¿HABLAR DE DIOS
en el umbral de siglo XXI?


Josep Vives


Sumario
1. Amar para creer: creer para amar 
2. El Dios que viene a rehacer la comunión 
3. La presencia permanente y eficaz de Dios entre los hombres 
4. La transparencia de una experiencia de Dios: Dios uno y trino 
5. Creer implica convertirse al amor 

Notas. 

* * * * *


1. AMAR PARA CREER: CREER PARA AMAR
ATEISMO/ZUBIRI

"Llegará seguramente la hora en que el hombre, en su íntimo y 
radical fracaso, despierte como de un sueño, encontrándose en Dios 
y cayendo en la cuenta de que su ateísmo no ha hecho sino estar en 
Dios. Entonces se encontrará religado a El, no precisamente para 
huir del mundo, de los demás y de sí mismo, sino al revés, para 
poder aguantar y sostenerse en el ser. Es que Dios no se manifiesta 
primariamente como negación, sino como fundamentación, como lo 
que hace posible existir... El hombre no encuentra a Dios 
primariamente en la dialéctica de las necesidades y de las 
indigencias. El hombre encuentra a Dios en la plenitud de su ser y de 
su vida. Lo demás es tener un triste concepto de Dios." (·Zubiri-X, El 
hombre y Dios, Madrid, 1984, p. 344).

1.1. EL DESPERTAR DE UN SUEÑO

Hay momentos en que, si nos atrevemos a ser absolutamente 
sinceros, los mismos creyentes podemos tener la sensación de que 
hablar de Dios a finales del siglo XX resulta anacrónico, "pasado". 
Cuando la ciencia ya lo ha investigado todo –aunque no haya 
resuelto todavía los misterios de todo–, ¿podemos seguir hablando 
de una extraña realidad extracósmica que nadie ha visto jamás y 
cuya existencia no es posible comprobar? ¿Podemos dejar de 
aferrarnos a un mundo que cada día ofrece nuevas posibilidades 
para refugiarnos en un Dios huidizo del cual nadie puede garantizar 
que aporte algo positivo a aquellos que afirman creer en él? 
Empeñarse en seguir hablando de Dios, ¿no es sencillamente querer 
mantener una reliquia de un pasado que ya no es nuestro? Además, 
creer o no creer en Dios, ¿establece alguna diferencia en la vida de 
los seres humanos?

Sin embargo, seguramente también hay momentos en los que 
vislumbramos con suficiente claridad que prescindir totalmente de 
Dios significaría cortar drásticamente con algo importante para 
nuestro propio sentido y el sentido del mundo. Podemos caer en la 
cuenta de que creer en Dios no es simplemente admitir la existencia 
de un extraño ser extracósmico incontrolable –al estilo de un 
superOVNI–, cuya negación no afectaría mucho nuestra existencia.

¿Abocados a la fatuidad?
Cuando me pregunto si he de creer en Dios intuyo que se trata de 
admitir o no un principio último de inteligibilidad, de sentido y de valor 
de todo, incluída la propia vida, como clave de comprensión y de 
valoración de lo que yo soy y hago y de todo aquello que me rodea. 
Creer en Dios significa, en definitiva, confesar que no puedo 
convencerme de que todo lo que acontece, lo que yo vivo, lo que 
conozco y amo sea solamente un resultado accidental del "azar o la 
necesidad". Significa no poder resignarme a que todo sea sólo "una 
historia estúpida –o fatal– contada por un idiota". Significa postular, 
desde la exigencia íntima de mi valoración y percepción de las cosas, 
que existe una última y global razón de ser y de valor y que todo no 
puede reducirse a un amasijo de cosas y acontecimientos fortuitos y, 
en definitiva, insignificantes. Intuyo que negar a Dios sería abocarme 
al absurdo, a la fatuidad o a la fatalidad, a lo radicalmente 
ininteligible. Es verdad que existen muchas cosas ininteliglibles para 
mí y aparentemente absurdas: pero creer en Dios es afirmar que no 
puedo resignarme a considerarlas radicalmente absurdas en sí 
mismas. Entre tantos enigmas y sufrimientos, existen demasiadas 
cosas buenas y bellas en este mundo como para condenarlo todo a 
las tinieblas de lo inconsistente y caótico.

¿O es que tal vez puedo atreverme a defender –con los 
positivistas de todos los tiempos– que no existe más realidad y más 
verdad que la que yo puedo ver y tocar? ¿Y quien puede asegurar la 
validez del principio idealista que afirma que la mente humana es la 
medida adecuada de toda realidad? ¿No puede existir ninguna 
realidad más allá de lo que yo puedo ver y tocar? ¿Acaso no tengo 
la obligación de sospechar que la profundidad y grandeza de la 
realidad es más de lo que yo puedo abarcar inmediatamente?

La fe en Dios surge de la capacidad de apertura a una última 
profundidad y consistencia de la verdad y del bien, más allá de lo 
que yo capto inmediatamente. Por el contrario, como decía Ortega y 
Gasset, la actitud irreligiosa "es falta de respeto hacia lo que hay 
encima de nosotros, y a nuestro lado, y más abajo"1. O, como decía 
tan profundamente Maurici Serrahima:

"La aceptación de una Causa y de un Origen misteriosos resulta 
para mí más razonable y me satisface más que la admisión de una 
misteriosa ausencia de causa y de origen, o que la afirmación, 
igualmente misteriosa, de una necesaria e insuperable ignorancia de 
toda causa y de todo origen... Viene a ser lo que afirmaba mi 
inolvidable amigo E. Mounier: "El Absurdo es absurdo". Para decirlo 
con palabras de otro gran amigo mío, J.M. Capdevila, me siento 
inclinado a preferir los Misterios de Luz a los Misterios de Tinieblas. 
Por tanto, es la misma razón, y no sólo la Fe, la que, en el momento 
de decidir sobre el fundamento de la Realidad, me lleva a admitir una 
misteriosa pero positiva Existencia absoluta, y rechazar un vacío 
caótico que sería, en definitiva, igualmente misterioso."2

En el fondo, creer significa amar. Amar tanto el mundo y las cosas, 
que resulta imposible declararlas fútiles y absurdas. Amar tanto la 
razón, que resulta imposible declararla fatalmente frustrante y 
frustrada. Amar tanto a los hombres, que resulta imposible admitir 
que sólo sean un juguete fugaz del azar inconsistente.

1.2. ENCARADOS HACIA LA TINIEBLA LUMINOSA

Si la opción de creer (cuando me pregunto por el sentido último del 
mundo y de mi propia existencia) me resulta la opción más 
razonable,sin embargo esto implica que he de tomar conciencia de 
que he de hablar de aquel último Principio, que llamamos Dios, con 
una gran cautela.

Hemos de ser conscientes de que este Dios es algo más postulado 
que realmente conocido. Lo reconocemos como el Necesario, como 
el Incognoscible en el fondo de todo aquello que conocemos, como 
la Verdad incomprensible que sustenta las verdades que 
comprendemos, como el Bien fundamental que sustenta los bienes 
que disfrutamos...

Afirmar a Dios es afirmarlo como aquello que no podemos explicar, 
como aquello que es absolutamente primero y gratuito. Dios como 
última o suprema explicación de todo, no se explica a partir de nada 
más: todo lo fundamenta sin que él mismo haya de ser 
fundamentado por nada... Por eso creer en Dios es abrirse y 
entregarse al Misterio fontal de todo; es saberse acogido en este 
Misterio de gratuidad, que no puede ser propiamente conocido, 
explicado, demostrado o probado a partir de nada, a pesar de ser 
postulado, supuesto y dado a partir de todo.

