REVELACIÓN
PALABRA DEDIOS, PALABRA DE HOMBRE
YVES BERNARD TREMEL, O. P.
UNA
ÉPOCA DE HAMBRE.
PREDICACION/ICD
Los análisis de la descristianización -el de Godin sobre el mundo obrero y el Boulard sobre el mundo rural- han puesto el dedo sobre la llaga: la ausencia de predicación o la mala calidad de la Palabra han de ser reconocidas como la causa principal del proceso que ha llevado a amplias zonas de la cristiandad a perderse en un mundo "sin Dios y sin Cristo".
Esos especialistas llevan su diagnóstico con más precisión: denuncian a la vez la falta de evangelismo y el poco realismo humano de esta palabra. Palabra, frecuentemente reducida a una moral cuyo Misterio no es ya la fuente; y que no tiene apenas influjo en la vida actual y en los problemas del hombre de hoy. Si los hombres tienen a veces tan poca hambre de la Palabra es, sin duda, porque la sienten demasiado ajena, pero también porque ya no es una «Buena Nueva» que les llame a salir de su prisión.
Ya no hay testigos. Es el grito que nos lanzan los incrédulos, cuando se escandalizan del «silencio de Dios» en esta extraña época nuestra en que la confusión más sombría y la esperanza más firme se mezclan en el corazón de un hombre nuevo. ¿Dónde está esa vieja "Buena Nueva" que hace siglos respondió al grito de angustia del hombre griego? (Act 6, 9).
En el momento en que la aspiración misionera florece en la Iglesia, en que se renueva la enseñanza catequística y la predicación misionera, es urgente plantearse una cuestión previa: ¿qué es la Palabra de Dios? ¿cómo Dios puede revelarse en una palabra de hombre? ¿Cómo una palabra humana puede pretender transmitir una Palabra de Dios? Parece que esta cuestión origina, más o menos confusamente, alguna duda que se cierne sobre la palabra y sobre su puesto en la misión de hoy. ¿Hay que hablar? ¿No vale más callarse y dar testimonio con el signo del amor, en espera de tiempos más favorables para la siembra de la palabra? Intentaré responder a estas cuestiones apelando a la conciencia de la Iglesia apostólica de los primeros misioneros. Después, brevemente, para terminar, volveremos a la actualidad de este testimonio dejado por ellos a la Iglesia de todos los siglos.
DIOS
NOS HA HABLADO POR EL HIJO
JC/REVELADOR
Los primeros testigos sacaron la fuerza para hablar en la Palabra hecha carne: "Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca del Verbo de la Vida..., os lo anunciamos a vosotros, a fin de que estéis también en comunión con nosotros» (/1Jn/01/01-03). En Jesús, la Palabra de Dios es a la vez una palabra divina plena y definitiva (cf. Heb 1 1-2), y una palabra humana que, a través de la carne, deja filtrar al misterio a los ojos iluminados por el Espíritu. El "Cristo según la carne", las palabras del Jesús histórico, no sirven para nada si en la iluminación del Espíritu no se aceptan como la Palabra del Testigo fiel «que está en el seno del Padre».
San Juan es, sin duda, quien ha meditado más sobre el testimonio del Hijo y sobre la doble naturaleza del Verbo encarnado. El Hijo, venido del seno del Padre, testimonia lo que ha visto y oído. Su palabra revela lo que aprendió del Padre, el misterio del Padre que sólo El conoce. Y hace las obras que el Padre le muestra, que remiten a la verdad de sus palabras. No obstante, esta palabra continúa siendo la de un hombre, hasta el punto de que el mundo no la acepta: aquel a quien el Padre no atrae hacia el Hijo, no escucha su voz. Los que escuchan su voz, la Samaritana o el ciego de nacimiento, son trastocados por ella en lo más profundo de su vida, de su aflicción, de sus aspiraciones. Es simplemente sentándose, fatigado por el camino sobre el brocal de un pozo y mendigando un poco de agua a una mujer, como el Testigo de Dios la conduce a su sed y provoca su fe. Jesús hace presentir su misterio profundo en símbolos («Yo soy el Pastor, el Pan vivo, la Viña, la Luz, el Agua viva, la Vida, el Camino») que cristalizan la esperanza de los hombres a quienes se dirige. Antes de desterrarlos de su propia tierra para hacerlos nacer al mundo de donde viene, los encuentra donde están, despertando su propia inquietud.
