DEBEMOS LAVAR EL ROSTRO DE DIOS
¿Dónde está tu Dios?
¿Es El quien se ha marchado
o nosotros los que tenemos que lavar su rostro?
XABIER PIKAZA,
Prof. de Sagrada Escritura.
Univ. Pontificia de Salamanca.
1. La ausencia.
D/AUSENCIA: Si Dios se presenta como ausente, es que estuvo
alguna vez y luego se ha marchado; quizá nosotros mismos le
hemos alejado, tapando su rostro y cubriendo las huellas de su
paso por el mundo. Aun así, como ausente, sigue dirigiendo
nuestro anhelo, encendiendo la nostalgia en el camino y
manteniéndonos sin cesar en la pregunta por la vida y su sentido.
¿Hemos recubierto a Dios hasta ocultar su mismo rostro? Así
dicen algunos. Hemos arrojado sobre Dios nuestros cuidados y
deseos, de tal forma que al final esos cuidados y deseos ocupan el
lugar que antes tenía Dios en nuestra vida. Por eso, al caminar
sobre la tierra ya no vemos y sentimos más que aquello que
nosotros mismos fuimos colocando, allí donde se hallaba Dios,
concupiscencia de los ojos, que es deseo inmoderado de tener;
concupiscencia de la carne, que es deseo inmoderado de gozar, y
soberbia de la vida, que es deseo absoluto de mandar y dominar
por siempre (cf. /1Jn/02/16). Hemos ocultado a Dios, y en el
espejo de este mundo sólo conseguimos descubrir nuestro propio
rostro, deformado por el miedo y los deseos posesivos.
¿O ha sido Dios quien se ha marchado? Así opinan otros
muchos. No hemos podido ocultarlo, porque Dios mismo se ha ido,
dejando por un tiempo (o para siempre) nuestro mundo. Mirando al
hueco de su ausencia, hemos tenido miedo: nos sentimos
pequeños, impotentes, sin defensa. Por eso hemos tenido que
cubrir el hueco, no acordarnos más de Dios, para no sentir nuestra
orfandad. Toda la historia de los últimos decenios (y aun siglos)
sólo puede interpretarse de verdad como esfuerzo por tapar ese
hueco de Dios, inventando siempre nuevos ídolos o seguridades
momentáneas.
No sé decir qué perspectiva resulta más exacta. Además,
mirando al fondo, ambas parecen ser equivalentes. ¿Hemos
ocultado a Dios con nuestras falsas creaciones? ¿O recubrimos
más bien nuestra impotencia, el miedo a una vida que parece
abierta sólo hacia el vacío? No lo sé. Lo cierto es que hay muchos
que sienten y sufren la ausencia de Dios y, encima, le acusan.
haciéndole culpable de los males de la historia.
D/IMAGENES-FALSAS: Dicen (o decimos) que Dios es
impotente: no consigue dominar y transformar el mundo como
nosotros quisiéramos hacerlo. ¿Por qué no cura aquella
enfermedad? ¿Por qué no evita aquel gran sufrimiento? ¿Por qué
no mata al gran bandido que esclaviza a los pequeños? ¿Por qué
no impone la justicia? Pedimos a Dios que actúe, y no actúa: una
generación va, otra generación viene... y todas las viejas
injusticias siguen como estaban... (cf. Ecl 1, 4-11).
Dicen (o decimos) que Dios es impasible: truena desde arriba
como un monarca autosuficiente y satisfecho. Quizá pueda influir
sobre las cosas de la tierra como influyen el huracán o la potencia
de los astros. Pero sigue siempre arriba, separado y dominante.
No conoce por dentro nuestra vida ni siente nuestra angustia ni
padece nuestra muerte. Parece que no le interesamos; por eso
resulta lógico que tampoco nosotros nos interesemos por Dios.
Estamos inmersos en un mundo de dolor, y en el dolor quedamos,
diciendo como Job: "Dios acaba con inocentes y culpables; si una
calamidad siembra muerte repentina, él se burla de la desgracia
del inocente; Dios mismo ha dejado la tierra en poder de los
malvados" (/Jb/09/22-23). Por eso, en nombre de nuestro mismo
sufrimiento, no tenemos más remedio que olvidar o, por lo menos,
tratar de olvidar a ese Dios que planea impasible por encima de
nosotros.
