«NO ROBARÁS»
SÉPTIMO MANDAMIENTO
Suele prevalecer en algunos la opinión de que, con este mandamiento, Dios se pone de parte
de los ricos y en contra de los pobres, a quienes les gustaría tomar parte en la riqueza de
aquéllos. Por eso resulta tan difícil de entender a primera vista cómo puede el séptimo
mandamiento servir a la causa de la libertad de los hombres, y ante todo a la de los
«pequeños». Para verlo con más claridad es importante preguntar por la intención original de
este mandamiento.
a) La intención original:
Este mandamiento, ya desde sus orígenes, camina en dos direcciones: el secuestro y el robo.
La prohibición del secuestro ocupa aquí, y de manera muy consciente, un primer plano, porque
suele ser bastante ignorada. Por lo que se refiere a la prohibición del robo, ya hemos puesto
anteriormente de relieve que en la Biblia se insiste enérgicamente en la dimensión
necesariamente social de la propiedad. De ello se desprende, entre otras cosas, que el «robo
desde arriba», es decir, el despojo de los pobres por parte de los ricos, lo
considera la Biblia mucho más grave que el robo practicado por «los pobres».
1. La prohibición del secuestro
La tradición pedagógico-moral de la Iglesia ha relacionado casi siempre este
mandamiento con el hurto de cosas. La investigación bíblica, por el contrario, ha mostrado
claramente que este mandamiento se refiere ante todo a la prohibición del secuestro y del
«tráfico» con personas. Esto queda especialmente expresado en el Éxodo y en el
Deuteronomio, en cuyos respectivos textos del Decálogo se interpretan detalladamente las
normas individuales.
Así, en Ex/21/16, se dice: «Quien rapte a un persona -la haya vendido o esté todavía en
su poder- morirá». Y de un modo muy parecido se expresa Dt/24/07: «Si se encuentra a un
hombre que haya raptado a uno de sus hermanos, entre los hijos de Israel -ya le haya
hecho su esclavo o le haya vendido-, ese ladrón debe morir. Harás desaparecer el mal de
en medio de ti».
El mandamiento, por tanto, protege ante todo «la libertad misma del prójimo,
manifestándose en contra del oculto secuestro del hombre libre con el fin, por ejemplo, de
venderlo en otro lugar como esclavo (originalmente, pues, se refería al secuestro más o
menos disimulado...)». Va, por consiguiente, en contra de la destrucción de libertad ajena.
A decir verdad, en Israel no debería haber existido la esclavitud en modo alguno. Pero
esto no se cumplió en la realidad. La intención original de la acción liberadora de Yahvé, sin
embargo, se tenía constantemente presente, como se muestra, por ejemplo, en el hecho de
que ya en el antiguo Israel (!) la legislación tomara partido unilateralmente en favor de los
esclavos. Claus Westermann ha constatado que «todas las prescripciones de la legislación
acerca de la esclavitud pretenden, o bien aliviar la existencia de los esclavos, o bien
abreviar el tiempo de su esclavitud. Por el contrario, no hay ni una sola frase que trate de
proteger los derechos del propietario del esclavo».
La institución del año-sabático no apuntaba únicamente a la posibilidad de que el
israelita recuperara de nuevo los bienes que por necesidad hubiera tenido que vender, sino
también a la puesta en libertad de los esclavos: quien hubiera tenido que venderse a sí
mismo por necesidad, debería tener la posibilidad de regresar de nuevo a su casa. Léase
con detenimiento Lv/25/08-55 especialmente los versículos 39-42, donde se dice: «Porque
ellos son siervos míos, a quienes yo saqué de la tierra de Egipto; no han de ser vendidos
como se vende un esclavo» (v. 42) (1). Nuevamente se aprecia, y con toda claridad, la
perspectiva del Éxodo: Se trata de la dignidad de quienes eran esclavos y fueron liberados
por Yahvé Lo que Dios desea con ello es, ante todo, la libertad de todos los miembros del
pueblo de Israel; pero, en el fondo, la promesa escatológica incluye la liberación de todos
los pueblos y de todos los hombres.
Desde la perspectiva del Éxodo resulta tanto más evidente la unidad temática interna de
la, así llamada, segunda tabla del Decálogo. Se trata siempre de los seres humanos: de la
protección de los mayores (4.° mandamiento), de la vida (5.° mandamiento), del matrimonio
y la familia (6.° mandamiento), de la libertad (7.° mandamiento), de la honra personal de los
seres libres (8.° mandamiento) y de la defensa de su matrimonio y sus propiedades con
respecto a la codicia desordenada de los demás (9.° y 10.° mandamientos).
Es cierto que el Antiguo Testamento tiene en cuenta el hecho -en sí
inconsecuente- de la esclavitud existente en el propio Israel; pero no es menos cierto que
también impulsa a superar este inconveniente. Tampoco el Nuevo Testamento ha
combatido formalmente la esclavitud, pues la verdad es que la situación social de las
primitivas comunidades era aún demasiado precaria; pero sí puede afirmarse que la ha
suprimido internamente. Lo cual resulta bastante claro en toda la carta a Filemón pero
también en la frase de la carta a los Gálatas: «Ya no hay esclavo ni libre» (3, 28).
