PARA RESCATAR AL ESCLAVO, ENTREGASTE AL HIJO


Este año inmediatamente anterior al gran Jubileo del 2000 está dedicado a la persona de Dios Padre. Por eso, tenemos que hablar de él.

¿Pero qué relación puede existir entre la persona del Padre y la liturgia del Viernes Santo? ¿Acaso el Viernes Santo no es más bien un cargo de acusación contra el Padre, un hecho que conviene silenciar cuando se habla de él? Debemos reconocerlo: en contra de las intenciones de la liturgia, este día ha contribuido a veces, en el pasado, a ofuscar la imagen de Dios Padre. Con el fin de resaltar los padecimientos de Cristo en la cruz, se ofrecía una imagen del Padre que no podía por menos de inspirar miedo. En un discurso pronunciado ante la corte del rey de Francia, el Viernes Santo de 1662, uno de los más grandes oradores sagrados de la historia presentaba a Jesús buscando consuelo en el Padre, mientras "el Padre, sordo, lo rechaza y le pone mala cara, abandonándolo al furor de su justicia irritada"1. Cf J.-B. BOSSUET, Oeuvres Coinplétes, IV, Paris, 1836, p. 365.

Esta liturgia de hoy nos ofrece una ocasión propicia para poner fin a ese estado de cosas y clarificar el equívoco que lo ha producido.

Hasta hace algún tiempo se solía definir al Espíritu Santo como "el gran desconocido" entre las Personas divinas. Hoy, honradamente, no podemos seguir diciendo eso. Durante este siglo que está al terminar, el Espíritu Santo se ha impuesto "por propios méritos" a la atención de la Iglesia. Se ha renovado la Pneumatología, pero sobre todo se ha renovado Pentecostés, gracias a la experiencia que han tenido de él centenares de millones de creyentes de todas las Iglesias cristianas. Hoy tenemos que decir que el gran desconocido es el Padre. Y más que desconocido, ¡ rechazado!

Las causas de ese oscurecimiento de la figura de Dios Padre en la cultura moderna son múltiples. En el fondo se encuentra la reivindicación de la absoluta autonomía del hombre. Y como Dios Padre se presenta como el principio mismo y la fuente de toda autoridad, lo único que faltaba era negarlo, y eso es lo que ha ocurrido. "La raíz del hombre es el hombre"2 L. MARX, Crítica de la filosofia del derecho de Hegel, en Gesamtausgabe, 1, 1, Francfort sur M., p. 614. . "Si Dios existe, el hombre no es nada"3 P. SARTRE, El diablo y Dios, X, 4. . Éstas son algunas de las voces que se han levantado en nuestro mundo occidental en los dos últimos siglos. Freud pensó que daba a este rechazo una justificación psicológica cuando decía que el culto al Padre celestial no es más que una proyección del complejo paterno que lleva al niño a idealizar a su padre de la tierra después de haber deseado matarlo. Hablando de la época que precedió a la revelación evangélica, un autor del siglo II decía: "El desconocimiento del Padre provocaba angustia y miedo"4Evangelium veritatis, 17, 10.. Eso mismo sucede también hoy: el desconocimiento del Padre es fuente de angustia y de miedo. Si el padre es, a todos los niveles —espiritual y material—, "la raíz última del ser", sin él no podemos por menos de sentirnos "desarraigados".

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Urge, pues, volver a sacar a la luz el verdadero rostro de Dios. Para ello no se necesitan años y años de trabajo, como se necesitaron para quitar la oscura pátina que recubría la imagen del Padre en la Capilla Sixtina. Basta con un relámpago, con una iluminación del corazón, con una revelación del Espíritu. Porque el verdadero rostro de Dios Padre está ahí, grabado para siempre en la Sagrada Escritura. Y se reduce a una palabra: "¡Dios es amor!" En el Nuevo Testamento, la palabra Dios, sin otra añadidura, significa siempre Dios Padre. Por tanto, Dios Padre es amor. "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único por él" (Jn 3,16) significa: Tanto amó Dios Padre al mundo...