Santo Tomás lo dijo con una formulación perfecta: "Tenemos el 
supremo conocimiento de Dios cuando lo reconocemos como el 
Incognoscible, es decir, cuando reconocemos que lo que Dios es en 
sí mismo sobrepasa todo aquello que nosotros podemos conocer de 
él."3

Dios siempre ha de ser acogido como "Misterio": no aquel misterio 
de ininteligibilidad radical representado por el Absurdo, el Azar o la 
fatal Necesidad. Es un Misterio de Luz o, según la expresión de los 
antiguos, "Tiniebla Luminosa":

"No es que es Misterio supere nuestra inteligencia: es que la 
ilumina. No es que la inteligencia no encuentre nada que conocer; es 
que se escabulle de sus esfuerzos, como si resbalara sobre una 
superficie plana y brillante.

El Misterio es aquello que no procede de nosotros y que no 
podemos abarcar; y sin embargo es aquello que nos hace vivir. No 
es una barrera que se impone al impulso de nuestro intelecto 
fijándole un límite, sino una atmósfera vivificante hacia la cual se 
siente transportado y en la que encuentra, sin que pueda agotarlo, 
un aire siempre puro.

Su oscuridad no es la de la noche que ciega y no deja ver, sino 
que proviene de la limitación de nuestra capacidad para ver. Una 
limitación que va reduciéndose a medida que vamos penetrando en 
la Luz." 4

1.3. "NO TOMARÁS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO": DIOS Y LOS 
ÍDOLOS
Dios no es, pues, objeto de un conocimiento como el que podemos 
tener de las cosas que están a nuestro alcance en este mundo. Por 
eso decimos que "creemos" en Dios: Dios es objeto de fe.

Si llegamos a perder el sentido del misterio de Dios, entonces 
entramos en un terreno peligroso. Si cedemos a la pretensión de 
manipular el Misterio de Dios, de aprisionarlo en nuestros conceptos 
y esquemas –o peor todavía, en nuestros raquíticos intereses–, el 
Dios real y verdadero se escabullirá de nuestras manos. Si 
empezamos a querer comprenderlo, imaginarlo, construirlo según la 
medida de nuestra mente o de nuestro deseo, entonces, sin darnos 
cuenta, no encontraremos con "un ídolo" entre las manos, un Dios 
deformado, hecho a la medida humana.

No son ídolos solamente las figuras grotescas de piedra o madera 
que se fabricaban los llamados hombres primitivos; pueden ser 
ídolos también muchas construcciones teológicas y religiosas 
manipuladas por personas muy cultivadas y piadosas. Mucha gente 
que se cree muy religiosa quizás sólo es idólatra de su Dios, del Dios 
que ellos mismos se han hecho –o que otros les han vendido– a 
partir de prejuicios, gustos o intereses.

Lo peor de esta idolatría es que puede tener gravísimas 
consecuencias, ya que gente muy piadosa en nombre de su Dios, es 
decir, de su ídolo, puede realizar y justificar grandes perversidades:

"La palabra Dios es la más vilipendiada de las palabras humanas. 
Ninguna está tan manchada ni tan dilacerada. Las generaciones 
humanas han descargado el peso de su vida sobre esta palabra y la 
han destrozado. Yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas: 
las generaciones humanas, con sus disensiones religiosas, han 
matado y se han dejado matar por esta palabra, que lleva sobre sí 
sus huellas y su sangre. Los hombres dibujan un monigote y 
escriben debajo la palabra Dios." (Martin Buber, Eclipse de Dios)

Resulta que Dios, que tendría que ser principio de inteligibilidad y 
de sentido, puede ser fácilmente manipulado y desfigurado en 
principio de destrucción y de muerte. Por ello lo decisivo no es 
preguntar si uno cree o no cree en Dios, sino en qué Dios hemos de 
creer. Por algo la Biblia después de mandar ante todo amar a Dios 
sobre todas las cosas, mandaba seguidamente no tomar el nombre 
de Dios en vano ni hacerse imágenes de Dios. No respetar el 
Misterio de Dios, manipularlo para hacer de Dios el garante o 
defensor de nuestro intereses inconfesables, puede llegar a ser un 
juego muy peligroso.

Se ha abusado tanto de Dios en la historia religiosa de la 
humanidad que quizás no nos debería extrañar que hoy muchos se 
nieguen a creer en Dios: en su nombre se han cometido demasiados 
crímenes y perversidades.

1.4. HABLAR DE DIOS COMO EL SE NOS MANIFIESTA

Y con todo, es necesario salir a la búsqueda del Dios auténtico 
precisamente para exorcizar de una vez los falsos ídolos, las 
divinidades manipuladas por los intereses de los hombres. Son los 
falsos absolutos los que esclavizan. Sólo nos encontramos 
verdaderamente liberados cuando nos reconocemos en referencia a 
aquel último fundamento de sentido y valor del que hablábamos 
anteriormente. Es verdad que por su hondura, por su luz cegadora, 
no podemos contemplarlo fijamente tal como es; pero podemos 
intentar ver cómo su resplandor ilumina las realidades que están a 
nuestro alcance.

En definitiva, conocemos de Dios aquello que de él se manifiesta 
en las realidades o acontecimientos de nuestro mundo; o, diciéndolo 
en un lenguaje más clásico, conocemos de Dios lo que él nos ha 
revelado de sí mismo.

Cuando hablo de revelación de Dios, no pensemos de ninguna 
manera en una aparición, en un anciano de barba blanca que viene 
a soltarnos una parrafada teológica (como dicen que a veces hace la 
Virgen con los que creen tener revelaciones). Según nuestra 
tradición cristiana, Dios se nos revela en el mismo ser del mundo y 
en la realidad de las cosas, en los acontecimientos de la historia, y 
de una manera particular en Jesús de Nazaret, un hombre en el que 
sus seguidores reconocieron una presencia muy singular del mismo 
Dios.

1.4.1. Dios creador y sustentador de todo

La revelación fundamental de Dios se nos ofrece cuando lo 
reconocemos como el "creador" y sustentador de absolutamente 
todo cuanto existe o puede existir. Sin embargo, es necesario que 
precisemos qué queremos decir cuando hablamos de Dios creador. 
Actualmente se proponen diversas hipótesis científicas sobre el 
origen del universo, y algunos piensan que estas hipótesis sustituyen 
la idea de Dios creador. No es así. Los científicos intentan 
determinar los procesos y causas físicas que intervinieron en la 
formación del universo; pero Dios creador no es una causa física, 
aunque se tratara de la primera; está en otro nivel: lo postulamos 
como la razón última de ser y de sentido de todas las causas físicas 
que la ciencia pueda llegar a descubrir.

Como decía el filósofo L. Wittgenstein, creer es comprender que 
los hechos de este mundo no lo son todo y que –en el supuesto de 
que la ciencia hubiera llegado a conclusiones definitivas sobre todas 
las cuestiones que se plantea a su nivel– las preguntas más 
importantes sobre el sentido y la razón de ser última de todo 
permanecerían todavía por responder.

El famoso relato bíblico de la creación del mundo en siete días es 
claramente un relato de forma mítica, lo que no quiere decir que no 
nos revele verdades muy profundas. En una forma imaginativa, a 
propósito para ser comprendida por los pueblos de pastores a los 
que se dirigía, aquel relato indica que absolutamente todo tiene la 
última razón de ser en Dios, que el mundo es bueno en su totalidad 
(excluyendo los sistemas dualistas que afirmaban un doble principio, 
el del Bien y el del Mal); que el mundo no es algo totalmente caótico 
o errático, sino algo básicamente orientado hacia una finalidad.

1.4.2. La imagen y semejanza de Dios

Si lo observamos atentamente, el relato bíblico de la creación, más 
que una cosmogonía, pretende ser una antropología: más que 
explicar la génesis del mundo quiere explicar cuál es la situación del 
hombre en el mundo. Según este relato el hombre no es –como 
pretendían algunas teorías de los antiguos– un fragmento de la 
misma sustancia divina caída accidentalmente y degradada por el 
contacto con la materia. El hombre es un ser querido –amado– por 
Dios como "alguien" distinto de sí mismo, pero con capacidad de 
establecer una relación con él. Este es el sentido de las bellas 
expresiones que nos dicen que Dios creó al hombre "a su imagen" e 
infundió en él su mismo aliento. Toda la forma del relato es mítica y 
simbólica, pero maravillosamente expresiva y sugerente. Dios hace al 
hombre a su imagen, libre y responsable de su propia existencia, en 
el uso de todas las cosas de este mundo que le están sometidas.

