científico o filosófico. Para los pensadores que formulan
respuestas afirmativas, las cosas parecen presentarse así: la muerte es necesaria por vía
de hecho y parece imposible por vía de absurdo. La inmortalidad sería entonces necesaria
por vía de razón, aunque parezca imposible por vía de hecho. El espíritu oscila
indefinidamente entre ambos polos: necesidad de la muerte-necesidad de una victoria
sobre la muerte. La razón, por sí sola, no alcanza a despejar esta torturante ambigüedad,
porque una y otra vez se da de bruces con el espesor de] hecho opaco, compacto,
impenetrable, del tener que morir. UNAMUNO expresaba la misma dolorida perplejidad
cuando escribía que ni el sentimiento logra hacer del consuelo una verdad, ni la razón logra
hacer de la verdad un consuelo.
¿Qué queda entonces? Queda la esperanza. La cual -notémoslo bien- sería imposible si
fuesen certezas apodícticas o la aniquilación o la sobrevida. La esperanza es posible
justamente porque ninguna de las alternativas se impone categóricamente sobre su
contraria. Recordemos de nuevo a MONTAIGNE: la única postura sensata aquí es la de «el
gran Peut-étre».
Junto a la esperanza, y suscitada por ella, resta también la trascendencia.
Explícitamente reclamada por existencialistas como JASPERS y MARCEL, por marxistas
como BLOCH y GARAUDY: por postmarxistas como HORKHEIMER y ADORNO,
implícitamente aludida por el último HEIDEGGER, la idea de trascendencia ha perdido hoy
el preciso significado técnico que le atribuía la tradición filosófico-teológica para tomarse
más fluida y genérica. Con ella se expresa ahora el anhelo esperanzado de un non omnis
confundar («no desapareceré enteramente»: BLOCH), el voto de que el núcleo auténtico
del ser humano no se volatilice para siempre con la muerte de su sujeto, la confianza de
que, a la postre, el ser prevalecerá sobre la nada.
Pero éste es ya, insisto, un discurso cuasi religioso. Llegados a este punto, por tanto, es
preciso recurrir a otra forma de reflexión y a otro tipo de fuentes. Es preciso, en suma,
escuchar la palabra que la revelación bíblica profiere acerca de nuestro tema y reflexionar
teológicamente sobre ella.
2 La muerte en la Biblia
1 La evolución de las ideas en el Antiguo Testamento
SEGURAMENTE PARA MÁS DE UNO constituirá una sorpresa (incluso una sorpresa
incómoda y desconcertante) el constatar que Israel tardó muchos siglos en encontrar salida
al enigma de la muerte. El camino recorrido por el Antiguo Testamento hasta llegar a la
doctrina de la resurrección ha sido largo y atormentado. Y aun en su fase terminal, los
resultados distan de ser brillantes; habrá que esperar al Nuevo Testamento para declarar
cerrado el extenuante debate que la religiosidad bíblica desarrolló sobre el dilema
muerte-inmortalidad.
El punto de partida de este debate lo representa, en el Antiguo Testamento, una
acendrada religación a la vida temporal y a sus bienes. Israel ha sido objeto de la
predilección de Yahvé, que lo ha creado como pueblo suyo de la nada (Dt 7,6-8) y lo ha
hecho destinatario de una promesa cuyo despliegue tiene lugar en el marco de la historia.
Una existencia larga, próspera, una descendencia numerosa y prolongada a través de
varias generaciones, son signos de la bendición de Yahvé.
Por otra parte, el afincamiento del individuo en el clan y su radicación en la comunidad
han sido datos tan indeleblemente incrustados durante siglos en la conciencia colectiva del
pueblo israelita que reprimían la preocupación refleja por el destino de las personas
concretas,
Ese destino es, sin duda, a juzgar por la evidencia fenomenológica, la muerte. Frente a
ella no faltan los pasajes que la evalúan de forma casi naturalista, con serena impavidez,
incluso con una cierta complacencia. Morir es «tomar el camino de toda carne» (Jos 23,14;
1 Re 2,2), «irse en paz con los padres» (Gen 15,15), «ir a reunirse con su pueblo» (Gen
35,29); nada parece haber en ello de especialmente repulsivo o escandaloso, máxime
cuando se muere «en buena ancianidad y saciado de días» (Gen 25,8).
En todo caso, la muerte del hombre singular no detiene el proceso de cumplimiento de la
promesa, que continuará realizándose en sus descendientes. Así se despide Jacob
moribundo de su hijo José: «yo muero, pero Dios estará con vosotros y os devolverá a la
tierra de vuestros padres» (Gen 48,21). En cuanto a Moisés, «acabó diciendo estas
palabras a todo Israel: tengo ya ciento veinte años. No puedo ir y venir más. Yahvé me ha
dicho: tú no pasarás este Jordán... Sed valientes y firmes, porque Yahvé, tu Dios, marcha
contigo y no te dejará ni abandonará» (Dt 31,1-6).
Con todo, esta interpretación aséptica de la muerte, localizada en franjas muy antiguas
de la tradición veterotestamentaria, no es la única. La repugnancia que produce, el
sentimiento de rebelión ante su inexorable necesidad, asoma con vigor en otros textos. Es
cierto que ella no importa la aniquilación total de su sujeto; el muerto no se extingue por
completo, pero conduce una suerte de infravida miserable en el scheol (SEOL), alojamiento
indiscriminado de todos los que abandonaron este mundo. La situación de sus inquilinos es
singularmente ingrata, sobre todo porque allí cesa cualquier atisbo de vida comunitaria;
cesa incluso la posibilidad de relacionarse con Dios. El muerto es un excomulgado; estar en
el scheol es habitar en «el silencio» (Sal 31,18; 94,17; 115,17) y «el olvido- (Sal 88,13),
«ser arrancado de la mano de Yahvé» (Sal 88,6), «no poder alabarlo» (Sal 6,6; 30, 1 0),
etc.
A decir verdad, ninguna de estas ideas y representaciones pueden considerarse
originales; concepciones semejantes eran participadas por los diversos pueblos y culturas
contemporáneos. Pero con tales premisas se plantea un espinoso interrogante: si el scheol
es el destino común de todos (buenos y malos, ricos y pobres, jóvenes y viejos), ¿dónde,
cómo, cuándo retribuye Dios al hombre? Dios, en efecto, es un señor justo, del que cabe
por tanto esperar que dé a sus siervos lo que éstos merecen con sus acciones.
La primera respuesta que Israel dio a este
interrogante es la siguiente: Yahvé sanciona el bien y el mal, la fidelidad y la infidelidad, en
esta vida, con premios y castigos temporales y colectivos. Tanto Lev 26 como Dt 28 nos
han transmitido un largo catálogo de bendiciones y maldiciones, que tienen por objeto
contenidos exclusivamente intrahistóricos y por sujeto a la entera colectividad.
El carácter secundario de la responsabilidad individual dentro de este esquema
retributivo llegó a plasmarse en una sentencia proverbial: «los padres comieron agraces y
los hijos sufren la dentera» (Jer 31,29; Ez 18,2). Sin embargo, dicha responsabilidad no era
desconocida para la legislación mosaica: «no morirán los padres por culpa de los hijos, ni
los hijos por culpa de los padres. Cada cual morirá por su propio pecado» (Dt 24,16; cf. Ex
32,33; Lev 20,3; Num 15,30-31). Con todo, habrá que esperar a la gran crisis del exilio
babilónico para asistir a una efectiva reivindicación de este principio. El refrán recogido por
Jer 31,29 y Ez 18,2 es categóricamente refutado por ambos profetas, que le oponen la
norma de Dt 24,16: «cada cual morirá por su culpa; quienquiera que coma el agraz, tendrá
la dentera» (Jer 31,30); «nunca me diréis este proverbio en Israel... El que peque, ése
morirá» (Ez 18, 3-4).
