Gentileza
de http://www3.planalfa.es/cisterc/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
Monasterios
ayer, hoy y
mañana:
Caminos de Mística y Contemplación
Francisco
Rafael de Pascual, ocso,
Abadía
Cisterciense de Sta. Mª de Viaceli,
Ávila,
noviembre de 2000.
Permítanme que empiece esta exposición con la oración con que Thomas
Merton clausuró el “Primer Encuentro Espiritual” de monjes de Oriente y
Occidente en Calcuta en 1968:
Voy a pedirles a todos que permanezcan de pie y que se den la mano por un
momento. Pero primero démonos cuenta de que estamos tratando de crear un nuevo
lenguaje de oración, y este nuevo lenguaje ha de brotar de algo que
trascienda todas nuestras tradiciones y surja al exterior a través de la
mediación del amor. Ha llegado el momento de separarnos, conscientes del amor
que nos une, a pesar de las divergencias reales y de las fricciones
emocionales... Las cosas que están en la superficie son nada, lo que está en
lo profundo es lo real. Somos criaturas del amor.
Vamos, por tanto, a unir nuestras manos, como hicimos antes, y yo trataré
de decir algo que surja de lo más profundo de nuestros corazones. Les pido que
traten de concentrarse en el amor que hay en ustedes, y que está en todos
nosotros. No sé exactamente lo que voy a decir. Voy a guardar silencio durante
un momento y luego diré algo...
¡Oh Dios! Somos uno contigo. Tú nos has hecho uno contigo. Tú nos has
enseñado que si permanecemos abiertos unos a otros tú moras en nosotros. Ayúdanos
a mantener esta apertura y a luchar por ella con todo nuestro corazón. Ayúdanos
a comprender que no puede haber entendimiento mutuo si hay rechazo. ¡Oh Dios!
Aceptándonos unos a otros de todo corazón, plenamente, totalmente, te
aceptamos a ti y te damos gracias, te adoramos y te amamos con todo nuestro ser,
porque nuestro ser es tu ser, nuestro espíritu está enraizado en tu espíritu.
Llénanos, pues, de amor, y únenos en el amor conforme seguimos nuestros
propios caminos, unidos en este único Espíritu que te hace presente en el
mundo, y que te hace testigo de la suprema realidad que es el amor. El amor ha
vencido. El amor es victorioso. Amén.[1]
El haber podido hablar al final de haberlo hecho los demás ponentes me
ha permitido enriquecerme con todo lo dicho hasta ahora, y, además, agradecer
las hermosas ideas que han sido expuestas. He querido leer esta oración de
Thomas Merton porque responde a mis sentimientos en este mismo momento.
Precisamente hace muy poco ha salido un excelente libro[2] que ilustra muy bien cómo
se han enriquecido mutuamente las tradiciones monásticas a lo largo de los
siglos, y cómo todas ellas, en sus orígenes, apuntan a los mismos objetivos y
cómo llaman de forma distinta a las mismas experiencias interiores, cómo
distinguen y señalan pasos muy semejantes en la vida y progreso espiritual.
Sobre este tema hablaremos más adelante.
Introducción.
El
título de esta conferencia, y el hecho de que sea pronunciada en este Congreso,
y en el lugar que fue el ámbito privilegiado de contemplación de una comunidad
monástica Cisterciense (y que durante cuatro siglos ha sido el lugar de ocio
ocupado en la contemplación y reposo
mortuorio de una gran mística abulense –María Vela (1561-1617)-, se
debe, fundamentalmente, a que los monasterios han sido en el pasado, lo son hoy
y lo serán en el futuro, lo creo firmemente,
caminos de contemplación, talleres de mística y espacios de libertad
espiritual que han dejado y dejarán en la literatura espiritual, la historia
del arte, la hagiografía y la sociología páginas de gran importancia.
Pero lo que caracteriza a los monasterios no son sólo éstos en sí
mismos, fábricas arquitectónicas impresionantes –algunos de ellos, otros de
la más recatada modestia- o el que
hayan sido renombrados por las grandes actividades, materiales o espirituales,
desarrolladas en ellos y que los hecho famosos; los monasterios son también
notables en virtud de las personas que han habitado en ellos, o los habitan. Y
aunque haya o haya habido cientos de monasterios que no han merecido ni merecen,
de momento, ni siquiera unas líneas en la historia de la espiritualidad y de la
mística, todos ellos han tenido y tienen su razón de ser, y estar,
y ha habido y hay en ellos muchas personas empeñadas en la noble tarea
de la mística y de la contemplación.
Muchas obras de la mística cristiana han sido elaboradas en
monasterios, y recogen la experiencia espiritual de hombres y mujeres empeñados
no sólo en vivir sino también en manifestar su itinerario espiritual.
Por todo esto creo que está justificada una ponencia en este Congreso
que ofrezca un testimonio como el que trato de ofrecerles.
No bastará con reflejar la influencia de la historia y la simbología
de la vida monástica cristiana en la historia de la mística. Habrá que dar un
paso más y ver si en el siglo XXI aún esa historia y simbología siguen siendo
válidas y viables.
“Ayer ‘el público’ solía
ver en un monasterio una academia de eruditos, o una granja modelo. La definición
humorística de Dom Butler resumía bastante bien estos aspectos: ‘Un club de
terratenientes, cultos, solteros y piadosos...’ Hoy, determinado público ve más bien en el monasterio un
conservatorio litúrgico, donde se puede nostálgicamente volver a vivir los años
pasados ‘a la búsqueda del tiempo perdido’... Otros desearían que los
monasterios fueran centros de convivencias espirituales, hogares ampliamente
abiertos material y espiritualmente. Pero para saber lo que son los monjes y lo
que es un monasterio es preferible interrogar a la tradición monástica”[3],
semilla potente hace veinte siglos y árbol frondoso a lo largo de los tiempos
plagado de flores y frutos... y hojas que caen, también es cierto.
No se tratará en estas líneas de elaborar o describir una historia
del monacato ni de la evolución espiritual del mismo. Forzosamente hemos de
reducirnos a unos temas estelares y más significativos dentro de la rica y vastísima
tradición espiritual.
Además, el mundo monástico es tremendamente prolífico en su propia
crítica interna y en su propio análisis cualitativo con relación a su
capacidad de adaptar a los tiempos su ideal contemplativo y místico[4],
su permanente confrontación con la cultura envolvente[5]
y los desafíos de la sociedad contemporánea[6].
Se encontrarán al final de estas líneas unos apéndices bibliográficos
que tratan de reforzar las ideas aquí expuestas y eventualmente servir de guía
de información y estudio a los más interesados en este tema que nos ocupa. No
sé si serán publicados en las Actas de este Congreso, pues comprendo que son
largos.
1.
El monacato primitivo y sus ideas, personas y ambientes. Su expansión.
“El
monacato cristiano, desde sus mismos principios, aparece como un fenómeno
extremadamente complejo, y se cometería una simplificación lamentable si se
atribuyeran sus orígenes a una sola causa... no sabemos quién fue el primer
monje...”.[7]
Lo que sí sabemos es que san Atanasio nos presenta la vocación monástica
de Antonio como la vocación monástica típica.[8] Sin duda alguna comienza
aquí la tradición monástica escrita y oral de la vida monástica cristiana de
Occidente. Esta tradición literaria y espiritual estará ya teñida, desde sus
mismos orígenes, de profunda ingenuidad en sus relatos, de simbología bíblica
y de pedagogía mística, como sucede en todas las tradiciones espirituales del
antiguo Oriente.
El siglo III de Occidente fue un período de la historia del imperio
extremadamente atormentado y violento, lleno de calamidades y sufrimientos, crímenes
impunes y corrupción moral. Una burocracia sin entrañas tiranizaba a los
ciudadanos y cerraba el paso a todo progreso político. Un empobrecimiento
general y progresivo ponía obstáculos insuperables al espíritu de empresa.
Las ciencias estaban estancadas. En suma, Occidente parecía afectado de una
irremediable decadencia. Ninguna esperanza terrestre iluminaba la vida. ¿Qué
refugio quedaba al hombre sino el de la religión, la esperanza de un mundo
futuro en que todas las injusticias del presente serían reparadas?
Hoy quizá, y en otras épocas de la historia igual, podríamos afirmar
cosas semejantes.
a)
El
monje y su soledad.
El primer gran tema espiritual –que responde a un hecho real- en el monacato primitivo es el la “huida al desierto” (o la “fuga mundi” de la tradición latina y medieval). Y ese gesto cobra una importancia capital en la búsqueda espiritual y mística de los monjes. A lo largo de las edades y los tiempos se ha visto y vivido en formas diferentes, pero siempre con el denominador común de que en esa decisión de “partir al desierto” se encuentra en germen todo el contenido de la aventura espiritual. En el primer apéndice de este trabajo podemos ver el sentido de lo que significa “ir al desierto” en el monacato cristiano[9] (Ver Apéndice I, a).
