¿Qué descubrieron los apóstoles en la tumba de Jesús?


Ariel Álvarez Valdés
C.C. 7
4200, Santiago del Estero

REVISTA DIDASCALIA
Abril 2000 / Nro 530 /Año LIV

El "robo" del cadáver
En la madrugada del domingo de Pascua, una trágica noticia sacudió a los discípulos de Jesús: "¡El cadáver del Maestro ha desaparecido de la tumba! ¡Lo han robado!"
Según el evangelio de San Juan, fue María Magdalena quien hizo el descubrimiento y dio la voz de alarma a los demás discípulos. El relato dice así: "El primer día de la semana, va María Magdalena al sepulcro de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, y ve que la piedra que cerraba el sepulcro estaba quitada. Sale corriendo, llega a donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien Jesús amaba, y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto»" (Jn 20,1-2).
María Magdalena, pues, viendo que faltaba el cadáver de Jesús, lo primero que se le ocurre pensar es que lo han robado. Esta sensación que tuvo la Magdalena, y que por otra parte era lo más lógico de suponer, fue bien aprovechada por los judíos, pues nos cuenta el evangelio de Mateo que ellos más tarde hicieron correr el rumor de que el cuerpo de Jesús había sido robado (Mt 28,1-15).

El primer creyente del mundo
La cuestión es que los dos discípulos salieron corriendo a la tumba para comprobar si era verdad lo que decía la mujer. El evangelio continúa de este modo: "Salieron Pedro y el otro discípulo, y se dirigieron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó antes al sepulcro. Se agachó para mirar, y vio que las vendas estaban en el suelo, pero no entró. Detrás de él llega Simón Pedro, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo; y plegado en un lugar aparte, no junto a las vendas, el sudario que cubrió su cabeza. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó" (Jn 20,5-8).
Este "otro" discípulo que fue con Pedro, cuyo nombre no conocemos y del que sólo se nos dice que era aquél a quien Jesús amaba, se convirtió así en la primera persona que creyó en la resurrección. Después de él vendrán miles y millones de seres humanos en todo el mundo que creerán también en la resurrección de Jesús. Pero fue él quien nos precedió y nos abrió el camino hacia esa fe.
Sin embargo hay algo en este relato que nos intriga. ¿Qué es lo que "vio" el discípulo amado en la tumba del Señor, y que lo llevó a "creer"? ¿Por qué descartó la idea de un robo del cadáver, y se convenció de que Jesús había resucitado?

Un extraño descubrimiento
Lo único que había para "ver" allí, según el evangelio, eran las vendas y demás fajas mortuorias usadas para envolver el cadáver. ¿Qué tenían éstas de especial? De acuerdo a lo que leímos, unas estaban tiradas en el suelo, y otras dobladas en alguna parte de la tumba. Los ladrones podían perfectamente haberlas dejado así antes de llevarse el cuerpo. ¿Por qué entonces el discípulo amado "vio y creyó"?
No podemos saber qué vio el discípulo amado en el sepulcro, porque el relato de San Juan que hemos citado anteriormente, tomado de la Biblia de Jerusalén, se encuentra mal traducido. Y no sólo la Biblia de Jerusalén sino casi todas las Biblias tienen más o menos la misma traducción errónea.
En efecto, los exegetas sostienen actualmente que los traductores de lengua castellana cometieron varios errores al describir la escena de los discípulos que entran en la tumba. Estos errores se refieren a tres cuestiones, que son las que trataremos de aclarar: a)qué clase de fajas vieron; b)dónde las vieron; y c)cómo las vieron.

¿La momia de Jesús?
Lo primero que ven los discípulos al entrar en la tumba son "las vendas" (en griego, "othonia") (v.5). En efecto, el evangelio de Juan nos informa unos versículos antes que cuando depositaron el cuerpo muerto de Jesús en la tumba emplearon vendas para envolverlo (Jn 19,40).
Esto nos puede hacer pensar que su cadáver fue "vendado" de los pies a la cabeza, con una larga cinta enrollada cuidadosamente alrededor del cuerpo, a la manera de una momia egipcia. Pero este modo de enterrar no corresponde a las costumbres judías. Las dos únicas personas que en la Biblia aparecen así embalsamadas son el patriarca Jacob (Gn 50,2-3) y su hijo José (Gn 50,26), pero por un motivo lógico: ambos murieron en Egipto, y por ende fueron sepultados siguiendo el procedimiento egipcio de momificación.
En cambio los judíos nunca envolvían a nadie con vendas cuando moría. Así, por ejemplo, vemos que cuando Jesús devolvió la vida al hijo de la viuda de Naím, se nos dice que el Señor "tocó el féretro... el muerto se incorporó y se puso a hablar, y él (Jesús) se lo dio a su madre" (Lc 11,14-15). Su cuerpo, pues, no estaba "vendado". Lo mismo vemos en la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,41-42), y en la de la joven Tabita por parte de San Pedro (Hch 9,41-42): no llevan vendas en el cuerpo.