No obstante, sigue concibiéndose la retribución en términos puramente temporales. Los
salmos 1, 91, 112 y 128 son otros tantos ejemplos de una sanción del bien y del mal que se
ejecuta en esta vida y con bienes o males exclusivamente materiales:
prosperidad-desgracia, riqueza-pobreza, fecundidad-esterilidad, etc. Comienzan empero a
detectarse síntomas de insatisfacción ante una tesis que dista de ser avalada por la
experiencia. Ésta, en efecto, notifica con harta frecuencia que la correlación
bondad-felicidad (o su contraria, maldad-infelicidad) está ausente del curso normal de los
acontecimientos. El patético soliloquio de /Jr/15/10-18 expresa con acentos conmovedores
la desolada perplejidad del israelita piadoso ante el silencio de un Dios que no sale en su
defensa, y que por ello justifica la punzante sospecha del profeta: «¿serás Tú para mí como
un espejismo, aguas no verdaderas?»
La angustia de esta situación alcanza su cota más alta en el libro de Job. Los dos
monólogos iniciales del protagonista (capítulos 3, 6, y 7) plantean con crudeza antológica
una enmienda a la totalidad de la tesis retribucionista clásica. Los amigos no saben sino
reiterar esa tesis; la doctrinaria obstinación con que apelan a la experiencia (4, 7-8; 8,8 ss.)
sólo sirve para afianzar la convicción de Job: la respuesta tradicional es «pura falacia»
(21,34). La triste, desconcertante verdad es que en el mundo no hay justicia; que la
injusticia, el dolor, la enfermedad, la muerte, reinan indiscriminadamente sobre buenos y
malos, y que el scheol acaba por nivelar el destino de unos y otros (3,17-19; 7,7-10).
La brecha abierta por el libro de Job se ensancha con el del Quohelet; al airado
paroxismo de aquél sucede el escepticismo corrosivo de éste: «yo tenía entendido que les
va bien a los temerosos de Dios» (8,12), pero lo cierto es que «hay un destino común para
todos, para el justo y para el malvado» (9,2.3). Sólo resta, pues, gozar de los menguados
placeres que la vida ofrece; he ahí «la única paga del hombre» (3,22). Lo demás, concluye
el sabio lapidariamente, es «vanidad de vanidades» (1,2; 12,8).
¿Qué se ha hecho, a estas alturas, de la figura entrañable del Dios de la Alianza? Con la
quiebra de la teodicea clásica, cabría esperar también la quiebra de la vieja imagen de
Yahvé; el mérito de Job y Quohelet radicaría en haber planteado por primera vez el dilema
insuperable de todo ateísmo militante; Dios es u omnipotente y malvado o impotente y
bondadoso. Lo que no puede ser es omnipotente y bondadoso a la vez.
Pero contra esta lectura (posible) de ambos libros se alza el hecho, evidente en una
simple ojeada de todo el texto, de que sus dos autores continúan siendo radical y
visceralmente creyentes. La experiencia de un Dios silente no se resuelve en la sospecha
de un Dios inexistente: «yo sé que mi vindicador vive y que Él, el último, se levantará sobre
la tierra ... » (Job 19,25).
Precisamente en esta inconmovible fidelidad reside
la grandeza fascinante de Job. Porque, ante todo y sobre todo, es la causa de Dios lo que
aquí está en juego; en este debate, la causa del hombre ocupa un lugar secundario. Es no
tanto el derecho debido al hombre cuanto el honor que Dios se debe a sí mismo lo que
confiere su cabal magnitud a este impresionante forcejeo con el misterio de la existencia.
Por eso Job no se cansa de instar a Yahvé para que comparezca ante él (9, 15.32-33; 13,
3.22: 21, 35-37): porque se trata de salvar la identidad divina, antes que de restaurar la
condición humana. Si Dios no existiese, el tenso dramatismo de la situación no se
sostendría, el mal ya no sería escándalo, la protesta -privada de su destinatario natural- no
tendría sentido. «¿Todavía crees en Dios? Cree en Dios y muérete»; en esta increpación
de la mujer de Job (2,9) se refleja la distancia que media entre creencia e increencia
cuando una y otra afrontan las situaciones-límite padecidas por Job.
En todo caso, Dios no es primariamente el retribucionista, el Dios-lotero que reparte
premios y castigos, que existe para esto. La cuestión Dios es distinta y autónoma respecto
a la cuestión retribución. Ahora bien, de un lado, tras Job y Quohelet la tesis tradicional de
una retribución temporalista ha saltado hecha añicos; de otro, empero, el problema sigue en
pie porque la imagen de Dios sigue en pie. Los creyentes habrán de imprimir, por tanto, un
nuevo sesgo a sus reflexiones para encontrar una salida. Puesto que Dios es veraz y fiel a
su promesa, puesto que ésta no se cumple a menudo en esta vida, se impone indagar en la
única dirección que queda abierta todavía: la que trasciende el límite espacio-temporal de
la existencia. Hace falta, con otras palabras, revisar las arcaicas concepciones sobre la
muerte, los muertos y el scheol.
Ante todo, hay que repensar la inhibición que se atribuía a Yahvé en lo tocante al reino
de los muertos. Creer que la muerte señala el límite del poder de Dios sería, lisa y
llanamente, negar a Dios como Dios. Si Él es el señor de la vida, ha de serlo también de la
muerte y los muertos. Si además se ha manifestado como amor inconmovible y
misericordioso, la muerte del amigo no puede dejarlo indiferente. «No abandonarás mi vida
al scheol, ni dejarás a tu amigo ver la fosa», exclama el justo que ha gozado de la intimidad
divina durante su existencia (Sal 16). Otros dos salmos, el 49 y el 73, aplicarán ya
directamente al problema de la retribución el principio de un Dios cuyo amor y fidelidad al
hombre no se detienen en el umbral de la muerte, son más fuertes que el poder del scheol:
"Dios rescatará mi vida; de las garras del scheol me tomará» (Sal 49,16); "a mí, sin cesar
junto a Ti, de la mano derecha me has asido, me guiarás con tu consejo y al fin en gloria
me tomarás... Aunque mi carne y mi corazón se consuman, es Dios la roca de mi corazón,
mi porción para siempre» (Sal 73,23ss.).
Es claro que en estos tres salmos no se enuncia, clara y distintamente, un modelo de
supervivencia personal; su intuición va por otro camino. Si la muerte había sido vista hasta
entonces como privación de toda relación (también de la relación con Dios), como
incomunicación absoluta e irreversible (también respecto a Dios), ahora se afirma lo
contrario: la relación Dios-hombre posee una tal densidad que ni la muerte puede romperla.
La esperanza de una victoria sobre la muerte no es aquí el resultado de un raciocinio o de
una comprobación empírica. Ningún silogismo podría probar la sobrevida; ninguna
experiencia directa podría comprobar su realidad. Aquí sólo cabe como fundamento una
vivencia, una experiencia religiosa: la comunión de vida en el presente garantiza la
esperanza de sobrevida en el futuro. Sólo quien ha vivido a Dios, quien tiene experiencia de
Él (como Job, como Jeremías y el Quohelet ... ) puede tener razones para confiar en la
definitividad de tal experiencia, en la solidez eterna de este vínculo interpersonal.
En cualquier caso, la vieja representación de un scheol indiferenciado, receptáculo de
justos e injustos, ha de abandonarse; siendo el scheol «silencio» y «olvido», estado de
incomunicación, esa situación no puede predicarse del que está unido a Dios por el amor,
porque tal unión interpersonal trasciende incólume cualquier obstáculo, incluido el de la
muerte.
MARTIRIO/RS De aquí a la afirmación de una forma precisa de
supervivencia no hay más que un paso. Habrá que esperar, sin embargo, el estadio final
del Antiguo Testamento para asistir a la primera formulación de esta idea. Ello ocurre en
unas circunstancias históricas muy singulares. La persecución de que hizo objeto Antíoco
Epífanes a los judíos piadosos vuelve a poner sobre el tapete las dramáticas preguntas de
Job. ¿Acaso puede Dios desatender las súplicas de sus fieles? ¿Va a prevalecer
definitivamente la injusticia sobre el derecho, la apostasía sobre la fidelidad? En el caso
límite del martirio, estos interrogantes se alzan con impar crudeza, pues el mártir no es el
justo sin más, el que se mantiene fiel a Yahvé en la vida; es el fiel a Yahvé en la vida y en
la muerte. ¿Le será fiel Yahvé a él en esa muerte?
