1.Cuando
empezabas a sentirte atea
2.
Interrogantes que no se contestan
3.
¿No será todo una ilusión mía?
4.
Buscar a Dios: opción razonable
5.
Todos tenemos nuestros dioses
6.
Dios: lo más profundo del ser
3.
SITUARSE ANTE EL MISTERIO DE LA REALIDAD
1. ¿Cómo afirmar lo que no se conoce?
1. ¿Puede Dios comunicársenos?
2. La fe es un acto de libertad
3. El rostro de Dios se llama Jesús
Querida
Mª Angeles:
Cuando el otro día me dijiste que tenías la sensación de que esta última
temporada te estabas volviendo un poco atea, seguramente esperabas de mi
alguna reacción concreta. Quizás querías provocar una discusión sobre
Dios, o esperabas inconfesablemente que te ayudara a fortalecer tu fe: y quizás
al mismo tiempo temías que te espetara el típico rollo de cura, del que temías
que ibas a salir con las mismas perplejidades de antes y por eso mismo, en
peor situación que antes. Por mi parte, he de confesarte que fue el temor de
que sucediera esto último lo que me retrajo de manifestarme con reacción
alguna, dejando que tu confesión fuera engullida en la corriente de la
conversación superficial.
A veces pienso que cuando yo era más joven, y quizás más fervoroso
en mi fe, me ponía con mucha más facilidad a hablar de Dios;
y que ahora, no sé si porque posiblemente también mi fe se está
debilitando, cada vez hablo de Dios con más dificultad. Antes, cuando hablaba
de Dios, lo hacía sin rebozo alguno; pero me parece que lo
hacía más bien con fórmulas hechas y con un tanto de superficialidad
que ahora me parece poco responsable. Lo que había leído o sacado por mi
cuenta lo tenía sin más como verdad incuestionable; y cuando me ponía a
predicarlo a los demás a la primera de cambio, me causaba extrañeza que los
demás no vieran las cosas tan evidentes como yo creía verlas. Ahora ya no
procedo así: no sé si es por debilidad o cobardía, o porque tengo más
conciencia de la complejidad de lo que se juega, o más
respeto a los demás y al mismo Dios.
Temo que si me pongo a hablar de Dios un tanto a la ligera, pueda dar
de él una imagen que por banal se ha de hacer inaceptable; tan simplificada,
o tan simplista, que en realidad no sea ya más que una burda caricatura. Casi
inevitablemente ha de suceder lo que le sucede al amante que se lanza a
describir a un amigo que no la conoce cómo es su amada. Es algo absolutamente
frustrante querer describir lo que es una persona; y tanto más cuanto uno más
la valora. Me parece que todo intento de hablar de Dios ha de comportar una
frustración de este género como elevada al infinito.
2.
Interrogantes que no se contestan
Por
otra parte, con el tiempo he aprendido a reconocer que las dificultades que
muchas personas tienen acerca de Dios pueden ser dificultades serias y
profundas, que merecen respeto y que no pueden ser despejadas con cualquier
artilugio de razonamientos. Hay interrogantes, oscuridades y sospechas que no
pueden ser eliminados por pura lógica. Y estoy convencido de que, cuando el
que pregunta no acaba de hallar satisfacción en las respuestas que le dan, no
siempre hay que suponer ello proviene de falta de voluntad o de honestidad.
Quiero decirte con esto que tus dificultades me infunden más bien un tremendo
respeto: tengo consciencia de que no te falta una enorme y sincera pasión por
la verdad; pero también de que las experiencias de tu vida han sido muy
duras; de que los problemas concretos que te plantea la existencia que te ha
tocado y te toca vivir no te los resuelve nadie con palabras, y de que por
ello podría resultar inconsiderado y hasta ofensivo pretender darte
soluciones demasiado fáciles con argumentos palabreros.
Si tu confesión de semiateísmo no halló en mí más eco que el
silencio, en el fondo pienso que fue porque reconocí en ella algo de lo que
me pasa a mí mismo. Porque también yo me pregunto a veces si realmente creo,
o en qué creo, o en quién. La formación recibida, o quizás la rutina,
parece hacer fácil el decir que uno cree en Dios.
Hasta
que algún día uno se da cuenta, como de repente, de que “Dios” es una
palabra que uno no sabe exactamente a qué se refiere o qué contenido tiene.
Desde luego, hubo épocas en que uno creía saber, más o menos
aproximadamente, lo que era “Dios”: Dios era un padre bueno y
todopoderoso, imaginado más o menos como un anciano venerable,
alternativamente bonachón e iracundo, allá arriba en un cielo sobre nubes,
desde donde podía espiar, sin que nada escapara a su mirada escrutadora, todo
cuanto hacíamos los mortales. O era el sapientísimo arquitecto o relojero
que había construido y hacía funcionar a la perfección la gran máquina de
los mundos. O era simplemente el ser de los recursos infinitos, a quien acudíamos
en la oración con la seguridad de que iba a arreglar todos nuestros problemas
sólo con que tocara alguno de los botones del cuadro de mandos del universo.
Pero
algún día, en algún momento en que Dios no funcionó precisamente como creíamos
que tenía que funcionar, nos asaltó tal vez la sospecha
de si este Dios garante de que todo marche bien en el mundo no sería más
que el epicentro de todas las ilusiones de un mundo infantil donde todo tenía
que funcionar a las mil maravillas, un sueño que no corresponde a la realidad
a la que forzosamente hemos de despertar con los golpes constantes y penosos
que recibimos de la experiencia. Jamás olvidaré, a este respecto, algo que
sucedió no hace mucho en mi casa.
Como
sabes, hace unos meses murió mi madre, después de unas semanas de
enfermedad. A la mañana siguiente nos vimos en el trance de tener que decírselo
a los sobrinos pequeños, que convivían con la abuela y la querían a rabiar,
porque de ella recibían todos los mimos. Cuando le dijimos a Marcos, de ocho
años, que Dios se había llevado a la abuela, que estaba en el cielo, etc. el
niño rompió en llanto y pataleo diciendo que no podía ser, que él había
estado todos los días pidiéndole a Dios que no se muriera la abuelita y que
Dios no se la podía llevar. Y en su lógica infantil tenía razón. Sólo que
la realidad de Dios no pude corresponder a esta lógica infantil.
Supongo
que ahora el niño ya se habrá olvidado de su desencanto, porque los niños
parecen tener una memoria corta: el pasado queda para ellos ahogado por la
intensidad con que viven el presente y, al menos aparentemente, ya casi no se
acuerdan de que hace unos meses tenían una abuela que les hacía felices y
que de repente les fue arrebatada. Seguramente el niño, en la próxima ocasión
que se presente, seguirá pidiéndole a Dios que no suceda aquello que contraría
a sus deseos: y con ello seguirá siendo víctima de nuevos desengaños. ¿Cuántos
de esos traumas, más o menos superficiales o profundos, más o menos
conscientes o inconscientes, llevamos todos nosotros clavados y mal
cicatrizados en nuestro ser de adultos? Por un tiempo parece que los hemos
acallado con el trajín de la vida: pero algún día despiertan, rasgan el
velo de nuestro subconsciente y se levantan como un negro fantasma, como una
inquietante pregunta que amenaza convertirse en una terrible duda. ¿No será
Dios sólo la pieza clave de un mundo infantil, que tiene muy poco que ver con
el mundo real que la dureza de la vida nos lleva a descubrir?
Es
aquí cuando nos sobrecoge la sensación de que nos estamos volviendo ateos:
una sensación que puede presentarse como de repente en un instante de extraña
y fascinadora lucidez, o que puede ir penetrando como insensiblemente en
nuestro ser, hasta que un día nos damos cuenta de que estamos totalmente
cogidos y atenazados por ella. Una sensación que se presenta como dolorosa e
inquietante, porque nos damos cuenta de que con ella nos hallamos en trance de
perder todos nuestros puntos de referencia, tambaleándose todo el sistema de
nuestra concepción de las cosas. Es algo que parece inevitable: el hombre
adulto llega un momento en que no puede evitar la sensación de que el Dios
arquitecto sapientísimo, el Dios relojero del universo, el Dios tapagujeros,
el Dios apagafuegos, el Dios providencia sapientísima que todo lo hace bien,
es decir, según nuestras expectativas, gustos o caprichos, es algo altamente
cuestionable o simplemente no existe. Asoma, inquietante, la pregunta: ¿Para
qué Dios? ¿No seguiría todo igual si decido prescindir de él?