Dicen (o decimos), finalmente, que Dios resulta incomunicable.
Mil veces hemos querido hablarle, pero él no nos responde. Mil
veces le hemos ofrecido nuestro amor, pero él no sabe amarnos.
Le basta su propia soledad; en ella habita, mientras ha dejado en
nuestros corazones el ansia de buscarle, la urgencia del cariño,
una existencia que busca compañía... Respondiendo al problema
anterior, alguien podría decir que "Dios sufre" en la tierra, pero
nosotros no sabemos, no sentimos su dolor; no sufre en compañía
con nosotros. Por eso caminamos solos, separados los unos de
los otros. En un momento determinado, parece que el amor se
enciende en nuestra vida (Cantar de los Cantares) y que es Dios
mismo quien habita dentro de su entraña. Pero luego el amor
muere, y sólo quedan sombras, y nosotros acabamos la vida con
ellas, sin haber comunicado a nadie de verdad nuestra existencia,
como saben tantos Salmos.
2. Lavar el rostro de Dios
Al llegar aquí, ya no sabemos quién es el culpable. Seria
demasiado fácil afirmar que hemos sido nosotros los que hemos
recubierto el rostro claro de Dios para encontrar en su lugar un
rostro de impotencia, de impasibilidad, de soledad, donde la vida
acaba por cansarnos y quebrarnos. También seria fácil
disculparnos y echar la culpa a Dios diciendo que se ha ido y nos
ha hecho la vida tan difícil en su ausencia.
Ciertamente, la Escritura nos habla de un pecado misterioso
que viene desde el mismo principio de la historia (cf. Gn 2-4).
Pecado es la manzana que comemos: este mundo que nosotros
mismos vamos construyendo llevados del deseo de vivir y de
triunfar, de saber y de dominar, de perdurar sobre la historia para
siempre. Pecado es la ausencia de Dios, que no pasea ya por el
jardín a la caída de la tarde, conversando con nosotros en
delicado
gesto de confianza, por eso el jardín se ha convertido en un
desierto donde triunfan los fuertes (/Gn/03/08: Caín que mata a
Abel) y donde sólo sobreviven aquellos que han logrado dominar
sobre los otros.
Pecado es esta misma situación de ausencia, que convierte
nuestra vida en un infierno, en el sentido radical de la palabra:
infierno es lo de abajo, el conflicto de la historia, el miedo a la
muerte, que sólo nos permite gozar breves momentos la felicidad
cumplida. Pues bien, desde ese infierno que es la vida amenazada
y dominada por la muerte, con la sombra de un Dios que parece
impotente, impasible, incomunicable, vamos, sin embargo,
caminando por el mismo río de la vida. La corriente nos arrastra en
una dirección, en un camino sin retorno. Pues bien, desde el fondo
de esa misma corriente podernos preguntarnos, preguntar por
Dios, reformular de nuevo el sentido de la vida.
Platón, en una historia memorable, decía que los hombres
somos como condenados: estamos en el fondo de una cárcel o
cueva muy oscura y no logramos ver en la pared de la prisión más
que las sombras de las cosas que pasan y que corren en lo
externo. No podemos destruir nuestras cadenas y caminar por
fuera. Por eso no tenemos más remedio que mirar y recordar,
iniciando así un camino interior de conocimiento y libertad que sólo
culmina con la muerte. Entonces, cuando hayamos superado la
atadura de este cuerpo, en gloria superior, veremos la faz de Dios,
que es la bondad y el absoluto.
Pues bien, en contra de esa perspectiva de Platón, los hombres
y mujeres del Antiguo Testamento han descubierto que podemos
caminar en esperanza hacia el misterio de Dios y de la vida. El
mundo no es cárcel; es camino. Por eso, desde el interior de la
corriente que parece arrastrarnos podemos controlar y dirigir de
alguna forma la misma dirección de nuestra marcha. No vamos
solos; caminamos con Dios a nuestro lado.
Esta experiencia del Dios que camina con nosotros constituye el
punto de partida de la historia israelita. Quedan en segundo plano
todos sus restantes elementos. ¿Lo hemos recubierto hasta
taparlo con el peso de nuestras proyecciones? ¿Se ha alejado
Dios por nuestras culpas? No podemos responder en plano de
teoría. Sólo sabemos que Dios está dispuesto a caminar si es que
nosotros caminamos. Así lo indica una impresionante página del
libro del Éxodo, en el centro mismo de la Alianza:
Moisés: "Si no vienes en persona, no nos hagas salir de aquí"
Dios: "Yo en persona iré caminando para llevaros al descanso"
(Ex 33, 14-16).
