ESPERAMOS LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS Y LA VIDA DE LA GLORIA
1.
Si el cristiano se atreve a esperar la resurrección de los muertos, es porque antes ha creído
en la glorificación de la carne: aquella inefable glorificación de la carne que tuvo en la
encarnación y el nacimiento de Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, Dios mismo humanado.
Aquella naturaleza humana que El adoptó como suya propia y a la que amó de tal manera que
«se vació» totalmente en ella; la naturaleza que, aunque material, permanece, por voluntad del
Creador, espiritual y abierta al infinito, hasta el punto de llegar a ser signo real y presencia
efectiva del mismo Dios Infinito y Eterno en las condiciones de temporalidad; una tal naturaleza
solo se manifiesta en su perfección y en lo que realmente ha de ser, según el designio del
Creador, cuando alcanza la resurrección; cuando, sin dejar de ser lo que fue y lo que es, pasa a
participar de la vida eterna de Dios.
ENC/RS: Mirándolo desde esta óptica, el misterio de la encarnación y del nacimiento
humano de Jesús, Hijo de Dios, y el misterio de la resurrección aparecen íntimamente
relacionados. El misterio de la encarnación nos revela que Dios ama la carne. Por eso Dios
no puede dejar que se pierda definitivamente. Las herejías puritanas y gnósticas de todos
los tiempos han despreciado la carne, que parece que somete al hombre a los
condicionamientos de la materialidad y la temporalidad. Imaginan al hombre perfecto como
espíritu puro: la materialidad humana sería sólo un estorbo enojoso, algo extraño y ajeno al
hombre mismo, una condición desdichada en la que el hombre, como consecuencia de
algún «accidente» desafortunado, habría «caído» y de la cual ya sólo tendría que intentar
librarse.
Como no se cansaba de repetir San Ireneo, el hombre es, esencialmente, a la vez
material y espiritual. Pensar en un hombre-espíritu-puro es dejar de pensar en el hombre
real y concreto, tal como Dios lo ha querido, con las posibilidades existenciales propias de
desarrollo mediante el ejercicio de sus facultades -sobre todo de la libertad- en el ámbito
concreto de la materialidad de este mundo.
Cuando hablamos de inmortalidad en un contexto cristiano, hemos de guardarnos, pues,
de pensarlo sólo a la manera como pudieran concebirla los filósofos griegos, como
Pitágoras o Platón, y otros que luego siguieron sus pasos. Tales filósofos se han afamado
por mostrar que el alma humana es naturalmente inmortal; que la inmortalidad es algo que
viene exigido por la misma esencia y naturaleza del alma. Cualquiera que haya leído el
Fedón de Platón recordará la noble trama de argumentos que allí se entretejen para
intentar probar esta tesis. Pero ésta no es exactamente la doctrina bíblica de la
resurrección. Platón, a la zaga de los pitagóricos, piensa que el alma es como una chispa
divina, una partícula de dios caído por accidente azaroso en este mundo de la materia: algo
divino aprisionado accidentalmente en la cárcel y sepulcro de la materia. De ahí es natural
que se deduzca que el hombre -el alma- sólo haya de pensar en despreciar el cuerpo y
todo lo material, huir de la materia, liberarse de ella. Estas ideas ejercieron un influjo
innegable -y, en general, lamentable- en la ascética cristiana y en ciertas maneras de
presentar la realidad de la resurrección.
Cuando se habla de «resurrección» en la auténtica tradición cristiana, no se ha de
pensar en la liberación del alma, naturalmente inmortal, del impedimento de la materialidad.
Esto es como un sucedáneo paganizante de la idea cristiana de resurrección. El cristiano
cree en la resurrección del hombre entero, cuerpo y alma, como promesa y don gratuito de
Dios, que nos ha amado tal como somos -cuerpo y alma- en Jesucristo. La resurrección es
la valoración definitiva del hombre tal como es, con su vida corporal y temporal, por parte
de Dios.
San ·Ireneo-san, ya a finales del siglo II, lo había visto muy lúcidamente cuando
escribía:
«Casi todas las herejías, aunque afirmen la existencia de un solo Dios, no saben ser
agradecidas con quien creó al hombre... Porque desprecian la creación material de Dios, y
con esto desprecian la propia salvación: se convierten en amargados detractores de sí
mismos (ya que no aman la propia carne) y en su hablar se engañan y engañan. Todos
éstos, aunque no lo quieran, resucitarán en su carne y tendrán que reconocer el poder de
quien es capaz de resucitarlos de entre los muertos (como pudo crearlos en la carne)».
(Contra las Herejías, 1, 22,1).
Es un pasaje de claridad meridiana que habría tenido que bastar para superar
definitivamente la perenne tentación de una antropología dualista. El platonismo y el
gnosticismo han ejercido siempre una gran seducción por la aparente nitidez de sus
esquemas. Pero la Biblia nos dice que no hay más que un solo principio de todo, de lo
material y de lo espiritual, «de las cosas visibles y de las invisibles», como decíamos al
hablar de Dios creador. El cristianismo añade además, como cantamos en el Te Deum
dirigiéndonos a Dios: "Non horruisti Virginis uterum»; Dios ("no sintió aprensión de entrar en
el vientre de la Virgen". Dios no siente repulsión ninguna a meterse en nuestra materia; por
el contrario, la ama tanto, se encuentra tan bien en ella, que la hace propia. El hombre,
como su carne, es su criatura amada, como la niña de sus ojos, el objeto de sus designios
eternos:
«Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo... porque nos eligió en El antes de
la creación del mundo para que fuésemos santos y sin mancha en el amor, escogiéndonos
desde el principio para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef. 1,3-4).