En todo caso, las comunidades primitivas intentaron hacer realidad una auténtica
comunidad formada por personas de muy distinta extracción, entre las que se incluían
esclavos. La dificultad de llevarlo a la práctica se aprecia especialmente en la primera carta
a los Corintios y en la carta de Santiago, en la que se censura duramente la postergación
de los pobres y la preferencia por los ricos en las comunidades (2, 1-9).
2. La prohibición del robo
Aun cuando el séptimo mandamiento se refiere ante todo y muy especialmente al
secuestro, sin embargo, también habría que incluir la prohibición del robo, para una plena
comprensión del mandamiento. Porque, en efecto, también hay que ver bajo este aspecto la
relación con los hombres, con su libertad, su dignidad y su promoción, y especialmente por
lo que se refiere a la promoción de los pequeños y los pobres; de lo contrario, se entenderá
equivocadamente toda la situación. Así pues, también la protección de la propiedad hay
que verla desde la perspectiva del Éxodo. Y no es que se trate precisamente y ante todo de
proteger a los ricos y poderosos contra los miserables y desposeídos, sino que se trata en
primer lugar de crear las condiciones que hagan posible el que todos puedan desarrollarse
libre y personalmente.
PROPIEDAD/ISRAEL: El Antiguo Testamento jamás considera la
propiedad privada como algo en sí mismo intangible y «sacrosanto», sino que se contempla
fundamentalmente como un feudo que Yahvé, el verdadero dador de la tierra prometida, ha
confiado a su pueblo. Y de nuevo las determinaciones acerca del año sabático (cfr. Lev 25,
especialmente los vv. 23-55) revelan cuán seriamente se considera este concepto de
propiedad. En dichas determinaciones se ve muy claro hasta dónde se llegaba en Israel -al
menos en principio, aunque no siempre tan plenamente en la práctica- en la relativización
del concepto de propiedad. Cuando un israelita, obligado por la necesidad, había tenido
que vender sus bienes raíces -la Tierra de Promisión que Dios le había regalado-, ese
pedazo de tierra tenía que retornar a su propietario original o a su heredero cada cincuenta
años, es decir, en el año sabático.
Los profetas veterotestamentarios se manifiestan con especial énfasis en contra de la
acumulación de posesiones, por parte de los ricos, a costa de los pobres. Su crítica social
pone de relieve que la propiedad se utiliza de manera abusiva cuando ya no sirve como
medio para la protección y el desarrollo de la propia vida, sino para ejercer la fuerza y el
poder sobre los demás. Cuando los poderosos se aprovechan de la necesidad de quienes
dependen de ellos, resulta amenazada aquella libertad que Dios ha regalado a su pueblo y
en cuyo perfeccionamiento hay que pensar constantemente. En el libro del Eclesiástico se
dice de forma lapidaria: «Mata a su prójimo quien le arrebata su sustento» (34, 22).
A este respecto aclara Ben-Chorin: «De ello puede deducirse que ya en la antigüedad
bíblica... la propiedad no se consideraba sacrosanta en todos los casos. La riqueza que es
fruto de la pobreza de los estratos sociales menos privilegiados no puede invocar en su
favor la Ley de Dios».
La Biblia subraya muy enérgicamente la dimensión social de la propiedad. El derecho a la
propiedad o las exigencias sobre los demás por parte del propietario tienen sus límites allí
donde puedan resultar de algún modo afectadas las necesidades vitales más elementales
de otras personas. Y en este sentido se dice en el capítulo 24 del libro del Deuteronomio
que si haces algún préstamo a tu prójimo «y si es un hombre de condición humilde, no te
acostarás guardando su prenda- se la devolverás a la puesta del sol, y él se acostará en su
manto. Así te bendecirá y habrás hecho una buena acción a los ojos de Yahvé tu Dios» (vv.
12s.), «no tomarás en prenda el vestido de la viuda» (v. 17); «no se tomará en prenda el
molino ni la muela, porque ello sería tomar en prenda la vida misma» (v. 6).
Y la misma dimensión social de la propiedad se pone de manifiesto en el hecho de que
se indique expresamente que no se recolecten exhaustivamente los campos, los olivares y
las viñas, sino que se deje algo en ellos para los pobres (cfr. Dt 24, 19-21; Lev 19, 9s., 23,
22). Y la razón que se da para ello es: «Acuérdate de que fuiste esclavo en el país de
Egipto. Por eso te mando hacer esto».
La Biblia da a los creyentes israelitas tres motivos por los que no les está permitido
utilizar su propiedad de manera arbitraria:
1° Puesto que Dios es el creador y sustentador de todas las cosas, es también su primer
propietario; el hombre ha sido constituido únicamente en administrador de los bienes
terrenos, que le han sido entregados en préstamo y de los cuales debe dar cuenta a Dios.
