BAUTIZADOS EN SU MUERTE


¿Qué significado tiene el rito que estamos realizando? ¿Para qué nos hemos reunido aquí esta tarde? La respuesta más obvia es: para conmemorar la muerte del Señor. Pero eso no basta. La Pascua —escribía san Agustín— no se celebra como un aniversario, sino como un misterio (sacramentum). Ahora bien, una celebración se realiza como un misterio cuando no nos conformamos con recordar un hecho del pasado el día que ocurrió, sino que lo recordamos de tal forma que participamos en él (AGUSTIN,
Carta 55, 1,2.).

Los ritos del triduo pascual no tienen, pues, un significado meramente histórico o moral (conmemorar unos hechos, exhortamos a imitarlos), sino que tienen un significado místico. En ellos tiene que acontecer algo. No podemos quedarnos fuera, como simples espectadores u oyentes; tenemos que metemos dentro, ser "actores" y parte interesada.

Por tanto, esta tarde estamos aquí para realizar una "acción", y no solo una "evocación". Y la acción que tenemos que realizar es ésta: bautizarnos en la muerte de Cristo. Escuchemos al apóstol Pablo cuando escribe:"Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva (Rm 6,3-4).

Y surge espontánea una pregunta: ¿Pero todo eso no aconteció ya el día de nuestro bautismo? ¿Nos queda aún algo por hacer que no se haya realizado ya? La respuesta es: sí y no. Todo eso ha ocurrido ya y aún tiene que ocurrir. Si bautizarse significa "sepultarnos con Cristo en la muerte", entonces nuestro bautismo aún no está terminado. En el ritual del bautismo existe, desde siempre, un fórmula breve, destinada a utilizarse con los niños a los que se bautiza in articulo mortis, es decir en peligro de muerte. Una vez que ha pasado el peligro, hay que llevar a esos niños a la iglesia, para completar los ritos que faltan. Pues bien, nosotros, los cristianos de hoy, somos todos en cierto sentido bautizados in articulo mortis. Nos han bautizado apresuradamente, en los primeros días de la vida, por miedo a que nos sorprendiese la muerte sin el bautismo.

Es una praxis legítima, que se remonta nada menos que a las puertas de la era apostólica. Sólo que, cuando hemos llegado ya a la edad adulta, tenemos que completar el bautismo recibido. Y completarlo, no con unos ritos suplementarios y accidentales, sino con algo esencial, que incida en la eficacia misma del sacramento, aunque no influya en su validez. ¿De qué se trata? Dice Jesús: "Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará" (Mc 16,16). El que crea y se bautice; dos cosas que aparecen siempre unidas, en el Nuevo Testamento, cuando se habla del comienzo de la salvación: fe y bautismo (cf Jn 1,12; Hch 16,30-33; Ga 3,26-27). El bautismo es el "sello divino puesto sobre la fe del creyente" (BASILIO MAGNO, Contra Eunomio, 3,5 (PG 29, 665).

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Pero se trata de una fe que abarca a toda la persona, de la fe-conversión: "Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1,15), o de la fe-arrepentimiento: "Arrepentíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo" (Hch 2,38). En los comienzos de la Iglesia, se llegaba al bautismo a través de un proceso de conversión que abarcaba toda la vida. La ruptura con el pasado y el comienzo de una vida nueva se visualizaban mediante el simbolismo del rito. El bautizado se quitaba sus vestiduras y se sumergía en el agua; durante unos instantes se encontraba sin luz, sin respiración, desaparecido del mundo y como enterrado. Después volvía a salir a la luz del mundo. Para él ya no eran la luz y el mundo de antes: eran una luz nueva y un mundo nuevo. Había "renacido del agua y del Espíritu".

