REVELACIÓN. TEXTOS

 

1. RV/PROGRESO

LOS JUDEOCRISTIANOS RELATIVIZAN LA MISMA LEY DE MOISÉS.

Aquellos primeros cristianos procedentes del judaísmo, tuvieron la valentía de reconocer que muchas leyes, mandatos y normas de la religión judía, tradicionalmente considerados como voluntad divina, eran leyes y mandatos humanos; acaso podríamos llegar incluso a decir que eran voluntad divina transitoria, no porque Dios vaya cambiando su voluntad para con los hombres, sino porque el hombre ha ido aprendiendo, madurando, creciendo, y lo que era necesario ayer, hoy ha podido quedar superado. En el Concilio de Jerusalén nada es tabú, todo es discutible, todo es revisable. Es maravilloso ver cómo no tienen inconveniente en dar un valor relativo, discutible, a la misma Ley de Moisés. Lo declaran los cristianos que vienen del judaísmo, aquellos para quienes la Ley es capital, la norma sobre la que se afirmaba toda su vida religiosa. Y es que proceden desde un deseo de "obedecer a Dios antes que a los hombres". Tenían muy cerca y muy clara la actuación de Jesús, para quien "el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado". ........................................................................

2. LECTURA CREYENTE Y ORACIÓN

-El Dios insondable

Son hoy muchos los que sostienen que Dios ha muerto definitivamente. O que le conceden el beneficio de la duda sobre su existencia a condición de que se mantenga alejado de este mundo. No faltan incluso los espíritus generosos que creen con ello hacerle un favor: mejor un Dios lejano o inexistente que un Dios vivo a cuya cuenta haya que cargar este mundo abominable.

Por reacción a esta defenestración de Dios, corren otros el peligro de trivializarlo. Dios amigo, compañero, sentado a nuestra mesa, un Dios barato al alcance incluso de quienes no quieren hacer esfuerzo alguno para alcanzarle. También éstos creen hacer un favor a Dios: ¿Qué diferencia hay entre un Dios lejano e inasequible y ningún Dios? Sólo un Dios «nuestro» es el Dios verdadero . Importa, pues, tener clara la contestación a una pregunta que es hoy tan actual como en el tiempo del salmista: «¿Dónde está tu Dios?» (/sal/042/11). La primera respuesta es que Dios «habita en una luz inaccesible» (1 Tm 6,16), que «los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerle» (1 R 8,27), que es el «misterio oculto desde los siglos y desde las generaciones» (Col 1,26), a quien «nadie ha visto jamás» (Jn 1,17).

D/TRASCENDENCIA
Afirmar la radical trascendencia de Dios es la condición primera de nuestra confesión de creyentes. Hoy el insensato no dice únicamente: no hay Dios (Ps 14,1). Dice también: Dios es como tú y como yo, uno más entre nosotros. Un «colega», nos atreveríamos a decir con terminología posmoderna. Es cierto que este misterio inaccesible ha sido ahora revelado a sus santos (Col 1,26) pero de modo tal que su trascendencia quede a salvo. De manera que Dios sólo puede desvelarse si se revela, sólo puede ser conocido si se da a conocer y es accesible con la condición de permanecer inaccesible. «¿Para qué quieres saber cómo me llamo?», así contesta Dios cuando Jacob quiere perforar su ámbito inescrutable (/Gn/32/30). Que le baste a Jacob con saber que será allí mismo bendecido. «Aparta de mí, que soy un pobre pecador» (/Lc/05/08). He aquí la reacción del creyente que piensa haber percibido demasiado cerca el rostro de Dios. Si Dios es, pues, el misterio insondable, su revelación sólo puede hacerse en lo que no es El mismo. De modo que para llegar a lo que no se ve hemos de ir por lo que se ve y para alcanzar lo inaccesible hemos de volvernos a lo accesible.

-Dios en la historia HT/RV-D:

La tradición judía y la cristiana nos dicen que Dios se ha revelado en la historia y que en ella hemos de encontrarle. Importa recalcarlo frente a quienes buscan a Dios en la sabiduría de las ideas, frente a los que le otean en la naturaleza o frente a quienes saltan hacia Dios sin pasar por el puente de los hechos. Olvidan unos que las ideas sólo son tales si ayudan a vivir, soslayan otros que la naturaleza está al servicio de los hombres y en definitiva que Dios mismo se definió como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Ex/03/06).

En el principio era la palabra pero la palabra fue tomando carne hasta que definitivamente habitó entre nosotros hecha historia humana (Jn/01/14). Desde Abraham hasta ahora mismo, la historia del cristianismo es la de todos aquéllos que han ido encontrando a Dios en los avatares tan ambiguos de la historia de los hombres . Dios en la historia, ¿Y qué es la historia? La historia no es lo que pasa ni tampoco lo que les pasa a los hombres sino lo que los hombres hacen con lo que les pasa. La historia es lo que se hace, lo que se construye, dinamizado todo por la categoría del futuro. Es, pues, a la vez proyecto y tarea concreta. Esta entrega de Dios al hacer y deshacer de los hombres es para muchos una fuente permanente de escándalo. ¿De la historia humana puede salir algo bueno? Nosotros decimos: de la historia ha salido Dios y en la historia se halla la posibilidad de nuestro encuentro con El.

-La lectura creyente de la realidad REALIDAD/LECTURA-CRA:

La expresión «lectura creyente» se ha ido acuñando en el marco de los movimientos especializados de la Acción Católica. No es de extrañar. Los movimientos han estructurado su vivencia y su pedagogía sobre la acción. Si se quiere decir así, han desarrollado una espiritualidad de la acción en la historia. En años pasados era inevitable que el acento recayera sobre el compromiso como respuesta al desafío de una historia que se veía ante todo como posibilidad de transformación. Cada vez más, sin embargo, se ha ido desplazando hacia lo que la historia tiene de presencia y se ha visto que convenía hacer aquéllo sin olvidar esto.

Y aquí se encuentra el lugar de la lectura creyente. Si estamos en camino hacia el cumplimiento del reino (y de ahí el sentido de la acción) el reino está ya entre nosotros. En ese ya pero todavía-no encuentra su papel la lectura creyente, que es precisamente lectura de lo que se está produciendo en medio de un proceso en curso. «Mirad que estoy haciendo una obra nueva. Ya está saliendo a la luz ¿no la notáis?» (Is/43/19). La lectura creyente supone, pues, una experiencia activa. No es únicamente una reflexión sobre los sucesos sino el esfuerzo por ver cómo nuestra actividad es -también- una experiencia de Dios porque Cristo ha querido identificarse con ella. En cada una de nuestras acciones «completamos lo que falta a la pasión de Cristo» (Col/01/24) de modo que la muerte de Cristo y su vida se manifiestan en nosotros (2 Cor 4,12). El encuentro supremo de Dios con la historia de los hombres fue Cristo mismo, aquél en quien Dios se hizo historia y el hombre, Dios. El seguimiento de Cristo nos invita a construir la historia y a hacerla transparente. El hombre no posee la historia, la construye. El hombre no ve a Dios, lo avizora. La lectura creyente sigue a la construcción de la historia de Dios y se propone discernir en ella al Dios de la historia.

-Lectura creyente y oración

La lectura creyente no es únicamente una reflexión. Inevitablemente porta en sí un tirón oracional. El creyente no es el esotérico que descubre en la realidad significados ocultos. No es tampoco el pensador que exprime de lo real gotas de sabiduría. Es el capaz de ver a Dios donde otros ven sólo casualidad, procesos históricos, ecuaciones económicas. Es el que experimenta la realidad como una gran parábola de Dios, en la que se distingue «el resplandor del evangelio», de la gloria de Cristo, imagen de Dios» (2 Cor 4,4). Así se explica que no se dé este acercamiento creyente a la historia de los hombres sin terminar en un silencio, en una invocación, en una alabanza, en una petición de perdón. No solamente porque descubrimos que el Señor ha hecho entre nosotros cosas grandes (Lc 1,49) sino porque nos ha dado la posibilidad de descubrirlo. En el camino del encuentro creyente Dios está tanto frente a nosotros como en nosotros mismo. En El nos movemos, existimos y somos (Act 17,28). Como Jacob después de su sueño, vemos asombrados que nuestra historia no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo (Gen 28,16). Y caemos también en la cuenta de que lo percibimos gracias a que el Espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu (Rom 8,16).

Este componente oracional salva a la lectura creyente de convertirse en una ideología. Ninguna actividad humana -y tampoco la religiosa- puede quedar a salvo de la sospecha de estar encubriendo intereses. La realidad tiene muchas lecturas y ¿quién podrá decir que la suya es totalmente inocente? Sólo el limpio de corazón podrá ver a Dios -y no a sí mismo- en el espejo de la realidad. La oración en que termina la lectura creyente busca que el Espíritu «acuda en auxilio de nuestra debilidad» (Rom 8,26). «Dichoso el que lee y los que escuchan esta profecía» de la historia (Ap 1,3).

