Fracaso práctico del anglicanismo
 
Fuente: Hombres que vuelven a la Iglesia, Epesa, Madrid, 1949
Autor: Rev Owen Francis Dudley (Inglaterra)
 
Se educó en la "Monmouth Grammar 
School" y en el "Lichtfield Theological College". En 1911 recibió las órdenes 
anglicanas. Ejerció su ministerio. en Westbury-on-Severn y St. John’s Limehouse. 
En 1915 se convirtió al catolicismo y fue ordenado sacerdote en 1917. Prestó 
servicio como capellán en la 41 División de fusileros del Ejército británico, 
durante la primera guerra mundial, en los frentes de Francia e Italia, siendo 
herido. En 1919 ingresó en la Catholic Missionary Society, de la cual es 
superior desde 1933. Dio conferencias por Inglaterra y Gales fomentando la fe, 
hablando en las iglesias, salones públicos y al aire libre. Entre sus obras 
sobresalen: "Will Men be like Gods?", "The Shadow on the Earth", "Deathless Army: 
Advance!.", "The Abomination in our Midst", "The Church Unconquerable", "The 
Coming of the Monster", "Human Happiness and H.G. Wells", etc.
Mi primer contacto con la Iglesia católica lo tuve en la escuela, al escupirme 
en la cara un muchachito católico-romano. Era mayor que yo; por eso tuve que 
aguantarme. Pero no olvidé que era católico-romano.
Más tarde volví a tener contacto con la Iglesia en una conferencia con 
proyecciones, a la que mi madre me llevó consigo. En el transcurso de la 
conferencia apareció en la pantalla un anciano con un gran sombrero y una larga 
sotana blanca. Entonces pregunté a mi madre quién era aquel hombre, a lo cual me 
contestó ella lacónicamente "el Papa de Roma". No sé por qué motivo, pero lo 
cierto es que me quedó la impresión de que había algo que no estaba en regla en 
el "Papa de Roma".
En la escuela aprendí, al estudiar la "Historia inglesa" (de la cual supe más 
tarde que no era completamente inglesa ni completamente historia), que no sólo 
en el Papa de Roma, sino en toda la Iglesia del Papa, había algo que no estaba 
en regla. Me formé la siguiente idea: Durante más de mil años había tenido el 
Papa bajo su poder a toda Inglaterra; más aún, no sólo a toda Inglaterra, sino a 
toda Europa. Durante este tiempo, la Iglesia "romano-católica" se había ido 
corrompiendo cada vez más, hasta que, por fin, casi había llegado a desaparecer 
completo el cristianismo primitivo, fundado por Jesucristo. Se adoraban ídolos 
en lugar de Dios. Por todas partes triunfaba la superstición. La educación y la 
ciencia faltaban por completo. Todo y todos estaban bajo el dominio de los 
sacerdotes.
Después leí cómo, al fin, había llegado la "gloriosa Reforma"; cómo la luz del 
astro matutino había esclarecido las tinieblas; cómo había sido desechado el 
yugo del Papa con todos sus enredos y perversidades; estudié el triunfo de la 
Reforma en Inglaterra; la restauración de las primitivas doctrinas de Cristo y 
del "Evangelio puro"; el progreso y el adelanto a partir del gobierno de la 
"buena reina Isabel" ("good Queen Bess"); la liberación de los espíritus de la 
servidumbre de Roma.
Todo esto lo aprendí como alumno de la escuela inglesa. Y lo creí todo.
Después hice una cosa que todos tenemos que hacer. Crecí. Y crecí sin dudar de 
la verdad de aquello que había oído.
Cuando fui mayor, decidí hacerme ministro de la Iglesia de Inglaterra. Con este 
fin, ingresé en una escuela de teología anglicana. Pero tengo que confesar que 
allí experimenté cierta perplejidad, pues no podía comprender qué era lo que 
tenía que enseñar como eclesiástico anglicano. Incluso era manifiesto para mi 
espíritu juvenil que mis maestros se contradecían hasta en las cuestiones más 
esenciales de la doctrina cristiana. Mis propios condiscípulos disputaban 
incesantemente sobre las más sencillas verdades de la fe. Acabé por abandonar la 
escuela bastante confuso. Tenía una ligera sospecha de que la Iglesia de 
Inglaterra no me había enseñado teología ninguna. Más tarde comprendí que no 
podía enseñar ninguna teología sistemática.