"¿Por qué nos ha creado Dios?" A esta pregunta el catecismo respondía: "Para conocerlo, servirlo y amarlo en esta vida y después gozarlo en la eterna". Una respuesta correcta, pero que, si nos fijamos bien, sólo responde a la pregunta: con qué fin, con qué objeto nos ha creado (para servirlo, amarlo, gozarlo); pero no responde a la pregunta: "por qué razón nos ha creado, qué es lo que lo llevó a crearnos". Y a esta pregunta no podemos responder: "para que lo amásemos", sino "porque nos amaba". "Hiciste todas la cosas -dice una de las Plegarias eucarísticas— para colmarlas de tus bendiciones y alegrar su multitud con la claridad de tu gloria " Plegaria eucarística IV.

Ésta es la diferencia entre el Dios de los filósofos y el Dios del Evangelio. El Dios de los filósofos es un Dios que puede ser amado, que debe ser amado, pero que no ama, que no puede amar a los hombres, que se desacreditaría si lo hiciese. "Dios mueve al mundo -escribe Aristóteles— en cuanto es amado"6 ARISTÓTELES, Metafísica, XII, 7, 1072 b. (¡no en cuanto ama!). La revelación dice exactamente todo lo contrario: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó... Nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero" (1 Jn 4,10.19).

Éste es el verdadero misterio del cristianismo. Un escritor cristiano, de los más leídos en el mundo anglosajón, Clive Lewis, ha escrito una novela titulada Las cartas del diablo7. La trama es curiosa. Un joven diablillo se dedica en la tierra a seducir a un buen muchacho recién convertido. Pero como carece de experiencia, se pone en contacto con un tío suyo, ya mayor, que le da instrucciones sobre cómo salir airoso en la empresa. (Un agudísimo tratado sobre los vicios y las virtudes, si se lee en sentido contrario). Y el autor nos lleva así al infierno y nos hace escuchar los razonamientos que allí se hacen. Lo que vuelve locos a los demonios, lo que éstos no entienden ni nunca entenderán, es que Dios ame a unas criaturas tan miserables como los hombres. En la tierra, dicen, los hombres creen que la Trinidad, u otras cosas por el estilo, son los misterios más grandes; y los muy tontos no comprenden que aquel otro es el verdadero misterio inexplicable. Y yo creo que, al menos por una vez, los demonios tienen razón.


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Pero es tiempo ya de recoger una objeción que se espesa en el aire, como una tormenta, cuando se habla del amor del Padre. "¿Y el dolor del mundo? ¿Ese río inmenso de lágrimas y de sangre que atraviesa la historia?"

Esta objeción ha adquirido nuevos acentos después de la última guerra y después de Auschwitz. Y ha surgido una literatura que puede definirse como la literatura "de los procesos a Dios". ¿Dónde estaba Dios en esos momentos? ¡ Cuántas veces ha resonado esta pregunta, en novelas y en obras de teatro, en estos últimos cincuenta años!

La forma que ha revestido la negación de Dios en el positivismo lingüístico de nuestro siglo parte de ahí. Si la frase "Dios es amor" —dice— no se pone en cuestión ni siquiera tras la constatación del dolor atroz que existe en el mundo, entonces quiere decir que carece de sentido y se debe olvidar. Para considerar como verdadera una afirmación, es preciso que exista, al menos a nivel de principio, la posibilidad de "falsificarla", esto es, de demostrar, mediante una observación empírica, su verdad o su falsedad. Y eso en este caso no se da8.Cf A. FLEW, Theology and Falsiflcation (1949).

Pero no se trata de meras protestas que se eleven sólo desde la filosofía o desde la literatura, o con ocasión de grandes catástrofes. Es toda la humanidad la que, desde todos los rincones de la tierra, grita diariamente su dolor. Hace poco leía yo un testimonio de una mujer joven. Decía: "Señor, ¿por qué me has condenado a morir? (Le habían descubierto una enfermedad maligna). Tengo un marido que, tras diez años de matrimonio, todavía me quiere y me lo dice; dos niños maravillosos. ¿Por qué no puedo verlos crecer?" Y como era una mujer de fe, se recobraba inmediatamente y añadía frases de otro tenor: "Yo sé, Señor, que la vida y la muerte no podemos programarlas como nos gustaría a nosotros, que el éxito de una vida no se mide por el número de años. Pero si quieres que todo esto nos pase de la cabeza al corazón, tienes que echarnos una mano. Nosotros solos no podemos".