Estas preguntas, a las que Job no encontraba respuesta, van a recibirla ahora: Dios
garantiza con su fidelidad la vida de los más fieles, a saber, de los mártires. En 2 Mac 7 la
idea de resurrección rubrica el tormento de cada uno de los siete hermanos: « ... el rey del
mundo nos resucitará para la vida eterna a los que morimos por sus leyes» (2M/07/09/14).
El capítulo /2M/12/43-46 extiende el estatuto martirial a los soldados muertos en defensa de
la fe, para los que también rige «el pensamiento de la resurrección». Finalmente Dan
12,2.13 emplaza la resurrección en el escenario del drama escatológico: «muchos de los
que duermen en el polvo de la tierra se despertarán para la vida eterna... Y tú, vete a
descansar; te levantarás para recibir tu suerte al fin de los días».
¿Por qué se expresa la esperanza en la supervivencia en términos de resurrección? La
antropología hebrea concibe al hombre unitariamente, como carne animada, o alma
encarnada. La corporeidad es indiscernible de la condición humana. Si, pues, hay un futuro
para el hombre más allá de la muerte, tal futuro tiene que ser formulado en términos de
encarnación, no de desencarnación. No obstante, el libro de la Sabiduría, contemporáneo o
ligeramente posterior a los textos resurreccionistas antes citados, no menciona la palabra
resurrección y sí en cambio la de «inmortalidad» (o «incorruptibilidad»). ¿Será ello síntoma
de que se ha asumido en él el pensamiento filosófico griego de una inmortalidad natural del
alma? No necesariamente: el autor en realidad no hace sino prolongar la idea de los tres
salmos místicos sobre el tema de la comunicación vital entre Dios y el hombre: el justo no
conocerá la muerte, sino que será «trasladado» o «tomado» por Dios (4,10.11.14); su
esperanza está, pues, «llena de inmortalidad» (3,4); más allá de la muerte física, su vida
«está en manos de Dios» (3,1). En suma, contrariamente a los impíos, «los justos viven
eternamente; en el Señor está su recompensa» (5,15). Eso es también lo que quieren
significar los autores de 2 Mac y Dan cuando hablan de la resurrección.
A la postre, pues, el pensamiento bíblico ha desembocado en la aseveración de una vida
postmortal merced a un progresivo esclarecimiento del misterio de la identidad de Dios. Las
premisas de la resurrección versan sobre la teología, no sobre la antropología. El trasfondo
de la fe resurreccionista es el problema de la teodicea: la resurrección del hombre es la
autojustificación de Dios. El discurso antropocéntrico se queda mudo ante la muerte, que
es (según se ha observado más arriba) muda y hace mudos. Si Job no se dejó acallar por
ella, si Israel terminó descubriendo en ella algo más que el «olvido» y el «silencio» de sus
primeras aproximaciones al tema, ello ha sido posible porque el horizonte último de la
entera cuestión estaba dominado por una antigua palabra: «Yo seré vuestro Dios», un Dios
«de vivos, no de muertos». Y por una inquebrantable certidumbre: «Yahvé es la roca de mi
corazón». Con tales premisas, no podía no imponerse esta conclusión: «El rey del mundo
nos resucitará para la vida eterna».
2 El Nuevo Testamento: resurrección de Cristo y de los cristianos
LA CREENCIA en la resurrección, recién nacida prácticamente en el umbral del Nuevo
Testamento, fue objeto de disputas escolásticas en el judaísmo del tiempo de Jesús.
Fariseos y saduceos estaban divididos, entre otras, por esta cuestión. Contra los saduceos
polemiza Jesús en Mc 12,84ss. Su argumentación confirma cuanto se ha dicho sobre la
índole teológica de la fe en la resurrección: Dios no lo es de muertos, sino de vivos; la idea
de la resurrección surge como explanación de la idea de Dios. La conexión antes reseñada
entre el "Yo seré vuestro Dios» y la resurrección es expresamente establecida por Jesús:
"¿no habéis leído en el libro de Moisés... cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, de
Isaac y de Jacob?».
Pero el teocentrismo de la fe resurreccionista va a evolucionar con Pablo hacia un
decidido cristocentrismo. El texto clave de la teología paulina de la resurrección es el
capítulo 15 de 1 Co (/1Co/15). Los exegetas no se han puesto de acuerdo todavía sobre
las precisas señas de identidad del error que el Apóstol quiere refutar; probablemente se
trata de una interpretación presentista-espiritualista de la resurrección, en línea con aquella
a la que se alude en 2 Tim 2,18: «la resurrección ya ha sucedido».
Contra esta interpretación, Pablo subraya: a) el carácter escatológico (futuro) de la
resurrección (vv.20-28); b) la índole somática de la existencia resucitada (vv.35-44); c) la
causalidad eficiente (vv.20-21) y ejemplar (vv.45-49) que ejerce Cristo sobre esa
existencia.
Respecto al carácter escatológico de la resurrección, importa señalar cómo Pablo
recuerda a sus eufóricos adversarios que hasta ahora únicamente Cristo ha resucitado; los
demás resucitarán «en su venida» (v.23). Y que la muerte sigue estando ahí; su reinado
sólo será abolido tras la abolición del resto de las fuerzas hostiles al Reino: «el último
enemigo en ser destruido será la muerte» (v.26). La única alternativa válida a este imperio
de la muerte es la resurrección, sin la cual la existencia humana queda desposeída de todo
futuro y encapsulada en un presente que agota su sentido en las funciones puramente
vegetativas: «si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos»
(v.32).
En cuanto a la índole somática del acontecimiento, Pablo pugna por atajar la proverbial
repugnancia griega a la idea de encarnación. La corporeidad de los resucitados no incluirá
las negatividades que caracterizan el actual estatuto encarnatorio. Será una corporeidad
pneumática («se siembra un cuerpo mortal, resucita un cuerpo espiritual»: v.44), a saber,
pura expresión del Espíritu que da vida (v.45). Conviene advertir que en el vocabulario
paulino el término cuerpo no designa una parte del hombre opuesta a otra (el alma); cuerpo
en Pablo denota siempre al hombre entero en su capacidad de relación, en su ser con los
otros y con el mundo. Hablando, pues, de «cuerpo-espiritual», el apóstol está tratando de
decir lo que luego expresará con otra palabra: «todos seremos transformados» (w.51-52).
La fe en la resurrección estatuye una dialéctica entre continuidad y ruptura, identidad y
mutación cualitativa; el sujeto de la existencia resucitado es el mismo de la existencia
mortal, pero transformado. Dentro de la identidad hay que mantener la estructura somática
de una y otra forma de existencia, no ya como aspecto parcial del hombre, sino como
momento constitutivo de esa identidad: el hombre es -y no sólo tiene- cuerpo. Pero la
mutación cualitativa alcanza al «revestimiento de lo corruptible y mortal por lo incorruptible e
inmortal» (vv.53-54): el hombre-cuerpo deviene «cuerpo espiritual».
El cristocentrismo de la resurrección es sin duda la nota dominante del capítulo entero.
Pablo hace arrancar toda su argumentación del hecho de que Cristo ha resucitado: «si se
predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos entre
vosotros que no hay resurrección de muertos?» (v. 12). Y añade: «si no hay resurrección
de muertos, tampoco Cristo resucitó» (1Co/15/13-16). La frase ha dado lugar a diversas
interpretaciones. La más probable es: la resurrección de Cristo es el fundamento de la
resurrección de los muertos. Y no: la resurrección de los muertos es el fundamento de la
resurrección de Cristo. La tesis paulina no sería que Cristo resucitó porque los muertos
resucitan, sino que los muertos resucitan porque Cristo resucitó. Es esto lo que se da a
entender en los w.20-23, donde a Cristo resucitado se le llama por dos veces «primicias»,
«por el cual viene la resurrección de los muertos». Y así se comprenden también mejor los
w. 45-49: la resurrección hace posible el que podamos «revestir la imagen» del que era
«primicias de los que durmieron» (v.20).