Dios es creador no porque le haya parecido bien que hubieran 
"cosas", no sabemos por qué motivo: es creador porque ha deseado 
que existieran "hombres y mujeres"5, a su imagen, capaces de entrar 
en comunión y en relación con él.

La creación no es solamente una obra de el poder de un Dios que 
quiere lucirse haciendo cosas maravillosas; es la obra de amor de un 
Dios que decide hacer un "otro" que sí mismo, para iniciar con él una 
historia de amor. La palabra creadora es una palabra amorosa que 
nos revela ya algo del Dios Amor y que reclama fundamentalmente 
una respuesta amorosa de la criatura hecha tan gratuitamente y tan 
impensablemente a su imagen.

1.4.3. Un Dios extrañamente comprometido con los hombres

Sin embargo, puede parecer como si a Dios se le hubieran torcido 
sus proyectos. Si damos un vistazo a la historia de la humanidad, 
podremos verla como una extraña mezcla de grandes realizaciones y 
de catástrofes inexplicables, de acciones maravillosas de la historia 
humana y de crímenes y aberraciones inconcebibles.

La misma historia bíblica recoge esta realidad desde las primeras 
páginas: pensemos en el relato –también con forma mítica– de la 
tentación y caída en el paraíso, o en los relatos del homicidio de 
Caín, del diluvio y en tantos testimonios de maldad o desgracia que 
llenan la Biblia. Incluso en ocasiones hay gente que se extraña de 
que la Biblia relate tantas historias aberrantes y escandalosas.
Sin embargo la Biblia, precisamente a través de estas historias, 
parece querer constatar sobre todo una cosa: 
Dios ama este mundo y a estos hombres tan contrahechos, tan 
perversos a veces, tan degradados. Los ama, los acompaña, los 
desafía, los estimula, les promete una vida mejor y se compromete 
con ellos para que puedan conseguirla.

Diríamos que, aunque los hombres lo decepcionan 
constantemente, Dios tiene fe en los hombres: entre los múltiples 
atributos y características de la imagen bíblica de Dios –que lo 
presentan bajo aspectos muy diversos e incluso aparentemente 
contradictorios– al final sobresalen siempre dos rasgos que lo 
explican todo: misericordia et fidelitas.

Dios es amor capaz de compadecerse y amar incluso al que es 
indigno de ello; y Dios es amor fiel, incondicional, indestructible. ¿No 
es ésta la clave para interpretar las historias –tan diversas y tan 
semejantes– de Noé, de Abraham, de Jacob y sus hijos, de Moisés y 
el pueblo errante, de los Jueces, de los profetas...? Dios respeta la 
libertad de los hombres: el amor no se puede imponer, sólo se puede 
ofrecer. Y los hombres van a la suya: diríamos que sólo le dan a Dios 
decepciones. Pero Dios permanece firme: no pierde la ilusión ni 
rechaza el compromiso con su pueblo. ¡Qué Dios tan extraño, como 
perdido entre su omnipotencia creadora y la impotencia del amor!


2. EL DIOS QUE VIENE A REHACER LA COMUNIÓN

La tradición cristiana todavía nos da una visión más extraña de 
Dios: Dios, que es aquel primer Principio creador y sustentador de 
absolutamente todo lo que existe en el mundo, pero que por eso 
mismo no es nada de este mundo, se hace presente de una manera 
particular en este mundo y entre nosotros.

2.1. DIOS ENTRE NOSOTROS

Según la tradición cristiana, un día, en tiempos del emperador 
Tiberio, apareció en la remota Galilea un hombre singular llamado 
Jesús. Su figura podía parecerse a la de uno de los antiguos 
profetas que hablaban de parte de Dios reconviniendo a los hombres 
por sus pecados y exhortándolos a convertirse; pero su mensaje 
tenía un tono diferente.

Jesús decía, en nombre de Dios, que había llegado la hora de una 
nueva época; que con él comenzaba "el Reino de Dios", una nueva 
forma de vida humana basada en el reconocimiento de Dios como 
Padre de todos. Decía que lo que este Dios Padre quería ante todo 
no era el cumplimiento minucioso de las complicadas prácticas 
rituales y legales el propugnaba el judaísmo tradicional, sino la 
realización de una fraternidad efectiva en el amor entre todos los 
hombres hijos del mismo Dios.

Decía que Dios es Padre acogedor de todos, que ama no sólo a 
los justos según el sistema legal, sino también, y todavía más, a los 
pecadores y desgraciados. Decía que hay más gozo en el cielo por 
un pecador que se acoge a la bondad del Padre, que por noventa 
nueve justos que creen no necesitar arrepentirse. Y lo explicaba 
hablando de un padre a quien un hijo, abandonando la casa, había 
despilfarrado toda la herencia en tierras lejanas: el padre siempre 
esperaba su regreso, y cuando finalmente volvió lo celebró con gran 
gozo y un gran banquete, porque había recuperado un hijo que 
amaba mucho. El gozo de Dios, decía Jesús, es "recuperar lo que se 
le había perdido", como el gozo del pastor es recuperar la oveja 
perdida. Y lo que a Dios se le había perdido eran los hombres 
dispersos tras mil fruslerías y peleándose y destrozándose entre 
ellos, mientras olvidaban que eran hijos del Dios Padre bueno y que 
el verdadero gozo de sus vidas sólo podía encontrarse viviendo en la 
bella casa familiar, en fraternidad con los hermanos.

2.2 "MI PADRE Y VUESTRO PADRE"

Todavía hay algo más: Jesús no predicaba esto al estilo de los 
antiguos profetas, transmitiendo un mensaje de parte de un Dios 
lejano.

El, que enseñaba que Dios es nuestro Padre, se dirige a Dios 
como a su Padre llamándole "Abba", palabra familiar que en arameo 
denota una intimidad muy peculiar. Sus seguidores estaban 
escandalizados: nadie se había atrevido jamás a dirigirse al Señor de 
Israel con semejante confianza. Jesús se presenta como Hijo enviado 
por Dios, su Padre, y llega a decir que "nadie conoce al Padre sino el 
Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar". Actúa en nombre de 
Dios, como presencia del mismo Dios entre los hombres: su gozo es 
el mismo gozo de Dios por recuperar lo que se le había perdido; y 
por eso se presenta acogiendo, en nombre de Dios y con la bondad 
de Dios, a los pecadores, las prostitutas, los descarriados, los 
marginados y excluídos de la piadosa sociedad de los judíos. 
Defendía con palabras y obras que es más importante atender a un 
hermano necesitado que santificar el día festivo.

Los maestros de Israel estaban enfurecidos: aquel profeta se 
presentaba transgrediendo, en nombre de Dios, todos los valores de 
la Ley y de la antigua religión. Pero el pueblo lo aclamaba 
fervorosamente, porque nunca se había visto a nadie que hablara 
tan bien y con tanta fuerza de la bondad de Dios.

Aquel profeta, reconocido como Emmanuel, –"Dios con nosotros"–, 
rompía todos los esquemas humanos sobre un Dios lejano, 
dominador y justiciero, para revelar al verdadero Dios viviente con 
rostro de Dios Padre, manifestado en las actitudes básicas de 
acogida, de perdón, de solidaridad, de amor gratuito, fiel, 
incondicional.

No es extraño que las autoridades religiosas desearan eliminarlo. 
Pero mientras tanto sus discípulos habían llegado a la íntima 
convicción de que aquel maestro no era solamente un profeta más 
en la serie de hombres inspirados que habían hablado en nombre de 
Dios. Era la presencia de Dios mismo en forma humana. Era el "Hijo 
de Dios", "el Enviado", "el Señor", "la Palabra" de Dios Padre: por él 
Dios mismo se había hecho presente entre los hombres. Uno de los 
autores del Nuevo Testamento lo diría de forma más precisa: "En él 
habitaba la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2,9). Es así 
como Jesús, no sólo anunciaba el nuevo Reino de Dios, sino que lo 
hacía ya presente y efectivo con su ser y su actuar.