 

¿Qué puede responder a todo esto el acusado, la fe? Creo que, ante el dolor, los creyentes hemos de adoptar ante todo una actitud de humildad. No imitar a los amigos de Job, que al final fueron desautorizados por el mismo Dios a quien pretendían defender. No pregonar doctas explicaciones, como si para nosotros el dolor no encerrase ningún misterio. Del dolor hay que decir lo que san Agustín decía de Dios: "Si crees que lo has comprendido, no es él lo que has comprendido"9.SAN AGUSTIN, Sermón 52 (RB 74, p. 47: "Si cepisti, non est Deus quod comprehendere potuisti").

 

Jesús, que en cuanto a dar explicaciones sabía mucho más que nosotros, ante el dolor de la viuda de Naín se echó a llorar, y lo mismo hizo ante el sufrimiento de las hermanas de Lázaro. Y después de llorar, hizo algo más; dijo: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá" (cf Jn 11,25).

También nosotros, después de llorar o en medio de las lágrimas, podemos decir algunas palabras sobre el dolor. ¿Cuáles? No es cierto que el hombre sufra y Dios no, que Dios se esté ahí mirando. ¡También Dios sufre! Una afirmación tan insólita no nos la hemos inventado nosotros ahora, justo para tener algo que responder al hombre de hoy. Está escrita con letras mayúsculas en la Biblia, del principio al final. "Hijos he criado y educado, y ellos se han rebelado contra mí" (Ls 1,2). Los padres de la tierra que hayan vivido la tristísima experiencia de ver cómo sus hijos reniegan de ellos y los desprecian pueden comprender bien el dolor que se esconde detrás de estas palabras de Dios. "Pueblo mío, ¿qué te he hecho?", oiremos repetir una y otra vez en esta celebración; "¿en qué te he ofendido? ¡Respóndeme!" (cf Mi 6,3). También estas palabras hablan de dolor.

Dios no sufre tanto por la ofensa que le hacemos a él (en realidad, ¿quién puede hacerle a él algún mal?), cuanto por la ofensa que el hombre se hace a sí mismo o a otros hombres. Lo que queda herido no es su orgullo, sino su amor. Dice la Escritura: "Dios no hizo la muerte, ni goza destruyendo a los vivientes" (Sb 1,12-14). Y no sólo no goza , sino que "sufre" con la destrucción de los vivientes.

Si esta afirmación de que Dios sufre nos suena a nueva y a algunos hasta les produce algo de miedo, ello se debe a que la idea que durante siglos nos hicimos de Dios en la práctica, había vuelto a ser la idea filosófica de un Dios impasible que está por encima y que es ajeno a los cambios y a las vicisitudes humanas.

Pero el Dios cristiano no puede ser "impasible" en el sentido en que lo conciben los filósofos. No puede serlo porque el Dios cristiano es amor. Y el amor —todos lo sabemos— es la cosa más vulnerable que existe en el mundo. Es vulnerable debido a la libertad en que deja siempre al amado. "El amor no puede vivirse sin dolor": esta máxima vale para Dios igual que para los hombres. Y "Dios Padre sufre una pasión de amor", como decía Orígenes 10 ORÍGENES, Homilías sobre Ezequiel, 6, 6 (GCS 1925, p. 3

 

Este redescubrimiento del sufrimiento de Dios ha sido bien acogido por los teólogos más importantes de nuestro siglo y hasta el mismo papa lo ha hecho suyo en la encíclica Dominum et vivificantem, aunque con los debidos matices. El papa habla de un "inescrutable e inefable dolor de padre", que en la pasión redentora de Cristo encuentra su manifestación histórica y su "corroboración" Dominum et vivificantem, 39.’ . Cierto que el sufrimiento de Dios no es como el nuestro. El suyo es sumamente libre y no contradice sus otras perfecciones sino que las exalta. Es "la pasión del impasible", como decía un antiguo Padre de la Iglesia’ SAN GREGORIO TA sacra, IV, 1883, p. 363.2. Es pura "com-pasión".