Los dioses infantiles pueden desmoronársenos. Y entonces los humanos,
como perdidos, podemos tomar actitudes diversas. O bien, fatigados nos
abandonamos a la corriente de nuestros afanes y deseos inmediatos,
o a la contemplación de la película loca que la vida proyecta a
nuestro alrededor, esperando que llegue el corte final, imprevisible,
gratuito, que no va a ser fin ni acabamiento de nada. O bien podemos seguir
creyendo y esperando en el fondo de nosotros mismos que sea verdad lo que, al
menos de momento, se nos oculta, sin que lo podamos captar o comprender.
Todos
podemos sentirnos sentimos igualmente desconcertados. Pero puede haber quien
no abandone la búsqueda, porque no se resigna a admitir que no haya realmente
un sentido, una orientación, una explicación de todo. El que se mantiene con
tesón en esta actitud, ése busca a “Dios”, postula a “Dios”, exige a
“Dios”. Más aún, en cuanto se mantenga consecuentemente en esta actitud
me atrevo a decir que ése ya cree en “Dios”, porque creer en Dios no es
en definitiva otra cosa que no poder resignarse a que todo sea un puro azar
privado de cualquier sentido. Escribo “Dios” entre comillas porque no se
trata ya del Dios infantil ingenuamente imaginado, sino del “Dios”
fundamento de la realidad y explicación última de todo, del que, fuera de
esto, no sabemos decir nada. Un “Dios” que no acertamos a decir qué es o
cómo es. Una realidad que intuimos y postulamos como necesaria para que todo
tenga explicación y sentido, pero que permanece para nosotros inasequible,
sin rostro ni figura identificables, como una especie de incógnita, de
“x”, de un problema no resuelto, a la que no sabemos qué valor hemos de
dar, pero que, si el problema está bien planteado, ha de tener algún valor y
contenido.
Prescindiendo por ahora de una posible ulterior revelación de la
realidad divina tal como es en sí, “Dios” es en primera instancia como el
nombre o el signo algebraico con que designamos la incógnita que presenta el
problema de nuestra existencia y de la existencia del mundo como totalidad.
Busca a “Dios” el que, desde lo más profundo de la realidad que él mismo
es y experimenta, siente que se traicionaría a sí mismo si declarara que
todo es inexplicable, sin razón de ser, incoherente y absurdo.
Hace
un momento, mientras iba trabajosamente buscando las palabras que pudieran
expresar más adecuadamente mi pensamiento, se me presentaba tu imagen y
procuraba adivinar la reacción de tu rostro al leer la página que antecede.
Me imagino tu sonrisa, sólo insinuada, entre benévola y desconcertada: ya
estamos, me parece que piensas dentro de ti, en ese lenguaje intelectual
sutil, que por un momento le deja a uno desarmado y hasta parece que convence,
pero ante el que en seguida se levanta la sospecha de si todo no será un
truco de prestidigitación de palabras. Todo eso es demasiado abstracto para
que pueda llevarme a creer de veras, con toda el alma, en un Dios real,
verdadero y concreto al que pueda confiarme sin miedo como la realidad más
importante y determinante de toda mi vida. Si sólo te he producido esta
sensación, te pido sinceramente mis excusas. Resulta muy difícil expresar en
palabras toda la profundidad y fuerza de una intuición o de una aprehensión
honda y total de la realidad que somos y que vivimos. No tengo otro recurso
que el de pedirte que intentes hacer el esfuerzo de ir más allá de las
palabras para captar esa intuición que yo creo para mí que es válida, y sólo
podrá serlo para ti en la medida en que la puedas hacer tuya.
Para ayudarte a ello, y cogiendo el mismo tema por un lado ligeramente
distinto, yo diría que en definitiva se trata de amar la realidad de lo que
somos y de lo que nos envuelve, pero con un amor total, absoluto, hasta el
fin. El que, con más o menos resignación, rebeldía o desilusión, termina
confesando que su propio ser y su vida con todo lo que le rodea no acaba de
tener ningún sentido, que todo es sólo porque sí, una “pasión inútil”
montada sobre una ilusión extraña e inexplicable, un resultado de un azar en
el que de repente y sin saber por qué nos hemos hallado colocados y del que
nos veremos igualmente arrojados sin saber por qué, ese tal me parece que no
se acepta ni se ama a sí mismo y todo lo demás con un amor total, pleno,
consecuente hasta el fin. No se puede amar, al menos con plenitud de aceptación
y de entrega, lo que en definitiva se entrevé como absurdo, como
inconsistente, como ilusorio. El que ama plenamente la vida es porque intuye y
aprehende, por lo menos implícitamente, que la vida tiene valor, sentido,
consistencia, razón de ser. El que ama con un amor que quiere ser absoluto y
total - el impulso a amar de esta manera es ínsito en lo más profundo de
nuestro ser- implica que hay un fundamento absoluto y total de valor y de
sentido en aquello que ama.
A
este respecto me viene a la memoria algo que leí sobre Manuel Azaña, el que
fue presidente de la República española. En los últimos tiempos de su vida
recibió en su destierro del Sur de Francia la visita del Obispo de Tarbes. El
presidente, mirando hacia atrás y ponderando el fracaso de su gestión política,
estaba moralmente hundido y había dejado de tener confianza o ilusión en
nada. Cuentan que entonces el Obispo le repetía insistentemente: “Confiéseme
que cree Vd. en esta vida, para que yo le pueda decir que se puede creer en la
otra”. En esta frase veo yo un sentido profundo: hay que creer de veras y
hasta el fondo en este mundo para poder creer en Dios. Hay que amar de veras,
sin vacilaciones y hasta el fin la realidad de este mundo, para poder amar la
realidad de Dios.
La
mayoría de hombres no parecen llegar a Dios porque no se ponen en disposición
de amar, de afirmar con suficientemente fuerza y hasta el fin la realidad de
este mundo y su propia existencia en él. Aquél que se resigna a admitir que
el mundo o su propia vida no son más que una suma de sinsentidos o de ilusión,
difícilmente llegará a admitir a Dios. Y con todo, hay que tener un inmenso
respeto por esos hombres, como Azaña y tantos otros, a quienes la vida ha
golpeado tan duramente que han llegado a no poder amarse en plenitud ni a sí
mismos ni al mundo que les ha tocado vivir.
Es
una negra noche la que viven estos hombres: pero se les puede ayudar a
descubrir, en lo más hondo de su intimidad, la lucecita por la que reconozcan
la posibilidad de amarse y de amar. Mas, si alguno está realmente tan
maltrecho por la vida que no puede llegar hasta esto, tal vez lo más humano
será, por el momento, respetar en silencio su dolor: un dolor que, desde
luego, está más allá de todo género de discurso general sobre Dios.
Este
dolor requiere otro discurso, que, desde luego, no va por los caminos de lo
racional, sino que ha de intentar adentrarse en los caminos misteriosos del
amor de Dios, que ha sido, de manera inesperada en incomprensible, capaz de
irrumpir aun en la noche más negra del dolor y de la muerte de los hombres,
haciéndose Dios-abandonado, Dios-doliente, Dios-muerto, Dios-fracasado en un
patíbulo deshonroso y atroz.
Realmente
hay situaciones humanas en las que no se puede hablar del amor de Dios más
que afirmando que este amor es tan real y tan grande que se ha identificado
efectivamente con las situaciones más dolorosas y desesperadas de los
hombres.
3.
¿No será todo una ilusión mía?
Esta
pregunta recuerdo habértela oído más de una vez, cuando hemos hablado sobre
Dios. Uno puede llegar a la conclusión de que sólo admitiendo a Dios puede
afirmar que la propia vida y la existencia del mundo tienen un sentido pleno y
total. Pero, ¿es esto suficiente para asegurarse de la realidad de Dios?