Durante los estudios teológicos fue también cuando por vez primera visité Roma 
durante las vacaciones. Al llegar allí sucedió que no fue otro aquel con quien 
me encontré, sino el mismo "Papa de Roma". Era el Papa Pío X, a quien llevaban 
en la sedia gestatoria hacia San Pedro. Pasó muy cerca de mí, y pude ver su 
rostro con todo detalle. Era el rostro de un santo. Después de todo lo que había 
oído de los Papas, no pude menos de pensar que este Papa había descubierto una 
manera de quedar bien, a pesar de ser Papa de Roma. Pero el acontecimiento hizo 
en mí una impresión profunda, más profunda de lo que entonces me figuré.
No me extrañaría nada que un joven sensible pudiera dejarse cegar por todo 
esto y sintiera deseos de hacerse católico-romano
Llevaba yo un diario sobre todo lo que veía en Roma, y escribí en él la 
siguiente nota: "No me extrañaría nada que un joven sensible pudiera dejarse 
cegar por todo esto y sintiera deseos de hacer católico-romano." Pero yo 
personalmente estaba ya, a mi juicio, inmunizado contra todas las seducciones de 
la Iglesia. ¡Naturalmente!
Como clérigo anglicano, trabajé primero en una parroquia rural. Pero, al 
terminarse el primer año, mi vicario y yo llegamos a la conclusión de que era 
mejor para nosotros separarnos, puesto que no estábamos de acuerdo sobre la 
verdadera esencia de la religión cristiana.
Mi inmediato campo de trabajo fue una parroquia en el "East End" de Londres, 
formada por recolectores de lúpulo y trabajadores del puerto. Fui allí con el 
mayor celo, decidido a incendiar el mundo. Mas pronto descubrí que la gran masa 
de los habitantes del "East End" no manifestaban el menor interés por la 
religión que yo anunciaba. De los 6.000 feligreses de la parroquia no aparecían 
por la iglesia más que un centenar o dos. En cambio, los locales de los 
lupuleros tenían siempre llenas sus salas de recreo. Esto daba lugar a noches 
magníficas con bailes y cantos entre el ruido ensordecer del organillo. Los 
lupuleros eran en extremo amables y afectuosos. Cada septiembre pasábamos con 
ellos ratos deliciosos en los campos de lúpulo de Kent. Era ésta una labor 
social; sin embargo, no podíamos auxiliar a la masa con la religión.
Influido por mi vicario, a cuyo juicio era yo, al principio, demasiado 
"protestante", empecé a "catolizar" (1) de firme. Comenzó por no gustarle el 
sombrero con que llegué—era grande y redondo—, y, después que el perro de casa 
se entretuvo en hacerlo trizas con sus dientes, me compré otro nuevo, que 
parecía "más clerical".
Durante cerca de dos años marchó todo bien y no sentí intranquilidad de 
conciencia a causa de la religión anglicana. Hasta qué punto estaba yo por este 
tiempo sinceramente convencido de que era "católico", es cosa que difícilmente 
podría medir ahora. En todo caso, era bastante "católico" para defender con 
ardor mi punto de vista frente a los "modernistas" y los clérigos de la "Low 
Church". Por el mismo motivo me irritaba el que una señora católico-romana me 
dijera cada vez que nos encontrábamos—un franciscano me había dicho lo mismo en 
los campos de lúpulo——que rezaba por mi conversión a la verdadera Iglesia. De 
buena gana les hubiera dicho yo que podían rezar hasta que sus caras se 
volvieran negras. Recuerdo también que, siempre que me encontraba con algún 
sacerdote católico-romano, tenía un sentimiento de inferioridad, y una sensación 
como si mi sacerdocio no fuera auténtico o, por lo menos, como si hubiera entre 
nosotros una diferencia inexplicable, pero esencial.
La primera inquietud nació en mí al no poder evitar por más tiempo ciertas 
desagradables realidades con que choqué en mi cura de almas como eclesiástico 
anglicano.
Un día estaba yo en casa de un obrero del puerto, que vivía frente por frente de 
la iglesia, pero que nunca se dejaba ver en ella. Aproveché la ocasión para 
preguntarle el motivo de esto. Su respuesta produjo en mí el efecto de un golpe 
de "K. O.". Vino a decir que él no podía comprender por qué había de dar más 
crédito a mis doctrinas que a aquellas que la "Low Church" predicaba en el 
próximo barrio. No pude darle ninguna contestación satisfactoria a la cuestión 
que me planteaba.
