EL MISTERIO DE LA CRUZ
La parte central de la liturgia que estamos
celebrando es la adoración de la cruz, que comenzará dentro de unos momentos con
el rito de descubrir la cruz. El Santo Padre recibirá de manos del diácono la
cruz cubierta con un paño morado, e irá descubriéndola en tres veces, cada vez
una parte, hasta que quede totalmente descubierta. Ese gesto va acompañado de
las solemnes palabras:
"Ecce lígnum crucis in quo salus mundi pependit":
"Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo".
En este antiguo rito yo veo simbolizada la revelación progresiva del misterio de la cruz a lo largo de los siglos. Cada una de esas tres veces en que se va descubriendo la cruz representa una época o una fase de la historia de la salvación: la primera representa la cruz prefigurada en el Antiguo Testamento; la segunda, la cruz hecha realidad en la vida de Cristo, la "cruz de la historia"; la tercera, la cruz celebrada en el tiempo de la Iglesia, la "cruz de la fe".
Como puede verse, la cruz atraviesa toda la historia de la salvación. Está presente en el Antiguo Testamento como figura, está presente en el Nuevo Testamento como acontecimiento, y está presente en el tiempo de la Iglesia como sacramento, o como misterio.
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Qué representa el árbol de la cruz en la vida de Jesús, o sea, no ya en figura sino en la realidad de la historia? Representa el instrumento de su condena, de su total destrucción como hombre, el punto más bajo de su kenosis. El "madero" (xulon), como se llamaba con frecuencia a la cruz, era el suplicio más infamante, reservado a los esclavos culpables de los mayores delitos. Cicerón dice que hasta su nombre debía mantenerse alejado de los oídos de un ciudadano romano. Todo en él estaba pensado para hacer ese suplicio lo más degradante posible. Al condenado primero se lo azotaba, luego se le hacía cargar hasta el lugar de la ejecución, si no con toda la cruz, sí con el madero transversal, se lo ataba desnudo y después se lo clavaba al patíbulo, donde agonizaba presa de convulsiones y sufrimientos atroces, con todo el cuerpo pesando sobre las heridas."¡Crucificado!": en tiempo de los apóstoles, no se podía escuchar esta palabra sin que un escalofrío de horror atravesase todo el cuerpo. Para un judío, a eso se añadía la maldición de Dios, pues estaba escrito precisamente: "Maldito el que cuelga de un madero" (cf Ga 3,13).
¿Y qué representa la cruz a la luz de la resurrección, en la revelación que de ella hace el Espíritu Santo por medio de los apóstoles en el tiempo de la Iglesia? La cruz es el lugar donde se ha cumplido "el misterio de la religión", donde el nuevo Adán dijo sí a Dios por todos y para siempre. Donde el nuevo Moisés, con el madero, abrió el nuevo Mar Rojo y, con su obediencia, transformó las aguas amargas de la rebelión en las aguas dulces de la gracia y del bautismo. Donde "Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito" (Ga 3,13). La cruz es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Co 1,24). Es el nuevo árbol de la vida plantado en medio de la plaza de la ciudad (cf Ap 22,2).
¿Qué ocurrió en la cruz que fuese tan decisivo como para justificar estas afirmaciones? Ocurrió que Dios venció definitivamente el mal, sin destruir con ello la libertad que lo produjo. No lo destruyó derrotándolo con su omnipotencia y arrojándolo fuera de las fronteras de su reino, sino cargando con él, sufriendo él, en Cristo, sus consecuencias y venciendo el mal a fuerza de bien, lo cual equivale a decir: el odio con el amor, la rebelión con la obediencia, la violencia con la mansedumbre, la mentira con la verdad. En la cruz, Jesús "hizo las paces, destruyendo en sí mismo la enemistad" (cf Ef 2,15s). Destruyendo la enemistad, no al enemigo; destruyéndola "en sí mismo", no en los demás.