-La esperanza

El eje vertebral de la lectura creyente es la esperanza. La esperanza es la virtud de la historia, su motor cotidiano. Como decía Péguy: que estos pobres hijos vean cómo marchan hoy las cosas y que crean que mañana irá todo mejor, esto sí que es asombroso. Pero sobre todo la esperanza es el motor de la historia creyente, de tal modo que Pablo pudo definir a los cristianos como «los que tienen esperanza« (1Ts/04/13). Para el cristiano la historia se mueve hacia un futuro absoluto y la esperanza cubre el déficit entre este futuro que esperamos y una realidad que es siempre precaria. Es importante detenerse en esto. Constatando que la realidad casi siempre es oscura, la esperanza no se propone proyectar sobre ella reflejos de color de rosa. Como bien decía Munier, no es una compensación imaginaria para las decepciones de hoy. No quiere enmascarar las sombras ni decir que todo va bien cuando tanto va mal. La esperanza es realista y la lectura creyente lo es también. En su voluntad de realismo no intenta poner entre paréntesis otras lecturas ni quitarles la razón. Por el contrario, supone los análisis económicos, sociológicos, políticos y cuenta con ellos. Los coloca si embargo en el horizonte de la promesa del reino: aunque triunfe, la muerte no triunfará; aunque reine, su reinado no será definitivo. Más aún: de la muerte ha de salir la vida. Esta confianza en el futuro nos ayuda a ir percibiendo globalmente el complejo entramado de los hechos: ¿acaso no era necesario que sufriéramos esto para entrar en su gloria? La dimensión de futuro no es sin embargo la única. La esperanza anuda futuro y presente y ayuda a descubrir que ni siquiera ahora nada podrá privarnos de la experiencia del amor de Dios presente en el mesías Jesús. Vemos así el presente como plenitud algunas veces, como consuelo en la nostalgia, otras, como luz en la oscuridad en ocasiones. Se transforma entonces en acción de gracias, en petición de ayuda, en silencio contemplativo.

Para quien nunca ha hecho esta experiencia, es una locura o una evasión. Para quien la ha hecho es «poder y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,25). Sus frutos de vida son «amor, paz, generosidad, sencillez, dominio de sí» (Gal 5,22). Y también paciencia, constancia, perseverancia, tolerancia, firmeza y un amor apasionado a esta historia humana siempre sufriendo dolores de parto.

(C. F. B. _CUA-ORA/86/039.Pág. 3) ........................................................................

3. RV/A-D
El motivo de la Revelación divina, tanto en su vertiente natural como sobrenatural, es el amor de Dios, Amor con que Dios ama su propia grandeza. Dios, al contemplarla, se siente como movido a comunicarla, a explicitarla, más allá de su propio Ser y Vida. Del motivo se deriva la finalidad. Es la realización de la grandeza divina bajo formas creadas. Con respecto a la Revelación sobrenatural es necesario afirmar que su finalidad radica solamente en la realización bajo formas finitas de lo mas íntimo de la vida divina, de la vida del Amor Uno y Trino.

"Reino de Dios" llama la Sagrada Escritura a esta finalidad. Reino de Dios, que es tanto como decir "Reinado de Dios, Señorío de Dios". El desarrollo de la grandeza divina bajo formas finitas y creadas comporta para las criaturas una cierta participación en esa misma grandeza.

La Revelación divina, al tender hacia la realización del Reino de Dios, tiende también hacia la participación de las criaturas en la vida divina de amor. Es, pues, una tendencia hacia la plenitud vital y bienaventurada de las criaturas. EL Amor -motivo de la Revelación-, aunque es amor de Dios a su propia majestad y grandeza, es al mismo tiempo amor a la criatura. En este sentido santo Tomás (Com. S. Juan, 14, 4) dice: «Es el amor quien realiza la Revelación de los misterios». La Revelación de Dios se deriva del amor y está al servicio del amor. No se trata en la Revelación de un enriquecimiento doctrinal o de un mero enriquecimiento de la razón. Tiende siempre a hacer que la criatura participe de la Vida divina. No violenta nunca la voluntad de las criaturas libres, sino que respeta su libertad: es una llamada que las inclina a que libremente se entreguen a Dios, al Amor, al cual tienen libre acceso.

El Señor tiene diferentes modos de revelarse. Todos los modos de Revelación tienen un carácter común: el histórico. Dios, interviniendo mediante acciones y palabras, se revela en un tiempo determinado de la Historia de los hombres, en un tiempo que podemos datar con exactitud cronológica. Dios para la manifestación de su Palabra y de su obra escogió un pueblo determinado el judío, como órgano instrumental de la Revelación. La Historia de este pueblo ha tenido necesariamente que ser distinta de la de otros pueblos. El pueblo judío sintió como una verdadera carga esta misión y se rebeló contra ella, probándonos con su resistencia que la Revelación no constituye la esencia de un pueblo, sino que es un don divino que viene de arriba.

Aún sigue la especificación. Dentro del pueblo judío, Dios eligió a hombres determinados, destinados de una forma especial a ser instrumentos de la Revelación; por ejemplo, a Abraham, Moisés y los Profetas. El carácter histórico de la Revelación divina alcanzó en el plano de la Historia su máximo de intensidad con Cristo. Dios, mediante Cristo, intervino en la Historia humana no sólo obrando y hablando, sino como sujeto que obra y habla. Es evidente que Dios hubiera podido revelarse de otra manera. Hubiera podido por ejemplo, iluminar directamente a todos los hombres. Hubiera podido, para ser órganos de la Revelación, escoger a las comunidades naturales instituidas en la Creación: cada una de las familias o cada uno de los pueblos, sin establecer diferencias entre ellos, de suerte que cada uno de los individuos hubiese recibido la Revelación en virtud de su pertenencia a la familia o al pueblo dado. Dios hubiera podido hacer instrumentos directos de la Revelación a los representantes natos de esas comunidades naturales: padre, madre o Rey. En su sabiduría misteriosa, que el hombre no podrá nunca escudriñar, Dios ha escogido otros caminos. Podemos presumir que el motivo de este comportamiento puede haber sido el deseo de establecer por este modo la distinción más clara y posible entre los órdenes natural y sobrenatural. Así el hombre no podría nunca confundir las vidas sobrenatural y natural.

Los hombres elegidos como instrumentos de la Revelación, aun después de su elección para esta misión, conservan su esencia natural, todas las limitaciones y deficiencias que les son propias. De un modo semejante a como Dios, al adoptar forma ajena encarnándose en Cristo, asumió la debilidad de la naturaleza humana así también se anexionó en la Revelación anterior a Jesús, las ideas, Ias formas de pensamiento, los modos de sentir y hasta las maneras de expresión peculiares de los instrumentos que elegía. Los órganos de la Revelación, esos instrumentos que Dios ha escogido, reconocen que es el Señor mismo quien les habla y quien actúa en ellos. No pueden sustraerse a la misión que Dios les confía, aunque con frecuencia se rebelen contra ella: se ven forzados a ejecutar acciones y a proferir palabras que a ellos nunca se les hubieran ocurrido, por un lado. Y por otro, se sienten irrecusablemente obligados a comunicar a los demás su experiencia de Dios.

Por su mismo carácter histórico, la Revelación se diferencia del mito. EI mito es una personificación y deificación de cosas y acontecimientos naturales que se repiten en un continuo movimiento cíclico. La automanifestación histórica de Dios se verifica o por medio de la acción divina o por medio de la palabra divina y a veces por medio de las dos.

a) Cuando Dios se revela por medio de acciones es El mismo quien está haciendo historia. Hay una clara diferencia entre la historia creada o realizada por Dios y la que hace el hombre mediante sus propias acciones, libres y responsables. La primera es la historia de la salvación. Los acontecimientos que pertenecen a la historia creada por Dios y realizada por El, no están destinados directamente a fundar u ordenar la vida cultural, social o económica, sino que tienden a establecer las relaciones entre el hombre y Dios, a plasmar el Reino de Dios con un imperio de la Verdad y el Amor. Mas a pesar de las diferencias, hay una estrecha independencia entre ambas historias, la de la salvación y la profana. En efecto, la primera se lleva a cabo dentro de la segunda; así, podemos datarla tomando como puntos de arranque acontecimientos propios de la historia profana. Por otra parte, la historia de la salvación tiende a relacionar a los hombres con Dios, y, por consiguiente, a formarlos de tal modo que en sus decisiones de tipo histórico se refleje el orden debido, el orden querido por el mismo Dios. La historia de la salvación abarca, pues, una serie de hechos que no tienen un eco directo e inmediato en la historia profana, pero que constituyen una piedra angular para ella, ya que tratan de librar a los seres que la realizan del pecado, la soberbia, egoísmo, ambición, afán inmoderado de dominar, etcétera, poniéndolos bajo el señorío de la Verdad y del Amor.

