A
Dios con todo tu corazón, al prójimo como a ti mismo
Conexiones entre el amor a Dios y el amor
al prójimo
José
A. GARCÍA
Jesuita
Director de Sal Terrae
Valladolid
Introducción: un hombre pregunta a Jesús
Lo sabemos de memoria. Un día se acerca un hombre a Jesús y le pregunta: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?». Mateo y Lucas afirman que le preguntaba para ponerlo a prueba, sin especificar por qué. En el Evangelio de Marcos, por el contrario, Jesús dice de él alabándole: «No estás tú lejos del Reino de Dios».
En cualquier caso, si el legista de Lucas y el fariseo de Mateo iban de mala ley, sería por otra cosa, no porque su pregunta fuera en sí capciosa. ¿No tiene acaso derecho el hombre de todos los tiempos a preguntar y preguntarse por lo central de la vida, por lo definitivo y lo mayor, tentado como está constantemente de vivir alienado de sí? ¿No tenemos derecho a preguntárselo nosotros hoy al joven y sorprendente maestro de Nazaret, perdidos como andamos en medio de un relativismo que amenaza con arrasar toda convicción, o ansiosos de anclarnos en algo o Alguien que nos ayude a vivir más unificados, menos fragmentados, más totales?
La respuesta de Jesús—«El primer mandamiento es éste: Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas. El segundo es semejante al primero: Amarás al prójimo como a ti mismo»—, si bien no aclara todavía el meollo de la cuestión que queremos plantear aquí, sí arroja ya sobre ella las primeras luces. ¿De qué primeras luces se trata?
Los estudiosos de la Biblia nos han hecho notar, en primer lugar, que la respuesta de Jesús al hombre que le pregunta no sólo sintetiza todos lo preceptos de la Ley y las encendidas proclamas de los Profetas, sino que los «radicaliza». Existimos ante Dios y ante los demás viene a decir Jesús. Ése es nuestro dato desnudo y fundante, radical. Nada que no sea Dios o el prójimo puede arrogarse el carácter de horizonte último de la vida humana. Ninguna ley, ninguna doctrina, ninguna institución. Dios y los otros son nuestra única referencia normativa.
Nos han hecho notar también que la palabra «semejante» aplicada al segundo mandamiento—«el segundo es semejante al primero»— no alude a que el amor al prójimo sea un mandamiento de segundo rango con respecto al amor a Dios, sino que posee una radicalidad semejante a la del primero. El horizonte de nuestro existir no es Dios a secas, sino Dios y el prójimo, con una radicalidad inseparable y similar. El amor a Dios es el primero de los mandamientos, porque Dios es quien funda la realidad del prójimo, quien la ilumina y la hace últimamente inteligible. El amor al prójimo viene después, lo mismo que el agua es después de la Fuente, o el rayo de sol es después del Sol.
Nos han hecho notar, por último, que en el pensamiento bíblico esos dos mandamientos no son intercambiables, pero tampoco separables. Amar a Dios no es total y exactamente lo mismo que amar al prójimo, ni viceversa; pero no existe un amor verdadero a Dios que no lleve al amor al prójimo, ni un amor incondicionado al prójimo que no incluya, o al menos apunte, a Dios.
Hasta aquí todo va bien, todo está suficientemente claro. En la respuesta de Jesús, sin embargo, algo queda todavía en la penumbra, no suficientemente aclarado. ¿Qué relación interna existe entre el amor a Dios y el amor al prójimo? La respuesta de Jesús, es cierto, los sitúa ya en una cierta relación, pero no dice nada sobre la naturaleza interna de esa relación ¿Se trata de dos amores en paralelo, uno junto al otro y jerarquizados, o se trata más bien de dos amores en mutua interacción? Esa es precisamente la cuestión que quisiera abordar en este artículo y que la respuesta de Jesús deja aún en una cierta sombra.