Las manos y los pies de Lázaro
El único caso en el que un cadáver aparece con vendas en el Nuevo Testamento es el de Lázaro (Jn 11,44). Pero el evangelio aclara que sólo las emplearon para atarle "pies y manos" (o sea, los miembros flexibles, a fin de facilitar el transporte del cuerpo). En el caso de Jesús, en cambio, las habrían empleado para envolver todo el cuerpo, según lo que leemos. Además, a las vendas de Lázaro San Juan las llama "keirai", no "othonia" como las que se usaron en el entierro de Jesús. ¿Qué era entonces la "othonia", que emplearon para envolver el cuerpo del Señor, si no eran vendas?
"Othonia" significa, en realidad, "lienzo" o "sábana". Se trata, pues, de un pedazo grande de paño utilizado para cubrir todo el cuerpo de Jesús antes de depositarlo en la tumba. De este modo, San Juan concuerda con los otros tres evangelios, que afirman que al morir Jesús lo envolvieron con una "sindon", palabra griega que también significa "lienzo" o "sábana".

La boca cerrada de Jesús
La segunda prenda que vieron los discípulos en la tumba fue "el sudario" (v.7). ¿Qué era un sudario? El nombre viene de la palabra "sudor", y era un trapito o pañuelo que empleaban los judíos para secarse la transpiración, prenda muy común en una tierra como Palestina donde el calor aprieta y el sol del desierto hace sudar constantemente.
Ahora bien, según las costumbres judías, cuando una persona moría el sudario que había empleado durante su vida era utilizado para cerrar la boca del difunto. Para ello se doblaba el pañuelo en diagonal, se lo enrollaba, se lo pasaba por debajo de la mandíbula, y luego se lo ataba fuertemente en la parte superior de la cabeza.
Las Biblias lamentablemente suelen decir que el sudario "cubrió" la cabeza del Señor (v.7), lo cual da a entender erróneamente que el pañuelo tapaba toda la cara de Jesús. En realidad deberían decir que "rodeó" su cabeza, es decir, que estaba alrededor de ella formando un anillo de tela grueso por los costados de la cara.
Como San Juan afirma que el entierro del Señor se hizo "según la costumbre judía de sepultar" (19,40), podemos pensar que el sudario hallado en la tumba desempeñaba su papel habitual: mantenerle cerrada la boca a Jesús.

La sábana desinflada
Los discípulos, pues, vieron dos objetos en el sepulcro: la sábana y el sudario. Lo que debemos plantearnos ahora es: ¿cómo los vieron?
Las Biblias suelen decir que la sábana "estaba en el suelo" (v.5). Pero es otro error de traducción. El texto original del evangelio emplea aquí el verbo "keimena", que más bien significa yacer, estar extendido, estar horizontal, caído, desplomado, allanado.
Por lo tanto, lo que quiere decirnos San Juan es que Pedro y el discípulo amado encontraron que la sábana, que antes había estado abultada por la presencia del cadáver de Jesús adentro, ahora estaba aplastada, caída, desinflada, como si el cuerpo se hubiera "volatilizado". Las mortajas fúnebres, pues, se habían desplomado, habían caído bajo su propio peso, en el mismo lugar donde antes había estado el cadáver.
Si la sábana hubiera estado "tirada en el suelo", como dicen las Biblias, lo más lógico hubiera sido pensar que alguien se había llevado el cadáver y había dejado el lienzo tendido en el suelo. O tal vez que Jesús no había muerto en verdad, y que luego de algunas horas de estar acostado recuperó el conocimiento, se quitó la sábana de encima y salió como pudo del sepulcro, dejando tirado el lienzo. ¿Por qué, entonces, iba a "creer" el discípulo amado?

Una cabeza ausente
Falta saber cómo encontraron al sudario. Las Biblias dan dos indicaciones: que "no estaba junto a la sábana", y que estaba "plegado". Pero se trata nuevamente de una mala traducción.
La primera frase, en griego, no dice que "no estaba junto a la sábana" sino que "no estaba allanado como la sábana". Y la segunda palabra no significa "plegado" sino "enrollado". Se aclara, así, lo que quiso decir el evangelista. El sudario, que antes había estado atado alrededor de la cabeza de Jesús, no estaba allanado, alisado, como la sábana. No lo habían desatado. Seguía enrollado y conservando su forma ovalada, como si siguiera rodeando todavía el rostro del Salvador, que ya no estaba. De haber sido robado el cadáver, el pañuelo tendría que haberse abierto. En cambio seguía enrollado, tal como lo habían dejado la tarde en que lo enterraron a Jesús.