Sin embargo, estos rasgos del Cristo de San Juan están también presentes en los relatos menos elaborados de los evangelios sinópticos. Es el Hijo que conoce al Padre, a quien el Padre entregó los secretos del Reino y quien los revela a los pequeñuelos (Mt 11, 25-27). Es la Palabra sembrada en el surco de los corazones o en el campo del mundo, que hace germinar el Reino, poder misterioso cuya acción sale de Dios. Esta Palabra es la Buena Nueva, revestida de una autoridad, de un poder que contrasta con el de los escribas y doctores. La autoridad de un Yo que proclama la Voluntad divina sobre el hombre: "Habéis oído... Yo os digo..." (Mt 5 21-22 ss.; 7, 28-29). Poder de una Palabra que estalla bajo los signos de la Buena Nueva: signos que anuncian la hora en que el enemigo del Reino será totalmente vencido. Y, no obstante, la potencia de esta Buena Nueva se hace accesible a los más pobres y a los más pequeños: descubre los secretos del plan de Dios a través del lenguaje de las parábolas. Palabra que traduce el misterio en las realidades de la vida y de la historia del pueblo judío, que permanece oculta a los sabios y a los hábiles de opinión demasiado aferrada. Quizá oscura para los mismos discípulos, tan nuevo es lo que encierra. Sin embargo, es la palabra que, lenta y secretamente, hace crecer el Reino en la fe del pequeño rebaño. Las palabras del Servidor, en particular las que anuncian su muerte, no cesan de ser escandalosas, y el Evangelio de ser un "escándalo", una piedra con la que se tropieza. Y con todo la voz del Servidor no apaga la mecha humeante: llama, en el corazón de su aflicción y su miseria a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Cuando Jesús deja a los suyos para entrar en la gloria del Padre ese es el poder que deja a su Iglesia. El poder de que está investido desde entonces a la derecha de Dios, va a llenar el universo por medio de la palabra de sus enviados. Este Poder del Reino estallará en la palabra que llama a la conversión a todas las naciones, que proclama la remisión de los pecados, que enseña el Misterio mismo que Jesús ha confiado a sus discípulos. A través de este testimonio que invade el espacio y el tiempo, Jesús está con ellos siempre hasta la consumación del mundo (cf. Mt 28, 18-20; Lc 24, 46-48, Act 1, 3-6). La Nueva Alianza concertada con los hombres, continúa siendo esencialmente una llamada que suscita el retorno del Hijo a su Padre.
EL TESTIMONIO DE DIOS EN LA PALABRA DE LOS HOMBRES TESTIGO/PD PD/TESTIGO:
Los primeros testigos de Jesús, después de Pentecostés, están convencidos de que: "Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres... No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído" (Act 4, 16-17; 5, 29). En adelante, el testimonio es un fuego que los devora, su razón de ser: "Somos testigos de estos sucesos..." es el estribillo que subraya la predicación apostólica (Act 2, 32; 3, 15; 5, 32; 10, 39). Por ese testimonio, la Palabra de Dios crece, se multiplica, se consolida (Act 6, 7; 12, 24; 19, 20): nada puede detenerla en su carrera, ni las persecuciones, ni los obstáculos del corazón humano. Nada puede tampoco prevalecer en la tarea apostólica al servicio de la Palabra (cf. Act 6, 4).
PABLO/PD: Es San Pablo, sobre todo, quien nos hace penetrar en la conciencia del testigo, servidor de la Palabra, que proclama la Palabra misma de Dios en un lenguaje de hombre. Su vocación es una llamada del Señor glorificado a ser uno de los testigos, el testigo que llevará el Evangelio a las naciones (Act 22, 15; 26, 16). En lo sucesivo, su vida es anunciar el testimonio de Dios en la palabra de la Cruz, en el Evangelio (I Cor 1, 17; 2, 1); predicar el Evangelio es para él una necesidad incontenible (l Cor 9, 16-17), un aguijón contra el cual es inútil dar coces (Act 26, 14). El alma toda de Pablo está encerrada en esta palabra: Evangelio, que caracteriza su predicación (60 veces en él, de las 76 que aparece en todo el Nuevo Testamento).
Desde su primera carta aparece esta conciencia de ser portador de una Palabra divina a través de una palabra humana. Recuerda a los de Salónica que han recibido la Palabra de Dios "no como un palabra de hombres, sino como lo que es realmente, la Palabra de Dios» (I Tes 2, 13). Palabra humana que no busca adornarse con el prestigio de la retórica o de la filosofía para captar los corazones, sino que se hace humilde con los débiles de Corinto: "Cuando fui a anunciaros el testimonio de Cristo no fui con sublimes discursos ni sabiduría. Porque me propuse entre vosotros no saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y me presenté a vosotros en debilidad, temor y mucho temblor. Mi palabra y predicación no fueron con palabras persuasivas de humana sabiduría..." (I Cor 2, 1-4). El poder de la Palabra, al contrario, pone en evidencia la debilidad del apóstol y asemeja el servidor al Cristo crucificado que anuncia: "Hemos venido a ser hasta ahora como desecho del mundo..." (I Cor 4, 7-13). En ninguna parte como en la segunda carta a los Corintios, esta conciencia alcanza en San Pablo una expresión tan dramática: él es ministro del Evangelio de la gloria de Cristo, de la alianza nueva en el Espíritu; y, no obstante, «llevamos este tesoro en vasos de barro, para que se reconozca que la grandeza del poder es de Dios, y no nuestra» (2 Cor 4, 7 ss.). No es el prestigio de la carne lo que da fuerza al apóstol: "Cuando soy débil, entonces soy fuerte". La única prueba que Pablo presenta a sus detractores, de que Cristo habla por él, es el poder de Dios operando a través de su debilidad (2 Cor 4, 10-11).
La dominante que resulta de esta existencia dramática es la de un poder tranquilo que se complace en actuar en la debilidad del instrumento. La palabra del mensajero es verdaderamente una Palabra de Dios, un Testimonio de Dios. El Evangelio de Dios antes de ser evangelio de Pablo, «mi Evangelio», aunque Pablo no cese de reclamar para su mensaje esta doble pertenencia. Y cuando Pablo emplea esta fórmula: «Evangelio de Dios», no se trata de un «discurso sobre Dios», aunque su mensaje busque la conversión de los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero en la espera de Jesús (cf. I Tes 1, 9-10). Sino de una Palabra viva de Dios, activa (que despliega su «energía») a través de la palabra del testigo. Dios no es el contenido o el objeto de esta palabra; es su autor, su sujeto. El Padre que se revelaba en la Palabra de Jesús es también el que inspira y sostiene la palabra de su testigo: «De este Evangelio -el Misterio de Cristo- fui hecho yo ministro por el don de la gracia que Dios me confió por la acción de su poder...» (Ef 3, 7).