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Ésta es, en síntesis, la revelación del misterio de
la cruz que llevaron a cabo los apóstoles. Que continuará bajo otra forma —ya no
como Escritura, sino como Tradición— en la vida de la Iglesia. En una homilía
pronunciada en el siglo II en una celebración como ésta nuestra en honor de la
Pasión, un obispo elevaba este inspirado himno a la cruz, nuevo árbol de la
vida:
"Este árbol es para mí salvación eterna: de él me alimento, en él me apaciento. Con sus raíces hundo mis raíces, con sus ramas extiendo yo las mías, de su rocío me embriago, su Espíritu, cual soplo delicioso, me fecunda. Este árbol es alimento para mi hambre, manantial para mi sed, manto para mi desnudez... Este árbol es mi protección cuando temo a Dios, mi apoyo cuando vacilo, premio cuando lucho, trofeo cuando venzo. Este árbol es para mí ‘sendero angosto y camino estrecho’ (cf Mt, 7,13s), escala de Jacob, camino de ángeles, sobre la cual está de verdad ‘en pie el Señor’ (cf Gn 28,13)"’.Antigua homilía pascual, 51 (Sch 27, p. 177s).
A los ojos de la Iglesia, la cruz adquiere dimensiones cósmicas. No es tan sólo un episodio de la historia, sino algo que ha cambiado la faz de la tierra. "Este árbol de dimensiones celestiales —prosigue ese himno— se ha alzado desde la tierra hasta el cielo, como fundamento de todo, pilar del universo, soporte del mundo entero, vínculo cósmico que mantiene unida a la inestable naturaleza humana, afianzándola con los clavos invisibles del Espíritu, para que así, sujeta a la divinidad, no pueda ya separarse de ella".
En las actas del martirio de san Andrés, que antes se leían en el Breviario, el Apóstol, antes de tenderse en la cruz, le dirige este saludo: "¡Oh cruz, instrumento de salvación del Altísimo! ¡Oh cruz, trofeo de la victoria de Cristo sobre los enemigos! ¡Oh cruz, que estás plantada en la tierra y das fruto en el cielo! ¡Oh nombre de la cruz, rebosante de todo! ¡Conozco tu misterio!"2. Hechos de Andrés, en LIPSILS-BONNET, Acta Apostolorum Apocrypha, 11,2, pp. 54s.
También el arte cristiano ha ofrecido su contribución a esta celebración del misterio de la cruz. En algunos mosaicos de los ábsides de las iglesias, por ejemplo en San Apolinar de Ravenna, sobre el fondo de un cielo estrellado, se recorta solemne una gran cruz gamada, con esta leyenda a sus pies: Salus mundi: La salvación del mundo.
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En el año 569 después de Cristo, el emperador bizantino Justino II envió como
obsequio a la reina Radegunda de Poitiers una reliquia de la cruz. Con ese
motivo, un poeta cristiano, Venancio Fortunato, compuso dos himnos en los que
toda esa comprensión del misterio de la cruz a la que había llegado la Iglesia
se transformó en canto. Son dos himnos que cantamos también en esta liturgia.
Desde entonces, los han utilizado ininterrumpidamente generaciones y
generaciones de cristianos para expresar su emocionada gratitud y su entusiasmo
por la cruz de Cristo. Gracias a la comunión de los santos, esos himnos llegan
hasta nosotros impregnados de toda esa riqueza de fe y de piedad. Y Dios los
escucha así, con ese inmenso acompañamiento, como a un único coro que atraviesa
los siglos.
"Vexilla Regis prodeunt, fulget crucis mysterium": "Avanza el estandarte real, resplandece el misterio de la cruz". "O crux, ave, spes unica"; "Salve, oh cruz, única esperanza nuestra".
El tema de la cruz como árbol de vida recorre del principio hasta el final el segundo de esos dos himnos:
"¡ Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!