Admito que yo necesito algo que sea explicación total y definitiva de
todo, y que al no hallar esto en ninguna de las realidades experimentadas y
conocidas tengo la tendencia a postular una realidad desconocida que me
satisfaga esta necesidad y este anhelo, y la llamo “Dios”. Pero, ¿es esto
garantía suficiente de que esta realidad exista? ¿No podría suceder que
aquella necesidad y anhelo de plenitud de sentido no fueran más que un ensueño
mío al que no correspondería realmente nada? ¿ No podría suceder que
“Dios” no fuera más que la proyección ilusoria y subjetiva de mis
anhelos de plenitud y de infinito, igualmente ilusorios y subjetivos?
Este
tipo de reparos, que están en el corazón de toda la crítica moderna de la
religión, son tanto más difíciles de disipar cuanto que proceden de
consideraciones que tienen algo de verdad. En la teología más clásica se
decía, efectivamente, que sólo el que busca el Absoluto encuentra el
Absoluto, sólo el que busca a Dios encuentra a Dios. Es decir, que el anhelo
de Infinito y de Plenitud es de alguna manera prerrequisito indispensable para
hallar a Dios.
Podría
incluso decirse que sólo halla a Dios como realidad concreta el que de alguna
manera ya ha hecho una opción por Dios de una manera confusa e implícita.
Esta opción se hace en el momento en que uno se resuelve a no descansar, a no
darse por satisfecho hasta que no encuentre un sentido que sea verdaderamente
total y definitivo. La mayoría de hombres no están habitualmente en esta
disposición, y por eso pueden habitualmente vivir prescindiendo de Dios.
Para
satisfacer las necesidades inmediatas de nuestra existencia cotidiana, o para
acallar las urgencias de nuestra curiosidad de saber, no es necesario llegar a
aquellas preguntas supremas sobre la explicación total y plena o sobre el
sentido último y definitivo de todo: nos basta con saber que tal producto
concreto sirve para tales usos concretos, o que tal fenómeno determinado se
explica a partir de tales causas inmediatas. Este es el ámbito de las
ciencias, de las técnicas, de los saberes concretos. Y hay tanto que
descubrir y que hacer en este ámbito, son tantos los afanes a que se ven
sometidos los humanos para subsistir, que la mayoría de hombres y mujeres
pueden llegar hasta a perder la conciencia de que más allá de este ámbito
de las preguntas concretas e inmediatas, pueden y deben pasar a la pregunta
por el todo con su exigencia de respuesta verdaderamente plena y definitiva.
Muchas
veces se ha dicho que la ciencia es como esas cajas chinas, en las que, cuando
se abren, se encuentra otra caja, la cual, al ser abierta, contiene otra, y así
sucesivamente... Tan pronto como hemos hallado la solución de un enigma o
problema, nos damos cuenta de que aquella solución contiene a su vez otros
enigmas y problemas.
La
ciencia, o la vida, son historias de nunca acabar: lo que pasa es que pueden
ser en cualquiera de sus entregas tan entretenidas, o tan fascinantes, o tan
agobiantes, que nos olvidemos totalmente del principio, del fin o de la
totalidad de la historia.
4.
Buscar a Dios: opción razonable
Desde
este punto de vista te decía más arriba, comentando el principio clásico de
que sólo el que busca a Dios encuentra a Dios, que se requiere como una opción
personal previa y subjetiva por la plenitud, por la totalidad, por el sentido
absolutamente suficiente, para poder llegar a Dios como Absoluto. Ahora bien,
el que esta opción previa se describa como personal y subjetiva ¿quiere
decir que ha de ser necesariamente ilusoria o inobjetiva? Me parece que no.
Se
trata de una opción que ha de decirse subjetiva y personal en cuanto que soy
yo el que he de tomarla y en cuanto que puedo tomarla conscientemente o puedo
pretender evadirla. Pero no es una opción subjetiva en el sentido de que sea
una opción caprichosa, absolutamente gratuita e irresponsable, que yo tomo
porque sí, porque me gusta o me da en gana, pudiéndome quedar igualmente
tranquilo y satisfecho si no la tomara.
Se
trata de la única opción verdaderamente razonable y, en este sentido, la única
verdaderamente “objetiva”. Porque ahí está lo más objetivo que puede
presentárseme: ahí estoy yo, ahí están la serie de fenómenos que llamo el
mundo: y todo esto, o tiene una razón de ser verdadera y real, un
fundamento real, o habrá que decir que todo es en última instancia
infundado, ininteligible y con ello afectado de una terrible enfermedad de
irrealidad.
Puedo,
desde luego, confesar que todo sea inexplicable para mí, pero no puedo
afirmar que todo sea inexplicable en sí: porque decir que algo es
inexplicable, ininteligible, infundado en sí equivale a decir que no tiene
realidad, que no tiene posibilidad de ser, que no tiene objetividad. Con esto
no quiero decir -insistiendo en lo que hace un momento insinuaba- que yo haya
de poder decir siempre cual es el fundamento de lo real: puede suceder que yo
no haya acertado a descubrirlo; pero lo que no puedo decir es que algo real y
existente no tenga suficiente fundamento. Negar el fundamento suficiente de
algo es negar su realidad.
5.
Todos tenemos nuestros dioses
Por eso me atrevería a decir que apenas puede haber “ateos”
verdaderamente lúcidos y consecuentes con su ateísmo, ya que nadie puede
realmente afirmar, a no ser por malabarismo mental, que cuanto existe no tenga
fundamento último, una razón o principio que explique por qué de hecho se
da tal tipo de realidad y no más
bien la nada absoluta. De hecho, todo el mundo postula de alguna forma algún
Absoluto, algún principio de explicación total. Lo que sucede es que
algunos, que dicen rechazar toda idea de “Dios” y se proclaman ateos,
postularán que el mundo, la materia, las fuerzas naturales o el mismo azar
son de hecho “absolutos”, autosuficientes en sí y de por sí.
Hay
formas de materialismo ateo que en realidad no son más que una absolutización
de la materia y de sus poderes o virtualidades: postular que la materia es en
sí autoexplicación y razón suficiente de todo cuanto es significa en
realidad atribuir propiedades divinas de la materia, proclamar que la materia
es “Dios”.
Otros,
en cambio, insistirán en que el absoluto, precisamente porque ha de ser razón
y fundamento de todo, ha de estar de alguna manera “más allá”, en otro
nivel y categoría de realidad que ese “todo” que ha de ser explicado y
fundado. Los primeros, al insistir en que la realidad experimental es ya en sí
y de por sí autoexplicativa y razón suficiente de todo, se declararán
“ateos” y negadores de Dios.
Los
otros, al insistir en este “más allá” de Dios como realidad última y
fundante de todo, se considerarán en oposición radical e irreductible con
los primeros. Pero sospecho que en unos y otros puede darse una penosa
imprecisión de pensamiento y de lenguaje que lleva a que no puedan
entenderse, cuando en realidad pueden estar más próximos de lo que creen.
Cuando
algunos afirman que esta la última realidad fundante de todo no es otra cosa
que la misma materia tal vez se pueda decir que, al menos en un cierto
sentido, tienen razón, a saber, si conciben la materia o la realidad
experimental no meramente como eso que yo experimento aquí y ahora, sino
incluyendo absolutamente todo lo que se requiere para que pueda tener razón
de ser: es decir, la materia con su fundamento y razón de ser última y
absoluta, que será a la vez la razón de ser de todas sus virtualidades y
potencialidades.
Concebir
la materia como principio autosuficiente y autoexplicativo de todo puede ser
no tanto la negación de Dios cuanto la introducción de un principio divino y
de propiedades divinas en el seno de la misma naturaleza. Y me atrevería a
afirmar que tal concepción no puede decirse simplemente ilegítima,
incoherente o absurda, sino que puede ser, al menos en cierto sentido,
perfectamente coherente con lo que te he ido exponiendo. Porque, en efecto,
puede muy bien ser que con tal concepción no se exprese más que la intuición
de que la materia, o cualquier otra forma de realidad, no puede ni pensarse
sino incluyendo de alguna manera su último fundamento y razón de ser: que la
materia existe y se transforma en inseparable e irrompible dependencia de su
fundamento último.