Este amor y esta elección eterna de Dios hizo que Dios mismo, su propio Hijo, el Verbo
eterno, asumiera nuestra humanidad material eternamente amada por El, nuestra realidad
corpórea y temporal. Y al asumirla, le otorgó el principio de glorificación y de vida divina, la
"semilla de la inmortalidad".
RS/QUÉ-ES: Por otra parte, como ya dijimos al hablar de la resurrección de Cristo,
tampoco hemos de imaginar la resurrección como un simple volver a la misma vida de antes
de la muerte. Esto tendría más bien muy poca gracia. La resurrección no consiste en una
simple recuperación de la misma vida anterior, sino en la entrada en una forma de vida
realmente nueva, aunque en real continuidad con la vida precedente y como coronación de
ella. No es recuperar la vida de antes; pero tampoco es perderla, como si se tratara de algo
que ya no tiene valor alguno. Es recuperar el fruto definitivo de aquella vida, por don de
Dios y en comunión con la vida de Dios, sin los tropiezos, limitaciones y deficiencias que
experimentamos en nuestra existencia terrena.
Cuando hablamos de continuidad real con la vida anterior, no queremos hablar de una
continuidad biológica. Decir que resucitaremos «en nuestra propia carne» equivale a decir
que resucitará la misma persona que aquí vivió, en la carne, una existencia material y
temporal. Pero, más allá de eso, la imaginación nos traiciona. (Recuerdo que un verano, en
la Costa Brava, salí con unos pescadores amigos en su barca; empezamos a hablar de
cosas religiosas y salió el tema de la resurrección. Les expliqué lo que pude y, de repente,
uno de los pescadores me interrumpió: "Bien, Padre, yo estoy dispuesto a creer todo lo que
usted dice; pero eso de la resurrección en la carne no me lo hará usted tragar. No
cabríamos, no habría lugar para todos"). El imaginar que hemos de resucitar todos con
nuestros cuerpos tal como aquí los experimentamos -con los añadidos populares del Valle
de Josafat, las trompetas y demás- podría llevarnos a fantasías de delirio. No se trata de
dar rienda suelta a la imaginación, sino de creer con fe simple y sobria lo que nos dice la
Palabra de Dios. Al hablar de la resurrección «de la carne», la Biblia nos quiere asegurar la
real pervivencia de nuestra persona, la que aquí vive en la carne. Es la misma persona que
vivió en las condiciones de la temporalidad la que pasa a vivir de la vida y gloria eterna de
Dios y con Dios. Lo que hubiere habido de valor en nuestra vida terrena será asumido por
la persona glorificada en real continuidad de vida. Podríamos decir que la resurrección
expresa la validez permanente que Dios reconoce a la historia humana. Nuestra historia
humana no se pierde para siempre con la muerte, sino que es, por don de Dios,
eternamente válida. San Pablo lo expresó exactamente: nuestros afanes, tribulaciones y
padecimientos de esta vida, que podrían parecer cosas efímeras y baladíes, "comportan un
peso inmenso de gloria eterna" (2 Cor 5,17). Dios pesa nuestra vida con una balanza
extraña: las pequeñas cosas de acá, al ser pesadas por la balanza del amor infinito de
Dios, resultan tener peso y valor de eternidad.
Creer, pues, en la resurrección no es ni creer que volveremos a recuperar esta vida ni
creer en una problemática inmortalidad o supervivencia del «alma separada», que sería aún
un residuo de espiritualismo proveniente de una concepción dualista. Creer en la
resurrección es creer en la exaltación, la glorificación de la vida humana, histórica, corporal
y espiritual, que ha sido creada para participar del gozo, de la vida y de la comunión de
Dios. Es una continuidad de nuestra vida, pero con otra forma de vivir.
Ahora bien, cuando nos ponemos a querer imaginar cómo es esta nueva forma de vida, la
vida de la gloria, no sabemos ya cómo hacerlo. No tenemos otros elementos de imaginación
que los de nuestra experiencia de este mundo; pero la experiencia de este mundo no
alcanza ni a sugerir lo que pueda ser la vida de la gloria de Dios. No podemos llegar a decir
más que lo que nos decía mi madre cuando éramos niños: «¿Qué es el cielo? -Rosquillos
con miel-». En nuestra ingenuidad infantil, esta respuesta nos parecía simplemente
deliciosa.
Sin embargo, quizás hay algo muy profundamente teológico en esta concepción infantil.
Cada uno se imagina el cielo de acuerdo con lo que más desea, lo que mas le gusta, lo que
más le satisface. Detrás de estas imaginaciones puede estar la intuición, muy auténtica y
muy profunda, de que el cielo es el gozo pleno y la total satisfacción de todos los anhelos y
deseos más profundos de nuestra existencia. San ·Agustin-san, hombre lleno de anhelos,
lo intuyó muy bien cuando dijo que la misma insatisfacción que producen en definitiva todas
las satisfacciones de este mundo es signo de la grandeza de nuestro destino: «Nos has
hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón no descansará hasta que lo haga en Ti».
Por eso hablamos de la continuidad entre esta vida y la otra. El amor que Dios nos tiene
mientras vivimos en esta vida, como también el amor que nosotros tenemos a Dios, es algo
que, al menos por parte de Dios, no se puede perder ni malograr. Si se pierde, sólo será
porque nosotros tozudamente lo hemos querido contra el querer de Dios, siempre
respetuoso de nuestra libertad. De qué manera el amor de Dios -el que tiene a nuestra
condición humana y el que nosotros le tenemos- pueda hacerse eterno, es algo que apenas
podemos entrever. Como dice San Pablo, desde aquí sólo podemos ver las cosas de la
eternidad "como en un enigma" o «como en un espejo» que no acaba de poner a nuestro
alcance la realidad. Los místicos están de acuerdo en declarar que no se pueden ni
imaginar ni expresar con conceptos y palabras las experiencias más íntimas y profundas de
Dios, que son como una anticipación de la vida de la gloria. La experiencia del amor
humano en sus momentos más luminosos y extáticos parece ofrecer una imagen pálida de
lo que puede ser la comunión de amor y de vida con la Bondad Infinita de Dios. San Juan
de la Cruz, evocando el Cantar de los Cantares, habla del gozo del "beso boca a boca" con
Dios. Y, puestos a querer imaginar el cielo, quizá no podremos hacerlo mejor que
imaginándolo como un cálido beso eterno de todos con todos y con Dios, un momento
inacabable de amor total y eterno.