La fórmula "Evangelio de Cristo", por el contrario, indica casi siempre el tema de la predicación de Pablo (cf. I Cor 1, 17 ss.; Rom 1, 2-4 y 9; 16, 25): anuncia a Cristo (I Cor 15, 1 ss.; Gál 1, 16; Ef 3, 8), le proclama heraldo (I Cor 1, 23; 15, 11-12; 2 Cor 1, 19; 11, 4; Fil 1, 15). Sin embargo, por esta predicación, Cristo actúa hasta tal punto que el Evangelio de la gloria de Cristo transforma a los creyentes a imagen de Dios (2 Cor 4, 4 ss.; cf. 3, 12 ss.), y de esta manera la Palabra del Señor realiza su carrera (I Tes 1, 8; 2 Tes 3, 2). Esta conciencia de la acción de la Palabra de Dios a través del testigo, es tan fuerte que San Pablo no duda en atribuir la misma eficacia a su mensaje que a los propios acontecimientos de la salvación, incluso centrales. Muerte y Resurrección del Salvador. A través de la palabra de la Cruz, de la locura del mensaje, Dios salva a los hombres (I Cor 2, 21). El Evangelio es un poder de Dios que inaugura el movimiento de la salvación, de la justificación del que cree, hacia la vida que tendrá su apogeo en la gloria (Rom 1, 16-17). El ministerio de esta Palabra es el de la Reconciliación, que trastoca la situación de hombre, esclavo del pecado encerrado en cólera de Dios, para hacer de él un hijo que encuentra el acceso junto al Padre: en la Cruz, Dios, en Cristo, se reconciliaba con el mundo; el ministerio del apóstol es una embajada de Cristo. En su Palabra, Dios continúa llamando al hombre a esta Reconciliación (2 Cor 5, 18 ss.). Por esta Palabra, la victoria de Cristo sobre el Enemigo recorre triunfalmente el mundo hasta el punto de que la negativa a esta palabra es la muerte para unos y su acogida la vida para otros (2 Cor 3, 14 ss.). Este ministerio de la Reconciliación y de la Justicia de Dios es, pues, el de la Gloria que, al configurar al cristiano en Cristo, hace resplandecer en él la auténtica imagen de Dios. Esta imagen se manifestará, un día, en todo su esplendor. Así el ministerio apostólico es verdaderamente el de la Nueva Alianza, grabado por el Espíritu del Dios vivo en el corazón de carne (2 Cor 3, 3-6), y el de la Creación nueva (2 Cor 5, 17; cf. 4, 6), que renueva al hombre a imagen de Dios.
La Iglesia apostólica no duda ante el realismo de la palabra. Para ella, el mensaje que comunica y que interpela al hombre es la «Palabra de la Verdad» (Col 1, 5; Ef 1, 13; Sant 1, 18; I Pe 1, 23) y la "Palabra de la Salvación" (cf. Act 13, 26), que, plantada en el corazón, da a luz al creyente en el mundo nuevo creado por Jesús. Se trata de una palabra viva y eficaz que penetra hasta el fondo del corazón y le apremia para que se pronuncie ante la llamada de Dios (Heb 4, 12 ss.; cf. Act 2, 37). Juzga al hombre a lo largo de la historia (Jn 5, 24; 12, 46-50; Ap 19, 11 ss.), anticipando el juicio que revelará el secreto de los corazones. Todo eso es simplemente tomarse en serio aquello de "Quien os escucha a vosotros, a Mí me escucha... Quien a Mí me recibe, recibe a Aquel que me envió» (Lc 10, 16; Jn 13, 20). Pero ¿cómo una palabra humana puede ser la de Dios? La autoridad de nuestra palabra ¿puede revestir el poder de Dios ? Servidores de una Alianza Nueva en el Espíritu. Si el testimonio apostólico se realiza con seguridad es porque procede del Espíritu de Pentecostés (Lc 23, 47-49; Act 1, 3). Toda la gesta apostólica, narrada por el libro de los Hechos, es una carrera de la Palabra. Es también una efusión continuada del Espíritu que dirige la evangelización (cf. Act 11, 12; 16, 6-7) y sostiene a sus realizadores. La venida del Paráclito a los testigos da vuelta al proceso de Jesús: por la palabra apostólica el Espíritu de Verdad confunde al mundo culpable y hace resplandecer la Justicia de Dios en la victoria de su Hijo (Jn 16, 7-11).
Para San Pablo igualmente, el poder del Evangelio muestra el "ministerio del Espíritu" (2 Cor 3, 8). Sin duda, esta fórmula quiere indicar el servicio de la Nueva Alianza que nos da al Espíritu vivificante. Pero probablemente tiene una significación más amplia; no solamente la Alianza Nueva da al Espíritu, sino que en su origen está el Espíritu. El poder de Dios que anima a la Palabra es el del Espíritu dado por el Señor a su lglesia. Es un mismo y único Poder del Espíritu que se manifiesta, se despliega desde el momento que el apóstol es llamado hasta que los creyentes confiesan que Jesús es el Señor. Es el Espíritu que transforma una palabra de hombre en Palabra de Dios para hacerle producir frutos que son también, en los creyentes o en las comunidades, frutos del Espíritu.
