TRASCENDENCIA

 

1. D/MISTERIO D/TRASCENDENCIA D/INEFABLE D/TOTALMENTE-OTRO

Dios es para todo espíritu creado incomprensible, y por lo tanto, también inefable. (Dogma.) 1. El cuarto Concilio Lateranense afirma que Dios es incomprensible e inefable (D. 428): el Concilio Vaticano repite esta definición (D. 1.782).

a) Esta definición expresa que ninguna fuerza cognoscitiva creada es capaz de percibir exhaustivamente la riqueza ontológica de Dios y su abismo vital, que ningún concepto humano puede definir la plenitud de Dios, que ninguna representación humana puede abarcarle, que no hay palabra humana alguna capaz de nombrarle. Dios es más grande que nuestro espíritu, que nuestro corazón (/1Jn/03/20) y que nuestro lenguaje. Es un misterio impenetrable.

b) Aun el mismo yo humano es un misterio. Porque el ser personal, en virtud del cual el hombre está en sí y consigo y le hace distinto de los demás, encerrándole en su interioridad de modo incomunicable (aunque sea también una nota característica y esencial de la personalidad el estar abierta frente al «tú»). El ser personal es inmediato. Por consiguiente, cuanto más cerca se halle un proceso del centro de lo personal, tanto menos podremos comunicarlo de una forma completa. Muchas veces experimentamos nosotros mismos sernos imposible expresar y manifestar por medio de palabras o de signos nuestras vivencias más íntimas y consoladoras. Al tratar de hacerlo se convierte en forma fría y vacía lo que más profundamente nos había emocionado. Un ser humano puede abrir a otro los recintos interiores, en el amor o la amistad, pero queda siempre un recinto sagrado que nadie puede ni debe franquear. Precisamente en esto de la comunidad originada por el amor o la amistad es donde el hombre descubre dolorosamente su misterio absoluto, es ahí donde experimenta con dolor que hay un velo último que oculta todo "yo" ante cualquier "tú".

El misterio de lo personal, la incapacidad de nuestro pensamiento y de nuestra habla para abarcarlo completamente, adquieren su mayor grado de intensidad cuando hablamos del Ser que anuda los hilos de la Historia humana, que teje los destinos de nuestra vida, que vive una vida rica, bienaventurada y profunda, superior a toda medida humana y que nos llama a participar en esa Vida. A este Ser llamamos Dios; pero esta expresión no es más que una palabra de nuestra impotencia, una palabra de la cual nos servimos para no quedarnos en un silencio absoluto con respecto a El.

El fundamento de esta nuestra incapacidad consiste en el hecho de que Dios es un ser personal de manera muy especial. No se parece al hombre. Es radicalmente y en todo distinto al hombre. Se posee a sí mismo con superioridad y libertad majestuosas. Existe en sí y para sí mismo, y su interior se halla abierto frente a los otros seres sólo en tanto que Él mismo se comunica con absoluta libertad.

La aseidad de Dios, su interioridad, y corazón frente a lo no divino tiene su más profunda raíz, en definitiva, en la personalidad trina de Dios. El ser divino es personal bajo la forma de personalidad trina. Ésta, a su vez, es expresión y signo de su infinita plenitud vital, la cual sólo puede existir de tres modos. La personalidad trina de Dios, en tanto que expresión y forma de existencia de su vida infinita es su más profundo, eterno e incomprensible misterio.

Equivaldría a pensar mezquinamente de Dios el creer que su misterio se funda sólo en la infinitud divina, que no puede ser captada por medio de las palabras y los conceptos finitos del hombre. Esta especie de infinitud tiene que ser atribuida también en cierto sentido al dios del panteísmo, por ejemplo, al «Uno~ del neoplatonismo. La incomprensibilidad del Dios vivo, que se nos ha revelado en Cristo, radica en primer lugar en su personalidad trina y sólo en segundo lugar en su infinitud, la cual se manifiesta en la existencia trinitaria divina.

c) Dios continúa siendo incomprensible, no obstante se manifieste libremente al hombre. Precisamente en su automanifestación se revela como ser incomprensible. El misterio impenetrable de Dios aparece en toda su grandeza ante los ojos del hombre cuando en la Revelación sobrenatural se descorre un poco el velo tras el cual se oculta. En el momento en que se le permite al hombre dirigir su mirada hacia Él y poder contemplarle es cuando el mismo hombre se da cuenta de la profundidad abismal del misterio de Dios. De ahí resulta que la Revelación no suprime el misterio, sino que lo pone de relieve. Tampoco los bienaventurados en el cielo son capaces de comprender a Dios. Al verle directamente, comprenden que tiene que ser incomprensible.