La vida de la gloria se halla, pues, en continuidad real y consecuente con la vida de aquí;
sólo así puede decirse una vida verdaderamente nuestra. Pero no es la mera eternización
de nuestra existencia tal como la vivimos ahora. Esto podría ser más bien horripilante.
Como preguntaba L. Evely, ¿quien puede encontrar su vida suficientemente buena y
satisfactoria para querer hacerla inacabable? ¿Estamos tan satisfechos de lo que somos y
de lo que hacemos al punto de desear realmente seguir siendo lo que somos y haciendo lo
que hacemos para siempre? Más bien pienso que lo que querríamos eternizar de nuestra
vida es una pequeña parte de lo que en ella nos parece bueno y auténticamente valioso. Y
nos podemos preguntar: ¿qué hay en nuestra vida que sea auténticamente valioso, que
valga la pena eternizar? Seguramente hay actitudes, relaciones, momentos que
desearíamos perpetuar, como también habrá otros que de ninguna manera querríamos
prolongar. Por aquí podríamos obtener una nueva aproximación de lo que puede ser la vida
de la gloria: la eternización de lo que verdaderamente vale la pena ser eternizado en
nuestra vida. Y seguramente acabaremos pensando que lo único que vale la pena ser
eternizado es el verdadero amor. Nos salvaremos con todos y con todo lo que hayamos
amado, y con Dios mismo como fuente y lazo de todo amor. Es lo que dice San Pablo:
"Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad; pero lo que permanece para siempre es el
amor" (1 Cor 13,12). No quiere decir que la fe y la esperanza queden destruidas; pero sí
que no tienen lugar propio en la vida eterna. La fe y la esperanza son virtudes de este
mundo, donde sólo entrevemos la verdad en la obscuridad y anhelamos lo que no
acabamos de poseer. La fe y la esperanza son condiciones para amar en este mundo. Por
eso dice el Apóstol que, cuando el Señor nos haga pasar al gozo completo y a la posesión
del amor, la fe y la esperanza "ya no tendrán sentido".
De esta eternizacion del amor iniciado en este mundo, arranca la consoladora verdad de
la comunión de los santos. Si Dios nos ama a todos, y si nosotros, al menos inicial y
radicalmente, hemos procurado vivir con Dios el amor de todo y de todos; si hemos
reconocido a Dios como Señor de todo y Padre de todos y, consecuentemente, nos hemos
reconocido y amado como hermanos, esto vale la pena eternizarlo. Dios no puede menos
que querer eternizarlo. Y si quizá tenemos la sensación de que nuestro amor a Dios y a los
hermanos sólo se ha realizado de una manera muy tibia y parcial, mezclado con muchos
egoísmos, malentendidos y reticencias más o menos conscientes y voluntarias, de manera
que nuestro amor resulta lleno de impurezas y turbio, tendremos quizá que pensar en el
significado más profundo de la doctrina tradicional del purgatorio.
PURGATORIO/QUÉ-ES: Esta doctrina significa que, antes de pasar a la plena alegría de la
gloria, tenemos que ser purificados de todos aquellos egoísmos y reticencias que nos
impedirían amar plenamente a Dios y a los hermanos en la comunión de los santos. Al
encontrarnos cara a cara con Dios y con nuestra verdadera realidad, se produce un
estallido de "luz hiriente" -como dice muy expresivamente nuestro Dr. Josep Gil- que quema
y destruye todo lo que haya de desordenado e impuro en nuestros afectos y
disposiciones.
Resumiendo, pues: la resurrección y la consiguiente "vida de la gloria" no son como una
segunda edición de esta vida ni solo la inmortalidad del "alma separada"; son la
confirmación eterna y la glorificación de todo cuanto, por don y gracia de la bondad
amorosa de Dios, tiene ya un valor eterno en nuestra vida. Recordemos una vez más la
doctrina de San Pablo:
«Aunque nuestro ser humano externo se va deshaciendo, por dentro nos vamos
renovando día a día. En efecto, nuestros sufrimientos ligeros y efímeros de aquí nos
comportan un peso eterno de gloria, más allá de toda medida, a todos los que no ponemos
la mirada en el mundo visible, sino en el invisible. Porque las cosas visibles duran muy
poco, mientras que las invisibles son eternas» (2 Cor 4,16 ss.).
Mérito/Gratuidad
No es que lo que nosotros hacemos aquí, por sí mismo, tenga ya un "mérito" infinito y
eterno. Nada que proceda de nuestra finitud puede tener, en cuanto que es nuestro, un
valor infinito. Pero esto nuestro, pobre y finito, Dios lo ha amado con amor infinito; ha
querido hacerlo, generosa y gratuitamente, cosa suya; y ha querido eternizarlo como gozo y
posesión suya. La resurrección y la vida de la gloria no son "mérito" nuestro: son obra del
amor generoso y gratuito de Dios. O, más bien, son también mérito nuestro porque Dios,
generosa y gratuitamente, ha querido asumir como prenda de gloria, con peso y valor
eternos, los pobres y finitos actos de nuestra temporalidad. El acto de amor más grande
que pudiéramos hacer, nunca sería suficiente para merecer por sí mismo a Dios y su gloria.
