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CULTURA POLÍTICA

 

 

I.  El origen del concepto

 

Desde su inserción original en el discurso de las Ciencias Sociales, el concepto de cultura política introdujo una ambigüedad que no ha sido fácil evacuar posteriormente. En su formulación original – tal y como aparece en la obra pionera de Almond y Verba1– el concepto remite más bien a la cultura cívica, valga decir, a una forma específica de cultura política que condicionaría o facilitaría el desarrollo y el funcionamiento de los sistemas democráticos. Pero al mismo tiempo, para adquirir un claro estatuto en el discurso científico, el concepto de cultura política requiere convertirse en un instrumento neutro, que sirva para analizar o investigar la diversidad de esas matrices culturales que permiten orientar la actividad política en una sociedad en un momento dado. Así como puede hablarse de una cultura política democrática, puede resultar justificado hablar, en otro contexto, de una cultura política autoritaria, cuando predominan ciertas actitudes culturales que más bien favorecen la instalación o el mantenimiento de regímenes políticos autocráticos.

 

El énfasis y el interés que Almond y Verba pusieron al caracterizar los rasgos específicos y peculiares de las culturas políticas, tanto británica como norteamericana, les valieron el reproche de un cierto etnocentrismo que inevitablemente privilegiaba y colocaba como referente obligado el modelo anglosajón frente a las otras variantes culturales y políticas que aparecían, de esta manera, desvalorizadas.

 

Inspirados en las investigaciones del politólogo Harry Eckstein, Almond y Verba sostuvieron la hipótesis según la cual, los regímenes democráticos estables se fundan en una especie de cultura política mixta que se alimentaba y se alimenta de aparentes contradicciones. Los autores retomaron el concepto de Eckstein de las llamadas disparidades balanceadas: “Por un lado –afirma Verba– un gobierno democrático debe gobernar, debe mostrar poder, liderazgo y tomar decisiones. Por otro lado debe ser responsable hacia sus ciudadanos. Si algo significa la democracia es que, de alguna manera, las élites gubernamentales deben responder a los deseos y a las demandas de la ciudadanía. La necesidad de mantener este balance entre poder gubernamental y la capacidad de respuesta del gobierno, así como la necesidad de mantener otros balances que derivan del balance del poder y de la capacidad de respuesta, balances entre consenso y diferencias, entre afectividad y neutralidad afectiva, explican la manera mediante la cual los patrones mixtos de actitudes políticas asociados con la cultura cívica resultan apropiados para un sistema democrático”2.

 

II. La reaparición del concepto

 

Años después, dentro de la tradición metodológica que había orientado la investigación de Almond y Verba, Ronald Inglehart, de la Universidad de Michigan, realiza y publica un estudio comparativo más amplio con el fin de cuantificar las diferencias actitudinales predominantes que estarían en la base de las diversas culturas políticas de las sociedades industrializadas3. Sin embargo, la originalidad del proyecto investigativo de Inglehart no residía únicamente en la ampliación operada en la cobertura de su análisis. La tesis que proponía era más atrevida y ambiciosa que la que habían enunciado, apenas unas décadas antes, los autores de The Civic Culture. Inglehart pretendía probar que “los pueblos de determinadas sociedades tienden a ser caracterizados de acuerdo con atributos culturales relativamente durables que tienen algunas veces consecuencias políticas y económicas importantes”4. Más precisamente, mediante el análisis y la caracterización de las culturas políticas predominantes en determinadas sociedades industrializadas, se trataba de determinar la influencia que esas culturaspodían tener no sólo en el grado de viabilidad democrática de sus instituciones, sino también en el logro de un claro desarrollo económico.

 

Ciertamente, y como el mismo Inglehart lo reconoce, quien primero formuló de manera sistemática la posible influencia de factores culturales en el proceso de gestación y desarrollo del capitalismo fue Max Weber. Su célebre tesis sobre la importancia de la ética calvinista que habría facilitado el proceso de acumulación requerido en la dinámica capitalista así lo pone de manifiesto. La originalidad, no obstante, de Inglehart reside más bien en su señalamiento de que, una vez alcanzado un cierto nivel de desarrollo en las sociedades industrializadas avanzadas, se hace posible y aparece, de manera paradójica, una serie de valores postmaterialistas, centrados en el altruismo o en la preocupación más general por la calidad de la vida.