2. a) Según el testimonio de la Escritura, Dios se revela como ser incomprensible en sus acciones y en su habla. No enseña doctrinalmente que es el Incomprensible; pero habla y obra de tal modo que el hombre le experimenta como incomprensible. No se nos dice meramente que el amor de Dios es incomprensiblemente fuerte e íntimo, que la ira justiciera de Dios es incomprensiblemente terrible. La incomprensibilidad de su amor y de su ira se revela en sus acciones, entregando su Hijo a la muerte en la Cruz, juzgando a los paganos con terrible poderío. (Rom. 1, 18).

San Pablo enseña y predica también la incomprensibilidad de Dios (/1Tm/06/16). Pero esta predicación no es una mera doctrina. Es, al mismo tiempo, incitación a alabar y ensalzar a Dios, el cual, llegado el momento oportuno, aparecerá como Rey de los reyes y Señor de los señores. Esta incitación tiene lugar en el espíritu y en la fuerza (I Cor. 2, 4). Cuando el Apóstol anuncia la incomprensibilidad de Dios, aparece ella misma, en cuanto que en la anunciación el espíritu de Dios se apodera del hombre y le hace percibir el misterio divino.

Según el testimonio del Antiguo y el Nuevo Testamento, Dios se manifiesta al obrar como incomprensible y misterioso, como el misterio eterno. Por consiguiente, cuando hablamos de la incomprensibilidad de Dios, no nos referimos en primer término a un misterio doctrinal, sino a una realidad misteriosa.

I. El Antiguo Testamento testifica que Dios es y obra de taI manera que los hombres enmudecen, se asombran, le admiran; más aún, tiemblan de miedo ante Él. Admirable e incomprensible es su manera de conducir al creyente y de protegerle contra los paganos. Pero el creyente se admira y se extraña al ver que los paganos triunfan y que Dios permite que sean exterminados sus fieles servidores. EI obrar divino es tan enigmático, que los piadosos se sienten tentados a escandalizarse de Él (Ecl. 11, 21). Nadie puede comprender sus planes, nadie puede prever sus designios (ls. 45, 15; Sal. 89, 47). Están envueltos en el vendaval del misterio (ls. 25, 1; Sal. 89, 47; Sal. 73; Ex. 15, ll). Ante Dios el hombre tiene que abandonar toda clase de escudriñamiento importuno, limitándose a dar gracias y a ensalzar. Sólo en la adoración creyente encuentra el hombre la solución de los problemas que plantea el misterio de Dios.

En el libro de Job aparece esto con más claridad que en ninguna otra parte. A las quejas y acusaciones que Job dirige contra Dios -al parecer en un acto de impotente desesperación-, contesta Sofar, namita, lo siguiente: ¿Crees tú poder sondear a Dios, llegar al fondo de su omnipotencia? Es más alto que los cielos. ¿Qué harás? Es más profundo que el abismo. ¿Qué entenderás? Es más extenso que el mar. Cuando acomete, aprisiona y cita a juicio, ¿quién podrá contrarrestarle?» (11, 7-10). Eliú dice: «Mira: Es Dios tan grande, que no le conocemos» (36, 26). Pero ni las amonestaciones de los amigos ni las palabras del ángel consiguen que Job deje de lamentarse contra Dios. Luego habla Dios mismo, tacha a los amigos a causa de sus reproches, dando así la razón, hasta cierto punto, a Job; habla con Job en medio de una tempestad y se defiende a sí mismo de las acusaciones lanzadas contra Él! Y ahora es Job quien se somete a la maravillosa incomprensibilidad de Dios y confiesa (no por comprender los caminos de Dios, sino en el "a pesar de todo" de la fe en el misterio de Dios: R. Otto): "Cierto que proferí lo que no sabía. Por todo me retracto y hago penitencia entre el polvo y la ceniza" (42, 3, 6). Lo mismo tiene que confesar el salmista (Ps. 139, 6): "Sobremanera admirable es para mí tanta ciencia, sublime e incomprensible para mí.» La misma actitud adopta el Eclesiastés para no desesperar de Dios, aludiendo prácticamente al misterio incomprensible de la divinidad (3,10-15). El Eclesiástico describe de la siguiente manera el misterio enigmático de Dios: "Mucho más diría y no acabaría, y el resumen de nuestro discurso será: "ÉI lo es todo." Si quisiéramos dignamente alabarle, jamás llegaríamos, porque es mucho más grande que todas sus obras. Es terrible el Señor, muy grande, y su poder sobre toda admiración. Cuando alabáis al Señor, alzad la voz cuanto podáis, que está muy por encima de vuestras alabanzas. Los que le ensalzáis, cobrad nuevas fuerzas, no os rindáis, que nunca llegaréis al cabo. ¿Quién le vio y puede darle a conocer, y quién puede engrandecerlo tanto como Él es? Lo escondido de Él es mucho más que todo esto" (43, 29-36; cfr. 18, 1-7).