Probablemente ni me creía a mí ni al otro eclesiástico; pero, en todo caso, me 
había puesto en un aprieto. Mi colega y yo éramos ambos clérigos anglicanos, y 
cada uno de nosotros enseñaba precisamente lo contrario de lo que el otro 
predicaba desde el púlpito.
En mi interior me hice esta pregunta: ¿Por qué ha de creer nadie lo que yo 
predico? Y ésta otra:
¿Qué autoridad respalda mis predicaciones?
Por vez primera comencé a examinar con verdadera angustia las pretensiones de la 
Iglesia anglicana, y entonces comprendí que no podía continuar adoptando una 
actitud ciega ante hechos evidentes que hasta entonces había pasado por alto. 
Nuestra Iglesia estaba llena de contradicciones y partidos, cada uno de los 
cuales decía ser la Iglesia, mientras que todos, por su actitud, ponían en tela 
de juicio la pretensión general de constituir una parte de la Iglesia de Cristo. 
Por lo que hacia a la autoridad, podía creerse todo o nada, sin que los jefes 
eclesiásticos se preocuparan por ello. Se podía ser "anglo-católico" acérrimo y 
sostener todas las doctrinas de la Iglesia católica, excepto la molesta de la 
infalibilidad del Papa. Se podía ser "modernista" extremado y echar por la borda 
todas las doctrinas del cristianismo, siempre que se conservaran las expresiones 
cristianas. No había un solo obispo que hubiera pronunciado respecto a ningún 
partido un "no" o un "sí" categóricos. Más aún, los mismos obispos estaban tan 
disconformes como los partidos, y, si se mezclaban en los asuntos, eran desoídos 
por sus propios clérigos. Si el Espíritu Santo moraba en la Iglesia de 
Inglaterra, había que deducir lógicamente que El era el causante de la 
contradicción, pues cada partido apelaba a su inspiración.
Estas realidades me dieron a conocer el callejón sin salida en que me había 
metido y del que no veía la manera de escapar. Las dificultades que se 
amontonaron ante mí, parecíanme insuperables y, en efecto, lo eran.
Más tarde, después de mi conversión, se me ha preguntado con frecuencia como 
pueden los clérigos anglicanos, en tales circunstancias, perseverar de buena fe 
en sus puestos. A esto he contestado siempre: Están de buena fe. Hay un estado 
de ceguera espiritual que hace imposible ver con claridad ciertas realidades 
lógicas. En mi caso, aún esperé más de un año para empezar a obrar, después de 
haber reconocido estas realidades. Y estoy convencido de que en aquel tiempo 
obraba con sinceridad. Sólo aquellos que antes fueron protestantes saben cuán 
espeso es el velo, tejido de prejuicios, miedo y desconfianza con respecto a 
Roma, que impide todo tanteo en busca de la verdad.
Por esto tiempo, aproximadamente, vino a caer en mis manos un libro de cierto 
sacerdote católico, que antes había sido también clérigo anglicano y había 
tenido que luchar con las mismas dificultades que yo, para las cuales había 
encontrado solución en la Iglesia católica. "Pero la Iglesia católica no puede 
ser la solución", me decía yo. Ante los ojos de mi espíritu se alzaba todo lo 
que desde mis primeros años se me había dicho sobre ella: sus falsas enseñanzas, 
sus tergiversaciones de la doctrina de Cristo. Es cierto que la Iglesia católica 
abarca en la actualidad, como en el pasado, la gran mayoría de la cristiandad. 
Si lo que se me había enseñado estaba basado en la verdad, entonces la inmensa 
mayoría de los cristianos habían estado sumidos en el error durante casi dos 
milenios.
¿Podía Cristo consentir semejante mentira, una falsificación de tan tremenda 
magnitud? ¿Y esto en su nombre? O bien la Iglesia católica era una 
falsificación, o.. ¿O qué? 
Me compré libros católicos, para estudiar las doctrinas católicas, para conocer 
la Historia desde el punto de vista católico. Llegó un día en que me quedé 
pensativo y me pregunté: "¿Es verdad lo que el mundo afirma de la Iglesia 
católica? ¿O es verdad lo que dice la Iglesia católica de sí misma? ¿He luchado 
durante todos estos años contra un fantasma alimentado en mi imaginación por mis 
prejuicios y mi ignorancia?"