El propio Yahvé indica con toda claridad: «La tierra no puede venderse para siempre,
porque la tierra es mía, ya que vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes»
(/Lv/25/23).
Antes de entrar en la Tierra Prometida se les insistió a los israelitas: «Si Yahvé tu Dios te
conduce a esta espléndida tierra... no digas en tu corazón: 'Mi propia fuerza y el poder de
mi mano me han procurado esta prosperidad', sino acuérdate de Yahvé tu Dios, que es el
que te da la fuerza para que te procures la prosperidad, a fin de cumplir la alianza...» (Dt 8,
7.17s.; cfr. 9, 4).
2.° En principio, los bienes de la tierra están destinados a todos los hombres, como lo
expresa, entre otras cosas, el hecho de que, «en caso de extrema necesidad», todo es
común a todos.
Es comprensible el que en el Antiguo Testamento este principio esté limitado, ante todo,
a Israel. Yahvé no ha entregado la Tierra Prometida a un individuo, sino a Israel en cuanto
comunidad. Por eso debe haber en dicha Tierra lugar suficiente para todos y cada uno de
los israelitas. Los profetas flagelan con duras palabras a los que especulan con tierras y
casas y, de ese modo, contravienen esta idea fundamental (cfr., por ej., Miq 2, 1-3; Is 5, 8).
Y el propio rey se hace merecedor del reproche cuando se comporta de manera parecida
(cfr. Jer 22, 13-19).
3.° No puede decirse que la propiedad ajena no deba importarle a uno; más bien debería
afirmarse que todos somos corresponsables. Consiguientemente, debo pensar en proteger
al prójimo de cualquier daño. Así se dice en el libro del Deuteronomio (22,1-3; cfr. Ex 23, 4):
«Si ves extraviada alguna res del ganado mayor o menor de tu hermano, no te
desentenderás de ella, sino que se la llevarás a tu hermano... Igualmente harás con su
asno, con su manto o con cualquier objeto perdido por tu hermano que tú encuentres; no
puedes desentenderte».
A pesar de lo evidente que resulta la dimensión social de la propiedad, el robo está
manifiestamente prohibido. Pero, además, conviene distinguir -con J. M. Lochman- entre
«robo desde arriba» y «robo desde abajo». Y entonces se hace aún más claro hasta qué
punto ve la Biblia la prohibición del robo en relación con la dignidad del ser humano.
Contra el «robo desde arriba»
Los profetas del Antiguo Testamento condenan con llamativo vigor precisamente esta
forma de robo. La razón es que, cuando los poderosos se aprovechan de la necesidad de
quienes dependen de ellos, se ve amenazada aquella libertad que Dios ha regalado a su
pueblo y en cuyo perfeccionamiento deben pensar constantemente los destinatarios de esa
libertad. Un ejemplo especialmente claro y expresivo a este respecto es la historia que nos
cuenta el libro primero de los Reyes (cap. 21) acerca de Nabot, que poseía una viña junto
al palacio del rey; una viña que constituía la «herencia de sus padres» y que, en definitiva,
era para él la «Tierra Prometida» por Dios (cfr. v. 3). El rey Ajab y su mujer, Jezabel, no
descansan hasta que Nabot -de forma aparentemente legal, pero infame en realidad- es
liquidado y el rey puede apoderarse de su tierra. El profeta Elías se presenta al rey en
nombre de Yahvé y le anuncia que él y toda su casa recibirán el castigo que merece su
crimen.
Contra el «robo desde abajo»
El séptimo mandamiento pone la propiedad personal del hombre bajo la protección de
Dios, porque se piensa que con ello se favorece la realización de la libertad personal. Una
cierta dosis de propiedad libera las posibilidades creativas, abre un ámbito de libertad y es
una base importante para el desarrollo de la cultura. El séptimo mandamiento desea
garantizar las condiciones de vida y sus posibilidades de desarrollo. No se puede, por
tanto, ignorar los aspectos socio-éticos y estructurales, que indudablemente son de una
importancia decisiva. Sin embargo, tampoco puede afirmarse que la Biblia trate
exhaustivamente el «robo desde abajo» (cfr. Prov 30, 8s.; Jer 7, 9; Os 4, 2).
