UNO MURIÓ POR TODOS


Un historiador griego cuenta que un día el rey Damocles quiso hacerle probar a uno de sus súbditos, que envidiaba su situación, cómo vive un rey. Lo invitó a su mesa e hizo que le sirvieran un espléndido banquete. Al buen hombre la vida en la corte le parecía cada vez más envidiable. Pero en un momento dado, el rey lo invitó a que levantase la mirada. ¿Y qué fue lo que vio el súbdito? Sobre su cabeza pendía una espada, con la punta hacia abajo, suspendida de una crin de caballo... El hombre se quedó pálido de repente, se le atragantó el bocado que estaba comiendo y empezó a temblar. Así -quería decir Damocles— así viven los reyes: con una espada suspendida día y noche sobre su cabeza.

Pero no sólo los reyes, añadimos nosotros. Una espada de Damocles pende sobre la cabeza de todos y cada uno de los hombres, sin ninguna excepción. Lo que ocurre es que ellos no piensan en eso, por estar completamente entregados a sus ocupaciones y diversiones. Esa espada se llama la muerte. Y la Iglesia —no por odio, sino por amor a los hombres— debe asumir de vez en cuando la ingrata tarea de invitarlos a levantar la mirada para ver esa espada que pende sobre sus cabezas, para que no les caiga encima de improviso sin que estén preparados.

¿Pero no estamos ya bastante abrumados por la idea de la muerte? ¿Qué necesidad hay de remover el cuchillo en la llaga? Es muy cierto. El miedo a la muerte está clavado en lo más hondo de todo ser humano. La angustia de la muerte —ha dicho un gran psicólogo— es "el gusano que está en el centro" de todos nuestros pensamientos. Es la expresión inmediata del más fuerte de todos los instintos del hombre, el instinto de autoconservación.

Si pudiésemos escuchar el grito silencioso que se eleva de toda la humanidad, escucharíamos el terrible alarido: No quiero morir!"

Entonces, ¿por qué invitar a los hombres a pensar en la muerte, si todos la tenemos ya tan presente? Muy sencillo. Porque los hombres hemos elegido sacudirnos de encima la idea de la muerte. Hacer como si no existiera, o como si sólo existiera para los demás, pero no para nosotros. En una ciudad de Italia se levantó, después de la guerra, un nuevo barrio residencial de lujo. Los constructores decidieron que en él no debía haber ninguna iglesia, y la razón que daban era que el toque a muerto de las campanas y la vista de los funerales podrían turbar la tranquilidad de los inquilinos.

Pero el pensamiento de la muerte no se deja arrinconar o sacudir de encima con esos medios tan pobres. Y entonces lo único que queda es reprimir/o, que es lo que hace la mayoría de nosotros. Pero reprimir cuesta trabajo, constante atención y un esfuerzo psicológico continuo, como el que se requiere para mantener cerrada una tapa que empuja con fuerza para levantarse. Una parte considerable de nuestras energías las empleamos en tener alejado el pensamiento de la muerte. Hay quienes hacen gala de una gran seguridad al respecto, dicen que saben que tienen que morir, pero que eso no les preocupa demasiado, que ellos piensan en la vida, no en la muerte... Pero eso es una pose del hombre secularizado; en realidad, no es más que una de tantas formas de reprimir el miedo.

Por eso es necesario hablar de la muerte de una vez por todas, y hablar de ella precisamente el Viernes Santo, ese día en que la muerte fue vencida. Y hablar de ella, no para aumentar el miedo, sino para que nos libere de él el único que puede hacerlo.


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¿Qué respuestas han encontrado los hombres al problema de la muerte? Los más sinceros han sido los poetas. Al no tener soluciones que proponer, por lo menos nos ayudan a tomar conciencia de nuestra situación y a conmovernos ante nuestro destino y el de nuestros semejantes. "Estamos / como en otoño / las hojas / en los árboles", escribió uno de ellos (G. Ungaretti). El hombre, ha dicho otro, es como una ola que ruge y avanza espumeante sobre el mar, sin saber en qué playa romperá. Es una luz a punto de apagarse, que brilla en pequeños círculos temblorosos, sin saber cuál de ellos brillará el último (G. A. Bécquer). "~Hombres, tened paz! / Que en la prona tierra / grande es el misterio", exclamaba un poeta italiano ante el enigma de la muerte (G. Pascoli).