V/CAMINO-RV-D: De esa forma, el camino se convierte en lugar
de revelación de Dios. Hay personas que buscan una seguridad
previa: querrían saber que hay Dios y sentirlo bien concreto, bien
cercano, antes de responder; desearían que Dios les evitara la
tarea de la vida, la elección. el riesgo de la entrega... Y por eso
discuten (discutimos).
Pues bien, el Dios del Antiguo Testamento no responde
previamente. Responde siempre en el camino. Sólo donde el
hombre asume el riesgo de la vida y tiende hacia su propio futuro,
sin poner condiciones, sin presupuestos, sólo allí se hace visible el
misterio de Dios. De esa forma descubrimos que Dios no es un
problema de teoría, no es una cuestión que se resuelva
limpiamente en el despacho de los propios pensamientos.
Tampoco es una sustancia que se pueda destilar en un laboratorio
neutro, con métodos científicos. El laboratorio de Dios es el camino
de la vida. Por eso Dios se manifiesta allí donde los hombres, a
ejemplo de Moisés y los judíos, se "mojan" en la marcha (en el Mar
Rojo) y asumen la fatiga del desierto.
CSO/RV-DEI: Quien entienda la vida como cárcel (Platón,
religiones orientales...) sólo podrá hablar, en realidad, de un Dios
de pensamiento, un Dios al que se encuentra en las razones
interiores y que luego se desvela plenamente, tras la muerte, como
inmortalidad del alma o vida eterna. Superando ese nivel, los
judíos nos enseñan a entender la vida como marcha, como camino
de realización en el que vamos aprendiendo a ser humanos; sólo
en la belleza y en el riesgo de esa marcha, asumiendo nuestra
condición de caminantes y buscando de verdad nuestro futuro,
podemos lavar el rostro de Dios y dejar que Dios se manifieste.
Podemos lavar el rostro de Dios limpiando la impureza que
hemos ido amontonando en ese rostro por los siglos. Volvemos a
los argumentos anteriores y preguntamos: ¿será verdad que Dios
es impotente? ¿Cómo sabemos que es impasible? ¿Quién ha
dicho que es incomunicable? Si nos ponemos de verdad en
camino, descubriremos la fragilidad de las antiguas seguridades y
sentiremos que van cayendo nuestros ídolos y se quiebran
nuestras proyecciones. Queda el mismo caminar, y quedamos
nosotros con fuerza para seguir avanzando. Sólo así, en el
camino, podremos descubrir lo que supone la verdad y realidad de
Dios.
Lavar el rostro de Dios significa dejar que Dios se manifieste:
nosotros podemos limpiar de alguna forma nuestra imagen; pero, a
no ser que Dios se manifieste, seguiremos encerrados en las
propias imaginaciones. El camino es el lugar de la sorpresa, aquel
momento y aquel espacio en que el mismo Dios puede acercarse
hasta nosotros para acompañarnos. En esta linea nos sitúa el
Antiguo Testamento, siempre abierto a la experiencia de la
Pascua: al paso de Dios, que se introduce en la historia de los
hombres (cf. Ex 11-13).
3. El rostro de Dios en Jesucristo
Situados en la linea del Antiguo Testamento, descubrimos el
paso de Dios en Jesucristo, que, "ungido por la fuerza del Espíritu,
pasó por el mundo haciendo el bien y curando a todos los que
estaban dominados por el Diablo" (cf. Hech 10, 38). De esa forma
ha inaugurado en el mundo el camino que conduce al Reino, es
decir, al misterio de Dios Padre, donde viene a realizarse
plenamente la existencia.
J/REVELADOR-DE-D: Jesús no ha desplegado una teoría
nueva sobre Dios; no ha demostrado su existencia y sus
propiedades con razones de linea filosófica. Tampoco ha
desplegado una teoría sobre el hambre y su pecado. Por eso no
ha fundado una escuela de interpretación rabínica del Antiguo
Testamento ni ha fijado su postura en libros que respondan a
todos los problemas. Jesús ha inaugurado un camino de Reino con
sus obras y palabras.