 

Pero la ambigüedad originaria que señalábamos en la formulación de Almond y Verba, que bien puede conducir a un cierto reduccionismo conceptual en la medida en que la cultura cívica es representada como la forma privilegiada y suprema de la cultura política, reaparece de cierta manera en las tesis de Inglehart, para quien la cultura cívica puede ser concebida como “un síndrome coherente de satisfacción personal, de satisfacción política, de confianza interpersonal y de apoyo al orden social existente. Esas sociedades que alcanzan una posición alta en relación con ese síndrome, tienen una mayor posibilidad de aparecer como democracias estables, que aquellas otras que tienen posiciones bajas”6.

 

Sin embargo, la evidencia empírica de algunas de las conclusiones de Inglehart, no ha resultado del todo convincente. En un artículo en cuyo título Jackman y Miller se preguntaban si había realmente un renacer de la cultura política7, los autores se atrevían a concluir que las asociaciones de datos presentadas por Inglehart en Culture Shift in Advanced Industrial Society relacionaban más bien la cultura y la estabilidad política y no la cultura con el funcionamiento propiamente de la democracia. Ciertamente la diferencia entre estabilidad política por un lado y juego democrático por el otro, tiene sin duda notables consecuencias, tanto en el plano teórico como en el plano práctico. El marcado interés de Inglehart de analizar la estabilidad, el apoyo al orden existente y las funciones que en ese sentido muestra la institucionalidad política, lleva a Richard Merelman de la Universidad de Wisconsin, a destacar la influencia parsoniana que pesaría sobre Inglehart, al considerar la estabilidad como un equilibrio logrado entre los valores, las acciones y las instituciones en el seno de una sociedad en un momento dado8. A la visión inglehardiana de la cultura política: sistemática, explícita y constituida por valores, actitudes y conocimientos, que pueden ser aprehendidos mediante encuestas o entrevistas, Merelman opone lo que él llama una concepción mundana de la cultura política: tal y como esta aparece en la vida cotidiana, de manera asistemática e implícita, en las conversaciones e intercambios que expresan la manera peculiar como los individuos construyen, usan e interpretan las ideas, los términos y los símbolos que pueden resultar centrales en el quehacer político.

 

Pero una de las diferencias quizás más significativas se refiere a la forma en que se plantea el problema de la estabilidad política: “¿Cómo puede entonces la cultura política mundana ayudar a explicar la estabilidad política? –se pregunta Merelman–. La respuesta reside en el carácter multivalente y a menudo contradictorio de las ideas y símbolos de la cultura política mundana; en su desconexión de la acción política vigorosa y en el vacío de las instituciones sociales y políticas. La cultura política mundana no lleva a los ciudadanos a apoyar con entusiasmo las instituciones políticas existentes. Al contrario, sus ideas y símbolos multivalentes, inhiben a los ciudadanos de cualquier participación política institucional relevante. El resultado puede ser la estabilidad política basada no en el consentimiento de principio sino más bien en la ambivalencia desactivadora”9.

 

Hay que tener presente que, desde la gestación misma del concepto de cultura política, concebido bajo la forma privilegiada de cultura cívica, la preocupación por el tema de la participación política estuvo en el centro y bajo el foco del análisis de sus proponentes. Esa participación aparece como condición del quehacer democrático. Pero según los teóricos de la Civic Culture, para que la democracia funcione, la participación no sólo no puede estar ausente sino que tampoco puede ser excesiva. De ahí que Robert Putnam de la Universidad de Harvard, en la sesión de la American Political Science Association en que precisamente se recordaban los treinta años de aparición de la célebre obra de Almond y Verba, utilizara la metáfora de “rizitos de oro” para caracterizar esa teoría10. La teoría de la Civic Culture se presenta así como la postulación del “just right”, del equilibrio, del justo medio. El mismo Almond así lo reconocía recientemente: “Lo que la teoría de la Cultura Cívica afirma es que, para que un sistema democrático funcione bien, tiene que evitar el sobrecalentamiento por un lado, y la apatía o la indiferencia por el otro, ya que debe combinar la obediencia y el respeto a la autoridad con la iniciativa y la participación, sin que haya mucho de lo uno o de lo otro, ya que no todos los grupos, intereses y temas irrumpirán simultáneamente, sino que los diferentes grupos, temas y sectores serán movilizados en distintos momentos”11.