Es digno de observar que el antiguo Israel, que podía aplicar la pena de muerte a
muchos delitos (por ej. la idolatría, el adulterio y el secuestro), no castigaba con la muerte el
robo de bienes materiales. Lo cual resulta tanto más llamativo si se tiene en cuenta que en
la legislación extrabíblica del antiguo Oriente se contemplaba a menudo la pena de muerte
en relación con casos especialmente graves de robo. Por el contrario: puede incluso
afirmarse que la Biblia trata con enorme comprensión el robo efectuado por personas
pobres. En este sentido, piénsese en esa especie de alegría por el mal ajeno con la que el
Éxodo (3, 21s.) nos cuenta cómo los esclavos que huían de Egipto se habían apoderado
previamente con astucia de objetos de valor pertenecientes a sus antiguos amos egipcios,
lo cual ha ocasionado dificultades a muchos moralistas tradicionales. A este respecto, la
exégesis tradicional observa que habría que considerarlo como una «compensación
oculta» consistente en apropiarse de algo que en cierto modo les pertenecía y les había
sido retenido.
b) Evolución histórica
1. Sobre la prohibición del secuestro
La tradición judía ha mantenido el convencimiento pleno de que el séptimo mandamiento
prohíbe de un modo muy especial el secuestro. En la «Mekhilta», que contiene la tradición
exegética judía acerca del libro del Éxodo, se pregunta si realmente este mandamiento se
pronunciaba en contra del secuestro, a lo que se responde de forma claramente afirmativa.
Y lo cierto es que, además, se argumenta de un modo poco habitual: En /Ex/20/13-15 se
habla de tres mandamientos, «en dos de los cuales (asesinato y adulterio) es evidente que
su infracción se castiga con la muerte, mientras que en el otro (robo) no está tan claro el
asunto. Debemos, pues, aclarar este último a partir de aquellos, cuya infracción es
sancionada por el tribunal con la pena de muerte. Consiguientemente, también el otro
parece que debería ser un mandamiento cuya violación habría de ser sancionada con una
pena equivalente». Sin embargo, resulta que el robo corriente, a diferencia del secuestro,
no se castigaba en realidad con la muerte (Ex 21, 16). «Por lo tanto, se trata aquí, en Ex 20,
15, de la prohibición del secuestro; y la prohibición que aparece en /Lv/19/11 sólo puede
referirse al robo de dinero».
En la tradición cristiana fue progresivamente ignorándose este aspecto del séptimo
mandamiento, hasta el punto de que en el campo de influencia de la fe cristiana siguió
practicándose siempre tanto el secuestro como el tráfico con personas, no sin que hubiera
cristianos que expresaran su protesta, si bien ésta no resultó nunca demasiado efectiva.
Una forma muy frecuente de secuestro fue la piratería, que durante siglos -y a pesar de
que hoy se considere un tema interesante casi exclusivamente para libros de aventuras-
constituyó una verdadera plaga internacional. En el Tercer Reich se practicaba, como una
forma de secuestro, el arresto en masa de familiares o miembros de un clan. Por entonces
se empleaba como un recurso la toma de rehenes y la muerte de los mismos. (Aún recuerdo
con horror cómo, siendo yo un soldado de dieciocho años, tuve que presenciar el
fusilamiento de una mujer que se negó a declarar dónde se escondía su marido, que era
partisano).
Tan antigua como la piratería es la esclavitud. A decir verdad, la Iglesia ha intentado
constantemente suavizar la esclavitud. Pero también ha habido quienes, como San Agustín,
han tratado de explicarla teológicamente, entendiéndola como consecuencia del pecado
original. Es verdad que, a partir de Constantino, se prohibió muchas veces la posesión de
esclavos cristianos y especialmente el venderlos a no-cristianos, y fueron diversos los
Sínodos que se pronunciaron en contra del tráfico humano. Pero también es cierto, por otra
parte, que hubo Papas y Monasterios que conservaron durante un tiempo sus esclavos. Ya
sabemos que en 1537 el Papa Paulo III realizó el significativo gesto de publicar la Bula
Sublimis Deus, en la que ponía de relieve la libertad de todos los hombres y prohibía la
esclavitud. Pero unos pocos años más tarde, en 1548, el mismo Papa volvió a ratificar el
derecho a poseer esclavos, incluso para los representantes oficiales de la Iglesia.
Precisamente por aquella época se había incrementado enormemente la práctica de la
esclavitud por parte de los cristianos. La opinión de que la esclavitud y el comercio de
esclavos no eran pecaminosos fue defendida por los teólogos hasta el siglo XIX, invocando
el derecho natural. Sólo en 1888 León XIII condenó la esclavitud con toda claridad e hizo un
llamamiento en favor de su abolición.
Las iglesias de la Reforma no se comportaron de un modo esencialmente distinto al de la
Iglesia Católica. Únicamente los cuáqueros, los metodistas y los puritanos nacieron con el
fin de combatir la esclavitud.
El fracaso de la Iglesia Católica en este terreno repercutió de manera especialmente
devastadora en Latinoamérica. A raíz del descubrimiento de ésta por los españoles el Papa
Julio II había concedido a los reyes de España el patronato universal sobre toda América,
que fue cimentado por los solícitos teólogos mediante la teoría del vicariato, según la cual
los reyes de España, en razón de las declaraciones papales, eran representantes del
propio Papa. Del mismo modo que Cristo había hecho a Pedro su representante en la
tierra, así también el Papa había hecho al rey de España soberano de América. Y se llegó
aún más lejos, nombrando al rey de España «Vicario de Cristo». La así llamada «misión» y
la colonización quedaban, pues, estrechamente vinculadas y fueron la causa de múltiples
actos de inhumanidad realizados en nombre de Dios.