Curioso lugar para quedarse
Falta, ahora, la tercera y última cuestión: ¿dónde vieron los apóstoles la sábana desinflada y el sudario enrollado?
De la sábana no se nos dice nada. Ya vimos que la frase "en el suelo" era una mala traducción que había que reemplazar por "allanada". Por lo tanto, debemos suponer que la sábana estaba en el mismo lugar donde la habían puesto el día del entierro.
Pero del sudario sí se nos da una precisión importantísima. Lamentablemente las Biblias dicen "en un lugar aparte", lo cual no permite entender bien lo que el texto quiere expresar. En realidad la frase griega dice "en su propio lugar". Por lo tanto, San Juan quiere decirnos que el sudario, además de estar enrollado, seguía en el mismo lugar, ocupando el espacio donde antes había estado la cabeza de Cristo.

La intención de San Juan
Ahora sí, con estas aclaraciones, podemos ofrecer una traducción más correcta del episodio evangélico: "Salieron Pedro y el otro discípulo, y se dirigieron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó antes al sepulcro. Se agachó para mirar, y vio que la sábana estaba desinflada, pero no entró. Detrás de él llega Simón Pedro, entra en el sepulcro y ve la sábana desinflada; y el sudario que estuvo alrededor de su cabeza, no alisado como la sábana, sino enrollado en su propio lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó" (Jn 20,5-8).
Queda así perfectamente aclarado lo que los discípulos pudieron contemplar al entrar en la tumba vacía. Que todas las cosas estaban exactamente en el lugar donde las habían puesto el viernes por la tarde. Pero que la sábana estaba desinflada, y que el sudario que había rodeado la cabeza de Jesús seguía enrollado y formando un pequeño bulto bajo la sábana, en el mismo lugar donde antes había estado la cabeza de Jesús.

¿Qué le pasó a Pedro?
Nos queda todavía una cuestión. ¿Por qué Simón Pedro, que también vio en el sepulcro lo mismo que vio el discípulo amado, no creyó? ¿Por qué esta particular disposición de las mortajas fúnebres provocaron únicamente la fe del discípulo amado?
No lo sabemos. Quizás San Juan haya querido sugerir que al ser el discípulo amado él único que estuvo al pie de la cruz (Jn 19,26), y por lo tanto el único que pudo presenciar su entierro y la forma como habían dejado el cadáver y los lienzos durante la sepultura, era el único en condiciones de constatar, el domingo a la mañana, que todo estaba en la tumba tal cual como él lo había dejado, excepto el cuerpo del Señor.
De todos modos, conviene dejar bien en claro que la forma como quedaron las mortajas de Jesús, según esta descripción de San Juan, no constituye una verdadera "prueba" de la resurrección. La resurrección no puede probarse. Sólo se la cree, es decir, se la acepta con la fe. La forma como estaban las mortajas es sólo un "indicio" de la resurrección. Pero a este indicio se lo puede aceptar o rechazar. Sólo la fe nos lleva a pensar que Jesús ha resucitado.

La Vida entre las mortajas
Aquella mañana del domingo, Simón Pedro y el discípulo amado entraron en la tumba de Jesús y la encontraron vacía. Lo único que pudieron ver era una sábana extendida y un pañuelo enrollado, los últimos vestidos que usó Jesús en este mundo.
Pero en medio de este panorama vacío y desolador, el discípulo amado creyó. Creyó ver una chispa de Vida nueva entre aquellas mortajas. Creyó ver a Alguien levantado entre aquellas prendas tiradas. Vio mortajas que sujetaban, y creyó en uno que andaba. Vio despojos de muerte, y creyó en la Vida. Vio la tristeza de una tumba, y creyó en la alegría de la resurrección. Por algo era el discípulo amado de Jesús.
Es que también hoy a los discípulos de Cristo les toca caminar en un mundo muchas veces semejante a una tumba. Donde ven despojos, mortajas y signos de muerte por todas partes. Donde el vacío y la soledad hielan el entendimiento. Pero a ellos les corresponde descubrir, en esos signos de muerte, los signos de la Vida. Les corresponde creer que en este ambiente sepulcral del mundo una fuerza misteriosa y siempre nueva aletea invitándolos a la esperanza. Que allí se yergue victorioso Cristo resucitado, vencedor del mal y de la muerte.
Y lo mismo que el discípulo amado, deben salir a gritarlo.