Así,
la expresión “todo se explica por la materia” me parece admisible como
expresión de que de hecho el principio absoluto de todo actúa y se nos
manifiesta en y por las realidades experimentales que en un sentido amplio
podemos llamar “materiales” (pues aun lo que llamamos “espíritu” está
siempre en nuestra experiencia ligado a lo material). En otras palabras,
“Dios” o el principio y fundamento absoluto de todo, precisamente porque
es y en cuanto es fundamento absoluto de todo, no puede decirse propiamente
que sea algo “fuera de” o “más allá de” la materia o de cualquier
otra realidad que necesariamente forma parte de este “todo”. “Dios”
está en la materia, y la materia está en Dios.
6.
Dios: lo más profundo del ser
Ahora
sí que tengo la sensación de que ya debes de estar cansada de mis
elucubraciones. Perdona. Quizás estoy llevando el discurso hasta rizar el
rizo con sutilezas. Pero todavía quisiera escribirte dos palabras acerca de
los que, por otro lado, insisten en que Dios es trascendente, “fuera de” y
“más allá de” la materia y de toda realidad mundana. Seguramente estos
te parecerán representantes de la genuina tradición “teísta”, y
probablemente tú misma, cuando te preguntas si hay “Dios”, lo que en
realidad te preguntas es si existe una tal realidad superior “fuera de”,
“por encima de”, “más allá de”, “antes de”, etc. etc. la
realidad experimental de este mundo.
Este
enfoque puede ser en principio correcto y tiene un profundo sentido. Pero
puede también ser sumamente confuso y perdedor. Porque si las expresiones
adverbiales que acabo de poner entre comillas se entienden en un sentido
local, espacial o temporal, habrá que decir que propiamente hablando no
pueden aplicarse a Dios. Dios no está propiamente “fuera” del mundo, o
“por encima” de él, ni el mundo está propiamente “fuera” de Dios o
“por debajo” de él.
En
realidad Dios está todo él dentro del mundo y todo él fuera del mundo:
tales expresiones, referidas a Dios, no pueden significar separación o
distancia espacial o temporal. Significan lo que en lenguaje filosófico se
llamaría “diferencia ontológica”, que quiere decir que Dios no puede
concebirse como una realidad más al mismo nivel que las demás realidades que
constituyen el mundo y son objeto de nuestra experiencia, ni siquiera como la
mera suma de todas estas realidades. Dios es algo de otro nivel, una realidad
con un modo de ser y unas características irreductible y radicalmente
distintas de las demás realidades que experimentamos.
Esto
determina dos tipos o dos categorías de realidad absolutamente irreductibles:
una esencialmente autónoma y autosuficiente, y otra esencialmente derivada y
dependiente. Y es esta irreductibilidad esencial, que no separación alguna
espacial o temporal, lo que se pretende expresar con aquellas expresiones
adverbiales que antes ponía entre comillas.
En
el lenguaje habitual entre los teólogos, esto se expresa diciendo que Dios es
a la vez inmanente y trascendente al mundo, es decir, a la vez inseparable del
mundo e inconfundible con él o irreductible a él: una realidad que está en
lo más íntimo de todas las cosas –“más íntimo que mi propia
intimidad” decía S. Agustín- y que rebasa absolutamente todas las cosas.
O, con fórmula del filósofo Zubiri, que lo expresa con concisión perfecta
hasta donde esto puede expresarse, Dios es “el trascendente en las cosas
mundanas”.
3.
SITUARSE ANTE EL MISTERIO DE LA REALIDAD
Leí
una vez, no recuerdo donde, que nuestra situación con respecto a Dios es en
muchos aspectos semejante a la del feto con respecto a la madre: el feto tiene
en el vientre de la madre una vida que de alguna manera es la suya propia, que
no puede simplemente confundirse con la vida de la madre. Pero, al mismo
tiempo, su vida depende totalmente de la vida de la madre de la que recibe
toda la fuerza vital.
La
vida de la madre “trasciende”, rebasa, es independiente de la vida del
feto, condicionándola totalmente y posibilitándola. El feto, cuando ya está
bastante desarrollado, puede decirse que de alguna manera “siente” la vida
de la madre: siente la presión de las paredes del útero y hasta patalea
contra ellas; pero no “conoce” propiamente a la madre, como la conocerá
cuando haya salido de ella y pueda constituirla en “objeto” de
conocimiento, siquiera sea el más elemental, por el tacto, los oídos o la
vista. La comparación es, al menos, sugerente, aunque, como todas las
comparaciones, no sea válida en todos sus aspectos.
1.
¿Cómo afirmar lo que se conoce?
Estamos
en Dios, vivimos de Dios y por Dios, que es nuestro fundamento: pero la vida y
el ser de Dios nos rebasan inmensamente. Podemos decir que de alguna manera
“sentimos” a Dios en cuanto que le hemos de reconocer como una exigencia,
una condición de posibilidad de nuestro propio ser: pero no llegamos
propiamente a “conocerle”, precisamente porque está demasiado inmerso en
nuestra propia vida. Como pasa con el feto con respecto al conocimiento que
puede tener la madre, nos falta distancia y perspectiva para el conocimiento
de Dios; y, a la vez, nos falta capacidad cognitiva, facultades proporcionadas
y adecuadas para ver a Dios.
Aquí se encuentra, seguramente, la
característica fundamental de nuestra singularísima relación con Dios.
Dios, siendo lo más próximo y lo más íntimo a nosotros, es a la vez
absolutamente inconocible, inasequible para nosotros en su realidad tal como
es en sí. Quisiéramos que Dios llegara a ser para nosotros un “objeto”
de nuestro conocimiento, un “objeto” de nuestra experiencia, llegar a
abarcarlo y comprenderlo desde fuera de él, como abarcamos y comprendemos los
demás objetos de nuestro conocimiento y de nuestra experiencia. Pero esto no
es posible.
Para
nosotros, conocer es delimitar un aspecto o parte de la realidad,
circunscribirla, destacarla del fondo inmenso de otras realidades, señalar
sus características, sus causas inmediatas, sus modos de actuación, su
relación con otras realidades: todas estas operaciones, y otras afines,
constituyen la realidad como “objeto” definido y delimitado de
conocimiento. No podemos hacer esto propiamente con Dios. Dios, como realidad
absolutamente primera y determinante de todo, no es él mismo fundado,
determinado o limitado por nada. Siendo el que lo explica todo, es él mismo
inexplicable a partir de otra cosa. Si hubiera algo que explicara a Dios, eso
sería Dios. Dios es absolutamente inexplicable y gratuito en el sentido de
que existe porque sí, como algo que se da pura y simplemente por sí mismo y
de sí mismo: no necesita para existir de algo fuera de sí.
Por
eso, porque todo lo que es lo es por sí mismo, Dios no puede ser
adecuadamente comprendido desde fuera de sí mismo, por alguien o desde algo
distinto de sí mismo. A lo más, podemos decir lo que Dios no es: no es como
ninguna de esas realidades que no tienen en sí y de por sí la razón de su
existencia, que dependen de otras realidades que las condicionan y las
determinan en su ser infinito y delimitado. De Dios sólo podemos decir que es
el no-dependiente, no-delimitado, no-circunscrito, no-finito, no-determinado,
no-condicionado por nadie ni por nada..
No
sé si podré ayudarte a comprender lo que intento decirte invitándote a
hacer un pequeño esfuerzo de imaginación. Imagínate que por un toque
maravilloso de varita mágica de una de esas hadas de los cuentos infantiles,
te es dado de repente conocer absolutamente todo lo que es, lo que ha sido y
lo que será de todas las cosas del universo: todas las causas, los
principios, las características, las relaciones, la profundidad del ser de
absolutamente todas las cosas, personas y acontecimientos, de suerte que nada
de esto tuviera ya para ti ningún secreto.