En toda la liturgia pascual, la imagen más próxima a este modelo es la del Exultet de la noche de Pascua: "¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¿Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!"

A la pregunta: "¿Dónde estaba Dios Padre en el Calvario, mientras el Hijo agonizaba?", hay que responder, pues: estaba con él en la cruz. La devoción popular y el arte encontraron la respuesta antes que la teología. Desde la edad media hasta nuestros días, y de un extremo al otro del mundo occidental, ésta es la representación clásica de la Trinidad: Dios Padre que, con los brazos extendidos, sostiene la cruz del Hijo, o lo recibe en su seno con infinita ternura recién bajado de la cruz, y entre los dos la paloma del Espíritu Santo. Si en el mundo bizantino la Trinidad son tres ángeles en torno a una mesa, en el mundo latino son las tres Personas divinas en el Calvario. Este tipo de representaciones son incontables, desde las más sencillas y populares hasta las grandes obras maestras, como "La Trinidad" de Masaccio en el fresco de Santa María Novella.

 

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Pero, al llegar a este momento, vuelve a surgir la objeción, más peligrosa aún, bajo otra forma. ¿Entonces, también Dios es impotente frente al mal? En la profesión de fe decimos: "Creo en Dios Padre"; pero parémonos aquí, sin añadir "todopoderoso". El mal, y no Dios, es todopoderoso. Volvamos a la antigua creencia pagana de que, por encima de la misma divinidad, reina el Destino, la pura y dura Ananke, la necesidad de todas las cosas. Esto es lo que Satanás busca hacer creer a los hombres, pero es mentira.

El argumento que se repite con frecuencia, desde la antigüedad hasta nuestros días, es: "O Dios puede vencer el mal y no quiere, y entonces no es un padre: o quiere vencerlo pero no puede, y entonces no es todopoderoso". A ese razonamiento respondemos: Dios quiere vencer el mal, puede vencerlo y lo vencerá. El mal físico y el mal moral. Pero ha elegido hacerlo de una manera que nosotros nunca nos habríamos imaginado. (Esforcémonos por entender bien esto, pues creo que ésta es la afirmación que nos llevará más cerca de lo que podría llamarse la respuesta cristiana a la objeción del mal). Dios ha elegido vencer el mal, no evitándolo, ni tampoco derrotándolo con su omnipotencia o empujándolo fuera de las fronteras de su reino, sino cargando con él y transformándolo desde dentro en bien; transformando el odio en amor, la violencia en mansedumbre, la injusticia en justicia, la angustia en esperanza. Hizo lo que nos pide a nosotros que hagamos cuando dice en la Sagrada Escritura: "No te dejes vencer por el mal, vence el mal a fuerza de bien" (Rm 12,21).

Eso es lo que ocurrió en la cruz. Los Padres de la Iglesia utilizaban un símbolo precioso para expresarlo: las aguas amargas de Masá que Moisés convirtió en aguas dulces (cf Ex 5,23ss). Jesús bebió las aguas amargas de la rebelión y las convirtió en las aguas dulces de la gracia, simbolizadas en el agua que salió de su costado. Tomó sobre sí el inmenso "No" del mundo a Dios y lo convirtió en un "Sí" filial.

Pero aun así nuestra respuesta es incompleta: ¡falta la palabra resurrección! Si Dios Padre "soporta" que exista el dolor, es porque él sabe lo que va a hacer al "tercer día". En la cruz, el Padre estaba impaciente por que los hombres hiciesen su papel, para empezar a hacer él el suyo. "Vosotros lo matasteis en una cruz, pero Dios lo resucitó y lo ha constituido Señor y Mesías" (cf Hch 2,23-24.36). "Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre" (Flp 2,9-10).

El Viernes Santo, lejos de ser un cargo, es el lugar de la plena revelación del Padre. El verdadero rostro de Dios Padre, o se lo conoce en este día o no se conocerá nunca.