 

III.    Formulaciones recientes

 

Para Putnam, dentro de una tradición más bien tocquevilliana, esa participación política, requerida para el adecuado funcionamiento del sistema democrático, se hace posible gracias a una marcada densidad organizativa y a una vibrante vida asociativa: “el desempeño del gobierno y de otras instituciones sociales está poderosamente influido por el compromiso ciudadano en los asuntos comunales”12. De esta manera, la existencia de una multiplicidad de organizaciones de diverso orden (voluntarias o animadas por intereses) depende –sostiene Putnam– del grado de confianza interpersonal que históricamente se ha desarrollado en una sociedad o en una comunidad determinada13. En una polémica investigación que Putnam realizó en Italia, referida al funcionamiento de los gobiernos regionales, el autor llegó a sostener que el grado de implicación cívica (observable a través de las redes asociativas en las que participan los ciudadanos) permite explicar el distinto desempeño del gobierno tanto en el norte como en el sur, a partir de los patrones de confianza y cooperación que se establecieron desde antes del renacimiento en las diferentes ciudades italianas: mientras que en el sur, para enfrentar la antigua dispersión feudal, se optó por una solución jerárquica y verticalizada, en el norte, el patrón republicano permitió y estimuló el desarrollo de redes más densas y supuestamente más horizontales14.

 

Sin embargo la tesis de Putnam ha sido objeto de réplicas interesantes. En un análisis en el que el autor no deja de subrayar la importancia de la obra de Putnam, David Laitin de la Universidad de Chicago llama la atención sobre el hecho de lo que luego va a ser conceptualizado como la inevitable ambivalencia de la implicación ciudadana en las redes organizativas. Laitin señala que si bien es cierto fue en el norte de Italia que se desarrolló notablemente la participación ciudadana, “estas áreas suministraron también el principal aporte al fascismo”15. Parecería, por consiguiente, que el desarrollo democrático no se nutre exclusivamente de una vibrante vida asociativa de la ciudadanía, ya que, sin una institucionalidad política que la regule y le marque ciertos límites y ciertos horizontes, ese desarrollo puede resultar errático o incluso abortado.

 

El debate académico que sigue suscitando la teoría de la Civic Culture, las formas novedosas que asumen algunas de sus tesis originarias, la ambigüedad de algunos de sus conceptos, lo sugestivo y, a su vez, lo insuficiente de sus explicaciones, ponen de manifiesto, sin duda alguna, la renovada vitalidad de su propuesta teórica.

 

Bibliografía:

Almond, Gabriel A.: “The Civic Culture: Prehistory, Retrospect and Prospect”, Documento presentado en el Coloquio organizado por el Center for the Study of Democracy y el Department of Politics and Society, University of California, Irvine, 17 de noviembre 1995.

Almond, Gabriel A, Verba, Sidney: The Civic Culture, Princeton University Press, Princeton, 1963.

Inglehart, Ronald: Culture shift in advanced industrial society, Princeton University Press, Princeton, 1990.

______________: “The Renaissance of Political Culture”, American Political Science Review, V. 82, No. 4, diciembre 1988.

Jackman, Robert W., Miller, Ross A.: “A renaissance of political culture?”, American Journal of Political Science , V. 40, No. 3, agosto 1996.

Merelman, Richard M.: “The Mundane Experience of Political Culture”, Political Communication, V. 15, No. 4, octubre 1998.

Putnam, Robert: Making Democracy Work: Civic Traditions in Modern Italy, Princeton University Press, Princeton, 1993.