La actividad redentora de Dios no consiste en acciones ciegas: es un actuar por el Espíritu Santo (Hebr., 9, 14). Por ella se revela el espíritu de Dios, su interioridad oculta. Por ella podemos percibir y ver quién es Dios y cómo es: quién es y cómo es el hombre Dios, por ejemplo, al revelarnos su misericordia, no solamente nos asegura que es misericordioso, sino sobre todo que ejecuta obras de misericordia. Así, las acciones históricas divinas vienen a ser un signo que revela los pensamientos y las intenciones de Dios, de manera que el hombre puede experimentar lo que El piensa o intenta.

b) El segundo modo de automanifestación histórica de Dios es la palabra, que habla al espíritu de los instrumentos que ha escogido para la Revelación. Por medio de la palabra ilumina Dios al hombre sobre una verdad de validez universal o, lo que es más común, sobre una situación circunstancial del momento. Dios, al comunicar una verdad eterna por medio de una visión o por medio de una mera iluminación interna, no trata de ofrecer una enseñanza sistemática y exhaustiva de la realidad en cuestión, sino de aquello que cree debe revelarse en un momento dado. Muchas cosas, tal vez para ser esclarecidas más tarde, permanecerán en la oscuridad. Por regla general, la Revelación no se verifica de una forma abstracta y sin relación alguna con el momento histórico; Dios habla en el "aquí" y en el "ahora" de una situación determinada. Esta situación sí que quedará aclarada y precisa hasta en sus últimas profundidades. El instrumento de la Revelación con esta iluminación, relativa a un momento histórico determinado, se siente capaz para verlo y juzgarlo con los mismos ojos con que lo ve y juzga Dios. Es decir, con la norma última, sobria y objetiva; no adoptará otras medidas que las que vea conformes a la voluntad revelada por el Señor, aunque no estén en consonancia con las conveniencias naturales.

No es la Revelación un mero desvelar cosas ignoradas o no apreciadas debidamente. Con ella Dios actúa en el corazón y en el espíritu del hombre. La Palabra de Dios, no podemos olvidarlo, es un algo operante y activo. De igual modo a como las obras de Dios van henchidas de espíritu, manifestándose en signos, así su palabra es también poderosa y eficiente, capaz de originar historia. Estas comunicaciones tienden a que el oyente participe algo de de la vida divina. Son llamadas que Dios nos dirige para que aceptemos la vida del Amor y de la Verdad, que es la suya.

(·SCHMAUS-1.Pág.24-28) ........................................................................

4. RV/CONCEPTO

3. 5. Mitos, sueños y misterios

Intentemos ya reconstruir de algún modo la génesis de la intención reveladora. Ser creado no remite a algo acabado, acontecido en un pasado remoto; implica, por el contrario, estar siendo sostenido por Dios en el ser, siempre dinamizado e impulsado por él hacia la propia realización. Esa realidad y ese dinamismo son así la expresión de la intención viva de Dios: reconocerlos en esa perspectiva es reconocer su presencia activa y su proyecto sobre nosotros. Es decir, que lo que Dios quiere es manifestado por el ser mismo de la creatura: ella misma es su «palabra». Y como tal «palabra», es decir, como manifestación querida por parte de Dios, la capta el espíritu humano, pues en el mismo acto de descubrirla, cae en la cuenta de que eso es posible porque Dios estaba intentando decírselo. Eso pertenece a la estructura misma de toda experiencia religiosa: Dios aparece siempre como el que toma la iniciativa, como «trascendencia activa» 18. Por eso, al revés, se comprende también que, si Dios no quisiera revelarse, el hombre nada podría captar (empezando porque Dios ya no habría creado...).

Al mismo tiempo, aparece que se trata de un proceso difícil, necesariamente ambiguo, incierto y tanteante: si Dios es descubierto en la realidad, dado que esta realidad tiene su consistencia propia y está incluida en muchos tipos de relaciones, puede ser interpretada de muchas maneras. De hecho, son muchos -todos los no religiosos- los que no «ven» a Dios en la realidad. Algo parecido en su orden sucede, por lo demás, con toda toma de conciencia abierta a las profundidades de lo personal: siempre cabe la interpretación diferente, o aun el desconocimiento total de la verdadera intencionalidad (Otelo no «vio» la fidelidad de Desdémona). A esta luz se comprende que, como muestra la historia, en la interpretación religiosa de la realidad entra en juego toda la subjetividad humana. La diversidad de las religiones, así como las oscilaciones, tanteos, descubrimientos y retrocesos dentro de cada una, responden a esa oscura búsqueda, constituyen los avatares de esa exploración en la que se va constituyendo el espíritu religioso. De ahí que el proceso esté marcado por todos los condicionamientos del tiempo y la cultura, y que el espíritu humano eche mano de todos sus recursos.

RV/MITOS: Así, por ejemplo, superada la estrechez racionalista, hoy se reconoce en los mitos y en todo el mundo simbólico en ellos implicado un modo -y muy profundo de esa exploración. Schelling lo había estudiado ya en su Filosofía de la mitología, insistiendo en que ésta representa una etapa real en la manifestación de lo divino en la historia humana. Y todos los fenómenos que hoy nos resultan extraños, como el recurso a los sueños, a los oráculos y a los distintos modos de adivinación, las prácticas rituales o los procedimientos chamánicos, fueron en su momento modos de cercioramiento o expresión de esta captación de lo trascendente por el espíritu humano 19. En la misma Biblia quedan numerosos restos de tales prácticas que fueron superadas gracias sobre todo a la predicación profética.

La fenomenología de la religión analiza con detalle estos procesos, mostrando su estructura y distinguiendo sus elementos y modalidades. No podemos entrar en el detalle. Sólo indicar que de ese modo se van formando tradiciones, al principio orales, pero que en muchas religiones se ponen por escrito, dando origen a los libros sagrados, que son vistos como conteniendo la revelación. Lo cual supone, sin duda, una ganancia, pues favorece el enriquecimiento progresivo y sirve de base a la teología. Tiene también inconvenientes por su tendencia al formalismo y extrinsecismo en la concepción de la revelación, como veíamos al principio.

Huelga decir que en esta perspectiva resulta obvio que todas las religiones son reveladas, pues ellas son justamente los lugares donde la humanidad cae en la cuenta de lo divino, es decir, lo descubre dirigiéndose a ella: revelándosele. Lo cual no equivale a una patente de corso para afirmar que todo lo que dicen las religiones sea revelación divina. Justo porque toda religión es traducción humana de esa revelación, caben en ella limitaciones, errores y aun aberraciones. Cosa por lo demás obvia -demasiado obvia- para quien contemple la historia. También la bíblica y la cristiana, por supuesto. Esa es justamente la razón de que haya un pluralismo real de las religiones y una historia dentro de cada una de ellas.

4. El concepto de revelación

Era del todo conveniente recordar estas cosas, porque ahora vamos a centrar nuestro estudio en la tradición bíblica, y sería una deformación fatal -aunque todavía demasiado corriente- convertir su singularidad real en un caso totalmente aparte, 3 sin contacto ni comunidad alguna con las otras. Ni la Biblia, como hemos visto a partir de los estudios histórico-críticos, nació aislada y sin profundos influjos de las demás religiones, ni cabe pretender que sólo en ella se manifestó Dios a los hombres y mujeres de un solo y pequeño pueblo, quedando todos los demás literalmente «dejados de su mano». Pero la Biblia es la tradición más estudiada en si misma, y con mayor sentido crítico. Sobre todo, es la que nosotros mejor conocemos, y fue en ella donde de hecho se afinó la problemática que estudiamos. Dado que ahora vamos a intentar comprender de un modo más formal y sistemático la revelación en sus diversos aspectos, centraremos la atención en ella. No la tomamos, pues, como el único caso, sino como un caso específico, que luego intentaremos poner también en diálogo y contacto con las demás religiones. De algún modo está ya dicho lo fundamental. Ahora se trata de elevarlo en lo posible a la claridad del concepto. No lograremos evitar algunas repeticiones. Pero también podremos ser más escuetos y sintéticos.