Las palabras de Jesús constituyen una invitación universal al
Reino: ha caminado por los pueblos, ha llegado a la frontera
donde habita la miseria, ha subido a la montaña, y en todas partes
ha ofrecido su misma gran palabra: ¡venid al gran banquete,
caminemos hacia el Reino! (cf. Lc 14, 15-24). Por eso su mensaje
es un "kerigma" y no una enseñanza teórica: es palabra de
heraldo que anuncia y convoca a todos para el Reino,
especialmente a los pequeños, pobres y perdidos.
Las obras de Jesús explicitan y concretan la misma gran
llamada. Jesús llama a los publicanos invitándoles a la mesa; invita
a las prostitutas acercándose hasta ellas; convida a los enfermos
al curarlos, a los niños al acogerlos... Precisamente en el camino
de la vida, dirigiendo a los hombres hacia el Reino, Jesús puede
hablar y ha hablado de un Dios Padre: el Dios que invita, anima y
transfigura a los pequeños de la tierra, ofreciéndoles su vida y su
plenitud, regalándoles su Reino.
Este camino de Jesús ha chocado con las estructuras de la
sociedad establecida, que pretende tener el monopolio de Dios y
de la vida. Podrá hablarse de Dios y rezar a cada uno de los ídolos
del mundo, pero el Imperio Romano sigue siendo imperio, donde
todos han de mantener un orden y un respeto por la sociedad (y la
sacralidad) oficial. Podrá discutirse la ley en mil formas de
variantes y de tradiciones, pero la estructura del pueblo israelita
debe mantenerse hasta el final como estructura salvadora.
Pues bien, sin enfrentarse directamente con la autoridad de
Israel o la de Roma, sin discutir teóricamente sus privilegios o sus
razones, Jesús ha superado, en su camino de Reino, la estructura
social y sacral de los romanos y de los israelitas.
Frente al Dios del imperio, que garantiza un determinado orden
político del mundo, Jesús ha proclamado la presencia y el reinado
de un Dios-Padre universal que acoge y transfigura a los
pequeños de la tierra, ofreciéndoles el Reino.
Frente al Dios de la ley establecida, que distingue a los buenos
de los malos y sostiene el privilegio israelita, Jesús ha proclamado
la presencia salvadora de un Dios-Padre que llama especialmente
a los pecadores (publicanos, prostitutas, pobres...), rompiendo de
esa forma la "valla nacional" de la seguridad israelita.
Jesús, el más manso de todos los hombres (cf. Mt 21,5), ha
penetrado con su anuncio del Reino hasta la entraña de la
sociedad establecida, lavando así el rostro del Dios que se
encontraba vinculado al orden imperial (Roma) y a la ley nacional
(Israel). Los representantes de Israel y de Roma han descubierto
que Jesús, un hombre sin violencia, era en realidad el más
peligroso de todos los hombres de la tierra: no luchaba con las
armas que ellos conocían, levantándose en guerra contra Roma o
combatiendo una por una las leyes de la sociedad sacral israelita.
Jesús era peligroso porque "lavaba el rostro de Dios", convirtiendo
al Dios romano en un simple ídolo del poder, y al Dios judío en una
máscara de ley.
Más allá de ese ídolo (el orden político divinizado), más allá de
esa máscara (el orden de una ley que acaba siendo ciega; cf. 2
Cor 3), Jesús ha proclamado la llegada de Dios Padre como
principio de Reino. No ha presentado teorías ni ha ofrecido
discursos puramente racionales. Ha subido a Jerusalén, ha hecho
un gran signo de consumación sobre el templo y ha dicho: ¡El
Reino viene!
Atravesados por el miedo a ese Reino, judíos y romanos han
matado a Jesús como blasfemo y peligroso. Lo han matado como
falso pretendiente regio (los romanos) y como falso profeta o
blasfemo que destruye la ley (los judíos). Precisamente en esa
muerte de Jesús hemos visto los cristianos el "paso" de Dios por
nuestra historia.