II. En la nueva y última época de la historia humana fundada por Cristo se ha revelado el misterio de Dios de un modo que supera todas las revelaciones anteriores. Pero el misterio sigue igual. Más aún: la plenitud de la revelación nos presenta de un modo más acentuado a Dios como misterio, más que en las anteriores revelaciones y manifestaciones divinas. En la plenitud de los tiempos, conforme a su beneplácito nos dio Dios a conocer el misterio de su voluntad (Eph. 1, 3-14; 11 Cor. 2 7). Lo ha revelado enviando a su Hijo al mundo. Cristo es la revelación de Dios; pero el misterio que la envuelve es más denso que antes. aa) En lo que se refiere al contenido del misterio eterno revelado y oculto en Cristo, puede decirse que Dios quiso restaurar su destruido dominio a causa del pecado y reunir todas las cosas en Cristo como cabeza del universo y volverle de nuevo a la comunidad con Dios. Dios quiso que de este modo, por la restauración del reinado divino, los hombres consiguiesen la redención del pecado y la participación en la gloria de la Vida una y trina de Dios (Eph. 1, 5-14; 3, 1-13). El misterio de esta sabiduría, que desde la eternidad nos destinó a ser participantes de la gloria de los hijos de Dios, no ha podido ser pensada ni captada por ningún espíritu y sentido humanos, antes de ser revelada por el mismo Dios. "Ni el ojo vio, y ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman" (I Cor. 2.9).

bb) El descubrimiento y desvelamiento del eterno plan de la economía divina (Eph. 1, 5-14) implica e incluye la revelación de la vida trinitaria de Dios. Porque la salud consiste precisamente en la participación de la vida propia de Dios, en la filiación divina creada por Cristo en el Espíritu Santo, gracias a la cual podemos llamar a Dios "Padre" (Eph. 2, 18; Rom. 8, 1-17; 23-30). El misterio de la vida trinitaria de Dios sigue oculto bajo el espeso velo e ignorado, hasta tanto Dios no lo revele.

Cuando decimos que la personalidad trinitaria de Dios es un misterio de la fe, con la palabra misterio designamos tanto la misteriosa doctrina revelada a la personalidad trina de la vida divina, como también la misteriosa realidad de esta vida. El espíritu humano no es capaz de conocer este misterio de Dios sin la ayuda de la Revelación. Cuando Dios mismo lo revela, el hombre puede percibir su facticidad, pero no puede comprenderle. La incomprensibilidad de Dios alcanza aquí su máximo grado de densidad.

Dios nos comunica el misterio de su vida trinitaria según dos maneras: manifestándola, y haciendo que tomemos parte en ella. Estos dos modos no van aislados el uno del otro, sino que el uno sucede por el hecho de que también el otro sucede. Sin Cristo no conoceríamos esa vida y no tendríamos parte en ella (Mt. 11, 27). La personalidad trinitaria de Dios es un misterio en sentido estricto, es decir, una realidad misteriosa y oculta, sobre la cual nada sabríamos en caso de no haber sido revelada. Esto ha sido definido en varias decisiones doctrinales de la Iglesia. Es lo que insinúa una decisión del Concilio Vaticano según la cual existen misterios verdaderos y propiamente tales (sesión 3, canon 1, De fide et ratione, D. 1.816; sesión 3, cap. 1; D. 1.795). El mismo sentido tienen las declaraciones eclesiásticas que condenan las tentativas dirigidas a deducir la Trinidad mediante esfuerzos racionales naturales, acometidas entre otros por Gunther (D. 1.655) y Rosmini (D. 1.915). El Papa Pío IX confirmó el Concilio provincial de Colonia, del año 1860, el cual, siguiendo a Santo Tomás de Aquino, enseña que la razón no puede conocer la Trinidad cuando no dispone de nada más que sus fuerzas naturales.