Con la Vita Antonii san Atanasio establece los principios de una “espiritualidad monástica” que se irá desarrollando poco a poco, pero que contiene, en germen, una serie de temas que se harán clásicos en el monacato: la llamada a la renuncia por el Evangelio, la espiritualidad del desierto[10], la tentación y el combate espiritual[11], y, finalmente, la influencia carismática del monacato en el pueblo de Dios.[12]
Antonio, como otros muchos monjes que le siguieron, llega tras su largo caminar a la montaña interior[13], a la soledad sin contornos. Y siente la paz y la satisfacción de haber encontrado un lugar, su lugar en el mundo (vocación). Vive en una soledad acogedora, saturada de frescor, reconciliado con Dios, consigo mismo y con el mundo. Su alma está serena, goza de la libertad que fluye de la pureza del corazón[14], y vive según la naturaleza.
Este es el ideal del monacato cristiano, ayer, hoy, y lo será, sin duda, mañana. Aunque siempre bajo diferentes formas y sometido a las correspondientes influencias culturales.
b)
El mundo mágico y místico del “desierto”.
Hablar de monjes en el desierto es rememorar la “historia lausiaca”, detenerse embobado con los “dichos de los Padres del desierto”, y huir apresuradamente de los mil demonios pobladores de las “soledades pobladas de aullidos...”
Además de su legado de instituciones y ejemplos de santidad, el monacato egipcio dejó a la posteridad una rica bibliografía de la vida espiritual. En primer lugar tenemos 1os consejos de los famosos anacoretas, los “dichos de los padres” conservados en tres colecciones diferentes. En general son sentencias breves y piadosas, muchas de las cuales se han convertido en frases hechas de la vida ascética y mística cristiana universal. Luego tenemos la Historia Lausiaca,[15], relato de la visita a Nitria y otros monasterios realizada en el año 400 por el griego Paladio (ca.363-ca.431). Finalmente encontramos las Instituciones y Conferencias[16] de Juan Casiano, escritas en 415-429. Casiano, natural de Escitia y discípulo de Juan Crisóstomo de Constantinopla y del papa León el Grande de Roma, vivió durante quince años con los anacoretas y presentó su doctrina en una serie de capítulos a los monjes de Lerins, en Provenza. Los eruditos siguen estando en desacuerdo en cuanto a la fidelidad con que Casiano registra, durante veinte años, las largas disquisiciones a las que vincula nombres de célebres “abades” y monjes. No solamente están escritas en un estilo elocuente, sino que algunas contienen doctrinas y frases de Evagrio de Ponto (345-399), y una de ellas es claramente una controversia contra la enseñanza de San Agustín sobre la necesidad de la gracia inicial antes de la buena acción. A pesar de todo, probablemente son la cristalización de la mayor parte de cuanto Casiano escuchó en Egipto y Siria, y en todo caso se convirtieron en un clásico sin rival en el monacato occidental. La Regla de San Benito está llena de citas de las Conferencias, las cuales eran leídas todas las noches antes de completas en los monasterios medievales. También fueron un vade mecum de santos tan diferentes como Tomás de Aquino y Teresa de Avila.
Los
dichos de los padres[17]
suelen ser breves párrafos que recuerdan una frase o una anécdota. Algunos se
refieren a proezas ascéticas o espirituales de aquellos pioneros de la vida monástica.
No tenemos tiempo ni espacio para citar algunas puramente deliciosas, y ante las
cuales nos damos cuenta de que estamos ante auténticas fuentes de sabiduría
espiritual (Ver apéndice I, b).
Quizá no se arriesgado decir que aquí se pueden enumerar las cuatro
categorías fundamentales de la contemplación y la mística del desierto: ensimismamiento,
desprendimiento, discreción, iluminación. Con Evagrio aparece la
contemplación intelectual.
Quedaría otro tema capital que no debe olvidarse, paraíso
y vida angélica, o el sentido escatológico de la vocación cristiana y de
la vocación monástica.[18]
c)
La expansión a Occidente.
De los remotos orígenes del monacato cristiano tenemos una pintura estilizada que se va transmitiendo de generación en generación. Los primeros ermitaños se retiraron al desierto de Egipto (presionados por las persecuciones de Decio); luego, poco a poco se reunieron en colonias; un monje llamado Pacomio[19], gran organizador, agrupó estas colonias en Cenobios. San Basilio reformó el cenobitismo pacomiano; entre tanto, el monacato copto se había propagado a través de todo el mundo cristiano. Pero todo esto, que parece tan sencillo, es también extremadamente complejo[20].
Aquí es donde ya habríamos de hacer un largo recorrido histórico: partir del monacato egipcio en su doble vertiente anacorética y cenobítica, ir al monacato siríaco y conocer a “los hijos e hijas de la alianza”, y recorrer con ojos atónitos Palestina, Sinaí, Persia, Armenia y Georgia. El movimiento monástico de Asia Menor y Constantinopla, hasta llegar al desembarco de los monjes en Roma, las Galias y la Península Ibérica, las Islas Británicas...[21]
Ciertamente, en algo más de un siglo Egipto y los países ribereños del Mediterráneo oriental dieron a la Iglesia la vida monástica en sus rasgos esenciales y en todas sus diversas formas desde la vida solitaria y ascética, hasta la laboriosa y moderada institución de Pacomio, y las obras caritativas de Basilio. Durante este breve período de tiempo se construyó el armazón interior de la vida monástica, el esquema detallado de las plegarias públicas, la guía práctica y ascética de cualquier “orden” posterior, y en los “dichos” (apotegmas) de los padres y los escritos de Evagrio y Casiano quedaban trazadas las líneas fundamentales de una teología mística que iba a convertirse en tradicional.
Aquellos cuyo conocimiento del monacato se limita principalmente a la vida religiosa de la Alta Edad Media difícilmente evitan la impresión de que la primitiva vida monástica fue algo rudo, creado entre poblaciones primitivas y de visión simple y toscas maneras. En cambio, el conocimiento de los orígenes monásticos nos enseña que de hecho esa vida implicaba la sociedad civilizada y complicada del bajo imperio, cuyas cabezas y legisladores provenían de las clases dirigentes y de los teólogos. Un eminente historiador del siglo IV, Henri Marrou, recientemente ha señalado que de los aproximadamente doce «Padres» griegos y latinos más sobresalientes, todos, menos Ambrosio, fueron monjes. Este hecho solo demuestra que el monacato, así como en su sentido verdadero es una huida del mundo, en su radiación es también profundamente cristiano y católico.
El monacato se extendió, pues, por toda la mitad oriental del Imperio romano durante el último siglo de su unidad. Ningún apóstol le llevó a Italia y a Occidente, ni le introdujo ninguna colonización oriental ni ningún acto de los obispos o de las autoridades civiles. Se fue extendiendo poco a poco y esporádicamente, igual que una planta brota de semillas arrojadas al azar. El agente más eficaz en la captación de adeptos fue San Atanasio, que pasó las dos primeras quintas partes de su exilio en Occidente. En la primera de ellas estuvo en Tréveris (335-337), capital efectiva del imperio occidental, y en la segunda en Roma (339-346). Por todas partes adonde iba cantaba las alabanzas de los monjes egipcios y su Vida de Antonio fue un clásico cristiano en su época. El fermento iba introduciéndose poco a poco y en círculos diferentes: en Roma, donde Jerónimo, secretario del papa Dámaso y monje, dio a conocer la vida monástica y formó .un devoto grupo de damas principales que más tarde (385) formaron parte de la colonia monástica que se constituyó a su alrededor en Belén y Jerusalén; en Tréveris (con toda probabilidad) Atanasio mismo y en Milán, Ambrosio, el obispo, fundaron monasterios. Agustín, a quien debemos una preciosa descripción de esos comienzos, adoptó la forma de vida monástica para él y sus compañeros como si fuera el resultado natural de una seria conversión, y cuando fue obispo reunió a su clero alrededor de él en un grupo casi monástico. Estos. dos ejemplos anticipan las comunidades posteriores de canónigos en las catedrales y otras iglesias, aunque no sean su origen directo. La llamada Regla de San Agustín, adaptación de finales del siglo y a las cartas del santo para guía de las monjas de su hermana, no fue seguida por ninguna comunidad en la Alta Edad Media.
La línea de difusión de la vida monástica se desplaza más rápidamente por la orilla septentrional del Mediterráneo hacía Lerins y Marsella (400-440). La primera de estas poblaciones es la patria de Juan Casiano, viniendo en este caso la inspiración directamente de Oriente. En la Galia en general, donde la civilización romana, medio cristianizada, se encaminaba hacia su ocaso en medio de los placeres y la literatura, la mayoría de los obispos y señores rurales veían con malos ojos a los monjes. Sin embargo, el futuro era suyo.
A finales del siglo IV, Martín, obispo de Tours (+397)[22], fundó un grupo de ermitaños primero en Ligugé, cerca de Poitiers, y después en las orillas del Loira, en Marmoutier. De ahí la vida monástica se extendió por la Galia central y occidental y de aquí paso, como las chispas de un incendio forestal y por un proceso inadvertido por los cronistas, a las regiones celtas de las Islas Británicas. Allí, en Cornualles y Gales, y aún más notablemente en Irlanda, se expandió rápidamente un monacato de tipo radicalmente eremítico, del año 540 al 600 que se convirtió en el elemento dirigente no sólo de la Iglesia, sino de la sociedad. El ideal primitivo se sigue manteniendo, con todo, y vemos ahora cómo se expresa un monje celta.
Tengo una choza en el bosque,
nadie lo sabe salvo el Señor, mi
Dios;
una pared es un fresno, la otra
un avellano,
y un gran helecho hace de puerta.