4.1. La revelación como mayéutica histórica

Volvamos una vez más al prejuicio denunciado al principio: la revelación como algo que hay que aceptar porque alguien dice que Dios le dijo; y que, por lo mismo, es extrínseca al hombre y escapa a toda posible verificación en sí misma. ¿Responde eso a la realidad?

a) La revelación habla de la vida real

Si se examina cualquier religión, y muy en concreto la bíblica, se ve enseguida que, contra todo tópico, lo fundamental en ella habla de lo más cercano a nosotros. Ya la misma idea de salvación, que le es esencial, si no idéntica, lo indica: toda religión intenta ayudar en los problemas y dificultades de la existencia. Su predicación y sus escritos, lo mismo que sus mitos y sus llamadas a la santidad o la conversión, hablan por definición de la vida real y concreta. Lo que dice de Dios se refiere a su relación con el hombre y a la actitud o conducta de éste para con él. Incluso cuanto las religiones, a veces de maneras extrañas, narran acerca de los comienzos del mundo y de sus postrimerías, busca iluminar las grandes preguntas del sentido de la existencia humana: esto es hoy un tópico reconocido acerca de todos los mitos-protológicos (comienzo del mundo) y escatológicos (fin del mundo).

En realidad, basta con abrir la Biblia para sentir en cada página la vida individual y colectiva en toda su concretez. La historia se cuenta justamente para iluminar el presente a la luz de lo que sucedió con «los padres». Los profetas no hablan -como algunos siguen pensando todavía- de futuros misteriosos, sino de los problemas morales, éticos y aun políticos más acuciantes. Los salmos son oraciones cargadas con las preocupaciones, las ansias y los problemas más agudos. La literatura sapiencial constituye una reflexión sobre la vida, desde sus problemas más universales hasta las mismas cuestiones de etiqueta. Los escritos apocalípticos hablan de cosas raras y adoptan el estilo (convencional) de revelaciones misteriosas, pero sabemos que enraízan en las angustias y esperanzas de una historia muy concreta. Y entrando en los evangelios, lo que impresiona en la predicación y la conducta de Jesús es justamente su adherencia a la vida, su centración en los problemas más inmediatos de la marginación, la pobreza y el dolor, su oferta de sentido no desde un Dios abstracto, sino desde un Dios «padre» que se preocupa incluso de «los cabellos de nuestra cabeza».

Es que, en definitiva, lo que ahí se nos ofrece es una interpretación de la realidad y la existencia, una respuesta a nuestras grandes preguntas y a nuestros problemas decisivos. No es indiferente lo que se nos dice, ni da igual que se nos «revele» a que x o b que z. Y por eso, fuera de casos rutinarios no se acepta una religión porque sí, sino porque en definitiva convence. Y si convence, es porque su oferta se puede examinar, se puede controlar y verificar midiéndola con la propia experiencia, con los propios saberes e intuiciones, para ver si se ajusta a ellos y si de verdad responde a la gran pregunta que a estos niveles plantea la existencia humana. Cuando se examina en detalle la «génesis» de una religión, los momentos originarios en los que se muestra como revelación nueva, se aprecia esto con claridad. Cuando Moisés llama a aquel puñado de israelitas a escapar de la opresión injusta del Faraón, diciéndoles -«revelándoles»- que eso es lo que quiere Dios, no les habla de algo extraño, sino de su propia realidad. De la de Moisés y de la de ellos. Porque Moisés no «trae» a Dios desde fuera sino que lo descubre ya presente en él y en sus paisanos: como creador de su ser y como interesado en su dignidad y en su realización, está empujándolos hacia la rebelión y la libertad.

Lo que él hace es descubrirlo el primero, «caer en la cuenta» de lo que Dios estaba intentando «decirles» a todos; y lo descubre no en una palabra rara o en una voz venida del cielo -del modo de las narraciones bíblicas hablaremos más adelante-, sino en su misma rebeldía, en su sentimiento de protesta contra la injusticia. Su ser mismo en aquellas circunstancias -recuérdese- es la «palabra» real de Dios, el medio de que Dios dispone para comunicar su intención, para revelar su apoyo salvador.

b) La mayéutica-histórica: RV/MAYEUTICA
Con todo, fijémonos: Moisés es quien lo descubre, pero descubre él lo que Dios, que estaba con todos, trataba de decirles a todos. No les habla, pues, a sus paisanos de algo extraño o externo: les habla de lo que son y les está pasando a ellos mismos; y por eso pueden reconocerlo. Con su palabra, Moisés les ha ayudado a que también ellos caigan en la cuenta: les ha hecho de «partera» para que den a luz lo que llevaban en su interior. Es lo que decía Sócrates, cuando afirmaba que él tenía el mismo oficio de su madre (maia, partera; de ahí «mayéutica»): no «engendraba» las ideas en sus interlocutores, no se las metía dentro, sino que con sus preguntas les hacía «dar a luz» las que llevaban ya en su espíritu.

La mayéutica se convierte así en categoría muy significativa para comprender la revelación. Ya como condición de posibilidad para entender lo que ésta dice: si lo que se anuncia no tiene afinidad o no resuena en el interior de los oyentes, carecerá de todo significado. En frase aguda del joven Hegel, sería como «predicar a los peces» (tan milagroso como inútil) 20, y sobre todo, de ese modo el oyente no queda entregado, sin recurso ni control alguno, a lo que diga el «testigo»: el juez o el simple oyente tienen que fiarse sin más de la narración del hecho, sin posibilidad de acceso al hecho mismo. Aquí radica justamente, como había indicado K. Rahner, la deficiencia de la categoría de testimonio, tan útil en otros aspectos, e incluso tan bíblica 21.

Pero nótese que la mayéutica, por un lado, recoge lo positivo del testimonio, puesto que hay también el que habla y garantiza la verdad; y además, por otro, lo libera de su limitación, puesto que por sí misma remite a la evidencia misma del objeto: el mayeutes no se interpone entre el oyente y la verdad anunciada, sino que ayuda a reconocerla con los propios ojos. Y también es bíblica, pues aunque en la Biblia no aparece la palabra, sí aparece la estructura. Recuérdese a los samaritanos: vienen porque se lo dice su paisana, pero acaban diciéndole a su vez: «Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el salvador del mundo» (Jn 4,42). En realidad, a esta luz se comprende que toda la Escritura en su intención más profunda apunta a esto: el testimonio interior del Espíritu es siempre el apoyo indispensable para que la palabra externa tenga significado y sea aceptada. Y sería posible recorrer la historia entera de la teología -piénsese simplemente en la teoría agustiniana de la iluminación, en la apologética de la inmanencia o en la revelación trascendental de Rahner- para ver la conciencia inexpresa, pero real y permanente, de esta estructura. Un filósofo judío, F. Rosenzweig, lo expresó magníficamente: «La Biblia y el corazón dicen lo mismo. Por eso (y sólo por eso) la Biblia es 'revelación'» 22. Como no podemos alargarnos en un análisis y fundamentación más detallados, hagamos simplemente cuatro observaciones:

La primera: el calificativo de histórica aplicado a la mayéutica bíblica tiene como objeto marcar la distancia indispensable frente a la socrática. Esta, apoyada en la «reminiscencia», tiende al esencialismo griego del eterno retorno de lo mismo; la bíblica está metida en la historia, remite a la presencia libre de Dios y, sin excluir la memoria, es anuncio que abre el futuro.

En segundo lugar, la mayéutica, justo porque permite el examen de la cosa misma, explica la aceptación de lo anunciado («nosotros mismos lo hemos oído»), pero también el rechazo, o porque no convence («rechazáis a los profetas»), o porque se ofrecen interpretaciones alternativas («arroja los demonios en nombre de Belcebú»). Es, por lo demás, lo que le sucede siempre a la libertad humana ante sus opciones profundas.

En tercer lugar, todo lo dicho en este apartado lleva a insistir en algo que puede quedar oculto. Al hablar de «descubrimiento», «reconocimiento»..., la reflexión tiene que insistir en el aspecto teórico; pero, justo porque es aspecto, ya está indicando que lo es necesariamente de una vida real. Revelación es tomar conciencia de la salvación. Y por lo mismo, sólo es verdadera si incluye la práctica y el ejercicio: la praxis: «la fe sin obras es muerta» (Sant 2,20). Vale a nivel individual: captamos a Dios en la medida en que nos dejamos transformar por su dinamismo; como desde la misma filosofía dijo admirablemente K. Jaspers: «Dios es para mí en la medida en la que yo existo auténticamente» 23, y vale sobre todo a nivel comunitario: por eso la Teología de la liberación insiste con tanta razón en que sólo desde el compromiso con los pobres se puede conocer a Dios o, lo que es lo mismo, puede haber revelación (y su enorme impacto en la conciencia actual -su fuerza mayéutica- confirma su acierto).

Finalmente, la estructura mayéutica permite comprender la necesidad de la vuelta permanente a la Escritura. Lo que se desvela mayéuticamente se refiere a lo más profundo de la existencia y del mundo en su relación fundante con Dios; una vez desvelado, lo «vemos», pero por su profundidad y por su implicación en los condicionamientos de la libertad, tiende a oscurecerse, deformarse y aun borrarse. La Escritura hace justamente de recordatorio constante y de «norma» interpretativa a la que todos pueden remitirse. (Aun así, sabemos cuán difícil resulta, pero piénsese en lo que hubiera pasado si no existiese el recuerdo escrito de lo anunciado...).