Es sobre todo el Espíritu quien suscita el testigo, quien manifiesta su poder en las diferentes formas del ministerio de la Palabra. San Pablo tiene conciencia de que su propio apostolado es una gracia que le ha sido dada (I Cor 3, 10); su Evangelio le viene de una revelación de Jesucristo (Gál 1, 12). Gracia y revelación del Misterio de Cristo que son obra del Espíritu, para él lo mismo que para los demás apóstoles y profetas (Ef 3, 2-7). El Espíritu de Dios, el único que conoce los secretos de Dios, hace conocer también a Pablo "el pensamiento de Cristo" (2 Cor 2, 10-16), la sabiduría de Dios que se despliega en su Plan de salvación.
Por consiguiente, no es nada extraordinario que este poder del Espíritu inspirador del testimonio se refleje a la vez en la vida del Apóstol y en los resultados de su apostolado. Su "carne" es frágil, sabe que no puede contar con sus propias fuerzas, sin embargo, tiene seguridad como testigo. Esa seguridad, que le permite anunciar resueltamente el Misterio del Evangelio en medio de tribulaciones y persecuciones, le viene del Espíritu que obra en su ministerio, del Espíritu que sus cristianos piden para él (2 Cor 3, 12; Fil 1, 19-20; Ef 6, 18-20). Acepta los sufrimientos que asemejan su misión a las pruebas del Mesías por su pueblo (cf. Col 1, 24), porque la alegría del Espíritu Santo los cambia en esperanza (l Tes 1, 6; 2 Cor 7, 4; cf. Rom 5, 3-5). Así, el Espíritu, poder de Dios presente en la debilidad del Apóstol, penetra toda su vida para convertirla en servicio del Evangelio. Ya no es solamente la palabra de Pablo la que anuncia a Jesús, sino su misma vida, todo su comportamiento, especialmente su desinterés (2 Cor 10, 15-18; 11, 7-10), para no ser descalificado (cf. I Cor 9, 24-27). Está totalmente consagrado a la Liturgia del Evangelio que hace de los paganos una ofrenda agradable en el Espíritu Santo (Rom 15, 16). En este contexto se atreve incluso a presentarse a sus cristianos como para ser imitado: "Porque aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, no tenéis muchos padres, porque yo os engendré en Cristo por medio del Evangelio. Os suplico, por tanto, que seáis imitadores míos... como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 4, 15-16; 11, 1). Pablo sólo se permite esta audacia porque tiene un sentido muy agudo de que en él todo es don del Espíritu (cf. I Cor 15, 20; 2 Cor 11, 23 ss.).
Igualmente este ministerio del Espíritu se acompaña de las obras del Espíritu, de los "signos" de la Buena Noticia. Los signos mesiánicos eran obra del Espíritu (cf. Mt 12, 28). También los signos y prodigios del apóstol (Rom 15, 18; cf. 2 Cor 12, 12; 1 Tes 1, 5). Pero más que a estos signos maravillosos, a estos carismas del Espíritu que irrumpen en las iglesias, Pablo está atento a las manifestaciones del Espíritu por excelencia: al Amor que une miembros y dones diferentes, a la santidad de la vida.
UN CUERPO, UN ESPÍRITU, SERVICIOS DIFERENCIADOS
Sin enviado, sin apóstol, no hay palabra, ni fe en el corazón del hombre, ni asamblea del Pueblo de Dios; todos conocemos la sucesión de razonamientos de San Pablo en su carta a los Romanos (11, 8-18). Toda la edificación del Templo de Dios descansa sobre el fundamento del Evangelio (1 Cor 3, 10-17). Por nada del mundo dejaría Pablo de realizar esta misión: poner el fundamento, predicar la Buena Noticia que constituye las iglesias. Además, reconoce que la Palabra exige ministerios diferenciados; apóstoles y profetas (I Cor 12, 28; Ef 2, 20; 3, S; 4, 11), pastores y doctores (Ef 4, 11; cf. I Cor 12, 28), evangelistas (Ef 4, 11; etc.). La evangelización de la época apostólica, tal como se percibe en los Hechos, supone esta diversidad de funciones. Diversidad que responde a las necesidades vivas de un organismo que se alimenta y crece por la Palabra, que ha de realizar a un mismo tiempo el testimonio cerca del pueblo judío y la misión en ambiente pagano, el primer anuncio del Evangelio a los que no conocen a Dios y la enseñanza de los convertidos, la iniciación de los pequeños -de los "recién nacidos" que tienen todavía necesidad de leche- y el desarrollo de los perfectos, que reclaman alimento sólido. Tenemos aquí una exigencia humana de la Palabra de Dios: debe conformarse al hombre que progresa y adquiere madurez, así como a la comunidad que se implanta y se desarrolla. Pero es menester que en todos sus momentos y funciones siga siendo la única Palabra de Dios, un solo testimonio.