Todo es gratuito, pero dentro de la dinámica del amor, por lo que Dios ha querido que lo
finito, que nosotros ponemos como prenda de amor hacia El, alcance un valor infinito que
sólo de El puede venir. Podríamos decir, siguiendo la metáfora de la prenda, que no nos
merecemos el cielo, pero que nos lo aseguramos entregando la paga y señal de nuestro
amor, en la medida que nos es posible aquí por don de Dios. Por eso no nos salvamos sólo
por nuestros méritos y nuestras obras, sino por la fe en Dios, que nos ama mas allá de lo
que jamás habríamos merecido por nuestras obras: hasta aquí no tenemos dificultad en
admitir la doctrina de Lutero, quien intuyó muy profundamente el carácter gratuito de
nuestra justificación. Pero no por eso hemos de pensar que ya no podemos hacer nada,
porque nada de lo que hagamos vaya a tener valor delante de Dios. Lo que hacemos tiene
el valor de signo y de prenda que Dios nos pide para que su don infinito no sea sólo suyo,
sino realidad también nuestra, libremente acogida por nosotros. Porque al hombre, hecho
por Dios ser libre, solo le conviene como a tal lo que asume desde su libertad. Y Dios, autor
de la libertad del hombre, presenta el don de su vida infinita y eterna no como imposición,
sino como oferta. Y el hombre, aun reconociendo que lo que Dios le ofrece sobrepasa todo
lo que él podría conseguir y merecer, puede acoger o no el don, y en este sentido puede
hacer del don gratuito de Dios mérito propio.
Por eso tenemos que decir que, a pesar de que esperamos «un cielo nuevo y una tierra
nueva» y a pesar de que "el Reino de Dios no es de este mundo", nuestro cielo «lo vamos
haciendo ya desde aquí», y que el Reino de Dios ya "está entre nosotros". Sólo así el
pensamiento de la vida de la gloria, donde los pobres serán reconocidos hijos de Dios y los
que lloran serán consolados, etcétera, no se convertirá en un degradado «opio» religioso al
servicio de una irresponsabilidad alienada. Las bienaventuranzas, que ciertamente tendrán
cumplimiento definitivo en la gloria, se han de comenzar a practicar aquí. Los que quieran
ser del Reino han de comenzar ya aquí haciendo bienaventurados a los pobres con su
solidaridad, a los afligidos con el consuelo efectivo que puedan darles, a los oprimidos que
tienen hambre y sed de justicia con actuaciones generosas en favor de la justicia. En la
medida en que procuremos vivir los valores del Reino, vamos haciendo ya en este mundo
una imagen, un adelanto, una anticipación del Reino de la gloria. Si no hacemos ya aquí
"un cielo nuevo y una tierra nueva", si permitimos que el pensamiento del cielo nos haga
desentendernos de nuestras responsabilidades aquí en la tierra y entre los hombres, nos
encontramos en realidad sin la «prenda de vida eterna». Seremos como aquel
administrador que enterró su talento y por eso perdió los talentos con que su amo estaba
dispuesto a recompensarle. El cielo no es un lugar extraterrestre, como un «Reino de
Jauja»: es la vivencia del gozo de la comunión plena, total, indefectible, con Dios y con
todos; la realización de la voluntad de Dios de ser «todo en todos». Por eso el cielo
comienza, ha de comenzar, ya aquí en la tierra, en nuestra vida terrena, donde tenemos
que hacer efectiva la comunión con Dios Padre a través de la comunión con todos los
hombres, hijos de Dios y hermanos nuestros. La negación de esta comunión es el pecado,
que impide el paso al cielo. San Agustín define al pecador como el hombre incapaz de
comunión, vuelto sobre sí mismo -«incurvatus in seipsum»- y, por eso mismo, incapaz de
elevarse hasta la vida eterna. El ser humano está hecho para amar la comunión. Por eso el
cielo, la plena realización del ser humano, no puede ser más que la plena realización de la
comunión. Que Dios nos conceda la gracia única de vivir efectivamente, con obras y de
verdad, la comunión con El y con los hermanos en este mundo, ya que ésta es la única
verdadera "prenda de la vida eterna".
CREER EL CREDO EDIT. SAL TERRAE
COL. ALCANCE 37 SANTANDER 1986. Págs. 209-223
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2.MUNDO/FIN:
En la hora señalada por Dios tendrá lugar el fin del mundo. El Universo no subsistirá
eternamente en la forma que actualmente posee. Pero el fin del mundo no significa
aniquilación de la esencia del cielo y de la tierra, sino destrucción de su forma existencial
actual, de su forma pasajera. El cielo y la tierra pasarán (Mt. 24, 35) en cuanto que
quedarán convertidos en un cielo "nuevo" y una tierra "nueva" (Ap. 21, 1 y sigs.). Esta
nueva realidad existe ya en lo oculto. Apareció con la encarnación del Hijo de Dios. Se
manifestó en la actividad poderosa de Cristo, se realizó con significado prototípico para
toda la Creación en la Resurrección del Señor y está presente simbólicamente en los
Sacramentos. Pero todavía no se ha revelado plenamente. Nosotros no conocemos el
momento de la revelación definitiva. Ese momento no es el fin de un proceso evolutivo
natural del mundo. Surgirá súbitamente, cuando menos se le espere, hallándose el mundo
en un estado de pleno desarrollo y actividad. Cuando la noche de la desesperación
humana haya alcanzado un supremo grado de oscuridad, aparecerá Cristo y transformará
al mundo. Esta será la tercera y última intervención de Dios con respecto al mundo.