En cambio los filósofos han intentado explicar la muerte. Uno de ellos, Epicuro, afirmó que la muerte es un problema falso, porque —decía— "cuando existo yo aún no existe la muerte, y cuando existe la muerte ya no existo yo".

También el marxismo intentó eliminar el problema de la muerte. La muerte —dice— es un problema de la persona, y precisamente eso es lo que demuestra que lo que cuenta no es la persona humana sino la sociedad, la especie, que no muere. Pero el marxismo ha tocado a su fin y el problema de la muerte aún sigue en pie. Antes que el comunismo hubiese perdido la batalla en el exterior —en la carrera de armamentos o en los mercados mundiales—, la había perdido ya en los corazones. Lo único que supo hacer ante la muerte fue levantar grandes mausoleos.

La Biblia misma, antes de Jesucristo, se mantenía casi muda ante el problema de la muerte. "Vanidad de vanidades, todo es vanidad", concluía desconsolado el Qohelet (Qo 12,8). Al hombre que muere se lo compara a un candil que se rompe y se apaga, a un cántaro que se hace añicos en la fuente, a una polea que se rompe dejando que el cubo se caiga en el pozo (cf Qo 12,1-8). Con la muerte, se interrumpe la relación con Dios. "Los muertos ya no alaban al Señor, ni los que bajan al silencio" (Sal 115,17). "Oh muerte, ¡qué amargo es tu recuerdo!", concluía Ben Sira (Si 41,1).


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Y la fe cristiana ¿qué tiene que decir acerca de todo esto? Algo sencillo y grandioso: que la muerte existe, que es el mayor de nuestros problemas, pero que ¡Cristo ha vencido la muerte! La muerte del hombre ya no es lo que era: ha intervenido un hecho decisivo. La fe nos trae una novedad increíble que sólo la venida del mismo Dios a la tierra podía producir. La muerte ha perdido su aguijón, como una serpiente cuyo veneno ya sólo es capaz de adormecer a la víctima durante algunas horas, pero no de matarla. "La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿dónde está, muerte, tu aguijón?" (1 Co 15,55).

En los Evangelios, es un centurión romano el que proclama la novedad de esta muerte: "El centurión, que estaba enfrente —leemos—, al ver cómo había expirado, dijo: Realmente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15,39). El entendía de combatientes y de combates, y reconoció inmediatamente que el "fuerte grito" que dio Jesús al expirar era el grito de un vencedor, no el de un vencido.

¿Y cómo venció Jesús la muerte? No evitándola, ni haciéndola retroceder como a un enemigo que huye. La venció pasando por ella, saboreando personalmente toda su amargura. La venció desde dentro, no desde fuera.

He recordado al comienzo unas palabras de la segunda lectura: "Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte..." (Hb 5,7). Realmente, no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, y sobre todo de nuestro miedo a la muerte. ¡Él sabe bien lo que es la muerte! Tres veces leemos en los Evangelios que Jesús lloró, y dos de ellas fueron ante el dolor por un difunto.

En Getsemaní Jesús vivió hasta el fondo nuestra experiencia humana ante la muerte. "Empezó a sentir terror y angustia", dicen los Evangelios. Y esos dos verbos que se utilizan en esta ocasión sugieren la idea de un hombre presa de una profunda turbación, de una especie de terror solitario, como excluido bruscamente de la convivencia humana.

Jesús no se adentró en la muerte como quien sabe que tiene un as en la manga que sacará en el momento oportuno. Si a lo largo de su vida muestra a veces que sabe que resucitará, eso se debe a un conocimiento especial, del que no disponía como y cuando quería. Su grito en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" está indicando que, en aquel momento, no tenía en cuanto hombre esa certeza.

Jesús se adentró en la muerte igual que nosotros, como quien cruza un umbral hacia la oscuridad y no ve lo que le espera al otro lado. Lo único que lo sostenía era una indefectible confianza en el Padre que lo llevó a exclamar: "¡Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu!" (Lc 23,46).


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¿Y qué sucedió una vez cruzado aquel oscuro umbral? Los Padres de la Iglesia solían explicarlo con una imagen. La muerte, cual bestia voraz, atacó también a Cristo y lo devoró, pensando que le pertenecía como cualquier mortal. Pero mordió el anzuelo. Aquella humanidad ocultaba en su interior "granito", al Verbo de Dios que no puede morir. Y la muerte salió con los dientes rotos para siempre. En una homilía pronunciada en este mismo día de Viernes Santo, un obispo del siglo II exclamaba: "Con su Espíritu, que no estaba sujeto a la muerte, Cristo mató a la muerte que mataba al hombre"’ .MELITÓN DE SARDES, Sobre la Pascua, 66 (Sch 123, p. 96).