Los batientes son de brezo,
y el dintel de madreselva;
y el bosque virgen de alrededor
da bellotas para cerdos bien
alimentados.
Este es
el tamaño de mi cabaña: la cosa más pequeña;
hogar
entre senderos bien hollados;
una
mujer (pero vestida de mirlo y parecida a él)
trina
dulcemente desde su alero.[23]
Se trata aquí de un monje solitario, como tantos ha habido; empeñado,
al parecer (pues no se olvida de los “senderos bien hollados...”), en la búsqueda
espiritual por cuenta propia, sin el apoyo de otros y sin las seguridades de un
monasterio. Es el ideal “holístico” de la vida monástica. Es la búsqueda,
posiblemente, del “arquetipo monástico universal”.[24]
Pero junto al monje
solitario en el bosque, también estaba el solitario en su celda monacal,
preocupado por otros afanes, e inmerso en una búsqueda espiritual más
compleja, embarcado con otros monjes y participando con ellos de actividades de
tipo cultural, social y aspostólicas (que es lo que ha caracterizado a los
monasterios de Occidente). Oigámoslo en este delicioso poema:
Yo y
Pangur Bán, mi gato /
estamos juntos en nuestra tarea /
él se deleita cazando ratones /
y yo paso la noche cazando palabras.
Mucho mejor que las alabanzas de los hombres /
es el sentarse con un libro y una pluma. /
Pangur no tiene nada en contra mía /
y él también se aplica a su sencilla habilidad.
Alegra ver /
lo contentos que estamos con nuestras tareas /
y cómo sentados en casa /
encontramos ocupación para nuestra mente.
A veces un ratón se cruza /
en el camino del héroe Pangur; /
a veces mí agudo pensamiento /
pesca un sentido en su red.
Fija en la pared su mirada /
penetrante y fiera, aguda y astuta; /
Yo, contra la pared del conocimiento /
pruebo mi corta sabiduría.
Cuando un ratón sale disparado de su escondrijo /
¡qué contento se pone Pangur! /
¡Y qué satisfacción experimento yo /
cuando resuelvo las dudas que me apasionan!
Así nos aplicamos pacíficamente a nuestras tareas /
Pangur Bán, mi gato, y yo; /
En nuestras artes encontramos nuestra dicha, /
yo tengo la mía y él la suya.
La práctica diaria /
ha hecho a Pangur perfecto en su
oficio; /
Yo adquiero sabiduría día y noche /
al convertir las tinieblas en luz.[25]
Aquí aparece otra de las características del monacato: la búsqueda
intelectual de la sabiduría, y el monje “instalado” en un monasterio. Hasta
llegar en nuestros tiempos al mismo monje que cotiza a la seguridad social y
espera una pensión de jubilación del estado.
Una de las características del monacato celta fue su predilección por
el exilio (peregrinatio) como forma de renunciación, mediante el cual los monjes se
desplazaban a tierras extranjeras llevando a ellas la fe cristiana y la vida monástica.
En Islandia, la isla occidental de Escocia, Bretaña, la Europa central basta
Ratisbona y Viena por Oriente y por el Sur hasta Bobbio, en Lombardía, hubo
establecimientos de monjes irlandeses (Scotti) que llevaron
consigo su cultura y su regla, plasmados en pinturas y manuscritos que se
conservan en los museos y bibliotecas de Europa. Entre otros peregrinos sobresalen
por su santidad e influencia Columba (521-597) fundador de Iona y apóstol de la Escocia occidental, y Columbano
(540-615) que abandonó su tierra natal y después de varias etapas llegó a
las montañas de los Vosgos, donde fundó Luxeuil (c. 590). Veinte años más tarde, una serie de aventuras le llevaron a través
del Rhin y los Alpes y terminó sus días en Bobbio. Columbano dejó una regla más
austera que las contemporáneas del monacato mediterráneo, con severos ayunos
y un feroz código penal; pero el núcleo de su monacato no era la regla sino el
abad, y a través de la serie de monasterios fundados o influidos por él, la
voluntad del abad, expresada de forma diferente según fuera éste, fue el
principal origen de la vida monástica.
Mientras tanto, y a veces por medios que pasan inadvertidos a los historiadores,
los monasterios de Lérins, Marmoutier y Luxeuil, extendían su enseñanza por
toda Francia y por lo que ahora se conoce como 1os Países Bajos.
Al mismo tiempo las ermitas y pequeños monasteriós se multiplicaban
en Italia. No habla organización, cabeza dirigente ni regla influyente, y los
monjes errantes eran una molestia frecuente[26].
La mayor parte de los monasterios mayores tenían probablemente copias de la
traducción latina hecha por Jerónimo de la regla de Pacomio y la hecha por
Rufinó de las «reglas» de Basilio, como también de las dos grandes obras de
Casiano.
2.
El monacato benedictino y cisterciense.
Benito
de Nursia[27] (ca.480-ca.547),
considerado unánimemente en la Edad Media y por todos los historiadores y
monjes del mundo moderno como el patriarca y fundador de todos los institutos
del monacato occidental, ocupó sencillamente el puesto de abad en uno de los
muchos monasterios italianos de su época, aunque fue muy famoso por su santidad
y capacidad de trabajo. No fundó ninguna orden ni marcó ningún hito en la
Iglesia como lo hicieron Pacomio, Basilio o Columbano. Su fama y posición en la
historia se deben solamente a su breve Regla,
que incluso parece ser que está basada en otra del Maestro, anónimo, contemporáneo suyo.
La regla de San Benito no se hizo famosa rápidatamente. Nunca fue
impuesta y se extendió gracias a la virtud de su excelencia. Pero aunque
admitamos que las dos terceras partes del texto están tomadas de las
Escrituras, de la Regla del Maestro y
de otras fuentes, fue ella, y no ninguno de esos documentos de los que tomó el
material, la que se fue imponiendo en todos los monasterios de la Europa
occidental y la que hoy día siguen miles de monjes y monjas en todo el mundo.
Su éxito se debe a tres características principales:
- Primera, es eminentemente práctica. Así como la Regla
del Maestro es prolija y desordenada, la de San Benito es corta; y así
como las demás reglas de la época tocan solamente algunos aspectos de la vida
monástica, ésta es una útil guía para la actividad monástica de cualquier
clase de monjes y de cualquier edad.
- Segundo, así como espiritualmente es inflexible, físicamente es
moderada y tolerante, y subraya sobre todo la caridad y la armonía de la vida
simple en común en vez de incitar a la rivalidad y a los logros individuales.
- Tercero, es la única de las reglas monásticas que contiene en pocos y
apretados párrafos un tesoro de sabiduría espiritual y humana capaz de guiar
al abad y a sus monjes a través de todas las vicisitudes de la vida espiritual.
El monasterio benedictino no es ni una penitenciaría ni una escuela para ascéticos
montaraces, sino una familia, un hogar formado por aquellos que buscan a Dios.
A partir de la expansión “benedictina” algo nuevo empieza en el
monacato occidental, y de gran trascendencia, pues va a condicionar mucho la
experiencia monástica y la expresión verbal de la misma y de toda la
espiritualidad cristiana (ver Apéndice III), dando pie a formas de vida muy
variada y a un vocabulario espiritual impresionante[28].
Los monasterios bien organizados, los monjes bien centrados en sus abadías,
el interés humanístico y artístico, y el afán misionero de los monjes,
proveyeron a la sociedad cristiana de los siglos VI a XI de cientos de hogares
de cultura y culto que se iban expandiendo por toda Europa –como se ha visto-
y los jerarcas y políticos de esos siglos supieron favorecer esa expansión,
promover la fundación de abadías y utilizar los dones espirituales y
culturales de los monjes y las monjas.
Los finales del siglo XI se van a encontrar con la necesidad de
“renovar” ese monacato benedictino que empieza a chirriar bajo el peso de
excesivas “obligaciones temporales”, y que ha dejado que el ideal monástico
genuinamente benedictino se mezcle con múltiples actividades que lo distraen
del soli Deo vacare, fin auténtico y
exclusivo de la vida monástica.
A finales, pues, del XI y principios del XII, la vida monástica se
convulsiona ante múltiples intentos de renovación, se buscan caminos nuevos
para el ideal espiritual del desierto,
y el monje se va convenciendo de que debe dejar en segundo plano actividades y
obras que la nueva sociedad emergente en Europa le disputa y ya no le permite
llevar: nacen las ciudades, se desarrolla el comercio, la universidades y las
catedrales son más atractivas que los monasterios, los nobles y reyes ya no
necesitan tanto de los monasterios y el ideal cristiano ya no necesita mirarse
tanto en la “ciudad angélica” que trataban de ser los monasterios[29]
y que, ciertamente, muchos de ellos ya no eran.
Los Cistercienses, aparecidos oficialmente en 1098, no inventan un
monacato nuevo ni reforman el monacato benedictino, sencillamente, y según
nuestra opinión, le purifican y le posibilitan
la vuelta al espíritu de la Regla benedictina.