La muerte violenta de Jesús en manos de sus enemigos provocó 
un momento de crisis en la fe incipiente de los discípulos. Una crisis 
que se superó cuando, al cabo de pocos días, experimentaron de 
forma indudable que Jesús se les hacía presente para testimoniarles 
que había vencido a la muerte; a pesar de haber realmente muerto, 
él vivía y no los abandonaría, sino que continuaría presente y 
actuante entre ellos de una nueva forma. 

Los discípulos quedaron confirmados así definitivamente en la 
maravillosa experiencia que habían tenido conviviendo con Jesús. 
Ahora sí que no podían dudar: Jesús era Hijo de Dios, enviado de 
Dios, resucitado por la acción de Dios, su Padre.

El recuerdo de aquella experiencia daba nueva vida a los 
discípulos. Uno de ellos rememoraba lo que Jesús había sido para 
ellos: "El que me ve a mi, ve al Padre". "El Padre es más que yo", 
pero "Yo y el padre somos una misma realidad". "Yo sólo hago lo que 
veo hacer al Padre". "Mis palabras no son mías, sino del Padre que 
me ha enviado". "En la casa de mi Padre hay muchas estancias: me 
voy al Padre a prepararos un lugar junto a él". "Yo estaré con 
vosotros todos los días hasta el fin del mundo"...

Los discípulos se percataban de que convivir con Jesús había sido 
una experiencia insospechada: en él, Dios mismo se había hecho 
presente y actuante en forma humana. A través de él había 
descubierto de una manera nueva cómo amaba Dios a los hombres. 
Por eso sin dudarlo: declararon a Jesús Cristo, Dios y Señor, 
viviente, sentado para siempre, con el poder de Dios, a la derecha 
del Padre.


3. LA PRESENCIA PERMANENTE Y EFICAZ DE DIOS ENTRE LOS 
HOMBRES

La experiencia de los discípulos no acabó aquí. Jesús les había 
prometido que, cuando él faltara, les enviaría, de parte del Padre, su 
Fuerza, su Espíritu, que no les dejaría solos ni huérfanos, que les 
iría enseñando lo que todavía no habían podido entender.

El significado de esta promesa lo comprendieron cuando, después 
de algún tiempo, estando todavía invadidos por el miedo y la 
inseguridad, experimentaron, incluso con signos visibles, una fuerza 
extraordinaria de Dios para salir a predicar lo que Jesús había sido y 
significado, y para constituirse en grupo que quería vivir según los 
principios de aquel Reino de Dios y de aquella fraternidad que Jesús 
había anunciado.

3.1. EL ESPÍRITU, SEÑOR Y DADOR DE VIDA

La fuerza del Espíritu de Dios que Jesús había prometido se 
dejaba sentir cada vez más con efectos extraordinarios: muchos, no 
sólo judíos sino también paganos, se sentían impulsados a creer en 
Jesús y a vivir según su enseñanza: compartían lo que tenían con los 
más pobres, se ayudaban en sus necesidades y vivían una 
autenticidad de vida desconocida hasta entonces. El grupo de los 
seguidores de Jesús aumentaba a pesar de las persecuciones.

Entonces los discípulos finalmente tomaron plena conciencia de 
algo que había estado realmente presente desde el principio: Jesús 
no había sido un profeta, por así decirlo, esporádico, que se 
presentó para comunicar la voluntad de Dios en un momento 
determinado, para dar una nueva "ley" o para interpretar el sentido 
de la ley antigua. Jesús había venido para inaugurar una nueva era 
en las relaciones de los hombres con Dios, una era que se podría 
caracterizar como "la era del Espíritu". Ante todo, Jesús había sido el 
portador del Espíritu al mundo, el portador de una presencia nueva 
de Dios entre los hombres, mucho más íntima y eficaz que la antigua 
presencia a través de la Ley y los profetas.

El "verdadero don" de Dios
El evangelista Juan lo resume magníficamente al final del prólogo 
de su evangelio: "La Ley fue dada por Moisés, pero el verdadero don 
nos ha llegado con Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto nunca: su Hijo 
único, que es Dios y está en el seno del Padre, es quien nos lo ha 
revelado" (Jn 1,17 18). La Ley era un conjunto de prescripciones que 
venían de parte de Dios, pero no era el verdadero don de Dios. El 
"verdadero don de Dios" (literalmente, "el don y la verdad") es el 
Espíritu Santo, autodonación de Dios a los hombres, por la cual ya 
no se nos manda, como desde fuera, qué hemos de hacer, sino que 
la vida y la fuerza de Dios se interioriza en nosotros, constituye 
nuestra vida y fuerza, y así nos transforma.

De esta forma nos revela Jesús quien es Dios para nosotros: a 
Dios nadie lo podrá ver jamás en este mundo, pero sabemos que 
Dios es Aquel que se nos quiere comunicar, que quiere darse 
ofreciéndonos "el don verdadero" de la verdadera comunión de vida 
con él. Ser cristiano, según esto, no es solamente creer en Dios e 
intentar cumplir los mandamientos: es, más radicalmente, vivir del 
Espíritu de Jesús, dejarse conducir por él.

Esto lo reconocieron los discípulos a partir de la propia experiencia 
del Espíritu y reflexionando sobre lo que el mismo Jesús les había 
dicho. Recordaban cómo en la presentación pública de Jesús, en su 
bautismo, mientras el Padre declaraba que Jesús era su Hijo amado, 
el espíritu bajaba sobre él bajo el símbolo de una paloma: era una 
manera plástica y bella de decir que se presentaba como el hijo de 
Dios Padre, poseído por el Espíritu y portador del Espíritu; (era 
además una bella manera de sugerir cómo en el bautismo de cada 
cristiano, éste es declarado también hijo de Dios y portador de su 
Espíritu).

Los discípulos recordaban también como, en un momento de 
exaltación sobre su misión, Jesús les había dicho: "El que tenga sed 
que venga a mí y beba: brotarán de su interior ríos de agua viva". El 
evangelista añade: "Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que 
recibirían los que creyeran en él"(Jn 7,39). Y recordaban también 
cómo Jesús había dicho a un discípulo de buena fe que necesitaba 
nacer de nuevo; y como el discípulo no podía entender la manera de 
hacerlo, Jesús le replicó: "Nadie puede entrar en el Reino de Dios si 
no nace del agua y del Espíritu: de la carne nace carne, del Espíritu 
nace Espíritu" (Jn 3,5). Era una manera de decir que la vida natural 
es una vida recibida de los padres biológicos; pero que es necesario 
entrar en una nueva vida superior que es don y efecto de la acción 
del Espíritu de Dios simbolizada en el bautismo de agua.

Y recordaban todavía los discípulos, que el primer día que se les 
presentó resucitado, se despidió infundiendo el aliento sobre ellos y 
diciéndoles: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22): un gesto con el 
que visualmente quería mostrar que, aunque él se iba, les dejaba la 
fuerza del Espíritu. Otro evangelista coloca como las últimas palabras 
de Jesús: "Id a todos los pueblos y hacedlos discípulos míos, 
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" 
(Mt 28,18).

De este mandamiento surgirá la Iglesia, que congrega a todos los 
que son hijos de un mismo Dios, bautizados en esta triple invocación 
de Dios.

El Espíritu, fuerza del mismo Dios en el hombre
El apóstol Pablo, que no había conocido personalmente a Jesús, 
había comprendido a partir de la experiencia de su conversión que la 
vida cristiana es un crecimiento de la vida del Espíritu en nosotros. 
El, que había experimentado muy dolorosamente que era imposible 
para el hombre cumplir la Ley antigua, declara que el Evangelio, en 
cambio, es "fuerza de Dios capaz de salvar a todo el que confía en 
él" (Rm 1,16). Y esto es así porque el Evangelio es "la ley del 
Espíritu que da vida en Jesucristo y es capaz de liberar del pecado y 
de la muerte". Vivir el Evangelio es: 

"vivir, no siguiendo cualquier deseo terrenal, sino siguiendo el 
Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros; mientras que 
si alguno no posee el Espíritu de Cristo, éste no sería cristiano... Si 
habita en vosotros el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre 
los muertos, también, gracias a su Espíritu el que resucitó a Jesús de 
entre los muertos, dará vida a vuestros cuerpos mortales" (Rm 
8,2ss).