Jamás el bosque dio mejor tributo
en hoja, en flor y en fruto"
"Dulce lígnum, dulces clavos, dulce pondum sustinet", oiremos cantar dentro de un momento: "¡Dulces clavos! ¡ Dulce árbol donde la Vida empieza / con un peso tan dulce en su corteza!" Ni siquiera queda dejado de lado el tema de la cruz cósmica: "Terra, pondus, astra, mundus: quo lavantur flumine! ": "Un mar de sangre fluye, inunda, avanza / por tierra, mar y cielo y los redime
En un cierto momento el poeta se dirige a la cruz como a una criatura viva, con esta emocionada exclamación: "Flecte ramos, arbor alta, tensa laxa víscera "Ablándate, madero, tronco abrupto / de duro corazón y fibra inerte; / doblégate a este peso y a esta muerte / que cuelga de tus ramas como un fruto. / Tú sólo entre los árboles, crecido / para tender a Cristo en tu regazo
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Así se va "desvelando" a lo largo de la historia de
la salvación el misterio de la cruz. Pero ese misterio tiene que renovarse en
cada época. También hoy, ante los ojos de nuestra generación, tiene que
"resplandecer el misterio de la cruz". El rito con el que la vamos descubriendo
en la liturgia ha de ir acompañado por el descubrimiento existencial que tiene
lugar en la vida y en el corazón de todos y cada uno de nosotros. Del árbol de
la vida que está plantado en medio de la nueva Jerusalén leemos que "da doce
cosechas, una cada mes del año" (Ap 22,2). La cruz guarda también una cosecha
para la actual estación de la historia y tenemos que tratar de recogerla.
Pero ¿cómo hacer comprender el misterio de la cruz a una sociedad como la nuestra, que en todos los niveles opone a la cruz el placer; que cree que por fin ha rescatado el placer, que lo ha sustraído a la injusta sospecha y a la condena que pesaban sobre él; que entona himnos al placer, como en el pasado se entonaban himnos a la cruz? ¿A una cultura que, precisamente del placer —hedoné en griego—, ha recibido el calificativo de "edonista", y de la que lamentablemente, quién más quién menos, todos formamos parte, al menos de hecho, aunque de palabra la condenemos?
Muchas de las dificultades y de las incomprensiones entre la Iglesia y la llamada cultura laica de hoy en día tienen aquí su raíz. Por lo menos podemos tratar de individualizar dónde reside el verdadero meollo del problema y descubrir que tal vez exista un punto del que podamos partir para un diálogo sereno. Ese punto común está en la constatación de que en esta vida el placer y el dolor se suceden el uno al otro con la misma regularidad con que a la ola que se eleva en el mar le sucede un hundimiento y un vacío que succiona hacia atrás al náufrago que intenta alcanzar la orilla. Placer y dolor se contienen el uno en el otro de manera inextricable.
El hombre busca desesperadamente separar a estos dos hermanos siameses, aislar el placer del dolor. A veces se hace la ilusión de haberlo conseguido y, ebrio de gozo, lo olvida todo y celebra su victoria. Pero le dura poco. El dolor está allí, como una bebida embriagadora que, al oxidarse, se convierte en veneno. Y no es un dolor distinto, independiente, o que dependa de otra causa, sino precisamente el dolor que proviene del placer. Es el mismo placer desordenado que se transforma en sufrimiento. Y esto sucede de improviso, trágicamente, o bien poco a poco, debido a su incapacidad para durar y a la muerte.
Esto es una realidad que el hombre ha constatado por sí mismo y que ha representado de mil maneras en el arte y en la literatura. "Un no sé qué de amargo surge de lo hondo de todo placer y nos produce angustia aun en medio de las mayores delicias". Las "flores del mal" —nos asegura su mismo cantor— aún no han terminado de nacer, cuando ya despiden olor a descomposición y a muerte". Lucrecio, De rerum natura, IV, 1 129s.
La Iglesia dice que tiene respuesta para esto, que es el verdadero drama de la existencia humana. ¿Por qué rechazar su explicación, antes de haberla escuchado de verdad siquiera una vez?
Su explicación es ésta. Desde el principio, ha habido una elección voluntaria por parte del hombre, elección que fue posible gracias a su propia naturaleza compuesta, que lo llevó a orientar exclusivamente hacia las realidades visibles la capacidad de gozar de que estaba dotado para que aspirase a gozar de Dios.