El fraile dominico Bartolomé de Casas (1474-1566) puso todo su empeño en
la lucha en favor de los derechos humanos de los indios, consiguiendo en 1542 que se
promulgara en España una ley por la que se prohibía la esclavitud de los indios y otras
inhumanidades de los descubridores españoles en Latinoamérica. Las Casas siguió siendo
hasta su muerte, un activo portavoz de la libertad y los derechos de los indios. Resistiendo
todo tipo de presiones por parte de los misioneros, reivindicó el derecho de los indios a ser
libres para abrazar la fe. Sin embargo -y aquí radica lo verdaderamente trágico de su vida y
su obra-, para proteger a los indios abogó por la importación de esclavos negros de África.
Posteriormente, Las Casas lamentará profundamente este error, cuyas consecuencias no
supo ver en principio. Pero entretanto ya se había puesto en marcha un verdadero alud.
Los católicos en Latinoamérica adoptaron la praxis de los inmigrantes norteamericanos, en
su mayoría protestantes. Lo cual sigue suponiendo actualmente graves problemas como es
el de los mestizos en Latinoamérica y el problema racial en los Estados Unidos.
Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que un hombre lograra tener éxito en sus protestas
contra la esclavitud. Nos referimos a William Wilberforce (1759-1833), un político
inglés que a los 26 años se hizo cristiano, integrándose en la rama evangélica de la iglesia
anglicana. Movido por su fe, se consagró incansablemente a trabajar por la abolición de la
esclavitud. A pesar de su delicada salud y de las enormes dificultades, este hombre no dejó
de luchar por la abolición de la esclavitud... y tuvo éxito en su empeño.
Pero tampoco Wilberforce -vistas las cosas en conjunto- pasa de ser, degraciadamente,
una excepción. En la cuestión de la esclavitud, la Iglesia ha estado constantemente
expuesta a la tentación, debido a su estrecha relación con los ricos y poderosos. En lugar
de combatir la esclavitud , los teólogos emplearon toda clase de argucias para justificarla.
La teología había olvidado la acción liberadora de Yahvé y se había convertido en cómplice
y garante del «orden» social establecido.
2. Sobre la prohibición del robo
Es un hecho histórico que la Iglesia, enriquecida con el transcurso de la historia en
evidente contraste con la época patrística;, tendía también cada vez más a tolerar las
grandes riquezas. La historia del catecismo muestra que el séptimo mandamiento se
empleaba sobre todo contra el «robo desde abajo».
Sobre este trasfondo tuvo forzosamente que resultarle muy fácil al liberalismo ilustrado
afirmar que el hombre es un individuo aislado y la propiedad privada un derecho ilimitado,
sagrado e inviolable. Según esta concepción al propietario le estaba permitido hacer con su
propiedad lo que le viniera en gana. Y para ello se invocaba el (pagano) Derecho Romano,
que concedía al propietario el derecho no sólo al uso, sino también al abuso de su
propiedad. Incluso hoy día el vigente Código Civil alemán sigue defendiendo básicamente
este principio. Claro que no habría que olvidar, a este respecto que la constitución, en su
artículo 14, párrafo 2, declara que «la propiedad conlleva obligaciones y su uso debe servir,
al mismo tiempo, al bienestar común».
Sólo con el movimiento social cristiano acaecido en los siglos XIX y XX se fue avanzando
progresivamente hacia un cambio de mentalidad. Sin embargo, tampoco la doctrina social
católica oficial fue capaz de alejar de la mente de los trabajadores la impresión de que la
Iglesia estaba de parte de los ricos. La primera encíclica social de León XIII, la Rerum
novarum, de 1891, dice en su número 12: «En todos los intentos por ayudar a las clases
sociales más deprimidas hay que tener necesariamente presente, como principio, que la
propiedad privada es inviolable (sacrosanta)». ¡Y esto no lo han olvidado los trabajadores!
Entretanto, la Iglesia ha aprendido a hablar de muy diferente modo acerca de la hipoteca
social que grava sobre la propiedad. Y en ocasiones muy singulares ha llegado a abogar
por la expropiación en favor del bien común.