La comunidad apostólica ofrece un sentido muy penetrante de la unidad de la Palabra. Es un solo corazón y una sola alma en torno de la palabra de los Doce y a la fracción del pan. Esta unanimidad tiene su origen en la unidad del testimonio. Presentado en común: "todos nosotros somos testigos", de los discursos, así como la fórmula: "al Espíritu Santo y a nosotros" (Act 1S, 28) son verdaderamente característicos. Y, sin embargo, este testimonio es presentado por Pedro. Jerusalén no cesa de controlar la evangelización: la de Samaria (Act 8, 14), como más tarde la de Antioquía (Act 11, 22). Encontramos la misma preocupación en Pablo: la de confrontar su Evangelio y su ministerio con Pedro y las columnas de Jerusalén (Gál 2, 1 ss.).
Principio que, en plena actuación de la Palabra, Pablo deduce para canalizar los carismas en Corinto (I Cor 12, 1 ss.) o en Asia (Ef 4, 1 ss.). Un solo Espíritu suscita esta diversidad de dones para la construcción del Cuerpo de Cristo. Al final, deben desembocar en la unidad de este Cuerpo en la Caridad, que es la obra del Espíritu. Entretanto, los servidores sólo pueden someterse a la misma ley de Caridad, que consiste en reconocer en el otro el don de Dios. La plenitud de Cristo, llenando el universo con sus dones, solamente irrumpe con mayor riqueza en esta diversidad, con tal que todos se consideren al servicio del Cuerpo que crece hacia su estatura perfecta.
El poder del Reino, para anuncio del Evangelio, que Jesús entrega a sus testigos antes de dejarlos, se refractará en distintas personalidades, la de Pedro y la de Pablo, y en carismas complementarios, el del apóstol misionero y el del pastor que enseña a su rebaño. Pero continúa siendo la única Palabra de Jesucristo, el único Amén, «Sí» de Dios a sus promesas, el único testimonio de la Iglesia. Fuera de la fidelidad a este testimonio único, la Palabra no puede más que disociarse en palabras humanas, en palabras vacías y finalmente en mentiras que traicionan el "Sí" de Dios en su Cristo (cf. 2 Cor 1, 17-20). El Evangelio sólo puede ser el del Amor que entregó al Hijo, y el testimonio que lo hace presente sólo el de la Unidad (cf. Jn 17, 21). La Unidad del Dios vivo y verdadero y de Aquel a quien envió, Jesucristo, solamente puede reconocerse en la unidad de los testigos.
EL ESPÍRITU OS CONDUCIRÁ A LA VERDAD TOTAL
En el testigo, el Espíritu realiza la unidad de la Palabra divina y de una voz humana. En la Iglesia, la unidad de una única Palabra y de múltiples voces a su servicio. Su acción no se detiene ahí. Porque la Palabra posee una tercera dimensión: la del tiempo. Debe resonar hasta el fin del mundo. Y así forma una cadena de testigos que se transmiten un Evangelio: fluye en una tradición, siempre fiel y al mismo tiempo viviente según los hombres que escuchan la Palabra.
PD/TRADICION: Esta noción de una Palabra viva que se hace Tradición pertenece también a los primeros tiempos de la Iglesia, a la época en que los testigos que han visto y oído viven todavía. El testigo es el que ha escuchado la Palabra, pero también el que debe guardarla (cf. Lc 11, 28). Los testigos oculares se hacen servidores (cf. Lc 1, 2). A su vez, escogen colaboradores, asociados a la edificación de la Iglesia, a los que confían el Evangelio. En este momento se fraguan dos realidades complementarias: la de una Tradición activa y la de un Depósito de la fe que transmite la Tradición.
San Pablo se inserta ya en esta Tradición. Convertido y bautizado, recibe enseñanzas en la comunidad donde entró como cristiano, la de Damasco. En sus cartas apela a las tradiciones que ha legado a sus comunidades (cf. I Tes 4, 2; 2 Tes 2, 15; 3, 6). Toma, para transmitirlas, las fórmulas mismas de la tradición rabínica: "Os he transmitido lo que yo mismo recibí..." No es, por consiguiente, más que un eslabón en esa tradición viviente del Evangelio mismo (I Cor 15, 1). A partir de las Epístolas Pastorales aparece un nuevo vocablo: el de depósito, que es menester guardar intacto contra los errores de los hombres hasta el día del juicio. Este depósito no es otro que el Evangelio predicado por Pablo y transmitido por él a sus colaboradores, o también "la fe" en el sentido objetivo del término (I Tim 6, 20; 2 Tim 1, 12-14; cf. I Tm 1, 10-11; 4, 6-7; 6, 3; 2 Tim 2, 14 ss.; 3, 14 ss.; 4, 1-8). Tradiciones y depósito que se cristalizan en formularios de fe (eso es, parece, el de I Cor 15, 3 ss.), confesiones (cf. Rmr 10, 9), himnos litúrgicos (como en I Tim 3. 16; 6, 15-16; 2 Tim 2, l 1-13), escritos más importantes (cf. I Cor 11, 25 ss.), incluso bajo la forma de mandamientos relativos a la conducta de los cristianos o de prescripciones sobre la vida de las comunidades (cf. I Tes 4, 2; 2 Tes 3, 6; I Cor I l, 2). No todas tienen la misma autoridad: Pablo distingue entre las órdenes del Señor y los consejos que vienen de él mismo (I Cor 7, 10 y 25). De una manera más general se adivina muy a menudo la filigrana de una tradición más amplia de las palabras de Jesús, que suponen nuestros evangelios actuales y que se transmite en el ambiente apostólico con el mismo esmero con que los rabinos transmitían los "dichos de los Padres", de los grandes maestros de la Tradición. Una Escritura se constituye progresivamente, paralela a la de la Antigua Alianza. Se leen las cartas apostólicas en las asambleas y tienen valor de norma (2 Tes 2, 15; cf. I Tes 5, 27; Col 4, 16; 2 Pe 3, 15-16). Los escritores que recogen el testimonio apostólico tienen la convicción de participar en la verdad de ese testimonio y en la solidez de esa tradición (Jn 21, 24-25; cf. 20, 30-31; Lc 1, 1-4).