Mucho me temo, por otra parte, que si en nuestra explicación y predicación de la fe cristiana hablamos tan poco del «nexo interno» entre el amor a Dios y el amor al prójimo, no es porque la cuestión carezca de importancia, sino por un déficit en nuestra inteligencia de la fe y también en nuestra experiencia de Dios. Parece como si durante mucho tiempo hubiéramos estado más interesados en afirmar a Dios o al hombre por separado que en vincularlos. Antes, afirmando el amor a Dios (!) a costa del amor al hombre; ahora, tal vez, afirmando el amor y el interés por el mundo (!) a costa del amor personal a Dios. ¿Dónde queda en ambos casos la vinculación entre ambos amores, su flujo interno y mutuo? Vayamos por pasos:
1. Dios es Amor, pero no todo amor es Dios
La idea bíblica de que el hombre es «imagen de Dios» se quedaría absolutamente vacía si no incluyera que, puesto que la esencia de Dios es ser Amor, la del hombre, de algún modo, también lo es. ¿A qué quedaría reducido el carácter de imagen suya si no incluyera de algún modo lo que es esencial en Dios? Y, sin embargo, a la vista de tanta atrocidad humana, de tanto desamor, harían falta unas tragaderas muy grandes para aceptar sin más una afirmación así, que el hombre es amor. Habría que matizar en todo caso que, si el hombre es amor, lo es «por vía de semejanza; pero que este dato no incluye que lo sea por vía de aproximación». En efecto. ser imagen de Dios ha dejado impresa en nuestro ser, sin que nosotros hayamos hecho nada para ello, la semilla del amor. Ése es el don, ésa es la posibilidad. A partir de ella podemos aproximarnos a lo que Dios es, ser imitadores suyos, amar al modo como él ama, o, por el contrario, marchar en la dirección contraria, des-aproximarnos de Dios. Lo primero es don de Dios, decisión suya. Lo segundo es responsabilidad nuestra, apoyada en él, pero nuestra. «La semejanza nos ha sido dada; no tiene, sin embargo, una conexión necesaria con esa lenta y dolorosa aproximación que es tarea nuestra, lo cual no quiere decir que sea sin ayuda» (C.S. Lewis). Eso explica que el hombre sea capaz de lo mejor—ser como Dios—y también de lo peor —ser como el Diablo—, según que aproxime a Dios esa semejanza natural que le ha sido dada o la aparte de Él.
Curiosa y paradójicamente, esa segunda posibilidad está más vinculada a la zona de nuestra semejanza con Dios de lo que podríamos pensar. C.S Lewis lo ha puesto una vez más de relieve, con esa profundidad y agudeza que tanto le caracterizan: «El amor deja de ser un demonio solamente cuando deja de ser un Dios. Lo cual puede ser también expuesto de esta manera: El amor empieza a ser un demonio desde el momento en que comienza a ser un dios... Todo amor humano, en su punto culminante, tiene tendencia a exigir para si la autoridad divina; su voz tiende a sonar como si fuera la voluntad del mismo Dios; nos pide un compromiso total, pretende atropellar cualquier otra exigencia. Que el amor sensual y el amor a la patria puedan realmente llegar a convertirse en dioses es algo generalmente admitido; y con el afecto familiar también puede ocurrir lo mismo; y, de distinto modo, también puede suceder con la amistad».
La afirmación, por tanto, de que Dios es amor incluye que el hombre, «imagen suya», también lo es de alguna manera: por semejanza concedida, pero no todavía por libre aproximación. Se nos ha advertido, además, que los amores humanos tienen una tendencia natural a convertirse en dioses y, por tanto, a dominar y excluir, transformándose así de dios en demonio. ¡Es verdad: no todo amor es Dios! Llegados aquí, tenemos ya el terreno despejado para plantear el recorrido de nuestra reflexión siguiendo las tres preguntas siguientes:
- ¿Cómo es y qué manifestaciones tiene el Amor de Dios, del que nuestro amor humano es imagen? La importancia de este primer paso estriba en que el Amor de Dios es horizonte de los amores humanos, su punto crítico de referencia. No podríamos saber cómo ha de ser la «imagen» si no conociéramos cómo es el «Modelo».