4.2. La revelación en su experiencia originaria

La interpretación de la revelación como mayéutica muestra, pues, que está destinada a todos, y que por todos puede ser comprendida y, de algún modo, verificada. Pero la reflexión ha estado dando por supuesto algo fundamental: que para ser comprendida, la revelación tenía que estar ya ahí. Lo cual supone que alguien tenía que haberla descubierto el primero, para poder hacer de «mayeuta» a los demás. Pero, ¿y él? ¿Quién les hizo de «partera» a Moisés o «Jeremías? En otras palabras, estamos preguntándonos por el problema más agudo y difícil: el del nacimiento mismo de la experiencia reveladora en un espíritu humano.

a) Dios se revela a todos, lo más posible

En una concepción sobrenaturalista, todo parece claro: alguien experimenta una revelación cuando Dios se le aparece o le «habla». Pero ya hemos visto que eso es mera apariencia imaginativa. Dada nuestra finitud, para que pudiésemos «verlo» u «oírlo» directamente tendría que dejar de ser Dios, haciéndose algo finito y mundano. Recordemos sintéticamente lo ya dicho al principio: su «palabra» es la realidad misma -la del mundo y la de nuestro ser-, que, sustentada, habitada y dinamizada por él, nos remite a su misterio, nos da a conocer su presencia y su ayuda, nos permite intuir de algún modo su voluntad y su amor para nosotros.

IDEA FALSA: Esto permite ya una primera y muy importante aclaración. La revelación no ha de concebirse bajo el modo de Dios «que viene» a decir algo. Dios está ya siempre ahí: somos nosotros los que no lo advertimos. Por eso la revelación es siempre «caer en la cuenta». Y cuando caemos en la cuenta -aunque eso pueda suponer mucho esfuerzo-, somos conscientes de que es gracias a que él está queriendo revelársenos (análogamente a cuando comprendemos una explicación: la «actividad» de comprender, por mucho esfuerzo que suponga, implica por sí misma que sólo existe gracias a que alguien está explicando). Toda percepción de Dios -aunque no se la interprete así- es siempre revelación activa y libre por su parte.

D/SILENCIO: Por eso, tampoco existe «silencio de Dios», en el sentido de que él quiera callar, reservarse u ocultarse. Existe sólo «sordera» por nuestra parte: siempre, la sordera constitutiva de la dificultad fundamental; y muchas veces, la culpable de la «dureza» de oído o de corazón. No puede negarse el hecho, frecuente y doloroso, de la sensación subjetiva de ese silencio -Cristo mismo la padeció en la cruz-, pero ha de tenerse sumo cuidado con cierta retórica muy tradicional, que atribuye de mil maneras a una decisión de Dios (para probarnos, para castigarnos...) el duro hecho de que muchas veces nos resulta difícil «oírle» o advertir su presencia. Ya es hora de que seamos «honestos para con Dios» -creador, salvador y padre que «no descansa»- proclamando con decisión que él está revelándose desde siempre, a todos y en la máxima medida posible. El amor, que le constituye en acto siempre entregado, no tiene límites por su parte: las limitaciones -que son reales y dolorosas- no vienen de su reserva o tacañería, sino exclusivamente de nuestra incapacidad o nuestro pecado.

Digámoslo de un modo imaginativo: Dios es como un sol que estuviese presionando permanente y amorosamente la conciencia de la humanidad, intentando iluminar su opacidad y romper su impotencia; muchas veces, no se le ve, oculto por las nubes externas o la incapacidad interna; cuando en algún punto logra que su luz y su calor rasguen el velo, se produce una experiencia de revelación. Y, una vez captada y expresada en ese punto, se hace -por influjo mayéutico- más fácilmente perceptlble para los demás, al tiempo que está posibilitando nuevas y más amplias rupturas y percepciones: así avanza, en tanteo y claroscuro, toda tradición religiosa.

b) Revelación, elección, inspiración

Pero sigue en pie la pregunta: ¿cómo y por qué es alguien el primero? Lo dicho no la ha resuelto seguramente, pero puede ayudar. Ante todo, ayuda a situarla. Porque ahora tal vez se comprenda por fin que, estructuralmente esta pregunta es idéntica a muchas otras de la vida ordinaria. No apunta, como generalmente se cree a un «favoritismo» divino -pues Dios quiere revelarse a todos-, sino a la inevitable facticidad de las diferencias humanas. De todas, no sólo de ésta: ¿por qué éste -y no el otro- ha nacido en un país cristiano, por qué es hombre y no mujer, negro y no blanco, alto y no bajo, enfermo y no sano...?

La pregunta de por qué Moisés, Amós, Isaías o Pablo, y no cualquiera de sus contemporáneos, es idéntica -repitámoslo: en su estructura profunda- a la de por qué Dante o Cervantes o Rosalía, y no cualquier italiano, español o gallego, escribieron las obras geniales, en las que, sin embargo, éstos se reconocen. En cualquier ámbito de la realidad existe la persona especialmente sensible y dotada. Concretándonos al nuestro, el descubridor primero de la revelación, el profeta o el hagiógrafo, aparece entonces como el «genio» religioso. Eso sí, con la cautela obligada de eliminar todo elitismo en la denominación y teniendo en cuenta que ser genio religioso no implica necesariamente ni una especial cultura: «lo has revelado a los pequeños» (Mt 11,25 = Lc 10,21), ni serlo en los demás ámbitos: «ha escogido Dios más bien lo necio del mundo» (I Cor 1,27). Cuando se examina la Biblia a esta luz, se ve que así suceden efectivamente las cosas. Son siempre individuos que, por su sensibilidad y su pasión religiosa, por su oración y su fidelidad, y también por las circunstancias en que les ha tocado vivir, logran renovar su tradición, interpretarla correctamente, corregirla o profundizarla en algún punto. Ellos, con toda razón, perciben sus descubrimientos como don de Dios, como algo que él quiere manifestar: como su «palabra». Palabra que captan ellos los primeros, pero que perciben como destinada a todos. Por eso la anuncian, y los demás, por su parte, pueden reconocerla.

Aclarado esto, cabe responder a dos preguntas que seguramente se habrá hecho ya el lector. La primera: ¿sigue, de ese modo, habiendo elección? Es claro que sí. Sólo que concebida con las categorías adecuadas, tomadas del ámbito de la gratuidad personal, y por tanto de una manera más íntima y realista. No hay, repitámoslo, «favoritismo» o «capricho» divino de escoger porque sí (¡cuánto daño han hecho en todo esto las teorías de la «predestinación»!). Pero tampoco se trata de que Dios obre «como si», o utilizando a las personas como mero instrumento: cuando por los condicionamientos fácticos -circunstancias externas y cualidades externas- alguien ha podido captar el primero lo que Dios quiere decir a todos, se ha producido un encuentro real y peculiar, que genera una relación única entre Dios y esa persona. (Así sucede también en la vida normal y, además, toda persona tiene aspectos en los que es también única ante Dios). Tal encuentro marca de modo decisivo el rumbo de una vida y la capacita para una misión. En este sentido, puede hablarse de «elección»: la persona percibe su descubrimiento como don, que viene entero de Dios y no de ella, y se siente llamada a anunciarlo a los demás: sabe -con gozo, pero también muchas veces con dolor- que es «elegida». Pero la Biblia critica duramente todo intento, individual o colectivo, de traducir la elección como privilegio y no como misión 24.

La segunda pregunta: ¿qué es entonces la inspiración? En esta perspectiva, no se la puede ver ya como una intervención puntual y externa de Dios (como si antes estuviese callado y sólo en un momento dado empezase a hablar). Ha de verse el proceso «desde dentro» y a posteriori.

Aquel que descubre -acabamos de repetirlo-, sabe que, en definitiva, no lo logra por sus propias fuerzas, sino gracias a Dios, que así lo quiere y lo hace posible. Normalmente, él ni siquiera lo tematiza como «inspiración»: ¿se le ocurriría a san Pablo o a la mayor parte de los autores bíblicos pensar que estaban «inspirados» cuando hablaban en una asamblea o escribían sus cartas, sus reflexiones y sus narraciones históricas? Pudo haber casos, sobre todo en la tradición profética o apocalíptica, en que alguien se considerase inspirado; y aun aquí conviene tener en cuenta tanto el modo de expresión convencional o género literario, como el esfuerzo, las crisis e incluso -caso de la discusión con los «falsos profetas»- la incertidumbre de estar acertando, por la que normalmente pasaban incluso las grandes figuras 25, En definitiva, sólo después, afirmada por su propia evidencia la doctrina de un profeta o de un libro, confirmada por la tradición y la experiencia, se reconoce por los demás como venida de Dios e inspirada. Así se forma justamente el canon de los libros sagrados.

c) Las escrituras sagradas como canon

Es muy probable que, para muchos, durante todo este tiempo la lectura haya ido acompañada de una aguda incomodidad. Si las cosas son así, ¿por qué se narran de modo tan distinto en la Escritura? ¿Por qué tantas visiones, tantas palabras misteriosas y tantas revelaciones espectaculares? Lo que hemos dicho acerca de Moisés no se parece mucho a lo que cuenta la Biblia, con el bastón que se transforma en serpiente, las plagas impresionantes y el paso grandioso del mar Rojo. Lo que decimos de los profetas parece no casar exactamente con su continua proclamación de que «vino a mí la palabra de Yahvé», «esto dice el Señor», «palabra del Señor»...