cc) Así, pues, Dios nos ha manifestado en Cristo el misterio de su Vida. Pero este descubrimiento del misterio oculto de Dios no ha aparecido ante los ojos del hombre en su majestad resplandeciente, sino bajo la forma humilde de lo cotidiano y ordinario; más aún, bojo la forma del dolor y de la muerte. No ha podido aparecer con todo el resplandor de su riqueza y de su profundidad, porque para revelarse al hombre ha tenido que enajenarse, adoptando formas y modos humanos, acciones y palabras humanas. Ha ido más allá de la enajenación que necesariamente tiene que acompañar a cualquier clase de automanifestación divina pues Dios se ha sometido a debilidades e imperfecciones humanas. Es precisamente ahora cuando aparece ante nosotros como ser incomprensible. En la vida cotidiana de Cristo, en sus palabras y en su silencio, en sus movimientos y obras, en su ira y en su misericordia, en sus sufrimientos y en su muerte se nos revela el misterio de Dios, pero no de tal manera que se nos diga algo que antes no conocíamos y que cesa de ser misterio ahora, después que lo conocemos. Mediante la automanifestación aparece con toda claridad hasta que punto Dios es efectivamente un misterio. Debido a esta velada Revelación del misterio de Dios, las gentes del pueblo se admiran de las obras y palabras que Cristo ejecuta y habla, las cuales no habían sido ejecutadas y habladas por ningún otro antes de él, y no obstante son incapaces de comprender en lo más mínimo el Reino de Dios; debido a ello, tampoco los discípulos comprenden a Cristo y su obra antes de la venida del Espíritu Santo. El ocultamiento de Dios a pesar de su manifestación, la diversidad de Dios que se revela en Cristo es tan profunda, que la sabiduría de Dios es considerada como locura, despreciada y rechazada por el hombre autócrata, que sólo confía en su propia fuerza cognoscitiva y en sus evidencias y sólo reconoce validez a lo que se puede constatar y explicar racionalmente. La incomprensibilidad de Dios es considerada como insensatez y locura. Su impenetrabilidad se manifiesta de una manera terrible en el hecho de que los hombres condenan a muerte al Hijo de Dios, en el cual se hace visible la majestad divina, acusándole de ser enemigo de Dios (I Cor. 1, 18-25).

dd) El misterio incomprensible de Dios sólo puede ser conocido como misterio de Dios en la luz de Dios. Sólo el espíritu humano iluminado por el Espíritu Santo puede "conocer" lo que Dios nos ha "concedido" (I Cor. 2, 12). En la misma epístola añade San Pablo: «Pues el hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios; son para él locura y no puede entenderlas, porque hay que juzgarlas espiritualmente. Al contrario, el espiritual juzga de todo, pero a él nadie puede juzgarle» (I Cor. 2, 14-15).

Sólo a él le es dado conocer, y su conocimiento es real y verdadero (lo. 16 13; 16, 6-10). Su conocimiento es un don del Espíritu Santo (1 Cor. 12, 8). Puede alcanzar un grado elevado de fuerza y vitalidad. Leyendo la carta que les ha sido dirigida, los cristianos de Efeso pueden ver qué elevado es el grado de conocimiento del misterio de Cristo que le fue concedido a San Pablo (Eph. 3, 3-13). A los lectores de la carta San Pablo les desea que el Dios nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les comunique el espíritu de la sabiduría y de la revelación, a fin de que puedan conocerle, que ilumine los ojos de sus corazones para que puedan entender las esperanzas que les han sido prometidas, para que comprendan cuánta es la riqueza de la herencia de los santos (/Ef/01/17ss). Este "conocimiento" es un verdadero saber, y su seguridad es superior a la seguridad fundada en la lógica natural y en la experiencia. Es una visión iluminada por una luz superior, un conocimiento que se verifica en el plano de una existencia nueva, en la forma de existencia de los hijos de Dios, los cuales conocen los misterios familiares de Dios, por pertenecer a la familia de Dios. El que es hijo de Dios no considera a éste con los ojos del pensamiento lógico, sino con los ojos del corazón (Eph. 2, 18). Nótese que la fe no desaparece en este conocimiento. Es un conocimiento dentro del no-conocer, una visión de lo invisible (Hebr. 11, 1). Este conocimiento ha sido otorgado a todos los que han recibido el Espíritu de Dios en el bautismo. Pero, en los unos crece y se desarrolla con más fuerza que en los otros.