Pues
bien: en este momento tu podrías y deberías preguntarte todavía ¿y todo
esto, por qué? ¿Por qué esta inmensa concatenación de seres, entrelazados
por esa complejísima cadena de causas, efectos y relaciones? ¿Por qué ha
existido y existe todo esto, y no más bien la nada absoluta, la oscuridad
absoluta del no ser?. Esta pregunta, como pregunta absolutamente totalizante
sobre el ser de todo, nos enfrenta con el misterio del universo en su
totalidad, el misterio de su razón de ser. Y hemos de confesar que ante esta
pregunta no sabemos dar una respuesta, pero que tiene que haber una respuesta.
No
podemos decir cual es la razón de ser del mundo, pero tiene que haber una razón
de ser del mundo. Eso que ya no sabemos decir qué es, pero que tiene que
darse para que todo sea y exista, es lo que designamos con el nombre de
“Dios”, como cifra del misterio del mundo.
Cuando
uno, después de haber recorrido todos los saberes y todos los conocimientos
acerca de las cosas del mundo, ha sabido llegar a la frontera y al horizonte
de donde se acaban todos estos saberes, descubriendo desde allí el misterio
del mundo, entonces es cuando se asoma, pasmado y sobrecogido, al misterio de
Dios.
Quizás todo esto te parezca muy intelectual, muy abstracto. Pero me
atrevo a insinuar, para terminar este apartado, que en el fondo de todo ello
hay algo muy sencillo y muy vital, que nos está afectando siempre en lo más
hondo de nosotros mismos. Unamuno lo expresó con gran fuerza y simplicidad en
su “Sentimiento trágico de la vida”. Dice allí: “Se me encendió el
hambre de Dios, y el ahogo del espíritu me hizo sentir, con su falta, su
realidad. Y quise que haya Dios, que exista Dios”.
Sólo
quisiera añadir, por mi parte, que ese Dios no es puramente el objeto de un
“querer” más o menos subjetivo y caprichoso, como tal vez pudiera pensar
a ratos el atormentado filósofo de Salamanca. Puesto que mi “hambre de
Dios”, mi necesidad de Dios, son cosas objetivas y reales que no puedo negar
sin negar lo que soy, lo que se requiere para saciar esa hambre real, para
satisfacer esa necesidad real, ha de ser algo efectivamente real y existente.
Ante
este tipo de razonamiento alguien quiso objetar que “la existencia de la sed
no es garantía de la existencia de la fuente”. Pero esta objeción, si se
reflexiona sobre ella con toda radicalidad, aparece como un sofisma. Porque,
si existe la sed, es decir, si existe un ser que necesita agua para existir,
ha de existir realmente el agua necesaria para que tal ser exista. Si el agua
no existiera, tampoco existiría ser alguno que necesitara agua para
subsistir. La existencia de seres que tienen sed, que no pueden existir sin
agua, me ha de llevar a concluir que en el ámbito en que tales seres existen
ha de haber realmente agua, aunque quizás yo no pueda decir
dónde o cómo existe. De manera semejante, mi existencia y la
existencia del mundo como seres que tienen “hambre y sed de Dios” que no
pueden explicarse ni realizarse con sentido más que postulando esa realidad
explicativa de todo que llamamos “Dios”, me ha de llevar a reconocer y
admitir la efectiva y real existencia de Dios, aunque yo no pueda ni sepa
decir cómo es o dónde se encuentra.
Hace
unos momentos he empezado a hablar de Dios como “misterio” y tengo el
temor de que esa palabreja te cause tal vez una cierta inquietud. Por lo menos
es cierto que me he encontrado ya con personas a quienes la palabra no les
hace ninguna gracia: les parece que es un recurso fácil que los curas tenemos
siempre a mano para endosarle a uno lo que no sabemos explicar y lo que, cosa
peor, tal vez no tiene fundamento alguno. Pero para mí afirmar el misterio no
es un recurso fácil, sino más bien una necesidad incómoda; no es el acto
del avestruz que entierra su cabeza en la arena para no enfrentarse con la
dificultad, sino que es un acto de coraje que se exige al ser humano que hace
la opción arriesgada de querer mirar lúcidamente y hasta el fondo la
realidad de su situación en el mundo.
La situación del ser humano en el mundo puede contemplarse desde dos
actitudes previas, que voy a indicarte con las palabras de dos influyentes filósofos
europeos. Son dos actitudes radicalmente contrapuestas, que vienen
determinadas quizás más por el talante personal de cada individuo y por el
ambiente en el que se ha movido que por toma de conciencia explícita y
razonada. La primera de esas actitudes vendría representada por uno de los
principios de Christian Wolff, filósofo alemán del siglo XVIII, bajo el
influjo del racionalismo de Descartes: “La claridad es el signo de la
verdad: la oscuridad es el signo del error”.
La
otra actitud podría expresarse en las palabras del pensador italiano
Giambattista Vico: “La claridad es el vicio de la razón humana, más que
su virtud: porque una idea clara es una idea finita, y nadie ha mostrado que
la razón finita sea la medida adecuada de la realidad”.
Las actitudes básicas que se expresan en cada una de estas frases
determinan ya de antemano el que uno pueda o no reconocer la existencia de
Dios. La primera puede tener un sentido perfectamente válido: es verdad que
muchas veces la oscuridad es signo de que estamos dando vueltas a algo
inconsistente, irreal, quimérico y, por ello, incapaz de clarificación. En
estos casos la oscuridad es signo de error, de falsedad del objeto o del
planteamiento. Pero, tomada como principio de validez absoluta y universal, la
primera de las frases citadas puede llevar a posturas que, si se examinan,
resultarán harto sospechosas e infundadas.
En
efecto, el principio, tomado como absoluto, puede equivaler a una afirmación
de que la razón humana en general -y aun quizás que mi razón individual y
particular- es la medida adecuada de la realidad; o, en otras palabras, que no
existe ni es verdadero más que lo que yo puedo comprender; de donde se pasa
con mucha facilidad a declarar que lo que yo
no puedo comprender no puede existir. ¿Es esto razonable? ¿Es esto
“claro”? ¿Tengo poderes para constituirme por mí mismo juez de lo real,
de lo que existe y de lo que no existe? Me temo que esta es la postura del
avestruz que, como no quiere ver
lo que no entiende, esconde la cabeza en la arena y declara simplemente que no
existe lo que no quiere ver.
La
segunda postura me parece mucho más cautelosa y prudente, y por eso, a mi
modo de ver, más humana. Yo no puedo erigirme por las buenas en juez de lo
real, de lo que puede existir y lo que no puede existir. Yo no puedo asegurar
que mi razón sea capaz de comprender y abarcar todo lo que existe. Si quiero
ser sincero, más bien me parece que tengo razones para pensar que mi
horizonte de comprensión y de conocimiento es muy limitado, y que la realidad
desborda por todos lados este horizonte.
Tengo
conciencia de que todo mi saber, aunque llegara a alcanzar todo lo que los más
sabios de entre los hombres puedan llegar jamás a conocer, no será más que
un pequeño islote en medio de un océano de realidad inexplorada; no será más
que un acotamiento superficial de un terreno en cuyas profundidades secretas
no soy capaz de sumergirme. Ni siquiera puedo presumir de que me conozca
plenamente, adecuadamente, totalmente a mí mismo.
Mi
propio ser, mi existencia son para mí realmente un misterio. Y lo mismo
sucede con las realidades de mi experiencia más inmediata: están ahí, me
son dadas antes de que me ponga a querer comprenderlas: la comprensión que yo
tengo de estas realidades, no es lo que determina lo que ellas son, sino al
revés, es lo que ellas son lo que determina lo que puedo conocer de ellas.
Yo
conozco algo de mí mismo y de las cosas y del mundo que me rodea, pero
siempre me queda inevitablemente la pregunta ¿Qué soy realmente yo mismo? ¿Qué
son realmente las cosas que hasta cierto punto conozco? Y así, de nuevo,
hasta la pregunta radical ¿Por qué existo yo, por qué existen las cosas y
no más bien la nada absoluta? Realmente el ser –el mío y el de todo- como
algo “dado”, como algo que está simplemente ahí sin que dependa de mí,
de mi voluntad o de la comprensión que yo tenga de él, es para mí un
misterio. Yo mismo soy un misterio; todo el mundo, todo lo que hay es un
misterio, es decir, algo que no me explico desde mí mismo y por mí mismo. Y
como no puedo resignarme a admitir que lo que es inexplicable para mí
sea también inexplicable en sí –porque no puedo concebir que exista
algo que no tenga en sí una razón, un fundamento, una explicación
plenamente suficiente- he de postular que existe en sí, aunque no sea
directamente conocido para mí, lo que es razón, fundamento y explicación de
todo.
