LA FE, JUSTICIA DE DIOS


Un hombre, que era también creyente y poeta, contó así, en tercera persona, la historia del mayor acto de fe de toda su vida. Un hombre —dice, y sabemos que ese hombre era él— tenía tres hijos y un día cayeron enfermos. A su mujer le entró tal miedo, que tenía la mirada fija en su interior y el ceño fruncido y ya no hablaba ni una palabra. Pero él era un hombre, y no tenía miedo de hablar. Había comprendido que las cosas no podían seguir así. Y entonces hizo algo muy osado. Hasta él mismo se admiraba un poco de lo que había hecho, y la verdad es que había sido un acto audaz. Como quien coge a tres niños del suelo y los pone a los tres juntos a la vez, como bromeando, en brazos de su madre o de su nodriza, que se echa a reír o prorrumpe en exclamaciones porque son demasiados y no puede con todos, así él, con la audacia de un hombre, había cogido —con la oración— a sus hijos enfermos y los había puesto tranquilamente en brazos de Aquella que carga con todos los dolores del mundo (había hecho una peregrinación de París a Chartres para poner a sus hijos en brazos de la Virgen). "Mira —le dijo—, te los entrego y me largo y desaparezco para que no me los devuelvas. Ya no los quiero, ¿lo oyes?" ¡Cómo se alegraba de haber tenido valor para hacer eso! Desde aquel día todo marchó bien, naturalmente, pues se encargaba de ellos la Santísima Virgen. Y hasta resulta curioso que no hagan lo mismo todos los cristianos. Es tan sencillo...; nunca pensamos en lo que es sencillo. En fin, que somos tontos, es mejor decirlo de una vez (Cf CH. PÉGuY, El pórtico de la segunda virtud, en Ouvres poétiques compktes, París, ed. Gailimard, 1975, p. 556ss.)

He comenzado, de manera un poco insólita, con la historia de ese "golpe de audacia", porque en este día la palabra de Dios nos invita a que demos también nosotros un golpe así. Jesús, para explicar por adelantado el sentido de su muerte en cruz, dijo un día: "Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna" (Jn 3,14). Así pues, creer es la gran obra que tenemos que realizar el Viernes Santo ante Jesús crucificado. Él ha sido "elevado" en la cruz y allí está, misteriosamente, hasta el fin del mundo (aunque resucitado), para que la humanidad, contemplándolo, crea.

¿Y qué es lo que tenemos que creer? Escribe san Pablo en la carta a los Romanos: "Ahora se ha manifestado la justicia de Dios... Por la fe en Jesucristo viene esa justicia de Dios a todos los que creen, sin distinción alguna. Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios". Todos, sin distinción; la única distinción consiste en que algunos lo saben, otros lo desconocen y otros lo han olvidado. "Y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre" (Rm 3,21-25).

Eso es lo que tenemos que creer: que en Cristo Dios nos ofrece la posibilidad de ser justificados mediante la fe, es decir de volvemos justos, de ser perdonados, salvados, de ser hechos criaturas nuevas. Este es el significado de "justicia de Dios". Dios se hace justicia, siendo misericordioso.

 

En esta nueva creación se entra por medio de la fe. "Convertíos y creed", decía Jesús al comienzo de su ministerio (cf Mc 1,15); convertíos, o sea creed, ¡convertíos creyendo! ¡Entrad en el reino que ha aparecido en medio de vosotros! Y eso mismo repiten después de Pascua los apóstoles, refiriéndose al reino que ya ha llegado definitivamente y que es Cristo crucificado y resucitado.

La primera y fundamental conversión es la fe en sí misma. La fe es la puerta por la que se entra en la salvación. Si se nos dijera: la puerta es la inocencia, la puerta es la observancia meticulosa de los mandamientos, es tal o cual virtud, podríamos decir: Eso no es para mí. Yo no soy inocente, no tengo esa virtud. Pero se nos dice: la puerta es la fe. ¡Cree! Esa posibilidad no está demasiado elevada para ti, ni demasiado lejos de ti; no está al otro lado del mar; al contrario, "la palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón. Es la palabra de la fe que os anunciamos. Porque si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás" (Rm 10,8-9).