ee) Mas no se puede negar que también para el iluminado por el Espíritu, para aquel a quien Cristo ha quitado la venda de los ojos, Dios sigue siendo el Incomprensible y un Ser que habita en una luz inaccesible (/1Tm/06/16). Pablo, el cual alaba a Dios a causa del conocimiento que le ha sido otorgado, tiene que confesar (/1Co/13/12): "Ahora vemos por un espejo y oscuramente; entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo en parte; entonces conoceré como soy conocido.» Dios no puede renunciar a su in-seidad, a su auto-posesión, y por eso no puede revelar de una manera absoluta el misterio de su Vida personal. El hombre no puede despojar a Dios de su in-seidad, y por eso no es capaz de penetrar en la profundidad del misterio personal de Dios. Tendría que ser Dios para conseguirlo.

Sigue siendo, pues, un misterio impenetrable el Señorío de Dios, el cual comprende tanto el misterio de la Salvación revelado en Cristo, como el misterio de la vida divina una y trina manifestado también en Cristo.

A) Con respecto al primero, dice San Pablo (Rm/11/33): "¡Oh profundidad de la riqueza y de la sabiduría y ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién conoció el pensamiento del Señor? ¿O quién se hizo consejero suyo?»

La adoración silenciosa del misterio de Dios y no la comprensión racional es la actitud que acalla los problemas que atormentan al hombre. .....................

INCOMPRENSIBLE

La convicción agustiniana según la cual confesar ante Dios nuestra ignorancia es un docto no-saber, una docta ignorancia, se mantiene a través de los siglos y constituye especialmente la nota característica del pensamiento religioso de Nicolás de Cusa (Sobre el Dios oculto; trad. por E. Bohnenstedt, 1940. Der Beryll, traducción por K. Fleischmann, 1938.)

Los Santos Padres (especialmente los de Capadocia y San Agustín) enseñan también unánimemente que es imposible conocer la Trinidad por medio de las fuerzas cognoscitivas naturales, o comprender su contenido, o resolver todas las dificultades que este misterio presenta.

Por consiguiente, en la Escritura y en la doctrina de los Santos Padres encontramos lo siguiente: la fuerza finita, limitada de nuestro espíritu no puede abarcar a Dios a causa de su plenitud y del diferente modo de ser de su vida. Santo Tomás de Aquino lo formula más tarde con toda claridad. Dios es totalmente diferente de lo terreno, cualitativamente distinto de ello. Nunca se debe perder de vista esto. Dios no sólo es la cúspide de la pirámide del ser: Dios se halla más allá de todo el ser terreno.

No obstante, nosotros podemos conocer algo de Dios. Precisamente la incomprensibilidad de Dios es un aliciente y una exigencia que nos impulsan a buscarle siempre y de continuo. Pero intentar encontrarle totalmente es una empresa esencialmente irrealizable.

La incognoscibilidad de Dios en su cognoscibilidad, la cognoscibilidad de Dios en su incomprensibilidad engendran en nosotros la actitud de respeto; es decir, una actitud de amor reverente y de reverencia amorosa, el estremecerse y el inflamarse de que habla San Agustín (Confesiones 7, 10). No podemos tratar a Dios como si fuese uno de nuestros semejantes, con confianza chabacana; no podemos tratarle como tratamos enseres domésticos, cuidadosamente manejados mientras nos prestan servicio, arrinconados cuando no nos sirven para nada. No obstante, podemos dirigirnos a Él con confianza filial. Él es el Dios lejano y cercano; está cerca de nosotros en su lejanía, está lejos de nosotros en su cercanía.

d) La Liturgia habla de la actividad "maravillosa" de Dios, de una actividad que nos produce asombro; por ejemplo, en la oración que se recita al mezclar el agua con el vino, en las oraciones de los oficios litúrgicos del Viernes Santo, en la Comunión del jueves de la semana de Pascua).