Esta es la nueva fuerza del Espíritu que el cristiano recibe en el 
bautismo: lo hace capaz de superar los deseos terrenales y le da 
una nueva vida que no estará sometida a la muerte. "Los que se 
dejan guiar por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rm 
8,14).

"En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo... para que 
liberara a los que vivían bajo la Ley y recibieran la condición de hijos: 
y la garantía de que somos hijos, es que Dios ha enviado a nuestros 
corazones el Espíritu de su Hijo, que nos hace gritar ¡Abba, Padre!. 
Y así ya no somos esclavos, sino hijos, y, por tanto, herederos por 
obra de Dios" (Gál 4,4ss). 

Desde la convicción profunda de que Dios se nos ha dado 
gratuitamente y totalmente en el don del Espíritu, nosotros podemos 
tener plena confianza en él. Creer en Dios no es ya sentirnos con 
temor esclavos de un amo caprichoso y riguroso; es sentirnos hijos 
de un Padre que nos ama incondicionalmente, como aquel padre del 
hijo pródigo del evangelio. Por eso, añadirá Pablo, el Espíritu nos 
hace libres, movidos no por el miedo a la Ley o al castigo, sino 
movidos por la propia decisión interior del Espíritu que actúa en 
nosotros:

"Habéis sido llamados a la libertad; eso sí, esta libertad no quiere 
decir una excusa para abandonaros a cualquier deseo egoísta, sino 
que consiste en la disponibilidad para serviros por amor –es decir, 
por propio impulso interior– los unos a los otros, ya que toda la Ley 
se cumple en un solo precepto: ama a los demás como a tí mismo... 
Comportaos de acuerdo con el Espíritu y ya no querréis satisfacer 
vuestros deseos egoístas" (Gál 13ss).

En definitiva, vivir en el Espíritu es, por la fueza de Dios y más allá 
de nuestras fuerzas, ser capaces de amar como él ama. El Dios 
cristiano se revela así como el Dios que es esecialmente amor; que 
por amor se nos da a través de Jesucristo por el Espíritu, 
haciéndonos participar de su mismo impulso de amor para quererlo y 
querernos.

3.2 CREER EN DIOS, PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO

La experiencia de Jesús de Nazaret y la experiencia del Espíritu 
prometido por Jesús aportaron una nueva revelación de Dios, una 
nueva manera de ver la realidad de Dios y su relación con los 
hombres. Verdaderamente, como decía San Pablo, los hombres que 
se habían sentido esclavos bajo oscuros poderes divinos descubrían 
que podían sentirse hijos libres del Dios Padre revelado por Jesús y 
comunicado vivencialmente por el Espíritu; los que se destrozaban 
mutuamente como enemigos movidos por sus intereses egoístas 
descubrían el gozo nuevo de vivir como hermanos dispuestos a 
compartirlo todo en sencilla fraternidad. Los seguidores de Jesús 
descubrían que la fe en Dios era una experiencia humanizante y 
liberadora. Esto explica por qué el cristianismo se expandió tan 
rápidamente, y sin medios extraordinarios, desde el pequeño núcleo 
de Palestina a todo el mundo mediterráneo.

Esta nueva experiencia de un Dios de fraternidad y liberación se 
manifestaba en las oraciones y expresiones de fe de aquellos 
primeros cristianos. Muy pronto aparece como forma inmutable para 
finalizar la oración la invocación a Dios Padre "por Jesucristo, en el 
Espíritu Santo", o bien la expresión de alabanza "Gloria al Padre y al 
Hijo y al Espíritu Santo". Muy pronto también los cristianos 
comenzaron a sintetizar su fe en Credos de estructura ternaria 
básicamente invariable. "Creemos en Dios, Padre todopoderoso, 
creador...; y en Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado...; y en el 
Espíritu Santo que actúa en la Iglesia..." Pueden variar ligeramente 
las expresiones, pero la afirmación de la triple realidad divina que era 
objeto de fe desde el bautismo permanece inmutable.

De esta manera las comunidades viven de la fe en la salvación 
que viene de Dios Padre, promulgada y presente a través de su Hijo 
Jesús y realizada permanentemente por la fuerza del Espíritu 
ofrecido a los creyentes en el bautismo.

Es evidente que la confesión en la triple realidad de Dios no 
implica de ninguna manera una confesión triteísta: gente que 
provenía del estricto monoteísmo judaico jamás hubiera pensado en 
renunciar a la afirmación del único Dios Señor del cielo y de la tierra. 
Pero era inevitable que pronto hubiera personas que preguntaran 
cómo se compaginaba la afirmación del Dios único con la afirmación 
de su triple manifestación, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El pagano 
Celso, filósofo hostil al cristianismo, escribía hacia el año 170 que los 
cristianos serían respetables "si no adoraran más que al Dios único; 
pero adoran también desmesuradamente a este hombre (Jesús) que 
vivió hace poco, y pretenden que no es contrario a Dios adorar así a 
un servidor suyo".

La cuestión estaba planteada: ¿cómo es posible profesar la fe en 
un Dios único y confesar a la vez tres realidades divinas, Padre, Hijo 
y Espíritu Santo? Es así como comienza a formularse una teología 
trinitaria.


4. LA TRANSPARENCIA DE UNA EXPERIENCIA DE DIOS: DIOS 
UNO Y TRINO

Quisiera comenzar remarcando una cosa: la fe en Dios, Padre, Hijo 
y Espíritu Santo proviene de una experiencia que es anterior a la 
explicación de cómo un sólo Dios puede ser Padre, Hijo y Espíritu 
Santo. Es decir, la fe precede a la explicación, a la teología.

4.1. LA EXTRAÑA TRIUNIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS

TRI/UNIDAD: La doctrina trinitaria no surgirá como resultado de 
una especulación teológica de algunas mentes penetrantes sobre lo 
que puede ser Dios en sí mismo, sino que será el resultado de una 
necesidad de formular y explicar, en la medida de lo posible, la 
experiencia de Dios que habían tenido aquellos que reconocieron la 
presencia de Dios mismo en Jesús de Nazaret y creyeron que Dios 
mismo actuaba entre los hombres con la acción de su Espíritu.

Será precisamente la capacidad de perseverar en la fidelidad a 
esta experiencia originaria lo que determinará la aceptación o el 
rechazo de determinadas expresiones teológicas posteriores. Serán 
aceptadas las fórmulas que sean coherentes con aquella experiencia 
y se rechazarán las que aparecen incapaces de preservarla.

Como ya hemos remarcado, los cristianos viven de la convicción 
que en "la encarnación" del Hijo y en la "gracia" o efusión del Espíritu 
han tenido una singular experiencia de Dios mismo. Jesús y el 
Espíritu no son para ellos mediaciones extrínsecas de Dios, a través 
de las que Dios se comunicaría a los hombres como lo había hecho, 
por ejemplo, a través de la Ley o los profetas: son Dios mismo que, 
para salvar a los hombres, se les comunica desde el seno de su 
divinidad. Se trata de acoger una original propuesta salvífica de 
Dios, que se presenta queriendo hacerse presente y actuante entre 
los hombres por medio de Jesús y por su Espíritu.