En suma: según Pablo, resucitamos porque Cristo ha resucitado y a imagen de Cristo
resucitado. El capítulo 6 de 1 Co añadirá todavía un tercer rasgo a esta definición
cristocéntrica de la resurrección: resucitamos como miembros del cuerpo de Cristo
resucitado; «Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros... ¿No sabéis
que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?» (/1Co/06/14-15). La concatenación, sin
duda deliberada, de los dos versos permite glosarlos de este modo: Dios nos resucitará a
nosotros porque resucitó a Cristo y nosotros somos los miembros del propio Cristo
resucitado.
J/RSD-INCOMPLETO: De alguna forma, este carácter corporativo (y no sólo corporal)
de nuestra resurrección, como consumación y plenitud de la de Cristo, había sido ya
avanzado en 1 Co 15 con la idea de Cristo-primicias. El sujeto cabal de la resurrección es
el cuerpo de Cristo, al que los cristianos pertenecen orgánicamente como miembros. Podría
decirse así con toda verdad que Cristo resucitado no está completo hasta que resuciten
todos los que integran su grupo. O, lo que es equivalente, que nuestra resurrección
completa lo que aún falta a la resurrección de Cristo, como nuestros sufrimientos consuman
lo que aún resta a su pasión.
¿Desaparece bajo esta relectura cristológica del dato resurrección la comprensión
teológica que subrayábamos en el Antiguo Testamento y que sobrevive todavía en Mc
12,18 y ss.? No enteramente. En la identificación de Dios sigue siendo determinante su
poder resucitador. Pero si antes del hecho Jesús la expresión «resurrección de los
muertos» no era -en feliz frase de BARTH- sino un circunloquio del término «Dios», ahora el
circunloquio de Dios es «el que resucitó a Cristo de entre los muertos» (1 Tes 1,10; 1 Co
6,14; Rom 8,11 y 10,9; 2 Co 4,14; etc.). Entre Dios y la resurrección se intercala ahora el
hecho nuevo de Cristo resucitado.
3 Consideraciones teológicas
1 Un poco de historia
LA IDEA DE RESURRECCIÓN como respuesta al dilema vida-muerte representa una
oferta inédita en el mercado de las ideologías. Fuera de la Biblia, en efecto, tal dilema se
sustancia bien con la teoría de la reencarnación o metempsícosis (transmigración de las
almas), bien con la doctrina de su inmortalidad. La fe resurreccionista supone, por tanto,
algo nuevo y original, tan nuevo y original como la teo-logía y la antropo-logía de las que
depende y en cuyo contexto se emplaza.
La transmigración (sam-sára, «pasar a través de») de las almas constituye una pieza
esencial de la religiosidad hindú, que se sirve de ella además para resolver el problema de
la retribución. La acción (karma) buena o mala repercute en la índole de la próxima
reencarnación. Más aún, el transmigracionismo psíquico se inscribe en el marco más amplio
de una cosmovisión globalmente transmigracionista; es un mero reflejo del
transmigracionismo cósmico. La realidad se despliega en una sucesión indefinida y
recurrente de nacimientos y muertes, de evolución e involución, sobre el fondo inmutable de
la rigurosa unicidad del Ser. Sólo existe de verdad el Uno, el Absoluto; la multiplicidad es
ilusión o tragedia metafísica propiciada por la encarnación. Encarnándose, el alma
(partícula de Brahma) se individualiza, e individualizándose se aliena. La redención
consistirá en invertir este proceso degenerativo, que va del todo a la parte, por la renuncia
a la singularidad y la reintegración en la totalidad.
Aunque el budismo posee y se nutre de fuentes literarias propias, las ideas hindúes del
sámsara y el karma han sido asimiladas por él y exportadas a otros países asiáticos como
China y Japón. Uno de los textos budistas más populares es el Jatakas («historias de
nacimientos»), en el que se describen en más de quinientos episodios los nacimientos de
Buda en diversidad de formas, tanto animales como humanas. El último le confirió la
existencia con que se apareció en la presente edad del mundo; durante dicha existencia,
Buda alcanzó el supremo esclarecimiento que lo ha conducido finalmente al nirvana.
Aproximadamente hacia la misma época en que el hinduismo y el budismo propagaban
en el Extremo Oriente la doctrina de la metempsícosis, esta misma doctrina se asienta en
Grecia y Oriente próximo, merced a una variada gama de pensadores y de escuelas
filosófico-religiosas. Las afinidades entre la versión helenística y la asiática son, a juicio de
TOYNBEE, demasiado notables para deberse al azar; pese a que ambas localizaciones
son muy remotas -máxime alrededor del año 500 antes de Cristo, cuando las
comunicaciones entre uno y otro punto eran precarias y lentas-, el historiador inglés
conjetura la existencia de una Völkerwanderung, o corriente migratoria de pastores
nómadas, como única explicación del doble brote de la doctrina.
El hecho cierto es que en el siglo vi a.C. el orfismo difunde, desde Ática hasta Sicilia, la
teoría de la reencarnación. El género humano, surgido de los despojos de los Titanes
devoradores de Diónysos, soporta en su contextura la antinatural amalgama del elemento
titánico y el dionisíaco. El proceso de depuración de éste respecto de aquél pasa por el
kyklos tés genéseos, la recirculación de nacimientos, a través de la cual, y mediante la
iniciación órfica y la ascesis, puede alcanzarse una final reinserción en el seno de la
divinidad dionisíaca. Así pues, la metempsícosis o ensomatosis es, al igual que ocurría en
el hinduismo y el budismo, un mecanismo de purificación y desalienación. Ahora bien,
mientras que la versión asiática de la doctrina operaba sobre el fondo de una ontología de
signo prevalentemente monista, esta versión helénica funciona desde premisas dualistas,
que se mantendrán invariables (incluso acentuadas) en las diversas formulaciones
occidentales de la tesis.
Un tal dualismo está ya claramente expresado en una frase de la escuela pitagórica que,
con distintas inflexiones, hará fortuna en el pensamiento antropológico griego: «el cuerpo
es el manto del alma». A la misma escuela se remonta, según parece, el célebre juego de
palabras soma-sema, esto es, la ecuación cuerpo = sepulcro. El alma, precipitada de las
alturas en que coexistía con los dioses, está sometida al juego de las reencarnaciones,
incluso en cuerpos de animales, hasta que logra desinfectarse y retornar a su lugar de
origen, donde vuelve a disfrutar de la existencia divina. En apoyo de esta concepción,
viejas tradiciones atribuían a PITÁGORAS memoria precisa de anteriores reencarnaciones
de su alma.
Según PLATÓN, el alma, al ser ingénita, es incorruptible e inmortal. Mientras se sostiene
en su perfección natural, «camina por las alturas y administra el mundo entero», pero si la
pierde «ha de tomar un cuerpo de tierra» (Fedro, 246 c). La unión de cuerpo y alma es,
pues, un status penal y en él ha de persistir el alma en tanto no se purifique totalmente.
Del orfismo a PLATÓN, en suma, se estabiliza en Occidente una teoría del alma que
incluye en sus postulados el carácter ingénito e inmortal de ésta, la encarnación como
caída y estado de purificación y, consiguientemente, la posibilidad de sucesivas
encarnaciones para asegurar el retorno del alma a su condición original: la salvación sería
desencarnación. El plotinismo, la gnosis y el maniqueísmo prolongaron hasta la era
cristiana la vigencia de estas concepciones en el mundo cultural grecolatino. Lo que, como
es obvio, no facilitaba las cosas a la proclamación cristiana de la resurrección de los
muertos. El peligro de que se confundiese este anuncio evangélico con la doctrina
transmigracionista era real y explica en parte la insistencia de los Padres y los símbolos de
fe en subrayar que la resurrección acontece «con los mismos cuerpos», «en este cuerpo»,
«en esta carne», etc. No obstante los ingenuos maximalismos a que estas fórmulas dieron
lugar, la firmeza con que los cristianos de los primeros siglos las defendieron arroja como
saldo positivo el haber puesto en claro, desde el primer momento, que una cosa es la
resurrección de los muertos y otra bien distinta la inmortalidad desencarnada o la
reencarnación de las almas.