3. La incomprensibilidad de Dios no tiene que ser confundida con el concepto de irracionalidad, en caso de que la ambigua palabra «irracional» se refiera a cosas totalmente inaccesibles a nuestra comprensión, bien porque carezcan de evidencia, bien porque se hallen más allá de la frontera de nuestra capacidad de visión intelectual. Dios es en sí mismo luz y claridad. Pero nosotros no somos capaces de percibir esta luz. El misterio de Dios no comienza tampoco en un lugar determinado de la realidad divina, de tal modo que seamos capaces de comprender todo lo que hay antes de ese lugar fronterizo. Dios es más bien un misterio en toda la amplitud y en toda la profundidad de su ser. Sería falso creer que Dios nos revela un aspecto de su ser, de tal modo que ese aspecto deje de ser un misterio, mientras que otros aspectos lo sigan siendo por no haber sido revelados. Dios no puede revelarnos nada sobre sí mismo que no quede empapado de misterio, y, de la misma manera, todas nuestras ideas de Dios y todos los juicios que emitimos sobre Él van rodeados de misterio. Mientras que lo irracional se encuentra en el mismo plano ontológico que lo racional, Dios trasciende los órdenes de lo irracional y de lo racional: Dios es distinto de todo esto. Esta heterogeneidad ontológica no puede expresarse por medio de conceptos y palabras. Para que sea justo lo que pensamos y decimos de Dios, es preciso que el pensamiento y el enunciado dejen cabida a la heterogeneidad ontológica de Dios. El misterio de Dios está tanto en el comienzo como en el fin de todo conocimiento de Dios por la criatura. Ni la gracia de Dios ni los esfuerzos humanos pueden suprimirlo. Ni el místico ni el hombre que goza de la visión beatífica en el cielo son capaces de comprenderlo plenamente, por mucho que penetren en la contemplación del misterio de Dios. El Pscudo-Dionisio escribe lo siguiente: «En esta oscuridad deslumbrante quisiéramos estar y desearíamos ver en la ceguera y saber en el no-saber lo que está más allá de toda visión y de todo saber, precisamente por medio del no-ver y del no-saber. Porque esto es verdadera visión y verdadero saber, y es también premio imponderable del que es superior a todas las esencias: despojarnos de todo lo que tiene ser. Porque en la causa primera, superior a todo lo que es, hay que poner y afirmar lo que descubrimos en lo que es, ya que es causa de todo lo que existe. Pero con mayor razón hay que negar todo esto, ya que es superior a todo (Teología mística, 1;1. véase Sobre los nombres divinos 1, 1).

4. Dado que ningún hombre puede conocer exhaustivamente a Dios; más aún, como quiera que ningún ser humano puede agotar el conocimiento de Dios facilitado por la Revelación divina sobrenatural y natural, resulta de ello que en cada uno de nosotros, en el proscenio de nuestra conciencia, sólo aparecerá un determinado aspecto de Dios, mientras que los otros aspectos quedarán relegados a segundo plano. Nada se puede aducir contra esta actitud, con tal que los aspectos destacados no sean considerados como la esencia de Dios, y si es que tratamos de incorporar la vista parcial de la realidad divina a una visión totalitaria de Dios, en tanto que nos sea posible llegar a adquirir tal visión. Así, por ejemplo, habría quien se inclinaría a acentuar la actividad y el poder divinos, y habrá otro que se sentirá inclinado a destacar el Ser divino estático, la Justicia o el Orden divinos. La vista parcial de tal manera acentuada dependerá de la individualidad del creyente, la cual a su vez se halla bajo la influencia de la Historia y de la Naturaleza, del espacio y del tiempo. Así, pues, la incomprensibilidad de Dios muestra precisamente que todas las formas de la Fe y cada una de las individualidades tienen su razón.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA I LA TRINIDAD DE DIOS
RIALP.MADRID 1960, pág. 240-258

