El cristiano, signo evangélico, bautismal, eucarístico y diaconal
I/MUNDO CR/SIGNO
LA Iglesia vive en diálogo con el mundo; este le merece hoy un
juicio muy optimista. Esta valoración del mundo llega tan lejos que
ciertos cristianos se hacen la pregunta de saber qué es lo que los
distingue realmente de los no-cristianos e incluso de los agnósticos y
de los ateos. ¿Está, pues, la Iglesia a punto de diluirse en el mundo, y
el cristiano, ávido de comunión humana, dispuesto a disimular su
pertenencia a Cristo, que le distinguiría demasiado de los demás
hombres? La Iglesia está en el mundo, pero el mundo está también en
la Iglesia; ¿cómo podrán dialogar sin confundirse?
Existe en la Iglesia y en el mundo un dominio de Dios y un dominio
de la tentación. La Iglesia, en el mundo y penetrada por el mundo,
tiene una función de santificación, de iluminación y de discernimiento
de los valores de la creación que sin ella se corrompen en el mundo.
El mundo, salvado por Cristo resucitado, puede recordar a la Iglesia
su universalidad y llevarla siempre a extender más su corazón a las
dimensiones del universo.
El cristiano es plenamente hombre. No puede abstraerse del
mundo y vivir como un ángel. Vive en solidaridad total con los
hombres y con el mundo. Pero, miembro del cuerpo de Cristo, de la
Iglesia, transfigurado por la palabra y los sacramentos de Cristo, es
en medio del mundo un hombre-signo. Plenamente hombre sumergido
en el mundo, el cristiano es también, en la discreción del amor, un
signo de que el mundo está en marcha hacia el cumplimiento del reino
de Dios
El cristiano, perteneciente a la vez a la Iglesia y al mundo, es un
signo evangélico, bautismal, eucarístico y diaconal para sus hermanos
los hombres.
El cristiano es un signo evangélico.
Plenamente hombre y solidario del mundo, el cristiano quiere
escuchar, en cualquier situación humana, la palabra liberadora del
evangelio, y quiere, con la discreción del amor, beneficiar con ella a
todos los hombres, sus hermanos, entre los cuales él debe ser un
testigo de Cristo, de su verdad Y de su amor.
El cristiano es un signo bautismal.
Hombre como cualquier otro e inmerso en el mundo, es también un
hombre marcado con el signo de Cristo que le hace miembro de una
comunidad, la Iglesia. Por esto, es testigo de que el hombre no está
solo, sino que es miembro de la familia de Dios, estando, pues,
próximo de todo hombre para hacerle participe de la dicha de la vida
fraternal.
El cristiano es un signo eucarístico.
En plena comunión con el hombre, su prójimo, y con todas las
aspiraciones de este mundo, está también unido en primer lugar a
Cristo, por la comunión con su persona viviente y realmente presente;
por la eucaristía, el cristiano se transfigura en la imagen de Cristo,
hombre-Dios, y se convierte en un testigo permanente de una
presencia invisible del amor primero, que sobrepasa toda alegría
humana; pero esta comunión que él realiza de manera única en la
eucaristía, sabe que se prolonga en su encuentro con cualquier
hombre en el que discierne la imagen de Dios; en el amor y servicio
del hombre es a Cristo a quien ama y sirve.
El cristiano es un signo diaconal.
Cercano al hombre y compartiendo el sufrimiento del mundo, el
cristiano es el servidor de todos, dispuesto siempre a entregarse por
la causa humana de la justicia y de la paz, presto a dar su vida por
sus amigos, los hombres, a ejemplo de Cristo; en este sentido, todo
cristiano es el hombre del sacrificio; forma parte del sacerdocio real y
profético de Cristo. Si ha recibido el don del ministerio en la Iglesia, es
servidor del sacerdocio de Cristo y de toda la Iglesia, está ordenado a
engrandecer, por la palabra y los sacramentos, el cuerpo sacerdotal
de todos sus hermanos cristianos para servicio del mundo y de los
hombres.