Esto lleva a tener que pensar a Dios de una manera nueva: Dios 
no es "el trascendente", el Ser remoto, inaccesible, cerrado sobre sí 
mismo en eterna soledad. Por la experiencia de la comunicación de 
Dios en Jesús y en el Espíritu se levanta una puntita del velo que 
esconde la realidad inefable de la divinidad y vislumbramos que Dios 
ha de ser más bien Aquel que tiene su gozo y su plentitud en 
comunicarse, en darse, en vivir y amar como quiere, con soberana 
libertad: previamente a la creación y a la acción temporal en el 
mundo, Dios es esencialmente y eternamente vida y comunión de 
vida en el intercambio inefable de los tres que llamamos Padre, Hijo y 
Espíritu. Puesto que Dios es en sí mismo, eternamente y 
esencialmente comunión y comunicación de vida, podrá 
comunicársenos, haciéndonos participar, por el Hijo y por el Espíritu, 
de su propia vida eterna.

4.2. ALGUNAS CONCEPCIONES DEMASIADO SIMPLES

1. Resultaba tentador querer resolver la cuestión trinitaria de una 
manera simple y lógica. Por ejemplo, algunos querían resolver todo 
el problema diciendo que Padre, Hijo y Espíritu eran sólo tres 
nombres o, como mucho, tres modos o formas de manifestación del 
único Dios indiviso e indivisible. Se trataba de una interpretación 
nominalista: la realidad de Dios es única e indivisa, pero podemos 
aplicarle tres nombres según las circunstancias. De este modo se 
salvaría la estricta unicidad de Dios y también la tradición de 
referirnos a él con una triple denominación. 6 (Temo que la mayoría 
de cristianos actuales más bien piensan inconscientemente la 
Trinidad de esta manera nominalista...)

Pronto se vio que esta solución resultaba inaceptable, 
sencillamente porque despojaba de sentido prácticamente todo el 
Nuevo Testamento, además de ser incompatible con la experiencia 
cristiana originaria. En efecto, si Padre, Hijo y Espíritu solamente son 
tres nombres –o tres manifestaciones– de una misma e idéntica 
realidad, ¿qué sentido tiene decir que el Padre ha enviado al Hijo, o 
que el Padre y el Hijo envían al Espíritu, o que el Hijo nos lleva al 
Padre...? El Nuevo Testamento supone con toda claridad una 
distinción real entre estas realidades. La experiencia de los primeros 
cristianos había reconocido en Jesús algo divino procedente de Dios 
Padre, enviado del Padre, pero, por esto mismo distinto de él. Y lo 
mismo podría decirse del Espíritu.

2. Otro intento simplista de hacer compatible la afirmación de un 
único Dios con el uso tradicional de las tres denominaciones divinas 
recibió el nombre de subordinacionismo: se afirmaba que sólo el 
Padre podía considerarse Dios en un sentido propio y estricto. El Hijo 
y el Espíritu serían realidades inferiores a Dios, seres intermediarios 
entre Dios y el hombre y, como decía Arrio, el más famoso defensor 
de esta interpretación, en definitiva pertenecientes al ámbito de lo 
temporal y creado, no al ámbito propiamente eterno y divino. Esta 
propuesta fue rechazada –a lo largo de largas disputas– porque 
tampoco expresaba adecuadamente la experiencia originaria de 
Jesús y del Espíritu.

En efecto, los primeros seguidores de Jesús llegaron, sobre todo a 
partir de su resurrección, a la íntima convicción de que Jesús era 
alguien venido de Dios mismo, presencia del Dios eterno entre 
nosotros, autodonación de Dios a los hombres. Era una experiencia 
que cristalizó en expresiones como:

"Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único" (Jn 
3,16); o bien: "Jesucristo, que era de condición divina, no se 
mantuvo celosamente en su igualdad con Dios, sino que se 
anonadó, tomando la forma de esclavo y haciéndose semejante a los 
hombres; se abajó a ser tenido por un hombre cualquiera, obediente 
hasta la muerte, y una muerte de cruz..." (Fil 2,6ss);

"Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo único, 
nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para que liberara a los que 
vivíamos bajo la Ley y recibiéramos la condición de hijos. Y la prueba 
de que somos hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el 
Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!" (Gál 4,4ss).

La experiencia cristiana había sido que algo de Dios mismo, del 
mismo seno de Dios, había entrado en nuestra historia actuando en 
ella. Precisamente por esto la presencia del Hijo y del Espíritu tenía 
una nueva fuerza salvadora. El autor del prólogo del cuarto 
evangelio lo expresa ya con una fórmula de amplios horizontes:

"En el principio existía la Palabra: la Palabra estaba junto a Dios y 
la Palabra era Dios... Y la Palabra se hizo carne y acampó entre 
nosotros: y nosotros hemos visto su gloria: la gloria del Unigénito del 
Padre, lleno de gracia y de verdad..." (Jn 1,1ss)

Reducir el Hijo y el Espíritu al ámbito de criaturas intermediarias 
–por muy elevadas que fueran– no sólo contradecía estos textos, 
sino también el sentido profundo de la salvación que estos textos 
suponen.

¿Podemos afirmar todavía, como había creído la tradición, que 
somos salvados porque Dios mismo se ha encarnado y ha entrado 
en nuestra historia transformándola? ¿Alguien que no fuera el Hijo 
de Dios, Dios de Dios, nos podría permitir llamar a Dios "Padre"? 
¿Quién fuera del Espíritu de Dios nos puede hacer participar en una 
comunión inefable en la que se realiza nuestra salvación?

Si el Hijo y el Espíritu son inferiores a Dios, tendríamos que decir 
que no ha existido verdadera comunicación de Dios; desaparece la 
especificidad de la experiencia cristiana y nos quedamos, al igual 
que en el Antiguo Testamento, en una relación con un Dios lejano e 
inasequible, a través de unos intermediarios que no irían mucho más 
allá que Moisés o los profetas. 

4.3. LA COMUNIÓN EN EL MISMO CORAZÓN DE DIOS

La experiencia de Dios que los primeros cristianos realizaron en 
Jesús y en el Espíritu nos obliga a modificar las anticipaciones que 
nosotros haríamos sobre el ser de Dios. Nosotros tendemos a 
objetivar a Dios considerándolo un "objeto supremo", supracósmico, 
sustancia suprema, autosuficiente, eterna, simple, inmutable, 
impasible. Si no vamos con cuidado quizás, sin darnos cuenta, 
llegaríamos a pensar a Dios como una "cosa" suprema, estática, 
inerte, estéril... a costa de tanta simplicidad e impasibilidad.

El cristianismo, en cambio, a partir de la experiencia de Jesús y del 
Espíritu, nos lleva a pensar a Dios dentro de un sistema simbólico en 
el que Dios es Padre, principio de vida, de comunicación, de amor, 
que eternamente se expresa y se da al que es Hijo, término eterno 
de comunicación de la propia vida, en una comunión que se 
consuma en el Espíritu Santo, vida increada y divina, amor y don que 
se ofrecen mutuamente el Padre y el Hijo. Los tres constituyen en 
autoimplicación esencial, eterna e inseparable, la plenitud de ser del 
Dios único.

Los teólogos intentarán elaborar este sistema simbólico básico: 
hablarán de una naturaleza o esencia en tres personas, de la 
manera de concebir las relaciones intratinitarias "ad intra" y "ad 
extra", etc. Los conceptos y el lenguaje humano resultan siempre 
insuficientes, (como lo es todo sistema simbólico), pero necesarios 
para preservar la realidad de la comunicación de Dios que se 
encuentra en el origen del cristianismo.

La terminología de la teología trinitaria, con toda su limitación, nos 
permite intuir algo muy importante sobre Dios. En Dios existe cierto 
dinamismo interno y eterno de comunión perfecta, que hace que 
Dios sea uno y múltiple simultánemente, unidad y comunidad. Así 
vislumbramos que Dios, más que ser o sustancia, es Fecundidad 
eterna, Principio de vida. 
Dios es ciertamente uno, pero con una unidad vital, en la que la 
vida divina se comunica a partir de su Fuente (Padre) al Hijo (con 
una comunicación tan plena y total que el Hijo tiene efectivamente 
todo lo que tiene el Padre) y es poseída gozosamente por uno y otro 
en el Espíritu, que es gozo, fruto y encuentro entre los dos.