- ¿Cómo son y qué manifestaciones tienen nuestros amores humanos? Los amores naturales no tienen que dejar de ser humanos para ser verdaderos; su peligro estaba, como hemos dicho, en derivar de su Fuente, convirtiéndose así en dioses autóctonos.
- ¿Qué influencia está llamado a tener el amor a Dios en el amor al prójimo, y viceversa? Hacia ese punto crucial quisiera enderezarse finalmente esta reflexión.
2. «Él nos amó primero». ¿Con qué clase de amor nos ama Dios?
«Nadie conoce al Padre, sino el Hijo», dijo Jesús; y aun así—añadió, matizando la afirmación anterior—, «el Padre es mayor que yo». Quién es Dios realmente y cómo es su Amor hacia nosotros, sólo podemos barruntarlo a través de las mediaciones que él mismo ha puesto entre El y nosotros: la creación, los demás, Jesucristo, nuestro propio yo... Sólo penetrando en su interior, escuchando los gritos y susurros que el Espíritu produce en ese «medio divino», podemos acceder a la experiencia directa de quién es Dios y con qué clase de amor nos ama. Nuestro amor a Él y nuestro amor al prójimo, a la creación entera—un amor segundo, porque fue El quien nos amó primero—, tienen ahí su lugar único de nacimiento, de cultivo y de respuesta.
Pues bien, a preguntas como estas—«¿cómo es el Amor con el que Dios nos ama?»—sólo se responde bien con el lenguaje de los símbolos, con el lenguaje de la poesía. Sólo las metáforas, cuando son sugerentes y bellas, nos acercan al misterio inefable e inmanipulable del Amor de Dios. Permítaseme por ello que, para insinuar una respuesta a la pregunta que nos ocupa, me valga de las cuatro metáforas con que Ignacio de Loyola (¡quién lo iba a decir!) describe el acercamiento amoroso de Dios a cada uno de nosotros en la «Contemplación para alcanzar amor» (S. Arzubialde). Dios es y está en la realidad—toda ella don, toda ella lugar de encuentro, toda ella oportunidad—de cuatro maneras distintas y complementarias, según estas cuatro metáforas: a) «dando y dándose»; b) «habitando»; c) «trabajando»; d) «descendiendo». ¿Cuál es el significado de estas cuatro expresiones y qué luz arrojan sobre nuestra búsqueda? Veamos:
a) Que Dios es y está en la realidad dándo(la) y dándose en ella, significa que Él es la pre-condición de todo lo que existe; que si Él no fuese, nada sería; que todo es en Él; que todo es don. Significa, además, que en Dios no es separable el dar la realidad del darse en ella, algo que los humanos hacemos con cierta frecuencia—dar cosas sin darnos a nosotros mismos en ellas—; que en lo que Dios da, el mundo y todo lo real, se da El mismo.
b) Que Dios es y está en la realidad habitando(la) añade a la metáfora anterior el dato de la cercanía de Dios a todo lo real; añade que todo es templo suyo; que porque toda realidad esta habitada por Él, todo puede ser lugar de encuentro con Él, lugar de adoración y servicio, «medio divino».
c) Que Dios es y está en la realidad trabajando(la) añade a lo anterior un matiz más, el del Amor de Dios al mundo. Dios no está quieto en la realidad, no es neutro, no se mantiene apático. Está como quien la trabaja por dentro. Con un trabajo que es al mismo tiempo amor, sufrimiento, sueño, grito...
d) Que Dios es y está en la realidad descendiendo habla de la kénosis y abajamiento de Dios en lo real, de su humanización y encarnación en las cosas y, sobre todo, en Jesucristo; de su Amor en forma de con-descendencia a los lugares físicos y espirituales donde nosotros nos encontramos.
Ese Dios que es y está así en el mundo, en los demás, en Jesucristo y en mí mismo, es el Dios que nos ama. Con un Amor cuyas características son la autodonación en aquello que nos da; la presencia en el don; el trabajo en el interior del mundo, hecho de amor, sufrimiento y sueño; el abajamiento que hace posible encontrarle en nuestro propio nivel.