Al placer elegido contra Dios y contra la razón, Dios, mediante la misma naturaleza, unió el dolor y la muerte (cf Gn 3,l6ss), más como remedio que como castigo: para que no ocurriese que el hombre, dando a rienda suelta su egoísmo, se destruyese a sí mismo por completo y destruyese a su prójimo. Así vemos cómo el placer lleva adherido el sufrimiento, como si fuera su sombra. Pero placer y dolor no se compensan uno a otro: ese dolor no redime al placer, pues él mismo es fruto del placer, parte de la misma dialéctica de pecado.
La cruz de Cristo rompió por fin esa cadena. "Él, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz" (Hb 12,2). (Según otra traducción posible, pero que viene a decir lo mismo: "por la dicha que le esperaba, sufrió la cruz"). En definitiva, hizo lo contrario de lo que había hecho Adán y de lo que hace cualquier hombre. De esa manera, introdujo en el mundo una nueva clase de dolor: un dolor que no es fruto del placer y de la culpa —dolor puramente soportado—, sino un dolor inocente y voluntario. "La muerte del Señor —ha escrito uno de los pensadores más profundos del cristianismo, san Máximo Confesor—, a diferencia de la de los demás hombres, no fue una deuda pagada por el placer, sino más bien algo arrojado contra el mismo placer. Y así, mediante esa muerte, cambió el destino que el hombre merecía".
Pero no todo acaba aquí. Cristo ha resucitado. La cruz ha sido absorbida por la victoria. Él ha inaugurado una nueva alegría, una nueva clase de placer: el que no precede al dolor, como su causa, sino que lo sigue como su fruto; el que encuentra en la cruz su fuente y su esperanza de no acabarse ni siquiera con la muerte, de ser eterno. Y no solamente el placer puramente espiritual, sino cualquier placer honesto, hasta el que el hombre y la mujer experimentan en su entrega mutua, en engendrar la vida y en ver crecer a sus hijos, el placer del arte y de la creatividad, de la belleza, de la amistad, del trabajo llevado felizmente a término. Todas las alegrías.
Solamente Cristo puede redimir verdaderamente el placer y la alegría humana de la condena que pesaba —y que pesa— sobre ellos, y que se debe no sólo al pecado sino también a su misma naturaleza de realidades corruptibles, destinadas a la muerte: "Por la unión con Cristo Jesús, la Ley del Espíritu de vida me ha librado de la ley del pecado y de la muerte" (Rm 8,2).
La cruz no te obliga a huir del placer, sino a someter el placer a la voluntad de Dios, a buscarlo y a vivirlo obedeciendo a su Palabra y a la ley que él ha dado no para aguarle al hombre el placer, sino para preservárselo del dolor y de la muerte. Para que, a través de las pequeñas alegrías que el hombre encuentra en su camino, aspire a la alegría que no tiene fin.
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La voluntad de Dios es la "cruz" del placer. Pero si
vuelves a caer, sí no has sabido aceptar con prontitud y de inmediato la
voluntad de Dios, acuérdate de que la cruz es también promesa de perdón y de
misericordia para el que ha caído. No tienes por qué consumirte en la culpa.
En nuestro siglo se ha escrito una novela titulada El Proceso. En ella se habla de un hombre al que un día, sin que nadie sepa por qué, lo declaran en estado de arresto, a pesar de que sigue trabajando y llevando su vida normal. Y empieza a hacer una indagación agotadora para conocer las razones, el tribunal, las imputaciones, los procedimientos. Pero nadie sabe decirle nada, a no ser que realmente hay un proceso en curso contra él. Hasta que un día vienen a buscarlo para la ejecución. Es la historia de la humanidad que lucha, hasta la muerte, contra el sentimiento de una oscura culpa de la que no consigue liberarse. F. KAFKA, El Proceso.