2 Por qué resurrección, y no desencarnación o reencarnación
RS/REENCARNACION
LA PRIMERA REFLEXIÓN TEOLÓGICA sobre la resurrección ha de versar, al hilo de
cuanto antecede, sobre su razón de ser frente a las alternativas que se acaban de reseñar:
¿por qué resurrección, y no reencarnación o inmortalidad de un alma desencarnada? Se ha
adelantado ya que los motivos derivan tanto de la doctrina bíblica sobre Dios como de la
doctrina bíblica sobre el hombre. Examinemos este punto con más detención.
Según hemos visto, la tesis de la metempsícosis se afinca tanto en el monismo hinduista
y budista como en el dualismo que traspasa el pensamiento helenista, desde la escuela
órfica hasta la gnosis y el neoplatonismo. El monismo impone la condena de la
individuación; el dualismo entraña la descalificación de la corporeidad. En rigor cabría
preguntarse si ambas cosmovisiones son, a fin de cuentas, tan polarmente distintas como
parecería sugerirlo la terminología; si el dualismo no será, en último análisis, la inflexión
ética de una metafísica esencialmente monista. La verdad es que los sistemas dualistas
otorgan realidad cabal y auténtica sólo al espíritu, y descifran la materia como anti-realidad
o realidad degradada e inauténtica. Los dualismos serían, pues, a la postre, derivaciones
antropológicas de un originario panteísmo espiritualista.
Sea cual sea la validez de esta interpretación, parece evidente que el rechazo de la
individuación que acontece en el monismo tiene su precisa correspondencia en el rechazo
de la corporeidad vigente en el dualismo; la corporeidad viene a ser, en una y otra
ideología, el agente ejecutivo de ese extravío metafísico que es la individuación. Esta se
opone -tanto en el monismo como en el dualismo- a la reimplantación del hombre en su
matriz nativa, el Gran Uno espiritual, que es a la vez el Gran Todo único y únicamente
verdadero. La individuación- encarnación responde a una apostasía e implica la más
trágica amnesia, el fatídico eclipse de la propia identidad.
En todo este proceso discursivo se sobreentiende que la más eficaz receta para liquidar
la muerte es liquidar el yo mortal. La operación no es difícil, porque ha sido preparada por
el previo descrédito de la realidad individual. Cuando el yo singular es reputado cual
quantité négligeable, más aún, cuando ha sido difamado como efecto de un acto nefando
-la multiplicación disgregadora del Ser- , nada se opone ya a la disolución de la conciencia
separada en el magma del Unum. La pérdida de la individuación no es tal pérdida, sino
ganancia; la desencarnación no es la extinción del propio yo corpóreo, sino la liberación de
la esencia más propia de ese yo, que se sitúa en las antípodas de la corporeidad.
La consecuencia inmediata de las doctrinas de la desencarnación o la metempsícosis es
la indefinición a que se ve sometida la entera existencia humana. Las almas circulan
ágilmente, con billete de ida y vuelta, del más allá al más acá y viceversa. No hay génesis
sin palingénesis, ni evolución sin involución. El péndulo oscila endémicamente entre vida y
muerte, hasta el punto de que ya no se sabe en verdad qué es vida y qué es muerte.
Thánatos, la discontinuidad mortal, se revela en las lecturas que comentamos como
fenómeno epidérmico, o mejor, como espejismo; por debajo de él palpita y fluye
eternamente la continuidad de Bíos, la vida. A lo sumo habría entre las distintas fases de la
misma y única vida un resorte cancelador de la memoria, un baño lustral en las aguas del
Leteo, que proporciona la ilusa persuasión de un comienzo desde cero y de un término
aquietante. Pero por más que el pasado prenatal se estratifique fuera del alcance de la
anámnesis, sigue estando ahí, impidiendo a la vida que recomienza ser algo más que mero
avatar de una entidad que no conoce inicio ni, por ende, término.
El no cristiano a estas doctrinas está ya preanunciado en el no a sus premisas
ontológicas y éticas. El último artículo del Credo ("esperamos la resurrección de los
muertos») se deriva estrictamente del primero («creemos en Dios Padre, creador de todo lo
visible y lo invisible»). La creación, en efecto, impone el reconocimiento de la bondad
radical de la individuación: el Ser confiere graciosamente la existencia a los seres. Sólo un
Dios que se define como Amor puede no ya tolerar magnánimamente sino promover
activamente la existencia de lo otro, de lo distinto de sí; la multiplicidad es el resultado de la
libérrima y amorosa autodonación de Dios. La materia se remonta, como el espíritu, a este
mismo y único designio creador: el cuerpo es, por consiguiente, realidad tan digna,
auténtica y cabal como el alma. Justamente por ello es posible el hombre, alma encarnada,
carne animada, milagrosa síntesis de materia y espíritu, armónicamente conjugados en la
unidad sustancial de la persona humana.
Esa persona (cada persona) es un ser libremente querido por Dios como valor absoluto;
la muerte puede finalizar su tiempo, mas no extinguir su vida. La palabra creadora es
palabra promisoria; nada, ni siquiera la muerte, puede acallarla. Y esa palabra crea y
promete vida; una vida que, como el amor de donde procede, es más fuerte que todo, más
fuerte incluso que la muerte. Una vida cuyo destinatario es el mismo tú elegido por Dios en
su precisa singularidad, en la infalsificable mismidad de su ser corpóreo-espiritual.
Si, pues, cada hombre es un hecho irrevocable, anclado para siempre en la memoria
vivificante de su creador, si hay para él un futuro a pesar y más allá de la muerte, ese futuro
ha de tener por nombre resurrección, esto es, recuperación y consumación de la vida en
todas sus dimensiones constitutivas, entre las que figura destacadamente la condición
somática. Y no desencarnación o reencarnación, nombres que ignoran o desdeñan la
corporeidad definitoria de lo humano.
Por lo demás, y como enseña Pablo, resurrección es un concepto comunitario,
corporativo. La carne que resucita está hecha de projimidad, ha sido amasada en el molde
de la socialidad. La salvación que se promete y confiere con la resurrección no es el
salvamento del náufrago solitario, sino la reconstitución de la unidad originaria de toda la
familia humana. No es tampoco la desmundanización del hombre o su exilio a una especie
de no man's land. Por el contrario, la fe cristiana ha conectado siempre al anuncio de la
resurrección el de la nueva creación; juzga tan impensable una consumación autónoma de
lo mundano como una consumación acósmica de lo humano.
En resumen, diciendo resurrección, la fe no habla:
a) de una salvación espiritualista (del alma sola);
b) de una salvación individualista (del yo singular solo);
c) de una salvación desmundanizada o acósmica (de la humanidad sola).
Diciendo resurrección, la fe habla de una salvación:
a) del hombre entero (en cuerpo y alma);
b) de la comunidad humana (y no de sus individuos aislados);
c) de la entera realidad (a una humanidad resucitada corresponde un mundo
transfigurado).
3 Credibilidad de la resurrección
RS/CREDIBILIDAD: LA FE EN LA RESURRECCIÓN parece, pues, preferible a las
alternativas presentadas por otras religiones o sistemas filosóficos; es también, sin duda,
altamente sugestiva y prometedora. ¿Será además creíble? La pregunta es pertinente,
porque en la historia de la transmisión de las doctrinas cristianas apenas si se encontrará
alguna que haya encontrado más resistencia (y ello desde el principio) que ésta.
Y, sin embargo, es ésta una doctrina que, adecuadamente presentada, contaría con
buenos motivos de credibilidad. Para ello es preciso recordar cuáles fueron sus orígenes.
La fe resurreccionista ha nacido, como vimos, en un contexto martirial (2 Mac y Dan);
Cristo, el resucitado por antonomasia, es el mártir por antonomasia, el inocente inicuamente
ajusticiado. La idea de resurrección tiene, pues, mucho que ver con la idea de
reivindicación del justo inmerecidamente condenado, de rehabilitación de la causa
aparentemente perdida; no es por tanto mero oportunismo pretender explanarla como
desenlace de la promesa utópica de justicia para todos, de libertad para todos y de todas
las alienaciones.