Si se tiene en cuenta todo este proceso, entonces no es de extrañar que quienes
defienden a los ricos se muestren propensos a censurar las declaraciones de los
Pontífices, llegando incluso a hablar del «neomarxismo infiltrado en la doctrina social
católica».
c) Concreción actual
1. Sobre la prohibición del secuestro
Aún hoy no ha quedado del todo liquidado el tema de la esclavitud, ni siquiera en su
forma más masiva. La Anti-slavery-society, que se remonta a Wilberforce y tiene su sede en
Londres, informaba en 1979 que el tráfico de esclavos sigue practicándose todavía en unos
40 países del mundo. Dicho informe habla de la existencia actual de ¡cinco millones de
esclavos!, los cuales se encuentran sobre todo en los países al sur del Sahara: Tchad,
Sudán, Niger y Mali; pero también en Sierra Leona, Ghana y Guinea Ecuatorial se somete a
los negros a la esclavitud. Jóvenes de uno u otro sexo, entre doce y veinte años de edad,
son los preferidos por los traficantes, que frecuentemente llegan a cobrar 5.000 marcos por
un esclavo. Para tranquilizarlos durante su transporte, se obliga a los esclavos a ingerir
grandes dosis de droga. Los países compradores se encuentran especialmente en la
península arábiga. Y como en diversos países islámicos el tráfico de esclavos no constituye
una infracción de la ley ni de la moral, suele resultar muy difícil echar mano a los
traficantes.
Pero, según el informe, la esclavitud no se practica tan sólo en el Cercano Oriente y en
África sino que también se extiende por diferentes países de Asia y Sudamérica. En la
jungla del Paraguay, por ejemplo, se organizan regularmente batidas para capturar indios y
obligarlos a trabajar en las factorías madereras y en las granjas. Y a quien intenta huir se le
fusila sin más ni más.
Hoy día, sin embargo, el rapto de personas adopta especialmente la forma de secuestro,
practicado incluso por el Estado. Y esta práctica del secuestro origina en muchas personas
una tremenda inseguridad.
Los motivos del secuestro pueden ser muy diversos. Muchas veces el «kidnapping» (que
literalmente hace referencia a «kids», es decir, a niños) se efectúa por motivos puramente
económicos, pero no es infrecuente que se practique también como medio de chantaje
político. En otro orden de cosas, en épocas en las que escasea la mano de obra,
determinados métodos de reclutamiento de trabajadores en el extranjero rayan en el
secuestro. El empleo de mano de obra ilegal procedente del extranjero, que se practica hoy
con alguna frecuencia, habría que calificarlo como una forma moderna de tráfico humano.
Pero sería injusto referirse únicamente al Primero y al Tercer Mundo. En el Archipiélago
Gulag, Solzhenitzyn ha presentado un estremecedor testimonio de la privación de libertad
practicada por el Estado en el «segundo» Mundo. ¿Cómo justificar el que se impida a las
personas abandonar un país con cuyo ordenamiento social no pueden identificarse o que
se encierre en cárceles e instituciones psiquiátricas a los disidentes de un régimen político?
Dicen los expertos en el asunto que los métodos practicados en la República Popular
China son aún más crueles y refinados que los descritos por Solzhenitzyn a propósito de la
Unión Soviética. Y esto parece que era especialmente cierto en la época de Mao.
2. Sobre la prohibición del robo
(I) Contra el «robo desde arriba»
Hoy es comúnmente admitida la dimensión social de la propiedad. Se reconoce, al menos
en principio, que la propiedad debe unir entre sí a las personas y fomentar el bien común.
La asamblea de obispos celebrada en Puebla lo formuló con toda claridad: «Los bienes y
las riquezas del mundo están destinados, según la voluntad del Creador y por su propio
origen y naturaleza, a servir para la utilidad y el bienestar de todos y cada uno de los
hombres y los pueblos. De donde resulta que a todos y a cada uno de los hombres
compete el derecho fundamental, absoluto e inviolable de emplear de manera solidaria
dichos bienes en la medida en que sea necesario para el logro de una realización digna de
la persona humana. Y todos los demás derechos (tanto el de propiedad como el de libre
uso de los bienes) están supeditados a éste» (2).
En nuestra actual sociedad occidental se da una conciencia cada vez más clara de que
en su propia estructura existen numerosos «elementos de latrocinio», entre los que hay que
incluir todo tipo de aprovechamiento de la necesidad ajena. Y aun cuando esta explotación
sea absolutamente legal, puede ser también al mismo tiempo profundamente inmoral, como
es el caso de la usura, los intereses abusivos, la especulación del suelo, etc.
De manera especial entre las generaciones jóvenes crece hoy la sensibilidad ante el
hecho de que la riqueza puede convertirse fácilmente en algo injusto. En la «Segunda carta
al pueblo de Dios», redactada por el movimiento de Taizé de Calcuta y que constituye un
llamamiento a la mutua participación de unos con otros, se establecen conscientemente a
un nivel muy bajo los límites a partir de los cuales la riqueza comienza a ser injusta: «Trata
de resistir la presión del consumo: cuanto más compres, más dependiente te haces. En la
acumulación de reservas para ti o para tus hijos radica el principio de la injusticia... Si a la
hora de trabajar sólo piensas en tu carrera, en la competencia, en un salario elevado o en
la satisfacción de tus ansias de consumo, correrás el peligro de explotar a los demás o de
ser explotado tú mismo» (3).