Pero hay muchas clases de fe: la fe-asentimiento, la fe-confianza, la fe-obediencia. ¿De qué se trata aquí? Se trata de una fe muy especial: de la fe-apropiación. De la fe que es capaz de dar un "golpe de audacia". "Yo —es san Bernardo quien habla— todo lo que me falta me lo apropio con confianza en el corazón del Señor, porque está lleno de misericordia. Pues si grande es la misericordia del Señor (cf Sal 119,156), tendré abundancia de méritos. ¿Y qué será de mi justicia? Sólo me acordaré de tu justicia, Señor, pues tu justicia es también la mía, ya que tú eres para mí justicia de parte de Dios" (SAN BERNARDO DE Ci ARAVAL, Homilías sobre el Cantar de los Cantares, 61, 4-5 (PL 183, 1072). En efecto, está escrito que Cristo Jesús se ha hecho para nosotros "sabiduría, justicia, santificación y redención" (1 Co 1,30).

Todas estas cosas son "para nosotros", es decir son nuestras. La obediencia de Cristo en la cruz es mía, su amor al Padre es mío. Su misma muerte nos pertenece y es nuestro mayor tesoro, un título de perdón que ningún pecado nuestro, por grande que sea, puede anular. Es como si nosotros mismos hubiésemos muerto, destruyendo así en nosotros "el cuerpo del delito". "Si uno murió por todos, todos murieron" (2 Co 5,14).

Verdaderamente, nunca pensamos en lo sencillo. Y esto es lo más sencillo, lo más claro de todo el Nuevo Testamento, ¡pero cuánto camino hay que hacer hasta llegar a descubrirlo! Es ése un descubrimiento que se hace generalmente al final, y no al principio, de la vida espiritual. Y, en definitiva, se trata simplemente de decir "sí" a Dios. Dios había creado al hombre libre, de manera que pudiese aceptar libremente la vida y la gracia y aceptarse a sí mismo como criatura favorecida, agraciada por Dios. Sólo esperaba su "sí". Sin embargo, recibió de él un "no". Y Dios ofrece al hombre una segunda oportunidad, una especie de segunda creación, un volver a empezar. Le presenta a Cristo en la cruz como "expiación" por él y le pregunta: "¿Quieres vivir para él y en él?" Creer significa decirle: "¡Si, quiero!" y ser así una criatura nueva, "creada en Cristo Jesús" (cf Ef 2,10).

 

Éste es el "golpe de audacia" del que hablábamos, y ciertamente es para extrañarse de que sean tan pocos los que lo dan. Un Padre de la Iglesia —san Cirilo de Jerusalén— explicaba así, con otras palabras, esa idea del golpe de audacia de la fe: "¡Oh inmensa bondad de Dios con los hombres! Los justos del Antiguo Testamento agradaron a Dios durante muchos años en medio de fatigas; pero lo que ellos lograron alcanzar mediante un largo y heroico servicio agradable a Dios, Jesús te lo da a ti en el breve espacio de una hora. Porque si crees que Jesucristo es el Señor y que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás y te introducirá en el paraíso el mismo que introdujo en él al buen ladrón" (CIRILo DE JERUSALÉN, Catequesis, 5, 10 (PG 33, 517).

Imagínate —decía otro escritor antiguo- que haya tenido lugar en el estadio un lucha épica. Un hombre intrépido se ha enfrentado al tirano y con gran trabajo y sufrimiento lo ha vencido. Tú no has luchado, no te has cansado ni has quedado herido; pero si admiras al héroe desde el estrado, site alegras de su victoria, si le trenzas coronas, si excitas y animas para él a los espectadores, si te inclinas feliz ante el tiunfador y lo besas en la frente, en una palabra, si te entusiasmas con él hasta el punto de considerar como tuya su victoria, entonces tendrás ciertamente parte en el premio del vencedor. Pero aún hay más: suponte que el vencedor no necesite lo más mínimo el premio que ha conquistado, sino que desee más que ninguna otra cosa ver honrado a su admirador y que, como premio a su combate, quiera ver coronado a su amigo: en ese caso, ¿no obtendrá éste la corona, aunque él no se haya cansado ni sudado? Eso es lo que ocurre entre nosotros y Cristo. Aunque aún no nos hayamos cansado ni hayamos luchado (es decir, aunque todavía no tengamos méritos), no obstante, mediante la fe ensalzamos (como lo estamos haciendo en esta liturgia) la lucha de Cristo, admiramos su victoria, veneramos su triunfo y le demostramos, como a un héroe, nuestro ardiente e indecible amor; hacemos nuestras aquellas heridas y aquella muerte (4 Cf N. CABASILAS, Vida en Cristo, 1, 5 (PG 150, 517).