Mediante esta intervención, el mundo recobrará la forma que Dios le destinó en su plan de
la creación. La forma actual del mundo es un estadio pasajero. En esa hora futura de la
transformación, el mundo quedará limpio de toda corrupción y maldad, y Dios llevará a cabo
lo que ha comenzado con Cristo, comunicando a la creación su propia gloria, de tal modo
que en el mundo se transparentará la grandeza, gloria y majestad divinas. Entendida de
este modo, la doctrina de la conservación del mundo no incita al hombre a despreocuparse
de todo y a entregarse a un descanso venturoso. Para comprenderla debidamente, hay que
relacionarla con la doctrina de la transformación del mundo, que puede tener lugar ahora
mismo, mañana o dentro de millones de años. Esto depende de la libre e inescrutable
voluntad de Dios. Por ser el mundo tal como es, nuestra existencia en él, mejor dicho, la
forma actual de nuestra existencia es esencialmente inseguridad. Esta inseguridad es más
decisiva y trascendental que los peligros que nos amenazan de parte del mundo. Nada
puede hacer el hombre para protegerse contra ella. Frente a la omnipotencia de Dios, el
hombre es un ser impotente.
Al mismo tiempo, el dogma de la Providencia divina significa para el hombre la más
completa garantía. El sabe que no puede ser aplastado por ningún hado maléfico, pues el
destino de todas las cosas está en las manos de Dios. Y Dios no permitirá que se pierda
nada, sino que conservará todo lo que le ha entregado en su Creación; todo se repetirá de
manera diversa en el mundo transformado en cielo nuevo y tierra nueva.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA II
DIOS CREADOR
RIALP. MADRID 1959. Pág. 139
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3.J/PRESENCIA/LITURGIA
El hombre que se dirige al Señor mira hacia el pasado, hacia el "entonces" y "allí", hacia
el tiempo "cumplido" cuya plenitud hizo el encarnado Hijo de Dios, hacia el tiempo cumplido
en que vivió Cristo. La mirada hacia ese pasado no es un recuerdo vacío, pues el pasado
no ha pasado del todo. No es sólo que el tiempo "cumplido" configure y fundamente, como
todo pasado histórico, el presente, sino que está presente de algún modo en todo tiempo
posterior, pues Cristo llena los siglos como prometió: "Yo estaré con vosotros siempre hasta
la consumación del mundo" (/Mt/28/20). El ojo que se vuelve a mirar al Señor que vivió,
murió y resucitó en el mundo se vuelve, por tanto, hacia el Señor, que vive en la gloria del
Padre y está presente entre los suyos, hacia Cristo, que, según San Pablo, se hizo espíritu,
que existe con su cuerpo glorificado y en medio de los suyos, de su Iglesia, obra
salvadoramente a favor suyo y a favor de todo el mundo (2 Cor. 3, 17).
PARUSIA/J-VENIDA: Cristo, para siempre signado por la Cruz y
Resurrección, glorificado ya, cumple su obra salvadora en la palabra y en los sacramentos
de la Iglesia. Está presente en estos procesos como agente. Proclamación de la palabra y
administración de los sacramentos de la Iglesia actualizan de algún modo las acciones
salvadoras de Cristo, cada una de distinto modo, pero todas eficazmente. En esta
actualización ocurre la presencia activamente salvadora de Cristo mismo. La presencia
activa del Señor está oculta dentro de la historia. Desde la Ascensión está en nuestro
mundo empírico relativamente presente y relativamente ausente. En efecto, está velado por
las formas perecederas y transitorias de nuestro mundo actual. Pero tenemos la promesa
de que el Señor saldrá de su ocultamiento y se manifestará en su figura desvelada. Esta su
segunda venida traerá la plenitud de la historia y del cosmos. Tendrá, por tanto, a la vez,
una función panhistórica y otra pancósmica. La primera venida puso los fundamentos de la
segunda. Es su condición y comienzo. Sólo en la segunda venida se cumplirá su sentido. El
Señor pasado, que es a la vez el presente, será por tanto también el futuro. Quien se dirige
en la fe al Señor pasado y se vuelve con amor creyente al presente, mira a la vez en la
esperanza hacia el Señor futuro que se revelará en una hora venidera sólo para El
conocida. La mirada al Señor abarca, pues, tres tiempos -pasado, presente y futuro-, y no
como tres estadios de la historia que se siguieran uno a otro mecánicamente y se anularan
uno a otro, de forma que el presente no fuera más que el punto de contacto del pasado con
el futuro, sino como tres acontecimientos que recíprocamente se completan y soportan, se
configuran y compenetran, aunque a la vez se muevan en una recta sucesiva e
irreversible.
En este triple paso salvador del tiempo participa realmente el cristiano. Sólo participando
de la muerte y resurrección del Señor alcanza la salvación. Dentro de la historia ello ocurre
ocultamente, correspondiendo al ocultamiento de la presencia activa de Cristo mismo.
Ambos ocultamientos acabarán a la vez. Cuando el Señor aparezca, también la
participación en su vida entrará en el estadio de la Revelación. Entonces se cumplirá la
unión con Cristo resucitado como existencia corporal glorificada de toda la humanidad y
hasta de toda la creación. Sin embargo, al individuo se le concede ya una anteplenitud en
el estado intermedio que va desde la muerte hasta la vuelta de Cristo. La esperanza última
y verdadera se orienta, es cierto, a la resurrección de los muertos. Pero como el continuado
vivir individual en comunidad con Cristo y con Dios es supuesto y condición de la
pertenencia al mundo glorificado, a esta vida le conviene también la mayor importancia.
(...) Supuesto de la esperanza futura del hombre
es su capacidad de dirigirse hacia el futuro. No es evidente que lo pueda. El animal no tiene
esperanza alguna en el futuro ni puede tenerla. El hombre, en cambio, es capaz de
esperanza. Esto es para él tan esencial, como es esencial para el animal no tener esa
capacidad. El hombre puede encaminarse hacia el futuro en razón de su estructura
histórico-espiritual.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 16s.