Por detrás de esa voz, que va del testimonio apostólico a la tradición oral, después escrita, obra siempre el Poder del Señor. Testimonio y Tradición vienen del Señor glorificado, que continúa presente entre los suyos (Mt 28, 18-20; I Cor 11, 23; 2 Tim 2, 12-13 y 19-20). Esta tradición del depósito evangélico está bajo la custodia del Espíritu {2 Tim 1, 14), como el testimonio estaba inspirado por el Espíritu (cf. 2 Tim 1, 7-8) al igual que las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento (2 Tim 3, 15-16; 2 Pe 1, 20-21). Sin esta dependencia del Espíritu, sin la fidelidad a la tradición, la voz del hombre no podría ser palabra de Dios: degenera en fábulas que sólo pretenden halagar el oído humano. Para ser verdadero testigo es totalmente necesario estar capacitado por la llamada de la Iglesia y por el don de Dios. Pero para cumplir fielmente esta misión, el testigo debe hablar en la fe; "Creí, por eso hablé" (cf. 2 Cor 4, 12). Esta fe es sin duda una "revelación" del Señor en un contacto personal e incomunicable, pero es también necesaria referencia al Señor de la tradición común. Lo que es verdad para San Pablo lo es, con mayor motivo, para los discípulos que participan y prosiguen su tarea de servidor del Evangelio.
Pero no se trata de un depósito inerte, al que basta conservar celosamente, velando por su integridad. Se trata de una Palabra que vive y crece como una semilla, de un grano que se desarrolla hasta ser un árbol. La época apostólica estaba convencida de ello. Se precisa la venida del Espíritu para que los testigos penetren en la significación de lo que han visto y oído (Jn 2 22; 12, 16; 13, 7; 20, 9), para que captaran el sentido de las Escrituras, es decir, su cumplimiento en Jesús (Lc 24, 45; cf. 24, 26-27; Jn 7, 37-39; cf. 5, 39-46; 12, 37-41; l9, 28. 36-37; etc.). El Espíritu Santo capacita al testigo, no solamente dándole la fuerza de lo alto, sino ayudándolo hacia la verdad completa (Jn 14 26 15, 26-27; 16, 13-15). Su papel es «recordar» lo que el Señor dijo. Pero este recuerdo no es un simple refrescar la memoria, es un penetrar el mundo nuevo inaugurado por Jesús, el alcance de los acontecimientos salvadores, su coherencia con el Plan y la promesa contenidos en las Escrituras. Por eso el testimonio apostólico está regulado por el "secundum Scripturas". Esa "inteligencia" del Plan de Dios (cf. Act 2, 23; Ef 1, 9) o del Misterio, como dirá San Pablo, es el signo de la presencia del Espíritu en el que escucha y conserva la Palabra.
El Espíritu hace penetrar el futuro al mismo tiempo que recuerda el pasado (Jn 16, 13). Porque el futuro tiene igualmente una parte ligada con ese pasado: se encuentra englobada en los acontecimientos que a través de la Cruz y hasta la gloria del Padre atraen todo a Cristo elevado. Por esta razón la Iglesia apostólica concede un lugar tan importante a los profetas, junto a los apóstoles, en vez de oponer tradición y profecía. La profecía del Antiguo Testamento brillaba como una lámpara en la noche esperando la salida del Astro de la mañana (2 Pe 2, 19-20). Esperando el Día del Señor, el de su Venida Gloriosa, surgen sin duda falsos profetas y falsos doctores. Pero el Espíritu suscita igualmente profetas fieles que saben discernir los signos de su venida. Tal es la convicción del vidente del Apocalipsis que se sitúa resueltamente en el ejército de los servidores de la Palabra y de los testigos (Ap 1, 2). El Tiempo pertenece por completo a Aquel que es, que era y que viene. Todo debe ser comprendido y juzgado a la luz de la palabra del testigo fiel. El profeta no tiene otra misión ni otra ambición. No tiene otro "secreto" que desvelar (cf. Ap 22, 10). Está seguro de sus palabras (Ap 1, 3; 22, 6-9; 22, 18 ss.).
I/PD: Por consiguiente, el Poder del Espíritu cubre el caminar del testimonio, desde la Ascensión de Jesús hasta su Vuelta. Desvela a la vista del testigo toda la profundidad de los acontecimientos que ha vivido, pero ilumina igualmente el sentido de lo que vive y de lo que vivirá el Pueblo de Dios hasta el día en que el Hijo ponga el Reino en manos del Padre. Sin duda la Iglesia está cierta que con la época de los testigos de la era apostólica, un momento único y decisivo de esta Palabra está clausurado: "una vez por todas" la Palabra de fundamento ha sido proclamada, y en adelante toda otra palabra ha de referirse a aquélla. "Nosotros no decimos que la Iglesia sea juez de la Palabra de Dios, escribe ·Bossuet al ministro reformado Pablo Ferry, pero aseguramos que sí lo es de las distintas interpretaciones que los hombres dan a la sagrada Palabra de Dios.» El Espíritu no podría faltar al testigo, sin embargo, mientras Dios llame a los hombres para que se decidan ante la Luz. Sobre el fundamento de los Apóstoles, una palabra divina debe continuar construyendo el edificio. Lo que hay de perecedero en esta palabra será sometido a prueba el día del juicio. Por lo que en ella hay de fidelidad, inspirada por el Espíritu, será metido en el granero el día de la cosecha.