Jesús venció a la muerte "muriendo". Mortem nostram moriendo destruxit: éste es el grito pascual que eleva a una voz la Iglesia de Oriente y de Occidente en este día. La muerte ya no es un muro ante el que todo se estrella; es un paso, es decir, una Pascua. Es una especie de "puente de los suspiros" por el que el hombre entra en la vida verdadera que no conoce la muerte.

Pues Jesús —y en esto consiste el gran anuncio cristiano— no ha muerto sólo para sí, no nos ha dejado simplemente un ejemplo de muerte heroica, como Sócrates. Ha hecho algo muy distinto: "Uno murió por todos" (2 Co 5,14), exclama san Pablo, y también: "Él padeció la muerte para bien de todos" (Hb 2,9). Asombrosas afirmaciones que, si no nos hacen gritar de alegría, es porque no las tomamos lo suficientemente en serio y al pie de la letra como deberíamos. Al estar "bautizados en la muerte de Cristo" (cf Rm 6,3), hemos entrado en una relación real, aunque mística, con esa muerte, participamos de ella, hasta el punto de que el Apóstol se atreve a proclamar desde la fe: "Habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios" (Col 3,3). "Si uno murió por todos, todos murieron" (2 Co 5,14).

Y la razón de ello es muy sencilla. Si nosotros pertenecemos ya más a Cristo que a nosotros mismos (cf 1 Co 6,19s), de ahí se sigue que, a la inversa, lo que es de Cristo nos pertenece mucho más que lo que es nuestro. Su muerte es más nuestra que nuestra propia muerte. "El mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro: todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios", dice también san Pablo (1 Co 3,22). La muerte es nuestra, mucho más que nosotros de la muerte; nos pertenece, mucho más que nosotros a ella. En Cristo también nosotros hemos vencido a la muerte.

Al hablar de la muerte, lo más importante, en el cristianismo, no es el hecho de que tenemos que morir, sino el hecho de que Cristo murió. El cristianismo no se abre camino en las conciencias con el miedo a la muerte; se abre camino con la muerte de Cristo. Jesús vino a librar a los hombres del miedo a la muerte, no a aumentárselo. El Hijo de Dios tomó una carne y una sangre como las nuestras "para, muriendo, aniquilar al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberar así a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos" (Hb 2,14s).

Lo que quizás más nos asusta, de la muerte, es la soledad con que tenemos que afrontarla. "Nadie —decía Lutero— puede morir por otro, sino que cada uno tendrá que luchar personalmente con la muerte. Podemos gritar todo lo que queramos al oído de quien esté a nuestro lado, pero en ese momento cada uno tendrá que vérselas consigo mismo". Sólo que esto ya no es del todo verdad: "Si morimos con él, viviremos con él" (2 Tm 2,11). Por tanto, ¡es posible morir dos juntos!

En esto descubrimos lo que, desde el punto de vista cristiano, hay de verdaderamente grave en la eutanasia. Que priva a la muerte del hombre de su relación con la muerte de Cristo; que la despoja de su carácter pascual, que la retrotrae en el tiempo a lo que era antes de Cristo. Con ella, la muerte queda privada de su austera majestad, convirtiéndose en obra del hombre, en decisión de una libertad finita. Queda literalmente "profanada", es decir despojada de su carácter sagrado.

 

Desde que el mundo es mundo, los hombres no han dejado nunca de buscarle remedio a la muerte. Uno de esos remedios, propio del Antiguo Testamento, es la descendencia: sobrevivir en los hijos. Otro es la fama. No moriré por completo, canta el poeta pagano, non omnis moriar. "He levantado un monumento más duradero que el bronce: ¿ere perennius" (Horacio).