En el curso del proceso acabamos sabiendo que, para ese hombre, habría tres posibilidades: una verdadera absolución, una solución aparente y un aplazamiento. Pero la absolución aparente y el aplazamiento no resolverían nada; tan sólo servirían para mantener al imputado en una mortal incertidumbre durante toda su vida. Sin embargo, en la absolución verdadera "los actos procesuales deben ser totalmente eliminados, desaparecer por completo del procedimiento, hay que destruir no sólo la acusación sino también el proceso e incluso la sentencia, todo debe ser destruido"4. Lo que ocurre es que no sabemos si ha existido alguna vez una de estas absoluciones verdaderas, tan anheladas; sólo existen voces al respecto, nada más que "bellísimas leyendas". La obra termina así, como todas las de ese autor: con algo que se vislumbra desde lejos, con algo con lo que se sueña, pero que no tenemos la menor posibilidad de alcanzar.
En el día de Viernes Santo, nosotros podemos
gritarles a los millones de hombres que se ven reflejados en ese imputado:
existe la absolución verdadera, no es tan sólo una leyenda, algo bellísimo pero
inalcanzable. No. Jesús ha destruido el "protocolo que nos condenaba; lo quitó
de enmedio, clavándolo en la cruz" (Col 2,14). Lo ha destruido por completo. "Ya
no pesa ninguna condena sobre los que están unidos a Cristo Jesús" (Rm 8,1).
¡Ninguna condena! ¡De ningún género! ¡Sobre los que creen en Cristo Jesús!
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Así, hoy también resplandece el misterio de la cruz:
"Fulget crucis mysterium ". Y sigue iluminando nuestro camino. Hace poco,
escribía un sociólogo a propósito de la crisis actual de lo sagrado: "El alma de
occidente se ha agostado. Existe un pantheon abierto para todos los
dioses, pero pobre en sacralidad. La religión explícita, la religión social, la
religión de las buenas obras ya no hablan a todos. De lo hondo de la sociedad
brota la necesidad de una nueva relación con lo divino. Que dilate el alma y que
dé fuerzas, alegría, esperanza y un sentido glorioso de la existencia"5.E
Ai I3FRONI, en "Ji Corriere della sera", 27 de marzo de 1995, p. 1.
Esto fue lo que la predicación de la cruz produjo en los comienzos del cristianismo. Cual oleada de incontenible esperanza y de alegría, aventó todo aquello en lo que buscaba refugio el hombre del decadente imperio romano: cultos mistéricos, magia, teurgia, nuevas religiones. Se vivió la sensación de algo así como una "nueva primavera del mundo".
Eso mismo puede hacerlo también hoy, en nuestra "época de la angustia", la predicación de la cruz de Cristo, sólo con que sepamos devolverle el aliento, el entusiasmo y la fe de aquellos tiempos. La Iglesia de un país europeo se dirigió no hace mucho a una agencia publicitaria para aconsejarse sobre la forma de presentar el mensaje cristiano con ocasión de Pascua; y el consejo que le dieron fue que, como primera medida, eliminasen el símbolo de la cruz por ser demasiado anticuado y triste... ¡No habían entendido nada!
Lo que hace falta es que se dé un verdadero "descubrimiento" de la cruz en el corazón de los cristianos, como se dio en la historia y como se hace en la liturgia. Que pasemos también nosotros de la cruz como signo de condena y de maldición, a la cruz que es salvación, perdón, "única esperanza", orgullo de llevarla. Hasta que nos sintamos impulsados a gritar, jubilosos, con san Pablo: "¡ Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!" (Ga 6,14).
El papa que ahora va a elevar la cruz sobre nuestras cabezas y que, en el Jubileo del 2.000, cruzará la puerta santa llevando ante sí la cruz de Cristo, es un símbolo de la Iglesia que, año tras año, siglo tras siglo, y dentro de poco milenio tras milenio, ofrece al mundo lo que tiene de más precioso: el misterio de la cruz de Jesucristo. Realmente, en este día resplandece el misterio de la cruz: "Fulget crucis mysterium!".