¿Qué nombre podríamos dar a una forma de Amor así que lo distinguiera de otras cosas a las que también llamamos amor y que, a su propio nivel, también sin duda lo son? Cuando los autores del NT se hacen esa misma pregunta—qué nombre dar al Amor de Dios, tal como lo habían experimentado en tantas cosas, pero sobre todo en Cristo Jesús—, no lo definen con el término griego eros, ni tampoco con la palabra storgé. Lo hacen con el término fiIía y, sobre todo, con agapé. Esta elección entre tantas posibilidades distintas—las lenguas modernas no son en esto tan ricas—no es estilística, va mucho más lejos. No es nuestra belleza o bondad lo que mueve a Dios a amarnos (eros); su amor tampoco es un sentimiento más o menos pasajero (storgé). Lo que caracteriza al Amor de Dios es, por una parte, su gratuidad y benevolencia (filía) y, por otra, su capacidad de amarnos a cada uno y a todos como si fuéramos únicos, sin ningún tipo de exclusión nacida de nuestra mala conducta o pecado (agapé). «Dios—dijo Lutero—no nos ama porque seamos buenos o hermosos, sino que, porque Dios nos ama, somos buenos y hermosos».
Eso es, expresado en lenguaje racional, lo que nos contaron Jesús y los Profetas con un lenguaje mucho más sugerente y poético sobre el Amor de Dios: «Antes de que naciéramos, Dios nos conocía y nos había puesto un nombre; los lirios del campo y los pájaros del cielo no trabajan ni hilan y, sin embargo, Dios cuida de ellos, Dios es como un pastor que sale tras la oveja descarriada, como una mujer que pone la casa patas arriba para encontrar una monedita de nada, como el padre de un hijo pródigo que se alegra con su vuelta a casa y no regaña...; una madre podría olvidarse del hijo de sus entrañas, Dios no; tanto amó Dios al mundo que le dio lo más querido que tiene, su Hijo Jesús... Y si esto es así, ¿quién podrá separarnos del Amor de Dios, manifestado en tantas cosas, pero sobre todo en Cristo Jesús?».
Nuestro amor a Dios es una consecuencia inmediata del amor de Dios. Es un amor de respuesta. Podemos no amar a Dios, pero cuando lo amamos es porque El nos amó primero. ¿Cómo no hacerlo? Ese amor de respuesta lo provoca el conocimiento interno de tanto bien recibido por vía de creación (el mundo), por vía de redención (Jesucristo y la Iglesia), por vía de dones personales (mi propio yo), al que sigue un agradecimiento tan inmenso como sorprendido. A partir de esa experiencia, el hombre y la mujer creyentes se sienten impulsados y capacitados para ofrecer a Dios su entera libertad, para articular sus sueños particulares en el Sueño de Dios sobre ellos mismos y sobre el mundo.
No es momento de detenernos aquí en esa triple conexión—la del conocimiento interno, que hace surgir el agradecimiento, y la del agradecimiento, que se transforma en amor y servicio—, pero sí de dejarlo insinuado: nuestra capacidad de amar a Dios siempre y en todo guarda una relación directa con nuestra capacidad de taladrar la realidad y de ser agradecidos. Quien poco «conoce» poco agradece; quien poco «agradece» poco ama. «Ama» mucho quien conoce y agradece mucho.
¿No tendremos ya, en este primer acercamiento a las formas que toma el Amor de Dios hacia nosotros, un modelo divino en el que inspirar nuestras formas humanas de amar, sin que por ello dejen de ser humanas, sino precisamente para que lo sean más? Sin duda que sí. Ahí justamente quisiera detenerme ahora.