Comparé la unidad de la Iglesia con el desgarramiento existente fuera de ella; 
su autoridad, con la absoluta carencia de toda dirección autoritaria en la 
Iglesia a que yo pertenecía y cuyo ministro era; sus inflexibles principios 
morales con la vacilante moral oportunista del protestantismo inglés. Aquella 
Iglesia me parecía, cada vez más, una obra de Dios; la Iglesia anglicana, por el 
contrario, cada vez más, una obra de los hombres.
Al pasar un día ante la catedral de Westminster, entré en ella y me arrodillé 
por espacio de media hora ante el Santísimo Sacramento. Al salir, mi alma estaba 
conmovida hasta sus más hondas profundidades. Es imposible describirlo; pero, en 
la brevedad de aquella media hora, lo que hasta entonces había considerado yo 
como un problema se convirtió para mí súbitamente en un mandato. Un problema que 
debía ser solucionado, con el que no me estaba permitido jugar. Dentro de 
aquellos cuatro muros se abrió una infinitud ante los ojos de mi espíritu, una 
realidad ilimitada ante la que desapareció todo lo demás. Sí; esta Iglesia era 
diferente de aquella cuyo ministro yo era.
Volví a "East End" totalmente sobrecogido. Aquella noche me sentí como un 
extraño entre los lupuleros.
Durante semanas enteras anduve en un estado de inseguridad; irresoluto conmigo 
mismo, en la duda de si estaría obligado, en conciencia, a seguir adelante o no; 
abatido por el presentimiento de que podía ser verdad lo que "Roma" decía; de 
que mi "misa" acaso no fuera tal misa; de que mi absolución tal vez fuera 
inválida. Cuanto más rezaba, tanto más irreal me parecía mi sacerdocio.
Por fin me resolví a consultar a un hermano de ministerio, que pasaba por muy 
"católico" y al que yo tenía por muy sincero, lo cual ciertamente era, y que 
poseía una gran piedad. Tuve tres o cuatro entrevistas con él y el resultado fue 
para mí una confusión intelectual mayor que nunca, si bien en mi ánimo sentí 
cierto sosiego. Tuvieron que pasar meses para conocer que este sosiego no era 
auténtico, y que no me había movido a obrar la razón, sino motivos terrenos. El 
hecho es que aquellas conversaciones me habían dado una idea sobre el futuro, 
haciéndome ver lo que sucedería en caso de que me pasara a "Roma": la pérdida de 
mi empleo, de mis ingresos, de mis amigos. Con semejante paso, no sólo cortaría 
todos los puentes a mi espalda, sino que causaría la herida más profunda a mi 
padre y a mi madre. Más aún, incluso era dudoso que Roma aceptara mi sacerdocio. 
En todo caso, tendría que volver a empezar de nuevo, tal vez por el bautismo. ¿Y 
si la Iglesia católica no quería recibirme como sacerdote? ¿Qué sucedería 
entonces?
Todo mi ser se rebelaba contra tales consideraciones
Era imposible que se me exigiera semejante cosa. Me había dejado engañar por mis 
sentimientos. Había sido una trampa de Satán. No debía ser traidor a la Iglesia 
en que me habían bautizado. Dios me había colocado en la Iglesia de Inglaterra. 
Bendecía mis trabajos como propios de un siervo suyo. Me había concedido 
infinitas gracias.
Volví a sumergirme en mi trabajo. Y conseguí olvidar mis inquietudes 
temporalmente o, por lo menos, desechar el miedo que me atormentaba, hasta que 
una casual observación de un fotógrafo, un incrédulo, si no me equivoco, me 
demostró claramente la imposibilidad de defender la Iglesia de Inglaterra con 
una conciencia recta. Su observación vino a decir que, si el cristianismo se 
apoyaba en la verdad, era evidente que la razón estaba de parte de la Iglesia 
católica con su autoridad. Este fue el testimonio de un hombre que no pertenecía 
a ninguna Iglesia.
Fuera o no debido a1 fotógrafo, el caso es que mis temores volvieron a despertar 
súbitamente, y esta vez me resolví a tomar una determinación tajante en un 
sentido o en otro, sin tener en cuenta ninguna consideración terrena o material. 