DIOS HABLA HOY PREDICACION/BOSSUET En este caminar de la Palabra es donde se sitúa nuestra misión de testigos ante el mundo actual. Quizá ahora es el momento más oportuno para recordar la cuestión que puede agobiar a los testigos de hoy: ¿cómo una palabra de hombre puede ser una Palabra de Dios?
Ante esta cuestión, el hombre de hoy, como el de antaño, permanece desguarnecido sin la fe. No se trata, desde luego, de preguntarse si la palabra puede tener todavía alguna eficacia, hasta tal punto el mundo en que vivimos ha desvalorizado a la palabra. Se trata de creer que Dios convierte el corazón del hombre con la Buena Nueva y que la Iglesia de Cristo está edificada por la Palabra que hace nacer la Fe y por los Sacramentos de la Fe. Esta fe es la que más nos falta, y por eso nos es tan difícil hablar. Por este motivo los servidores de la Palabra sentimos a veces la tentación de callarnos. Y, sin embargo, tendríamos que saltar de gozo por vivir en una época en la que la Iglesia, en un mundo sin Dios y sin Cristo, es empujada a romper el silencio de Dios. Deberíamos estar entusiasmados por pertenecer a una época en la que se hace cada vez más imposible separar el Sacramento de la Palabra, escamotear el tiempo del Evangelio antes del Bautismo o de la Eucaristía, una época en la que nos extrañan menos ciertas palabras de Bossuet: «El templo, cristianos, tiene dos lugares augustos y venerables; me refiero al altar y al púlpito... En el altar, Jesucristo se hace adorar en la verdad de su Cuerpo; en el púlpito se hace reconocer en la verdad de su palabra...; allí, por la eficacia del Espíritu Santo y por las palabras místicas, en las que no se debe pensar sin temblor, se transforman los dones ofrecidos en el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo; aquí, por el mismo Espíritu y también por el poder de su palabra divina, deben ser secretamente transformados los fieles de Jesucristo para convertirse en su cuerpo y sus miembros... (Los predicadores del Evangelio) suben al púlpito con el mismo espíritu con que suben al altar: suben para celebrar un misterio, y un misterio semejante al de la Eucaristía. Porque el Cuerpo de Jesucristo no está más realmente presente en el sacramento adorable que la verdad de Jesucristo lo está en la predicación evangélica... Jesucristo, que es la verdad misma, no quiere menos la verdad que su propio cuerpo; al contrario, es para sellar con su propia sangre la verdad de su palabra por lo que quiso sacrificar su propio cuerpo". En estas reflexiones hay, en germen, una teología de la Palabra y una espiritualidad del apóstol.
Si hace este acto de fe, el testigo se encontrará sumergido en pleno Misterio. Sabrá que sólo el Espíritu puede "transubstanciar", transformar una palabra de hombre en Palabra de Dios. Y, en esta experiencia del Espíritu, comprenderá que esta palabra humana guarda toda su densidad humana, que exige una cualidad humana, aunque se esté convirtiendo en testimonio de Dios. Sucede con esta palabra como con la Palabra hecha carne. Es difícil expresar un misterio que se vive en la fe; sin embargo, podemos esbozar las condiciones en las que se realiza, en las que puede experimentarse.
El testigo es alguien que dice lo que ha visto. Su testimonio comienza por una experiencia, por una comunión "con" Jesucristo. Todo testimonio es una confesión que sale del corazón. Fuera de esta aprehensión de la palabra humana por el Espíritu que escruta las profundidades de Dios, y que da la comprensión del misterio de Jesús, el testigo no podría ni abrir la boca. Además, siente que, sobre la experiencia que vive, sólo puede decir palabras balbucientes. Hay momentos para él, en los cuales es tan duro "perseverar firme ante el Invisible, como si le viera", que preferiría callarse (cf. Heb 11, 27). No obstante, este testimonio no es únicamente para él el chorro, el desagüe de una experiencia. Predicar el Evangelio es una necesidad. Necesidad que viene de una llamada y que le incumbe en virtud de una misión. Su comunión con el Invisible en la fe lo empuja ante sus hermanos. No puede dejar de dar testimonio, incluso si él mismo se siente abrasado y juzgado por la Palabra que anuncia. Es el eslabón de una cadena, la de la Tradición viviente, que une su tiempo con la Iglesia de los primeros testigos. En la medida en que se deja llevar por esta Tradición, no está sólo para proclamar el Misterio. Está seguro que el Espíritu es, en él, más fuerte que toda su debilidad.
En esta Tradición encuentra otra alegría y otra fuerza: la de ver cómo la Palabra se refracta en una multiplicidad de servicios, cómo es vivida por personalidades tan diversas y al mismo tiempo complementarias. Pablo, hasta se alegraba al ver a Cristo anunciado por sus detractores, con tal fuerza anunciado (Fil 1, 17-18). Tenemos que volver a descubrir esta diversidad de ministerios alrededor de los sucesores de los Apóstoles, desde la función pastoral, hasta el misionero enterrado como el grano de trigo, antes del tiempo de la siega; desde el catequista que inicia en la fe, hasta el doctor encargado de la enseñanza a los perfectos, desde el testimonio del laico o del religioso no sacerdote, hasta la enseñanza propia en el sacerdocio. El realismo de la Palabra en nuestro tiempo lo exige más que nunca.