Los siglos XI y XII no son sólo los siglos de grandes intentos de
renovación monástica, de crisis del monacato benedictino y enfrentamientos
entre cistercienses y cluniacenses: por ambas partes se puede hablar de un gran
desarrollo espiritual, de una enorme producción espiritual literaria y mística
y de un renovado interés por los grandes temas de la vida espiritual[30]
y casi todos los componentes de la vida monástica –liturgia. Arquitectura,
etc.- son elevados a categorías místicas[31]
y espirituales, de modo que el monasterio[32]
y su scriptorium pasa a ser el lugar
ideal de contemplación, de vida cristiana, modelo eclesial y humanización de
la sociedad.[33] San Bernardo de Claraval,
1090-1153, es el gran paladín del monacato del siglo XII; pero él sólo está
en el centro de una gran corriente de teólogos místicos dentro del monacato
benedictino.[34]
A partir de finales del siglo XII, con la aparición de las Órdenes
Mendicantes, los movimientos laicos en los beguinatos, las “santas mujeres”[35]
(guiadas muchas veces por sus confesores y directores espirituales), comienzan a
vislumbrarse nuevos horizontes para la vida mística y espiritual de la Iglesia,
vida que poco a poco a poco se va apartando de los grandes esquemas espirituales
y simbólicos trazados por el monacato.
El monacato comienza a conocer su decadencia a mediados del siglo XIII, y
hasta la gran reforma de Trento las Órdenes monásticas se debaten en una búsqueda
de identidad frente al mundo y las culturas dominantes. La vida monástica, en
Europa, se diversifica mil modos y
maneras, surgiendo en su seno variadas formas de organización de los
monasterios (Congregaciones monásticas) y tratando los monjes de cimentar la
vida espiritual en nuevos modos de formación (creación de colegios
universitarios) y apostolado y proyección social.
Aparecen en estos siglos eminentes figuras de monjes cultores de todas
las materias espirituales, artísticas y literarias, más bien como casos
aislados; pero sus esfuerzos no logran la renovación monástica a la que,
dentro del contexto eclesial, apelará el Concilio de Trento.
Los siglos XV-XVI son difíciles de resumir. Las guerras europeas, las
guerras de religión, los enfrentamientos de “observancias” (intentos de
renovación en el interior de las Órdenes Monásticas), las abadías en manos
de nobles y burgueses, debilitaron la vida espiritual de los monasterios hasta límites
insospechados. Y la misma debilidad de los monasterios fue la causa de no poder
reaccionar ante las tormentas sociales y políticas que se les vinieron encima.
Hubo, dentro de todos estos males, importantes movimientos de renovación que,
empujados por la reforma tridentina, amparados e influidos por otros movimientos
espirituales, lograron si no renovar plenamente sí “apuntalar” algunas de
las antiguas tradiciones monásticas. Uno de los casos más representativos es
la “reforma Trapense” del Abad Rancé (1626-1700)[36].
Son extraordinarios los esfuerzos hechos en los siglos XVII y XVIII por elevar
el nivel espiritual del monacato.[37]
Podemos seguir avanzando en este somero resumen histórico, peligroso por
su brevedad, es cierto, pero que nos muestra muy a las claras que el monacato
Occidental depende en gran medida, en cuanto a los vaivenes de su ascética y búsqueda
contemplativa, de los condicionamientos sociales y culturales que le toca vivir.
Esto hace que los monjes se acomoden más o menos a tareas que les son
encomendadas o que ellos mismos buscan y promocionan, bien en el terreno de los
estudios y la investigación dentro de las ciencias eclesiásticas o en otros
terrenos del arte y de la ciencia. Esto es lo que quizá les haya dado mayor
popularidad y haya llevado a concebir los monasterios como talleres de artes,
ciencias y espiritualidad.
La gran renovación y “restauración” monástica del siglo XIX[38]
trata de rescatar los valores tradicionales valores monásticos rescatando
arquitectónicamente grandes abadías, promoviendo los estudios teológicos y
litúrgicos y apuntando a que en cada monasterio hubiera una gran comunidad, dinámica,
con múltiples actividades y una proyección social y apostólica notables, de
modo que tanto en las observancias benedictinas como cistercienses este ideal
fue plenamente alcanzado. La gran crisis cultural y espiritual de la Europa de
la revolución industrial y de la primera postguerra mundial produjeron un gran
aflujo de vocaciones a los monasterios.
Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX se produce una gran
expansión monástica desde Europa hacia otros continentes, Estados Unidos -
Canadá, África, Australia, Asia... expansión que continúa hasta hoy día.
La confrontación con otras culturas espirituales y la adaptación de la
observancia benedictina a otros climas religiosos produce un gran
enriquecimiento del monacato cristiano, favoreciendo un nuevo interés por los
valores propios de la contemplación y la vida contemplativa cristiana.[39]
Desde Egipto el monacato cristiano se ha hecho a lo largo de los siglos
viajero de todos los caminos del mundo, en la actualidad se encuentra extendido
por los cinco continentes del globo.
Como más o menos se ha podido ver, el fenómeno monástico cristiano,
desde sus orígenes ha revestido múltiples ropajes. Y aquí habría que volver
a uno de los puntos iniciales de esta exposición: “Los grupos de vida monástica
se han constituido tradicionalmente en la historia como instituciones
religiosas. Arraigado en una tradición y traspasando las fronteras religiosas y
culturales de Oriente y Occidente, el monacato aparece universalmente desde sus
orígenes como la expresión de aquel ideal de vida cuyo máximo exponente va a
ser la búsqueda de lo Absoluto y el deseo de la santidad del individuo; dicho
con otras palabras, el cumplimiento, aquí y ahora, de la propia realización
humana como respuesta religiosa que da el sujeto
al misterio de ese Absoluto. Ahora bien, como nos demuestra la historia monástica,
las realizaciones históricas de ese ideal han dado lugar a diferentes proyectos
monásticos”[40].
Es por esto que cuando nos hemos referido al monacato y a su historia conviene
fijar la atención en los diferentes proyectos de vida monástica que han
ido surgiendo en el tiempo y han quedado configurados institucionalmente.
3.
Monasterios hoy y mañana.
Así,
pues, a lo largo de su historia, el monacato ha aparecido en una diversidad de
proyectos monásticos en los cuales, aunque se sustenten en el mismo ideal lo
desarrollan según formas y programas diferentes.
“Durante los primeros dieciséis siglos de la historia de nuestra
Iglesia, la oración contemplativa era reconocidamente la meta de la
espiritualidad cristiana tanto para el clero como para la gente laica. A raíz
de la Reforma esta tradición, al menos en su forma de de tradición viva, prácticamente
desapareció. Ahora en el siglo XX ha comenzado la recuperación de la tradición
contemplativa cristiana con la introducción de los diálogos interculturales y
con las investigaciones históricas”[41], y desde muchos
monasterios se ha promovido este movimiento, siendo incluso muchos monjes los
promotores de publicaciones, retiros y conferencias tendentes a la recuperación
genuina de la contemplación y la mística sin los condicionamientos, o apoyos,
de la vida monástica cenobítica[42].
Basta echar una ojeada al Vol. VIII, capítulos III a VI, de la obra de
García Mª Colombás, La Tradición benedictina, para darse cuenta de que la llamada
“restauración monástica” apuntaba ya a una gran renovación contemplativa
y espiritual de la vida monástica, renovación que debido al influjo litúrgico
y a las hospederías monásticas iba a trascender muy pronto los límites de la
clausura monacal. Además, se insistió mucho en la buena preparación
intelectual de los monjes sacerdotes, se facilitó la asistencia a las
universidades católicas, y se crearon nuevamente grandes “Institutos” o
colegios monásticos en Roma y en otras ciudades europeas.
a)
Nuevas dimensiones para la vida contemplativa monástica.
Son significativos, por ejemplo, los títulos aparecidos últimamente
sobre una nueva dimensión de la espiritualidad y experiencia monástica cara a
un mundo plural y en el que la inquietud religiosa aparece con renovadas
fuerzas: Monjes para el tercer milenio[43],
donde ya en el prólogo aparecen estas cuestiones: “¿Es que tiene sentido la
vida monástica en una era postmoderna y de avanzadas tecnologías? ¿No es un
residuo medieval? ¿este tipo de existencia tiene algo que ver con lo que vive
la gente de la calle? ¿Es un planteamiento vigoroso, el del monje, que choca
con la ideología ‘light’? ¿O es una evasión para no afrontar los retos
que nos plantea la sociedad?”... “A partir, por tanto, de su propia
existencia y del conocimiento progresivo de las profundidades de su ser, los
monjes pueden prestar un gran servicio a sus contemporáneos... Realmente, la
experiencia espiritual que se recorre a lo largo de la vida monástica no es
ajena a la experiencia fundamental que vive todo ser humano si quiere tomar
consciencia de su realidad personal y vivirla en profundidad. Y más todavía
cuando se trata de un creyente en Cristo”.