El colega a quien había visitado me había hecho ver con claridad por lo menos 
una cosa: la oposición entre Roma y Canterbury; el punto cardinal de la 
discrepancia consistía en la pretensión de Roma a ser la institución doctrinal 
dotada por Dios de la infalibilidad, mientras que Canterbury rechazaba esta 
pretensión. Toda la cuestión giraba, pues, en torno a la infalibilidad, y lo 
demás era consecuencia de esto.
Así, pues, hice esta cuestión objeto de un concienzudo estudio. Estudié los 
padres de la Iglesia y los Concilios, en sus exposiciones de las doctrinas 
cristianas, vistas a la luz del entendimiento. Transcurridos algunos meses, 
llegué a la conclusión de que la Iglesia católica, por lo que se refiere a la 
Sagrada Escritura, a la Historia y a la razón, podía probar brillantemente su 
postulado de infalibilidad.
Es difícil, después de tantos años, recordar exactamente cómo persuadieron a mi 
inteligencia las diferentes pruebas, pero eran argumentos contundentes, tales 
como se presentan a todo aquel que está dispuesto a deponer toda prevención y 
todo prejuicio con relación a la Iglesia. Voy a intentar resumir con brevedad 
mis pensamientos.
La infalibilidad es nuestra única garantía de verdad en la religión 
cristiana.
En efecto, si yo en este momento no creyera en ningún magisterio infalible 
fundado por Dios, nada en el mundo podría moverme a creer en la verdad de la 
religión cristiana. Si las doctrinas del cristianismo, como sucede fuera de la 
Iglesia católica, dependen del juicio de los particulares y, por consiguiente, 
la religión cristiana está supeditada a las opiniones de los hombres, nadie 
tiene el deber de creer. ¿Por qué iba yo a imponerme deberes ante las opiniones 
de los demás? Al que rechaza la infalibilidad de la Iglesia, no le queda ya 
ningún otro criterio.
La infalibilidad significa, por tanto, lo siguiente: Si la Iglesia católica se 
pronuncia en materia de fe o de costumbres, si nos dice algo que debemos creer o 
hacer, entonces, y sólo entonces, la preserva Dios del error, de tal manera que 
no puede enseñar ninguna falsedad. La Iglesia es, por decirlo así, la boca de 
Dios, la voz divina, ¿seria posible que la voz de Dios dijera mentira? El 
protestantismo, que cree estar en posesión del Espíritu Santo, y en esta 
creencia defiende un caos de contradicciones, afirma de facto que Dios miente al 
hablar. Sólo la ceguera de la razón puede impedir a sus adeptos verlo así y 
confesar esta desagradable realidad. El entendimiento sano debería por sí solo 
inducir a todo hombre que piensa a detenerse ante el postulado de la Iglesia 
católica.
Es opinión general que la sumisión en materia de fe a una autoridad infalible 
equivale a una esclavitud; que a los católicos no les está permitido pensar por 
su cuenta y que cometen el suicidio intelectual. "Ningún hombre. culto, se dice, 
puede aceptar los dogmas medievales de la Iglesia." Pero a la luz de un 
entendimiento robusto y sano, se ve que esta sabiduría de nuestros "modernos 
pensadores" es una necedad, un método irracional y acientífico para conservar 
ciega a la masa ante las verdades católicas. Como quiera que las verdades de la 
fe son hoy las mismas que en el pasado, esta afirmación: "Ningún hombre culto 
puede someterse a lo que la Iglesia católica declara infaliblemente verdadero", 
o bien: "Ningún hombre culto puede someterse a un magisterio infalible en 
materia de fe", no tiene sentido alguno. De la fe en un magisterio infalible se 
deduce lógicamente la sumisión a la Iglesia, que afirma esta su infalibilidad.