Sin embargo, no es difícil de comprender. Hágase ya la prueba a contrario, es decir, intente el lector tomar de verdad a la letra todas esas expresiones, y verá cómo le resulta absolutamente imposible: por todas partes saltarían inverosimilitudes religiosas, contradicciones históricas e imposibilidades narrativas. Son relatos especiales, proyectados en el pasado sin pretensión de exactitud, engrandecidos por el tiempo y la imaginación. No son -ni lo pretenden- relatos literales o históricos en el sentido actual de estas palabras: apuntan simbólicamente a significados profundos, hablan de salvación y no de «historia» ni de «ciencia» ni siquiera propiamente de «teología».

Y tampoco lo disimulan: todo lector sabe, por ejemplo, que hay entremezclados tres relatos distintos y discordantes de la creación, sin que se note un esfuerzo especial por armonizarlos (luego no quieren ser entendidos a la letra). Y en el paso del mar Rojo es posible detectar nada menos que cuatro versiones diferentes, unificadas pero no limadas: acostumbrados desde pequeños a leerlas como un todo seguido, las soldamos sin advertir que se trata de cuatro modos muy distintos -por tanto no literales- de contar cómo los hebreos lograron escapar 1) Moisés abre espectacularmente el mar; 2) Yahvé lo seca de noche con un fuerte viento; 3) Yahvé infunde el pánico en el campamento egipcio y lo desbarata; 4) el ángel y la columna se interponen impidiendo el contacto entre los ejércitos. Y un profeta puede repetir el mismo oráculo para situaciones distintas, cambiarlo e incluso hacerle decir lo contrario de lo que decía al principio 26.

Esto puede sorprender de entrada y muchas veces resulta difícil o molesto. Pero, en definitiva ha sido una gran suerte. Porque cuando la lectura crítica se sitúa en la justa perspectiva, estas «incoherencias» literales y la adherencia de los textos a sus circunstancias se demuestran como una ayuda excelente para acercarse a los caminos humanos de la revelación. El peligro de idolatría en el Reino del Norte explica las diferencias del documento elohísta con el yahvista; y la situación de destierro, las que con ambos guarda el sacerdotal: el entrelace de los tres constituye la riqueza de los primeros libros de la Biblia y permite comprender mucho mejor el avance de la revelación. En la crisis matrimonial de Oseas, incapaz de no perdonar a su mujer que una y otra vez se entrega a la prostitución (sagrada), intuimos el momento magnífico en que un profeta descubre, el primero, que Dios perdona incondicionalmente: «¿Cómo podré dejarte, Efraín; entregarte a ti, Israel? (...). Se me revuelve el corazón y se me conmueven las entrañas. No ejecutaré mi condena, no volveré a destruir a Efraín, que yo soy Dios y no hombre...» (/Os/11/08-09). Por otro lado, como hecho cultural, la Escritura ha sido un medio prácticamente insustituible para un avance creativo de la tradición y, desde luego, para su universalización 27. Y como hecho religioso, en una cultura que ya ha alcanzado la expresión escrita, la Biblia se convierte en «un constitutivo de la comunidad originaria» 28. Ella es algo así como la cristalización o formalización de la conciencia religiosa, que permite a ésta tomar plena conciencia de sí misma -en cuanto obliga a perfilar lo adquirido y posibilita nuevos avances- y le ofrece un recurso para llegar a todos y permanecer actual o, mejor, actualizable en el tiempo. Por eso, con muy pocas excepciones, toda gran religión acaba poniendo por escrito sus experiencias fundantes 29. El libro o conjunto de libros sagrados que se consideran como expresión de esa experiencia se llama canon, es decir, la regla o norma para la justa apreciación y confesión de la fe correspondiente. El Corán para los musulmanes, el AT para los judíos y la Biblia para los cristianos constituyen su canon y, de hecho, les ha ayudado a mantener su coherencia a través de la historia.

BI/FUNDAMENTALISMO FMO/BI: El peligro está, como ya vieron los primeros cristianos -«la letra mata» (2 Cor 3,6)-, en que el texto se solidifique y sacralice, identificándose sin más con la revelación o «palabra» de Dios. Justamente, la crisis de la modernidad fue debida a eso, y nuestra reflexión se ha dirigido en gran medida a romper tal solidificación. Pero también es cierto que cuando la Biblia se lee desde su intención viva, viendo la letra como transparencia y llamada mayéutica a la experiencia actual y personalizada, se convierte en palanca fundamental de renovación. Se ha visto en el cristianismo, que ha sabido asumir la crítica bíblica (¡y queda todavía mucho camino por andar!), y es seguramente la gran renovación pendiente que tiene el islam 30.

5. La revelación cristiana y las religiones

En el apartado anterior hemos atendido de un modo preferente a la revelación bíblica. Pero en conjunto el discurso hubiese funcionado de un modo similar apoyado en ejemplos de otra religión, acaso con la salvedad de la carencia de una tradición crítica paralela a la ejercida sobre la Biblia a partir de la Ilustración. Ahora vamos a concentrarnos todavía más expresamente sobre ella, para comprenderla en sí misma y en su relación con las demás. Más en concreto, nos ocuparemos de la revelación bíblica en su específica figura cristiana.

5.1. Cristo como plenitud de la revelación J/PLENITUD-RV

Y vamos a empezar por la cuestión crucial: la asunción, ya muy temprana en los escritos cristianos, de que en Cristo culminó la historia bíblica de la revelación, y aun de la revelación en general. Ya en su simple enunciado aparece la enormidad de la pretensión: en un punto remoto, dos mil años en el tiempo; en un pequeño país muy concretamente ubicado en el espacio y en un individuo de características bien definidas (hasta en su talante y acento galileos), habría culminado la historia del darse a conocer Dios a toda la humanidad y del caer en la cuenta de ello por parte de ésta.

Es claro que una proposición de este tipo no puede hacerse arbitrariamente, ni menos imponerse a nadie, ni siquiera demostrarse rigurosamente. Respecto de los demás, el dogmatismo sería una tontería y la imposición una monstruosidad. Sólo cabe la oferta gratuita, el «estar siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que pida razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3,15), el diálogo abierto y cordial. Dar razón, en el sentido de exponer los motivos en que se apoya quien la asume y también -acaso sobre todo- en el de aclarar su significado.

a) Significado auténtico de la plenitud CULMINACION-RV De entrada, tal asunción puede tomarse o bien como un imperialismo -y así se ha hecho y se hace demasiadas veces-, pero puede tomarse también como una profunda desposesión: esa revelación, una vez descubierta como dirigida a todos, no pertenece más a los cristianos que a los demás. Se ha descubierto en una tradición, pero no como posesión suya, sino como don idénticamente destinado a todos.

En segundo lugar, eso no significa hacer tabla rasa de las demás revelaciones. Hablar de «culminación» implica, por el contrario, que se supone una continuidad: lo que a su modo está aconteciendo en todos alcanza en un punto -y no en todos los aspectos, sino en lo fundamental- una claridad e intensidad mayores. Y ni siquiera tiene por qué alcanzarlas sin los otros: de hecho sabemos que de Egipto y Mesopotamia llegaron influjos profundos a la Biblia, tanto en los mitos cosmogónicos como en los escatológicos, en la profecía lo mismo que en los salmos y, hacia el final, en todo el mundo de la sabiduría y el universalismo de la época helenística.

Jesús de Nazaret se presenta como heredero de todo eso, y sin ello sería impensable. Lo que creemos -los que lo creemos- que él ha hecho, es haberlo llevado, en un duro proceso que culmina en la grande y oscura entrega de la cruz, a una culminación que se muestra insuperable. Insuperable no por su especulación teórica ni siquiera por un cúmulo de ideas totalmente nuevas: tomadas una a una y de fuentes diversas, es posible que, como ya hicieron notar K. Rahner y el mismo U. von Balthasar, no se encuentre en su predicación ninguna idea verdaderamente desconocida 31, sino insuperable en el sentido de haber logrado, desde la hondura de su intimidad original, sacar las consecuencias de la tradición anterior y de hacerla avanzar hacia adelante en una síntesis vivida, practicada y formulada, que dice todo lo fundamental en la relación de Dios con el hombre. En reconocer que esto había acontecido en su vida, consistió justamente, por parte de los primeros cristianos su confesión de la mesianidad de Cristo y del misterio de su filiación divina.