Como primer signo de ese paso está la pregunta de Jesús en el
Calvario. Clavado en la cruz, muere llamando: "¡Dios mío, Dios
mío! ¿Por qué me has abandonado?" (Mt 27,26). Esta pregunta se
sitúa dentro de un contexto de búsqueda de Dios: ¿cómo se refleja
su presencia? ¿Cómo expresa su poder sobre la tierra? Los
romanos han colocado en la cruz un letrero de condena que reza:
"¡Por hacerse rey de los judíos!". Los judíos se burlan diciendo:
"¡Sálvate si puedes! ¡Muestra que eres Hijo de Dios! " (Mt 27,43).
Jesús, por su parte, sufre y llama a Dios desde la muerte.
Este sufrimiento y esta llamada constituyen el momento central
de nuestra historia. Los judíos y los romanos, ocupados en sus
viejas estructuras sacrales que divinizan la ley nacional o el
imperio, no han captado el paso de Dios en Jesucristo, la
verdadera pascua de la historia. Los cristianos, en cambio, lo han
visto, descubriendo de esa forma al Dios auténtico que vivifica a
los muertos y llama a la existencia a lo que no existía todavía (Ro».
4,17); éste es el Dios que ha resucitado a Jesús de entre los
muertos (Ro». 4,24).
La resurrección, como paso definitivo de Dios, ratifica todo el
camino anterior de Jesucristo: sus obras de amor a los pequeños,
su invitación al Reino, la presencia de Dios Padre... Eso significa
que el camino de Jesús es camino de Dios entre los hombres; por
eso, quien asume su evangelio tiene la certeza de encontrar a
Dios en el proceso (y en la meta) de la historia.
Pero hay una diferencia con respecto a todo el Antiguo
Testamento. Antes parecía que Dios pasaba sobre el mundo
caminando por un tiempo con los hombres. Ahora no pasa; ahora
ha penetrado en nuestra historia, haciéndose historia y realidad
humana en medio de nosotros. Por eso se queda para siempre en
la vida humana de Jesús, el Cristo: Dios está presente allí donde
los hombres asumen y recrean la historia de Jesús, viviendo su
amor universal y muriendo en esperanza.
FE/REFUGIO-EVASION: Esa historia de Jesús culmina en el
Calvario. Por eso la fe en Dios no puede interpretarse como olvido
de la muerte; no es una evasión de las tareas de la vida ni un
refugio para guarecernos cuando llega la tormenta. Es todo lo
contrario: la fe nos capacita para buscar el Reino en medio de la
prueba de la tierra, muriendo, si hace falta, con palabras de dolor
y de pregunta: ¿por qué me has abandonado?
Ese camino de la historia tiene sentido, porque existe la
respuesta de la pascua: Dios mismo concede valor definitivo al
camino que hemos hecho, ratificándolo para siempre, en el
misterio de su vida. Por eso, frente a los poderes de este mundo,
que conciben la existencia en clave de ley (judaísmo) o de imperio
(romanos), los creyentes en Jesús pueden entenderla y realizarla
en clave de gratuidad.
De esta forma, unidos a Jesús, podemos lavar el rostro de Dios,
descubriendo su misterio de vida creadora. Quizá podamos decirlo
con otras palabras: la pascua viene a presentarse como ruptura
epistemológica y vital: conoceremos a Dios en la medida en que,
asumiendo el camino de Jesús y recorriendo las etapas de su
historia, descubramos en medio de nosotros el misterio de su
pascua. Esto es lo que mostraremos brevemente, invirtiendo el
esquema anterior de la im-potencia, im-pasibilidad e
in-comunicabilidad de Dios; y lo haremos empleando, de manera
quizá un tanto convencional, los rasgos principales del misterio
trinitario.
4. La potencia de Dios
Comenzábamos hablando de un Dios que parecía im-potente
sobre el mundo, pues deja que dominen los tiranos y permite que
las cosas rueden de manera indiferente para el hombre. ¿Por qué
no actúa ya? ¿Por qué no cambia por la fuerza la estructura de
injusticia de la tierra? Pues bien, volviendo al Credo, descubrimos
la palabra clave: creo en Dios Padre todopoderoso.
D/OMNIPOTENCIA: Dios es poderoso como Padre, no en la
linea de un poder tirano que se impone desde arriba con violencia.