De esta forma, sin distinguirse externamente de los otros hombres,
el cristiano, plenamente hombre, es signo de una humanidad
transfigurada por Cristo y vocada a la vida eterna. Puede compartir
todas las situaciones humanas y todas las aspiraciones del mundo,
con la única exigencia inscrita en su corazón de hacer todo lo posible
para que los hombres sus hermanos sean más humanos, es decir
más unidos a Dios, lo conozcan o no.
Si el cristiano, hombre como los demás, si la Iglesia, de la misma
materia que el mundo, pueden aportar a la humanidad este signo de
la presencia de Cristo sin el cual moriría, el mundo, rescatado por
Cristo crucificado, puede también aportar a la Iglesia y al cristiano una
luz que procede de Dios. Si la Iglesia está atenta a la historia de los
hombres, si es sensible a los signos de los tiempos, si cuida de estar
a la escucha del mundo entero en su rica variedad cultural, entonces
se hace más universal, comprende mejor todas las implicaciones del
evangelio que ella guarda en nombre de Cristo.
Es verdad que el mundo no puede aportar más que valores
humanos a la Iglesia; es también el campo de batalla de un combate
donde los poderes del mal y del pecado tratan de prevalecer. Pero
este mundo de pecado no lo encuentra la Iglesia solamente fuera de
ella; como parte del mundo de los hombres, también la Iglesia conoce
el pecado. Es cierto que por la palabra, los sacramentos y el
ministerio de Cristo que ella contiene, la Iglesia es santa y sin cesar se
santifica, pero esta santificación no tiene sólo por objeto los
pecadores de fuera, sino también los de dentro, los propios, los
mismos cristianos.
La Iglesia debe por tanto tener esta concepción rica y compleja del
mundo, ni pesimista ni demasiado optimista, para mejor dialogar con
él en la verdad. En realidad, este diálogo es un diálogo interior, dado
que la Iglesia encuentra al mundo en ella misma y este mundo
pertenece al Señor. La Iglesia es esta parte del mundo que conoce y
anuncia a Cristo.
La Iglesia, unida de esta forma al mundo por la voluntad misma de
Cristo, señor de la Iglesia y del mundo, no puede ser concebida como
una sociedad cerrada, un ghetto piadoso, una fortaleza de guerra. La
Iglesia, unida a Cristo, cuerpo de Cristo, está con él en el centro del
mundo, de la humanidad y de la historia. Sin embargo, no se halla en
el centro del mundo como una reina triunfante, sino, a imagen de
María, está como una humilde sierva, sierva de Cristo y sierva de los
hombres. La Iglesia, como centro irradiador del amor de Cristo, no
conoce fronteras ni murallas. Se define a partir de su propio centro,
Cristo crucificado y resucitado, presente en ella por la palabra, los
sacramentos y el ministerio, pero no se limita a las fronteras más o
menos lejanas de este centro viviente. La Iglesia expande los rayos
del sol de justicia más allá de los límites del mundo, es esencialmente
universal: reconoce como algo suyo a todo hombre en marcha hacia
Dios, toda cultura humana, toda raza, toda nación, toda aspiración
hacia el bien y hacia lo bello, todo descubrimiento de la ciencia y toda
creación del arte. La Iglesia no juzga ni rechaza si no es el mal y el
pecado, la injusticia, la guerra y la muerte, porque estas realidades,
que están en el mundo y en ella misma, han sido antes condenadas
por Cristo Señor.
La Iglesia, universal por naturaleza, amiga de todos los hombres y
centro irradiador del mundo sin límites, humilde servidora de Cristo y
de la humanidad entera, vive en constante tensión hacia un
ecumenismo universal. Si busca su unidad interna, la unidad visible de
todos los bautizados, no es para hallar una satisfacción en ello y
detenerse ahí. Quiere identificarse con la fraternidad universal de
todos los hombres para aportarles la sola luz y el único amor que
puede salvarlos, la luz y el amor del Padre de la familia humana, del
primogénito de toda la creación, del Espíritu vivificante que renueva la
faz de la tierra.
MAX
THURIAN
LA FE EN CRISIS
SIGUEME. Col. "DIÁLOGO"
Salamanca 1968. Págs. 43-48