En el Antiguo Testamento, en el libro de las Crónicas, leemos que, ante la inminencia de una batalla decisiva para la supervivencia del pueblo de Israel, Dios pronunció estas palabras por boca de un profeta: "No tendréis necesidad de combatir; estad quietos y firmes contemplando cómo os salva el Señor" (2 Cro 20,17). Esas palabras encontraron su pleno cumplimiento en la suprema batalla de la historia, en la batalla que trabó Jesús con el príncipe de este mundo.

Gracias a la fe, nosotros recogemos donde no sembramos; no hemos sostenido la batalla, pero recogemos el premio. Esta increíble oportunidad Dios se la ofrece al hombre en Cristo. Y constituye el único verdadero "negocio" de nuestra vida, porque dura para siempre y nos hace "rico ~ para toda la eternidad. ¿No es acaso esto un increíble golpe de fortuna?

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Dice san Pablo: "Ahora se ha manifestado la justicia de Dios". Ese ahora significa, en primer lugar, la hora histórica en que Cristo murió en la cruz; luego significa la hora sacramental de nuestro bautismo, cuando fuimos "lavados, consagrados y perdonados" (cf 1 Co 6,11); y finalmente significa la hora presente, el hoy de nuestra vida. Esta hora que estamos viviendo. Hay, pues, algo que debe hacerse ahora, sin tardanza; algo que yo —y no otro en mi lugar— tengo que hacer y sin lo cual todo se queda como suspendido en el vacío. La justificación por la fe es, sí, el comienzo de la vida sobrenatural, pero no un comienzo que quede pronto superado por otras acciones u otros deberes, sino un comienzo siempre actual, que hay que hacer o que renovar de continuo, como todo comienzo del que nace una vida. Dios es siempre el primero que ama y el primero que justifica, y de manera gratuita; por eso el hombre debe siempre dejarse justificar gratuitamente por medio de la fe. "Para todo hombre —leemos en una antigua homilía atribuida a san Juan Crisóstomo—, el comienzo de la vida es aquel en que Cristo se inmola por él. Pero Cristo se inmola por él en el momento en que él reconoce esa gracia y toma conciencia de la vida que le otorga esa inmolación"5.(Antigua homilía atribuida a san Juan Crisóstomo).

Así pues, en este mismo momento Cristo se está inmolando por nosotros; todo se vuelve real, actual y operante para nosotros si tomamos conciencia de lo que Cristo ha hecho por nosotros, si lo ratificamos con nuestra libertad, si saltamos de alegría y damos gracias por lo que ha tenido lugar en la cruz. Yo puedo volverme a casa esta tarde con el botín más precioso que puede existir; puedo dar un golpe de mano de tal envergadura, que pueda felicitarme por él a mí mismo por toda la eternidad. Puedo volver a poner mis pecados en los brazos de Cristo crucificado, como hizo aquel hombre que puso a sus tres hijos enfermos en brazos de la Santísima Virgen y luego se fue, sin volver la cabeza, por miedo a tener que volverlos a coger. Puedo, por tanto, presentarme lleno de confianza al Padre celestial y decirle: "Ahora mírame, mírame, Padre, porque ahora yo soy tu hijo Jesús. Su justicia ha caído sobre mí, él me ha vestido un traje de salvación y ha envuelto en un manto de justicia" (cf Is 61,10). Cristo ha cargado con mi iniquidad y yo he cargado con su santidad. Me he "revestido" de Cristo (Ga 3,27). "Goce el Señor con sus obras" "Laetetur Dominus in operibus suis" (Sal 104,31). En el día sexto de la nueva semana creadora, el de la muerte de Cristo, Dios mira de nuevo su creación y vuelve a ver que es "muy buena".

¿Dónde queda el orgullo? Queda excluido (Rm 3,27). Ya no hay lugar para aquella terrible carcoma que echó a perder la primera creación. ¡Todo es gracia! "Nadie puede salvarse ni dar a Dios un rescate" (Sal 49,8). Es Dios quien nos ha rescatado con la sangre de Cristo. Queda, pues, excluido el orgullo. Y sin embargo, sí que hay algo de lo que el hombre puede gloriarse: puede gloriarse "de la cruz de nuestro Señor Jesucristo"; "el que se gloríe, que se gloríe en el Señor" (1 Co 1,31). ¡Poder gloriamos de Dios! ¿Qué mayor orgullo que éste puede haber en el cielo y en la tierra? ¿Quién podrá seguir siendo tan tonto que quiera cambiar este motivo de orgullo por la propia justicia? Nosotros, Señor, nos gloriaremos de ti. ¡Por toda la eternidad!