Así Dios se nos presenta simultáneamente como uno y como 
comunión: unidad de comunión vital perfecta, en la que cada uno 
posee todo lo que el otro tiene; en la que cada uno se afirma, no al 
margen del otro, sino por donación del otro, porque la esencia de 
Dios es comunicarse, darse, entregarse, amar... y siendo así es 
como Dios es el Dios viviente por toda la eternidad.

El nuevo Catecismo de la Igleia Católica (n.254) dice, con una 
bella frase de una antigua confesión, que "Dios es único, pero no 
solitario". Un Dios solitario sería un Dios muy triste. ¿Cómo 
podríamos imaginar a Dios viviendo en soledad eterna e inactiva 
durante toda la eternidad previamente a la creación del mundo? 
¿Cuál puede ser su actividad propia, esencial, necesaria, a parte de 
su libre acción creadora? No podemos pensar que Dios sólo se 
comunica con nuestro mundo: eso haría a Dios dependiente de la 
creación para poder subsistir como Dios viviente. No. Dios no puede 
ser un eterno solitario que busca en nuestro mundo una salida a su 
aburrida soledad... La experiencia de Cristo y del Espíritu nos han 
ayudado a entrever que Dios es eterna comunión.

4.4. DIOS QUIERE LA COMUNIÓN EN EL CORAZÓN DE LOS 
HOMBRES

El Dios comunión no sólo resulta más plausible que el rígido 
Absoluto de las filosofías, sino que es el único Dios que el hombre 
puede realmente tolerar. Como ya veía Sartre, el Absoluto aplastaría 
al hombre, no le dejaría espacio vital. La simbólica trinitaria del Dios 
de vida y amor atenua la dureza insoportable del Ser Necesario y 
Absoluto, que todo lo sometería a la ciega necesidad de la fatalidad. 
El Dios cristiano no es el Absoluto incondicionado, sino el 
eternamente autocondicionado a la vida, al amor, al bien, a la 
comunión: esta es la aportación de la simbólica de la Trinidad. Dios, 
siendo esencialmente comunión, hace surgir la creación como el 
lugar de expansión de la comunión trinitaria original, colocando al 
hombre como ser a imagen del mismo Dios Trinidad, hecho para la 
comunión.

La simbólica trinitaria nos muestra que al principio de todo no 
existe el Uno exluyente, sino la Comunión; no el Ser, sino el Bien; no 
la Fatalidad o la Arbitrariedad, sino el Amor; no existe al principio el 
Poder, sino la Igualdad radical en distinción real. El Dios a cuya 
imagen hemos sido creados es un Dios que se realiza eternamente 
en un entramado de relaciones "interpersonales", que se sustentan 
en la alteridad sin antagonismo, que se fundamentan en la 
afirmación y acogida del otro sin posesión o dominación.

La filosofía occidental a menudo ha considerado a la persona 
humana como el ser que se afirma frente al otro que le condiciona y 
limita. Por eso algunos afirman que la categoría de persona no es 
aplicable a Dios (Fichte). Pero la consideración de la comunión 
trinitaria nos puede ayudar a descubrir que el otro no es 
necesariamente como el muro que me limita o el obstáculo que me 
estorba, sino la apertura que me posibilita, me acoge y enriquece, o 
bien como el espejo en el que reconozco mi propia imagen, con la 
constatación de que su realización es verdaderamente la mía, y la 
mía es al mismo tiempo la suya.

La persona es el ser de la comunión, en y para la comunión: una 
comunión que es perfecta y total en Dios, y que esperamos que se 
realice plenamente en nosotros cuando el mismo Dios nos llame a 
participar plenamente de su propia vida. La persona humana, creada 
a imagen del Dios Trinidad, es invitada a vivir a semejanza de la 
Trinidad. Se ha de realizar, no en la afirmación de sí misma contra 
los otros, sino en la relación y en la comunión más perfecta posible 
con los demás –a pesar de los límites que imponen la temporalidad y 
la materialidad–, convencida de que el ser, el bien y el gozo del otro 
son verdaderamente su propio ser y bien.

4.5. LA TRINIDAD, ¿PROGRAMA SOCIAL?

Intentando responder a la inhumanidad del comunismo, los 
eslavófilos proclamaban hace años: "Nuestro programa social es la 
Trinidad". Quizás la Trinidad no es exactamente un programa social, 
pero sí que se encuentran en ella las bases más sólidas para 
defender un nuevo concepto de hombre y de sociedad. La teología 
trinitaria reciente ha puesto en relieve la relación que existe entre la 
doctrina trinitaria y el Reino de Dios, "así en la tierra como en el 
cielo"7. El Reino es la nueva época en la que se reconoce la 
paternidad efectiva de Dios sobre todos nosotros en la efectiva y 
práctica vivencia de la fraternidad, tal como Jesús nos enseñó, y por 
la fuerza del Espíritu. Creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo no 
es afirmar un dogma teórico, un incomprensible rompecabezas. Es 
reconocer que: 

"el misterio de la Trinidad nos ha abierto una perspectiva 
completamente nueva: que el fondo del ser es comunión... Si 
podemos superar todas las crisis que nos llevarían a desesperar de 
la aventura humana es porque, gracias a la revelación de este 
misterio, nos sabemos amados". 8

De esta nueva perspectiva tendría que vivir la Iglesia, que tendría 
que ser toda comunión y promotora de comunión a imagen de la 
Trinidad. Este valor, el de la primacía de la comunión, debería ser la 
aportación específica que el cristianismo, por todos los medios 
posibles, tendría que hacer realidad en nuestro mundo tan 
destrozado por la violencia. Si no aportamos ésto, somos sal insípida 
y luz que no alumbra.

No se trata solamente de honrar a la trinidad con fórmulas 
dogmáticas que preserven la ortodoxia perfecta de lo que afirmamos 
de Dios, sino, sobre todo, de imitar a Jesús, llevados por su Espíritu, 
estableciendo entre los hombres unas relaciones que hagan de la 
sociedad una imagen verdadera de la comunión trinitaria. En 
definitiva, esto sería realizar aquello que fue el último deseo de Jesús 
en la víspera de su muerte: 

"Que todos sean uno; como tú Padre lo eres en mí y yo en tí, que 
también ellos sean uno en nosotros, y así el mundo creerá que tú me 
has enviado" (Jn 17,21 22). 

En definitiva, creer en Dios es entregarse a la fuerza de Dios que 
quiere realizar efectivamente la comunión entre todos los hombres, 
sus hijos. Creer en Dios no es afirmar la existencia de un extraño ser 
extracósmico: es comprometerse para la comunión. 


5. CREER IMPLICA CONVERTIRSE AL AMOR 

Una religiosa que esta consumiendo su vida y su corazón en el 
servicio de los pobres de uno de esos barrios malditos 
–hacinamiento, insalubridad, paro, droga...– me decía hace poco 
angustiada: "No he sido capaz de hablar de las bienaventuranzas a 
los mozalbetes de la escuela del barrio. Decirles a esos 
desgraciados que los pobres son bienaventurados me parecía no 
sólo algo que ellos no pueden aceptar, sino algo que les ha de sonar 
a burla y sarcasmo". La buena mujer denotaba una sensibilidad que 
uno quisiera mas frecuente en ambientes eclesiales. Las 
bienaventuranzas –y todo el evangelio– no se pueden predicar 
indiferentemente desde cualquier parte, ni tampoco de la misma 
manera y con el mismo sentido a cualquier persona en cualquier 
situación.

Jesús predicó las bienaventuranzas desde una situación bien 
concreta: la del que "siendo rico, se hizo pobre por nosotros"; la del 
que "se humilló tomando forma de siervo"... Y no las predicó en el 
mismo sentido a todos: para los ricos tenían que sonar al trallazo que 
recogió San Lucas cuando escribió: "¡Ay de vosotros los ricos, 
porque ya tenéis vuestra consolación!". Para los pobres tenia que 
ser aquella confortadora palabra de esperanza que recogió el mismo 
Lucas en aquella escena inaugural de Nazaret: "He sido enviado a 
dar una buena noticia a los pobres". 

5.1 ¿DESDE DÓNDE SE DIVISA A DIOS?