¿Se podrá repetir, en la situación actual, esa experiencia tan fuerte? Sí, se puede repetir; más aún, es voluntad de Dios que suceda eso una vez en la vida de todos los cristianos. Jesús dijo un día: "He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!" (Jn 12,49-50). Y al pronunciar estas palabras, Jesús pensaba en su muerte, como lo indica la imagen del bautismo que usó también otras veces en ese mismo sentido (cf Mc 10,38). Con su muerte de cruz, Jesús ha encendido un fuego en el mundo y, en su costado abierto, ha inaugurado un bautisterio. Y ese fuego y ese costado seguirán abiertos hasta el fin del mundo, ya que Jesús, en cuanto hombre sufrió la muerte, pero fue devuelto a la vida por el Espíritu" (1 P 3,18). Más aún, aquel fuego siempre encendido es precisamente su Espíritu, del que está escrito que "estará siempre con nosotros" (Jn 14,16). Gracias a ese Espíritu que vive, todo toque atañe a Jesús es de nuestros días, es actual. Podemos decir que Cristo muere hoy, que baja hoy a los infiernos y que dentro de dos días resucitará. Es como si todos los años volviesen a agitarse las aguas de ese misterioso bautisterio, como el agua de la piscina de Betsaida, para que todo el que quiera pueda sumergirse en ella y recobrar la salud.

Bautizarnos en la muerte de Cristo es entrar en la zarza adiendo; es pasar por una agonía, porque son purificaciones, aridez, cruces. Pero por una agonía que, más que preludiar la muerte, preludia un nacimiento; una agonía-parto. Bautizarnos en su muerte es entrar en el corazón de Cristo, participar en el drama del amor y del dolor de Dios. Bautizarnos en su muerte es algo que no puede describirse, pero que tiene que vivirse. De él salimos como criaturas nuevas, dispuestas a servir al Reino de un modo nuevo.

 

Pero démosle a todo esto un contenido concreto. ¿Qué significa bautizarnos en la muerte de Cristo? Pablo sigue diciendo: "Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios. Lo mismo vosotros consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rm 6,10-11). Bautizarnos en la muerte de Cristo significa, pues, esto: ¡morir al pecado y vivir para Dios! Morir al pecado, o "romper definitivamente con el pecado" (cf 1 P 4,1), implica algo muy concreto: tomar la firme decisión —y, en cuanto depende de nosotros, la decisión irrevocable— de no cometer más pecados voluntarios, especialmente "ese pecado" al que aún seguimos un poco apegados en secreto.

El objetivo y la meta final no es la muerte, sino la vida; más aún, la novedad de vida, la resurrección, el gozo, la experiencia inefable del amor del Padre. Pero todo esto es lo que le toca a Dios; es como el vestido nuevo que él tiene preparado para el que sale de las aguas del bautismo. Y tenemos que dejar que Dios haga lo que a él le corresponde, sabiendo que su fidelidad hunde sus cimientos en el cielo. Nosotros tenemos que hacer lo que nos toca a nosotros: morir al pecado, salir de la connivencia con el pecado, de la solidaridad —incluso tácita— con él. Salir de Babilonia. Babilonia —explica san Agustín en De civitate Dei— es la ciudad construida sobre el amor a uno mismo que llega hasta el desprecio de Dios, es la ciudad de Satanás. Babilonia es, por lo tanto, la mentira, el vivir para uno mismo, para la propia gloria. A esta Babilonia espiritual alude la palabra de Dios cuando dice: "Pueblo mío, sal de Babilonia para no haceros cómplices de sus pecados ni víctimas de sus plagas" (Ap 18,4). No se trata de salir materialmente de la ciudad y de la solidaridad con los hombres. Se trata de salir de una situación moral, no de un lugar. No es una huida del mundo, sino una huida del pecado.

Morir al pecado significa entrar en el juicio de Dios. Dios mira a este mundo y lo juzga. Su juicio es el único que traza una línea definida de demarcación entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Su juicio no se muda con las modas. Convertirnos quiere decir cruzar el muro de la mentira y ponernos del lado de la verdad, es decir de Dios. Todo se decide cuando el hombre le dice a Dios con el salmista: "Reconozco mi culpa...; en la sentencia tendrás razón, en el juicio juzgarás con rectitud" (Sal 51,5s). Es decir: Acepto, Dios, tu juicio sobre mí; es recto y santo; es amor y salvación para mi.