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2. D/DIFERENTE

Cité a su tiempo en este libro las palabras misteriosas de Jesús: «Si yo no me voy, el Espíritu Santo no vendrá a vosotros». Jesús no es, en modo alguno, obstáculo a la venida del Espíritu Santo, pero sí puede serlo el concepto que sus discípulos se han formado de él. Jesús ha sido para ellos un personaje tan concreto que su recuerdo, su figura, su rostro y su voz condicionan y limitan la manera de entender y encontrar a Dios en sus vidas; y para que venga el Espíritu con una experiencia más íntima, más sutil y más arrolladora, han de abrirse a una nueva idea de Dios, han de superar la única imagen a que hasta ahora se habían aferrado. Por eso ha de marcharse Jesús. Es él mismo quien ha de volver en el Espíritu; pero, si no se marcha en una forma, no puede volver en la otra. Dios ha de marcharse para que venga Dios. Ese es el proceso como se forma la Iglesia y se forma el alma cristiana en el mayor conocimiento de Dios y el mejor entender de las cosas divinas. Y yo me atrevo a proseguir el argumento en lógica trinitaria y pensar que llega un momento en que el Espíritu Santo, después de llenar el alma con sus dones y recrearla con su familiaridad, como Jesús recreó a sus apóstoles con la suya, dice también con todo el amor de su presencia y todo el misterio de su divinidad: «Si yo no me voy, el Padre no vendrá a vosotros». Si imagináis siempre a Dios de la misma manera, por bella y verdadera que sea, no podréis recibir el don de las maneras nuevas que os tiene preparadas. Es decir, que el ciclo continúa, y el Padre también llegará a declarar un día que también él se marcha para que vuelva a venir el Hijo en nuevo entender y nuevo nacer. La misión de las divinas personas es prepararnos para nuevas encarnaciones y nuevos Pentecostés y nuevas revelaciones; y la condición es siempre dejar en libertad a Dios para que transcienda un concepto y ofrezca otro, oculte un rostro para mostrar otro, se aleje un día para volver al otro con un nuevo aspecto de su infinito ser. Si Dios no se va, Dios no puede venir.

Una advertencia importante. Este proceso de entrar y salir, de tomar y dejar, le pertenece a Dios, no al hombre. Al hombre no le toca provocar el cambio o experimentar por su cuenta con distintos modelos» del espíritu o, más serio aún, con una religión u otra, para poder decir que las conoce todas por dentro y ganar conocimiento por su cuenta. Hay quien ha hecho eso, pero a mí me parece presuntuoso e irreverente. Al hombre no le toca elegir el modo como Dios ha de presentarse a él. La actitud auténtica del hombre es la reverencia, la preparación, la espera, la prontitud a captar un nuevo rayo, a dejarse sorprender, a cambiar cuando Dios le trae el cambio y a permanecer en lo ya aprendido mientras no reciba la invitación a lo nuevo. Aprecio de lo que se tiene, apertura para lo que se puede tener, y desprendimiento y prontitud para responder a la llamada cuando llega. Vivir alerta. Vivir con las ventanas abiertas: abiertas para que entre el Espíritu cuando quiera... y abiertas para que se marche cuando quiera. Con la certeza de que, cuando se marcha, es para volver a venir con nueva luz y nuevo esplendor.

Si no hay que provocar el cambio, tampoco hay que tenerle miedo; al contrario, hay que desearlo, pedirlo y prepararse a él con humildad, generosidad y valor, que todo hace falta para la creciente aventura del espíritu. Es doble nuestra responsabilidad ante el cambio. Por un lado, la grata obligación de conocer mejor a Dios y adentrarnos en su trato, que es la razón de ser de nuestra existencia, el centro de nuestros anhelos y la meta de nuestros esfuerzos. Y por otro lado, el deber permanente de ayudar a otros a que entiendan mejor a Dios, a enriquecer su oración y salvar su fe; lo cual nos lleva a conocer cuantos más aspectos podamos de Dios para proponer después el más adecuado a cada persona y a cada situación. Dios es la asignatura de nuestra vida, y hemos de conocerla bien si queremos enseñarla dignamente a otros.

ATEISMO: He dicho al principio del libro que, en el fondo, éste es un libro contra el ateísmo, y creo que la idea queda clara ahora. El ateo, al rechazar a Dios, lo que rechaza es la imagen que él se ha formado de Dios, y es posible que, si hubiera sabido a tiempo que había otras imágenes y las hubiera aceptado y vivido de antemano, no habría llegado a la negación. Es fácil descartar el ídolo que uno se ha fabricado cuando deja de funcionar. «Yo tampoco creo en el dios en que los ateos no creen», declaró certeramente el patriarca Máximo IV en el Vaticano II. El mejor servicio que podemos prestar al hombre de hoy es ampliar su concepto de Dios. Y sin llegar a la profesión del ateísmo, he visto crisis en la vida de fe de religiosos y religiosas que venían precisamente del concepto de Dios con el que vivían desde siempre y que, en frase clara y respetuosa, se les había quedado pequeño y les resultaba incómodo y molesto como un traje estrecho del que no podían despojarse, porque no tenían otro ni creían que pudiera existir. Toda crisis de fe es crisis del concepto de Dios, y por eso enriquecer ese concepto es robustecer la fe.