El
que tiene el coraje de penetrar hasta las profundidades del misterio de su
propia existencia y de la existencia del mundo, se encuentra con la puerta que
se abre al misterio de Dios: Porque ambos misterios, el del mundo y el de
Dios, no son respectivamente más que como el lado cóncavo y el convexo del
único gran misterio del ser y de la realidad.
No hay que disimular que dejarse perder en estas profundidades del
misterio resulta incómodo y aun ingrato, porque es como abandonarse en
terreno desconocido. Esto explica por qué muchos se resisten a dejarse llevar
a este terreno, y prefieren quedarse en los terrenos bien trillados de lo
perfectamente bien conocido e identificado por su razón.
El
ateísmo o el agnosticismo –con todas sus variedades - nutren sus filas con
los adeptos por principio a las seguridades y claridades racionales, alérgicos,
por lo mismo, a la mera mención de la palabra “misterio”. Y como el campo
en que se cosechan claridades racionales es amplio y dilatado –pues es todo
el ancho campo de las ciencias, de las técnicas de los mil afanes de cada día
-, pueden hallar en él suficiente ocupación y relativo sustento para no
sentir la necesidad de aventurarse hacia
terrenos menos conocidos.
Creer en Dios es salir de nuestros hábitos ordinarios de pensamiento y
de comportamiento. Porque, de ordinario, nos gusta mantenernos en el ámbito
de lo que creemos saber o conocer. Queremos que nuestras afirmaciones tengan
un objeto, un contenido de alguna manera preciso o al menos aproximadamente
delimitado o delimitable. Pero en el caso de la afirmación de Dios esto no es
posible: afirmamos algo esencialmente desconocido, inabarcable, inexpresable.
No
se trata, ciertamente, de una afirmación sin objeto alguno: pero, al ser una
afirmación de un objeto meramente postulado y no conocido o experimentado
directamente, podemos tener la sensación de que no sabemos si realmente
afirmamos algo, y aun de que tal vez no afirmamos nada. Afirmar a Dios como la
realidad esencialmente inteligible en sí y de por sí, pero esencialmente
ininteligible para nosotros y desde nosotros, sin rostro, ni figura, ni
concepto que lleguen a expresar para nosotros lo que él es en sí, es algo
que no nos produce incomodidad y hasta vértigo. Es algo que nos saca
enteramente de nuestras maneras habituales de pensar y de hablar.
Más
aún, nuestro desconcierto puede hacerse total cuando nos damos cuenta de que
la afirmación de Dios no es la afirmación intelectual o nocional de algo que
por lo demás nos deja sin cuidado.
Creer
en Dios es hacerse dependiente de él, que quiere decir cambiar la perspectiva
por la que tendemos a hacer de nosotros mismos, de nuestra razón y nuestros
intereses, el centro desde donde medimos y juzgamos todas las cosas, para
reconocer que el centro está en otra parte y que la razón y valoración real
de todo está, no en nosotros, sino en él. Creer en Dios es, en definitiva,
como han expresado de una u otra forma todas las religiones, salir de nosotros
mismos para confiarse a él, para abandonarse a él. ¿Es posible abandonarse
así a una realidad que no conocemos, más aún, que empezamos por declarar
esencialmente inconocible?
No
sin razón los estudiosos de las religiones han llegado a la conclusión de
que para el hombre religioso Dios es un “mysterium tremendum”, un misterio
que produce temblor, que produce vértigo. Lo extraño es que, siendo esto así,
los hombres no hayan acabado desentendiéndose de él. Pero es que, por vértigo
que produzca, los hombres no pueden dejar de percibir que este “misterio
tremendo” no es más que la contracara o el envés de su propio misterio y
del misterio del mundo. Negarlo o intentar ignorarlo vale tanto como negarse a
sí mismo o ignorarse a sí mismo..
Esta carta va resultando ya mucho más larga de lo que yo mismo había
pensado. Y lo peor es que me doy cuenta de que hasta aquí no he hecho más
que intentar desbrozar ligeramente un punto de arranque que nos pueda permitir
empezar a emprender el camino hacia Dios. Seguir este camino, o al menos señalar
como en un mapa su posible itinerario, ya no podrá ser objeto de esta carta.
Tendrá que ser objeto de más reposadas conversaciones, si Dios nos concede
ocio para ellas. De momento, encarándome ya a poner ya término a la epístola,
intentaré dar algunas indicaciones acerca de la orientación que me parece
debería tomar nuestro caminar en pos de Dios.
Si no pudiéramos decir de Dios más que lo que te he venido
proponiendo hasta ahora, a saber, que es un “mysterium tremendum”, una incógnita,
una realidad necesaria pero absolutamente inconocible e inexpresable para
nosotros, me parece que ese “Dios” tan inconcreto e inasible nos habría
de dejar inevitablemente insatisfechos. Ese “Dios” se nos quedaría a
nivel de puro principio filosófico abstracto. Demasiado remoto para que
podamos sentirlo como realidad verdaderamente determinante de las actitudes
concretas de nuestra vida.
Un
“Dios” del que no sabemos decir sino que ha de existir, pero del que no
podemos decir qué es o cómo es, aunque se admita intelectualmente como algo
necesario, está en trance de dejarnos vitalmente indiferentes. Para
interesarnos por él, desearíamos saber si de alguna manera él se interesa
por nosotros; si nosotros somos también “alguien” para él; si de alguna
manera él “cuenta con nosotros” y nosotros podemos “contar con él”.
Porque, de lo contrario, tal vez lo mejor que podríamos hacer sería dejarle
en paz y ver de arreglarnos lo mejor posible en el pequeño ámbito de
nuestras experiencias inmediatas.
Para entrar en una actitud religiosa para con Dios, deberíamos saber
de alguna manera, por imperfecta que fuera, qué es y cómo es, deberíamos
poder darle un rostro, una figura, un nombre que fuera algo más que una
simple cifra para referirnos al absolutamente desconocido. Esta es, de hecho,
la tarea primordial de todas las religiones: todas buscan ante todo delinear
un rostro y una figura, expresar de alguna manera la realidad de Dios. Pero en
esta tarea los hombres se exponen a muchos engaños.
Ya
muchos siglos antes de Cristo un viejo filósofo griego hacía notar
socarronamente que si los bueyes o los caballos tuvieran dioses los
representarían en forma de Buey o de Caballo, y que los etíopes hacían a
sus dioses negros y chatos como ellos. Es decir, que cuando el hombre busca el
rostro y la figura de Dios, lo que suele hacer es darle su propio rostro; y si
no, le da el rostro o la figura de las cosas que más estima, que más le
impresionan, o que más teme.
Cuando
el hombre quiere por sí mismo darle un rostro a Dios, lo que hace es crear un
ídolo, hacerse un Dios a su propia imagen y medida: hasta que llega el día
en que se pone de manifiesto que aquello no es ni puede ser realmente
“Dios”. Son ídolos, -dioses hechos a imagen del hombre- no sólo los
abigarrados objetos de adoración de las religiones primitivas, sino nuestros
propios dioses infantiles, y hasta los dioses de muchas refinadas concepciones
teológicas y religiosas de personas cultas que con gran devoción se han
dedicado a forjar su imagen de Dios.
Cuando
el hombre se pone por su propio esfuerzo a delinear una imagen de Dios, esta
imagen, por refinada y espiritualizada que sea, no ofrece garantía de
fidelidad a la verdad divina: podrá tener rasgos más o menos acertados o
aproximados, pero en realidad será una imagen hecha por la mano –o por la
mente- del hombre: un ídolo.