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4. Fin del mundo
ESTADO CAÓTICO DEL MUNDO
El Anticristo intenta crear un orden político, económico y religioso unitario que abarque a
todo el mundo. Pero, aunque los hombres casi sin excepción reciban jubilosamente el
programa de un estado, una economía, una religión, pronto tendrán que darse cuenta de
que el orden del Anticristo es un falso orden, que lleva en sí el germen del terror y de la
confusión.
El Anticristo usa el poder concentrado en él para la destrucción y no para la construcción.
Del mismo modo que la rebelión de los hombres al principio de su historia se ha
demostrado como enemiga de la vida, el poderío del Anticristo, formado al fin de los tiempos
provocará también la destrucción fatal del mundo. No será capaz de producir el orden ateo
al servicio del hombre, instaurado en nombre del mundo y no en nombre de Dios (Jn, 5, 43),
sino que provocará el caos. El Anticristo, que promete al mundo una gloria anticristiana, en
vez de traer un paraíso, hará del mundo un cementerio. No podría ser de otra manera. El
Anticristo es el lugarteniente del corruptor y embaucador del mundo (Apoc. 10, 12; Doctrina
de los Doce Apóstoles, 16, 4). El contradictor pone en movimiento contra la comunidad de
Cristo los poderes enemigos de la creación: guerra, hambre y muerte. Pero los poderes
caóticos desencadenados se vuelven contra él mismo. El mundo configurado por el
Anticristo está condenado a la autoaniquilación. La peste, el hambre y la guerra, el
terremoto y el granizo, las epidemias, la muerte y el tormento son presagios de la vuelta de
Cristo. Siempre habrá tribulación; pero, cuando la historia llegue a punto muerto de forma
que los hombres se encuentren sin salida y estén rígidos de desesperación, volverá el Hijo
del Hombre.
Cristo profetizó las tribulaciones venideras en su discurso sobre el juicio final. Se sirve
para ello en gran parte de las ideas apocalípticas contemporáneas. Ya hemos citado los
textos anteriormente.
MUNDO-FIN/J: El fin del mundo se ve con especial claridad, y a
la vez es obrado, en la muerte de Cristo. Como Cristo es el segundo Adán (I Cor. 5, 45), su
vida, muerte y resurrección tienen importancia decisiva para toda la creación. Cristo creó un
nuevo comienzo para la humanidad y para el cosmos, y a la vez puso fin con ello a su figura
actual. En su muerte se representa y confirma la inevitable caducidad de la creación. Si El
mismo, Hijo de Dios, entrado en la historia humana, que en su núcleo personal más íntimo
no tenía parte alguna en la muerte, se tuvo que someter al destino de la muerte en la
naturaleza humana asumida por El y formada de la materia de la tierra caída en maldición,
no hay esperanza alguna para la creación de poder sustraerse al destino mortal. La cruz
selló de nuevo su destino de muerte. En la cruz de Cristo la muerte reveló su validez íntima
y su indiscutible seriedad.
CZ/CENTRO-MUNDO: Desde que fue levantada en el mundo la cruz de Cristo, la
caducidad del mundo aparece más que antes como ineludible elemento estructural de la
creación. "Pasa la apariencia del mundo" (I Cor. 7, 31). La cruz de Cristo es el centro del
mundo que atrae hacia sí toda la realidad. Expresión de esta situación son todas las
catástrofes. En la destrucción de ciudades y casas, en la catástrofe de países y reinos se
revela continuamente que el cosmos está bajo la ley del Gólgota. El cuerpo moribundo de
Cristo se dibuja en la destrucción a que están entregadas las cosas de este mundo. Por la
cruz de Cristo está condenado en último término al fracaso cualquier intento del cosmos de
alcanzar su figura definitiva por sus propias fuerzas. El mundo existe en estado de
decadencia. Es una realidad en demolición.
Así se entiende que las epístolas de los apóstoles hablen de la inminente catástrofe de la
creación como de un evidente suceso del futuro. En ella acentúan la relación existente
entre la caducidad del hombre y la caducidad del mundo material. Según la descripción de
la Escritura, el hombre es responsable de la creación. Esta participa del destino del
hombre. Pues el hombre es la idea primera y preferida de Dios. Todo lo demás fue pensado
y creado por Dios por amor al hombre.
Con máxima claridad atestigua esta situación San Pablo. Escribe a los romanos
(/Rm/08/18-22): "Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada
en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros; porque el continuo
anhelar de las criaturas ansía la manifestación de los hijos de Dios, pues las criaturas están
sujetas a la vanidad, no de grado, sino por razón de quien las sujeta, en la esperanza de
que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la
libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera hasta gime y
siente dolores de parto."
Como hemos visto en la doctrina de la creación, a las criaturas no humanas tampoco las
ha sido prometida la libertad de la muerte. Pero antes del abuso de la creación por parte del
hombre la muerte tenía para el mundo otra significación. Era el modo en que una cosa
servía a otra con evidente entrega hasta ser consumida en su propio ser y vida. Por el
pecado, en cambio, fue introducida en la creación la muerte, que es una imagen del
pecado, que, por tanto, es absurda para la mirada superficial del hombre ignorante del
pecado (Rom. 5, 12). La caducidad es representativa para la creación. A cualquier parte
que se vuelva la mirada del hombre encuentra caducidad y corrupción. La creación no
puede dar la vida gloriosa ni representarla simbólicamente. Todo lo que puede producir es
vida mortal. La creación presta al hombre su servicio mortal contra su voluntad.
Algún día se cumplirá radicalmente el destino de muerte en la creación misma. A la vez se
cumplirá el servicio mortal que presta al hombre en la aniquilación a que será entregada por
su ateísmo (Apoc. 6, 8, 9, 11; 15; 16).