No es poderoso de manera caprichosa, para elevar y arrasar, para
matar y dar la vida, según fuere su impulso del momento. El poder
de Dios está en la línea de la ofrenda creadora, en nivel de
libertad
Así lo reconoce /Rm/01/03-04 cuando, en texto primordial,
afirma que "Dios ha constituido a Jesús como a su Hijo, en poder,
por medio de la resurrección de entre los muertos". Esta es la
clave del poder que viene a desvelarse ahora en dos palabras:
paternidad y resurrección. Dios es poderoso como Padre, porque
abre un espacio de vida para el Hijo; es poderoso por dejarle ser
en libertad, acompañándolo y sosteniéndolo en un camino de
realización personal. Dios es poderoso porque nos ofrece
resurrección, porque convierte el camino de la muerte en principio
de nuevo nacimiento.
En esta linea, "lavar el rostro de Dios" significa descubrir de
nuevo, experiencialmente, el sentido de su poder. Algunos,
dominados por la lógica de imposición y violencia de este mundo,
han llegado a pensar y escribir: todo poder corrompe; ahora bien,
Dios es el máximo poder; luego Dios es la máxima corrupción.
Tenemos que afirmar que, partiendo de las premisas ordinarias,
este argumento resulta lógico: un poder interpretado desde arriba,
como fuerza que obliga, resulta destructor, es dictadura. Dios sería
el primero y el más grande de los dictadores. Habría que matarlo.
Frente a esa visión del poder se eleva otra: algunos piensan
que Dios no puede nada; que el mundo sigue dominado por las
fuerzas de este cosmos, por aquellas que podríamos llamar
"potencias brutas" (violencia, deseo sexual, fatalidad y muerte).
¡Dios no puede nada! En contra de eso, proclamamos que la
pascua de Jesús nos ha mostrado el sentido del poder en forma
nueva: Dios es poderoso como Padre que sostiene en libertad la
vida de los hombres.
Dios es poderoso como padre: sobre este mundo duro y
conflictivo, en una tierra que parece dirigida sólo por la muerte, ha
hecho nacer a su Hijo Jesucristo en un camino abierto hacia la
pascua. De manera semejante, nos conduce a nosotros a la vida:
como hijos, nos hace surgir sobre la tierra; como hijos nos
mantiene y nos gula, en esperanza de la pascua.
Por eso, creer en el poder de Dios significa estar dispuesto a
renacer. Culminando el Antiguo Testamento, Juan Bautista ha
proclamado la llegada de la muerte (cf. Mt 3, 7-11): el mundo está
perdido, no existe ya remedio, y Dios sólo puede realizar su juicio.
Pues bien, en contra de eso, sobre el mismo mundo conflictivo,
Jesús ha proclamado la llegada, el comienzo de la vida como
Reino; su mensaje sólo tiene sentido porque Dios es Padre que
suscita y crea vida en medio de la muerte. Dios es Padre que invita
a los niños y los pone como ejemplo (cf. Mc 9, 33-37; 10, 13-16):
todos -publicanos, prostitutas, pecadores, pobres, condenados de
la tierra... pueden renacer, hacerse como niños y vivir la gratuidad
del Reino en gozo y esperanza.
Es aquí donde viene a situamos el mensaje de la pascua: como
Padre verdadero, Dios ha resucitado a Jesús, ofreciéndonos con
él la "filiación" (cf. Gal 4, 5; Rom 8, 15); eso significa que podemos
abrirnos a la vida en un camino que desborda las fronteras de la
muerte. Sólo en esta perspectiva, introduciéndonos en el camino
de la filiación de Jesús, podemos afirmar con toda fuerza que Dios
es poderoso.
5. El sufrimiento de Dios
Acabamos de indicar que Dios es poderoso como Padre que va
guiando y sosteniendo en libertad la vida de los hijos. Eso significa
que no puede mantenerse "fuera", separado de la lucha y el
sufrimiento de la historia. Por la pascua de Jesús sabemos que el
mismo Dios se ha introducido, como Hijo, en el camino de
conflictividad y sufrimiento de la tierra, realizando así su divinidad
filial, de Hijo de Dios, en forma de limitación y de dolor, de entrega
y esperanza de una historia de la tierra.
Dios, que parecía el impasible, se ha vuelto así pasible: asume
desde dentro lo creado y, en el centro de la creación, recibe una
existencia que se encuentra marcada por la herida de la
pequeñez, la pasión y la muerte. Cristo es Hijo de Dios porque
recibe la existencia que le ofrece eternamente el Padre. Pues bien,
ahora se realiza como Hijo en el camino de la historia; por eso
nace en fragilidad, recibiendo la vida que Dios mismo le ofrece por
medio de María; nace en sufrimiento en un mundo conflictivo,
recibiendo en su propia carne el dolor de la ruptura, del odio que
divide a los hombres (cf. Mt 2). Su mismo nacimiento es, por tanto,
una experiencia conflictiva.