Por desgracia, no todos los movimientos eclesiales comparten este enfoque. La
sospecha de que en el «movimiento Lefèbvre», por ejemplo, no se trata tanto de asuntos
litúrgicos cuanto de defender la propiedad de los ricos, me asaltó por primera vez cuando
en una entrevista televisada oí que se preguntaba a una seguidora de Lefèbvre: «¿Por qué
pertenece usted a este movimiento?». Y la respuesta fue, más o menos, la siguiente: «Verá
usted, yo soy bastante rica. Y la Iglesia Católica que Monseñor Lefèbvre propugna es la
única institución que defiende la riqueza». Y esta respuesta es sumamente coherente con
todo ese movimiento, cuyo lema es: tradición, familia, propiedad.
Naturalmente que los ricos no están excluidos de la preocupación pastoral de la Iglesia; y
no lo están precisamente por su especial relación con la riqueza. Porque cuando la
acumulación de bienes constituye para alguien su interés primario, tal vez hasta el punto de
explotar sin escrúpulos la necesidad de los demás, entonces se ve profundamente
amenazada la humanidad misma del propietario, muchas veces sin que se dé cuenta de ello
siquiera. Y por eso hay que insistir en que Dios ama a todos sin excepción, pero añadiendo
inmediatamente que no ama a todos del mismo modo porque sería imposible. Dios no
puede amar al verdugo del mismo modo que ama a la víctima. Y dicho sea esto para salir al
paso de una falsa ideología de la reconciliación que pretende invocar en su apoyo al propio
Jesús.
Desde el punto de vista pedagógico-moral es especialmente importante que todos los
que ostentan cargos y representatividad en la Iglesia (incluidos, por tanto, los teólogos
laicos) sean los primeros en apartarse de modo claro y efectivo de la riqueza injusta y traten
de vivir lo más constantemente posible el Evangelio de la pobreza. Porque la credibilidad de
lo que ellos representan se verá sensiblemente dañada si también ellos viven literalmente a
costa de los demás. Esto ha sido inequívocamente afirmado por el Sínodo de 1971: «La
Iglesia ha de vivir y administrar sus bienes de tal manera que pueda anunciar el Evangelio a
los pobres. Si, por el contrario, la Iglesia aparece como defensora de los ricos y los
poderosos, entonces estará perdiendo su credibilidad... y nuestra preocupación en este
sentido se extiende al estilo de vida de todos: obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas,
laicos...» (4).
Es una lástima que los modernos textos de la doctrina social católica oficial apenas sean
conocidos entre nosotros. Los mismos representantes más significativos de la «teología
política» casi ni se ocupan de ellos, por desgracia. Sin embargo, podrían encontrar en ellos
la confirmación a la mayor parte de sus propios anhelos (el subrayar esto no tiene por qué
significar que aboguemos por una nueva forma de positivismo magisterial, es decir, por una
forma de teología en la que, para cada problema, haya primero que recopilar cuanto el
magisterio eclesial, los concilios, los papas, los sínodos, etc., hayan podido decir al
respecto).
El «robo desde arriba» se practica hoy, ante todo, en las relaciones que mantienen las
naciones ricas e industrializadas con los países en vías de desarrollo. En este sentido, y
por lo que se refiere a la Iglesia latinoamericana la Conferencia de Puebla tomó una actitud
inequívoca, afirmando que el perjuicio causado a los pobres se ve facilitado por la llamada
«economía libre de mercado» (Puebla, n. 47). La Iglesia de aquel Continente no desea
seguir siendo la aliada de los poderosos (nn. 38s.), por lo que deberá esforzarse en que se
reduzca al máximo la diferencia existente entre ricos y pobres (n. 138). Se pronuncia contra
el liberalismo económico con la misma claridad que contra el marxismo (nn. 312s.).
Reconoce sus muchos fallos en el terreno social (nn. 437, 966, 1.300). Subraya que los
bienes de la tierra han sido creados para todos: «La propiedad debe ser fuente de libertad
para todos y nunca deberá ser causa de privilegios. Constituye una serísima obligación
devolverle su función original» (n. 492; cfr. Populorum Progressio, n. 28). Y más adelante
afirma: «La absolutización de la riqueza constituye un verdadero obstáculo para la auténtica
libertad. El cruel contraste entre el lujo y la más extrema pobreza, tantas veces observable
en nuestro Continente y que se agrava además por la corrupción que con tanta frecuencia
se detecta en la vida pública y en la vida profesional, muestra hasta qué punto en nuestros
países se da culto al ídolo de la riqueza» (n. 494).
Se califica al capitalismo y al marxismo como formas de «injusticia institucionalizada» (n.
495). Se afirma que la Iglesia latinoamericana debe esforzarse, con ayuda de los medios de
comunicación, por convertirse en la voz de los desposeídos, «a pesar de los riesgos que
ello pueda conllevar» (n. 1.094). Habla de una inequívoca «opción preferencial por los
pobres» (nn. 1.134-1.165) y se pronuncia en contra de la concentración del poder en
manos de unos pocos (nn. 1.263-1.265). Lo que ambiciona es una «civilización del amor»
(Mensaje a los pueblos de Latinoamérica, n. 8).