Raimon Panikkar ha escrito ampliamente sobre el “arquetipo universal
del monje”[44],
da allí unas pautas muy certeras para la tarea que todos los monjes y monjas
contemplativos deben asumir hoy: “Sociológicamente
hablando, en un mundo amenazado por el aumento de complicaciones tecnológicas,
el que haya gente abogando por la simplicidad es algo más que una salida hacia
la libertad, la salud espiritual y la humanidad. Incluso si estamos condenados a
la complejidad, no todo el mundo puede adaptarse a ella. Necesitamos respiros,
excepciones... Una llamada a la bendita sencillez es necesaria y urgente. Si no
lo hacen los monjes antiguos, surgirán nuevos monjes para ejercer esta función
de recordar al mundo, con su ejemplo, que sólo se necesitan pocas cosas para
una vida humana y feliz; y todavía menos para alcanzar la “vida eterna”,
que no es necesario, desde luego, dejarla para el futuro...”[45] Y continúa:
“Actualmente somos testigos de una cierta relación tensa entre las
instituciones monásticas de todo el mundo y sus religiones respectivas... me
refiero a la tendencia a mantener las viejas instituciones monásticas como
piezas de museo e impidiendo su evolución, ya que evolucionar es algo
considerado como una traición a su antigua y auténtica vocación. Me refiero
al deseo, sobre todo, por parte de los de fuera, de ver cómo los monjes
preservan valores muy necesarios. Hay que vivir en Roma, Bangkok, Rishiekeh o en
el Valle del Kangra para comprender este fenómeno de “autoridades” que
quieren preservar las viejas instituciones en su pureza prístina,
incontaminadas del aire de la modernidad. Hay algo válido en todo esto,pero
resulta problemático y por último anula su mismo propósito, si se hace desde
el exterior, como un resultado de presiones más o menos sutiles. ‘La gente
espera que uno sea sí. Se supone que uno ha de comportarse de determinada
manera o ha de decir determinadas cosas...’ Estas son las frases típicas que
a menudo escuchamos”.[46]
Las relaciones entre monacato y cultura moderna también han sido
ampliamente estudiados, sobre todo en artículos de revistas monásticas.[47]
La síntesis entre “acción y contemplación” o “¿Hasta qué punto los
problemas vocacionales de novicios y monjes son el resultado de un conflicto
entre el ‘pensamiento moderno’ y las ‘ideas monásticas
tradicionales’?”, no han escapado a la observación de los pensadores monásticos.[48]
b)
Thomas Merton, un monje del siglo XX.
En el caso de Thomas Merton nos encontramos con un testimonio admirable
de cómo la vida monástica y la contemplación pueden armonizarse plenamente
con una “sensibilidad y conciencia
mundana” altamente desarrolladas.
Este monje cisterciense de la Abadía estadounidense de Gethsemani,
ganador del premio Pulitzer con su obra clásica La
montaña de los siete círculos[49],
y muerto en Bangkok con motivo de un viaje a Asia para participar en un
encuentro intermonástico[50],
es quizá quien en los tiempos modernos ha sabido traducir a lenguaje moderno
los temas fundamentales de la vida monástica y de la vida espiritual cristiana,
a la vez que supo integrar en su vocación monástica un fructífero diálogo
con el “mundo” a través de personas muy representativas del ámbito de las
artes, las letras y la cultura en general.
Veamos cómo le describe un gran conocedor suyo, a la vez que podemos
vislumbrar en estas palabras un modelo del esfuerzo hecho por la vida monástica
en estos últimos años para encontrar su lugar en el mundo actual:
“El P. Thomas Merton fue un hombre complejo en cuanto que, aún habiendo
optado por una vida dentro del claustro y separada del mundo, se convirtió en
un escritor muy consciente de relacionarse con un público amplio y creciente.
Puede muy bien describírsele como un amante gregario de la soledad. Si esta
frase os ha parecido contradictoria, entonces es señal de que me habéis
entendido. Ambas atracciones eran muy fuertes para él. El tenía un don
especial para contactar con gente de todo tipo, con quienes congeniaba
admirablemente... Además solía
sentir deseos apremiantes de contactar con
la gente y sufría cuando, después de un largo período de tiempo, estos
encuentros eran escasos. A su vez, sus deseos de soledad y silencio no eran
menos imperativos. Algunos han dudado de si tuvo un verdadero concepto de lo que
es la vida solitaria. A mi juicio, tal opinión se olvida de un elemento
importante de su personalidad y de todo lo que significó su vida después de
entrar en el monasterio a los veintiséis años.
El supo aprovechar enormemente sus experiencias de soledad en comunidad que es
característico de la vida cisterciense. Experimentaba una paz profunda durante
las horas de oración solitaria en las que era consciente de haber sido
favorecido con gracias espirituales especiales. Nunca dejó de disfrutar de
estas horas de recogimiento e, incluso durante sus viajes por el Lejano Oriente
al final de su vida, solía arreglárselas para sacar horas de su agenda para la
oración.
Una
de las causas mayores de su repetido descontento después de hacer sus votos
perpetuos, especialmente durante su período de ermitaño, fue precisamente que
por un lado era plenamente consciente del valor de la soledad para su salud y
crecimiento espirituales, pero por otro sentía profundamente la necesidad de
comunicarse con los demás. De hecho, a medida que crecía su experiencia de
Dios, sentía una mayor responsabilidad por el bien y la salvación de los otros
y de toda la sociedad...
Aunque
la labor de escritor fue algo instintivo para Merton, representaba más que un
deseo de cumplir su impulso psicológico de comunicarse con otras personas; fue
una verdadera misión y vocación que crecieron de su experiencia de Dios. Su
facilidad para relacionarse con todo tipo de gente y su temperamento tan
marcadamente gregario jugaron de hecho un papel importante en la realización de
este aspecto de su vocación. El era un prolífico y consumado escritor de
cartas. Los cinco volúmenes de cartas publicados, así como su correspondencia
con James Laughlin, son sólo algunas de las que se conservan. Muchas de éstas
son notables tanto por su calidad literaria como por su contenido. Su gusto por
las personas, su capacidad para la amistad, su cercanía a los demás, confieren
a estos documentos un fervor y un
tono tan personales que los hacen consistentemente humanos así como
informativos. De todos formas, la escritura demostró no satisfacer
adecuadamente su atracción hacia los demás ; necesitaba compartir en
persona con quienes simpatizaba, fuera por su carácter, por sus dones
intelectuales o espirituales o por sus habilidades adquiridas. Se veía atraído
enormemente, incluso de forma apremiante, por aquellas personas con las que podía
intercambiar ideas y experiencias en un ambiente de respeto amistoso.[51]
No podemos decir, ciertamente, que esto se dé en todos los monjes
actuales y en todos los monasterios se comparta esta visión de la vida
contemplativa y sus relaciones con las personas y el “mundo”; pero sí se
puede afirmar que, en general, las comunidades monásticas actuales se orientan
mucho en este sentido, y, sobre todo a partir del Vaticano II, han sentido este
desgarro vital que acuciaba al P. Merton, desgarro que si en el texto del P.
John Eudes se refiere a una persona, en general se puede decir que ha sido también
así en muchas comunidades monásticas, deseosas de reencontrar su puesto en la
Iglesia, en la sociedad circundante y en la misión apostólica tradicional de
los monjes, dado que los grandes monasterios europeos siguen dando en los
tiempos modernos una imagen de reductos medievales donde siempre se habla del
pasado, de las obras de los scriptoria, de las arquitecturas simbólicas y de los trabajos de
ambiente rural. Precisamente una de las causas de cierta renovación en los hábitos
de vida causante, además, de una sana actualización de las costumbres monásticas,
ha sido la aceptación por parte de las comunidades monásticas de trabajos y
medios de vida más en consonancia con la sociedad industrial y tecnologizada de
nuestros días que con las tareas del campo de hace cincuenta años, por
ejemplo. El hecho de que la mayoría de las vocaciones de estos últimos años
provengan de ambientes de ciudad, más cultivadas intelectualmente y con
variadas experiencias en el ámbito social, ha influido positivamente en
la vida de las comunidades, si bien algunos conflictos generacionales, más
por la mentalidad que por la edad, aún no se han solucionado en el grado
deseable.
Era, pues, normal que Merton no fuera comprendido en el ambiente que
tanto en Gethsemani como en otras abadías trapenses europeas reinaba a mediados
de los 50.
Conclusión y conclusiones.
Quisiera concluir abordando someramente un tema que, según he podido
captar también entre Vds. en los breves encuentros mantenidos en los pasillos:
-“¿Qué va a pasar con los monasterios dentro de poco? ¿Habrá que
cerrarlos o se extinguirán por sí mismos?” Voy a tratar de ser claro en
la medida de mi propia experiencia y de mi saber, y no voy a hacer de profeta de
calamidades, sino de profeta de esperanza.
Los años 60, los del pre y postconcilio Vaticano II, fueron años de
grandes convulsiones en Europa –que de una forma u otra han durado hasta la caída
del muro de Berlín, la clarificación del fiasco del comunismo y la puesta en
marcha de una aún precaria Unión Europea-. Poca gente de sociedad y de Iglesia
era clarividente en los 60 para prever el futuro que se nos ha venido encima y
el cambio tan rápido, profundo y universal que han sufrido todas las estancias
sociales, cambio que ha repercutido notablemente en la concepción de lo
religioso, la familia, los valores “tradicionales”, la educación y la
gestación de la idea del mundo como “aldea global” (y ello en medio de un
vertiginoso descenso de la natalidad en Europa y de una continua presión de
inmigrantes de África y Asia).
Tras los años 60 se produce una gran crisis en la vida religiosa y monástica
en Europa, caracterizado por grandes abandonos y escasos ingresos, lo cual se
observa hoy día claramente en el índice de edad media de las comunidades,
tendentes al envejecimiento. Los monasterios ya no son lugar de refugio ni de
promoción humana, como sucede siempre tras una gran crisis social (en España
en la posguerra civil y en Europa y USA tras la II Guerra Mundial, por ejemplo).