Culminación o plenitud no significa, pues, que Jesús lo haya sabido o dicho todo en detalle, sino en haber descubierto todas las claves fundamentales que permiten al hombre, en cualquier circunstancia fundamental de la vida y de la historia, estar orientado ante Dios, ante sí mismo y ante los demás. Palabras mayores, ciertamente. Pero que no están dichas en el aire.

En primer lugar, Jesús asumió una tradición revelatoria definida por lo histórico y personal. De ese modo, al revés de las revelaciones centradas en la naturaleza -que tienen sus ventajas y que la tradición bíblica no rechaza sin más-, se abría hacia el espacio infinito de la intimidad espiritual, del compromiso ético y del amor y la fraternidad universales. Y dentro de ella, la ruptura con lo mágico, literal y legalista, le permitió acceder al misterio de Dios en sí mismo y en su relación con el hombre de un modo que, en principio, no tropieza con límites en su proceso de descubrimiento; y, de hecho, en la misma evidencia de su presentación, se muestra insuperable.

Al menos así nos lo parece a muchos, no por una opción ciega o por una decisión arbitraria, sino porque no vemos cómo sea posible ir más allá de lo que, en este ámbito, él ha descubierto: que Dios es Padre y es amor, hasta el punto de amarnos mucho más de lo que puedan amarnos un padre o una madre; que ama sin condiciones y perdona siempre; y que lo hace con todos sin excepción (empezando por los despreciados e incluso por los pecadores); que la confianza absoluta en él y el amor a los demás es la única ley más allá de toda ley; que el servicio, y no el dominio o la explotación, es la norma de toda conducta social... Verdaderamente no resulta fácil ver cómo se pueda ir más allá.

Lo cual, claro está, no significa que sea imposible concretar cosas, actualizar aspectos o perfeccionar matices. Y si se dice que mucho de eso está también en otras religiones, o incluso en tradiciones filosóficas, tanto mejor. No se trata de exclusivismos, sino de culminación, de caer en la cuenta de lo que es Dios para todos. En definitiva, de lo que se trata es de comprender que por fin en Jesús Dios ha podido culminar -no empezarlo ni realizarlo sólo en él- el proceso de írselo entregando todo a la humanidad en el orden religioso, de suerte que ya no es preciso salirse del espacio abierto por Jesús para estar últimamente orientados en la relación con Dios y con todo lo demás desde Dios. Y hay todavía un último aspecto importante. Los primeros cristianos en su llegar -desde las convicciones adquiridas en su trato con Jesús y desde los acontecimientos de pascua- a la convicción de que Jesús no había quedado presa de la muerte, sino que vivía resucitado en Dios, vieron en ello una confirmación divina, y por tanto definitiva e irreversible, de la verdad de su vida y su doctrina. En una reflexión de gran profundidad y vigor sistemático, W. Pannenberg 32 lo ha interpretado diciendo que en Jesús resucitado ha acontecido ya la «anticipación» (prolepsis) de la plenitud final en Dios. A partir de él, «sabemos» ya cómo será la situación definitiva, y por eso tenemos la seguridad de que lo anunciado en Jesús no puede ser desmentido por ningún tipo de evolución histórica o cultural: ya no es posible, ni preciso, ni deseable descubrir ninguna otra clave fundamental que anule, desmienta o dé un giro a lo por él dicho y vivido.

b) La culminación como actualidad, apertura y dinamismo

No sólo hacia fuera se ha interpretado mal muchas veces el sentido de la plenitud de la revelación en Cristo. También hacia adentro ha habido -y hay- sospechas entre muchos fieles y teólogos ¿No se paraliza de ese modo la historia? ¿No se confina la revelación en un pasado muerto que sólo cabe ya evocar «de memoria», como repetición sin vida de lo una vez dicho para siempre? De hecho, en muchos manuales teológicos -sobre todo a partir de la dura y estrecha época de la condenación del modernismo- se habla de «clausura» de la revelación. Tan patentemente clausurado se veía todo, que un autor entonces famoso en este campo pudo escribir la siguiente enormidad: «La teología tradicional reconoce en los apóstoles el privilegio especial de haber recibido por luz infusa un conocimiento explícito [subrayado en el texto] de la revelación divina mayor que el de todos los teólogos o la Iglesia entera tienen o tendrán hasta la consumación de los siglos» 33.

Conviene ver esto en toda su crudeza, para apreciar qué tipo de tenaces prejuicios pueblan el concepto de revelación. El lector que haya seguido hasta aquí los razonamientos anteriores, descubrirá seguramente la falsedad de los mismos. Si la revelación es un proceso de descubrimiento en vistas a una relación viva con Dios, la culminación no equivale a su muerte, sino justo a todo lo contrario: por primera vez, a partir de ese punto será posible vivir esa relación en toda su plenitud. Sucede lo mismo que en el orden biológico: la evolución culmina en el hombre, pero eso no significa que en él se «clausure» o «muera» la vida, sino que, por el contrario, se abre en la expansión inconmensurable de la conciencia, la sociedad y la cultura. Lo mismo en el orden histórico: la culminación del lento y difícil proceso del descubrimiento de la igualdad humana frente a la injusticia de la esclavitud, por ejemplo, no relega la igualdad al pasado, sino que hace posible vivirla ahora mejor que nunca. Y en el orden individual, la maduración de un amor hasta la entrega total no significa su fin, sino, si es auténtico, su verdadero comienzo.

RV/HOY:Lo mismo la revelación. Y ahora se comprenderá mejor el verdadero sentido de la mayéutica. Las palabras en que se nos recuerda la culminación sólo tienen sentido si hacen de «parteras» para que nosotros hoy repitamos el descubrimiento. Es la actualidad de la revelación. No se trata de una metáfora: no existe, por ejemplo, fe viva y verdadera en Dios como «padre», si -iluminados ciertamente por la palabra evangélica- no lo vivenciamos como tal en nuestra propia vida. Y lo mismo vale de todo aquello que de verdad se cree. Contando desde luego realísticamente con las dificultades inherentes a las limitaciones subjetivas y a la profundidad insondable del objeto, así se ha de creer el credo: no repetición de memoria o simple aceptación porque se nos ha dicho que Dios ha dicho, sino, como diría Zubiri, «probación de realidad», comprobación en la propia vida de la oscura pero vitalizante verdad de lo profesado.

La revelación tiene, pues, una historia pasada de génesis y constitución, que se nos regala y sin la cual estaríamos siempre empezando de nuevo, sin avance real, lejos de la riqueza y plenitud que se nos entregan gratuitamente mediante la tradición («la fe viene por el oído»: Rom 10,17). Pero ese anuncio de su pasado sólo lo recibimos de verdad cuando la revelación se nos convierte también en presente vivo, presencia promoviente y fuente inagotable de futuro.

De ahí dos aspectos importantes. Uno, ya indicado al principio, su verificabilidad, en cuanto que todo aquel a quien se le ofrece puede y debe verificarla en la confrontación con su experiencia profunda, con su búsqueda del sentido, con su visión global de la vida. El otro se refiere a la inagotable fecundidad de su interpretación: al proceso, siempre abierto y fecundo, de ir desarrollando sus implicaciones noéticas, vivenciales y práxicas. Porque la revelación está por definición entregada a la historia: todo lo «implicado» en la situación concreta de su primer anuncio tiene que ser «ex-plicado» al atravesar las distintas épocas, culturas, circunstancias, preguntas y posibilidades del caminar de la humanidad en el tiempo. Por eso, aunque costó mucho reconocerlo teóricamente -a pesar de que, por la fuerza ineluctable de la vida, se había practicado siempre- existe una evolución del dogma 34 y, desde luego, una riquísima y compleja historia de la teología 35.

5.2. El diálogo de las religiones

Esta constitutiva historicidad de la revelación aporta un nuevo dato a los ya sembrados a lo largo del trabajo -sobre todo a propósito de la «elección»- para una justa comprensión de la pluralidad de las religiones. Porque la asunción de una religión determinada -que en nuestro caso ha sido la cristiana- no puede significar un cerrarse a las demás. Cumple por ello, llegados al final, abrir hacia ellas la consideración, tratando de indicar lo fundamental.

a) Eliminar prejuicios

Ante todo deshaciendo prejuicios que, en realidad, tras las consideraciones anteriores, se disuelven espontáneamente.