3. El amor al prójimo y el amor a Dios. Nexos mutuos «Amor, pondus animae», decía san Agustín: el amor es el peso del alma, lo que la hace densa, lo que le da valor. Tanto amas, tanto pesa tu alma. Amar y conocer, ser amado y ser conocido, son los dos deseos primarios que llevamos los hombres y mujeres más a flor de piel. Por eso hablamos tanto de ellos y ponemos en ellos tantas esperanzas. En esas dos actividades, sobre todo en la de amar, es, por otra parte, donde se realiza o se frustra nuestra semejanza con Dios, el ser o no ser imagen suya por vía de aproximación. Pero ¿de qué amor humano hablamos? Porque el amor, en cuanto que incluye siempre una interpelación, puede decirse que es uno solo, pero es muchos según sea el aspecto que se pone en juego en el acto de amar.
He aquí, al lado de otras muchas posibles, una descripción de los cuatro amores humanos más fundamentales, de las cuatro formas principales en que se despliega nuestra capacidad de amar (S. de Guidi):
- «Normalmente, el adulto se percibe como necesidad somática de conocer y amar y de ser conocido y amado por otro. La realización recíproca de esta necesidad es el amor erótico. Se trata de un amor interesado y gratuito, pero restringido al otro en cuanto compañero heterosexuado».
- «Normalmente, el adulto se percibe como necesidad psíquica de conocerse y amarse y de ser conocido y amado por otros. La realización recíproca de esta necesidad psíquica es el amor afectivo. Se trata de un amor interesado y gratuito, pero restringido al recinto de la relación afectiva, o sea, no extensible a los extraños, y mucho menos a los enemigos».
- «Normalmente, el adulto se percibe como necesidad de conocer y amar y de ser conocido y amado espiritualmente por otros. La realización recíproca de esta necesidad es el amor entre amigos. Se trata de un amor gratuito, pero restringido aún al circulo de los amigos por los que se está dispuesto incluso a dar la vida. Este amor, por tanto, no es extensible a los extraños ni tampoco a los enemigos».
- «Normalmente, el cristiano se percibe como necesidad teologal de conocer y amar y de ser conocido y amado por otros seres humanos y por Dios, a través de Cristo, en el Espíritu. La realización recíproca de esta necesidad teologal es el amor agapé. Este amor, referido a Dios o a una persona, transforma la 'necesidad' de amar en don de conocimiento y predilección recíprocos».
Comparando la cuarta forma de amar con las tres anteriores, aparece clara una diferencia: sólo ella es capaz de juntar el amor concreto con el amor universal. El amor de agapé convierte al ser amado en único, pero no excluye a nadie de esa singularidad, ni siquiera a los enemigos. Las otras tres formas de amar no incluyen de por si esa virtualidad. Son amores necesitados, es decir, nacidos de una «necesidad» humana que, si bien puede convertirse en don que se abre también a los demás, puede igualmente terminar en una práctica del amor interesada, egoísta, cerrada en sí. Si trascienden más allá de la necesidad, esa virtualidad les viene de otra fuente. El punto fuerte de estos amores está en la concreción; su punto débil, en la particularidad y, por lo mismo, en su potencial de exclusión. Ésa es su gran tentacion.
Pero, miradas las cosas en esa clave, ¿no es precisamente esa tentación de los amores humanos, cuando caemos en ella, la causa de todos los desastres humanos, de todas las exclusiones, de toda la barbarie universal de corto y largo alcance? Ése es mi convencimiento.
¿No parece entonces necesario que nuestros amores humanos se tomen en serio su propia debilidad, que cuenten con ella y que la expongan a la experiencia del Amor de Dios y al Amor a Dios de tal manera que ese entroncamiento purificador y animante les libre de hundirse en su propia degradación? Ése es también mi convencimiento. Si niegan su carácter de necesidad, los amores humanos se convierten en diosecillos perversos. Si se quedan encerrados en ella, terminan siendo amores excluyentes. He aquí algunas caminos de búsqueda, algunos cultivos que pueden ayudarnos a que nuestros amores necesitados se transfiguren en don, sin dejar por ello de ser lo que son: amores necesitados, amores humanos, no dios.
1º. Amar a Dios con todo el corazón y sobre todas las cosas es la condición previa para amar bien al prójimo y a todo lo demás, no su mortal enemigo.