En Europa (y más concretamente en España, y particularmente en el caso de las
monjas) existen demasiados monasterios, y muchos de ellos –aunque artística y
arquitectónicamente admirables- poco confortables para una vida con las nuevas
comodidades que ofrece la sociedad a la clase media, habitados por comunidades
“mayores” y, en bastantes casos, poco receptivas ya prácticamente incapaces
de recibir nuevas vocaciones.[52]
La juventud actual sufre un retraso (provocado por los sistemas
educativos y las condiciones económicas y laborales) en su decisión de elegir
una vocación, y los valores culturales en que se ve envuelta favorecen más la
“actividad social” como medio de realización que el cultivo de los valores
que propiciarían una dimensión contemplativa de la persona. Por otra parte,
muchas personas de entre 25 y 30 años encuentran a las comunidades monásticas
actuales muy “ancladas” en estructuras del pasado, resultándoles difícil
encontrar entre los monjes auténticos guías espirituales, y, en la vida diaria
de la comunidad, la liberación de ciertas preocupaciones y trabajos que
favoreciera una mayor dedicación a la formación en la vida y disciplina
contemplativas.
Finalmente, en los últimos años, debido a las causas señaladas, el
mayor conocimiento en muchos sectores seculares de métodos de oración y
meditación, de experiencias contemplativas entre laicos, de reuniones,
seminarios, retiros, etc., tendentes a descubrir la vía contemplativa en medio
de la actividad secular[53],
ha contribuido a que, por una parte las vocaciones que llaman a las puertas de
los monasterios sean más exigentes en el itinerario contemplativo –dentro de
las incongruencias de muchos jóvenes- y, por otra, que sólo los monasterios y
comunidades que son capaces de entrar en diálogo y saber formar[54]
a estas personas tienen garantizada su perseverancia y desarrollo contemplativo.
Y dentro de este ‘finalmente’ del párrafo anterior, unas líneas
nada más para apuntar que hay un renacer
de nuevas comunidades contemplativas[55]
con formas y costumbres que aunque inspiradas en los usos benedictinos y
cartujanos[56], carecen, por el momento,
de los montajes de las grandes abadías, lo cual les permite una vida
contemplativa más fluida y desahogada (y mucho más atractiva para los jóvenes
de hoy...).
En fin, la vida monástica tiene ante sí muchos retos. No es el más
importante, ni el que debe polarizar sus esfuerzos, la supervivencia de muchas
comunidades (que en los próximos años ciertamente desaparecerán... y de hecho
ya están desapareciendo); más bien el reto es que las comunidades monásticas
se hagan cada vez más contemplativas en consonancia con lo que fue y será
siempre el origen del monacato: la fidelidad al Evangelio y la exclusividad en
cultivo de la interioridad. Sé que muchas comunidades están empeñadas en esta
tarea, a pesar de variadas dificultades, y sé que Vds. podrán encontrar en
ellas el reflejo vivo de lo que en realidad son, al margen de lo que hagan (que
a veces es lo que más se ve...).
No sé si he dicho lo que Vds. deseaban oir. Pero muchos monjes y monjas
de los monasterios de hoy, en su vida sencilla, oculta, comprometida, siguen
cantando en sus himnos del oficio de vísperas esta estrofa maravillosa, que
define muy bien lo que es un contemplativo:
Dichoso el fascinado por tu rostro, Señor Jesús,
y cuyo amor en todo vio la huella de tu imagen.
Dichoso el despojado por presencia: Tú le invadiste,
asido a Ti te deja ver su vida en transparencia.
Viviente icono de tu misterio en el camino:
dichoso aquel, Señor Jesús, que pasa
en tus manos contigo al Padre
[1] Thomas Merton, Diario de Asia, Editorial Trotta, Madrid 2000, pág. 281.
[2] Mayeul de Dreuille, La Règle de Saint Benoît et les Traditions ascétiques de l’Asie à l’Occident, Col. “Vie Monastique” nº 38, Abbaye de Bellefontaine (49122 Brégrolles-en Mauges, Francia) 200.
[3] Pierre Miquel, Ser monje, Ediciones Montecasino, Zamora 1992, pág. 21.
[4] Ver: Bernardo Olivera, ¿Escuela de amor místico?, en Mística Cisterciense. Actas del I Congreso Internacional sobre Mística Cisterciense, Ávila 9-12 de octubre de 1998, Ed. Montecasino, Zamora 1999. Se distribuye en la Abadía de Viaceli, 39320 CÓBRECES (Cantabria).
[5]
Ver el excelente artículo de M. Mannion, Monacato
y cultura moderna: I Hostilidad y Hospitalidad, en Cistercium XLVI
nº 197 (1994) 375-391, y II: La
conversión cultural de los monjes. III: El monacato como sistema cultural XLVI
nº 198 (1994) 823-857.
[6] Este fue el tema de un reciente Capítulo General de los Trapenses. Ver también: Bernardo Olivera, Seguimiento, Comunión Misterio: Escritos de renovación monástica, Ed. Montecasino, Zamora 1999.
[7] García M. Colombás, El monacato primitivo, BAC, nº 588, Madrid 1998, págs. 37-39.
[8] San Atanasio, Vida de san Antonio. Padre de los Monjes, Ediciones Montecasino, Zamora 1981. También de gran utilidad: Henri Quefélec, San Antonio del desierto, Herder, Barcelona 1957; Louis Bouyer, La Vida de san Antonio. Ensayo sobre la espiritualidad del monacato primitivo, Col. ‘Espiritualidad Monástica’, nº 21, Las Huelgas, Burgos 1989; N. Devillier, San Antonio el Grande, padre de los monjes, en la misma colección, nº 29, Burgos 1995.
[9] Cf. André Louf, San Benito, hombre de Dios para todos los tiempos, en Cistercium nº 157, XXXII (1980) 56-58. Nos hemos tomado la libertad de parafrasear y modificar el texto del autor, aplicándolo a nuestro propósito lo que él dice de san Benito, otro arquetipo de la vida monástica de Occidente.
[10] Etienne Goutagny, El camino real del desierto. Los más bellos apotegmas comentados, col. ‘Espiritualidad Monástica’, nº 26, Las Huelgas, Burgos 1992.
[11] Véase el excelente estudio y síntesis de la primitiva espiritualidad monástica: Placide Deseille, Espiritualidad Monástica: La escala de Jacob y la visión de Dios, col. ‘Espiritualidad Monástica’, nº 14, Las Huelgas, Burgos 1984.
[12] No se puede hablar todavía de una “teología de la vida monástica”, ni de temas de la misma teológicamente elaborados; la semilla está plantada y habrá que esperar a autores posteriores, que irán sistematizando y elaborando estos temas con mayor riqueza y amplitud. Conviene ver sobre el tema “desierto y paraíso”, el capítulo 8 del libro de Thomas Merton, El camino monástico, Editorial Verbo Divino, Estella 1996, págs. 190-198.
[13] Sobre el tema de la “montaña” en la tradición mística y espiritual, véase: Marie-Madeleine Davy, La montagne et sa symbolique, col. ‘Spiritualités vivantes’, ed. por Ed. Albín Michael, Paría 1996.
[14] “Pureza de corazón” (puritas cordis), fin de la vida monástica según los “Padres del desierto”.
[15] Paladio, El mundo de los padres del desierto (la Historia Lausíaca), versión, introd. Y notas de León E. Sansegundo Valls, Ediciones Studium, Madrid 1970.
[16]
Juan Casiano, Instituciones, Ed.
Rial, Col. Nebli, Madrid . De edición más reciente: Instituciones cenebíticas, Trad. de Mauro Mattei, osb, e Introd. De
Enrique Contreras, osb, Ed. Montecasino, Zamora 2000; Ib., Conferencias (Colaciones), II vols., nn. 19 y 20, Madrid
(2ª edición, idéntica a la primera, en 1998).
[17] Las sentencias de los Padres del Desierto (recensión de Pelagio y Juan), Introd. De Dom L. Regnault, col. “Espiritualidad Monástica”, nº 9, Las Huelgas, Burgos 1981. Hay otra edición de esta recensión: DDB, Bilbao 1988 (con un interesante índice analítico) y se puede añadir: Vida y dichos de los Padres del desierto, DDB, Biblioteca Catecumenal, Bilbao 1994; Las sentencias de los Padres del Desierto (Colección mixta), Introd. Juan María de la Torre, col. “Espiritualidad Monástica”, nº 23, Las Huelgas, Burgos 1990; Etienne Goutagny, El camino real del desierto. Los más bellos apotegmas comentados, col. “Espiritualidad Monástica”, nº 26, Las Huelgas, Burgos 1992; Los dichos de los Padres del Desierto (Colección alfabética de los Apotegmas), Introd. Y traducción directa del griego por Martín de Elizalde, osb., Ediciones Paulinas, Argentina (publicados anteriormente en la revista Cuadernos Monásticos).
[18] Cf. el interesantísimo libro: Dom García M. Colombás, Paraíso y vida angélica. Sentido escatológico de la vocación cristiana, Abadía de Montserrat 1958.