Dios, como antes te decía, es el Gran Misterio primordial cuya
existencia hemos de postular como razón de toda existencia. No podemos decir
qué es o cómo es, pero esto no quiere decir que nos sea total y
absolutamente desconocido: si no le conocemos como es en sí, le conocemos al
menos en lo que es para nosotros. Para nosotros es una presencia invisible e
inimaginable, pero real y efectivamente fundante de nuestro ser y del ser del
mundo.
El
misterio de Dios de alguna manera empieza a revelársenos en el
misterio de nuestro propio ser, en el hecho de que existimos. Desde el momento
en que reconocemos esto, nos reconocemos como realidades en la presencia del
misterio de Dios, fundadas en él, sustentadas por él, dependientes de él.
Y, siendo como somos seres abiertos a querer conocer todo ser y toda verdad y
a querer poseer todo bien, no podemos menos de estar siempre en una actitud de
querer conocer y poseer hasta donde nos sea posible este misterio.
En
esta situación de verdadera perplejidad, por la que los humanos nos hallamos
en la necesidad de preguntar acerca del misterio de Dios, y al mismo tiempo en
la imposibilidad de hallar por nosotros mismos una respuesta adecuada que no
sea la mera reducción de Dios a un “ídolo”, puede todavía pensarse en
un camino que resolviera de alguna manera el “impasse”.
Si
el que se pregunta por Dios no es capaz de hallar por sí mismo una respuesta
adecuada a su pregunta, podría pensarse que tal vez Dios mismo le
proporcionara de alguna manera esta respuesta que busca. Si fuera verdad que
Dios se interesa por nosotros, si nosotros contáramos algo para él, él
debería tener alguna manera de hacérnoslo saber, de manifestarnos lo que es
y lo que quiere ser para nosotros.
Desde
luego, nosotros no podemos presumir de antemano que Dios quiera comunicársenos:
lo más que podemos es estar a la espera vigilante, como al acecho, para ver
si de hecho se nos da, en alguna forma seguramente impensada y sorprendente,
la autocomunicación, el desvelamiento, la revelación de las profundidades
del misterio de Dios.
1.
¿Puede Dios comunicársenos?
Esta autocomunicación del misterio mismo de Dios, si se da, estará
inevitablemente sujeta a una lógica un tanto singular. De una parte, tendrá
que ser una comunicación a través de realidades o signos que sean realmente
asequibles para nosotros, que caigan dentro del campo de nuestra comprensión.
Pero, por otra parte, estas realidades o signos se nos han de presentar con la
fuerza y la garantía suficiente de que realmente se refieren al misterio de
Dios y lo expresan efectivamente. ¿Es esto posible? ¿Podemos presumir que
pueda darse alguna realidad que sea a la vez asequible para nosotros y expresión
real del misterio inconocible de Dios?
Hemos de confesar que estas preguntas nos dejan un tanto perplejos, y
que con toda honestidad hemos de decir que nosotros no sabríamos qué
responder. Porque ante cualquier realidad –palabras, signo, acontecimiento o
persona- sobre la que llegáramos a sospechar que pudiera ser manifestación
de Dios para nosotros, ¿cómo llegaríamos a reconocer que efectivamente es
así y no una mera sospecha o ilusión infundada? ¿Cómo podremos jamás
llegar a decir “esto es manifestación de Dios”, “esto es
presencia de Dios”, “esto es Dios”, si no tenemos de
antemano imagen, figura, concepto adecuado de Dios? ¿Cómo reconocer como tal
la manifestación de Dios, si no sabemos de antemano quién o qué es Dios?
Porque, en efecto, “reconocer” significa constatar y afirmar la presencia
de algo ya de alguna manera conocido. No puede haber reconocimiento más que
donde se da ya de alguna manera un conocimiento previo. ¿Cómo reconoceremos
la presencia, la actuación o la manifestación de Dios los que no tenemos de
antemano idea adecuada de Dios?
Si llega a darse una autocomunicación o automanifestación del
misterio de Dios, no será de forma que nosotros tengamos que decidir por
nosotros mismos “esto es Dios”. Ignorantes como somos de qué es realmente
Dios, jamás llegaríamos a tomar esta decisión con suficientes garantías:
al decir “esto es Dios” no haríamos más que decir “esto parece
conforme con la imagen que nos hemos formado de Dios”. Pero esta imagen
probablemente no sería más que la de un ídolo.
Si
Dios se nos manifiesta, lo ha de hacer de tal forma que no seamos nosotros los
que decidamos de la verdad de su manifestación, sino que será él mismo el
que nos diga “yo soy Dios” con una voz tan clara e inconfundible, con una
fuerza tan persuasiva, que no podemos dejar de admitir la verdad de lo que
dice, a menos que estemos decididos a no admitir la verdad de lo que dice, a
menos que estemos decididos a no admitir de ninguna manera la autocomunicación
de Dios.
2.
La fe es un acto de libertad
Esto
implica muchas cosas. En primer lugar implica que la fe en Dios, aunque sea
algo nuestro, es ante todo algo que Dios mismo ha de hacer en nosotros. No es
algo a lo que nosotros llegamos sólo con nuestro esfuerzo, como resultado de
una serie de razonamientos o consideraciones, sino que más bien es algo que
hemos de esperar y recibir como don del mismo Dios. No es el esfuerzo de
nuestro razonar, sino la luz misma de Dios, el resplandor inconfundible de su
presencia, la fuerza indubitable de su palabra que nos dice “Aquí Dios”
lo que ha de ser garantía de la veracidad de su autocomunicación. Por esto,
al constatar el misterio de nuestra existencia, lo que hemos de hacer no es
tanto aguzar nuestros razonamientos cuanto esperar y pedir que el mismo
misterio se nos manifieste con su luz y fuerza inequívocas: “Muéstranos la
luz de tu rostro”, “Ilumínanos con el resplandor de tu mirada”,
clamaban los profetas del Antiguo Testamento.
No
hay otro camino: la fe en Dios, que significa ya un paso más allá del puro
cuestionarse por el misterio más allá del mundo y de las cosas, sólo puede
ser un don, una autodonación del mismo Dios: y como tal, no podemos hacer más
que esperarla y pedirla.
Los planteamientos que te hacía tendrían, todavía, otras
implicaciones. Si efectivamente hemos de esperar que él mismo se nos
comunique, tenemos que estar dispuestos a recibir su comunicación como venga
y cuando venga: es decir, no podemos predecir a priori cómo o cuando se nos
puede comunicar Dios. Dios puede comunicársenos en la manera y en el tiempo más
inesperados, más insospechables. Por no haberse puesto en esta actitud,
muchos se han cerrado para no admitir la autocomunicación de Dios.
La
mayoría creemos tener ya una imagen suficientemente adecuada de Dios: será
el Dios glorioso y omnipotente que todo lo rige a maravilla desde su trono, o
el Dios providencia solícita que ha de acudir a remediar cualquier necesidad,
o el Dios Juez que ha de descargar su mano sobre todos los malvados. Pero en
realidad no podemos decir a priori hasta qué punto estas imágenes
corresponden realmente a la realidad de Dios. Si sólo estamos dispuestos a
reconocer a Dios en tanto que se nos presente de acuerdo con alguna de estas
imágenes prefabricadas por nosotros, es muy posible que cuando él se nos
presente como es de verdad no seamos capaces de reconocerle.
3.
El rostro de Dios se llama Jesús
Como sabes, la tradición judeo-cristiana profesa que a lo largo de la
historia humana Dios ha ido revelando a los hombres las profundidades
misteriosas de su ser y de su actuar. Se trata de un proceso largo y complejo,
a la vez desconcertante y fascinador, cuyo desarrollo ya no sería capaz de
resumir en este formato de carta. Pero, para indicar al menos lo que pudiéramos
llamar el destilado final de este largo proceso, el misterio de Dios se
presenta en él como misterio de amor, de voluntad de dar y de darse, de
comunicar la vida que él tiene en sí y de por sí a otros seres que tengan
el ser y la vida de él y por él, asociándolos así al gozo de su propio ser
y de su propia vida. La incógnita de Dios, aquel “misterio tremendo” que
nos producía temblor y vértigo, se manifiesta en este proceso como
“misterio de amor”, como misterio de comunicación, de comunión. Dios no
ha querido encerrarse en su remota soledad eterna y autosuficiente. Ni
tampoco, después de habernos hecho seres capaces de participar de alguna
manera de su ser y de su vida, ha querido dejarnos a nosotros en nuestra
terrible soledad mundana, sino que ha querido estar constantemente con
nosotros, solícito de nuestra suerte, pendiente de nuestras vicisitudes, a la
vez que sumamente interesado en atraer, invitar, guiar a los humanos para que
libremente quisieran andar por los caminos que llevan al gozo de una plena
comunión con él.