Con la venida de Cristo, ese juicio se ha hecho visible, se ha materializado, se ha hecho historia: ¡la cruz de Cristo! Él dijo antes de morir, refiriéndose precisamente a su muerte de cruz: "Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera" (Jn 12,31). La cruz es el poderoso "no" de Dios al pecado. Y ha sido plantada, como árbol de vida, en medio de la plaza de la ciudad (cf Ap 22,2), en medio de la Iglesia y del mundo, y ya nadie podrá arrancarla de allí o sustituirla por otros criterios. También hoy, como en tiempos del apóstol Pablo, "los griegos" —o sea, los eruditos, los filósofos, los teólogos— buscan sabiduría; "los judíos" —o sea, los piadosos, los creyentes— buscan signos, buscan realizaciones, eficacia, resultados; pero la Iglesia sigue predicando a Cristo crucificado, fuerza de Dios y sabiduría de Dios (cf 1 Co 1,23-24).

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El 11 de noviembre de 1215, el papa Inocencio III abrió el IV concilio ecuménico de Letrán, pronunciando un discurso memorable. El punto de partida fueron las palabras de Jesús cuando, sentándose a la mesa, dijo: "He deseado enormemente comer esta Pascua con vosotros" (cf Lc 12,15). Pascua -explicó el Pontífice— significa paso. Y hay un triple paso que Jesús quiere hacer también hoy con nosotros: un paso corporal, un paso espiritual y un paso eterno. El paso corporal era, para el Pontífice, el paso hacia Jerusalén para reconquistar el Santo Sepulcro; el paso espiritual era el paso de los vicios a la virtud, del pecado a la gracia, y por tanto la renovación moral de la Iglesia; el paso eterno era el paso definitivo de este mundo al Padre, la muerte. En su discurso el papa insistía, sobre todo, en el paso espiritual: en la reforma moral de la Iglesia, sobre todo del clero; esto era lo que más le preocupaba. Más aún, a pesar de su vejez, decía que quería pasar él mismo por toda la Iglesia, como aquel hombre vestido de lino y con los avíos de escribano a la cintura, de que habla el profeta Ezequiel (Ez 9, lss), para marcar la Tau penitencial en la frente de los hombres que, como él, lloraban y se lamentaban por las abominaciones que se cometían en la Iglesia y en el mundo.

Este sueño no pudo realizarlo, porque pocos meses después le llegó la muerte y realizó el tercer paso, el paso a la Jerusalén celestial. Pero en la basílica de Letrán, donde Inocencio III pronunció aquel discurso, perdido entre la multitud y quizás sin que nadie lo conociera, estaba —según la tradición— un pobrecillo: ¡estaba Francisco de Asís! En cualquier caso, lo cierto es que Francisco recogió el ardiente deseo del papa y lo hizo suyo. Al volver con los suyos, empezó a predicar desde aquel día, con mayor intensidad aún que antes, la penitencia y la conversión y empezó a marcar una Tau en la frente de los que se convertían sinceramente a Cristo. La Tau, aquel signo profético de la cruz de Cristo, se convirtió en su sello. Con él firmaba sus cartas y lo dibujaba en las celdas de los frailes, hasta el punto de que san Buenaventura pudo decir, después de su muerte: "Recibió del cielo la misión de llamar a los hombres a llorar, a lamentarse, a raparse la cabeza y ceñirse el sayal, y de imprimir, con el signo de la cruz penitencial, la Tau en la frente de los que gimen y lloran3.(BUENAVENTURA, Leyenda mayor, Prólogo.)

 

 

Esta fue la "cruzada" que eligió Francisco para sí: marcar la cruz, no en las ropas o en las armas, para combatir a los "infieles", sino marcarla en el corazón, en el suyo y en el de los hermanos, para acabar con la infidelidad del pueblo de Dios. Recibió esa misión "del cielo", escribe san Buenaventura; pero ahora sabemos que la recibió también de la Iglesia, del papa. Quiso ser un humilde instrumento al servicio de la Iglesia y de la jerarquía, para llevar a cabo la renovación deseada por el concilio ecuménico de su tiempo. Al celebrar este año el octavo centenario del nacimiento del Poverello de Asís, pedimos a Dios que mande a su Iglesia de hoy, entregada también a llevar a cabo la renovación deseada por un concilio ecuménico, el Vaticano II, hombres como Francisco, capaces de ponerse, como él, al servicio de la Iglesia y de llamar a los hombres a reconciliarse con Dios y entre ellos mediante la penitencia y la conversión.