JUSTICIA/RS: Justicia para todos. Pero al muerto injustamente
no se le hará justicia con ceremonias póstumas; se le hará justicia si se le recupera para la
vida. O hay victoria sobre la muerte o no hay victoria sobre la injusticia; como deploraba
amargamente HORKHEIMER, el verdugo prevalece definitivamente sobre la víctima al ser
homologado la suerte de ambos por la fosa común que los acoge indistintamente. «Justicia
para todos» es una promesa falaz si no resucitan todos; de lo contrario, a lo sumo y en la
mejor de las hipótesis, habrá justicia para una parte, no para todos. Habrá, a fin de cuentas,
justicia parcial, es decir, injusticia total.
RS/LBT-PARA-TODOS ALIENACION/MUERTE:
Libertad para todos y de todas las alienaciones. Pero mientras subsista el terror y la
necesidad fatal del tener que morir, no se habrá suprimido la alienación más radical; aquélla
por la que el hombre -en frase de SARTRE- es expropiado de su ser y de su haber para
devenir «botín de los supervivientes». Por otra parte, las fuerzas opresoras han manejado
siempre como último resorte de la represión la amenaza de la muerte; un auténtico proceso
de liberación ha de incluir, por consiguiente, la certidumbre de una victoria sobre la muerte.
Ya HEIDEGGER observaba lúcidamente que la libertad más liberada, la libertad liberadora
es libertad ante y para la muerte. La libertad de Jesús ha sido supremamente capaz de
morir («nadie me quita la vida; soy yo quien la da») desde su insuperable certidumbre de
resucitar.
UTOPIA/RS: Así pues, puede o no darse crédito a la resurrección. Pero quien la
descartase como un sueño ciertamente irrealizable tendría que tener el coraje de ir hasta el
fondo y declarar irrealizables con análoga certeza los valores absolutos de una justicia y
una libertad universales. A no ser que fuese capaz de mostrar cómo tales valores se
cumplen también en los muertos injustamente, en los que han sido tratados como esclavos,
en la legión innumerable de los humillados y ofendidos. Pero ¿acaso no hará falta una fe
todavía mayor que la postulada por la resurrección para creer que la historia rescata a sus
muertos, reivindica a los inocentes y libera a los oprimidos? O incluso sin exigir tanto: ¿es
verdaderamente creíble la hipótesis de una historia que alcanza por su propio pie la justicia
y la libertad universales, absolutas y estables? ¿Será, en fin, verosímil una historia en la
que no tengan ya cabida las preguntas de Job? ¿O creer en tal historia (porque de un acto
de fe se trataría) es al menos tan arduo como lo sea el creer en la resurrección?
4 Entre la muerte la resurrección
ACABAMOS DE VER que la respuesta cristiana al problema de la muerte es la
resurrección. Pero entonces, ¿cuál es la situación inaugurada por la muerte misma? ¿Qué
pasa con los muertos? ¿Cuál es su estado de la muerte a la resurrección? Es ésta la
llamada "cuestión del estado intermedio», vivamente debatida hoy por teólogos, exegetas y
filósofos.
1 Los datos del problema
CONVIENE, ante todo, discernir en este problema lo que pertenece a la fe de la Iglesia
(y, por consiguiente, es doctrina vinculante) y lo que queda abierto a la discusión. Son de fe
(en el sentido que se explicará a continuación) los cuatro datos siguientes: a) la
inmortalidad del principio espiritual del ser humano; b) la retribución inmediatamente
subsiguiente a la muerte; c) el carácter escatológico de la resurrección; d) la posibilidad de
una purificación postmortal.
A estos cuatro datos, cuyo carácter dogmático los hace inesquivables para cualquier
teoría sobre el estado intermedio, debe agregarse un quinto, no de fe, pero harto obvio
para poder ser negado razonablemente: la duración vigente fuera de la historia no es la
misma que transcurre dentro de la historia.
a) ALMA/INMORTALIDAD
Inmortalidad del principio espiritual del ser humano. En páginas anteriores hemos
denunciado como ajena a la fe cristiana e insuficiente antropológicamente la tesis dualista
de la inmortalidad desencarnada del alma. Cuando, por tanto, el Concilio Lateranense V
define la inmortalidad del alma (D 738), está refiriéndose a algo distinto de lo denotado con
la misma expresión en el lenguaje filosófico no cristiano. El alma cuya inmortalidad se
afirma en el concilio no es un espíritu puro, sino «el alma forma del cuerpo», no es un ser
desencarnado en su origen y desencarnable en su término, al que la encarnación
sobreviene como un accidente infeliz o una condena, sino uno de los principios de ser del
hombre. Su inmortalidad no es, pues, la forma definitiva de su existencia, sino la condición
de posibilidad de la resurrección. Fijémonos más atentamente en este último punto.
La idea de resurrección implica la identidad del hombre resucitado con el hombre
histórico. Es el mismo yo que ha muerto el que resucita de entre los muertos. Ahora bien,
para que tal identidad sea real, y no meramente verbal, tiene que haber en ese yo algo que
sobreviva a la muerte, que sirva de nexo entre las dos formas de existencia, sin lo cual no
habría resurrección sino creación de la nada. Para que se dé verdaderamente lo que la
Escritura llama resurrección, la acción resucitadora de Dios no puede ejercerse sobre el
vacío absoluto, sobre la nulidad total del ser humano; ha de apoyarse sobre un elemento
constitutivo del mismo. La muerte es fin del hombre entero, mas no enteramente. Que el
hombre, por la muerte, cese de ser no significa que sea succionado totalmente por la nada;
persiste en él un quid, que ciertamente no es el hombre, pero que se impone a la atención
de Dios, que se graba en su memoria y a partir de lo cual el amor divino reconstruye al ser
humano en su integridad.
De otro modo, y caso de dar por buena la hipótesis de la aniquilación total, habría que
postular el absurdo metafísico de que Dios cree dos veces a un ser del que se dice que es
único e irrepetible por definición. Nótese además que crear a tal ser una segunda vez
supondría no sólo replicar una determinada entidad singular, sino también introyectarle un
banco de recuerdos, sentimientos, vivencias, experiencias ... ; sólo así se obtendría el
mismo hombre. ¿Es esto concebible?
Lejos, pues, de oponerse a la fe en la resurrección, la doctrina de la supervivencia del
principio espiritual del hombre es, lisa y llanamente, su condición de posibilidad. Condición
de posibilidad: tal doctrina es funcional -y secundaria- respecto a la fe en la resurrección.
Pero es a la vez irrenunciable si por resurrección se entiende lo que la Biblia enseña con
ese término 1.
b) Retribución inmediatamente subsiguiente a la muerte. La muerte es, según la fe
cristiana, no sólo término de la condición itinerante del hombre; es también comienzo de su
condición definitiva (salvo que entre en juego la posibilidad a que nos referiremos más
abajo, d). Así lo estipula la constitución dogmática Benedictus Deus, de BENEDICTO XII (D
530 y ss.), quien dirimió las vacilaciones que sobre este asunto se registraron en algún
momento de la historia de la doctrina, y que afectaron incluso a su antecesor, JUAN XXII.
EP-CR/EP-JUDIA: Con este aserto, la esperanza cristiana se distancia de la esperanza
judía, que difería el cumplimiento de la promesa de salvación al extremo final de la historia.