Ahí
está, seguramente, lo más misterioso de la relación de amor entre Dios y
los hombres: una relación de amor es necesariamente una relación de
libertad. Un amor forzado, impuesto, ya no sería amor. Pero el respeto a la
libertad del otro de ninguna manera significa desinterés o indiferencia para
con el otro. El amante no puede imponerse por fuerza al amado, pero tampoco
puede desinteresarse de él, ser indiferente para con él. Ahí radica la
complejidad –y hasta la tragedia- de la relación de Dios con los hombres,
como relación de amor.
Como
sabes, el cristianismo profesa que el punto culminante de esta relación de
Dios con la humanidad es Jesucristo. Jesucristo es una manifestación
inaudita, insospechada del rostro de Dios. Jesús es un ser humano en quien
algo de Dios mismo se ha dado y se ha comunicado efectiva y realmente a los
hombres por amor.
Preparado,
anunciado, prometido a través de los siglos, Jesús es el desvelamiento, la
manifestación para la humanidad del misterio, de la incógnita de Dios. Y en
esta manifestación, la incógnita de Dios se revela como Padre, como alguien
que está con nosotros, nos ama y nos quiere hacer participar de su propia
vida: por eso el nombre propio de Jesús es “Dios con nosotros”.
Me dirás, quizás, que todo esto es demasiado bonito, o demasiado
extraño e increíble, para que sea verdaderamente así. Me dirás, quizás,
que te demuestre, que te garantice que esto es realmente así. Pero ya te he
dicho que la presencia de Dios, cuando se da, no es algo que pueda ser
demostrado, comprobado o identificado por el mero razonamiento humano. La
presencia de Dios se hace lúcida por sí misma, se impone por su propia
fuerza a los que se disponen a recibirla. Así se impuso Jesús como presencia
de Dios a los que estaban dispuestos a acogerle, a los sencillos, a los que no
se aferraban a sus propias concepciones de Dios.
En
realidad, cuando Dios se hace presente entre los hombres, desbarata todas las
concepciones de lo divino que ellos tienen. Dios se muestra como Aquel que ama
hasta tal punto a los seres humanos que se identifica locamente con cualquiera
de ellos, con toda su debilidad, con toda su precariedad, con todo su
sufrimiento, hasta con toda su vulnerabilidad frente a las fuerzas absurdas
que pueden llevar al hombre a la muerte... y que, con todo, no por eso deja de
ser Dios, fundamento de todo ser y de toda vida, sobre el que la muerte no
tiene poder, sino que aún después de muerto vive para siempre y es capaz de
hacer vivir y dar vida para siempre a los que son objeto de su amor. Jesús
muerto y resucitado es la manifestación definitiva a los hombres del amor y
del poder de Dios.
5.
A Dios se le encuentra encontrando y amando a los hombres dolientes
Cuando uno ha empezado a comprender la necesidad de sentido último y
si ha puesto en el camino para la búsqueda de Dios, entonces, (quizás para
purificar esa búsqueda) parece que Dios como que se desmarca y le dice: Si me
buscas a mí, busca lo que yo más quiero; si me quieres amar, ama lo que es
objeto perenne de mi amor. Quizás la más sublime palabra de Jesús es
aquella en la que dice que cuando venga Dios con sus ángeles a juzgar a la
humanidad, lo que preguntará no es si hemos tenido ideas muy sublimes o
acertadas sobre él, sino si le hemos amado en los germanos necesitados de
amor. Conoces el texto: “Venid, benditos de mi Padre..., porque tuve hambre
y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; estaba desnudo y me
vestisteis...” Y ante el asombro de los que creen no haberse encontrado
nunca con Dios, y menos con un Dios hambriento, sediento o desnudo, el mismo
Dios les revelará que “Cuanto hicisteis con uno de los hermanos pequeños
necesitados, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 31ss). Supuesto esto, quizás
habría que decir que no es tan importante buscar a Dios con razonamientos,
sino tratar de hallarle en aquellos que son sus imágenes vivas (pues la
Biblia dice que el hombre ha sido hecho “como imagen de Dios”, Gn 1, 26).
Las primeras comunidades cristianas repetían una frase que atribuían
a Jesús, aunque no quedara luego
consignada en los evangelios: “Has visto a tu hermano, has visto a Dios”.
Naturalmente esto vale, no del mero hecho de ver corporalmente al hermano,
sino de reconocerlo como tal y actuar en consecuencia. Si todo hombre es hecho
a imagen de Dios, todo hombre
merece todo respeto y todo amor. Más aún infligir, favorecer o tolerar que
cualquier manera cualquier daño a la imagen de Dios es ofender a Dios. Y aun
cuando el hombre obrara maldad y no se comportara como “imagen de Dios”,
queda que Dios sigue amando a esta imagen suya desfigurada, y quiere que sea
respetada y que se la ayude a recuperar sus rasgos originarios. Esto es lo que
nos vino a enseñar Jesús, con sus palabras y, sobre todo, con sus obras a
favor de los pobres, los pecadores, los enfermos... Ante los que no entendían
nada de este Dios cuyo principal interés estaba en los pobres y los
desarrapados de la sociedad, Jesús les tuvo que explicar que había venido de
parte de Dios a “recuperar lo que se había perdido (Lc 19,10).
Volvemos así a algo que creo que ya había quedado insinuado: de lo
que se trata no es de razonar sobre la existencia o no de un Dios creador,
etc., sino de amar la creación de Dios. Y el ella, de una manera muy
particular, amar a los pobres hombres que tantas veces, por las malas
conductas de los humanos y contra voluntad de Dios, son objeto de injusticia,
de explotación, de miseria o de marginación.
Habrás oído que éste fue el mandamiento “nuevo”, singular, más
propio de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn
15,12). Porque, “quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios
a quien no ve” (1Jn 4,20). Lo que verdaderamente ilumina el corazón del
hombre no es mirarse al sí mismo y perderse en los propios razonamientos,
sino salir de sí mismo para mirar hacia fuera, hacia los demás.
Los
primeros que siguieron a Jesús lo creyeron así por la misma fuerza
irresistible que irradiaba él, por lo que de él veían y sentían y
experimentaban. Y los que luego, a lo largo de los siglos, han seguido
creyendo en él, lo han hecho por la misma fuerza intrínseca que de él
dimana, por la fuerza del Espíritu de Jesús, que es una realidad viva, no un
mero recuerdo de un muerto.
En otra ocasión quizás intente explicarte más detalladamente lo que
significa el misterio de “Dios con nosotros” y cómo se fue anunciando y
manifestando en los largos siglos de la historia humana hasta llegar a su
revelación definitiva en Jesús de Nazaret. Por ahora no me queda sino
invitarte a que procures que tu corazón jamás esté cerrado a la posible
manifestación de Dios, aunque ésta pueda ser en la forma más insospechada o
más incongruente con lo que de él hubieras pensado.
Y,
sobre todo, no ceses de pedir al Espíritu de Jesús que te de aquella luz y
aquella fuerza irresistible con que los Apóstoles llegaron a creer, más allá
de todo razonamiento y de toda duda, que Jesús es la revelación de Dios para
nosotros, con una revelación en la que aquel misterio inasequible y
“tremendo” se nos revela como el misterio del poder del amor
incondicionado que, siendo capaz de identificarse en el sufrimiento y aun en
la muerte con aquellos a quien ama, tiene poder para vivificarlos y hacerlos
participar de la vida que él tiene de por sí y que nadie le puede arrebatar.
Esto es lo que pido para ti, como para mí mismo.
Un
abrazo
Josep
Vives, S. J.