«Desde el momento en que entendí quién era Dios para mí, supe que ya sólo podría vivir para Él», dijo Charles de Foucauld. Así de absoluto y arrebatador es Dios, así de único para quien ha descubierto su Amor. Amar a Dios con todo el corazón no es un mandamiento que viene de «fuera», sino un imperativo que nace del interior de la experiencia del amor a Dios. Los grandes místicos del cristianismo y de todas las religiones saben que esto es así, aunque a los demás nos cree sospechas... Ahora bien, quien ama a Dios con todo su corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas, ama igualmente con todo el corazón a lo que de Dios procede, a todo lo que nace de Él. Porque Dios es Amor creador, no podemos amarle a Él sin amar igualmente a su creación. Porque Dios, además de padre/madre creador, es Reino, no podemos amar por separado su creación de su Sueño sobre ella. En caso contrario, nuestro amor a Dios se quedaría profundamente recortado, egoísta. interesado. Los hombres y mujeres del amor único a Dios se convierten, en el interior de esa experiencia, en hombres y mujeres del amor a todos y a todo.
Hay más todavía. Amar a Dios con todo el corazón y sobre todas las cosas protege a nuestros amores naturales de su tentación inherente a absolutizarse. y de terminar así en ejercicio de dominación y de exclusión. El amor único coloca al resto de nuestros amores en su sitio, no les deja ser dios, no permite vivirlos con una exaltación y autonomía tales que les lleve a mil formas de olvido de todo lo demás, es decir, de lo que no cae bajo la franja del propio interés, sentimiento o afecto.
¿No resulta acaso obvio hasta la saciedad que muchos modos de vivir en nuestra cultura actual el amor erótico, el amor étnico o familiar y hasta el amor de amistad terminan en un ejercicio del más puro egoísmo o, en el mejor de los casos, en solidaridades de corto alcance, con olvido casi total del resto de la humanidad? ¿Quién ayudará a esas tres formas nuestras de amar a seguir siendo lo que son, es decir, humanas, concretas, vulnerables, sin que por eso lleven a la prepotencia o al olvido de los otros? El Amor de Dios y el amor a Dios podrían ciertamente hacerlo. Pero para ello nos van a ser necesarias dos cosas. En primer lugar cultivar mucho más, en la oración y fuera de ella, la adoración y el amor a Dios como el absoluto único de nuestras vidas. En segundo lugar, conectar mucho más ese rostro de Dios encontrado, adorado y amado, con todo aquello que surge de él como de su Fuente: el mundo, los demás, el prójimo.
2º. Nuestros amores son y funcionan casi siempre como amores «necesitados», es decir, están en trance continuo de engullir al otro olvidando su alteridad, o de centrarse en sí mismos con mengua de la gratuidad. El Amor «de» Dios y el amor «a» Dios están llamados a ser terapia teologal y humana de nuestro amor necesitado.
Como humanos, somos así, seres de necesidades. ¿Por qué habríamos de tener miedo a confesarlo? Necesitamos amar y ser amados; y cuando, por la razón que sea, este doble canal de ida y vuelta no funciona, la vida se nos hace penosa, insoportable, soledad de la mala. «Maldito el día en que nací, el momento en que me concibió mi madre...». Pero reconocer que nuestros amores son así no debería llevarnos a la ingenuidad de olvidar otra cosa importante: que el amor nacido de la necesidad—«te necesito; por eso te amo»—lleva dentro de si una tendencia inherente a convertir al otro en objeto de mi necesidad, en experimento de mi anhelo, negando así la alteridad de la persona amada o, al menos, oscureciéndola profundamente, no respetándola. ¿Entonces?
No es ésa, gracias a Dios, la única posibilidad que les queda a nuestros amores necesitados. Les queda también la posibilidad de reconocerse en su limitación y vulnerabilidad, en su incompleción, negándose al mismo tiempo a saciarlas de cualquier manera. Desde ese reconocimiento humilde y no negado, se hace posible entonces salir al encuentro del otro, transformando nuestra necesidad en don ofrecido; buscando el encuentro con el otro como alguien distinto de mí y, por tanto, como inmanipulable por mi necesidad; encontrándole como don que se me ofrece y no como objeto de mi ansia. «Te amo; por eso te necesito».