Conflictiva y dolorosa será luego la experiencia de su vida,
enfrentada por amor con los poderes imperantes de la tierra: no
enseña Jesús como un maestro a quien aplauden todos con
agrado; enseña y actúa en medio de la contradicción de este
mundo, hostigado y amenazado por los enemigos, que aparecen
como "defensores de lo humano".
J/SUFRIMIENTO: Todos los sufrimientos de la historia se
condensan, finalmente, en la pasión que viene a convertirse en el
signo básico de la actividad de Jesús. Parecería que el mesías
tenía que cambiarlo todo con su fuerza victoriosa. Pues bien, el
gesto más visible de Jesús-mesías es la muerte: se ha dejado
matar sin oponer resistencia violenta a la violencia de quienes lo
crucifican; se ha dejado matar compartiendo en su agonía la
agonía y el fracaso de todos los que mueren derrotados y
aplastados en la tierra.
D/SUFRE: La novedad del evangelio consiste en afirmar que
este dolor de Jesús no es simplemente un sufrimiento humano: es
el sufrimiento de Dios, del mismo Hijo de Dios, que realiza su
camino de filiación eterna (omnipotente) en la forma de una
entrega temporal, angustiada, dolorida. Tres son, a mi juicio, los
misterios que derivan de este fundamento.
J/ENC-SOLIDARIO: El primero es un misterio de encarnación:
Dios no está simplemente arriba, ni se limita a pasar como de largo
entre nosotros. Dios ha penetrado hasta la entraña misma de la
vida humana: sabe por experiencia propia lo que significa nacer en
pequeñez, vivir en conflicto, morir en derrota y sufrimiento. Dios
sabe de dolores y conoce así, en su misma entraña, nuestra
propia realidad humana.
El segundo es un misterio de filiación: a través del sufrimiento,
Jesús se ha realizado plenamente como Hijo, según muestra el
evangelio (cf. /Mc/15/39) y, de un modo especial, la Carta a los
Hebreos (/Hb/05/08). De esta forma, Jesús ha introducido la
limitación humana y el dolor dentro del misterio trinitario: el
sufrimiento de la cruz no se ha perdido; no es voz sin contenido,
llamada sin respuesta. El sufrimiento forma parte del camino filial
que Jesús ha tenido que recorrer dentro de la historia para
culminar su camino en entrega de amor que le lleva al seno de
Dios Padre.
El tercero es el misterio que llamamos de redención o
participación. Sabemos que Jesús sufre con todos y por todos,
transformando así el proceso de muerte de la tierra en un camino
de entrega, amor y nuevo nacimiento. De aquí pueden derivar dos
grandes conclusiones que vamos a limitarnos a esbozar
a) SFT/SANTIDAD: Ahora sabemos que todo sufrimiento es
santo, conforme a la palabra de /Mt/25/31-46: el mismo Hijo de
Dios ha penetrado en el dolor de nuestra historia, dándole un
sentido, convirtiéndolo en camino de nuevo nacimiento aun
cuando aquellos que sufren no lo sepan.
b) A través del sufrimiento podemos ayudarnos los unos a los
otros: tenemos que ofrecer una esperanza en Jesús y un consuelo
dentro de la vida a todos los que sufren, porque ellos son
representantes de Dios sobre la tierra; además, nuestro mismo
sufrimiento, nuestra misma pequeñez, nos viene a hacer capaces
de ayudar a los demás de un modo más concreto, más cercano.
Buscábamos el paso de Dios sobre la tierra. Ahora ya lo
tenemos. Dios es Padre, y su presencia paternal se expresa, de
una forma peculiar, en medio del dolor y la muerte de la historia.
Unidos a Jesús, todos los que sufren vienen a mostrarse como
pascua de Dios en nuestra historia: por ellos y con ellos debemos
comenzar un nuevo nacimiento de solidaridad y entrega mutua que
culmina en la resurrección de todos los que han muerto.
6. La comunión de Dios
Hemos hablado de un Dios que parecía in-comunicable, como
un ser superior que no logra ponerse en contacto con los
hombres: siempre separado, silencioso, distante.