[19] Sobre Pacomio y sus pretensiones, véase: Placide Deseille, El espíritu del monacato pacomiano /seguido de la traducción de los Pacomia Latina), Col. ‘Espiritualidad Monástica’, nº 19, Las Huelgas, Burgos 1986.
[20] Cf. la exposición que hace de los orígenes y expansión del monacato: F. Vandenbroucke, El por qué de la vida contemplativa. Teología crítica del monaquismo, Ediciones Mensajero, Bilbao 1969, págs. 22-32. Una síntesis muy bien lograda y con aseveraciones críticas muy acertadas.
[21] Aquí es preciso forzosamente remitir a los estudios de historia monástica, más o menos amplios, que detalladamente ofrecen el itinerario de la gran expansión monástica habida en Occidente desde los siglos IV a VI. Cf., principalmente: David Knowles, El monacato cristiano, Ediciones Guadarrama, Madrid 1969. Obra clásica y reducida de tamaño, ya agotada. Es un buen resumen del fenómeno monástico en Occidente; Alejandro Masoliver, Historia del monacato cristiano, Ediciones Encuentro, Madrid 1994. Tres breves tomos: I. Desde los orígenes hasta San Benito (132 pp.), II. De San Gregorio Magno al siglo XVII (221 pp.), III. Siglos XIX y XX. Monacato oriental, Monacato femenino (198 pp.); García Mª. Colombás, El monacato primitivo, 2 Vols. (nn. 351 y 376), BAC, Madrid 1974 y 1975 (es el estudio más completo y documentado en español sobre el tema). Hay una segunda edición, en un solo volumen, también en la BAC: nº 588, Madrid 1998.
[22] Ver: Sulpicio Severo, Vida de San Martín de Tours (Trad. de Pablo Sáenz, osb; introducción y notas de Enrique Contreras, osb), en Cuadernos monásticos 134 (2000) 311-334.
[23] Poema celta de Connaught, ca. 650.
[24] Véase: Raimon Panikkar, La sencillez. El arquetipo universal del monje, Ed. Verbo Divino, Estella 2000-2ª. Volveremos después a este libro.
[25]
Cf. George Otto Simms, Explorig the
Book of Kells, The O’Brien
Press Ltd., Dublín 1988.
[26] Véase: Mar Marcos, Monjes ociosos, vagabundos y violentos, en Ramón Teja (Ed.), Cristianismo marginado: Rebeldes, Escluidos, Perseguidos, I: De los orígenes al año 1000, Editado por Fund. Santa María la Real, Aguilar de Campoo 1998.
[27] Ver: San Benito, su Vida y su Regla, Dom García Mª Colombás, Dom León M. Sansegundo, Dom Odilón M. Cunill, BAC nº 115, Madrid 1954; y La Regla de San Benito, Editada y comentada por García Mª Colombás e Iñaki Aranguren, BAC nº 406, Madrid 1979.
[28] Ver: Pierre Miquel, Le vocabulaire lati de l’expérience spirituelle dans la tradition monastique et canoniale (de 1050 a 1250, Col. Théologie Historique nº 79, Ed. Beauchesne, París 1989. Y si se desea un estudio completo de la influencia de la vida monástica en la teología y en la espiritualidad cristiana, véase: AA.VV., Thélogie de la Vie Monastique.Études su la Tradition patristique, Col. Théologie nº 49, Ed. Aubier, París 1961.
[29] Ver la introducción
general a las Obras Completas de San
Bernardo, en la BAC, Madrid 1983: La espiritualidad cisterciense.
[30]
Este capítulo de la historia monástica de Occidente ha sido y sigue siendo
motivo de amplios y extensos estudios. Véase, por citar los más asequibles
al gran público:
LIBROS:
Jean-Baptiste AUBERGER, L’unanimité
cistercienne: mythe ou réalité? Achel, Cîteaux 1986; H. A. BREDERO,
Cluny et Cîteaux au douzième
siècle. L’Histoire d’une controverse monastique. Amsterdam 1985;
García M. COLOMBÁS, La tradición
Benedictina. Tomos III y IV. Monte Casino, Zamora 1991-1994; Conrado DE
EBERBACH, Gran Exordio de Císter. Cistercium.
Vitoria 1998; Danièle CHOISSELET-Placide VERNET, Les Ecclesiastica Officia du XIIe siècle. Abbaye d’Oelemberg,
Reiningue 1989; Lorenzo HERRERA, Historia
de la Orden de Císter, I-VI, Colección de Espiritualidad Monástica,
Las Huelgas, Burgos 199 –1995; Louis LEKAI,
Los Cistercienses. Ideales y
realidad. Herder, Barcelona 1987; y el excelente estudio, el más
moderno, de Juan Mª DE LA TORRE, Presencia
Cisterciense: Memoria, Arte, Mensaje, Ediciones Montecasino, Zamora
2000.
ARTÍCULOS: Albéric ALTERMATT, El Patrimonio cisterciense. Documentos históricos, jurídicos y espirituales, Cistercium XLIV (1992) 17-73; García Mª. COLOMBÁS, Guillermo de Malmesbury y los orígenes cistercienses, Cistercium XLIV (1992) 483-495; François DE PLACE, Pour une meilleure connaissance des origines de Cîteaux: à l’école de nos premiers pères: Collectanea OCR 48 (1986) 181-199; Papa EUGENIO III, La vuelta a los orígenes. Carta del Beato Eugenio III al Capítulo General de Císter de 1151, Cistercium XXIII (1951) 289-296; Tomás GALLEGO, Los primeros “Instituta” de los monjes de Císter, Cistercium XXIII (1971) 123-140; Jean-Baptiste VAN DAMME, A la recherche de l’unique verité sur Cîteaux et ses origines: Cîteaux 32 (1982) 304-332. Autour des origines cisterciennes: Collectanea OCR 20 (1958) 37-60, 153-168, 374-390; 21 (1959) 70-86, 137-156; Gianfranco CALCAGNO, Cîteaux e la ristrutturazione ecclesiastica dei secoli XI e XII, Rivista Cistercense XV (1998) 125-162. Traducido al español en Cistercium, nº 214 (1999) 7-39; André LOUF, Quelques leçons d’un Centenaire, Collectanea Cisterciansia 60 (1998) 216-225; Elisabeth Mégier, La Orden Cisterciense: ¿Novedad histórica o realidad escatológica? Cistercium L (1998) 161-183.
LOS TRES FUNDADORES DE CÍSTER. LIBROS: Jean-Baptiste VAN-DAMME, Los tres fundadores de Císter, Colección de Espiritualidad Monástica, nº 34, Las Huelgas, Burgos 1998; Fray Mª. RAYMOND, Tres monjes rebeldes, Ed. Herder, Barcelona 1988-3ª.
ARTÍCULOS:
G.M.S., Nuestros Santos Fundadores, Cistercium V (1953) 5-16; Jean, LECLERQ, Objetivo de los fundadores de la Orden de Císter, Cistercium XXII (1970) 164-195, 284-298; Alejandro MASOLIVER, Roberto, Alberico y Esteban Harding: Los orígenes de Císter: Studia Monastica 26 (1984) 275-307.
Pueden verse también los dos números monográficos de CISTERCIUM dedicados al IX Centenario de la Fundación de Císter: números 210 y 211 de 1998.
[31] Ver, entre otros título: Robert THOMAS, La jornada monástica, Las Huelgas, Burgos 1997; André FRACHEBOUD, Espiritualidad cisterciense. Viaceli, Cóbreces 1970;Robert THOMAS, Mystiques cisterciens, (Col. Pain de Cîteaux, Nouvelle série), Edt. O.E.I.L. París 1985; André Louf, El camino cisterciense, Ed. Verbo Divino, Estella 1986.
[32] Terryl N. KINDER, L’Europe Cistercienne, Col. Les formes de la nuit, 10, La Pierre-qui-Vire, Zodiaque, 1997, 400 ppágs. Ilustrado con fotografías a todo color y blanco y negro, ISBN 2-7369-0234-3; Vicente LAMPÉREZ Y ROMEA, Historia de la Arquitectura Cristiana Española en la Edad Media, según el estudio de los Elementos y los Monumentos, II Vols, Madrid 1909. El segundo volumen está ilustrado con 625 planos, fotografías, mapas y dibujos, y en él están contenidos la mayoría de los monasterios cistercienses medievales, con la planta arquitectónica de los mismos, especialmente de sus iglesias. Este arquitecto también tiene otro hermoso libro: Los grandes monasterios españoles, Ed. Calleja, Madrid 1920; Anselme DIMIER , Jean PORCHER, L’art Cistercien, Coll. Nuit des Temps nº 16 (Francia) y nº 34 (Fuera de Francia), Ed. Zodiaque, 1962, 1983-3ª, 22x17 cm. 375 pp. ISBN 2-73-69-0068-5; Yolanta ZALUSKA, Manuscrits enluminés de Dijon, CNRS Éditions, 1991, 404 págs.+148 planchas. ISBN 2-222-004355; Sonsoles HERRERO GONZÁLEZ, Códices miniados en el real Monasterio de Las Huelgas, Ed. Del Patrimonio Nacional y Lunwerg Editores, Burgos, 1988, ISBN 84-7120-126-7; Georges DUBY, Saint Bernard et L’Art Cistercien, Coll. Les Grandes Batisseurs/AMG, Éd. Flammarion, París 1976, ISBN 2-70004-0020-8. ISSN 0397-3921. Existe una traducción española del texto, publicada en un librito (sin las ilustraciones y fotografías del original francés): San bernardo y el arte cisterciense 8El nacimiento del gótico), Ediciones Taurus, Madrid 1981, y reimpresión en 1983.
