Los ídolos modernos


Mons. Óscar Alzamora, S.M. 
Obispo auxiliar de Lima


Los ídolos a los que se refiere el título son el dinero y el placer. 
Los llamo modernos no porque no se hayan conocido en la 
antigüedad —son ídolos de todos los tiempos— sino porque me 
parece que caracterizan de un modo especial a nuestra época. 

Los llamo ídolos porque tienden a tomar el lugar de Dios. En la 
antigüedad se solía dar ese nombre a las estatuas de los dioses 
paganos, que representaban las fuerzas de la naturaleza y las 
realidades sociales que tenían poder sobre la vida de los seres 
humanos. Hoy se suele llamar ídolos a los actores, a los cantantes, 
a los deportistas, a los líderes políticos aclamados por las 
muchedumbres. Yo quiero llamar ídolos al dinero y al placer porque 
tienden a ocupar el lugar supremo en la escala de valores de la 
vida de tantas personas hoy. Se vive para ganar dinero —"hacer 
plata"—, o para "gozar la vida". Todo el resto se subordina a estos 
fines. 

Del dinero se espera seguridad, un sentido del valer personal, la 
obtención de múltiples satisfacciones, el poder para lograr sus 
fines, el sentido de libertad respecto de otros, y el poder sobre ellos 
(y por consiguiente superioridad sobre ellos), la aceptación, la 
admiración (y hasta la envidia), y la adulación de muchos. Del 
placer se espera la sensación de sentirse bien, de sentirse vivir 
intensamente. Y, además, en el caso de placeres más o menos 
peligrosos o prohibidos, cierta satisfacción de ir más allá de los 
límites. 

No niego al dinero o al placer de vivir la categoría de valores y 
aun de necesidades. Pero lo que critico es que usurpen el lugar de 
valores más altos y aun del Valor Absoluto que es Dios, en quien 
deberíamos poner toda nuestra seguridad y el fundamento de 
nuestro valer personal, la fuente de toda nuestra alegría. Cuando 
se produce esta usurpación los que en sí mismos son genuinos 
valores se convierten en agentes de muerte, en mentiras que 
acaban esclavizándonos, envileciéndonos y deshumanizándonos. 

La mentira fundamental del dinero es que siendo siempre y 
necesariamente un puro medio, es tomado como si fuera un fin en 
sí mismo. Se busca el dinero por el dinero. Y siempre se quiere 
más. Siempre se puede ser diez veces más rico de lo que se es. Es 
una sed que crece con el beber. Como todo ídolo, no cumple con 
las promesas de felicidad, de libertad y de seguridad que nos hace: 
siempre está la muerte al final de la vida. Siempre existe la 
posibilidad de perderlo, siempre hay que matarse trabajando para 
que nadie nos despoje de aquello en que hemos puesto nuestra 
esperanza, nunca sabremos si los demás nos buscan por nosotros 
mismos o por lo que pueden sacar de nosotros. Esto sucede no 
sólo con el dinero sino con todo lo que es medio. Dentro de esta 
categoría también habrá que contar al poder y al saber tecnológico. 
Los medios sólo valen cuando se ponen al servicio de los fines 
debidos. Es entonces que alcanzan su valor real. El dinero negado 
a otros es una barrera entre los seres humanos. La confianza 
puesta en las posesiones personales eclipsa el abandono filial y 
confiado en un Padre Celestial que nos ama y que ya sabe que 
tenemos necesidad de cosas materiales. No en vano Jesús nos dice 
claramente que no se puede servir a la vez a dos Señores (es decir 
a los principios rectores de nuestra vida), a Dios y al dinero, y nos 
recuerda que si recibimos riquezas (de cualquier tipo) debemos 
considerarnos como simples administradores de ellas, por las que 
hemos de dar cuenta un día a Quien nos las dio. 

La mentira fundamental del placer de los sentidos es que se lo 
identifique con la felicidad. Esta identificación es característica del 
escéptico que no cree en nada que no pueda experimentar 
directamente con sus propios sentidos. El placer ciertamente no es 
pecado en sí mismo, pero con facilidad arrastra al hombre a 
olvidarse de quién es él en realidad. El hombre no puede olvidarse, 
sin grave peligro, de que tiene un cuerpo, pero mayor daño le 
causará el no querer reconocer que es ante todo espíritu. Puede 
ser más cómodo pensar que uno es un animal más, pues esto le 
quita la responsabilidad y le permite olvidarse del pasado y no 
pensar en el futuro, pero eso lo sumirá en la auto-mentira, con 
consecuencias catastróficas. 

Además el placer con suma facilidad envicia y esclaviza, y al final 
deja a quien vive para él, vacío y aislado de todo lo demás. Cuando 
llega a ser un ídolo el placer miente y degrada. Lo que antes 
gustaba, harta y aburre, y uno se ve arrastrado a buscar 
sensaciones cada vez más fuertes. Uno se sume así en un vértigo 
en el que busca olvidar los requerimientos más fundamentales de 
su auténtico ser. 

El dinero y el placer no son ídolos independientes. Han 
establecido entre sí una alianza en nuestros días. Se busca tener 
dinero para gastarlo procurándose placer, ese falso fantasma de la 
felicidad. Se busca conseguir dinero ofreciendo placer en sus 
diversas formas. Todo el consumismo está basado en este binomio. 
El trabajo humano resulta falsificado y también el sano consumo. 

¿Cuál es pues el camino de liberación de esta doble esclavitud? 
Es colocar estos dos valores en su lugar auténtico: el dinero usado 
como puente con el prójimo al compartirlo solidariamente y 
administrado como responsabilidad recibida de Dios; el placer como 
el resultado natural de la contemplación de la belleza auténtica de 
la creación de Dios y de su modesto disfrute para satisfacer las 
necesidades simples de la vida, regalo de Dios que así nos ofrece 
un pequeño anticipo de los verdaderos goces de la vida eterna con 
Él. El dolor ya no será el enemigo absoluto y por lo tanto el amor 
capaz de sacrificarse por los otros volverá a ser posible. Como nos 
dice Jesús, el que se aferra a su propia vida la perderá y el que la 
entrega gozoso por el Señor y su Reino la encontrará para la Vida 
Eterna. 


Publicado en «El Comercio»
Lima, 25 de mayo de 1997