Como el pecado es la causa de que se agudizara el destino caduco de la creación, este
destino significa para el mundo un estado extraño. San Pablo oye justamente cómo la
creación gime bajo este estado. Presiente cómo anhela la creación su libertad. Como el
hombre es el centro decisivo del cosmos, el anhelo de la creación por su libertad se
convierte en anhelo por la liberación del hombre. Si el hombre desoyera esa lamentación de
la naturaleza, si tratara de explicarla desde el punto de vista científico exclusivamente, no
sólo demostraría una falta de sensibilidad, sino que haría injusticia a la naturaleza y faltaría
a la responsabilidad que tiene frente a ella.
Según el Apocalipsis de San Juan, llega la hora en que el cielo y la tierra huirán del
hombre hacia la catástrofe (Apoc. 20, 11). San Juan ve hundirse el actual modo de
existencia, la forma existencial de nuestra experiencia. Nada se conservará de ella en el
nuevo eón. Las "primeras" cosas desaparecen (Apoc. 21, 4. 1).
El testimonio de la Sagrada Escritura sobre el fin del mundo sólo será rectamente
entendido si tal fin es considerado como un proceso de transformación, como los dolores
del parto (Rom. 8, 22) de una nueva figura de la creación. Esto se expresa claramente en
los textos citados hasta ahora. Se ve con especial claridad en unas palabras de la segunda
Epístola de San Pedro (/2P/03/10-13).
El Apocalipsis continúa las profecías de Cristo en terribles visiones. En los símbolos de
los cuatro jinetes (Ap/06/01-08) se revelan la necesidad y la desgracia que pertenecen al
tiempo mesiánico de la salvación, porque a él pertenecen los poderes de la muerte y del
diablo ya derrotados, pero no aniquilados. El vidente contempla cómo sobre la tierra no
puede irrumpir ninguna desgracia, si Dios no lo permite. El primer jinete monta un caballo
blanco. Cabalga de victoria en victoria. Es símbolo del imperialismo y militarismo. Hace la
guerra por amor a la guerra, para satisfacer su sed de poder, para esclavizar a los pueblos
y dominar el mundo. Al segundo jinete, que cabalga en caballo bayo, se le ha dado el poder
de arrebatar la paz. Enciende la lucha de todos contra todos. Los hombres rabian unos
contra otros en guerras civiles. Sigue el jinete del caballo negro. Trae consigo la carestía y
el hambre. El último caballo lívido de color verdoso-amarillento lleva el peor jinete: la
muerte. Hace triunfante su cosecha, cuando una cuarta parte de la tierra se ha convertido
en campo de cadáveres (Apoc. 6, 8). Los cuatro jinetes están al servicio del Omnipotente.
El los llama y El los detiene. Son precursores del juicio final.
A los portadores históricos de desgracias se unen los poderes funestos de la naturaleza.
Son precursores y preludio del fin del mundo. Cristo lo profetizó y San Juan ve su actividad.
Los hombres se paralizan de terror ante la irrupción de los poderes naturales, de terremotos
y tormentas, trastornos del cielo y de la tierra y ya no queda nada de su anterior seguridad
y creencia de que nada necesitaban. La angustia hace iguales al rey y al esclavo. Los
portadores del poder político, económico, militar y social quedan tan desvalidos como los
pobres y pequeños. "Los reyes de la tierra, y los magnates, y los tribunos, y los ricos, y los
poderosos, y todo siervo, y todo libre se ocultaron en las cuevas y en las peñas de los
montes. Decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros y ocultadnos de la cara
del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero, porque ha llegado el día grande
de su ira, ¿y quién podrá tenerse en pie?" (Apoc. 6, 15-17). La desgracia es tan terrible que
los vanidosos y conscientes pecadores se esconden en las cavernas y en las grietas de las
rocas como animales atemorizados y prefieren ser enterrados entre las moles de piedra a
ser llamados al juicio de Dios. Sienten que en las catástrofes naturales los llama Dios, que
fue llevado al matadero como un cordero, que fue insultado con risas y sarcasmos y era
débil porque quería ser débil, pero que ahora se presenta airado y haciendo temblar a sus
enemigos (Lc. 19, 27).
La corrupción saldrá de todos los elementos que están al servicio del hombre. Tierra y
mar, ríos, olas, estrellas, agua, fuego, hierro se convertirán en instrumentos de la justicia
divina (Apoc. 8, 7-12; 9, 1-19). Es especialmente significativo el hecho de que los árboles
serán destruidos, ya que a ellos está unida la esperanza de vida; su muerte sella el fin de
esa esperanza (cfr. la narración paradisíaca del árbol de la vida y la parábola de la vida y
de los sarmientos). Los hombres buscarán la muerte para escapar de tan terribles
tormentos, pero la muerte los huirá.
Quien inflige todo eso a los hombres es el príncipe del infierno, que tiene las llaves del
abismo. Los hombres le han vendido su alma al desligarse del dominio de Dios y él ejerce
sobre sus sometidos un poder atormentador. Pero también él es instrumento de Dios, que
quiere convertir a los hombres antes del fin de su historia. Pero los hombres no se
convertirán, aunque la justicia de Dios les infunda angustia y temor, sino que se obstinarán
en su orgullo. Prefieren la vida independiente y atea a la adoración de Dios y aguantan el
tormento, que es peor que la muerte (Apoc. 9, 20). El misterio del pecado se revela aquí en
toda su abismal incomprensibilidad. En vez de reconocer los justos juicios de Dios, los
hombres se rebelan furiosos contra El. Habían creído poder ignorarlo y reírse de El
impunemente y ahora son pisoteados, porque Dios no permite que se rían de El. Pero su
furor es el grito de un impotente (Ps. 2, 4).