[33] COMUNIDAD DE AZUL, La comunidad monástica en los movimientos de Cluny y Císte, Cistercium XXI (1969) 25-47, 107-136; Lin DONNAT, Cîteaux et la Règle dan le contexte du Xie siècle: Collectanea OCR 35 (1973) 161-172;Alberto GOMEZ DE LAS BÁRCENAS, La verdad sincera del Císter. Ensayo reconstructivo de una espiritualidad, Cistercium VII (1955) 244-248, VIII (1956) 52-58, 99-103, 147-155, 195-200, IX (1957) 195-206, X (1958) 210-216, XI (1959) 59-68, 171-182, XII (1960) 3-14, 59-75, XIII (1961) 171-179, XIV (1962) 3-17, 121-126, XV (1963) 7-15, 100-108,195-204, XVIII (1966) 245-264.
[34] A. LUDDY, San Bernardo, el siglo XII de la Europa cristiana, Madrid, 1963; Jean LECLERCQ, Bernardo de Claraval, Valencia , 1991; Jean LECLERCQ, San Bernardo, Monje y profeta, Madrid, 1990 (Traducción española del clásico Saint Bernard et l’esprit cistercien); A. MASOLIVER, San Bernardo, el hombre de la Iglesia del siglo XII, Madrid, 1990; Anselme, DIMIER, S. Bernard, pêcheur de Dieu, París, 1953; Robert THOMAS, Saint Bernard, Nice, 1980; Feruccio GASTALDELLI, Los primeros veinte años de san Bernardo. Problemas e interpretaciones, en Cistercium XLVI (1994) 487-528. Los testimonios biográficos más antiguos sobre san Bernardo. Estudio histórico-crítico sobre los “Fragmenta Gaufridi”, en Cistercium XLVI (1994) 255-338; Ambrogio M. PIAZZONI, El primer biógrafo de san Bernardo: Guillermo de Saint Thierry. La primera parte de la “Vita prima” como obra teológica y espiritual, en Cistercium XLVI (1994) 453-470; Tomás GALLEGO, San Bernardo: apuntes biográficos para los primeros años, en Cistercium XLII (1990) 412-435;.
[35] Véase, por ejemplo, los números 219 y 220 de 2000 de CISTERCIUM dedicados a estos temas.
[36] La revista CISTERCIUM ha dedicado al Abad Rancé y su tiempo un número monográfico, el nº 220 de 2000.
[37] Véase el tomo VII, 1 y 2, de la obra de García Mª Colombás, La Tradición Benedictina, Ed. Montecasino, Zamora 1998.
[38] Existe un interesante estudio, aún sin publicar (tesis doctoral), de Miguel Martínez Antón, presentado en la Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Sociología, Dpto. de Antropología Social: Antropología de las estructuras del Monacato masculino en España a finales del siglo XX, año 1977. El capítulo I de la segunda parte está dedicado a “La restauración monástica en Europa”, y el II a “La restauración monástica en España”.
[39] Existe una sociedad muy bien organizada de Ayuda a la Implantación Monástica (A.I.M.), en Francia, 7 rue d’Issy, F-92170 Vanves, que publica un boletín en francés, inglés y español. En España el secretariado de la AIM está en el Monasterio benedictino de San Pelayo, de Oviedo (aim@arrakis.es). Existe también una página web de esta gran asociación de monasterios: (www.aimintl.org)
[40] Ver: Miguel Martínez Antón, tesis doctoral citada, pág. 22.
[41] Ver Thomas Keating, El camino a la contemplación cristiana, The Continuum Publishing Company, New York 1998, pág. 9.
[42] Véase, por ejemplo, M. Basil Pennington, La vida desde el monasterio, Ed. Desclée De Brouwer, Bilbao 1998. También hay libros de personas de especial relieve espiritual que narran sus experiencias de vida en un monasterio: Henri Nouwen, Genesse Diary : Report from a Trappist Monastery (Garden City, NY : Doubleday, 1976); traducción española: Diario desde el monasterio. Espiritualidad y vida moderna, Ed. Lumen, Barcelona 1996.
[43] Mercè Cerezo Rellán, osb, Monjes para el tercer milenio, Ediciones Monte Casino, Zamora 2000.
[44] Raimon Panikkar, Elogio de la sencillez. El arquetipo universal del monje, Editorial Verbo Divino, Estella 200-2ª.
[45] Ibidem., págs. 195-196.
[46] Ibidem, págs. 196-197.
[47] Citamos nada más dos
excelentes estudios: Mons. Francis Mannion, Monacato y cultura moderna (I. Hostilidad y hospitalidad –
Cistercium 197 (1994) 375-391-; II.
La conversión cultural de los monjes: Liberalismo y vida moderna; III. El
esfuerzo de la Tradición. El monacatocomo sistema cultural –Cistercium 199
(1994) 823-856. Y también: Ramón Álvarez Velasco, osb, Monjes del Diablo / monjes de Dios en la cultura moderna, en Cistercium
205 (1996) 233-237.
[48] Ver: Thomas Merton, Acción y Contemplación –Contemplation in a Wordl of Action-, Ed. Kairós, Barcelona 1982.
[49] Thomas Merton, La montaña de los siete círculos, Ediciones Porrúa, México 1999 (edición actualmente disponible). Ver Apéndice sobre las obras en español de Thomas Merton.
[50] Ver: Thomas Merton, Diario de Asia, Ediciones Trotta, Madrid 2000.
[51] Ver: John Eudes Bamberger, Thomas Merton y Henri Nouwen: Viviendo con Dios hoy en los EEUU, en Cistercium 222 (2001), número monográfico dedicado al “I Retiro Mertoniano en España: Abadía de Viaceli, septiembre de 2000”.
[52] Quizá esta afirmación parezca extraña o exagerada, pero así es. La experiencia demuestra que sólo son capaces de recibir y mantener vocaciones aquellas comunidades en que a) no existen marcados conflictos generacionales y la edad media de la comunidad no es muy elevada, b) los recursos económicos son desahogados y el trabajo no agobia a la comunidad, permitiéndole gastos en el terreno de la formación y promoción de los más jóvenes, y c) la vivienda de la comunidad permite una vida austera ciertamente, pero adecuada a los tiempos actuales, donde se puede celebrar una liturgia digna y donde por medio de la hospedería monástica u otra actividad semejante se mantiene una relación discreta y sana con la sociedad. Basta que uno de estos puntos falle considerablemente, aunque se den otros en orden satisfactorio, para que la comunidad se estanque, no evolucione, se cierre sobre sí misma y se haga incapaz de recibir y formar nuevos candidatos.
[53] Véase, por ejemplo: Fraternidades Monásticas de Jerusalén, Un camino monástico en la ciudad. Jerusalén, libro de vida, Editorial Verbo Divino, Estella 1982. Particularmente interesante: En el corazón de las ciudades y En el corazón del mundo, págs. 137-154.
[54] Aquí radica la clave fundamental. La “vitalidad” de una comunidad no se mide por el número (siempre engañoso y de valor relativo) de los ingresos, sino por la capacidad de la misma de hacer que los nuevos candidatos perseveren y se integren en proyectos de vida realmente valiosos para la evolución espiritual de las personas. Y sí hay muchas comunidades de éstas (pero esto sería objeto de otra conferencia...).
[55] Véase: Familias contemplativas en España: Fraternidades de la Paz, Familia Monástica de Belén, Comunidad de las Bienaventuranzas, en Cistercium nº 204 (1996) 115-124.
[56] No hemos hablado hasta ahora de la vida cartujana, vida monástica de tradición eremítica en el cristianismo, de expansión menos “espectacular” que el benedictinismo. Ofrecemos una somera bibliografía sobre la Cartuja: Luis Doeijo Herrero, Guía de las Cartujas de España, Edibesa, Madrid 1996 (contiene una buena introducción a los orígenes de la vida cartujana); Robin Bruce Lochart, El camino de la cartuja, Ed. Verbo Divino, Estella 1986. Hay otros libros en español, difíciles de encontrar ya en librerías, entre ellos: Robert Serrou-Pierre Vals, En el “desierto” de la Cartuja. La vida solitaria de los hijos de san Bruno, Ediciones Studium, Madrid 1961; Ildefonso Mª Gómez, La Cartuja en España, en Studia Monastica, vol. 4 (1962) 139-278. Tampoco nos hemos referido de forma expresa a los monjes “Jerónimos”, ni los Premostratenses ni a los Camaldulenses. Véase: Antonio Ortiz Muñoz, Los caballeros encerrados (monjes Jerónimos), Ed. Studium, Madrid 1961; E. Zaragoza Pascual, Primera fundación de la Orden Camaldulense en España, en Studia Monástica vol 28 (1986) 359-3369; Norbert Backmund, La Orden Premostratense en España, en Hispania Sacra nº 71, XXXV (1983) 1-29; José Goñi Gaztambide, La Orden de Grandmont en España, en Hispania Sacra nº 26, vol XIII (1950) 401-410.