He aquí la respuesta: "En nombre de la sana inteligencia, ¿por qué no?" ¿Por qué 
no había de someterse el hombre, si en todos los aspectos de la vida se somete a 
verdades infalibles? ¿Es acaso esclavitud o suicidio intelectual que un hombre 
reconozca la ley de la gravitación? ¿Acostumbran los hombres a saltar desde lo 
alto de una roca en la esperanza de que podrán tal vez sostenerse en el aire en 
vez de caer abajo? ¿Podría un hombre de ciencia ser hombre de ciencia, si no 
creyera, como creen todos los hombres de ciencia, en determinadas e inmutables 
leyes de la naturaleza, las cuales, por cierto, admite como infalibles? ¿No 
creen todos los matemáticos en la infalibilidad de la tabla de multiplicar y del 
axioma de Euclides? ¿No creen todos los hombres de negocios en determinados e 
inmutables principios sin los cuales sería imposible la vida económica? Si un 
hombre de negocios se permitiera en sus operaciones lo que se permiten en 
materia de religión los que se llaman "modernos", pronto haría una bancarrota 
tan completa como la que han hecho los "modernos" en lo que ellos aún siguen 
llamando cristianismo.
Se podrían citar innumerable ejemplos para demostrar que todos los seres 
pensantes, en todas las esferas de la vida, se someten a verdades infalibles. 
¿Es razonable o absurdo el afirmar que un hombre culto no debe someterse a 
ninguna verdad infalible en un solo punto, es decir, en el de la religión, 
siendo así que lo hace en los otros noventa y nueve casos?
Es evidente que la lógica está de parte de aquellos que se someten también en el 
caso centésimo, que es el más decisivo de todos. ¿Es signo de cultura someterse 
a las opiniones humanas en vez de someterse a la verdad revelada por Dios, cuya 
voluntad es que sea anunciada y recibida esta verdad, que sólo puede rechazarse 
bajo pena de condenación eterna? ¿Lo es preferir el modernismo con sus 
negaciones a los dogmas de la Iglesia, que tiene que ser infalible al anunciar 
el cristianismo, es decir, las verdades reveladas por Dios; que tiene que ser 
infalible cuando enseña la verdad, puesto que la verdad es infalible e 
inmutable?
Cuando estuve persuadido de que este único postulado de Roma, del cual dependía 
todo, estaba de acuerdo con la verdad, me resolví a exponer los motivos que 
hacían imposible mi permanencia en la Iglesia de Inglaterra a uno o dos hombre 
doctos, destacados entre su clero. Lo hice y, por lo que puedo recordar, sus 
"refutaciones" no me causaron impresión alguna. Si bien dichos señores estaban 
muy por encima de mi en la ciencia, poseía yo saber y lógica suficientes para 
comprender que, a pesar de las citas de San Agustín, San Cipriano y otros, cuyas 
doctrinas se exponían arbitrariamente, a capricho del lector y no según el deseo 
del autor, no podía romperse la gran cadena de pruebas en favor del punto de 
vista católico, tomadas de la Sagrada Escritura y de la Historia. Cosa es 
sobremanera extraña que sabios de fama se atrevan a combatir con argumentos 
gastados, como ellos mismos sinceramente tienen que conceder, las mayores y más 
efectivas pruebas.
La pregunta acerca de mi salida de aquella Iglesia que, como evidentemente 
demostraban sus contradicciones, no poseía ninguna autoridad divina, no encontró 
respuesta satisfactoria. Se adujeron todos los imaginables argumentos ad 
hominem: "sentimientos aletargados", "fiebre romana", "suicidio 
intelectual", "traición a la Iglesia en que había sido bautizado", "perversidad 
de Roma". etc. Había leído ya todas estas "objeciones" y me habían parecido 
falsas. Las grandes realidades de la Iglesia católica seguían inconmovibles.
Y estas realidades pedían sumisión.
Desde que me hice católico, se me ha preguntado repetidas veces cuáles fueron 
mis motivos para abandonar la Iglesia de Inglaterra, y con mucha frecuencia, 
aunque no se decía expresamente, se quería dar a entender que mis motivos no 
habían sido razonables. Es opinión casi general que los conversos son "apresados 
o capturados por los sacerdotes romanos" de alguna manera misteriosa. Yo 
quisiera convencer a todos los no católicos que leen estas líneas de que los 
conversos no son "apresados" ni "capturados". En toda mi vida, apenas si había 
yo hablado antes con un "sacerdote romano". Sólo después de estar ya convencido 
visité, por mi propia iniciativa, a un oratoriano de Londres. Es indudablemente 
cierto que yo mismo, al dirigirme hacia la Iglesia católica tenía en mí confusos 
sentimientos y estaba en la creencia de que yo era "una magnífica presa" y de 
que el sacerdote se iba a alegrar enormemente al cazar con vida a un clérigo 
anglicano.