PREDICADOR/EXIGENCIAS: La Tradición nos confía un depósito. No ser fiel al depósito es situarse fuera de la Tradición. Esta fidelidad no puede ser pura y simplemente una preocupación de ortodoxia, de fidelidad a la Iglesia que propone, guarda, juzga las interpretaciones de la Escritura. Recibir el depósito es, sin duda, dar nuestra adhesión a unos "artículos de fe". Pero es a través de estos artículos, acoger un Misterio. Se trata para el testigo, en el Espíritu, de escuchar esta Palabra interior, de escrutar con su inteligencia la Escritura que lo contiene, con su corazón decir el Amén de la fe antes de provocarlo en los hombres. Sin esta comunión de la inteligencia y del corazón, que exige estudio y oración, el enviado ¿tendrá algo que decir?
A pesar de esta comunión, el testigo se siente frecuentemente bien pobre. Sólo querría decir la Palabra que lo posee. Siente que no está suficientemente poseído y transformado por ella. Que no ajusta a ella su vida, que continúa siendo un pobre que no puede dar más que su pobreza. Si al menos fuera más transparente... Precisamente este descubrimiento de nuestra pobreza, ¿no es otra condición de nuestro testimonio? La Palabra que nos salva es ante todo la que pone al desnudo nuestra miseria de hombre perdido sin Cristo. El hombre de nuestro tiempo, que nuestro escepticismo piensa es tan indiferente a la Palabra, quizá lo único que quiere es poder reconocer su miseria, su hambre de una Palabra que salva, en la verdad de nuestro grito. Está dispuesto a que juzguen el «corazón malo» que hay en él, si siente nacer al niño que, también en él, aspira a la libertad. Si siente que su tragedia es la mía y su esperanza la mía.
Lo que desea, en el fondo, es escuchar su grito asumido y transformado por la Palabra de Dios. Alcanzamos de esta manera el segundo aspecto de nuestro testimonio: debe continuar siendo un lenguaje de hombres. Sin duda alguna, en esta perspectiva, los signos de comunión que son las palabras, el vocabulario, y también la interrogación, la forma, a través de los cuales nuestra palabra toca su corazón, tienen su importancia. Pero no están en primer lugar.
El problema actual de la Palabra de Dios no es ante todo un problema de adaptación, sino el de una comunión. Reducir el problema a una cuestión de adaptación sería correr un grave peligro. Este consistiría en una oscilación entre los dos extremos: o bien adaptar tanto que renunciáramos al Misterio, para situarnos simplemente en el plano de los problemas más urgentes del mundo actual, o contentarnos con vestir las categorías bíblicas con traje más moderno. En el primer caso, se trata de un nuevo moralismo (que quizá no siempre evitaría el clericalismo denunciado en el antiguo moralismo). En el segundo, el hombre, ¿se sentirá verdaderamente interpelado en su existencia por el Dios vivo y verdadero, satisfecho con una nueva cultura, menos áspera que la del antigua catecismo? No, nuestra misión continúa siendo proclamar una Buena Noticia. Si una Buena Noticia anuncia algo nuevo, es evidente que corre el riesgo de extrañar. Incluso por su finalidad que es hacer pasar el hombre de su viejo ser a una existencia nueva y de un mundo antiguo a un mundo nuevo. Por esta razón no esperamos que el Evangelio cese de ser un escándalo para gentes por otra parte religiosas (¡los judíos!) y una locura para los sabios de este mundo (¡los paganos!).
Pero para que el ir a una tierra extraña, que tiene por nombre conversión, se produzca, es necesario que el hombre se sienta alcanzado y amenazado en sí mismo. La Palabra encarnada resonó en la humanidad. Habló a los hombres de su miseria y de sus esperanzas. Les captó en seguida con los símbolos amoldados a sus aspiraciones. Ese es el camino que nosotros debemos volver a encontrar, el que abre el corazón del hombre de nuestros días. Incluso será necesario quizá, como Jesús, algunas veces, despertarle de su miseria, poner al desnudo lo que lleva dentro de sí, gritarle que su caminar en la noche tiene un sentido, como hizo Pablo en Atenas. Ahí es donde nos espera que lleguemos con nuestra Buena Noticia: en su ser más profundo, para que le revelemos que el desorden del hombre es más tenebroso de lo que él sospecha y que su esperanza se abre a un mundo más inaccesible de lo que imagina. Es menester que se sepa comprendido en su carne y en su espíritu, formado por las realidades actuales: el trabajo, la técnica, el mundo que se agranda, las amenazas presentes y futuras, las conquistas y las promesas que lo entusiasman. Es necesario que se sienta amado precisamente porque es un hombre perdido, que se sienta alcanzado por un Amor que le habita ya, desde que la Palabra de Jesús dio el sabor de la libertad al hijo pródigo.
Entonces, sin duda alguna, percibirá nuestra llamada, no como una palabra de hombre, sino como una Palabra de Dios, como la fuerza que lo arranca de la muerte para hacerlo nacer a la vida.
(·BERNARD-TREMEL._CELAM-02.Págs. 43-60)