Una operación muy fina, ciertamente, pero no imposible. Sobre todo si nos aceptamos como imagen de un modelo, Dios, cuya imitación añoramos y rogamos cada día más. Somos aquello de lo que nos alimentamos. Jesucristo, la imagen perfecta de Dios, se ofrece como alimento de un modo de amar que no sólo no deja de ser humano, sino que, de tan humano que es, se hace divino.
Siempre me ha impresionado a este respecto el texto de 1 Cor 13, que conocemos como «himno de la caridad». En él se asegura que, aunque fuéramos capaces de darlo todo a los pobres o dejarnos quemar vivos por una causa—dos formas sublimes de heroísmo—, si no hay amor en ello, no sirve de nada. ¿Cómo entender una afirmación tan radical como ésta?
En muchas de nuestras salidas hacia los demás, en muchos de nuestros amores, no es al otro al que buscamos y amamos, sino a nosotros mismos. ¿Quién no ha descubierto una y mil veces en su interior que incluso en las cosas buenas que hace se esconden procesos sutiles de autobúsqueda, de ansia de estima, prestigio. alabanza, etc.? Quien no haya concienciado esos procesos dentro de sí, tal vez no sea porque es más santo, sino porque es menos lúcido. Más que la pureza, lo nuestro es la mezcla. Pues bien, no deberíamos tener miedo a vernos así, porque así somos realmente. Tampoco deberíamos ocultarnos que, cuando actuamos así, no somos ni la transparencia de Dios que quisiéramos ser, ni los seguidores del Señor que desean adherirse a él para extender su Reino. Lo primero es ser honestos con lo real, y lo real es muchas veces así.
Pero lo que tampoco deberíamos hacer es hundirnos bajo el peso de nuestra constitutiva ambigüedad, o maldecirnos por ella. Hay otro camino mucho mejor. Cuando nos descubrimos así nos queda siempre, y en primer lugar, la posibilidad de remitir esa pobreza radical nuestra al Amor de Dios. Nos queda también, y en segundo lugar, la humilde decisión de intentar que todos nuestros amores humanos «desciendan de arriba», es decir, nazcan de Dios y se articulen en su modo de amar. Dicho de otra manera, que sean homologables con el Amor de Dios. Así es como incluso nuestra debilidad se convierte en gracia.
3º. El amor al prójimo es también camino para el amor a Dios. Amar al prójimo y amar a Dios es un camino de dirección doble.
Con esta tercera afirmación queremos decir que, si amar bien a Dios lleva a amar bien al prójimo, la inversa también es cierta. No se trata por tanto, únicamente de que en la contemplación y el amor a Dios aprendamos a ver y amar a los hermanos. Se trata también de que en la contemplación y el amor al mundo aprendamos a ver y amar a Dios. El reto, por tanto, es doble. Formulado de una manera esquematica, podría expresarse así: «hemos de juntar la contemplación activa con la actividad contemplativa». Es decir, en la contemplación de Dios hemos de entrar en contacto con su actividad en el mundo, y en nuestra implicación en el mundo junto a Él hemos de entrar en contacto con Dios. Volvemos a tocar con esto la mística de la Contemplación para alcanzar amor, de la que hablamos más arriba. San Ignacio quiere devolver al mundo a quien termina los Ejercicios en una clave espiritual tal que todo se le convierta en «medio divino», es decir, en lugar de encuentro con Dios, de adoración y de servicio. ¿Cuál es el secreto de una presencia en el mundo así?