En nuestros días se está difundiendo un nuevo pseudo-remedio: la doctrina de la reencarnación. Pero "el destino de los hombres es morir una sola vez; y después de la muerte, el juicio" (Hb 9,27). ¡Una sola vez, semel! La doctrina de la reencarnación es incompatible con la fe cristiana. Y tal como se la propone entre nosotros en Occidente, es fruto, entre otras cosas, de un craso error. En su origen, y en todas las religiones en que esa doctrina se profesa como parte del propio credo, la reencarnación no significa un suplemento de vida, sino de sufrimiento; no es motivo de consuelo, sino de temor. Con ella se le quiere decir al hombre: "¡Cuidado, que si obras mal, tendrás que volver a nacer para expiarlo!" Es una amenaza y un castigo. Es como decirle a un preso, al terminar el tiempo de su detención, que se le ha duplicado la pena y que tiene que volver a empezar. Nosotros hemos domesticado el asunto, adaptándolo a nuestra mentalidad occidental materialista y secularizada. Hemos hecho de la doctrina de la reencarnación, inventada cuando aún no se conocía la resurrección de Cristo, un pretexto para eludir la seriedad de la vida y de la muerte.

El verdadero remedio es el que la Iglesia recuerda en este día del año: "¡Uno ha muerto por todos!" ";Cristo padeció la muerte para bien de todos!" Para prevenimos contra la muerte, lo único que tenemos que hacer es estrecharnos a él. Anclarnos en Cristo por la fe, como se anda una barca al fondo del mar para que pueda resistir la tormenta que se acerca.

Antes se nos inculcaban muchos medios para prepararnos a bien morir. El más importante era pensar a menudo en la muerte, representárnosla con los detalles más espeluznantes. Pero lo importante no es tanto tener ante los ojos nuestra propia muerte como la muerte de Cristo, no es la calavera sino el crucifijo. El grado de unión con él marcará el grado de nuestra confianza ante la muerte. hemos de conseguir que nuestra adhesión a Cristo sea más fuerte que nuestro apego a las cosas, a la profesión, a nuestros seres queridos, a todo, de forma que nada sea capaz de reternernos cuando llegue "el momento de la partida" (2 Tm 4,6).

Francisco de Asís, que había llegado a una perfecta unión con Cristo, próximo ya a la muerte, añadió una estrofa a su Cántico de las criaturas: "Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor! / Ningún viviente escapa de su persecución". Y cuando le anunciaron que estaba ya próximo el final, exclamó: "¡Bienvenida sea mi hermana Muerte!" La muerte ha cambiado de rostro: se ha convertido en una hermana.

Francisco no fue el único. Después de la última guerra, se publicó un libro titulado Últimas cartas desde Estalingrado. Eran cartas de soldados alemanes que habían sido hechos prisioneros en el sitio de Estalingrado, y que habían salido en el último convoy antes del asalto final del ejército ruso en el que murieron todos. En una de ellas, un joven soldado escribía a sus padres: "No tengo miedo a la muerte. ¡Mi fe me da esta hermosa confianza! ".

 

Jesús, antes de morir, instituyó la Eucaristía, en la que anticipó su muerte; la salvó así del azar, de los acontecimientos y de las explicaciones contingentes. Le dio un sentido, el sentido que él quería, no el que querían sus enemigos: la convirtió en el memorial de la nueva alianza, en expiación por los pecados, en la ofrenda suprema de amor al Padre por los hombres. "Tomad y comed —dijo—: esto es mi cuerpo que se ofrece en sacrificio por vosotros".

Y en todas las Misas nos ofrece también a nosotros la maravillosa posibilidad de dar por anticipado un sentido a nuestra muerte, de unirnos a él para convertirla en una ofrenda viva en Cristo, en una libación para el sacrificio, como decía san Pablo (2 Tm 4,6).

Un día, al atardecer, a orillas del lago, Jesús dijo a los discípulos: "Vayamos a la otra orilla" (Mc 4,35). Llegará un día y un atardecer en que también a nosotros nos dirá esas mismas palabras: "Vayamos a la otra orilla". Dichosos los que, como los discípulos, estén preparados para subirlo con ellos a la barca, "tal como esté", y a zarpar con él en la fe.

En este día, un gracias profundo brota del corazón de los creyentes y de todo el género humano: Gracias, Señor Jesucristo, en nombre de quien sabe y de quien no sabe que tú has muerto por él. Gracias por tu sudor de sangre, por tu angustia y por tu grito de victoria en la cruz.

Hazte muy cercano a quienes en estos momentos están dejando este mundo y repíteles lo que le dijiste al buen ladrón desde la cruz: "¡Hoy estarás conmigo en el paraíso!"

Quédate con nosotros, Señor, porque atardece, y la vida ya declina...