IMPORTANCIA DE LOS SIGNOS Parusia/signos
La Revelación testifica que los sucesos descritos precederán a la segunda venida de
Cristo, pero no dice cuánto tiempo pasará entro ellos y la vuelta de Cristo. Tampoco nos
pone en situación de decir que una determinada situación histórica cumpla las profecías de
Cristo. En cierto sentido, las profecías de Cristo se cumplen en cada generación. Por eso
pudieron los primeros cristianos tener por inminente la vuelta de Cristo en razón de sus
experiencias históricas, y lo mismo pensaron los del año mil, y los del siglo XVI y lo mismo
piensan los cristianos de nuestros días. Cada generación puede sospechar que los
presagios se cumplen en su tiempo. Pero sería desmesurado querer afirmar
categóricamente que tal día es el tiempo profetizado por Jesús. Ocurrirá cuando menos se
espere, lo mismo que la primera venida de Cristo sorprendió a los contemporáneos, a pesar
de las profecías del AT. Cristo aparecerá a la vez que el día tanto tiempo esperado y
deseado y los cristianos no se asustarán, en él sentirán el cumplimiento de todas las
esperanzas que, en parte conscientes y en parte inconscientes, vivieron siempre en sus
corazones.
Los presagios no son invalidados a pesar de su incertidumbre. Para quien oye en la fe,
las palabras del Señor son amonestaciones de continua vigilancia; recuerdan que el Señor
puede venir a cualquier hora, que el tiempo debe ser aprovechado. Aunque Cristo tarde
todavía dos mil años, no hay ninguna garantía de que el mundo vaya a durar milenios. Los
signos comprendidos e interpretados por la fe enseñan a ver los acontecimientos a la luz de
la vuelta del Señor. Eliminan la tentación de vivir demasiado seguros y tranquilos en este
mundo y en su cultura, de confiar en un continuo progreso, de considerar las catástrofes
como simples accidentes pasajeros, de creer que la vuelta del Señor es una posibilidad
lejana e indeterminada. Aunque se puede sospechar que es inverosímil que el tiempo de la
humanidad redimida dure sólo dos mil años, cuando el de la humanidad irredenta duró
muchos milenios, aunque es probable que la Iglesia esté en su infancia, se nos exige
continua vigilancia y preparación.
La vuelta del Señor implica la plenitud definitiva de la creación. Tal plenitud definitiva, por
su parte, es un proceso corporal y colectivo (no colectivista) y un estado de él proveniente.
La creación llegará a plenitud cuando sea reformada conforme a la imagen de su Cabeza.
Pero esto implica la glorificación corporal y la comunidad de todos los santos. Nadie vive,
por tanto, en plenitud definitiva y felicidad perfecta antes de la resurrección de los muertos
y de la plenitud de los predestinados.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 188-194
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5.
En la hora señalada por Dios tendrá lugar el fin del mundo. El Universo no subsistirá
eternamente en la forma que actualmente posee. Pero el fin del mundo no significa
aniquilación de la esencia del cielo y de la tierra, sino destrucción de su forma existencial
actual, de su forma pasajera. El cielo y la tierra pasarán (/Mt/24/35) en cuanto que
quedarán convertidos en un cielo "nuevo" y una tierra "nueva" (/Ap/21/01 y sigs). Esta
nueva realidad existe ya en lo oculto. Apareció con la encarnación del Hijo de Dios. Se
manifestó en la actividad poderosa de Cristo, se realizó con significado prototípico para
toda la Creación en la Resurrección del Señor y está presente simbólicamente en los
Sacramentos. Pero todavía no se ha revelado plenamente. Nosotros no conocemos el
momento de la revelación definitiva. Ese momento no es el fin de un proceso evolutivo
natural del mundo. Surgirá súbitamente, cuando menos se le espera, hallándose el mundo
en un estado de pleno desarrollo y actividad. Cuando la noche de la desesperación
humana haya alcanzado un supremo grado de oscuridad, aparecerá Cristo y transformará
al mundo. Este será la tercera y última intervención de Dios con respecto al mundo.
Mediante esta intervención, el mundo recobrará la forma que Dios le destinó en su plan de
la creación. La forma actual del mundo es un estadio pasajero. En esa hora futura de la
transformación, el mundo quedará limpio de toda corrupción y maldad, y Dios llevará a cabo
lo que ha comenzado con Cristo, comunicando a la creación su propia gloria, de tal modo
que en el mundo se transparentará la grandeza, gloria y majestad divinas. Entendida de
este modo, la doctrina de la conservación del mundo no incita al hombre a despreocuparse
de todo y a entregarse a un descanso venturoso. Para comprenderla debidamente, hay que
relacionarla con la doctrina de la transformación del mundo, que puede tener lugar ahora
mismo, mañana o dentro de millones de años. Esto depende de la libre e inescrutable
voluntad de Dios. Por ser el mundo tal como es, nuestra existencia en él, mejor dicho, la
forma actual de nuestra existencia es esencialmente inseguridad. Esta inseguridad es más
decisiva y trascendental que los peligros que nos amenazan de parte del mundo. Nada
puede hacer el hombre para protegerse contra ella. Frente a la omnipotencia de Dios, el
hombre es un ser impotente.
Al mismo tiempo, el dogma de la Providencia divina significa para el hombre la más
completa garantía. El sabe que no puede ser aplastado por ningún hado maléfico, pues el
destino de todas las cosas está en las manos de Dios. Y Dios no permitirá que se pierda
nada, sino que conservará todo lo que le ha entregado en su Creación; todo se repetirá de
manera diversa en el mundo transformado en cielo nuevo y tierra nueva.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA II
DIOS CREADOR
RIALP. MADRID 1959.Pág. 139