_____________: “Tuning In, Tuning Out: The Strange Disappearance of Social Capital in America”, PS Political Science & Politics, No. 4, diciembre 1995.

 

Oscar FERNÁNDEZ

 

NOTAS

1         Nos referimos a la obra conjunta The Civic Culture, que publicaron en 1963, Gabriel Almond, quien en ese momento era profesor en Yale y Sidney Verba, a quien Almond había dirigido su tesis y que en ese entonces permanecía en Princeton. En dicha investigación, los autores intentaron un estudio comparativo del funcionamiento de la cultura política predominante en ese momento en cinco distintas sociedades (Alemania, Gran Bretaña, Estados Unidos, Italia y México) con el fin de relacionar esas especificidades culturales y el desarrollo democrático alcanzado en cada una de ellas. Como lo ha subrayado David Laitin, The Civic Culture, “representó el primer intento sistemático de explicar las consecuencias democráticas haciendo uso de variables culturales. Metodológicamente, The Civic Culture experimentó por vez primera con el análisis comparativo de encuestas”. David D. Laitin, “The Civic Culture at 30”, American Political Science Review, V. 89, No. 1, marzo 1995, p. 168.

2         Gabriel A. Almond, “The Civic Culture: Prehistory, Retrospect and Prospect”, Documento presentado en el Coloquio organizado por el Center for the Study of Democracy y el Department of Politics and Society, University of California, Irvine, 17 de noviembre 1995, s.n.p.

3         Nos referimos a la obra de Ronald Inglehart, Culture shift in advanced industrial society, Princeton University Press, Princeton, 1990. Poco tiempo antes, Inglehart había publicado un polémico artículo en el que saludaba, lo que él mismo denominaba un renacimiento de la cultura política: Ronald Inglehart, “The Renaissance of Political Culture”, American Political Science Review, V. 82, No. 4, diciembre 1988.

4         Ronald Inglehart, “The Renaissance of Political Culture”, art. cit. p. 1228.

5         Según una recurrida definición, Inglehart conceptualiza esa cultura como “un sistema de actitudes, valores y conocimientos, ampliamente compartidos en una sociedad y transmitidos de generación en generación”. Ronald Inglehart, Culture shift in advanced industrial society, op. cit., p. 18.

6         Ronald Inglehart, “The Renaissance of Political Culture”, art. cit. p. 1203.

7         Robert W. Jackman, Ross A. Miller, “A renaissance of political culture?”, American Journal of Political Science , V. 40, No. 3, agosto 1996.

8         Richard M. Merelman , “The Mundane Experience of Political Culture”, Political Communication, V. 15, No. 4, octubre 1998. Ver p. 530.

9         Ibid., pp. 531-532.

10       En el célebre cuento infantil, al ingresar furtivamente en la tentadora casa de los tres osos, Rizitos de Oro escoge el plato de sopa del oso pequeño, puesto que la sopa del oso padre estaba muy caliente, mientras que la de la osa madre estaba muy fría. Asimismo, escoge la cama del osito –adonde por lo demás se queda dormida- ya que la cama del oso padre le pareció muy dura, mientras que la de la osa madre le pareció demasiado blanda.

11       Gabriel A. Almond, “The Civic Culture: Prehistory, Retrospect and Prospect”, doc. cit., s.n.p.

12       Robert D. Putnam “Tuning In, Tuning Out: The Strange Disappearance of Social Capital in America”, PS Political Science & Politics, No. 4, diciembre 1995, p. 664.

13       El énfasis y la importancia concedida a esa actitud de confianza interpersonal, prolonga en cierto sentido las tesis originarias de la teoría de la Cultura Cívica: “Almond y Verba (1963) concluían que la confianza interpersonal es un prerrequisito para la formación de asociaciones secundarias, lo que a su vez resulta esencial para la efectiva participación en cualquier amplia democracia” Ronald Inglehart, “The Renaissance of Political Culture”, art. cit. p. 1204.

14       Robert Putnam, Making Democracy Work: Civic Traditions in Modern Italy, Princeton University Press, Princeton, 1993.

15      David D. Laitin, “The Civic Culture at 30”, art. cit., p. 173.