Cristo muerto y resucitado ha cumplido exhaustivamente esa promesa; la pascua de Cristo
es la reapertura del paraíso (Lc/23/43: "hoy estarás conmigo en el
paraíso»). No hay, pues, una dilación en la posesión de lo esperado; el «seno de
Abraham», destino inmediato de los muertos judíos, han sido derogado por el
ser-con-Cristo, destino inmediato de los muertos cristianos.
c) Carácter escatológico de la resurrección. El dato de la inmediatez de la retribución ha
de ser conjugado dialécticamente con el carácter escatológico de la resurrección. Todos los
textos resurreccionistas del Antiguo y del Nuevo Testamento convienen en la ubicación del
acontecimiento en el éschaton. ¿Por qué? Porque, como se ha indicado ya, el concepto
bíblico de resurrección es un concepto comunitario, corporativo. Es el cuerpo de Cristo,
llegado a la totalidad de sus miembros, el que resucita. Atomizar la resurrección en
resurrecciones es privatizarla, despojándola de su índole cristológica y eclesiológica. Ni
siquiera Cristo ha resucitado a título privado, sino como «primicias» (1 Co 15, 20.23), es
decir, como cabeza de su cuerpo. Los cristianos, por su parte, resucitan como miembros de
dicho cuerpo (1 Co 6, 1415). He ahí la lógica inherente al carácter escatológico de la
resurrección.
d) Posibilidad de una purificación postmortal. ¿Es posible morir en gracia, como amigo
de Dios, pero sin haber alcanzado el grado de madurez o limpieza de corazón que Dios
podía esperar? Sí; la praxis de la oración por los difuntos (recogida ya en la Escritura: 2
Mac 12,40ss; 1 Co 15,29; 2 Tim 1,16s.) acredita tal posibilidad, solemnemente sancionada
por el Concilio de Florencia (D 693). PURGATORIO/DONDE-ESTA: La definición conciliar
no exige que la purificación postmortal cristalice en una situación local o temporalmente
extensa; hace años que H. U. VON BALTHASAR propuso en un célebre artículo la
condensación del purgatorio en el instante puntual del encuentro del muerto con Cristo, y
esta propuesta ha encontrado un amplio consenso entre los teólogos. Con ella se toca lo
que será nuestro próximo objeto de reflexión: la forma de duración de quien versa fuera de
la historia.
e) La duración vigente fuera de la historia no puede ser la misma que transcurre dentro
de la historia, Siendo el modo de perdurar mera dimensión del modo de ser, a un modo de
ser distinto responderá un distinto modo de perdurar. La duración del muerto es
inconmensurable con la nuestra; pensar como simultáneas muerte y resurrección (vid. infra,
teorías de BOROS, GRESHAKE y otros) es reincidir en una concepción ingenua, acrítica,
del problema 2.
Pero sin llegar a tanto, se incurre en la misma ingenuidad acrítica cuando se predican
unívocamente (incautamente) del muerto nuestros adverbios temporales o nuestros tiempos
verbales (el muerto ¿ya ha resucitado?; ¿aún no?; resucitará mañana?; ¿resucitó ayer?).
Tales modos de hablar tienen sentido exacto en su propio marco de referencias; fuera de él
no se sabe con precisión qué pueden significar mientras: 1) no se determine el nuevo
marco; y 2) no se establezcan equivalencias fiables entre ambos marcos. Pero la condición
1) -y consiguientemente la condición 2)- sólo puede cumplirse de forma negativa y
aproximativa: la duración propia del muerto, esto es, del que ha salido del tiempo y de la
historia para entrar en la vida (o en la muerte) eterna, no puede ser el tiempo, duración
continua, sucesiva y limitada; ha de ser una duración que trascienda el tiempo. Pero
tampoco puede ser la misma duración divina, la eternidad propiamente dicha; en tal caso se
borraría la frontera inviolable que separa a Dios del hombre, al Absoluto del contingente, y
la vida eterna sería, no ya salvación, sino pérdida por absorción del ser humano en el Ser
divino.
La duración propia del muerto no es, pues, ni el tiempo del hombre mortal ni la eternidad
del Dios inmortal. Para designarla (lo que apenas es algo más que poner sobre ella un
punto de interrogación), los antiguos hablaban de «evo». Acaso sea preferible la expresión
«eternidad participada»; eternidad, porque se trata de un estado definitivo, irrevocable, y
por ende de una duración interminable o ilimitada; eternidad participada porque, a
diferencia de la eternidad estricta, ha de darse en ella una cierta sucesividad, aunque no
necesariamente continua.
2 Ensayos de solución
HASTA AQUÍ, los datos con que toda explicación de nuestro problema tiene que ajustar
cuentas. A tenor de los mismos, no parecen satisfactorias (puesto que no encajan con
alguno de ellos) las teorías siguientes:
a) EL MUERTO, al salir del tiempo, entra en la eternidad de Dios, es decir, en una
duración sin sucesión. El punto débil de esta teoría consiste en operar sólo con dos
modelos de duración: o el tiempo o la eternidad dialéctica (planteamiento, por lo demás,
típico de la teología dialéctica radical: BARTH, BRUNNER y el primer ALTHAUS).
b) LA SITUACIÓN de alma separada, presunto sujeto de la retribución entre la muerte y
la resurrección, es inviable, tanto por motivos metafísicos -siendo el alma principio de ser,
no ser, no podría subsistir en estado de desencarnación- como por motivos teológicos -el
esquema del alma separada induce un doblaje ilegítimo de los éschata, hasta el punto de
devaluarlos o vaciarlos-. Para obviar esta representación del alma separada se propone
alguna de estas dos hipótesis o variantes de la teoría:
1) El hombre asume en el instante de la muerte una corporeidad nueva; con todo, la
resurrección propiamente dicha es escatológica, tiene lugar al término de la historia, al ser
un acontecimiento social (resurrección universal) y cósmico (nueva creación). Así piensan
SCHOONENBERG, BOROS, MARTELET y otros.
2) La resurrección acontece sin más en la muerte, y no al término de la historia; en
realidad no sería menester un término de la historia; ésta puede ser una magnitud
indefinidamente abierta. El patrocinador más destacado de esta hipótesis es GRESHAKE.
La fragilidad de la teoría b, en cualquiera de sus dos hipótesis, estriba en la postulación
gratuita de un nuevo soma que el hombre cobra en la muerte misma, al margen del
éschaton. A más de ser extraña a la Biblia, esta idea se enfrenta con serios interrogantes:
¿es todavía la muerte algo realmente letal?; ¿es la resurrección escatológica algo más que
un producto residual del pensamiento apocalíptico?
La variante 2) de esta segunda teoría, procediendo a la liquidación pura y simple de la
resurrección escatológica y sustituyéndola con una multiplicidad de resurrecciones, choca
frontal y expeditivamente con el dato c), antes expuesto. La variante 1) quedaría invalidada
por el dato e); leyendo a sus partidarios da, en efecto , la impresión de que se piensa que la
línea continua y sucesiva que es nuestro tiempo se desdoble, del lado de allá, en otra línea
paralela, homogénea, igualmente continua y sucesiva, puesto que se sostiene que a la
sucesión de muertes puntuales corresponde una sucesión de resurrecciones puntuales.
Esta segunda variante, por tanto, no negaría (¡bien a su pesar!) la existencia de un estado
intermedio, temporalmente extenso; negaría tan sólo la idea de alma separada como sujeto
de dicho estado.
A estas altura del debate, que se interna ya en un fárrago de confusas sutilezas,
seguramente interese recordar que estamos ante una cuestión secundaria. La fe se juega
no en ella, sino en sus antecedentes: en los cuatro datos antes recensionados. Con todo,
no es una cuestión superflua; así lo muestra la abundante literatura a que ha dado origen.
¿Será lícito abundar aún en el fárrago, continuar indagando en otras vías de salida?
Para ello es preciso examinar un aspecto del problema que ha pasado comúnmente
inadvertido 3. La solución de la teología clásica, cuestionada hoy con argumentos
sobradamente conocidos 4, operaba con dos premisas: alma separada; duración extensa
de la misma entre la muerte y la resurrección. Ambas premisas se han venido
considerando, al menos de hecho, como indisociables o mutuamente involucradas. ¿Es
esto exacto?
No; ni la afirmación del alma separada conlleva la de su duración extensa, ni la negación
de esa duración extensa conlleva la del alma separada. Éste es el punto que va a reclamar
ahora nuestra atención.
En 1979 la Congregación para la Doctrina de la Fe hizo público un documento sobre
problemas actuales de escatología (cf. AAS 71, 1979, 939-943). En lo tocante a nuestro
tema, el texto romano toma postura a favor de «la continuación y subsistencia tras la muerte
del elemento espiritual (del hombre)... incluso desprovisto de su complemento corporal», y
añade que «para designar este elemento, la Iglesia usa el vocablo alma». El sentido obvio
de estas frases es inequívoco; se nos está remitiendo al alma separada, premisa primera
de la solución tradicional.