Pero ahora, al llegar hasta el final de esta experiencia pascual,
descubrimos que Dios se identifica con la misma hondura y
realidad de la transparencia interhumana.
En esta perspectiva han de entenderse las palabras fundantes
de Jn 15, 15: "ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo
que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque os he
dado a conocer todo lo que yo he escuchado de mi Padre". Esta
misma comunicación, esta transparencia de la vida, es el Espíritu
Santo, es decir, la comunión abierta, la amistad como principio de
existencia.
Allí donde los hombres se sienten amenazados, corren un velo
sobre el rostro: ocultan su verdad, se ocultan mutuamente,
convirtiendo la existencia en un espacio de ley impositiva donde
triunfan siempre los poderes de la muerte. Pues bien, Cristo ha
superado la amenaza, ha descorrido el velo. Ahora, al descubrir
que somos hijos de Dios Padre, al descubrirnos fundados en
Jesús, que ha muerto por nosotros, podemos contemplarnos ya sin
velo, en transparencia: "porque el Señor que gula nuestra vida es
el Espíritu de Cristo, y allí donde se encuentra el Espíritu del Señor
está la libertad" (cf. 2 Cor 3, 17).
Se ha comunicado Dios diciéndonos hasta el final su palabra de
amor, en gesto de plena gratuidad, en donación abierta hasta la
muerte; se ha comunicado Dios, y también nosotros podemos
comunicarnos. De esta forma reasumimos los motivos anteriores.
El poder normal del mundo se basa en el secreto: poderosos en
modelo de opresión son los que saben y utilizan su saber para
imponerse por encima de los otros; los que tienen mayor
conocimiento técnico, científico, político...; así mueven los hilos de
la trama y organizan esta sociedad en clases, grupos y todo tipo
de divisiones, donde ellos dirigen el conjunto, y los demás quedan
sometidos.
Pues bien, en contra de eso, la comunicación del Espíritu
Santo, interpretada y realizada como transparencia, logra superar
las ciases y los grupos sociales: rompe los secretos opresores,
destruye las barreras del control y de los diversos dirigismos,
haciendo así posible que se exprese la misma transparencia de
Dios sobre la tierra.
También reasumimos de esta forma el tema del dolor. Algunos
piensan que, para privar a los demás del sufrimiento, hay que
mantener a los hombres dirigidos, oprimidos. Así, construyen una
especie de "barraca social de propaganda", un "circo" que
organiza fiestas, entretiene al personal con pequeñas chucherías y
mantiene a todos engañados. Pues bien, en contra de eso,
debemos afirmar que el Espíritu de Dios es transparencia: "cuando
llegue aquél, el Espíritu de la verdad, él os guiará a la verdad
completa" (Jn 16, 13), no a unos pocos privilegiados que están en
el secreto de las cosas, sino a todos los hombres y mujeres que
maduran desde Cristo en el amor y la transparencia.
H/ROSTRO-DE-D: Esto es lavar el rostro de Dios: suscitar la
transparencia interhumana Allí donde los hombres puedan
conocer y se conozcan, allí donde se encuentren en amor y
libertad, sin velos ni secretos, allí se puede hablar de un Dios que
se desvela, de un Dios que es la limpieza y transparencia de la
vida. La Biblia sabe, ya desde el Antiguo Testamento, que los
hombres son la imagen de Dios en la historia. Por eso limpia el
rostro de Dios aquel que limpia el rostro de su hermano.
Con esto podemos concluir. Para precisar más el estudio,
habría que fijar sus consecuencias eclesiales y sociales: habría
que mostrar lo que supone la transparencia del Espíritu en la
Iglesia, el compromiso en favor de los que sufren, la exigencia del
nuevo nacimiento desde el Padre... También habría que mostrar
los elementos de la gran revolución social que implica una
presencia limpia y creadora de Dios entre los hombres. Pero ahora
puede quedar el tema así. Baste con saber lo que sabemos:
podemos renacer desde Dios Padre; aprendemos a sufrir con
Cristo y a ayudar a los que sufren; nos abrimos a la transparencia
y comunicación del Espíritu. Así lavamos el rostro de Dios.
(·Pikaza-Xabier. _SAL-TERRAE/88/06. Págs: 437-449)
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