Recibí una vez una carta desgarradora de un amigo lejano. La carta era un gemido por la muerte de su única hija. Pequeña y encantadora hija a quien él adoraba y que con su llegada al mundo había cambiado la vida de su padre, llenándola de ilusión y de luz. Yo había jugado con ella y participaba en el cariño por aquel ser tierno y transparente que parecía hecho para difundir alegría con sólo su menuda y traviesa presencia. Había enfermado, vino el médico, no pareció nada serio, empeoró rápidamente y se fue para siempre. La carta contaba el dolor, pasaba después a la reacción que en él había provocado. Se fue, decía, al pequeño altar que tenía en su casa y ante el que ofrecía incienso y oraciones cada mañana al comenzar el día, tomó la imagen que presidía a las demás divinidades en el altar doméstico y que había sido testigo y objeto aquellos últimos días de sus peticiones fervientes por la salud de su hija, la levantó violentamente en el aire, la estrelló contra el suelo y la hizo añicos. Había acabado con Dios, decía, como Dios había acabado con su hija.

Respeté su dolor y sus lágrimas. Le contesté de amigo a amigo, de corazón a corazón. Nada de frases hechas, de actitud estudiada de representante oficial de Dios consolando paternalmente a un fiel afligido con fórmulas piadosas. Sólo reflejar su dolor y expresar el mío. Y como parte de la sinceridad que me exigía yo a mí mismo al escribirle, quise exponer mi convicción sin discutir la suya, y añadí suavemente una frase que abría el futuro sin eludir el presente: «Pienso que la imagen que has roto no era la imagen de Dios, sino la imagen que tú te habías formado de Dios. Quizá se ha roto porque había de romperse para hacer sitio algún día a otra imagen más digna de él». Aquí el consejo había llegado tarde y el daño ya estaba hecho: una imagen y un corazón rotos. Pero la lección, si no para él sí ciertamente para mí, quedaba marcada y urgente en mi alma, y es que hay que abrir la idea de Dios en la mente de los que creen en él, para que crean mejor y puedan salvar las crisis inevitables a que los llevará la vida y la lucha y el dolor. Muchas ruinas sagradas se evitarían si la imagen se hubiera renovado a tiempo.

Tres veces a lo largo de este libro he usado una frase que le ha dado título y que vuelvo a repetir para terminar: hay que dejar a Dios ser Dios. Ese es el acto supremo de adoración, de acatamiento y de fe. Dejarle que se presente como desee, que cambie, que sorprenda, que sea lo que quiera ser y actúe como quiera actuar; y si su conducta no encaja en nuestros moldes, estar dispuestos a cambiar los moldes, y nunca rechazar su imagen porque no se ajuste a nuestras exigencias.

De España se dijo en los años en que comenzó a afluir el turismo internacional: España es diferente. A Dios le cuadra aún mucho mejor la frase. Dios es diferente. No sólo es diferente de todo y de todos, como un país lo puede ser de otros países, sino que es diferente de sí mismo, y ahí está la entraña de su divinidad. Dios es diferente de Dios; la infinitud de Dios ofrece siempre ante la limitación del hombre un aspecto distinto, una luz nueva, un rostro idéntico, y en esa suprema libertad y variedad está la esencia de su ser y la soberanía de su majestad. Dios es diferente, y hay que dejar que lo sea para gloria suya y provecho nuestro. En nuestro mundo está cambiando todo, y generaciones enteras de fieles creyentes piden a gritos maneras nuevas de entender a Dios y de vivir la fe, como hay religiosos que piden maneras más actuales de entender sus votos y vivir su consagración, y hay que dárselas para salvar a la civilización y redimir de nuevo a la humanidad. Y todo ese nuevo entender depende del mejor entender a Dios. El concepto que cada edad se forma de Dios es la clave de su destino. Si queremos servir a nuestro tiempo, aprendamos a vivir nosotros mismos ese concepto inagotable en plenitud mayor.

Concluyo con el poema oportuno de un indio amigo, Karsandas Manek:

Sacerdote del templo de Dios...
quienquiera que seas,
abre las ventanas de tu templo
para que entren los vientos de la gracia,
para que corran las brisas del espíritu,
para que venga Dios.

Pon sobre el altar de tu templo
la imagen que prefieras,
recita tus oraciones favoritas,
sigue tu ritual tradicional;
pero deja abiertas las ventanas de tu alma
para que venga Dios».

VALLES-GARCÍA
Dejar a Dios ser Dios
Sal Terra. Santander 1987. Págs.181-187)