La segunda premisa, en cambio, es silenciada por el documento; no se estipula, en
efecto, la índole de la duración del alma separada; y tanto menos se estatuye que sea una
duración extensa. Se dice tan sólo que la Iglesia espera la parusía (y por tanto la
resurrección) como acontecimiento «distinto y diferido» respecto a «la condición propia de
los hombres inmediatamente después de la muerte». Muerte y resurrección no son, pues,
eventos simultáneos, sino sucesivos. Son eventos «distintos». ¿Son también distantes?;
¿hay que intercalar entre ellos una duración extendida a lo largo de un eje continuo? De
ello nada dice la declaración del dicasterio romano.
En realidad, las reservas que suscita el concepto de alma separada surgen de la
precariedad de su estatuto ontológico, que se acentuaría si se le asignase una persistencia
extensa. Desde luego, y de acuerdo con el dato e), no se debe proyectar más allá de la
muerte la duración temporal propia del más acá. Lo que para nosotros está situado al
término de una extensión temporal continua, no tiene por qué estarlo para el muerto. En
rigor, es legítimo conjeturar que quien ha salido del espacio-tiempo ha llegado, eo ipso, al
fin de los tiempos, al éschaton, y por ende a la eternidad, con tal que con ello no se
pretenda, como sostenía la teoría a), que ha desembocado en el nunc eterno exclusivo de
Dios.
De otra parte, empero, sin echar mano de la idea alma separada es imaginable una
muerte-tránsito, pero deviene impensable una muerte-ruptura. Sin embargo, la muerte
humana es, ante todo, ruptura, fin del hombre entero; Getsemaní autentifica con memorable
realismo esta dimensión de la muerte. Pues bien; apenas se podría hablar de muerte real si
no se produjera una inmutación ontológica en su sujeto (análogamente, apenas se podría
hablar de resurrección real si no se registrase una reconstitución somática de dicho sujeto,
su restitutio in integrum).
De ambos extremos -muerte real, resurrección real- da razón el concepto alma separada;
si se abandona, ya no se entiende muy bien en qué consiste realmente tanto la muerte
como la resurrección. La muerte pierde su temible incisividad; la resurrección, su carácter
de auténtica novedad. Con otras palabras; supuesto que la muerte importa una genuina
ruptura ontológica, mas no una aniquilación, la idea de alma separada expresa tanto la
afirmación de la ruptura como la negación de la aniquilación, dejando así abierto el hecho
muerte al hecho resurrección.
RESUMIENDO: el descrédito que rodea hoy al concepto de alma separada, y contra el
que nos precave la Congregación para la Doctrina de la Fe, parece inmerecido.
Probablemente dicho concepto pueda restar buenos servicios a la hora de sopesar con
rigor la verdad de la muerte y de la resurrección. Otra cosa es adscribir a esa situación
ontológica una dimensión cronológica. La fractura que produce la muerte y que constituye
el presupuesto de la resurrección comporta la idea de alma separada. Ahora bien, no se
ve por qué la duración de ese status crítico haya de tener más extensión que la necesaria y
suficiente para que se dé la secuencia muerte-resurrección. No es obligado distender
muerte y resurrección en un intervalo cuantitativamente mensurable.
Dicho de otro modo: la realidad "alma separada» concierne a un orden metafísico que
incluye la sucesión entre dos formas de ser, pero no necesariamente la duración extensa
intercalada entre ambas 5.
Resta todavía por decir una palabra sobre la vertiente pastoral de la cuestión, que es lo
que ha motivado la toma de postura de la Congregación. Como es bien sabido, una cosa es
el plano de la pesquisa y el debate teológicos y otra el del kerigma y la catequesis; lo que
se mueve en aquél no es transferible sin más a éste. Buen ejemplo de ello es precisamente
el problema que nos ocupa. La respuesta tradicional al mismo tiene la innegable ventaja de
estar aclimatada al medio, de ajustarse casi espontáneamente a los hábitos mentales
vigentes (al menos hoy por hoy) en el hombre de la calle. Usada secularmente como
vehículo expresivo de la fe en los datos dogmáticos reseñados más arriba (inmortalidad del
alma, retribución inmediata, resurrección escatológica, purificación postmortal), los explana
con sencillez y eficacia pastoral bien probada. No es desdeñable este hecho a la hora de
emitir un juicio sobre la entera cuestión .
Por el contrario, todo nuevo ensayo interpretativo habrá de demandarse cómo lee los
antedichos datos y qué grado de receptividad puede lograr en el pueblo cristiano,
especialmente sensible desde siempre -icf. 1 Tes 4, 13 ss.; 1 Co 15, 35ss.!- a este sector
de la doctrina de la fe.
RUIZ-DE-LA-PEÑA
CHAMINADE. Págs. 9-75
...................
1. Cuán difícil resulte garantizar la identidad entre el hombre resucitado y el histórico sin contar con este
supuesto, se manifiesta, por ejemplo, en el libro de X. LEÓN-DUFOUR. Jesús y Pablo ante la muerte,
Madrid 1982, pp. 293 y ss. Habiendo de explicar «la continuidad... que une al resucitado con el hombre que
vivió en la tierra», el ilustre exégeta francés recurre a «dos factores:: 1) «el mismo Dios que da la vida y
devuelve la vida»; 2) «el amor que a lo largo de mi vida se ha ido encarnando en mí». En cuanto al factor 1),
hay que preguntarse si la acción divina de devolver la vida es la misma que da la vida; en tal caso, según ha
quedado dicho antes, no hay resurrección, sino creación, y ambas cosas distan de ser idénticas. En cuanto
al factor 2), ¿cuál es el sujeto del amor al que se alude? Para que el amor sea "factor de continuidad», tiene
que tener un soporte ontológico, ha de pertenecer a alguien: ni hay muecas sin rostro ni hay amor sin
amante.
2. Incluso en el ámbito de la física, el concepto de simultaneidad se ha tornado problemático. «¿Cuándo
podremos decir que dos sucesos que tienen lugar, el uno en la tierra y el otro a una gran distancia de ella...
son simultáneos?... La palabra simultáneo ha perdido su sentido>, «Nos hemos acostumbrado a entender
siempre (a propuesta de Einstein) la palabra simultáneo con la condición 'relativo a un determinado sistema
de referencias"»; W. HEISENBERG, Más allá de la Física. Madrid 1974, pp. 112 y 114.
3. Salvo para C. RUINI. Immortalitá e risurrezione nel Magistero e nella Teología oggi, «Rassegna di Teologia»
1980, pp. 102-115; pp. 189-206. He aquí un espléndido trabajo; personalmente agradezco al autor la
atención que dedica a mis escritos sobre el tema. Mi posición está perfectamente reflejada en su artículo (lo
que no siempre sucede) y sus observaciones me han hecho reflexionar.
4. Cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA. La otra dimensión, pp. 384.
5. La «unicidad», de la Asunción de María, recordada por el documento de la Congregación, estaría a salvo, en
todo caso, porque en ella se da una auténtica «resurrección inmediata», incluso para el punto de vista de
quienes la contemplan aun desde la historia; la Asunción sustrae a la corporeidad de María de las leyes del
tiempo y de la muerte. De otro lado RAHNER advierte sagazmente (0.c., pp. 464s.) que si el privilegio de la
Asunción se entiende como prioridad cronológica de la resurrección de María, sería difícil explicar Mt 27,52 y
su eco en la tradición patrística, que naturalmente no han querido ser desautorizados por la Bula definitoria
del dogma asuncionista.
6 Cf. sobre esto J. RATZINGER, Entre muerte y resurrección. «Revista Católica Internacional Communio»,
mayo-junio 1980, pp. 273-286. RATZINGER es hoy el más destacado defensor de la doctrina tradicional del
estado intermedio; vid. su Eschatologie. Tod und ewiges Leben, Regensburg 1977. (Hay traducción
española).