(II) Contra el «robo desde abajo»
Todo lo anteriormente dicho no puede emplearse, naturalmente, para restar importancia
al «robo desde abajo», tal como se da continuamente entre nosotros y que se manifiesta no
sólo en la forma del fraude y del hurto normal, que entre los niños, por ejemplo, puede
adoptar la modalidad del robo en los grandes almacenes, que se ha convertido en una
verdadera plaga, sino que se manifiesta también, por ejemplo, en la vida profesional,
concretamente en el manejo negligente de máquinas e instalaciones. En este terreno
habría que incluir también el abuso que se comete frecuentemente en el ámbito de la
seguridad social. «No son pocos los que no sienten ningún escrúpulo en reivindicar el
seguro de desempleo, aun cuando podrían disponer de otro trabajo; o los que se dan de
baja sin estar enfermos y siguen cobrando su sueldo; o los que sin motivo real se someten
a una cura de salud y roban al seguro de enfermedad... ». De este modo puede extenderse
una verdadera plaga moral que resulta enormemente nociva para el bien común.
En este contexto hay que citar, por último, el respeto a la propiedad pública. También hay
en esto un amplio espectro de abusos que van desde la petulante destrucción de cabinas
telefónicas y otras instalaciones públicas al trato indolente o conscientemente destructivo
de la propiedad pública, que empieza por maltratar los libros escolares puestos
gratuitamente a disposición de todos, pasa por el derroche de los dineros públicos y llega
hasta la explotación indiscriminada de los recursos y materias primas en peligro de
extinción. La declaración conjunta de la Iglesia Evangélica y de la Conferencia Episcopal de
la República Federal Alemana sobre «Valores fundamentales y mandamientos de Dios» se
orienta fundamentalmente en este sentido, por cierto. Pero a la hora de concretar es más
bien insuficiente. Proclama el siguiente axioma: «Vivirás no sólo (!) para beneficiarte a costa
de tu prójimo». A mí me resulta absolutamente incomprensible el significado que pueda
tener ese «no sólo». Al intentar explicarlo se dice que este mandamiento va también en
contra de los intereses de grupo a costa de otras personas o grupos o de la comunidad.
Pero, por desgracia, no se dan más explicaciones al respecto, con lo que todo queda un
tanto desvaído. Sin embargo, se trata de un tema muy de actualidad en nuestra situación.
Tales intereses de grupo, representados por poderosos «lobbies» o grupos de presión,
hacen que, en la lucha por conseguir el botín, resulten sistemáticamente explotados o
dañados otros hombres o grupos de hombres. Esto lo expresaba de manera mucho más
clara, hace ya años, el documento de trabajo del Sínodo Conjunto.
En todo lo dicho hasta ahora resulta evidente, por otra parte, su carácter parenético. Los
problemas concretos y singulares del ordenamiento de la propiedad, la economía, las
finanzas y el derecho no pueden resolverse exclusivamente en el terreno pedagógico, sino
que es evidente que hay que acudir a la teología moral. La pedagogía moral se centra muy
considerablemente en el recuerdo exhortatorio de lo ya conocido como bueno..., ¡lo cual no
es poco!
La parénesis bien entendida puede a un tiempo despertar y aguzar la sensibilidad hacia
los peligros que amenazan en este terreno, especialmente la sensibilidad hacia todas las
formas de abuso brutal y desconsiderado de poder. Puede poner de manifiesto que, con
sus normas, Dios se inmiscuye en todo, pero no para oprimir al hombre, sino para fomentar
unas relaciones humanas beneficiosas para todos. Aún hoy sigue siendo importante, desde
el punto de vista de la pedagogía moral, fomentar el respeto a la propiedad ajena. Se
puede ayudar a los jóvenes a que se hagan tan sensibles en este terreno que sus dedos se
nieguen espontáneamente a tomar algo que pertenezca a otra persona.
Pero no debe detenerse ahí la pedagogía moral, sino que, a medida que crecen en edad
los sujetos, debe ir abriéndolos a problemas de mayor gravedad, con el fin de despertar en
todos el deseo de colaborar -cada cual según sus posibilidades- en la resolución de dichos
problemas.
...................
1. Obsérvese también /Jr/34/08-22 impresionante amenaza dirigida a quienes, habiendo decidido en principio la liberación de los esclavos, después se vuelven atrás y no lo llevan a cabo.
2. "La evangelización de Latinoamérica en el presente y en el futuro". Documento de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, n. 491.
3. Tomado de Carta de Taizé, Julio/Agosto 1979.
4. De iustitia in mundo, nn. 48s.
ADOLF
EXELER
LOS DIEZ MANDAMIENTOS
VIVIR EN LA LIBERTAD DE DIOS
EDIT. SAL TERRAE
COL. PRESENCIA TEOLOGICA, 14
SANTANDER 1983.Págs. 161-180