Esto no equivale a predicar una resignación pasiva ante el mal del mundo o el abandono de la lucha. Tomar sobre sí el mal del mundo, a veces puede significar tomar sobre sí la lucha contra el mal del mundo y entregar la vida, como le ocurrió a Jesús. Una de las tareas asignadas al Jubileo del 2.000 es también la de hacer memoria de los nuevos mártires. Precisamente ellos son la demostración de que es posible vencer al mal con el bien y de que ésa es, también hoy, la verdadera victoria.

 

¡Cuántas cosas pueden aprenderse en una meditación sobre el Padre el día de Viernes Santo! La primera tiene relación precisamente con el próximo Jubileo. El Jubileo debe ser la gran ocasión para reconciliar a la humanidad con el Padre. Originariamente, un año jubilar era un tiempo en que se restituían las tierras a sus legítimos propietarios (cf Lv 25,13); hoy debe ser un tiempo en que se restituya la criatura a su Creador.

En este año no predicamos a un Dios airado y a punto de golpear al mundo con sabe Dios qué castigos. Basta ya de esas discutibles representaciones de la Virgen en las que ya no puede detener el brazo airado del Padre. También ellas contribuyen, sin quererlo, a oscurecer la imagen del Padre y son injustas con la propia Virgen, que lo primero que hizo en el Magníficat fue cantar la misericordia de Dios. Basta ya de abusar del "tercer secreto de Fátima" con el que algunos espíritus exaltados aterrorizan a la gente sencilla.

Hay un tiempo para predicar el castigo y otro para predicar la misericordia. El Jubileo es tiempo para predicar la misericordia. Ha de ser, como lo fue el que proclamó Jesús, "un año de gracia del Señor" (cf Lc 4,19). "El año santo —decía el Papa a los sacerdotes en la Misa crismal— nos llama a todos nosotros, los ministros ordenados, a hacernos totalmente disponibles al don de la misericordia que Dios Padre quiere ofrecer abundantemente a todo ser humano" JUAN PABLO II, Homilía en la Misa crismal, en "L’Osservatore Romano", 2 de abril de 1999, p. 1.


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El año del Padre puede tener consecuencias benéficas incluso a nivel humano. Puede servir para "convertir los corazones de los padres hacia los hijos y los corazones de los hijos hacia los padres (cf Le 1,17 y Ml 3,23-24), como ocurrió por obra de Juan Bautista en el primer adviento. Si de Dios Padre es "de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra" (Ef 3,14), los padres de la tierra pueden aprender de él el difícil oficio de ser padre: la paciencia, el respeto a la libertad de los hijos, la esperanza respecto a ellos, la alegría por el menor de sus éxitos.

Cuando a un hombre le nace el primer hijo, suele anunciárselo con alegría a sus amigos diciendo: "¡Ya soy padre!" Estas mismas palabras pueden decirse mucho más tarde en la vida, en un sentido más profundo, cuando uno ha dado muestras de una gran solicitud, paciencia, generosidad, cuando uno ha aprendido a sufrir por los hijos. Entonces sí que se puede decir con razón: "Ya soy padre". También Dios llegó a ser plenamente Padre para nosotros en la cruz.

Eso vale con mayor razón para los padres espirituales. Hoy muchos sacerdotes prefieren estar entre el pueblo como un "hermano entre hermanos". Esto es más sencillo y menos comprometido; pero la gente necesita padres, los busca desesperadamente, y cuando encuentra uno bendice a Dios. "En este año dedicado al Padre —decía el Papa en esa misma homilía—, ha de hacerse mucho más evidente la paternidad de todo sacerdote".

Y concluimos con una oración. Padre de misericordia y Dios de todo consuelo, te pedimos: Tú que en el Calvario sostenías los brazos de Cristo, tú que lo recibiste cuando lo bajaron de la cruz y que lo resucitaste al tercer día, acércate a todos los que sufren. Acoge en tu paz a las víctimas de las guerras, sostén la esperanza de los que sobreviven, multiplica las fuerzas de los que les ayudan y la tenacidad de los mediadores, no permitas que seamos víctimas del mal, sino ayúdanos a vencer el mal con el bien. Por Jesucristo nuestro Señor.