Pero, nada de esto. El sacerdote me recibió con la mayor tranquilidad. No mostró 
la más pequeña excitación. 
No se frotó las manos, ni se puso nervioso. Más aún; parecía, incluso, corno si 
no me considerara una "presa" especial. Contesto a mis preguntas y me invitó a 
que volviera a visitarlo, si así lo deseaba. Y nada más. Cuando marché, me 
consideraba yo mismo como un enano.
De esta entrevista aprendí muchísimo. Fue cosa diferente de una conversación con 
sabios anglicanos. Para el sacerdote mi caso no tenía, en sí mismo, nada de 
difícil. Mis preguntas no le ocasionaron ninguna de esas "dificultades" que es 
necesario evitar con rodeos. Más aún; creo, incluso, que su franqueza con 
relación a lo humano dentro de la Iglesia me dejó maravillado. Todo aquello que 
tan dolorosas y terribles luchas me había costado le pareció tan claro que yo 
mismo me extrañé, pensando porqué no me había parecido siempre igualmente claro.
La entrevista me permitió conocer, además, que el paso a la "Iglesia romana" era 
aún de mayor interés que el transbordar, en un mar agitado, desde una pequeña 
canoa a un gigantesco trasatlántico. Sería el regreso al reino de Dios en la 
tierra, a la Iglesia católica, que es la que representa este reino de Dios. No 
fui yo, por consiguiente, quien le concedió una prerrogativa a ella, sino ella a 
mí. No me hice yo católico, sino que la Iglesia hizo un católico de mí. Una 
cierta instrucción, un tiempo de prueba, tendría naturalmente que preceder, y, 
como acto final, vendría después la sumisión a una autoridad viva, a la 
autoridad viva de Dios en la tierra.
Acerca de esto, tengo la sensación— ¡ ojalá me equivoque !—de que algunos que no 
han llegado a someterse nunca a la Iglesia, se han visto en la misma situación 
en que yo me encontraba espiritualmente después de haberme puesto en relación 
con el sacerdote; son aquellos que llegaron hasta la puerta de la Iglesia, sobre 
la cual vieron grabada, con todo su inexorable alcance, la palabra "Sumisión", y 
se echaron atrás. ¿Podrán éstos olvidar jamás, durante su vida, que han mirado 
cara a cara a su Madre, y que se han alejado de ella?
Si el entendimiento se somete, pronto lo hará también la voluntad
Una vez que la inteligencia se ha convencido, todo depende del hombre y de la 
gracia de Dios. La conversión significa, efectivamente, la incondicional 
sumisión de la voluntad a Dios; y esto no es ninguna pequeñez para un 
protestante porque su orientación espiritual está determinada por sus 
inclinaciones, y él está acostumbrado a su religión, que cuesta poco y tolera 
las opiniones particulares; por eso no puede soportar que se le diga lo que ha 
de creer y hacer, pues, en virtud de su posición espiritual, admite todo lo 
demás, pero no la sumisión incondicional en el aspecto religioso. No quisiera 
herir los sentimientos de nadie; pero estoy convencido de que el pensamiento de 
la sumisión a una Iglesia que la exige está completamente alejado de la mayoría 
de las mentes anglicanas. Aquí radica, aunque tal vez inconscientemente, el 
principal obstáculo para la conversión. Cuando el anterior arzobispo de 
Canterbury declaró que ni él ni los adeptos a la Iglesia de Inglaterra entrarían 
jamás por una puerta que llevara escrita la palabra "Sumisión", no hizo más que 
dar expresión a la actitud de todos los protestantes en general. Seguramente no 
sospechaba que la sumisión a la Iglesia católica es equivalente a la sumisión a 
Dios.
No considero mi sumisión como mérito mío. Por el contrario, tengo que hacerme el 
reproche de haber dudado tanto tiempo y de haber sido excesivamente cobarde 
antes de dar el paso decisivo.
Cuando, movido por la divina gracia, me resolví al fin, sólo me quedaba una cosa 
que hacer. Comuniqué mi decisión a mi vicario, recogí mis bártulos y abandoné "East 
End". Se me instruyó en el convento de los oratorianos de Londres y allí fui 
recibido más tarde en la Iglesia.
Quiero añadir aquí, que, tanto mi vicario protestante como mi sucesor en el 
cargo de párroco, han llegado a ser sacerdotes católicos.