La clave, como ha escrito el P. Kolvenbach, está en el propio sujeto, mucho más que en su actividad o en su contemplación, cada una por separado. Se trata, en primer lugar, de pasar por la vida—una vida que es sobre todo acción y relación, y también oración y plegaria—con capacidad de taladrar la realidad para descubrir en ella al Dios que nos la da y se da en ella, al Dios que la habita y la trabaja por dentro, al Dios que desciende a ella. Se trata, en segundo lugar, de recibir a ese Dios, que es y nos aparece así, no sólo con la inteligencia y los afectos, sino también con un corazón agradecido, profundamente conmovido. Se trata, finalmente, de salir al encuentro de la realidad desde un corazón que ha quedado alcanzado y transformado por esa presencia activa de Dios en el mundo, y de reproducir en ese encuentro implicado los modos de presencia y de amor con los que está y actúa Dios en ella.
Ése es, ciertamente, el secreto. Su incorporación a nuestro ser y a nuestra sensibilidad depende mucho de nuestra capacidad de contemplación y de nuestra perseverancia, convertida en hábito, de buscar y hallar a Dios en todas las cosas, sean éstas acción u oración. Esto nos llevará también a nosotros a estar en la realidad como está Dios:
- poniendo ser en la nada: Dios es Padre/Madre creador;
- poniendo vida en la muerte: Dios es Jesucristo salvador;
- poniendo futuro en la inmanencia cerrada: Dios es Espíritu transformador;
En una palabra, nos llevará progresivamente a «ser como Dios y a amar como él ama».
A modo de conclusión: la profunda novedad de un «como»
Ahí quería terminar: en esa llamada del Evangelio de Mateo a «ser como Dios» (Mt 5,48), o en esa otra del Evangelio de Juan a amarnos «como Jesús nos amó» (Jn 15,12), tan desproporcionadas con nuestras fuerzas y, según se mire, hasta tan blasfemas. ¿No quedó condenado en el Génesis el intento de Adán y Eva de querer ser como Dios? Siempre me llamó la atención el hecho de que, si bien Jesús acepta y hace suyo el mandamiento bíblico anterior a él—«amarás a tu prójimo como a ti mismo»—, al final de su vida lo transforma radicalmente: «que os améis como yo os he amado». Esa es la gran novedad del mandamiento «nuevo» de Jesús: que el punto de referencia de nuestro amor a los demás no está ya dentro de nosotros, sino fuera, en él.
¡Qué bien que sea así!; ¡cuántas gracias tenemos que dar al Señor por ello! Porque frecuentemente nos amamos a nosotros mismos tan mal y tan a medias, y nos sentimos tan a medias amados por los demás, que si el amor al prójimo tuviera que inspirarse en el amor que nos tenemos a nosotros mismos..., ¡pobre prójimo! Es mucho mejor para él que la referencia de cómo tenemos que amarle esté fuera de nosotros, en Jesús.
Todo el misterio de la vida de Jesús parece estar cifrado también en un como: «como el Padre me amó, os he amado yo». El secreto de un amor tan grande y tan entregado como el suyo, lo pone Jesús en lo que ha visto, oído, experimentado, sentido que es su Padre para él. La calidad de su pro-existencia está en su ex-sistencia, dirá Ion Sobrino. Pues bien, cuando Jesús quiere dejarnos como testamento algo que libre a nuestros amores humanos de su propia corrupción, lo que nos dice es esto: «inspirad vuestras formas de amar en mí, en lo que habéis visto, oído, experimentado, sentido, que ha sido y sigue siendo mi amor hacia vosotros».
Si es una verdad antropológica innegable que sólo un tú profundamente amado y contemplado descubre lo mejor que hay en mí, mi yo más verdadero y real, eso se hace especialmente cierto en lo que se refiere a nuestra capacidad y a nuestras formas naturales de amar. El Amor del Señor y el amor al Señor descubren en nosotros unas posibilidades nuevas e insospechadas para nuestros amores humanos. Sin la experiencia de ese Amor, esas posibilidades quedan como encarceladas dentro de sí, como imagen de Dios por semejanza, pero no por aproximación; como deseo truncado de Dios.
José
A. GARCÍA
SAL-TERRAE 1998 9 Págs. 643-656