1. ¿Dios avalador de los egoísmos?

No se puede creer igualmente en Dios (¡o quizá no se puede creer 
en el mismo Dios!) desde cualquier situación: es que no desde todas 
las situaciones se puede hablar igualmente del sentido de la vida. 
Ahí están los aprovechados, los poderosos, los ricos, los que se han 
propuesto como ideal de vida el gozar de lo que logran arrebatar a 
los demás. De estos dice San Pablo sin tapujos que "su Dios es su 
vientre", es decir, lo que permita colmar su insaciable voracidad de 
poseer, de poder y de placer, a costa de quien sea. In God we trust: 
"En Dios confiamos", han escrito sobre su moneda los adoradores 
del dólar: Dios seria el que me permite conservar y aumentar la 
situación adquirida frente a los azares de la fortuna o los embates de 
los demás hombres, presumiblemente tan ávidos como yo mismo. 
Aquí Dios no puede ser otra cosa que el garante y soporte de los 
egoísmos particulares, y por eso hay tantos dioses –ídolos– como 
individuos egoístas.

2. Dios esperanza de los pobres

En la otra cara del mundo están los desvalidos, los desheredados, 
los desposeídos, los que no pueden constatar ya que su vida tenga 
ningún sentido, bien porque un accidente de su suerte –enfermedad, 
disminución física o mental, hostilidad ambiental– parece haberles 
cerrado los caminos, bien porque otros les hayan arrebatado no sólo 
lo que hacen, sino aun el derecho a ser. También estos buscarán a 
Dios como principio de sentido: pero su Dios ya no será el apoyo 
para conservar lo que tienen –porque no tienen nada que valga la 
pena conservar–, sino la fuerza y la esperanza que les hace 
descubrir un sentido en su vida, aun con las limitaciones que no 
pueden superar, o que les impele a conquistar lo que sin justicia ni 
razón les ha sido arrebatado.

Todos buscan en Dios protección y salvación; pero para unos la 
salvación está en conservar y aumentar lo que ya tienen, mientras 
que para otros estará en vivir sin lo que no pueden tener y en luchar 
por alcanzar lo que pueden y debieran tener.

No es cosa de demagogia fácil: se trata de fidelidad a Dios mismo 
tal como se nos ha manifestado en la tradición judeocristiana. En 
esta tradición, Dios no es un remedio Objeto Abstracto (Ser 
Supremo, Absoluto, Necesario...) ni tampoco un Dios de cosas (de 
los astros, de fuerzas naturales o fenómenos atmosféricos, o de la 
fertilidad de los campos...). Esos eran los dioses de los babilonios y 
los baales cananeos. El Dios de Israel fue desde el comienzo un Dios 
de personas: el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. El Dios que 
se preocupa de los hombres en su situación concreta, y que por eso 
puede ser reconocido por ellos desde su situación concreta, en la 
que se presenta como garantía de valor y de sentido de sus vidas o, 
en el lenguaje bíblico, como "promesa" de bendición y protección. Es 
el Dios que oye los gemidos de su pueblo, aplastado por la dura 
esclavitud de Egipto, y le incita y le ayuda para liberarse de ella.

3. Un Dios verdaderamente de todos

La sensibilidad moderna toma en este punto una postura decidida: 
o Dios es justo, es decir, ama a todos los hombres y se preocupa por 
igual de todos ellos, o, en caso contrario, no hay lugar para Dios. Un 
Dios injusto aparece como inadmisible. Pensar que yo puedo estar 
embelesado en mi capilla dando gracias a la divina Providencia, 
porque me ha aliviado mi mal de muelas o porque ha hecho que no 
me faltara nada, y pensar que la misma Providencia no se preocupa 
para nada de los niños esqueléticos que se consumen de hambre en 
el Zaire o de los campesinos que son llevados a la muerte por los 
intereses de unos pocos en El Salvador, es algo simplemente 
inadmisible.

Si hay Dios, Dios ha de querer que todos los hombres puedan vivir 
una vida digna de hombres; si esto no es así, es que algo se ha 
interferido con la voluntad de Dios, o es que no hay Dios. Como es 
sabido, buena parte del ateísmo moderno proviene de elegir esta 
última alternativa. Los creyentes, en cambio, hemos de defender que 
las injusticias, desigualdades, opresiones y abusos entre los 
hombres son algo que no es ni puede ser querido por Dios: son algo 
que quizás en cierta parte pueda ser achacado a las limitaciones 
mismas de la condición del ser finito, pero, sobre todo, a la voluntad 
del hombre contra Dios, que por eso mismo es una voluntad 
"pecadora".

La sensibilidad moderna, como digo, percibe esto muy 
lúcidamente: pero no se trata de algo nuevo. En la Biblia lo tenemos 
afirmado de manera insuperable: "reconocer a Yahvé", identificarlo 
como Dios verdadero y autentico al lado de los dioses falsos o 
ídolos, es comprobar que él hace justicia, mientras que los ídolos 
están al servicio de los intereses particulares de sus devotos. El 
liberó al pueblo de la esclavitud de Egipto; el protege en todo 
momento al huérfano, a la viuda, al desvalido, al extranjero, que eran 
los posibles sujetos de opresión en aquel tipo de sociedad. 

— El que experimenta el mal y la injusticia podrá creer en Dios si 
puede reconocer que este mal e injusticia no son queridos por Dios.

— Difícilmente reconocerá esto si constata que el mal y la injusticia 
vienen inferidos y fomentados por los que dicen creer en Dios.

— Por el contrario, podrá ser inducido a creer si constata que la fe 
en Dios es fuerza eficaz para la lucha contra los males e injusticias 
que se dan entre los hombres.

Creer en Dios será entonces creer en una interpelación y una 
exigencia verdaderamente absolutas de justicia entre los hombres.

5.2 CREER ES CONVERTIRSE 

En suma, "creer desde" es siempre un "convertirse desde". Para el 
que vive en la experiencia del mal y de la injusticia, creer será conver 
tirse, desde la desesperación o la apatía opiácea, a la 
responsabilidad activa en favor de la justicia, que surge y se afirma 
garantizada con una promesa que, por ser divina, ha de ser 
indefectible. Para los que viven autosatisfechos a costa de los demás 
en un orden injusto, creer en Dios será convertirse, desde su 
satisfacción, a una efectiva justicia y solidaridad que sólo se dará 
con renuncias efectivas y dolorosas.

En definitiva, quizás sólo se trata de cumplir aquello de San Juan:

"En esto sabemos que le conocemos, en que guardamos sus 
mandamientos. Quien dice: Yo le conozco, pero no guarda sus 
mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está con él" (1 Jn 
2,4).

Creer en Dios, reconocerle como tal, es guardar sus 
mandamientos, cada uno desde su situación: y su mandamiento no 
es otro que amar como él ama, y en esto está toda justicia.
·Vives-Josep _CRISTIANISME 75
........................
NOTAS
1. Obras, I, Madrid, 1969, 31.
2. El Fet de Creure, Barcelona, 1967, 27.
3. De Potentia, 7, 5, 14.
4. Y. de Motcheuil, Problèmes de vie spirituelle, 186.
5. El relato de la creación de la mujer del costado del primer hombre es 
también una maravillosa expresión mítica tanto de la igualdad básica 
entre hombre y mujer "es hueso de mis huesos y carne de mi carne" 
, como de la necesidad de la comunión "no es bueno que el hombre 
esté solo" .
6. Históricamente esta postura se llamada "modalismo", porque hablaba 
de tres "modos" de manifestación divina sin admitir ninguna triple 
"realidad".
7. Consultar, por ejemplo: J. Moltmann, Trinidad y Reino de Dios, 
Salamanca, 1985; L. Boff, La trinidad, la sociedad y la liberación, 
Madrid, 1987; K. Pikaza, Trinidad y Comunidad Cristiana, Salamanca, 
1990; A. González, La Trinidad y la liberación, San Salvador, 1994.
8. H. de Lubac, La Fe cristiana, Madrid, 1970, 13.