El primero consiste en la asunción acrítica y puramente imaginativa de que la revelación sólo ha tenido lugar en la tradición bíblica, como si entretanto Dios hubiese abandonado a los demás pueblos. Es obvio que no. Toda religión es revelación: Dios trabaja con todos los pueblos y culturas, con cada uno según sus circunstancias y posibilidades, pero siempre tratando de que se consiga la máxima revelación posible. De ahí que -segundo prejuicio- no se trata jamás del «todo o nada»: o verdadera o falsa, o salvación o condenación. El tristemente famoso axioma «fuera de la iglesia no hay salvación» no decía exactamente eso, pero se le acercaba y, sobre todo, fomentaba el prejuicio. En cuanto que una religión es el modo en que una determinada cultura o un concreto grupo humano capta y encarna históricamente su descubrimiento de Dios, hay que afirmar que toda religión es verdadera y que en ella los que honestamente la siguen encuentran su camino de salvación. Sólo que ninguna verdad concreta y verdaderamente personal se realiza en bloque, sino que constituye un proceso de descubrimiento y profundización, necesariamente limitado frente al misterio inabarcable de Dios. Existe entonces una dialéctica de «más y menos», de «bueno y mejor», que pide discernimiento e impone la comparación, justamente para optar responsablemente por aquella que en conjunto -no precisamente en todos los aspectos- a uno le parece la mejor. Esto no puede extrañar. De hecho está implicado lógicamente en toda adscripción a una religión determinada. Y también lo está en el reconocimiento de ciertos fenómenos como claramente deformados o aberrantes: por mucha comprensión histórica que se tenga -y siempre será poca-, nadie en su sano juicio dará hoy por buenos los sacrificios humanos o las hogueras de la Inquisición.

b) La lógica de la gratuidad

La cuestión se hace más sutil cuando se llega a las grandes religiones, que han eliminado, al menos en principio, las deformaciones más obvias y notorias, y que se ofrecen como caminos coherentes e integrales de salvación. Esta es hoy la situación. Las grandes religiones han entrado en contacto real, y se impone el diálogo entre ellas. En realidad, constituye una de las tareas más importantes de la actual reflexión religiosa 36, Aquí vamos a indicar tan sólo unas pautas.

Ante todo es preciso cultivar la conciencia de la propia finitud y, por consiguiente, de la indigencia constitutiva de toda comprensión humana del misterio de Dios. Incluso la religión que se experimenta como culminación de la revelación divina -y, en realidad, todas lo hacen- ha de ser consciente de que ella la porta en «vasijas de barro» (2 Cor 4,7), las cuales dejan fuera de sí un océano de plenitud, y están expuestas a las deformaciones y a las rupturas de la historia. A priori, cualquiera puede afirmar que toda religión tiene aspectos que ella capta mejor que otras, igual que tiene sus peculiares escotomas y sus zonas de sombra. En esa misma medida, todas pueden aprender de todas, pudiendo -y debiendo- instaurar por ello un diálogo honesto y real, en el que cada una aporta y recibe. De hecho, más allá de todas las teorías, por la fuerza misma del contacto real, está en curso un diálogo en acción, que marca a todas las religiones mucho más de lo que acaso ellas mismas creen: ¿quién puede medir el influjo de la espiritualidad oriental en el cristianismo de hoy, y viceversa? Y parece evidente que, incluso más allá de los propósitos de las diversas instituciones, este inter-influjo va a multiplicarse en el futuro. Acaso todavía más importante sea el comprender la lógica que ha de presidir el diálogo. Establecer en este terreno rivalidades de prestigio o competencias de poder equivale a deformar la esencia más íntima de la experiencia religiosa como tal. Ella -repitámoslo- descubre siempre a Dios como Dios de todos, de manera que jamás descubre algo suyo, sino algo de aquel que todos buscan y que a todos está intentando darse. Lo que interesa es lo descubierto y, en definitiva, resulta indiferente quién haya sido el primero. No sólo porque, como magníficamente dijo K. Jaspers: «Dios es tanto mío como de mi enemigo» 37, sino porque estamos en la maravillosa «lógica del don», en la que todo suma y nada resta: quien de verdad busca a Dios, siente como suyo lo que descubre el otro, y sabe que cuanto mas tiene el otro más tiene también él; del mismo modo que «gratis ofrece lo que gratis ha recibido» (cf. Mt 10,8).

Por eso tenemos que desenmascarar como aberrante todo intento de prepotencia o acaparamiento en este campo por parte de cualquier religión: sería estricta idolatría, puesto que esa religión se pondría en lugar de Dios al apropiarse para sí misma lo que pertenece a la gratuidad infinita de Dios que se destina a todos los hombres y mujeres. La rivalidad entre las religiones es tan ridícula, como humanísimo y necesario es el diálogo en el que cada una, atenta sólo al misterio de Dios y a la salvación del hombre, ofrece lo que cree haber alcanzado y aprende lo que en las otras le ayuda mejor a «caer en la cuenta» de lo que todavía no ha visto o no ha visto bien: un nuevo matiz, una dimensión complementaria o una profundidad no sospechada de aquello que Dios está intentando descubrirnos a todos. Para una humanidad más plena. Que eso es la revelación.

(·TORRES-QUEIRUGA-A._10-PALABRAS CLAVE EN RELIGIÓN/1.Págs. 196-224)

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18 «Por eso [el sujeto religioso] experimenta su acto como respuesta a una previa llamada, y por eso interpreta su búsqueda de Dios como suscitada por un previo encuentro con él y en el que Dios mismo ha tomado la iniciativa» (Martín Velasco, Fenomenología de la Religión. Madrid 2 1983, 124-125), cf. G. van der Leeuw, o. c., 442-445; y recuérdese a Pascal: «No me buscarías si no me hubieses encontrado».

19 Cf., entre otros suyos, el libro de M. Eliade que da titulo a este apartado, Buenos Aires 1961; una buena síntesis en D. A. Aune, Oracles, en The Encyclopaedia of Religions (dir. por M. Eliade), 11. 81-87.

20 La positividad del cristianismo, en Escritos de juventud. México 1978, 78-80. Alude, claro está, al milagro de san Antonio de Padua. El contexto es justamente el de superar la (mala) positividad de la revelación: aunque la postura de Hegel pueda ser exagerada, la intención es justa.

21 Cf. L. Coenen, Testimonio, en Dicaonario teológico del NT, IV. Salamanca 1984, 254-261.

22 Brief an Benno Jacob, 25-5-1921, en F. Rosenzweig, Der Mensch und sein Werk, 2. La Haya 1984, 709.

23 Einführung in die Philosophie. Munich 1969, 64.

24 Cf., aparte de los diccionarios bíblicos, J. Guillén Torralba, La fuerza oculta de Dios. La elección en el Antiguo Testamento. Valencia 1983.

25 Cf. a Miqueas impotente y derrotado ante los falsos profetas (1 R 22), o al mismo Jeremías indefenso ante el profeta (nosotros hoy decimos «falso») Jananías, que le rompe el yugo que simbólicamente llevaba, desmintiéndolo: «Y se fue el profeta Jeremías por su camino» (Jr 28,10-11); cf. A. González - N. Lohfink - G. von Rad, Profetas verdaderos, profetas falsos. Salamanca 1976; J. L. Crenshaw, Los falsos profetas Bilbao 1986.

26 Cf. L. Alonso-Schökel - J. L. Sicre, Profetas I. Madrid 1980, 17-80, para una visión actual de la profunda «humanidad» de la palabra profética.

27 Cf. las magníficas reflexiones de H. G. Gadamer, Verdad y método. Salamanca 1977,212-217,468-475.

28 Cf. K. Rahner, La inspiración de la Sagrada Escritura Barcelona 1970, 70; cf. una exposición sintética en su Curso fundamental sobre la fe. Barcelona 1984,427-436.

29 Cf. G. van der Leeuw, o. c., 421-426; G. Widengren, o. c.,503-544.

30 Cf. las observaciones de H. Kung, en H. Kung - J. van Ess..., Christentum und Weltreligionen. Munich / Zurich 1984, 49-72.

31 K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe. Barcelona 197s, 299, H. U. von Balthasar, Católico. Aspectos del misterio. Madrid 1988, 27.

32 Cf., por ejemplo, la síntesis que hace en Fundamentos de Cristología. Salamanca 1974.

33 F. Marín-Sola, La evolución homogénea del dogma católico. Madrid / Valencia 2 1963, 157.

34 Cf. A. Torres Queiruga, Constitución y evolución del Dogma. La teoría de Amor Ruibal y su aportación. Madrid 1977, con la información y la bibliografía fundamental.

35 Cf. E. Vilanova, Historia de la teologia cristiana, 3 vols. Barcelona 1986-1989 (trad. cast. en curso).

36 Cf. una discusión e información fundamental en A. Torres Queiruga, El diálogo de las religiones. Fe y Secularidad, Madrid 1992.

37 Philosophie III. Berlín / Heidelberg / Nueva York 4 1973, 122. Sería muy importante tener en cuenta todo lo que dice acerca de la verdadera comunicación (Philosophie, II. 50-118).

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Bibliografía

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