"Bien, ¿y qué es lo que ha encontrado usted en la Iglesia?"
Lo que esperaba encontrar en ella.
Se me había dicho que los católicos anteponían la Iglesia a Cristo, el cual 
venía en segundo lugar. Yo encontré, por el contrario, que la Iglesia me unió 
con Cristo tan estrechamente como sólo ella puede hacerlo; que Cristo es la 
sustancia de la Iglesia, la cual vive por él y para él, con el único anhelo de 
poner a todos los hombres en contacto vivo con él.
Se me había dicho que, en caso de conversión, mi espíritu sería esclavizado y 
violentado mi entendimiento, y que ya no podría pensar independientemente. Pero 
me encontré con lo contrario. La Iglesia me coloca en el suelo firme de la 
verdad, apoyada en el cual, mi corta inteligencia puede elevarse hasta las más 
sublimes alturas. He encontrado la verdad que hace a los hombres libres.
Se me había dicho que en la Iglesia católica toda vida se paraliza. Pero yo 
encontré que la misma vida de Dios se hace sentir en los latidos del cuerpo 
místico de Cristo. Fue como si de una habitación oscura saliera a lo alto de un 
monte donde todas las brisas del cielo juguetearan en torno a mí. 
He encontrado la vida.
En lugar de una penosa esclavitud espiritual, como se me había profetizado, 
encontré una amorosa Madre que se compadeció de todas mis humanas miserias. En 
lugar de corrupción, insospechada santidad.
Ciertamente, también encontré pecadores en la Iglesia. Porque la Iglesia de 
Cristo no hace añicos la caña quebrada ni apaga la mecha que aún humea. 
Siguiendo el ejemplo de su Maestro, procura salvar lo que estaba perdido. Es 
bastante magnánima y bastante compasiva para tolerar en su seno incluso a los 
pecadores; si no fuera así, dejaría de ser la Iglesia de Cristo.
En lugar de odio, encontré compasión por los hermanos disgregados, por las 
ovejas sin pastor, y sentí el deseo de que todos éstos se asomaran al corazón de 
aquel que los hombres llaman Papa, Pastor y Representante de Cristo; porque 
entonces verían no un tirano hambriento de dominio y ansioso de poder mundano, 
sino un padre amoroso, que es amado por sus hijos como no lo es ningún hombre en 
la tierra.
He encontrado el reino de los cielos en la tierra, la ciudad de Dios. Aquella 
ciudad que "no necesita del sol ni de la luna para su iluminación; porque la 
ilumina la magnificencia de Dios, y su luminaria es el Cordero."
1) Dado su origen anglicano, el Padre Dudley emplea aquí algunas expresiones que 
es necesario explicar un poco. La Iglesia Anglicana surgió en tiempos de la 
Reforma Protestante (s. XVI) en Inglaterra cuando el hasta entonces rey católico 
Enrique VIII rompió con Roma y se declaró cabeza suprema de la Iglesia inglesa, 
separándola así de la Iglesia católica por primera vez en la historia inglesa. 
Ha quedado en una posición en cierto modo "intermedia" entre el catolicismo y el 
protestantismo. Mientras que por un lado rechaza la autoridad del Papa, y en eso 
coincide con el protestantismo, por otro lado acepta el episcopado, los 
sacramentos, la Tradición, etc., en lo que se acerca más al catolicismo que el 
protestantismo en general. Así sucede que existen en ella como dos partidos o 
sectores: la "High Church", más cercana al catolicismo, cuyos miembros se 
denominan aquí "anglocatólicos", y la "Low Church", más protestante, a cuyos 
miembros se denomina aquí "modernistas" y "protestantes". Los "anglocatólicos", 
por su parte, se denominan a sí mismos "católicos", como se ve en este texto un 
par de veces, puesto que consideran que la Iglesia anglicana, la Iglesia 
católica romana, y la Iglesia ortodoxa oriental, son "tres ramas" igualmente 
válidas de la única Iglesia Católica de Nuestro Señor Jesucristo. Como se puede 
ver en el trabajo sobre J.H. Newman que presentamos también esta hoja, fue el 
derrumbamiento, en su espíritu, de esta teoría de las "tres ramas" lo que 
determinó que el gran sabio inglés se convirtiera al catolicismo romano. Algo 
semejante ocurrió con el P. Dudley como podemos leer aquí.
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